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BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES
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Agnès Agboton
Na Mitón. La mujer en los cuentos y leyendas africanos [Selección de fragmentos]
Edición impresa Agnès Agboton, Na Mitón. La mujer en los cuentos y leyendas africanos (2004) En Agnès Agboton (2004) Na Mitón. La mujer en los cuentos y leyendas africanos. Barcelona: RBA Libros, S.A. (pp. 17– 23) Edición digital Agnès Agboton, Na Mitón La mujer en los cuentos y leyendas africanos [Selección de fragmentos] (2014) Inmaculada Díaz Narbona (ed.) Biblioteca Africana – Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes Febrero de 2014
Este trabajo se ha desarrollado en el marco del proyecto I+D «Literaturas africanas en español. Mediación literaria y hospitalidad poética desde los 90» (FFI2010-21439) dirigido por la Dra. Josefina Bueno Alonso
Na Mitón Agnès Agboton
La princesa Aligbonu y el leopardo Si quieres hablar con alguien y que te entienda, háblale en su lengua, en la lengua de sus padres. Proverbio fon Huenuho ué, dicen los gun, mi pueblo; «es una leyenda», pero también «palabras del propio sol», palabras luminosas, pues, son las viejas palabras de los ancestros. Las palabras que cuentan un lejano acontecimiento que dio origen a toda una estirpe. En aquel tiempo, esas cosas sucedían, probablemente, con toda normalidad; el transcurso de la vida de los hombres, las mujeres y las bestias, en una región inalcanzable y, por ello, indeterminada e indefinible, estaba lleno de nombres que, cuando me explicaron esta leyenda, me parecieron hechizados, fabulosos. Y, sin embargo, Adjá existe, y existe Tadó... ¿Pero existió alguna vez Aligbonu...? Dicen que la historia ocurrió en el país de los adjá, que hoy se encuentra muy cerca de las arenosas riberas del golfo de Guinea, aunque tierra, tierra adentro. Y a aquellas regiones llegó, huyendo de las sabanas que la habían visto nacer, una mujer llamada Adowi. Nadie sabe -o, al menos, nadie ha sabido nunca decirme- las causas que provocaron aquella huida. Pero las palabras que han pasado de boca en boca y que intento volcar en un papel para que lleguen a tus ojos, dicen que con ella se llevó al hijo que había engendrado de un hombre de su pueblo y que con ella llevaba, también, comida suficiente para poder subsistir en su larga caminata. No era una cualquiera, no era la mujer de algún pobre campesino... Llegó a Tadó y la gente la acogió con los brazos abiertos. Se hicieron las ceremonias de presentación al rey, como exigía la costumbre. Y poco tiempo después, el rey de Tadó, fascinado por la belleza de la joven andariega, la tomó por esposa y la introdujo en su corte. De su unión nació una hija a la que llamaron Posú Aduhuene, es decir, «dura como los dientes», aunque solían llamarla Aligbonu, «la gran senda», tal vez porque su madre había recorrido un largo camino antes de llegar a Tadó... O quizás porque en ella iba a comenzar la gran andadura de su linaje... Así son los nombres de mi pueblo: hablan de sucesos y de circunstancias, sugieren
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acontecimientos, insinúan... Pero quien los lleva y quien los pronuncia -también quien los escucha o quien los lee- debe saber interpretarlos, hallar la sabiduría que encierran. Así son, sí, los nombres de mi pueblo... Pasaron las lunas, y la niña iba creciendo en la amurallada corte de su padre, el rey, con las numerosas esposas y todos sus demás hermanos y siervos. Recibía los conocimientos y la educación propios de una niña de su rango y asistía a los ritos y a las ceremoniales danzas de las reinas. La princesa Aligbonu destacaba entre los suyos, no sólo por su belleza sino también por su carácter decidido. Iban pasando los años hasta que, cierto día en que soplaba el viento blanco, el harmatán, ese soplo cálido que llega del desierto cargado con una leve niebla de polvo grisáceo, Aligbonu se alejó del bullicio y la agitación de la gente de su poblado. Dejó a sus espaldas la cadencia de las majas que las mujeres hacían sonar a aquellas horas de la mañana, moliendo el mijo o el maíz, mientras otras procuraban almacenar en los graneros las cosechas que sus maridos y sus hijos habían traído de los campos, antes de que llegara la estación de las lluvias y, más tarde, regresara de nuevo el tiempo de la siembra. Aunque solía hacerlo muy pocas veces, la princesa Aligbonu salió de aquel recinto amurallado, por cuyo alrededor cualquier persona ajena a la corte debía andar a cuatro patas si no quería perder la vida, pues ése era el castigo cuando no se respetaba de ese modo la majestad real. Acompañada por sus siervas, tuvieron que ponerse en hilera por el estrecho sendero y fueron a buscar agua y leña para el hogar. Se introdujeron en la gran selva llevando sus jarras de arcilla roja en la cabeza. Aquel día soplaba una fresca brisa y eso advertía a la princesa de que algo extraño estaba ocurriendo. También en su cuerpo ocurrían cosas extrañas. En ella se atropellaban los pensamientos y algo parecía sugerirle que no era aquélla la primera vez que sus pies recorrían el sendero. Y sin embargo... Ni siquiera los pájaros y los animales de la selva se dejaban oír. Sólo se escuchaba el tintineo de las pulseras de cobre, los alogán que llevaba en los tobillos, y la vara provista de anillas, el achogán, distintivo de las princesas, que agitaba su principal sirvienta en el gran bosque de Zungbó. No obstante, de la maleza brotaba un aroma agradable, dulce y ácido al mismo tiempo. Aligbonu se alejó de sus siervas buscando algunos frutos y bayas silvestres. Pero algo la estaba observando, algo la contemplaba y deseaba acercarse a ella. Así se encontró, de pronto, ante la pavorosa presencia de un hun, un espíritu de la selva que se había apoderado del cuerpo de un leopardo, de un agasú, y la deseaba en silencio. Las sirvientas no debían perder de vista a la princesa pero cuando, al buscarla, la descubrieron junto a aquel animal feroz, se sintieron aterrorizadas y huyeron hacia el poblado, dejando a su dueña a merced de las garras y las fauces del animal. La alarma cundió en palacio y el rey ordenó que sus guerreros tomaran las armas para salir en busca de la princesa. Llegaron al lugar que las siervas les habían indicado y hallaron a la princesa sana y salva, sin el menor arañazo. Agasú, el leopardo, había desaparecido.
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Pero la leyenda dice que la había amado, que la había poseído sin tenderla siquiera en las hierbas del bosque, que la había tomado de pie y había sembrado en su vientre la simiente de la que nacerían, en el futuro, los innumerables frutos de una estirpe poderosa y temible. Antes de alejarse, sin embargo, le había entregado dos mágicos pájaros cuyo canto la advertiría si, alguna vez, un peligro la amenazaba y tenía que emprender de nuevo la huida. El grupo de hombres armados que habían salido a buscarla regresó a Tadó y se dirigió a los aposentos reales con la princesa. Y tal vez por miedo a lo que pudiese ocurrir, aquel acontecimiento quedó envuelto en el silencio. Sólo Aligbonu supo lo que había ocurrido en el bosque aquel día. Nueve lunas más tarde la princesa dio a luz un hijo varón, de cuerpo fuerte y de tez rojiza como el cobre, que lucía las manchas y las garras de un leopardo. Al noveno día de su nacimiento, como exige la costumbre cuando el hijo es un varón, se le dio como nombre Tengisu, que en mi lengua significa «el niño monstruoso», aunque la gente le llamaba Agasú, el leopardo. Poco a poco fue convirtiéndose en un joven alto y robusto. Sus manos seguían recordando las zarpas de una fiera. Era valeroso e intrépido, tenía también poderes mágicos y, como no podía ser de otro modo, dominaba el arte de la caza. Pero su apariencia física asustaba a las muchachas. Ninguna joven de Tadó lo encontraba atractivo y, cuando le llegó el tiempo de tomar esposa, no pudo conseguir mujer alguna que compartiera su lecho. Su madre hizo entonces que se casara con una de sus hermanas más jóvenes, su tía pues, que le dio una larga y duradera descendencia. Sus hijos le dieron nietos y sus nietos, más tarde, tuvieron hijos; eran ya los agasu-vi, «los hijos del leopardo», y llegaron a ser, en Tadó, un clan poderoso. Cuando su abuelo, el rey, hubo muerto, murió también Agasú, se sucedieron los jefes y transcurrieron los años. Mucho tiempo después, uno de los príncipes que ocupaba legítimamente el trono insultó al más destacado miembro de los agasuvi. El clan hablaba por su boca y él les conducía en sus cacerías, mediaba en las querellas y resolvía los desacuerdos familiares. El «hijo del leopardo» recordó al príncipe su alta y mágica estirpe, iniciándose así una disputa entre los clanes que poblaban Adjá-Tadó. Brillaron las armas al sol de mediodía y la tierra roja de la sabana se hizo más roja aún cuando bebió la sangre de los guerreros. Por fin, cuando la noche comenzaba a caer, el agasuvi dio muerte al príncipe antes de que las tinieblas se apoderaran del mundo. Pero no fue aquella una noche de descanso. Las mágicas aves de Aligbonu habían hecho sonar su canto y Adjahutó, «el que ha matado al de Adjá», supo que debían huir, pues los suyos corrían peligro. E iniciaron la marcha. Anduvieron y anduvieron, como la princesa en cuyo vientre se había iniciado su estirpe. Los agasuvi llevaban consigo los objetos más sagrados y los distintivos reales de la dinastía de Adjá; trasladaron también los restos de sus antepasados y los objetos destinados al culto de sus dioses. Era un pueblo que buscaba, de nuevo, una tierra donde asentarse.
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Las leyendas pueden ser, a veces, muy prolijas y la huida de «los hijos del leopardo» está llena de sonoros nombres, de lagos y de llanuras. En su largo peregrinar recibieron, incluso, la ayuda de un ejército de voraces hormigas que pusieron en fuga al ejército de los enemigos que querían exterminarlos, permitiéndoles cruzar, así, el lago Ahemé para instalarse en Alladá, donde arraigó la dinastía de Adjahutó. Pero para alguno de los hijos de Adjahutó el camino no había llegado aún a su fin. Los agasuvi eran cada vez más numerosos y, en busca de nuevas tierras, llegaron, por fin, a los dominios de un rey cuyo nombre era Dan. Por aquel entonces Ahó era su jefe, y tal vez él y su pueblo estaban ya fatigados por las penalidades del camino y por los incesantes combates. Acudió Ahó, pues, al palacio de Dan: — Noble Dan -le dijo-. Somos los desgraciados descendientes de los reyes de Alladá, vuestros aliados y amigos. Os pedimos un poco de tierra para poder instalarnos y vivir por algún tiempo antes de proseguir de nuevo el camino en busca de un lugar más adecuado y de un hogar definitivo. Dan hizo entonces honor a las leyes de la hospitalidad. Cualquier huésped era sagrado por aquel entonces, cualquier huésped es sagrado también hoy, y Dan cedió a los agasuvi una parte de sus dominios para que pudieran levantar sus chozas. Pasó algún tiempo. Crecieron en los campos los tallos de la yuca, las lluvias cayeron durante lunas y, luego, el sol les dijo que había llegado de nuevo el tiempo de la siembra. Y los rebaños crecieron. Y nacieron nuevos hijos de la fértil simiente del leopardo. Ahó visitó de nuevo a Dan, asegurándole que necesitaba más tierras, que los límites que les había fijado estaban ahogando a su pueblo. Y Dan le concedió nuevas tierras. Pero, poco tiempo después, Ahó repitió su demanda y obtuvo más tierras. E, insaciable, no tardó mucho tiempo en pedirlas de nuevo. Entonces, el rey Dan se exasperó, pues no creía que su generosidad mereciera, como respuesta, aquella desvergonzada avaricia. — Nada te satisface, hijo del leopardo. Aunque te diera yo todas mis tierras y te cediera, además, mi propio palacio y mi reino, acabarías pidiéndome el vientre para construir en él tu propia choza. Ahó supo así que Dan se había enojado y se retiró sin decir nada más. Sin embargo, las tierras de Dan le convenían; los agasuvi habían recuperado ya las fuerzas y olvidado los viejos combates. Recurrió, pues, a los suyos, buscó la complicidad de los propios siervos del rey hospitalario, atacó a su benefactor y lo mató degollándolo. Cuando la batalla terminó y los hijos del leopardo fueron dueños de la tierra, Ahó ordenó que tomaran el cadáver de Dan. Le abrió el vientre, lo enterró en el lugar que había elegido como morada y colocó sobre la tumba el pilar que iba a sostener su nuevo palacio. A partir de entonces, aquella región se llamó Danhomé huegbé («la choza en el vientre de Dan»), y con el paso de los siglos llegaría a ser un país al que todos llamaron Dahomey.
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De esta larga leyenda, de los hechos y linajes de los agasuvi, los hijos del leopardo, quedan los restos de poderosos reinos africanos: el de Abomey, por ejemplo, cuyos palacios pueden visitarse aún, o el de Hogbonu, al que los portugueses llamaron Porto-Novo y en el que florece, todavía, el rico legado que abandonó, hace ya muchísimo tiempo, las tierras de Alladá.
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