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l día siguiente de cerrar Mariátegui sus ojos para siempre comenzó la disputa política en el Perú sobre la verdadera naturaleza de sus ideas. Esta polémica no ha terminado todavía. Mariátegui, ¿era o no marxista? ¿Cuáles fueron, en realidad, sus relaciones con el nacionalismo pequeño burgués peruano, esto es, con el aprismo? La vitalidad de la discusión reposa sobre un asunto de la mayor importancia. Pues el duelo teórico entre la categórica aserción de Mariátegui de que «la revolución latinoamericana será socialista o no será» y el puro anti imperialismo del APRA, aunque no encierra todos los términos del problema, alude sin duda a la controversia tan actual sobre el carácter histórico político de la revolución en América Latina. Tanto los stalinistas, como los ultraizquierdistas y en cierto modo los apristas, pretenden confiscar para su propio bando la figura del luchador desaparecido. En un curioso homenaje tributado por Luis E. Heysen en 1930, el dirigente aprista llamaba a Mariátegui «bolchevique d’annunziano». Estas palabras irreverentes desataron una batalla de invectivas entre apristas y stalinistas que seguramente no enriquecerá la historia de las ideas en Perú. Las tres figuras más notables del pensamiento revolucionario del Perú son Manuel González Prada, José Carlos Mariátegui y Víctor Haya de la Torre. El primero era un anarquista aristocrático, introductor del modernismo literario y de la polémica anticlerical que hacía furor en Francia por esa época. González Prada es la figura principal de la generación positivista, un escrupuloso artista del verbo que proclama la urgencia de romper con la tradición española y la herencia colonial. Su contribución a la lucha social del Perú es señalar al indio como al protagonista de la vida nacional. A diferencia de otros escritores e intelectuales de América Latina, que se complacían en las experiencias estéticas cuyas fórmulas importaban de Europa, González Prada tenía el temperamento de un agitador. En el teatro Politeama de Lima pronunció un discurso en 1888 donde observó este hecho fundamental: «No forman el verdadero Perú las agrupaciones de criollos y extranjeros que habitan la faja de tierra situada entre el Pacífico y los Andes: la Nación está

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formada por las muchedumbres de indios diseminadas en la banda oriental de la cordillera». Setenta años antes, Simón Rodríguez, el magnífico maestro de Simón Bolívar, escribía lo siguiente:



Pero la oligarquía peruana, sus vástagos, protegidos y comensales, no pensaban jamás en sus «pongos». Los elegantes barrios residenciales de Lima y la despreocupada existencia en Europa se fundaban en la explotación inicua del indio, personaje central de la vida peruana desde el Incanato hasta hoy. Sin embargo, toda la vida del Perú visible se desenvolvía en la costa, entre blancos y mestizos. En el «foco de civilización» del litoral florecían el positivismo, el liberalismo, los golpes de Estado, las «tradiciones peruanas» de Palma, la novela realista, el Parlamento, la pintura moderna y hasta el marxismo. Pero hacia el interior de esa franja privilegiada, Perú se hundía en el atraso y la tristeza más profundas. De un lado se escribía la novela indigenista, y del otro agonizaban los indios semiesclavos. Por lo demás, desde el levantamiento del siglo XVIII con Tupac Amaru no habían cesado nunca las sublevaciones campesinas. Los más escandalosos atropellos y las violencias de los propietarios rurales desencadenaban dichas sublevaciones, que concluían con la represión militar sangrienta de las víctimas de aquellos atropellos. Después de cada masacre se extendía por la sierra el silencio de los muertos; y en la costa, tiempo después, algún miembro de la clase ilustrada escribía una novela. Hacia 1848, Narciso Aréstegui publicaba «El Padre Horán», en cuya intriga se combina el retrato despiadado del cura rural con la simpatía por el indio sometido. Cuarenta años más tarde, Clorinda Manos de Turner exhibía con fuerza penetrante en «Aves sin nido» la espantosa situación de las masas indígenas. La novela no sólo vuelve célebre el nombre de la autora cuzqueña, sino que sitúa en el ámbito del gran público la cuestión de la raza maldecida y expoliada desde la Conquista, y manipulada desde el Imperio Incaico.

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«En lugar de pensar: en Medos en Persas en Egipcios pensemos en los indios»



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En 1888, José T. Itolararres publica otra novela: «La Trinidad del Indio o Costumbres del Interior». Desde mediados del siglo XIX hasta mediados del siglo XX las inteligencias blanca y mestiza respondían a la explotación del indio —o a sus sublevaciones— con la solidaridad literaria. José Carlos Mariátegui opondrá a la vindicación puramente indigenista la formulación económica de la cuestión agraria. Puesto que la cuestión del indio era la cuestión de la tierra, Perú no sólo tenía un deber moral hacia la raza fundadora que los conquistadores subyugaron, sino que esa emancipación indígena era un prerrequisito de su propia emancipación económica. El crecimiento peruano hacia la civilización generalizada y la cultura sólo podía lograrse mediante la abolición de la servidumbre indígena y el ascenso sustancial de la productividad agraria, que debía ser su necesaria consecuencia. Pero esto último exigía la expropiación de los terratenientes positivistas. El progreso del Perú estaba detenido por la opresión del indio, o sea por la apropiación gamonalista de la tierra. La liberación del indio era el fundamento para la liberación del Perú. Tal era la síntesis del problema, que Mariátegui arrancó del limbo puramente ético de la novelística para traducirlo a la fórmula inicial de la revolución peruana. En las dos primeras décadas del siglo XX no se contaban en el Perú, virreynal y semicolonial a la vez, más de 50 000 obreros industriales. Pero en la sierra vivían varios millones de indios campesinos. La clase media burocrática, profesional y universitaria se distribuía en la costa, desde Arequipa a Trujillo, en la misma franja civilizada donde se levantaban las escasas fábricas y estructuras de servicios de la clase obrera naciente y del artesanado urbano. Como en el resto de América Latina, parte del proletariado (sobre todo en la aristocracia obrera) y la clase media, cuyos hijos concurrían a las Universidades, hablaban y frecuentemente escribían la lengua castellana. En algunos casos, hasta producían grandes escritores. A diferencia del Alto Perú, la cenicienta del Virreynato cuya decadencia económica y cultural comienza cuando se «bolivianiza» en beneficio de los picapleitos chuquisaqueños dueños de minas e indios, en el bajo Perú subsistía la tradición dieciochesca de los Virreyes. La civilización de la costa era europeizante y refinada. Acumuló la cultura suficiente para no exhibirla grotescamente en las vitrinas aldeanas. Poco a poco se formó una clase media que, como su congénere de la martirizada América Latina, gozó de una relativa prosperidad, gracias a la penetración del capital extranjero.



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El imperialismo generó cierto movimiento económico cuyos efectos sociales beneficiaron a algunas capas de la pequeña burguesía. Al instalarse en los grandes puertos, impulsó el desarrollo infraestructural de las ciudades costeras, promovió o financió la construcción de ferrocarriles, caminos, depósitos, silos, telégrafos, edificios públicos, aduanas. Alrededor de esa gran corriente exportadora e importadora de materias primas, frutos o minerales, se estratificó una masa de burócratas, maestros, profesionales y comerciantes que se sostuvieron en la actividad derivada del comercio exterior de las balcanizadas Repúblicas. Entre 1880 y 1930 se definen los Códigos Civiles, las tarifas aduaneras y los mitos nacionales de los miserables Estados post-bolivarianos que se introducen en el mercado mundial. Cada República, por separado, ajusta perfectamente en ese mercado, pero al mismo tiempo saltan los dientes del engranaje comercial interlatinoamericano de antaño. Cada país latinoamericano vuelve sus espaldas a los vecinos, y estrecha unilateralmente sus lazos de subordinación con los imperios extranacionales. Hacia 1920, cuando Mariátegui comienza a estudiar los libros marxistas, los textos escolares en el Perú se traducían del francés. Los traductores peruanos eran tan malos en historia peruana —¡tan olvidada!— eran tan mal pagados y tan detestable era esa «historia nacional» manufacturada en Francia por impasibles profesionales, que la frase del General Córdoba, vibrante de temblor heroico al lanzar a sus soldados a la victoria en los campos de Ayacucho («¡Armas a discreción, a paso de vencedores!»), es vertida para los ojos y el entendimiento de los niños peruanos de «Pas de vainqueurs» a «No hay vencedores». A tal punto se había perdido en el Perú del siglo XX la tradición revolucionaria de la América en armas, que resultaba tan natural que los europeos escribieran la historia peruana como inconcebible que un día remoto los latinoamericanos marcharan «a paso de vencedores». El desmedrado francés y el andrajoso castellano del aterido traductor limeño simbolizaban la vida grisácea y sin esperanzas de la factoría peruana en la ciudad de los Virreyes. Al fin y al cabo la pequeña burguesía peruana lograba ingresar a las universidades y escapar de ese modo al oscuro destino del indio servil; pero difícilmente podía aspirar a mucho más que a disfrutar el honor académico de un título poco menos que inservible. La sociedad semicolonial entreabría ante los ojos extasiados del estudiante o del intelectual un horizonte insinuante de cultura y civi-



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lización, pero le impedía al mismo tiempo alcanzarlo. Ese dilema lanzó a la juventud al nacionalismo y al marxismo. Pero como esas maravillosas ideas que procedían de la lejana Rusia y del estupendo México, iluminadas por el resplandor de grandes victorias, se asentaron en el suelo de la sociedad peruana, sufrieron la torsión de sus leyes específicas, de la tradición del país, de las particularidades de la estructura social del Perú. Y como no podía ser de otra manera, ni la Revolución Mexicana tuvo lugar por segunda vez en el Perú, ni la Revolución Rusa pudo repetirse en el suelo incaico, según lo establecían los textos marxistas traducidos por los mismos traductores de aquellos manuales de historia de 1920, que vertían mal la frase del General Córdoba. En esta ocasión seguían traduciendo mal del ruso. Como todo lo que se copia resulta ridículo, las victorias soviéticas se traducían, en la realidad, como derrotas peruanas. Los obreros y artesanos del Perú litoraleño creyeron percibir en el socialismo y en el nacionalismo indoamericano del APRA algo mucho mejor que la mediocridad de la sociedad peruana. Pero, al fin y al cabo, se trataba de una minoría, pues ni la pequeña burguesía urbana ni el proletariado constituían la mayoría de la población. Los indios, que eran la mayoría, ignoraban la doctrina socialista, la doctrina aprista y la lengua castellana. Sin embargo, sólo con ellos podría hacerse la revolución en el Perú. Sin ellos no había siquiera historia posible. Era preciso, ante todo, que los indios dejaran de pertenecer al terrateniente y a la literatura para convertirse en hombres libres y sujetos de la historia real. Para que tal cuestión al menos pudiera plantearse, se imponía que los «occidentales» del Perú, la fracción privilegiada y letrada de la costa, repensase al Perú, lo «interiorizase» y sustituyera el positivismo por el socialismo. Esto último sólo sería útil a condición de que el socialismo, oriundo de Europa, se historicizase peruanizándose, pues sólo así podría entenderse desde adentro ese fragmento vivo y no copiable de la historia americana llamado Perú. Los dos hombres más notables que se esforzaron en esa dirección fueron Mariátegui y Haya de la Torre. Desgraciadamente, Mariátegui quedó a mitad de camino, pues murió cuando sólo contaba 35 años de edad. Su formación espiritual estuvo impregnada del decadentismo wildeano y de la agorería bélico–mística de Spengler en las postrimerías de la Primera Guerra Mundial. En esa época, Lima «la horrible» era —a semejanza de las capitales de la América Latina



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balcanizada— una reproducción aldeana y simiesca de París. La guerra infundió temor, con sus incomodidades y peligros, a la «colonia sudamericana» que había parasitado largos años en Europa gracias a la esclavitud de sus países de origen. Volvieron precipitadamente a sus tierras los hijos de los terratenientes chilenos o argentinos, como aquellos que retrata Alberto Blest Gana en su novela «Los trasplantados»; los vástagos de los cafetaleros colombianos y brasileños, los ricachos de las sabanas venezolanas, los algodoneros, azucareros y arroceros peruanos, abrumados por un cafard de reciente adquisición ultramarina. «De Europa trajeron aquellos infelices millonarios —dice un testigo— dulces saudades, pipas de opio, jeringas de inyecciones; queridas rubias, afición al champagne, la menta y el pernod; guantes color “patito”; polainas blancas, monóculo bajo la ceja airada; bostezos, piropos de color vivo; ociosidad parlante; amor a la ostentación». El ambiente literario y periodístico en que actuaba el joven Mariátegui (y también, según propia confesión, Haya de la Torre) estaba sumergido en un galicismo existencial, suerte de «dandysmo» verbal que se apodera de su generación y que era tan típica de una Lima no peruana, como lo era de aquella Buenos Aires no argentina. En el caso peruano el contraste resultaba patético, pues más allá de la frivolidad limeña se escondía el Perú indígena, que era casi todo el Perú. El colega y amigo de Mariátegui y Haya de la Torre (ambos muy jóvenes), Abraham Valdelomar, asombraba, escandalizaba, complacía a la ciudad con su atrevido atuendo de «lyon», exhibiendo con meditada afectación un enorme ópalo en el dedo índice de la mano derecha, en tanto esgrimía un ostentoso bastón de malaca. Valdelomar examinaba con aire despreciativo a los paseantes del Jirón Unión, y sus vestimentas extravagantes intimidaban a los transeúntes tanto como sus quevedos de carey unidos al cuello con una negligente cinta bicolor. El resto de la bohemia limeña preconizaba los paraísos artificiales, el esteticismo como forma de vida y la literatura aristocrática. Naturalmente, tales bohemios en su mayor parte pertenecían a la modesta clase media de Lima. Pero en el Palais Concert se atiborraban de sueños, de te inglés o de café de Chanchamayo; no tenían siervos pero se sentían los reyes del mundo. Mientras Valdelomar escribía en su mesa del Palais, se besaba espectacularmente las manos diciendo en voz alta: «Beso estas manos que han escrito cosas tan bellas». Mariátegui, siguiendo la



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farsa, le contestaba: «Hacéis bien, conde: lo merecen». Esta frivolidad de la inteligencia limeña en un país trágico tenía hondas raíces. Ya Bolívar, que como San Martín había sufrido el cerco de esa sociedad oligárquica empapada en sangre indígena, había definido a Lima con estas palabras: «Oro y esclavos». Como en casi todas las capitales de América Latina, el núcleo intelectual soñaba con Europa. Pretendía huír de la pobreza circundante y de su clase privada de destino por los fuegos fatuos de la «pose» literaria o por la expatriación. En Lima había de todo: se podía ir a los toros, fumar opio, predicar la causa de Francia, o aplaudir la misma noche a una bailarina suiza en el cementerio bañado por la luna parnasiana: allí estuvo el joven Mariátegui, mientras un extraviado violinista acompañaba, crispado, a la danzarina suiza. El escándalo de la ciudad fue enorme. Los muertos merecían a Lima más consideración que los vivos. Transcurría la Primera Guerra Mundial, con sus horrores. Pero tales horrores tenían para Lima un carácter abstracto. Allí se vivía una existencia comparativamente próspera y feliz. La vida era fácil y dulce para los beneficiarios indirectos de la explotación indígena. Al fin y al cabo allí derramaban sus consumos los hijos, primos y sobrinos de los grandes gamonales. Valdelomar expresaba de algún modo la beatitud y el orgullo de la ciudad de Pizarro, que no había fundado el Inca: «Perú es Lima; Lima es el Jirón de la Unión; el Jirón de la Unión es el Palais Concert». El aristócrata Riva Agüero, que más tarde gestionará y obtendrá en España la revalidación de los pergaminos que lo acreditaban miembro de la nobleza colonial, polemizaba con Mariátegui sobre la pureza castiza de su prosa. El conde Lemos, seudónimo literario y mundano de Valdelomar, lanza sobre la ciudad provinciana aforismos que complacen a las clases altas: «Las almas tienen raza: hay almas aristocráticas y almas zambas». A la clase media también la distingue y percibe en ella a todo el pueblo peruano en una frase reveladora: «El de universitario es el estado natural del joven peruano». Al campesino cuzqueño, arrodillado sobre la tierra ajena con su arado de madera, le habrían sonado extrañas tales palabras de haber comprendido la lengua española. A Lima llegaban asimismo las ideas del futurismo de Mannetti y los versos erotomaníacos de Gabrielle D’Annunzio, el gran poseur. En la revista «Colónida», en la que asoma a la vida intelectual la generación de Mariátegui y hasta se publican textos

  [N. del E.]Ver ensayo en: http://www.yachay.com.pe/especiales/7ensayos/



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de los González Prada, se combate el alcoholismo en nombre del opio y del éter, tóxicos al que algunos colaboradores de la revista atribuyen virtudes más refinadas que el innoble pisco. El joven Mariátegui se gana la vida como periodista y escribe poemas religiosos o místicos. Pero ya se escuchan temblores de tierra: la revolución mexicana está en marcha; la revolución rusa despunta en el rojo horizonte; la Reforma Universitaria estalla en la Argentina y convoca a la «juventud de América Latina». Mariátegui comienza a interesarse tanto en la política peruana, a intervenir desde afuera en las luchas universitarias y a juzgar de modo tan agudo y áspero la miserable política oligárquica, que el dictador Leguía prefiere becar a Mariátegui y a otros jóvenes con análogas propensiones. Lo envía a Europa, donde permanecerá tres años. De allí regresará otro Mariátegui. Europa lo había provisto de la estética «d’annuziana» y ahora Europa lo había despojado de ella. Mariátegui volvía convertido al marxismo. ¿Bolchevique d’annunziano, como dice Heysen? Lo veremos. Al pisar el suelo peruano en 1923, Mariátegui vuelve con su mujer y su primer hijo. El escepticismo ha quedado atrás: el escritor se ha convertido en un luchador. Sólo le quedan siete años de vida. En ese breve lapso fundará la Confederación de Trabajadores del Perú, la revista «Amauta», el Partido Socialista, y publicará los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana. Como se trata de su obra más significativa, pueden estudiarse en ella las conquistas fundamentales de Mariátegui en la esfera del conocimiento crítico de su país y su modo de aplicar el método marxista a la realidad que estudia. Pero dicho libro proporciona, además, la oportunidad de examinar las variadas influencias heredades por Mariátegui de su pasado esteticista, así como de su frecuentación reciente de Croce y de los sorelianos. En tercer término, los «Siete ensayos» encierran parte de las ideas flotantes en la generación latinoamericana de 1918, la generación pequeñoburguesa de la Reforma Universitaria. Resulta curioso advertir las observaciones que sobre el destino industrial del Perú formula Mariátegui: «El industrialismo aparece todopoderoso. Y, aunque un poco fatigada de mecánica y de artificio la humanidad se declara a ratos más o menos dispuesta a la vuelta a la naturaleza, nada augura todavía la decadencia de la máquina y de la manufactura… las posibilidades de la industria en Lima son limitadas. No sólo



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porque, en general, son limitadas en el Perú —país que por mucho tiempo todavía tiene que contentarse con el rol de productor de materias primas— sino, de otro lado, porque la formación de los grandes núcleos industriales tiene también sus leyes… A causa de las deficiencias de su posición geográfica, de su capital humano y de su educación técnica, al Perú le está vedado soñar en convertirse, en breve plazo, en un país manufacturero. Su función en la economía mundial tiene que ser, por largos años, la de un exportador de materias primas, géneros alimenticios, etc.» Esta profesión de fe librecambista en el libro juzgado unánimemente por la inteligencia peruana como un texto marxista clásico debe explicarse a la luz de las dificultades que ha sufrido el marxismo para insertarse en la cultura latinoamericana. No debe pasarse por alto que en la «Advertencia» de Mariátegui a sus Siete ensayos, respondiendo a la acusación de «europeizante», defiende su aprendizaje europeo y agrega: «Creo que no hay salvación para Indoamérica sin la ciencia y el pensamiento europeos u occidentales. Sarmiento, que es todavía uno de los creadores de la argentinidad, fue en su época un europeizante. No encontró mejor modo de ser argentino». Pero el librecambismo de Sarmiento, célebre degollador de gauchos y defensor de la hegemonía porteña sobre el interior no admite dudas y hasta emplea las mismas palabras que utilizará el marxista Mariátegui para defender la importación de productos extranjeros, setenta años antes: «Cultivar la tierra será por mucho tiempo nuestro recurso industrial de preferencia». La firmeza con que Mariátegui abrazaba el pensamiento marxista y asumía la defensa revolucionaria del Perú no admite dudas. Pero tampoco puede soslayarse el hecho de que la poderosa tradición del pensamiento económico librecambista de la oligarquía exportadora peruana deja su sello en las ideas económicas de Mariátegui en ese momento de su evolución hacia el socialismo. No resultaba esta actitud tan extraña para su época, pues en el Río de la Plata las ideas socialistas habían sido introducidas por el doctor Juan B. Justo, traductor del primer tomo de El Capital y apasionado defensor del librecambismo. La singularidad del librecambismo predicado por un socialista de un país agrario o minero semicolonial residía en que pretendía asumir la representación del proletariado industrial defendiendo al mismo tiempo una política económica que tendía a impedir la formación de la clase obrera. He tratado el tema más detalladamente en otra parte.

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La europeización de las ideas en las semicolonias de América Latina no sólo se ponía de manifiesto en la influencia de todas las escuelas estéticas del Viejo Mundo en auge, en la hegemonía del positivismo o en la reacción idealista antipositivista, así como en las doctrinas económicas de Adam Smith, sino ante todo en la pérdida de sustancia revolucionaria del pensamiento marxista. Pues el librecambismo en una semicolonia no sólo significaba adoptar el criterio oligárquico contra la formación de una industria nacional, no sólo se dirigía contra la burguesía, sino también contra el proletariado, cuya existencia y expansión amenazaba. Mariátegui, sin embargo, guardaba una gran distancia del socialismo cosmopolita probritánico, cuyas expresiones más características fueron el doctor Justo en la Argentina y el doctor Frugoni en el Uruguay. En los Siete ensayos reaparecen huellas de antiguas afinidades: Sorel, Bergson, Croce. Mariátegui intenta sin éxito conciliar en una especie de sincretismo filosófico una actitud espiritualista con el materialismo histórico: «Sabemos que una revolución es siempre religiosa, la palabra religión tiene un nuevo valor, un nuevo sentido. Sirve para algo más que para designar un rito o una iglesia. Poco importa que los soviets escriban en sus afiches de propaganda que “la religión es el opio de los pueblos”. El comunismo es esencialmente religioso». Más notable resulta aún encontrar en una cuidadosa lectura crítica de los Siete ensayos claras resonancias racistas, derivadas —fuera de duda— del auge positivista en América Latina. José María Ramos Mejía, Carlos Octavio Bunge y Alcides Argueda, entre muchos otros, indagaron el «problema de las razas» como una cuestión cardinal determinante del atraso o maldición de América Latina. En nuestros días, el «mestizaje», como supuesto factor histórico, iría a encontrar su postrer refugio en algunas obras de Ezequiel Martínez Estrada. Al referirse a la inmigración china en el Perú, escribe Mariátegui: «El chino… parece haber inoculado en su descendencia el fatalismo, la apatía, las taras del Oriente decrépito… El aporte del negro, venido como esclavo, casi como mercadería, aparece más nulo y negativo aún. El negro trajo su sensualidad, su superstición, su primitivismo. No estaba en condiciones de contribuir a la creación de una cultura, sino más bien de estorbarla con el crudo y viviente influjo de su barbarie. El prejuicio de las razas ha decaído: pero la noción de las diferencias y desigualdades en la evolución de los pueblos se ha ensanchado y enriquecido, en

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virtud del progreso de la sociología y la historia. La inferioridad de las razas de color no es ya uno de los dogmas de que se alimenta el maltrecho orgullo blanco. Pero todo el relativismo de la hora no es bastante para abolir la inferioridad de cultura». Riva Agüero no lo hubiera dicho mejor. A este respecto Mariátegui invoca como autoridad a Vilfredo Pareto, lo que ya es bastante decir, sobre todo porque afirma a renglón seguido que es preciso estudiar en los mestizos «su aptitud para evolucionar, con más facilidad que el indio, hacia el estado social o el tipo de civilización del blanco. El mestizaje necesita ser analizado, no como una cuestión étnica, sino como cuestión sociológica.» El examen de los Siete ensayos demuestra que Mariátegui reúne en dicho libro testimonios de su avance hacia el marxismo. Su heterogeneidad pone de relieve el pasado y el presente del autor; páginas notables y maduras nos muestran el inminente Mariátegui a punto de ser cuando lo detuvo la muerte. Su estilo y su visión interna del mundo y del Perú surgen a cada paso depurados de los detritus retóricos del «Palais Concert». ¿Bolchevique d’annunziano todavía? ¿Cuáles son las causas de la ruptura de Mariátegui con Haya de la torre? ¿Cuáles son las relaciones entre Mariátegui y la Internacional Comunista? El tema merecerá un estudio particular. El jefe del aprismo no había ocultado nunca su resistencia a comprometerse con el marxismo, al que la Revolución Rusa y la Internacional Comunista de los tiempos de Lenin y Trotsky habían impuesto su sello. Su declaración en un banquete de Londres acerca de que el APRA era en el Perú algo análogo al Kou–Ming– Tang chino era la doctrina oficial de los grupos apristas. La tesis de Haya, con la que Mariátegui rompió, era la siguiente: 1º El imperialismo, que en los países avanzados es la última etapa del capitalismo, resulta ser la primera en los países atrasados. En otras palabras, reviste un papel progresivo, al despertar las dormidas fuerzas productivas. 2º Como en los países latinoamericanos —precisamente por su escaso desarrollo histórico— la clase obrera o no existe o es insignificante, no corresponde fundar un partido «de clase» sino formar un «Frente de trabajadores manuales e intelectuales», integrado por varias clases, para realizar la revolución antiimperialista Esta revolución será la primera etapa de una larga evolución que al crear las condiciones materiales para la aparición de un proleta-

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riado y de una industria permitirá pasar en el futuro a la sociedad socialista. Haya de la Torre desarrolló estos puntos de vista, a nuestro juicio profundamente erróneos, como parte de un notable esfuerzo para repensar América Latina como un todo. Nunca la pequeña burguesía latinoamericana se había elevado tan alto para apreciar el presente y futuro de América latina como un «bloque nacional» y no, según lo tenían y tienen por costumbre los patriotas parroquiales y los izquierdistas cipayos posteriores, como un revoltijo turbulento de repúblicas bananeras, endemoniadamente distintas y opuestas las unas y las otras. Con Haya de la Torre retorna el pensamiento bolivariano, ligeramente marxistizado, «menchevizado» (puesto que, a la manera de los mencheviques rusos, Haya como un deus ex machina otorgaba a cada clase social y a cada régimen social su papel en el vasto proceso de la historia universal e indicaba ceremonialmente el momento de la entrada a la escena de cada uno). La política stalinista posterior a 1930 va a sembrar la desolación en América Latina. La muerte de Mariátegui, de una parte, y la expansión y arraigo de masas del aprismo, por el otro, permitirán a Haya de la Torre por un tiempo ocupar toda la escena. En apariencia no había en el Perú otro camino que el que ofrecía un gran caudillo nacionalista socializante, puesto que las tácticas espasmódicas del stalinismo obedecían únicamente a los cambios de frente de la diplomacia soviética, como en los restantes grupos stalinistas del mundo. En definitiva, Mariátegui, poco antes de morir, había roto con el aprismo y con el stalinismo por las siguientes razones: 1. Su ruptura con el aprismo obedecía a la renuncia de Haya de la Torre a concebir a la clase obrera como a la clase dirigente de la revolución nacional latinoamericana. 2. Su ruptura con el stalinismo en la Conferencia de Montevideo (de 1929) se produjo a causa de la resolución imperativa de dicha Conferencia para luchar en el Perú por el establecimiento de las Repúblicas Quechua y Aymará como Estados independientes. De ese modo, los burócratas stalinistas concebían la cuestión indígena peruana como una cuestión nacional. Los «delegados de la Internacional» pretendían aplicar al Perú semicolonial la consigna leninista de la autodeterminación. Pero al revés de lo que sucedió en el imperio zarista, donde Lenin planteaba a

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los pueblos oprimidos por el yugo gran ruso el «derecho a separarse», en América Latina la consigna debe expresar el «derecho a unirse», puesto que ya el imperialismo se reservó el de dividirnos. Mariátegui, con acierto, consideraba que ese problema estaba absorbido por la cuestión agraria. Lejos de comprender que la cuestión nacional del Perú consistía en integrarse con el resto de los estados latinoamericanos para formar la Nación Latinoamericana inconclusa, el stalinismo propendía a fragmentar más todavía a América Latina, agregándole dos nuevos países a la abundante floresta institucional de la balcanización. Mariátegui no asistió a dicha Conferencia latinoamericana. Ya estaba muy enfermo. Envió para su discusión un documento titulado «Punto de vista antiimperialista», que no fue aprobado. Consideremos las ideas básicas del documento: a) Se declaraba partidario de una «absoluta independencia frente a la idea de un partido nacional burgués y demagógico». b) «La revolución latinoamericana será nada más y nada menos que una etapa, una fase de la revolución mundial. Será simple y puramente la revolución socialista». c) «Ni la burguesía ni la pequeña burguesía en el poder pueden hacer una política antiimperialista. Tenemos la experiencia de México, donde la pequeña burguesía ha acabado por pactar con el imperialismo yanqui.» d) «Somos antiimperialistas porque somos marxistas, porque somos revolucionarios, porque oponemos al capitalismo el socialismo como sistema antagónico llamado a sucederlo». Como está a la vista, Mariátegui rechaza el carácter nacional y democrático de la revolución latinoamericana: ella es «socialista». Si tuviera ese carácter, los Siete ensayos —en particular la cuestión del indio y la cuestión de la tierra— no podrían haber sido escritos. Una revolución de contenido socialista supone que ya el capitalismo ha desarrollado ampliamente todos los requisitos técnicos y productivos de su régimen social. Ahora bien, ni el Perú ni América Latina han sufrido hasta hoy por exceso de capitalismo sino por su escasez. Este hecho es el que determina su carácter nacional (porque América Latina es una Nación fragmentada) y democrático (porque la inexistencia o debilidad de su burguesía no han permitido eliminar las formaciones precapitalistas o parasitarias que se oponen a su crecimiento económico–social).

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Suprimir verbalmente las tareas nacionales y democráticas que exhibe la realidad social de América Latina significa eliminarse políticamente de las grandes batallas que se libran para realizarlas. Generalmente esto conduce a consolidar la hegemonía de jefes o clases no proletarias en la dirección de los movimientos nacionales que se forman en las colonias o semicolonias. El papel de los grupos ultraizquierdistas que contemporáneamente sustenta puntos de vista semejantes es demasiado elocuente para comentarlo. En cuanto a la afirmación b) de Mariátegui, que ni la burguesía ni la pequeña burguesía pueden hacer una política antiimperialista fundado «en la experiencia de México», no resiste el menor análisis. Justamente en México, sólo 5 años más tarde, el General Cárdenas iniciaba la etapa más profunda de la revolución mexicana, distribuía tierras de los terratenientes, nacionalizaba el petróleo y los ferrocarriles de los imperialistas y atraía sobre sí el boicot de las grandes potencias. Fuera de México, tal juicio de Mariátegui (que ha hecho fortuna en toda América Latina, sobre todo en las microsectas universitarias y entre la izquierda académica bienpensante del género de Gunder Frank, Dos Santos y análogos, pondría fuera de la historia al grupo pequeño burgués democrático–jacobino encabezado por Fidel Castro desde 1953, que luego se transformó en nacionalista y más tarde, desde el gobierno, en socialista. En materia de actos antiimperialistas realizados desde o fuera del gobierno por movimientos nacionales populares, de contenido económico social burgués y socializante, citaremos a Busch, Villarroel Perón, Vargas, Paz Estenssoro (en su primer gobierno), el coronel Caamaño, Juan Bosch y el general Velasco Alvarado. Este último, en el Perú, ha emancipado a los indios después de aproximadamente un milenio de una condición servil que provenía de la consolidación del Imperio Incaico, hasta la succión española, la era Republicana y llegaba a nuestros días. Todas las personas mencionadas pertenecen a la pequeña burguesía o burguesía nacional, sea por sus ideas políticas o por su posición social, y todos ellos han entrado a la historia de las luchas sociales de América Latina porque expresaron o expresan las esperanzas de millones. Si la historia latinoamericana debiera esperar a que sólo la «revolución socialista» —sin discutir qué significado mucha gente le atribuye a esta expresión— llegara nimbada de aurora para que un indio peruano deje de arrodillarse ante el gamonal o para que un pongo boliviano pueda votar y disponer de un pedazo de tierra, entonces

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deberíamos aguardar a que los grandes países capitalistas modelos realizaran una revolución que aún no se observa en el horizonte y luego, como aspiraba hace 70 años la socialdemocracia europea, extendiera su bondad marxista hacia las tierras bárbaras. Puesto que, para decirlo una vez más y de una manera diferente, las masas no proletarias de un país pobre y atrasado no pueden percibir el significado del socialismo, que es la doctrina de la clase obrera industrial, si el reducido proletariado de ese país semicolonial no se dirige a ellas reivindicando lo que para ellas constituye su aspiración profunda: esto es, liquidación del gamonal, incorporación del indio a la civilización, nacionalización de las grandes industrias y propiedades imperialistas, democracia política, protección crediticia, alfabetización, planificación, protección de la pequeña y mediana propiedad y apoyo a los comerciantes, capitalistas pequeños y medianos. Ahora bien, tales consignas no son socialistas, pero si las esgrime y las aplica el partido revolucionario socialista, grandes masas de la población lo sostendrán en su lucha para abrir el camino a tales partidos y depositarán su confianza en los líderes civiles o militares, burgueses o pequeño burgueses, ateos o tomistas, de izquierda o de derecha, que respondan a sus aspiraciones. Si Ho–Chi Min o Mao hubieran formulado un programa puramente socialista a sus pueblos, hoy vivirían en Hong Kong o en París. Por su parte, nadie ignora que entregar la tierra a los campesinos, como lo hizo Lenin en 1917, no es precisamente una medida socialista, sino burguesa. Si los bolcheviques hubieran planteado a los campesinos colectivizar sus tierras, al poco tiempo hubieran pasado el resto de sus días en Ginebra estudiando estadísticas. Lo mismo puede decirse de Fidel. En el apartado d) Mariátegui afirmaba: «somos antiimperalistas porque somos marxistas… porque oponemos al capitalismo el socialismo como sistema antagónico llamado a sucederlo». Cada palabra es un error. Si sólo los marxistas son antiimperialistas y si los marxistas, en su lucha antiimperialista oponen al capitalismo el sistema socialista, es que dichos marxistas carecen de porvenir en la revolución que preconizan. El antiimperialismo es una acción política que se desarrolla en un país colonial o semicolonial. Los países coloniales o semicoloniales se designan como tales precisamente porque el imperialismo y las oligarquías internas le han impedido crecer, esto es, llegar al capitalismo plenamente. Si los países coloniales y semicoloniales más o menos típicos (América

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Latina, Medio Oriente, África) hubieran desarrollado un poderoso sistema capitalista nacional no hubieran sido considerados como países atrasados, y en consecuencia, no es pertinente oponer a un capitalismo subdesarrollado un socialismo que corresponde a un país avanzado. En los países históricamente rezagados, por el contrario, la lucha antiimperialista, tal cual la describe Lenin, consiste justamente en que no se trata de una lucha anticapitalista. Pues la acción antiimperialista supone la confluencia de varias clases sociales. Este tipo de lucha adquiere forzosamente un contenido nacional, ya que el imperialismo es extranjero además de expoliador. La lucha anticapitalista, en cambio, puede suponer un ataque contra capitalistas nativos. Esa circunstancia disminuye peligrosamente el poder de la lucha nacional, que también se integra con capitalistas de las más diversas categorías. Por esa razón, Lenin sostenía que para los países atrasados correspondía promover la formación del Frente Único Antiimperialista (o Frente Nacional). Para los países avanzados, sostenía la formación del Frente Único Proletario. Si algún marxista deseara proponer en Inglaterra el Frente Nacional sería un perfecto reaccionario, como lo son los laboristas, ya que las tareas nacionales de la revolución inglesa las realizó en el siglo XVII Oliverio Cromwell. Hoy sólo puede plantearse en Gran Bretaña la lucha directa por el socialismo. Por el contrario, si algún marxista propusiese en un país atrasado la integración de un Frente Único Proletario sería el paradigma del sectario. Su desconocimiento de las particularidades nacionales de un país atrasado sería castigada con el aislamiento a que lo reducirían las masas. El «Frente Único Proletario» planteado en el Perú, por ejemplo, llenaría de placer al imperialismo, pues dividiría a la clase obrera (minoritaria) del océano campesino. La coincidencia entre imperialismo e izquierda ultracipaya ha llegado a ser un fenómeno corriente en América Latina. En su último escrito programático conocido, Mariátegui incurre en los errores que hemos mencionado. Entonces ¿bolchevique d’annunziano en definitiva? No nos apresuremos. Consideremos ahora a Haya de la Torre. Su tesis acerca de que el imperialismo constituye un factor progresivo en su primera etapa de contacto con los países coloniales o semicoloniales llevaba en germen la capitulación de 1940. El antiimperialista de 1931 descubriría en Franklin Roosevelt inéditas virtudes. Ante la guerra imperialista, Haya trocaría su antiimperialismo por el antifascis-

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mo. Se declaró dispuesto a colaborar con las democracias, que eran preferibles a los totalitarismos. El enorme edilicio teórico y político se derrumbó ante la prueba de los hechos. El más grande movimiento, que había aportado a la historia latinoamericana la Reforma Universitaria, se arrodillaba ante el Moloch del Norte y abjuraba de su programa. Nadie, realmente, podía volver a confiar en la pequeña burguesía peruana aprista que había ambicionado encabezar el Frente Antiimperialista, rechazando al mismo tiempo la hegemonía del pensamiento socialista. Es cierto que el aprismo había organizado a grandes masas populares del Perú mestizo y que había introducido en la acción política y sindical a la clase obrera, a los artesanos, a los agricultores capitalista, a los marginales. Había pensado al Perú y el Perú había terminado por digerir al APRA. Pero el peligro que el aprismo representaba era tan enorme, y la banda de vampiros aristocráticos de la costa tan infame, que durante treinta años lograron mantener su alianza con el Ejército y perseguir, calumniar y proscribir a Haya de la Torre. Finalmente, lograron vencerlo al introducir en el espíritu del jefe aprista la convicción de que su triunfo como revolucionario nacionalista era imposible. La oligarquía, en su extrema dureza, ablandó al Haya de 1931 y le permitió participar lateralmente del poder, del Parlamento, de las municipalidades, de los ministerios. El APRA se convirtió en el guardián de la lucha contra el comunismo. Llegó a ser el partido de los denunciadores de la guerrilla y de los acusadores de las acciones armadas. Si en algún país latinoamericano la pequeña burguesía se había elevado a las más altas perspectivas políticas y organizativas como clase y había visto frustradas más amargamente sus esperanzas y las esperanzas de una generación, ese país era Perú. Aquella clase media que en Perú, como en el resto de América Latina, se había formado y había relativamente prosperado gracias a la penetración del capital extranjero, esa pequeña burguesía profesional. universitaria y comerciante o intermediaria, que era «democrática» porque el imperialismo era «democrático», se identificó durante largos años con el APRA. Ahora, que el gobierno militar de Velasco Alvarado realiza gran parte del programa del APRA sin el APRA, ahora que comienza la transformación de la sociedad peruana, que de algún modo le había hecho un lugar mediocre, pero seguro, a la clase media, justamente ahora sus hijos combaten en la Universidad al Ejército que liberó a los indios.

Septiembre de 1973

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Naturalmente que lo hacen con la palabrería de «izquierda» que en América Latina se emplea para combatir a los gobiernos nacionalistas que suscitan problemas al imperialismo. Toda la concepción aprista de la revolución latinoamericana giraba alrededor de la idea de que el imperialismo, de alguna forma, aparecía como el introductor de la «revolución técnica», es decir, del capitalismo. Pero la renuncia teórica expresa de Haya de la Torre a luchar por el socialismo mediante la movilización de las masas con consignas patrióticas, llevó a su movimiento a un callejón sin salida. En cierto modo, quedó al margen de la historia viva, como las tesis de Mariátegui. Se equivocaba Heysen al designar a Mariátegui como «bolchevique d’annunziano». En realidad, Mariátegui venía de D’Annunzio y marchaba hacia Marx. En cambio, su antiguo amigo y compañero Haya de la Torre provenía de Marx y concluyó junto a Franklin Roosevelt. Considerarlo como «bolchevique d’annunziano» era una cruel injusticia cometida hacia Mariátegui. Pero el «menchevismo rooseveltiano» era una incuestionable verdad. La disociación entre un socialismo como el de Mariátegui, que no concebía a América Latina como una nación inconclusa, y el nacionalismo de Haya, que rechazaba el papel dirigente de la clase obrera en la revolución nacional unificadora de la Patria Grande, fue una evidencia trágica de la inmadurez histórica de los latinoamericanos en el primer tercio del siglo XX. Si se fusionara a ambos brotaría de ellos un socialismo criollo rebosante de originalidad.

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