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TESTIGOS EN LA ESCUELA 2
AGUSTÍN, PENSADOR Y SANTO
Santiago M. Insunza, OSA
Publica: FEDERACIÓN AGUSTINIANA ESPAÑOLA Coordinan: María Paz MARTÍN DE LA MATA Santiago M. INSUNZA SECO Colabora: Comisión de educación FAE Imprime: Grafinat, S.A. Argos, 8 28037 Madrid ISBN (Obra completa): 84-932490-0-9 ISBN: 84-932490-2-5 Depósito Legal (Obra completa): M-26.388-2002 Depósito Legal: M-27.895-2002
ORACIÓN DEL EDUCADOR AGUSTINIANO Enséñame, Señor, lo que tengo que enseñar, y enséñame, sobre todo, lo que tengo que aprender. Para que también yo continúe considerándome alumno en la escuela donde Tú eres el único maestro que enseñas desde dentro. Aumenta mi hambre de verdad para que no descanse sobre conquistas fáciles, sino que convierta la vida entera en una búsqueda incesante. Que sepa amar sin condiciones, como amas Tú, vea en los más débiles una cita para la entrega gratuita y sepa enseñar siempre con alegría a través de los gestos, más que del discurso de las palabras.
DOS PALABRAS
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L año 1994, la FEDERACIÓN AGUSTINIANA ESPAÑOLA celebró, en Madrid, un encuentro bajo el título AULA AGUSTINIANA DE EDUCACIÓN. Aquella feliz iniciativa –ya en su novena edición– ha contribuido a definir las líneas maestras de la pedagogía agustiniana y a crear un foro de reflexión sobre los temas más vivos de la educación contemporánea. Las ponencias de esas jornadas se han venido publicando, año tras año, y constituyen una bibliografía valorada en el mundo agustiniano de habla hispana. Con el programa «TESTIGOS EN LA ESCUELA», la FAE quiere, ahora, poner en manos de todos los educadores unos cuadernos monográficos que vayan desgranando los matices diferenciales de una propuesta educativa con sello agustiniano. El manantial de intuiciones que brota del pensamiento de san Agustín no queda aquí agotado, a lo más sugerido. Los Equipos Directivos de los distintos Colegios instrumentarán la metodología y el calendario más adecuados para ese necesario tránsito de la lectura personal a la reflexión compartida. La sociedad, particularmente la escuela, necesita testigos. Hombres y mujeres que confiesen abiertamente las razones que sostienen su vida y den razón de su esperanza. No hay que imponer nada, pero hay que ser capaces de proponer. La verdad de la vida cotidiana es el mensaje más transparente. Aunque haya interferencias.
Agustín, pensador y santo SANTIAGO M. INSUNZA, OSA
A cartelera de los santos ofrece una gran variedad. Los santos son las notas de una gran sinfonía cuyo autor es Dios. No son magos que sacan los milagros de la chistera. Eran, y son, mujeres y hombres de carne y hueso que hemos convertido en muñecos de escayola. Quiero decir que, algunas veces, por despiste o por querer maquillarlos, los hemos desfigurado.
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En la historia de la Iglesia hay hombres y mujeres que sobresalen por motivos diferentes. Mientras algunos han ocupado toda su vida en la asistencia a los enfermos o al anuncio del Evangelio en tierras de misión, otros se han dedicado a la
investigación y a la publicación de libros. En muchos casos no se puede trazar una frontera divisoria tan clara porque la actividad humana, con frecuencia, es plural. Así fueron los días y las horas de san Agustín. Atento a los muchos asuntos de la Iglesia de Hipona cuando era su obispo, preparando sermones, despachando consultas, recibiendo las visitas que llegaban a su casa. Éste es el san Agustín pensador, escritor y santo. Hombre de pensamiento y corazón inquietos, con mil ventanas abiertas a la curiosidad; buscando razones y respuestas más allá de los límites de que tenemos acceso. Las verdades más hondas y más humanas –amor, felicidad, belleza, Dios– forman la sintonía de la vida de Agustín. Por eso san Agustín –en expresión del arzobispo benedictino de Bari, monseñor Magrassi– es el amigo que me acompaña y el maestro que me enseña.
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«Quisiera decir simplemente dos cosas, que no diría de ningún otro personaje histórico que yo conozca. Acercándonos a Agustín no nos acercamos solamente a un pensador; nos acercamos a un hombre. De él lo sabemos todo. Es un hombre que se confiesa; que nos muestra los pliegues más íntimos de su corazón. Por esto, para mí Agustín es un amigo; me parece haber comido y bebido con él. Cuando me viene al encuentro una página suya, es un amigo que me viene al encuentro casi para hacer un trecho de camino conmigo. Esto no lo podría decir de ningún otro, como lo digo de Agustín. La segunda cosa: creo que nuestra historia, nuestro pensamiento no sería aquello que es sin él (...) Creo que un peso tan decisivo no lo haya tenido nadie.» (Cit. En PEDRO LANGA, San Agustín y la cultura, Ed. Revista Agustiniana, Madrid 1998, p. 202)
Argelia dio a san Agustín, en la primera semana de abril de 2001, el título de «africano más universal». Lo hizo el presidente argelino en un congreso promovido como gesto de paz para Argelia y de diálogo entre
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el Cristianismo y el Islam. De este modo, sin olvidar una clara intencionalidad política –en el sentido más amplio de la palabra–, los argelinos quisieron manifestar su interés por un hombre que nació en Tagaste (la actual Souk-Ahras), en la provincia proconsular que tenía como capital Cartago, y que hoy, al igual que Hipona, donde Agustín fue obispo durante treinta y cinco años, está en el territorio de Argelia.
PENSADOR Y SANTO Para quienes opinan que la fe está reñida con el pensamiento, puede parecer extraño que se hable de un pensador santo. Creer no significa cerrar los ojos y caminar entre tinieblas. La fe nuestra de cada día y de cada instante no puede separarse de las dos funciones más típicamente humanas: pensar y amar. El cristiano tiene, como ser humano, la obligación de pensar. Una cosa es la imposibilidad de llegar a descubrir toda la realidad y otra el deseo de ver. Las cosas son más humanas cuando las pasamos por la mente y por el corazón. Que a nadie se le ocurra equiparar la fe a una cierta forma de pereza
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intelectual o a un modo de andar por la vida sin filtrar nada. Advierte san Agustín: «Dios nos libre de pensar que nuestra fe nos incita a no aceptar ni buscar la razón; pues no podríamos ni aun creer si no tuviésemos almas racionales» (Carta 120, 8). Este planteamiento agustiniano es hoy particularmente necesario y oportuno por dos razones muy particulares. En primer lugar, la pugna entre fe y razón es innegable. Con frecuencia, la piedra de choque es la desconfianza mutua, la invasión recíproca de campos que no son propios, la falta de un diálogo interdisciplinar. En el otro polo encontramos ese sarpullido de nuevas religiones. Es el nuestro un «tiempo de credulidad» (P. Berger), propicio para toda clase de supersticiones como compensación a la carencia de una verdadera espiritualidad (cf. MARDONES, José M., En el umbral del mañana. El cristianismo del futuro, Ed. PPC, Madrid 2000, p.127). El resultado es ese ateísmo vital, sin grandes cimientos teóricos, que va ganando terreno frente a ese otro ateísmo más sólido generado por la ruptura entre el Evangelio y la cultura moderna (cf. Pablo VI, Evangelii
Nuntiandi, n. 20). Encontrar a un ateo preocupado se ha convertido, según expresión de K. Rahner, en «una sorpresa pastoral agradable y afortunada». San Agustín nunca renunció a pensar y tampoco a amar. Por el camino del pensamiento y del corazón llegó a la santidad. No se puede llegar por otro camino. En una primera etapa de su vida intentó llegar a Dios sólo por el camino de la razón. Quiso encontrarle en el bosque de las doctrinas filosóficas y de sectas que había en África. La fuente de la investigación filosófica se iba agotando y su sed continuaba insatisfecha. También fue perdiendo el entusiasmo por los maestros de su tiempo, «hatajo de charlatanes que, en número considerable, tuve que aguantar. Todos ellos se empeñaban en enseñarme esto, lo otro y lo de más allá, para luego no sacar nada en limpio» (Confesiones 5,7,12). Más tarde se asomó a la realidad con los ojos del corazón, y descubrió la Verdad que había buscado con tanto afán. El acercamiento intelectual a Dios, la lectura de la Biblia y la reflexión acerca de los contenidos de la fe hicieron de san Agustín un pensador. También un escritor,
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porque nos dejó una espléndida herencia de obras escritas. La edición completa de las obras de san Agustín la ha publicado la Biblioteca de Autores Cristianos (BAC), en edición latino-española.
«Fue un gran obispo. También escribió libros colosales que hacen pensar cómo pudo lograrlo, con tantas otras ocupaciones como tenía. Pero su principal dedicación, por encima de todo, fue la de obispo, continuamente ocupado con la crisis del Estado y con las necesidades de la gente humilde de su ciudad, y él procuró sacar adelante toda esa múltiple actividad. Eran tiempos difíciles, la emigración de los pueblos estaba comenzando. Desde luego, Agustín no fue en absoluto un hombre que estuviera en las nubes. En esa época, por un decreto imperial, el obispo era al mismo tiempo una especie de juez de paz y, por tanto, gozaba en su jurisdicción de cierto rango, que exigía su intervención y sus sentencias en muchos litigios civiles. Estando ocupado casi a diario en esos menesteres hacía cuanto podía por llevar la paz de Cristo a
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todos los corazones, sobre todo predicando el Evangelio. También en eso fue modelo para mía. A pesar de sus vehementes deseos de llevar una vida de meditación, y a pesar de sus enormes ganas de trabajar intelectualmente, supo estar –ante todo– disponible para los demás y entregarse a ellos hasta en las cosas más pequeña de cada día.» (Cardenal JOSEPH RATZINGER, La sal de la tierra. Cristianismo e Iglesia Católica ante el nuevo milenio, Ed. Palabra, Madrid 1998, pp. 66–67)
PARA EL DIÁLOGO •
Hay personas que viven insatisfechas porque juzgan incómodos y poco saludables los contenidos de su fe. No es culpa de la fe, sino de una intermediación pedagógica rutinaria, llena de adherencias de otros tiempos. ¿Qué medios utilizas para que tu fe no resulte incompatible con los valores humanos y con las verificaciones de la ciencia?
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Muchos creyentes de nuestro tiempo tienen como asignatura pendiente la fe por pensar. ¿Es éste tu caso?
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El abismo entre fe y cultura es uno de los graves problemas de nuestro tiempo. ¿Por qué estamos, según algunos, ante un diálogo imposible?
AGUSTÍN, PENSADOR Y SANTO
EL PROYECTO FILOSÓFICO DE SAN AGUSTÍN Se suele decir que la filosofía de san Agustín es autobiográfica. Es decir, no hilvana pensamientos puros, sino que reflexiona a partir de su propia vida. Podemos decir que su experiencia es la biblioteca, el archivo de datos de donde parte su pensamiento. La vida hace brotar el pensamiento y, a la vez, el pensamiento alimenta su vida.
«Avanza, pues, en las honduras de tu espíritu, y descubrirás cada día nuevos horizontes, tierras vírgenes, ríos de inmaculada pureza, cielos antes no vistos, estrellas nuevas y nuevas constelaciones. Cuando la vida es honda, es poema de ritmo continuo y ondulante. No encadenes tu fondo eterno, que en el tiempo se desenvuelve, a fugitivos reflejos de él. Vive al día en las olas del tiempo, pero asentado sobre tu roca viva, dentro del mar de la eternidad; el día en la eternidad, es la eternidad, es como debes vivir.» (Miguel de UNAMUNO, Obras selectas, Plenitud, Madrid 1965, pp. 183-189)
Fe y razón no son dos caminos paralelos, o diferentes. Hay un solo camino –la razón-inteligente– que, por no valerse por sí misma, necesita el auxilio de la fe. Al mismo tiempo, la razón también es necesaria para la fe. Sólo el ser razonable puede creer. Escribe san Agustín que Dios está muy lejos de odiar la inteligencia (Carta 120, 2.3). Es la razón la que despierta preguntas, la que busca, la que nos invita a explorar en el fondo de las cosas y de los hechos. Cuando toca su límite, acude a la fe. Los dos criterios –razón y fe– son interdependientes. Escribe san Agustín: «La fe, en efecto, es el peldaño de la intelección, y la intelección es la recompensa de la fe» (Sermón 126,1). Para entender necesitamos la fe, y la acción de entender es la gratificación de la fe. Nadie pone el pie en tierra virgen, sino que recibe una información y la acepta, por lo menos como hipótesis de trabajo, para iniciar el camino personal de investigación.
¿Por qué fe y razón enemistadas? La fe me hace escuchar el vago rumor [de Dios, como un viento que suena a lo lejos. La razón me invita a salir del parque de mis sueños y a llamar por su nombre a cada cosa... La fe es un mirador alto, una luz, a veces soñolienta,
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para no perder la costumbre del asombro y no olvidar la cercanía de lo sublime. La razón es camino hacia las verdades [mortales expresadas con el sueldo pequeño de las [palabras. ¿Por qué el duelo entre dos hermanas?
Nos acercamos, así, a uno de los temas más luminosos del pensamiento agustiniano: la relación fe-razón. Se trata de un binomio, no una disyuntiva. Los dos extremos de riesgo son el fideísmo y el racionalismo. Fideísmo es una fe acrítica, desmedida, y racionalismo, el olvido de que los pensamientos son, en expresión de san Agustín «hijos del corazón» (Tratados sobre el Evangelio de San Juan 1, 9) y lo «esencial es invisible a los ojos» (Antoine DE SAINTEXUPÉRY, El principito, Alianza Editorial, Madrid 1971, p. 87). Entre el fideísmo y el racionalismo, la equilibrada postura de san Agustín: «cree para que entiendas y entiende para que creas» (Sermón 43,9). Nada de enfrentar razón y fe como si fueran irreconciliables. El mismo Agustín escribe en la Carta 120,3,13: «Ama intensamente el entender». Es hora de que fe y razón, religión y ciencia, se den un abrazo de
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respeto mutuo. Cualquier actitud arrogante por una u otra parte levanta el muro de la incomprensión. Desde la religión se ha pretendido domesticar la ciencia y desde la ciencia se ha hecho burla a la religión, como si fuera un entretenimiento de personas inmaduras. Si borramos prejuicios, la ciencia y la fe pueden darse la mano. El científico comienza su estudio a partir de los resultados o las hipótesis de trabajo que han formulado otros investigadores. Cree y duda al mismo tiempo. Otorga su confianza a las conclusiones de otros compañeros que han pasado montañas de horas detrás del microscopio. Sin esta fe primera no podría hacer pie para iniciar sus ensayos. Creer abre las puertas a la ciencia y a la filosofía. Por eso no se puede pensar que la fe sólo es el refugio de los cobardes, intelectualmente, que no se atreven a pensar. Antes de finalizar el Concilio Vaticano II, clausurado el 8 de diciembre de 1965 en la Plaza de San Pedro de Roma, aquella gran asamblea de obispos dirigió distintos mensajes a la humanidad. A los hombres del pensamiento y de la ciencia decían:
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«Vuestro camino es el nuestro. Vuestros senderos no son nunca extraños a los nuestros. Somos amigos de vuestra vocación de investigadores, aliados de vuestras fatigas, admiradores de vuestras conquistas… También, pues, para vosotros tenemos un mensaje, y es éste: Continuad buscando sin cansaros, sin desesperar jamás de la verdad. Recordad la palabra de uno de vuestros grandes amigos, San Agustín: “Busquemos con afán de encontrar y encontremos con el deseo de buscar aún más”… Nunca, quizá, gracias a Dios, ha parecido tan clara como hoy la posibilidad de un profundo acuerdo entre la verdadera ciencia y la verdadera fe, una y otra al servicio de la única verdad. No impidáis este preciado encuentro. Tened confianza en la fe, esa gran amiga de la inteligencia. Alumbraos en su luz para descubrir la verdad, toda la verdad.» (Mensaje del Vaticano II a la humanidad, 3-6)
La valoración de la ciencia debe huir de dos tesis inconvenientes. Ni cabe asumir el relativismo escéptico que
niega toda pretensión de objetividad, ni tampoco la afirmación que el conocimiento pueda agotar toda la realidad y ser la solución de todos los problemas.
EL HOMBRE SEGÚN SAN AGUSTÍN Agustín aceptó la filosofía griega y confió en ella, incluso con entusiasmo, hasta el punto de presentarse él mismo como un Platón cristiano. Si la filosofía es el arte racional de dudar, puede decirse que la duda le acompañó durante un largo tiempo de su vida. Más tarde, la fe cristiana le ayudó a cribar muchas de las ideas que había defendido cuando todavía estaba lejos de la conversión. Es de sabios dudar, se dice. Simplemente porque la aproximación a la verdad produce asombro por su inmensidad. No hace de la duda una actitud permanente, sino que el arte de dudar supone un afán por superar la duda. Por eso se ha dicho que la filosofía agustiniana supera todo escepticismo y es, fundamentalmente, una antropología. Es decir, una filosofía
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basada en el conocimiento del hombre. El ser humano es uno de los centros de atención del pensamiento agustiniano. «Él nos habla del hombre de su tiempo, de sus problemas, dificultades y actitudes, pero cuando se trata de formular una teoría o doctrina de alcance universal, o que él pretende que lo sea, Agustín lo hace tomándose el pulso a sí mismo y esforzándose por expresar ese fondo insobornablemente humano que reside en todos y cada uno de los hombres. Porque, ¿qué es mi corazón sino un corazón humano? (La Trinidad, IV, prólogo). (R. FLÓREZ, Presencia de la verdad, Ed. Augustinus, Madrid 1971, p. 135). La primera incógnita que hay que descifrar es el hombre. «Grande abismo es el hombre, Señor» (Confesiones 4, 14, 22). El orden que repite Agustín es «conózcame a mí y conózcate a Ti» (Soliloquios 2,1,1). En el capítulo quinto de las Confesiones se lamenta: «Ciertamente que Tú estabas delante de mí, pero como yo había huido de mí mismo, no me encontraba. ¿Cómo iba a encontrarte a Ti?» (2,2). Y en la obra titulada El orden, señala cómo
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«el alma que se entrega a la filosofía debe comenzar por mirarse a sí misma» (2,18,48). El conocimiento del hombre es previo y necesario para el conocimiento de Dios y para el conocimiento del mundo. Porque «la causa principal de todos los errores, lo mismo acerca del mundo que acerca de Dios, está en que el hombre se desconoce a sí mismo» (El orden 1,1,3).
PARA EL DIÁLOGO •
Un educador debe ser experto en humanidad. Es una cátedra que se basa en la experiencia y el conocimiento que uno tiene sobre sí mismo. ¿De qué modo puede ser hoy san Agustín maestro de educadores?
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Sobre la inquietud religiosa de los educadores solemos pasar de puntillas. ¿Nos atrevemos con dos preguntas? ¿Qué lugar ocupa la fe en nuestra vida? ¿Qué reflejo tiene en nuestra misión como educadores?
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Una pregunta muy personal que, probablemente, nunca te hayas hecho. Cuando creas oportuno, dedícale unos minutos: ¿crees que los alumnos ven en ti a una persona creyente?
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Es claro que el hombre está en primer plano como objeto de observación y punto de partida. El hombre está en el centro porque su centro, como veremos a continuación, es Dios. Es en Dios donde el hombre se descubre como persona y, al mismo tiempo, es en sí mismo donde descubre a Dios. «¿Quién es aquel que está sobre lo más alto de mi alma? Subiré a él sirviéndome de mi misma alma» (Confesiones 10,7,11). Es un camino o un método de conocerse y de acceder a Dios que pasa por la interioridad más profunda. «Para que el hombre se conozca a sí mismo es preciso que se aparte de la exterioridad, que se recoja en sí mismo y se mantenga en el abrazo de su propio ser» (El orden 1,2,3). No es difícil desembocar en la conclusión que la antropología agustiniana es religiosa. O, como algunos autores llaman, antropología teologal: el hombre orientado hacia Dios. Dios centro de gravedad del hombre: «Nos has hecho, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (Confesiones 1,1,1). Tensión que vivió el alma de Miguel de Unamuno, «germinalmente creyente», y plasmó en unos versos que se leían –no sé si todavía actualmente– en la lápida que cubre
sus restos y los de su esposa en el cementerio de su Salamanca querida:
«Méteme, Padre eterno, en tu pecho, misterioso hogar; dormiré allí, pues vengo deshecho del duro bregar.»
El ser humano es un peregrino (cf. Comentarios a los Salmos 55,9) que tiene que llegar a un destino y, por lo tanto, no cabe pararse a la sombra de los primeros árboles del camino. Siempre hay que avanzar hacia esa meta última y utilizar todas las cosas, como el equipaje que lleva el montañero en la mochila. Poco peso; sólo lo necesario, y con la mirada puesta en la cumbre. El descanso de cada día sólo debe servir para recuperar las fuerzas perdidas, no para interrumpir el viaje.
«Según la concepción agustiniana, el hombre es una criatura de Dios, cuyo inquieto corazón sólo se apacigua y descansa cuando ha regresado a su Creador: “Nos has hecho, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti” (Confesiones 1, 1, 1). Si toda acción humana ha de
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conducirnos a Dios, por ser Dios el destino ineludible del hombre, la acción educativa no puede ser, en esa andadura, una excepción. Por eso, para Agustín el proceso educativo no puede ser otra cosa que un camino de perfección cristiana.» (Isaías DÍEZ DEL RÍO, Notas para una educación agustiniana, Publicaciones FAE, n.º 2, Madrid 1994, p. 73)
Observa san Agustín que amamos nuestra vida, «amamos el ser que es nuestro ser» (La Ciudad de Dios 11,27,1). Esta profunda inclinación a vivir se manifiesta en el cuidado de la salud y del cuerpo, que siempre ha tenido una alta cotización en las culturas de todos los tiempos. También deseamos conocer. Nadie quiere ser engañado y nuestra curiosidad se abre en distintas direcciones. Los sentidos son las ventanas que nos permiten asomarnos al mundo exterior y asistir al espectáculo de lo que sucede fuera de nosotros. Existe otro mundo, más interesante y misterioso todavía, que es el mundo interior. Hablar del mundo interior es tocar uno de los temas preferidos
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de san Agustín. El mundo interior o la interioridad constituye la casa de nuestros sentimientos, de nuestra fantasía, de nuestros pensamientos. La originalidad de cada hombre o mujer, su modo singular de ser, amar y pensar reside en el mundo interior. Aunque seamos vasijas de barro, que fácilmente se quiebran, dentro de nosotros habita la verdad y habita Dios. La idea eje del pensamiento agustiniano es el amor. «El amor puede convertir las cadenas de hierro que te amarran, en cadenas de oro» (Comentarios a los Salmos 149,15). Cuando nos falta el amor nos movemos perezosamente (cf. La Trinidad 8,10,4). El amor es el gran impulso vital que mueve a los seres humanos. Lo que de verdad define a una persona y a un pueblo son sus amores. Por eso la pedagogía del amor –saber amar– es, indudablemente, la asignatura más importante que debemos aprender. Quien aprende a amar, aprende a vivir. «Ama y haz lo que quieras», escribe san Agustín (Sermón 163 B, 3). En el amor está el criterio máximo de comportamiento moral y la clave de la libertad verdadera. ¿Quién no ha hecho, alguna vez, bandera de la libertad? El deseo de libertad va unido al deseo de ser
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libre. Nadie elige el mal sabiendo, con certeza, que aquella elección es equivocada. El mal se disfraza y, si no tenemos unos ojos muy abiertos y penetrantes, creemos que es un bien. Sucede, después, como con esas pastillas que venden en las farmacias. Están recubiertas de un sabor agradable, pero al final amargan. La diferencia está en que las pastillas, aunque de sabor amargo, tienen poder curativo, y el mal, por el contrario, pasado ese momento primero de satisfacción, se convierte en amargura y culpabilidad. «Primero debemos reconocer nuestra esclavitud y nuestra liberación» (Comentarios a los Salmos 64,1). Una libertad que no nos ayude a ser felices, ¿para qué la queremos? No se trata, únicamente, de luchar por la libertad, sino de aprender a ser libre. La libertad sin falsificar es la capacidad de elegir el bien y de realizarlo. Para poder realizar el bien necesitamos la ayuda de Dios. Es decir, necesitamos liberarnos de muchas cosas para poder ser libres. «La esclavitud pertenece al temor; la libertad pertenece al amor» (Sermón 33,1). Nadie piense que san Agustín ignora la fragilidad de la condición humana o es un optimista inconsciente. En el camino de
ascenso a Dios el hombre se encuentra con la realidad del pecado. El propio Agustín contempla su vida «cambiante, multiforme e inmensa hasta no más» (Confesiones 10,17,26) y considera que el hombre es capaz de Dios (cf. La Trinidad 14,8,11) y, al mismo tiempo, mendigo de Dios. Por eso estamos siempre en camino (cf. Comentarios a los Salmos 55,9), y la conversión es una tarea permanente que no admite tregua ni descanso. «Para esto ha sido hecho inteligente el hombre: para que busque a Dios» (La Trinidad 15,2,2), afirma claramente san Agustín. Dios es una verdadera vocación humana, pero, a la vez, el hombre es consciente de una oquedad original que tiene que llenar. Es la apelación a la trascendencia y la constatación del vacío producido por el pecado. «Buscad a Dios y vivirá vuestra alma. Aquel a quien hay que encontrar está oculto, para que le busquemos; y es inmenso para que después de hallado, le sigamos buscando... Aquí busquemos siempre, y que el fruto de haber hallado no sea el término de la búsqueda» (Tratados sobre el Evangelio de San Juan 63,1).
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La inquietud y la búsqueda durarán toda la vida. Inquietud intelectual e inquietud moral que acompañan al conocimiento y al amor. También podría decirse que la felicidad y la verdad son las dos bridas que arrastran al hombre. Hay algo, sin embargo, que le impulsa a buscar aquello para lo que está hecho: es el mismo Dios, que es punto de partida y meta de llegada del conocer y del amor humanos (cf. La música 6,13,40). Dios oculto y manifiesto, presente y ausente, proximidad y distancia. Presencia en la propia interioridad (cf. El maestro 11, 38) y lejanía por el abismo del pecado. (cf. Los méritos y la remisión de los pecados 1,19,25). Dios es el inmediato y el próximo; pero es, al mismo tiempo, el silencioso y el innominado. La historia personal de san Agustín no se puede interpretar sólo en clave de una contienda consigo mismo o de un repliegue intimista sobre su mundo interior. La llamada al recogimiento no termina ahí. El proceso de interiorización se completa con la elevación del alma a Dios. Hay que poner el pie en el estribo de uno mismo para ascender a Dios. «Heme aquí ascendiendo por mi alma hacia Ti» (Confesiones 10,7,23).
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«Agustín no hubiera alcanzado a Dios si se hubiera quedado en sí mismo, ya que sólo trascendiendo la propia intimidad es posible subir hasta Él y unirnos a Él. Tenemos que hablar siempre con metáforas ateniéndonos a las condiciones humanas de nuestro conocimiento, de las que no nos es posible desprendernos. En realidad no se trata de un subir ni de un caminar, sino de un desligarnos espiritualmente de nosotros mismos de nosotros mismos para adherirnos a esa suprema presencia que nos sostiene desde el hondón más íntimo de nuestro ser y a la vez nos traspasa y trasciende por todos los poros de nosotros mismos». (Ramiro FLÓREZ, Presencia de la verdad, Ed. Augustinus, Madrid 1971, p. 259)
El libro primero de las Confesiones nos presenta al hombre inquieto y peregrino, mientras espera el encuentro con Dios (Confesiones 1,1,1). Es un grito que desvela la sed de Dios. El libro con que se cierra esta misma obra de las Confesiones –el libro trece– concluye con una súplica: «Señor
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Dios, ya que nos lo has dado todo, danos la paz: la paz del reposo, la paz del sábado, la paz sin ocaso. Pues todo este orden bellísimo de las cosas extraordinariamente buenas, una vez que colmen su medida, pasará. Tuvieron una mañana y una tarde. Pero el séptimo día no tiene tarde ni ocaso, porque le has santificado para que dure para siempre. El hecho de que descansaras el día séptimo, después de realizar tus obras muy buenas, aunque las realizaste estando en reposo, es una predicción realizada por el oráculo de tu Libro: también nosotros, una vez realizadas nuestras obras, que son también muy buenas porque tú nos las has dado, descansaremos en ti en el sábado de la vida eterna» (Confesiones 13,36,51). Plegaria serena y confiada de quien desea colmar la inquietud más profunda de su corazón. «Manteneos en su compañía y alcanzaréis estabilidad. Descansad en Él y hallaréis sosiego» (Confesiones 4,12,18). San Agustín tiene una lúcida conciencia de sí mismo. Su conversión fue un acontecimiento
pascual. «Si en otro tiempo fuimos tinieblas, ahora ocurre que somos luz en el Señor» (Confesiones 13,12,13). Con la conversión no llegó a una estación término, sino al inicio de un camino de renovación que recorrería hasta el final de su vida. Si la experiencia de pecado fue grande (cf. Confesiones 10,43,70) y contempla su mundo interior como un lugar de contienda (cf. Sermón 9,13; Sermón 128,8), no es menor su confianza: «Los hijos de Dios combaten porque tienen a su favor un poderoso auxiliador. Dios no asiste como mero espectador al combate íntimo, al estilo de una multitud que presencia una cacería. Esa multitud puede estar a favor de un cazador; pero si éste está en peligro, no le puede prestar ayuda» (Sermón 128,9). Sin embargo, en este espectáculo interior, «el Espíritu de Dios es el que lucha por ti contra ti, contra lo que hay de contrario a tu propio bien dentro de ti» (Sermón 128,9). Llegó a la fe por el único camino que se llega a Dios: la gracia. La fe siempre es fruto de la gracia. Desde la fe comenzó a ver y a verse con ojos nuevos, y descubrió cómo la revelación de Dios es plenitud sorprendente del propio ser. La historia de Agustín no fue un galope desbocado, sin descanso y sin
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destino, y tampoco un estirar la inteligencia hasta llegar a Dios con la razón. Es verdad que buscó, preguntó, llamó; pero Dios salió libremente a su encuentro. «Todo lo que soy, me viene de tu misericordia» (Comentarios a los Salmos 58,2,11). Lo santos –como
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decía gráficamente un niño– «son esas figuras de las vidrieras de colores atravesadas por la luz». Así fue Agustín: una figura de contextura física frágil, un corazón sensible, una inteligencia clara, un hombre atravesado por la luz soberana de Dios.
TESTIGOS EN LA ESCUELA PROGRAMA DE FORMACIÓN PARA EDUCADORES AGUSTINIANOS
1. SAN AGUSTÍN CONTEMPORÁNEO 2. SAN AGUSTÍN, PENSADOR Y SANTO 3. LOS NUEVOS HORIZONTES DE LA EDUCACIÓN 4. EDUCACIÓN Y EVANGELIZACIÓN 5. PENSANDO EN LA EDUCACIÓN AGUSTINIANA 6. PERFIL DE UNA PEDAGOGÍA AGUSTINIANA 7. HACIA UNA METODOLOGÍA AGUSTINIANA 8. EL IDEARIO O CARÁCTER PROPIO DE UN COLEGIO AGUSTINIANO 9. PSICOLOGÍA DE LAS RELACIONES PERSONALES 10. EL ALUMNO, CENTRO Y PROTAGONISTA DEL ACTO EDUCATIVO 11. EL EDUCADOR AGUSTINIANO 12. LA FIGURA DEL TUTOR 13. LA COMUNIDAD EDUCATIVA AGUSTINIANA 14. LA ESCUELA AGUSTINIANA ANTE EL DESAFÍO DEL FUTURO 15. OPCIONES PRIORITARIAS DE UN COLEGIO AGUSTINIANO 16. EDUCACIÓN Y VALORES: LA PROPUESTA AGUSTINIANA 17. EDUCAR PARA LA INTERIORIDAD 18. EDUCAR PARA LA VERDAD 19. EDUCAR PARA LA LIBERTAD 20. EDUCAR PARA LA AMISTAD 21. EDUCAR PARA LA JUSTICIA Y LA SOLIDARIDAD 22. TESTIGOS EN LA ESCUELA
Cuadernos