Al partir en el autobús rumbo a la estación de tren no nos dimos cuenta. Llevábamos puesta la resaca de la noche y la apacibilidad de esas montañas

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Al partir en el autobús rumbo a la estación de tren no nos dimos cuenta. Llevábamos puesta la resaca de la noche y la apacibilidad de esas montañas nevadas frente al lago. El paisaje lento y dulce estaba en nuestro ánimo que apenas se desembarazaba del sueño entre edredones tibios y esa sensación de estar solos y lejos de la casa de cada cual. Fue hasta que Sue, con su tono maternal y eficiente, nos contó uno a uno que descubrimos que Toshio no estaba allí. David dijo que él se bajaría para localizarlo y Sue lo calmó diciendo que ella ya estaba llamando al hotel. Un silencio pasmoso se instaló en nuestra despedida de esa estancia de solaz, la penúltima parada del recorrido. Habíamos iniciado este viaje con Toshio, debíamos concluirlo con él. Sue gesticulaba con el celular adherido a la oreja. La mirábamos escudriñando una explicación. Llegamos al andén y caminamos en espera de que se nos asignara el vagón del grupo. Ese que, decía Edith, la francesa, era como nuestro capullo. Sue se acercó a donde especulábamos qué podía haber sucedido con Toshio para informarnos que nadie respondía a los golpes en la puerta de su habitación, que habían entrado y no estaba. —¿Y su equipo de fotografía? —preguntó Klaus, el alemán, con un tono de avaricia más que de investigador.

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—No se me ocurrió preguntar —contestó Sue y volvió a marcar. Había que abordar, así que subimos mirando sobre los hombros constantemente, por si llegaba corriendo, con su torpe manera de hablar el inglés que usábamos como moneda común. Todavía desde la escalerilla hacíamos un alto como si nos resistiéramos a traicionarlo, olvidándolo allí en Jasper, en medio de las montañas y su silencio. Mi nombre estaba en el camerino que me correspondía. El que había ocupado desde nuestra salida de Halifax nueve días atrás. Coloqué en la repisa metálica el pequeño maletín que nos permitían traer con nosotros en los carros dormitorio y puse mi bolsa al lado. La chamarra quedó pendiente del ganchillo. Me miré en el espejo frente al minúsculo lavabo. Me faltaba color, lo había dejado todo en la fogata y la farra de la noche anterior. Me dolía el cuerpo, las sienes, una especie de catarro me obligaba a recostar la cabeza en el sillón y mirar hacia la vía donde otro tren estacionado, el que iba de vuelta a Calgary, obstruía la vista. La noche anterior caminamos desde nuestro alojamiento —esas cabañas frente al lago con un campo de golf a la espalda— entre un macizo de pinares al sitio donde nos esperaba el festín de la noche. Quedaba lo último de la luz de la tarde, que se reflejaba en otro lago pequeño frente al cual dos mesas con manteles a cuadros rojos y largas bancas habían sido dispuestas para la cena. Detrás de una inmensa parrilla, el grupo de chefs se ocupaba de asar las chuletas de cordero y los bogavantes. Sonreían ante nuestro asombro. Para empezar, nos sirvieron martinis que vertían de unas garrafas

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envueltas en una costra de hielo incrustado con flores secas de la montaña. Allí debió empezar el maleficio, ese conjuro de los productos del terreno que pisábamos con nuestra fatiga de días sin haber salido del tren. Al inicio del viaje, en Nueva Escocia, habíamos pernoctado y pasado un día en Quebec, otro en Montreal y otro en Toronto; pero de allí, a través del escudo canadiense, no había habido más que un respiro en la estación de Winnipeg. Todavía se nos movía el piso en un vaivén acostumbrado. Accedimos a todo. Venga el martini a la zarzamora, venga el martini al café y luego sentarse a la mesa mientras el frío y la penumbra iban coloreando esa escena y uno no sabía si comer o apreciar. El peligro de la filosofía acechaba, Celia y yo nos reíamos sin motivo, los ingleses frente a nosotros —los hermanos Lancaster— hablaban de sus dedicaciones y se mofaban un poco del estilo country que se imponía en el oeste de Canadá. Eso entendíamos de su inglés londinense y masticado. Costaba trabajo descifrarlo. Engullimos productos de la provincia de Alberta: una tártara de trucha del lago Diefenbaker con trozos de agallas de esturión y porciones enroscadas de un helecho que llaman cabezas de violín. Sólo se recoge durante dos semanas del año y a ciertas horas, intenté memorizar para la redacción de la nota. Era inútil anotar en la libreta y dejé a los sentidos trabajar por la pluma, regodearse en la altura de las llamas de la fogata a sólo unos metros de las mesas y en el rubor del agua que se tragaba los restos del día. Las papas azules perdían su identidad bajo

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la penumbra, pero eran en el paladar notoriamente tersas y dulzonas, y el vino todo lo hacía resbalar. Hasta los pensamientos. Nos entró una euforia como de fiesta romana porque la belleza del paisaje se volvía asunto comestible y lo que estaba afuera también estaba adentro y nos dio entonces por cantar. Un trío de vaqueros con acordeón, guitarra y violín tocó esas canciones que también conocían en Brasil y en Japón, como se notaba por la cara entusiasta de Toshio: desde Aleluya, Quinientas Millas que coreamos como si fuera el himno de nuestra hazaña sobre las vías, hasta This Land is my Land, que los canadienses argumentaron era de ellos y no de los americanos, que mal se llamaban americanos pues lo éramos todos los nacidos en ese continente. Y por eso brindamos los brasileños, las mexicanas y los canadienses, y Berta se sintió excluida y dijo que Nueva Orleans era aparte —y todos asentimos, porque era la mayor del grupo—. Andrew, el chef del tren, la abrazó con sus brazos tatuados para que le dijera “Sugar” y Toshio también se acercó porque el vino y la fiesta lo habían transformado. Unos cantábamos y otros bailábamos en aquel campamento provisional, como si fuéramos aventureros y llegáramos allí con nuestros acentos y estilos varios a fundar colonia y nombrarla. Nuestra especie había abandonado los riesgos de otros tiempos, con el vino puesto en el ánimo celebrábamos los tramos de vías que otros colocaron a lo largo de nueve mil kilómetros. —Brindemos por los que murieron junto a las vías en los inviernos helados —dijo Berta solemne. —Y los que procrearon —dijo David con la palidez avivada y muy cerca de Silvia.

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—Por mis antepasados —levantó la copa Andrew. —Por los que murieron entre zarpazos de osos —rió Toshio. —O entre otros zarpazos —dijo Vinicius mirando a David. Entonces Berta se puso a cantar espirituales de su tierra de negros y franceses y no supimos que Toshio los estaba grabando hasta que un tanto mareado me pidió que le guardara la grabadora. Se fue hacia los baños que estaban a unos metros, pero con la luz intensa del fuego no se podían ver. Llegó el momento en que algunos nos quisimos ir. Calaban el frío y el cansancio, también se había agotado nuestro repertorio musical. Una camioneta nos llevó de regreso al hotel. La verdad había olvidado el asunto de la grabadora hasta ahora que sentí su forma en la bolsa de mi chamarra.

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Se sintieron los primeros jalones del ferrocarril y varios nos encontramos en el pasillo, un tanto culpables de retirarnos sin Toshio. Cerraron las puertas de acceso y se esparcieron los murmullos. El tren se puso en marcha. Nos reunimos todos en el carro fumador que había sido asignado para el grupo de periodistas que hacíamos un reconocimiento de la “nueva cocina canadiense” en un viaje a todo paladar. Los estrechos espacios de nuestros camerinos nos asfixiaban. Teníamos la esperanza de que Toshio se hubiera subido a última hora y que compartiría con nosotros el tramo final hasta la ciudad de Vancouver. Los hermanos Lancaster estaban sentados en las butacas con un whisky enfrente, Klaus y Silvia tomaban cervezas. Me les uní con otra cerveza. Los rostros taciturnos delataban lo evidente: Toshio no había subido al tren. Klaus repitió lo que sabía por Sue: en la habitación de Toshio estaba su maleta pero no el equipo de fotografía. Ese que jalaba en un pequeño diablito donde iban cámaras y camaritas, luces, una parafernalia envidiable. —A ti sólo te interesa su equipo —lo agredió Silvia. —No me digas que tú eras su gran amiga —reviró el alemán.

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Silvia parecía haber guardado cierto resentimiento que ahora sacaba punzante contra Klaus a través de esa mirada verde jade. —No, pero me intereso en las personas. —Por duplicado —dijo Klaus mirando a los gemelos y rascándose una oreja. David intentó ponerse de pie. Le apreté el brazo para contenerlo, aunque aquello era una deferencia con la brasileña. El inglés desvió la conversación con astucia: —Ustedes dos se parecen —dijo refiriéndose a Silvia y a mí. Me halagó; Silvia era una mujer atractiva. Comprendía muy bien que Silvia quisiera estar con este hombre estilizado siempre vestido de lino y que barajaba el sarcasmo con la habilidad de un malabarista. Debí haberme protegido. —Silvia es como tú unos años antes. Miré a Silvia como si contemplara un retrato mío. Tenía los ojos verde oliva, la piel blanca, el pelo oscuro y recogido en un chongo bajo. Me inspiraba ternura, su belleza era suave. Pero sentí los años que nos separaban. —Me complace parecerme a Silvia —dije imaginando su color de ojos en mi rostro. David bebió un trago de su whisky, Tom también. Algo le dijo en su inglés privado. Eso acostumbraba hacer el gemelo que tenía la cabeza rapada y era muy pálido, pero con más peso que su hermano. Una especie de caricatura inflada. —¿Los vestían iguales de chicos? —les pregunté. —Todavía —contestó David—. Nuestras esposas van juntas al departamento de ropa masculina.

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Silvia torció la boca ante la palabra esposa. En aquel vagón nadie había hecho mención de los racimos de personas que flotaban, pertenecían, llenaban los portarretratos, los recuerdos: los apremios de cada uno. Con la desaparición de Toshio el código se resquebrajaba. —¿Cuáles esposas? —aclaró Tom—. Ya es bastante aguantarnos el uno al otro. —Mi padre tradujo a Kafka al portugués —dijo Silvia sin que viniera a cuento. —¿Y tú trabajas para Marie Claire? —se burló de nuevo Klaus con el mismo rasquido de oreja que acompañaba su hablar. —Silvia escribe cuentos —la defendí. Me había hablado de ello. David la miró con cierta admiración y se olvidó de mí. —Kafka en portugués —prolongó David. Parecía gustarle que la muchacha fuera la hija de un traductor. Noriko se acercó, vestida de negro. Sus ojos rasgados nos devolvieron a la realidad: la pérdida en nuestro haber. La mención de esposas y padres se diluyó de súbito como una traición a la intimidad de nuestro duelo. Noriko se había vestido así durante todo el viaje, pero ahora era notorio. La abrazamos y le dimos nuestras condolencias como si su hermano de nación fuese verdaderamente su hermano o su marido. Lo conocía, igual que nosotros, desde que abordamos en Halifax. Claro que había compartido la mesa con él por afinidad lingüística. Confesó que siempre le pareció petulante, pero que ahora haber tenido esos pensamientos le pesaba. Toshio trabajaba para la mejor

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revista gourmet de su país y eso era asunto para presumir. —¿Es casado?, ¿tiene hijos? —le preguntó Silvia. La japonesa subió los hombros indicando su desconocimiento. —Yo creo que era homosexual —afirmó Klaus, que a toda costa quería afirmar su virilidad. —Independientemente de su filiación sexual —protestó Berta, uniéndose al corro con un Bourbon—, está en Jasper, decidió quedarse a fotografiar a los animales silvestres, los glaciares de Athabaska, las cascadas congeladas. Imaginen qué aburrido es retratar espárragos, salsas cremosas, filetes y humeantes sopas con la intención de crear un paisaje de colores y sabores. ¿No puede acaso revelarse contra la especialización de su oficio? Ya tomará otro tren, los japoneses son muy ricos, dinero no le faltará. Su explicación no era descabellada, tal vez ella misma había deseado abandonar la rutina de explicar sabores y atmósferas con palabras. —Esa rebeldía no es propia de Toshio —afirmó Tom Lancaster contundente. —Tampoco lo es meterse al baño de mujeres —dijo Silvia con cara trágica y mirando a David en verdes amenazantes. —¿Qué quieres decir? —preguntó Noriko, que no acababa de colocar su ánimo frente a la situación de su compatriota. Silvia se negó a contestar. Dijo que estaba confundida, que ya quería regresar a casa, pero David insistió en que debían contar lo sucedido.

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—Es por Toshio, Silvia, entre más datos tengamos de la última vez que lo vimos, más fácilmente podremos dar con él. —Yo creo que se ahogó en el lago —dijo Silvia intentado atajar las indiscreciones de David. Le miramos los ojos color lago y a Toshio muy pequeño dentro de ellos. —Silvia y yo nos dimos un pasón en el baño —ignoró David a Silvia—. Cuando entró Toshio le dije que era el baño de mujeres. Entre risas me señaló y preguntó qué hacía yo allí. Le dije que era travesti. Se rió más. Le ofrecimos un poco de coca y aceptó. Yo besé a Silvia y me excitaba eso de los tres en el baño dándonos un pericazo en el lavabo. Y Toshio quiso besarla. —Pero yo no quería —se defendió Silvia con culpa—. Le dije que no era nada personal, mucho menos racismo. Y Toshio salió del baño con la cara baja. Todos la miramos para que nos contara el final de la historia. —No supimos más. —Hicimos el amor —precisó David. Cada quien hundió los ojos en su copa, llena o vacía, y Silvia apuró el último trago de vodka, lo mejor que encontró para eludir esa noche su deseo y desprecio por David. El chef Sam Nagata nos llamó, la cena estaba lista. Amén de incidentes y tribulaciones, el tour gastronómico debía seguir, así que con la incertidumbre a cuestas nos encaminamos al carro comedor, donde algunas mesas ya estaban ocupadas. La pareja de Denver revisaba el menú y tomaba notas con eficiencia apabullante. Su gordura era sinóni-

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mo de su capacidad engullidora, pero sus hábitos y sus maneras un tanto burdas marcaban esa línea entre el verdadero placer por la comida y la voracidad por informarse, acompañada de una bolsa de palomitas con mantequilla. Siempre evité compartir la mesa con ellos. Ahora lamentaba que mi única cercanía con Toshio fuera el depósito de su confianza con la entrega de la grabadora minúscula que estaba en mi camerino. Silvia y yo nos sentamos juntas, sentía la obligación de despejar su incomodidad. Noté que ella esperaba que David también lo hiciera, pero fiel a su hermano y sabedor de que al sentarse allí firmaba un pacto solidario o quizás amoroso con la brasileña, se siguió de largo con Tom hasta la mesa de la pareja de Denver, que tomaba vino por obligación. *** Mariana no quiso mirar a Silvia y a David. Sin despegar los ojos, siguió leyendo.

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