Story Transcript
Narrativa,
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DE BUEYES Y VACAS
Alberto Luque Cortina
-Alguien debería apartar ese cadáver de ahí. Lo dice tras la ventana y la persiana a medio bajar y su rostro también hundido en la negrura no vaya a ser que un francotirador alma de un balazo.
se le lleve el
Su vieja murmura entre dientes algo acerca de los niños mientras prende una vela al fondo de la estancia. Oscurece. -Sácate de ahí -le dice-, esos oficialistas son como diablos; terminarán por dispararte. Pero al instante se acerca hasta su marido y fisga a través de una ranura la calle desierta, invadida por las sombras, el montón de carne. La tarde y el sol ya como una lengua mortecina escapándose por los rescoldos de la persiana a medio bajar, en una huída razonable y armónica, abriendo paso a un vacío que se va haciendo sombra. -Ya no se mueve. -Hace horas -contesta su marido, como certificando un diagnóstico que a media tarde sólo él se había atrevido a predecir. -¿Y los niños?, ¿estaránbien?
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La mujer se ha estado repitiendo mil veces la misma pregunta, desde que los oficialistas, al poco de amanecer, entraran en el pueblo disparando muerte por la boca de sus fusi les. -Claro vieja. No te preocupes. Horita andarán revolviendo Dolores.
con los hijos de
Ella se rasga las manos contra el pecho:
-No sé ... (Y le mira como tratando de beber de sus palabras). -Pues claro vieja. Anda, echa la persiana y vámonos a dormir. Sacan el edredón del armario y lo ponen ahí mismo, bajo la llama; sus cuerpos temblorosos caen desnudos, sin verguenza, se desploman y caen silentes como mulas viejas sobre el colchón. El crujido de su dura anatomía retorciéndose hasta encontrar postura entorpece la frágil quietud de la noche; después se hace el silencio y por unos segundos sólo se escucha el canto nocturno de la selva; pero luego llegan ptras voces que surgen como de la tierra, sordas y amenazantes, algún disparo, ¡le di, mi teniente!, un juramento, y luego una orden de retirada o avance. El viejo se ha acostumbrado
rápidamente a estas nuevas voces, porque en el fondo
son iguales a aquellas otras que expresaban amenazas, y trata de concentrarse en el pesado oxidar de los pulmones de su mujer. La sabe despierta, con los ojos disparados al techo; la sabe preguntándose por los chamacos, si estarán a salvo, si habrán tenido tiempo de refugiarse en casa de Dolores. Maldita sea nuestra suerte; el año pasado las lluvias que arrasaron las cosechas; y éste, un maldito despertar de cuchillos y fusiles, y odios entre dientes, y encima los soldados se nos echan a las calles disparando terror como briagos. Nunca arriba la dicha en la casa del pobre. El viejo revuelve en su memoria: no es la primera vez que se asfixia en el hedor que se desprende de la sangre como un sudor humano; no es la primera vez que echa a correr perseguido por el miedo. El miedo. El miedo. El miedo que le obliga siempre a agachar la cabeza, los ojos al suelo y los pies en la tierra. La tierra fértil
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que se cubre de sangre: primero,
la insurrección
del 16; luego la guerra de
Calchacas; tres años más tarde la rebelión de los Descalzos ... y luego la Revolución Gloriosa del 3 de Septiembre ... Aquí todo se vuelve confuso; el viejo pierde la cuenta y sólo recuerda voces de golpes de Estado, furioso movimiento
de tropas,
moscardones de hierro sobrevolando la selva y disparando sus púas afiladas; nuevos terratenientes, nuevos edictos, nuevas banderas, pero siempre un rastro de sangre, desapariciones, furgones traídos por las negras alas de la noche, golpes en la puerta y al día siguiente viudas, lágrimas, camastros vacíos y los ojos clavados en la tierra. El viejo conoce pero no logra acostumbrarse: cierto es que en las últimas semanas hubo gran movimiento
de rebeldes suaristas, transportados en camiones,
con pañuelos en la cara, el fusil entre las piernas; ¡pero quién iba a pensar que los soldados aparecerían esa misma mañana ... !. Pobre viejo que no sabe nada: desconoce que los oficialistas desaparecieron o fueron masacrados en la última asonada; que en la capital ya nadie se acuerda de los suaristas, hace más de veinte años; que esos pañuelos yesos ojos encendidos nada saben de aquellos otros. Esta es otra revolución, viejo, y tú la ves pasar tras la ventana. La historia excreta cienos y es la desmemoria de los hombres. El viejo se pierde en remordimientos
y entonces se levanta: su determinación
le ha dejado el cuerpo tiritando y la boca seca. Por eso, cuando trata de responder a su esposa que, con débil voz en la penumbra, alarmada, desde el edredón, le requiere ¿qué haces? ¿por qué te vistes a estas horas?; él, desde el fondo del cuarto, cree brillar sus ojos claros bajo la luna y siente su paladar recorrido por hormigas: -Vaya
retirar al Ulises de ahí. No es cristiano tenerle en la calle; se lo come-
rán los perros.
y
enseguida escucha el cuerpo seco de su vieja incorporándose,
y su voz
determinada y su aliento golpeándole en el rostro: -Tú no te vas a mover de aquí ¿me oyes? ¿Pero qué te pasa?, ¿quieres que te maten? Que salga su mujer y lo recoja ...
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-Esto es trabajo de hombres.
y como
el viejo se enfunda la camisa¡ ella¡ abalanzándose¡ le agarra del brazo¡
le suplica¡ le ordena: -iTú no te mueves!. No te mueves. El mismo lamento todo el día. Desde que al poco de empezar los disparos y la gente huyendo a sus casas a saber por qué apareció Ulises tras una esquina y un disparo le rasgó el cuello y otro le acertó en la espalda. -¡Le han dado al Ulises! -el viejo ya miraba por la ventana y pudo contemplar el cuerpo de su compadre desplomarse como un ternero¡ levantando un huidizo rastro de polvo¡ un hilillo de sangre¡ una fisura en la tierra. Entonces su mujer se acercó hasta él y preguntó: -¿Estará muerto? -Seguramente. Le han dado de lleno. -Le está bien empleado. -Mujer ... -Mira si ves a los niños ... -Se habrán refugiado en casa de Dolores. Luego les llegó la voz metálica de un megáfono: ARIPEÑOS¡ SOMOS LOS REPRESENTANTES DEL GOBIERNO LEGíTIMO DE VELASCO (el viejo miró a su esposa¡ preguntándose
quién diablos sería ese Velasco)¡ GUÁRDENSE EN SUS
CASAS Y NO SUFRIRÁN DAÑO. Y luego: REBELDES: DEPOSITEN SUS ARMAS Y SALGAN A LA CALLE CON LAS MANOS EN ALTO¡ EL EJÉRCITOTIENE EL PUEBLO CERCADO: NO TIENEN ESCAPATORIA; RíNDANSE Y LES PROMETO QUE SE HARÁ JUSTICIA.
y
luego: ¡Zaas!¡ ¡Pum!¡ ¡toma carajo!; ruido de fusiles¡ botas
golpeando el suelo¡ gritos de dolor y voces de mando. Luego el silencio. El tiempo como una visión plomiza y estancada. A ratos la calma. El viejo entonces¡ aproximándose a la ventanal observaba el trágico paisaje del muerto como un trapo sucio arrojado a la calle¡ apresado por las moscas¡ diciéndose que alguien debería apartarlo de ahí.
y
en estas su mujer¡ tajante¡ le respondía:
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-Tú no. Quizás tuviese razón: Ulises nunca se portó bien con ellos. Cuando a Marcos, su hijo mayor, le llenaron la cabeza de pájaros y revoluciones, fue Ulises quien le denunció al comandante de la zona. Una noche llegó un furgón y se lo llevaron por la fuerza; nunca volvieron a verle. Se quedaron solos, apresados a la tierra, como siluetas de una pared desconchada. El día en que perdieron a su hijo, Ulises entraba por el portón de su cuadra un magnífico garañón para cubrir a la yeguada ... Sí, hubo un tiempo en que el viejo odió a Ulises con los restos que le quedaban; pero nadie ama como una madre, y su odio se fue aquietando en la extraña convicción de que las desdichas les habrían de llegar igualmente y que los bueyes sólo están para recibir golpes. Ahora Ulises cobraba lo suyo y el hombre desde la ventana no paraba de preguntarse de qué lado le habría llegado la muerte, de qué facción le vinieron las balas y si eso importaba demasiado o a quién le importaba. Ya no sentía ningún rencor hacia su compadre, ni siquiera satisfacción, si acaso un vacío desconcertante ante la inutilidad
del sacrificio:
aquellos despojos que yacían tan secos exigían una causa más noble que la de atravesar una mañana la calle de su pueblo y encontrarse bajo un fuego cruzado. A media tarde, con el sol en lo alto y una atmósfera silenciosa y pesada que era
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una trampa, el viejo creyó ver que Ulises se movía: -¡Está vivo!. ¡Está vivo!. ¡Se está moviendo!. Su mujer se echó al ventanuco: -No veo nada. -¡Te digo que se mueve!. Bajo el cielo, U Iises alzó su rostro cubierto de sangre; entonces vieron cómo el pálido color de la muerte se impregnaba en sus mejillas, y cómo se les quedaba mirando, aunque no les viera y sus ojos campeasen vacíos, desolados, en un sueño de desiertos y de moscas. Luego Ulises volvió a hundir la cabeza y al viejo le corrió una chispa de coraje que le llevó hasta la puerta. La vieja se interpuso ¡tú no sales!. -¡Está vivo!. -¡Mató a nuestro Marcos!.
Amanece. El viejo calienta agua para una infusión; está cansado, no ha dormido', y su mujer tampoco, y tampoco el pueblo. Todo el pueblo ha sido un ojo abierto, pupilas en la oscuridad como luciérnagas esperando el día o al más leve ruido de amenaza; la noche en la selva todavía es un interrogante, un mundo indominado que vuelve su espalda hacia los hombres. A últimas horas de la madrugada han escuchado ruido de camiones y voces de retirada. Quizás los soldados hayan regresado a los cuarteles; quizás los rebeldes hayan escapado a la selva. Quizás. Todavía se escuchan algunas ráfagas. El viejo, por primera vez desde la retirada de las sombras, se asoma a la ventana. Un perro cansino olisquea el cadáver. El agua bulle en la cazuela. Las moscas hierven su cara. La vieja piensa en sus nietos. La calle. El calor en las tejas. Voces. Lejanas. Disparos. El viejo. Sus ojos viejos, sus manos viejas, su vida toda vieja y gastada; se arrima y lo ve todo, y comprende, y murmura, con una voz que le tiembla: -No sé, pero creo que alguien debería apartar ese cadáver de ahí.