ANDREA RIQUELME Mi rosa encendida

ANDREA RIQUELME Mi rosa encendida M.ª Lucía Fortes de la Cruz La presente edición ha sido revisada atendiendo a las normas vigentes de nuestra leng

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TEMARIO. Comité Asesor FINH: Isabel Aburto T. Directora Marcelo Matus de La Parra M. Ingeniero Comercial Andrea Riquelme P
TEMARIO Director: Dr. Rodrigo Julio Araya Editor en Jefe: Dr. Cristian Salas del Campo TRATAMIENTO MÉDICO DE LA INSUFICIENCIA VENOSA CRÓNICA 5 Dr.

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ANDREA RIQUELME Mi rosa encendida

M.ª Lucía Fortes de la Cruz

La presente edición ha sido revisada atendiendo a las normas vigentes de nuestra lengua, recogidas en la Ortografía de la lengua española (2010), Diccionario Panhispánico de Dudas (2005) y Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española (2001). Estas dos últimas están en proceso de adaptación a la Nueva gramática de la lengua española (2009) y a las normas de la nueva edición de la Ortografía de la lengua española (2010).

Andrea Riquelme. Mi rosa encendida © María Lucía Fortes de la Cruz Ilustraciones: María Lucía Fortes ISBN: 978-84-16113-45-3 Depósito legal: A 763-2014 Edita: Editorial Club Universitario. Telf.: 96 567 61 33 C/ Decano, 4 – 03690 San Vicente (Alicante) www.ecu.fm [email protected] Printed in Spain Imprime: Imprenta Gamma. Telf.: 96 567 19 87 C/ Cottolengo, 25 – 03690 San Vicente (Alicante) www.gamma.fm [email protected] Reservados todos los derechos. Ni la totalidad ni parte de este libro puede reproducirse o transmitirse por ningún procedimiento electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación magnética o cualquier almacenamiento de información o sistema de reproducción, sin permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright.

CAPÍTULO I Remembranzas

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Fluyen a mi mente de manera prodigiosa recuerdos del pasado, nostálgicas añoranzas, visiones, aromas y sonidos, algunos confundiéndose con la realidad puesto que continúan en mi entorno, verbigracia, el misterioso eco de fondo marino del inmenso océano Atlántico que baña nuestras costas marroquíes, el olor de los peces recién sacados y los múltiples y agradables aromas de la floresta, todo ello ligado al de personas queridas ya fallecidas. Vivencias, percances acaecidos en mi más tierna infancia, en mi adolescencia y en mi madurez, hasta el momento actual. Perfumes, voces, conversaciones, dimes y diretes conformando en mi mente un todo que jamás olvidaré porque son retazos de mi propia vida. Aún me parece estar viendo a mi bisabuela materna: Ana; su pequeña figura encorvada, que yo veía gigantesca a causa del terror que me inspiraba. Siempre vestía ropones negros largos hasta los pies y dentro y fuera de casa un gran pañuelo en la cabeza igualmente negro, doblado en triángulo con las puntas de la parte ancha anudadas bajo la barbilla. Me amenazaba desde lejos con el bastón que utilizaba para desplazarse de un lugar a otro, alzándolo y blandiéndolo iracunda como si golpeara el aire, gestos que me aterrorizaban, porque además los acompañaba con extraños sonidos guturales, y yo corría despavorida buscando un rincón donde esconderme. Mi abuela materna era hija de mi bisabuela Ana y se vestían exactamente igual, incluido el pañuelo negro en la cabeza dentro y fuera de casa. Las dos y mi abuelo materno vivian en casa, con mis padres, mis hermanas y yo. —Un aciago día le entró un aire y se quedó así como la ves, mi niña, muda para in eternus —me contó mi abuela apesadumbrada, refiriéndose a la madre. Recuerdo a mucha gente de mi pueblo marroquí; pero entre tantas remembranzas hay una que cobra supremacía en mi cerebro: una prostituta española, bastante joven, alcohólica, rubia, delgada; y bonita a pesar de que siempre iba desgreñada y no muy limpia. En el pueblo había un prostíbulo 4

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pero ella no se contaba entre las pupilas, ejercía su oficio por libre. Iba por las calles con vestidos de telas transparentes y debajo nada. Se llamaba Patrocinio y la conocíamos con el sobrenombre de Patrocinio culo al aire; quién se lo puso era una incógnita; aunque yo siempre sospeché que mi padre, que era un andaluz socarrón de primera, no era ajeno al asunto. La tal solía ir mucho por la Medina, el barrio típicamente árabe, y se ponía a bailar y a cantar en la acera frente a los cafetines morunos, estilo andaluz pero sin arte ni gracia, la gente decía que porque siempre estaba ebria, pero los moros no entendían de eso y se divertían, yo creo que más que nada por lo que le veían a través del vestido; los que pasaban se acercaban y se paraban, y los que se hallaban en el interior de los cafetines salían; todos se arremolinaban alrededor, dando palmas, riendo y guiñándose los ojos unos a otros. Muchas veces oí decir a mi padre: —Un día voy a denunciar a esa mala mujer para que la metan en la cárcel, o que se la lleven a Tetuán y la encierren en un manicomio, o que la deporten a España y su familia se haga cargo de ella, porque es la deshonra del pueblo y un mal ejemplo para los niños. Pero que yo sepa el autor de mis días nunca cumplió su amenaza. Era un sentimental que se compadecía de las miserias del prójimo y creo que en el fondo Patrocinio culo al aire le daba lástima. Y a los otros hombres del pueblo les ocurría igual, siempre estaban todos despotricando contra la prostituta borracha, pero nadie movía un dedo para que la retirasen de la circulación; lo cual no era óbice para que la desgraciada durmiera muchas noches en la cárcel, los policías que patrullaban las calles la encontraban ebria tirada por los suelos y se la llevaban a rastras. Hay algo que se me escabulle, no logro darle forma en mi cerebro, el día o la noche que falleció mi bisabuela Ana; ella y su espantoso bastón desaparecieron sin que yo me percatara, hasta que un día la eché en falta, y sin que nadie me lo dijera supe que la terrorífica vieja gruñona del palo amenazador 5

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se había ido muy lejos para siempre, para no volver, que se había muerto; y sentí un gran alivio. Mi abuela siempre me estaba contando cosas, nos sentábamos las dos solas en el patio, ella en una silla de adulto, yo en frente en otra igual pero más pequeña, ambas con el asiento de enea, y se me pasaban las horas callada y sin moverme, embebida, pendiente de su dulce voz. —Cuando nos vinimos de España aquí no había nada, el pueblo era un gran andurrial, ahora hay mucha más gente y tenemos de todo: tres cementerios, uno católico, otro hebreo y otro musulmán, y tres centros religiosos: una iglesia, una sinagoga y, por supuesto, una mezquita; el cementerio musulmán y la mezquita sí que estaban cuando vinimos; además, desde hace poco, tenemos la almadraba. La almadraba era un gran edificio de mampostería, el más grande del pueblo, nuevo, muy bien encalado, con una planta baja donde se hallaba una gran nave en la cual se llevaban a cabo todas las faenas concernientes al atún, en un lado, bastante apartada, la oficina del director, y arriba de todo un piso con viviendas para los almadraberos, los hombres que iban de fuera, algunos con familia, mujer e hijos. Me contó también que mi padre y mi madre se hicieron novios siendo niños... —Ella con diez años y él con doce, cuando cumplió los dieciocho hacía poco que había muerto la madre y le llamaron a filas, para hacer el servicio militar. Cumpliendo con su obligación fue al cuartel a presentarse. Por aquel entonces los españoles estábamos en guerra contra los moros y en el sorteo le correspondió ir con otros muchos al campo de batalla. Vendió una finca que tenía y fue a luchar por su patria. Pasó el tiempo, y, cuando ya casi lo iban a licenciar, los moros y los españoles firmaron el armisticio. Mientras esperaba a que lo licenciaran le mandó una carta a tu madre, o sea, a la novia que había dejado en España, contándole maravillas de Marruecos, diciéndole que le gustaría formar su hogar aquí, que existían extensas zonas de tierra virgen y exuberantes pastos donde podríamos criar buenas mana6

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das de ganado casi sin tener que gastar nada en piensos, que todo, tierras y animales, podía comprarse por muy poco dinero, que por otra parte los moros no eran tan malos ni tan salvajes como creíamos los españoles, sino por el contrario muy buenas gentes, humildes y respetuosas, y como mano de obra para las faenas del campo inmejorable y baratísima, que las mujeres españolas podían tener criadas moras, pues eran muy trabajadoras y limpias y se conformaban con un plato de comida, un pedazo de pan y poco más. Tu madre, inducida por mí y por tu abuelo, que en gloria esté, le contestó poniéndole las objeciones de rigor, ya que por mucho que él ponderase las maravillas de estas tierras no era cosa de liarse la manta a la cabeza y venirnos a un país extranjero, con habitantes de otra raza y otra religión, y por añadidura con los que habíamos estado en guerra hasta hacía muy poco. Las objeciones fueron las siguientes. Primera, si estaba seguro de que los moros eran de fiar y de que aquí no peligrarían nuestras vidas, segunda, si había alguna iglesia, pues no pensábamos vivir como ateos, y, tercera, si tendríamos una buena casa, ya que tampoco estábamos dispuestos a vivir en una choza. A todo ello respondió tu padre satisfactoriamente, dijo que peligro no había pues los moros eran gente noble y no se metían con los españoles, al contrario, los respetaban mucho; la iglesia la estaban construyendo, pero que aunque todavía estuviera sin terminar los domingos y fiestas de guardar venía un sacerdote de Tánger a decir misa y otorgar sacramentos, de manera que en cuanto llegáramos podrían contraer matrimonio tu madre y él, que trajéramos el vestido de novia, el velo y todo lo necesario porque aquí no había tiendas de eso ni modistas para confeccionarlo, y, respecto la casa, que tampoco nos preocupáramos, pues aunque todavía las únicas edificaciones de mampostería que había las ocupaban los organismos oficiales, por cuenta del Ayuntamiento tenían disponibles para alquilar a los extranjeros que querían afincarse en el país estupendos barracones que reunían todas las comodidades necesaria; aunque de todas formas, recalcó, sería provisional, pues en cuanto llegáramos elegiríamos el mejor lugar, donde mandaría edificar 7

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nuestra propia casa de mampostería. Nos convenció; pero tu abuelo y yo, por si se torcían las cosas, no liquidamos todos los bienes que teníamos en España, que eran muchos pues éramos muy ricos, dejamos dos estupendas casas que teníamos en el pueblo alquiladas y nuestra hermosísima finca de plantío con la casa solariega donde vivíamos de siempre, después de venirnos la arrendaríamos con derecho a beneficios sobre las cosechas, esta operación la llevó a cabo nuestro apoderado en España, don Eleuterio Diez. Y aquí estamos, mi niña, lo de que vivir en el barracón sería provisional, ya lo ves, aún dura. Tú no lo entiendes porque eres muy pequeñita, pero yo no me explico cómo tu padre, con lo señor que es, la prosapia que se gasta y tanto dinero que maneja, nos tiene viviendo en un barracón, y antes aún era peor porque no teníamos ni luz eléctrica, nos alumbrábamos con quinqués de petróleo. —¿Qué es un quinqué? —Esas dos cosas con tubos de cristal que hay en la repisa. Los conservamos porque pueden sernos útiles si una noche de tormenta se cortara la luz eléctrica, un quinqué es mejor que una vela, se puede graduar su luz, alumbra más, y como el tubo protege la llama no se apaga aunque entre en la casa una ráfaga de viento. Yo no tenía nada en contra del barracón, me encantaba vivir en él, para mí aquella gran casa con el tejado de chapa y las paredes y el suelo de madera reunía todas las comodidades del mundo, cierto que carecíamos de agua corriente, pero en el patio teníamos toda la que queríamos, no se terminaba nunca, solamente había que molestarse en sacarla de un pozo, yo no lo conceptuaba una molestia, sino más bien una diversión sacar el agua con un cubo pendiente de una garrucha, y de todas formas de ello se encargaban las moras, y de acarrear diariamente todos los cubos que hicieran falta, incluidos los necesarios para llenar una y otra vez las dos enorme pilas en las que nos bañábamos por turnos todos los miembros de la familia, las cuales se hallaban en un lugar cubierto del patio, separadas entre sí por un alto tabique de adobe, una de las pilas destinada para las niñas, o sea, mis her8

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manas y yo, y la otra para los adultos: también se encargaban las criadas de calentar grandes ollas de agua para añadirla al baño. El retrete estaba cerca; algo retirada, una gran tina de madera con la tabla de lavar. Y más retirada, apartada de todo, la cocina, con una gran hornilla de carbón con horno hecha de adobe, y al lado, en el suelo, hecha con piedras, otra hornilla, más pequeña y con una parrilla de hierro. En la grande guisaba mi abuela. De todo lo demás se encargaban las criadas moras: sobre las ascuas nos asaban mazorcas, y en el horno, aparte de cocer el pan, magdalenas, bizcochos y otros dulces, todo amasado por ellas, asaban para nosotros conejos, pollos, corderos lechales, cabritillos, verduras para hacer ensaladas y grandes boniatos. Y en la hornilla del suelo con la parrilla asaban el pescado, tapado con pámpanos por arriba y por abajo o no, eso dependía de la clase de pescado que fuera, pues los sargos plateados que los pescadores vendían en el muelle enganchados con fibras vegetales a los que llamaban ranchos y que mi abuela iba a comprar llevándome de la mano, esos mejor directamente sobre la parrilla sin hojas de parra, de una forma u otra y el pescado que fuera, después de asarlos los aliñaban con un picadillo de cilantro, ajos y cebolleta con limón y aceite de oliva. No criábamos cerdos, para nuestro consumo mi padre le compraba todos los años uno ya cebado a un español que se dedicaba a ello. Para la matanza iban a casa un hombre y dos mujeres, también españoles, que se encargaban de salar el tocino, hacer los chorizos, las morcillas y los blanquillos y freír en manteca tajadas de carne con cabezas de ajos enteras, hojas de laurel y ramas de tomillo, ya frita la guardaban cubierta de grasa que al enfriarse se endurecía haciéndose manteca blanca, en grandes orzas de barro vidriadas por dentro; después, cuanto más tiempo pasaba, más deliciosa estaba la vianda; se conservaba durante todo el año, hasta la próxima matanza, como todo lo demás. —No hemos querido perder la costumbre de la matanza tal y como lo hacíamos en España, y el mismo día, el diez de diciembre, para que todo esté terminado en Nochebuena. Y lo mismo con las comidas: el cocido con carne y tocino, las alubias y las 9

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lentejas con chorizo, nuestro gazpacho andaluz y el ajo blanco con uvas que tanto te gusta. Y los Reyes Magos, que traen juguetes para los niños buenos. Y el día de los difuntos, que vamos al cementerio a ponerle flores en la tumba a tu bisabuela Ana y al abuelo Juan. Seguimos todas nuestras costumbres españolas a rajatabla, ¡ay, mi España de mi alma, qué lejos estás, ya no te veré más! Y para que no nos faltara nada en el patio, teníamos a mi amiga Nicolasa, una tortuga que salía y entraba a su libre albedrío por un boquete que había en las maderas hecho expresamente para ella, y, como era muy andariega, se escapaba a la floresta y a veces estaba desaparecida un día, o más. Todo el barrio era de barracones encalados, dos larguísimas filas; pero no juntos, la mayoría tenía patio; aunque ninguno tan grande como el nuestro. Las entradas de las viviendas, un metro aproximadamente, estaban empedradas, y en medio una ancha franja de arena. Nuestro barracón era diferente a todos, además de ser el más grande y tener el patio mayor, no estaba encalado como los otros, sino pintado con pintura color granate. Retirados, donde empezaba la floresta, teníamos dos enormes corrales para el ganado, pues poseíamos muchas cabezas: vacuno, cabrío y ovejuno, y un gallinero para gallinas, pavos, patos y gansos. Mi abuela se encargaba también de la repostería, con dos huevos de gansa hacía un flan grandísimo, y con leche, como, aunque mi padre vendiera mucha (no él personalmente, dos moros que teníamos especialmente para tal menester) nos quedaba en abundancia para nosotros, hacía unas fuentes de arroz con leche, como ella decía en uno de sus habituales e indescifrables refranes: —¡Esto no se lo salta un galgo!... Y cuando parían las cabras o las vacas, y como teníamos muchas de ambas casi siempre había alguna o algunas recién paridas, hervía los calostros con una rama de canela, al hervir se quedaba el suero líquido con trocitos de leche cuajada, le añadía azucar, y cuando se enfriaba nos lo tomábamos. A todas nos gustaba mucho; a mi padre no. 10

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—A los bebedores no les gusta el dulce porque tienen la boca por dentro escaldada del alcohol —decía mi abuela. Cuando parían a la vez varias cabras y vacas, mi madre y mi abuela se lo decían a las vecinas, e iban todas alborozadas portando grandes vasijas para que se las llenaran de calostros. Pero, aunque teníamos muchos animales, nuestra principal fuente de ingresos eran dos espléndidas fincas que poseíamos, las mejores de todo Marruecos, aseguraban en el pueblo y en muchos kilómetros a la redonda. Cada una tenía el nombre de donde se hallaba emplazada, una era la finca de la carretera de Tánger, porque la carretera en cuestión pasaba tan cerca que por aquella parte la cuneta era el linde de nuestra propiedad, y la otra, la finca de Aox, porque desde cierto lugar de ella se divisaba el campamento militar con ese nombre. Mi abuela decía: —Las fincas dan mucho; pero no creas, mi niña, el ganado tampoco es moco de pavo. Como la mayoría de sus refranes, aquel yo no lo entendía, no sabía que concomitancia tenían los animales ni las fincas con el moco de un pavo. Mi padre era un gran señor, no daba golpe, todas sus propiedades las tenía perfectamente atendidas por muchos empleados moros: pastores, limpiadores, peones, capataces y guardianes. En cada una de las fincas tenía un caballo, el de la carretera de Tánger era bayo y el de la de Aox negro, los cuales montaba por turnos, según a la finca que fuera, para recorrer sus tierras en plan terrateniente. Y mi madre también era una gran señora, tampoco daba golpe y siempre estaba muy bien arreglada con vestidos muy bonitos y alhajada con cadenas, pendientes, pulseras y anillos, todo de oro, algunas joyas traídas de España, regalos de sus padres cuando aún vivían allí, otras obsequios de su marido, mi padre. Tenía el óvalo del rostro redondo, boca y nariz pequeñas y grandes ojos castaños lo mismo que los cabellos, abundantes y ondulados, que llevaba peinados en un moño bajo pues no se cortaba el pelo desde que era una niña pequeña y mi padre no quería ni oír hablar 11

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del asunto. Lo peor que tenía es que era muy bajita y algo gruesa, pero en conjunto resultaba bastante bonita. Para su aseo personal usaba jabón, polvos y colonia de la famosa marca española Heno de Pravia, mi padre tenía mucha mano con gente importante española, y por mediación de nuestra embajada con sede en Tetuán le traían cosas de su tierra, además de los productos de tocador para mi madre, jamones serranos y vino dulce de Málaga. Pero si ella era bonita él era guapísimo. Mis hermanas se le parecían en el rostro: alto, esbelto, erguido; tez bronceada de sol y de aire campestre, extraordinarios ojos azules, boca y nariz perfectas. Era bastante belludo y usaba bigote, pero no un bigotazo de aguacero y con guás, sino mediano y siempre muy bien recortado, pues era un hombre muy cuidadoso de su persona, el bigote color castaño oscuro, por supuesto como el vello del pecho y los brazos, que se le veía sobre todo en verano, cuando iba en mangas de camisa con ellas arremangadas y los primeros botones de la pechera desabrochados, los cabellos del mismo color, castaños, pero más claros, casi rubios, dorados de sol como la piel y ensortijados, y simpático, con un don de gentes que ya era demasiado. Siempre iba impecablemente ataviado, toda su ropa se la confeccionaba a medida un buen sastre de Tetuán, en invierno trajes oscuros que solía llevar con gabardinas a la moda, o abrigos de gamuza con cuellos y puños de piel, o pellizas. En verano ternos de alpaca en tonos claros: blanco, beis o gris perla; camisas finas, cerrados los puños con gemelos de oro y corbatas de seda con un bello alfiler igualmente de oro; zapatos a juego, en verano calados. Y en invierno y en el estío, fuera a donde fuere, siempre con un bello bastón con la empuñadura de marfil en forma de pequeña calavera, manejándolo con elegancia, con estilo de gran señor, haciendo molinetes en el aire conforme iba andando, como si fuera una espada y desafiara a un adversario invisible. —Siempre de punta en blanco como un señor de alcurnia, parece un marqués —decía mi abuela, no en son reprobatorio sino todo lo contrario. *.*.*.*.* 12

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Mi pueblo moro estaba cobijado entre campo y playa, y mi barrio se llamaba Buenos Aires, nunca supe si el nombre se lo pusieron en honor a la capital argentina o a causa de los buenos aires que soplaban con fuerza por aquellos lares en exceso ventosos. Frente a los barracones estaba el mar, majestuoso, a veces sereno, otras bravío: el océano Atlántico; lo teníamos tan cerca que cuando subía la marea el agua casi llegaba a la puerta de nuestro patio. Por la parte de atrás estaba la floresta, con un bosquecillo por donde se deslizaba un río con cañaverales en las orillas, no muy caudaloso; pero lo suficiente para poderse bañar. La arena era blanca y fina como azúcar, por algunos sitios formando grandes dunas, y cuando hacía viento de Levante, por todo, dunas pequeñas que desde lejos parecían rayas en el suelo; salpicados acá y acullá, junqueras, palmitos y uñas de gato. En realidad había dos playas separadas por rocas. Aquella zona de Marruecos era protectorado español y había muchos españoles, en su mayoría andaluces como mi familia, y a veces, en vez de decir que una cosa era pequeña decíamos que era chica, y como casi todos los moros de mi pueblo hablaban español precisamente aprendido de nosotros, o sea, a nuestro estilo andaluz, ellos y nosotros, a una playa la llamábamos playa grande (porque era más grande,) y a la otra que estaba entre el mar y el río, playa chica. Desde una se veía la otra, y yendo por las mañanas muy temprano, antes de que las pisadas humanas las borrasen, podían distinguirse en la arena en todo cuanto abarcaba la mirada, en la playa grande y en la playa chica, las diminutas huellas de pies de los chorlitos que anidaban entre los cañaverales del río. Y los crepúsculos, las puestas de sol eran espectaculares, maravillosas, en el horizonte parecían fundirse cielo y mar, las nubes, teñidas de color carmíneo, se reflejaban en las azulencas aguas, y el sol, cual enorme bola de fuego, daba la impresión de que se zambullía para bañarse y refrescarse. Aunque se trataba de un pueblo muy pequeño tenía mucha vida y alegría, por los militares del campamento de Aox, y en el verano aún más, porque era la época de la pesca de altura 13

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e iban grandes barcos atuneros, creo que de España y Portugal, con gran dotación de hombres, la mayoría jóvenes, todo lo cual, además del aumento de población, nos proporcionaba una gran distracción extra, un espectáculo fascinante, único, cuando todos los días con el crepúsculo regresaban los barcos de faenar en alta mar cargados de enormes atunes, cada uno pesaba doscientos kilos o más, con la piel tersa y brillante color azul-negro por arriba y plateado por abajo, los desembarcaban con grúas en el muelle, la playa se llenaba de gente para verlo; me encantaba y muchas veces presencié el espectáculo cogida de la mano de mi abuela. En la almadraba trabajaban hombres y mujeres con largos delantales de hule, ellos despellejaban y descuartizaban los enormes peces y ellas salaban los trozos destinados a tal fin. Decían que el atún era una fuente de riquezas porque se aprovechaba todo de él. Su piel era muy gruesa, en cierto modo parecida a la de los cerdos, de un centímetro y medio aproximadamente de grasa dura como tocino. A la gente que iba a pedirla le regalaban trozos, la guisaban y la comían, comentaban que estaba muy buena y que era mas nutritiva y saludable que el tocino de los cerdos. Las cabezas, espinas, el resto de las pieles, intestinos y demás desperdicios, los llevaban a un lugar especial donde todo se convertía en guano, un magnífico abono para la tierra. En casa nunca catamos la piel del atún, a mi madre y a mi abuela les daba asco; pero sí comíamos su carne, mi abuela lo hacía de muchas formas diferentes, aunque todas nos gustaba, especialmente nos encantaba cuando compraba grandes trozos de más de un kilo, limpios de piel y espinas, los hacía en filetes, los adobaba y luego los freía, o lo dejaba entero y lo hacía mechado. Me gustaban mucho las tranquilas noches veraniegas con las ventanas de mi barracón abiertas de par en par por donde entraba a raudales la fresca brisa marina; aunque igualmente disfrutaba las noches invernales, cuando se producían violentas tormentas con gran aparato eléctrico e impresionantes aguaceros que caían impetuosamente sobre el tejado de chapa, 14

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al fragor del agua se unía el horrísono retumbar de los truenos y la fugaz luminosidad de los relámpagos; y me encantaba ir cogida de la mano de mi abuela, además de a la playa, a ver desembarcar los atunes, a misa, al cine, y al zoco que plantaban los jueves en la entrada de la Medina en un lugar rodeado de antiguas murallas y sombreado por añosos árboles y frente a cafetines morunos.

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CAPÍTULO II Mi origen, el porqué de mi nombre y otras cosas

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Tenía dos hermanas mayores que yo: Maravillas y Ángela Rosa, y podría haber tenido tres más pues yo fui la sexta. Con el transcurrir del tiempo llegué a pensar que mi abuela me contaba tantas cosas para desahogarse, y que supondría que la mayoría de lo que me decía yo no lo entendía, y estaba en lo cierto, yo no lo entendía todo; pero sí comprendía lo que era bueno y lo que era malo: picardía; y mi padre cometía muchas y grandes picardías. —Antes que Maravillas y Ángela Rosa tu madre tuvo tres niñas más, que desgraciadamente se malograron. Cuando nació tu primera hermana tu padre la inscribió en el registro civil con el nombre de Ana. Era muy pequeñita, pero parecía que estaba bien y la pobrecita solamente vivió veinte días; con la segunda, a la que también le pusieron de nombre Ana, pasó poco más o menos lo mismo, nació muy pequeñita y duró todavía menos, quince días. Y la tercera nació muerta; tres angelitos que retornaron al cielo sin haber llegado a conocer este mundo. Estábamos muy preocupados, porque el médico nos dijo que a tu padre no le cuajaría ningún hijo, a causa de la mala vida que llevaba con el alcohol y mujeres que le pegaron enfermedades que le envenenaron la sangre; pero gracias a Dios el mal fario no se cumplió, tu madre se embarazó de nuevo y tuvo una cuarta niña, también muy pequeñita pero esta sana y bien viva, y ni se les ocurrió ponerle Ana, tu madre eligió otro nombre, ya sabes, Maravillas. A los pocos meses volvió a quedarse encinta y a su debido tiempo nació otra niña a la que bautizamos con el nombre de Ángela Rosa, también elegido por tu madre, y gracias a Dios aquí están; pero a partir de entonces su organismo sufrió un cambio, tardó mucho en embarazarse por sexta vez, por eso tus hermanas te llevan cuatro y tres años respectivamente y entre ellas solamente hay uno de diferencia. Tu padre estaba loco por tener un hijo varón y tu madre por darle ese gusto, y aquel embarazo, el sexto, cuando ibas a nacer tú, lo seguimos todos con una atención especial, todos ilusionados, pensando que ya eran muchas niñas seguidas y por lógica el próximo tenía que ser diferente, era casi obligado; por eso y porque con 18

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los otros embarazos tu madre apenas había echado barriga y contigo tenía un barrigón enorme, estábamos casi seguros de que iba a ser un varoncito, y le rezábamos a Dios y a toda la corte celestial para que naciera fuerte y sano. Todo estaba dispuesto para recibir al rey de la casa, en la alcoba matrimonial la cuna con lazos celestes y la canastilla con ropitas del mismo color y blancas... Y naciste tú. Tu madre y yo nos quedamos patitiesas cuando doña Pepita, la comadrona, esa señora que va siempre tan peripuesta con guantes y sombrero, sabes a quién me refiero porque en el pueblo solamente ella lleva esas cosas, te levantó en el aire cogida por los pies, y, mientras tú llorabas con una fuerza increíble, exclamó: «¡Hale, ya tienen aquí otra raja!»... Parece ser que mi madre se echó a llorar desconsoladamente, porque por sexta vez le había fallado al marido y sabía que él no se lo perdonaría. —Y no se lo perdonó. Cuando fui al comedor donde se hallaba esperando impaciente y le dije con gran cortedad que había sido otra niña, se le abrieron mucho las narices, claro indicio de su enorme enfado, soltó un exabrupto, y, sin querer saber nada de la esposa parturienta ni de la nueva hija que le había nacido y para dejar patente cuánta era su indignación, se marchó de casa dando un fenomenal portazo, alquiló un coche de caballos y se fue a Tánger, a correrse una buena juerga a base de alcohol y mujeres para olvidar que una vez más la sumisa esposa no había cumplido como las buenas y había vuelto a parirle una niña con raja en vez de un niño con pito. Estuvo fuera diez días con sus correspondientes noches y cuando regresó, en vez de venir directamente a su hogar, disculparse con su mujer y conocerte, se fue a su cantina favorita; como si no tuviera casa ni familia Mi madre y mi abuela tenían sus confidentes particulares, dos moritos que constantemente les iban con cuentos poniéndolas al tanto de las andanzas de mi padre. En aquella ocasión, cuando supieron que él había regresado de Tánger y se hallaba en la cantina practicando otro de sus pasatiempos favoritos, 19

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perder dinero jugando a los naipes, mi abuela me envolvió en una toquilla de lana rosa, me cogió amorosamente en brazos y fue.En aquellos lejanos tiempo estaba muy mal visto que una mujer decente entrase en una cantina, se quedó fuera y mandó a un morito para que le dijese a mi padre que saliera un momento, que fuera le aguardaba una señora. Salió él, y cuando vio a mi abuela con el envoltorio color de rosa en brazos montó en cólera, la miró, no a mí, a mi abuela, con los ojos como si echaran lumbre y las aletas de la nariz muy abiertas, y voceó: —¿A qué ha venido, a joderme la marrana...? ¡Llévese eso de aquí inmediatamente, no quiero ni verla!... Y volvió a entrar en el establecimiento, dejando a mi abuela en medio de la calle, con los ojos llenos de lágrimas y estrechándome tiernamente contra su pecho. Para mis hermanas, que según mi madre ya nacieron preciosas y en versión de mi abuela parecían dos gatillos desollados, como no importó tanto que fueran niñas porque todavía tenían esperanzas de que el próximo fuese un varón, mi madre se encargó, primero para una y luego para la otra, de elegir los nombres apropiados para tanta belleza rubia: Maravillas y Ángela Rosa. Para mí no valió la pena que se molestara, pues, además de no haber nacido varón como debiera, era morena y fea. —Habían pasado más de dos semanas de tu nacimiento y tu padre todavía no sabía si eras blanca, negra o amarilla; y sin inscribirte en el registro civil. Pasaban los días uno detrás del otro, y nada, sin novedad en el frente... De lo que no me contaba mi abuela yo me enteraba por mis propios medios, escuchando escondida lo que hablaban los mayores, así supe más cosas, por ejemplo, que mi madre tampoco me miraba ni me nombraba, y respecto a sus obligaciones maternales lo único que hizo fue darme la teta, de mis cuidados de higiene se desentendió, lo dejó todo a cargo de mi abuela. —Y tuve que tomar cartas en el asunto. Yo creo, le dije a tu madre, que habrá que ir al juzgado para inscribir a esta criatura y ponerle un nombre, y si tu marido continúa en su cerrazón 20

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bautizarla por nuestra cuenta, no vamos a dejar a la criatura mora para in eternus y como si no existiera, ¿tienes pensado el nombre?... No, mi madre no tenía pensado ningún nombre para mí, se hallaba tan inmersa en su enorme tristeza por el inicuo comportamiento del esposo que continuaba pasando todas las noches fuera de casa y cuando iba era solo para bañarse, cambiarse de ropa y abastecerse de dinero y a ella tampoco la miraba, que, claro, a la pobrecita no le interesaba ninguna otra cosa; en particular yo, que por haber nacido con raja en vez de pito le importaba menos que un ídem. —Ve tú a inscribirla y ponle el nombre que te dé la gana, me contestó, y yo le repliqué: «¿Y del bautizo, qué?». Y todavía más enfadada, me dijo: «¡Para bautizos estoy yo, eso no corre tanta prisa, está rolliza y sana, no creo que de la noche a la mañana tengamos que echarle el agua de socorro; de todas formas, si quieres ve y habla con el padre Anselmo y la bautizamos un día cualquiera, sin ninguna clase de jolgorios; porque a lo peor hasta le sentaba mal a Diego, diría que era un sarcasmo festejar el nacimiento de la sexta hija...». Me puse colérica y le grité: «¡Qué puñetas, es una hija, tú lo has dicho!... ¿Qué culpa tiene el angelito de no haber nacido con una picha, por qué no se la hicisteis vosotros? Mejor me callo porque tú y tu marido me tenéis la sangre negra, de todas formas ella, pobrecita mía, es un angelito del cielo y todavía ni siente ni padece. ¿Qué te parece si le ponemos Andrea? Ya es hora de que alguna de mis nietas y ahijadas lleve mi nombre, vamos, digo yo». Y como a mi madre le daba igual, me llamo Andrea, como mi abuela materna. —Y cuando llegó el momento de bautizarte, como no tuvimos invitados de lujo pues tu padre no trajo a ningún importante amigo suyo para que fuera tu padrino, fue nuestro vecino Simeón, un hombre cabal donde los haya que seguro se preocupará de ti más que los encopetados padrinos de tus hermanas, que nunca han tenido un detalle con ellas, ni para los cumpleaños ni para Reyes. 21

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Simeón era el cartero del pueblo, él y su esposa Dorotea no tenían hijos y eran amigos de mi familia desde que se afincaron en aquel pueblo de Marruecos, casi al mismo tiempo, solamente con varios meses de diferencia, asistieron a la boda de mis padres. —Y tu madrina yo, lo mismo que de tus hermanas. Soy la madrina de las tres y cumplo con mucho gusto mi cometido, entre otras cosas en las fiestas de Navidad me encargo de que vuestras cartas dirigidas a los Reyes Magos lleguen a destino y recibáis los juguetes que queréis, y, como tu madre nunca está dispuesta, tú todavía no sabes escribir y yo soy una vieja que nunca he aprendido, tu cartita la escribe tu padrino. No vayas a creer por lo que te he contado que tu padre es un hombre descastado y malvado, que no lo es, al contrario, aunque constantemente está cometiendo errores en el fondo es una buena persona; por otra parte estoy segura de que de su mal comportamiento no toda la culpa es suya, se crio sin un padre que le guiara por el buen camino, desde muy pequeño solo tuvo a la madre, y una mujer no puede guiar a un hijo varón, en cuanto se hace mocito no puede hacer carrera de él, porque le falta genio y porque hay cosas que una mujer no puede tratar con un hombre; aunque sea el hijo. —¿Porque es picardía?... —Sí, cariño mío, porque es picardía. *.*.*.*.* Desde que empecé a tener uso de razón, y esto se produjo en mí a edad muy temprana pues quizás por circunstancias de la vida fui una niña muy precoz, supe que mi madre no me quería como a mis hermanas, y no fue motivada por lo que me había contado mi abuela, ya que lo hacía en son de broma, como si se tratara de anécdotas de cuando nací, aunque sí me hizo sospechar; pero cerciorarme lo hice por cuenta propia, espiando,y me dio mucha pena, lloré mucho a escondidas; no obstante, acepté el hecho como muy lógico, ya que mis hermanas eran rubias 22

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y preciosas y yo morena y fea, por tanto, mi madre no podía quererme igual que a ellas, además, la desilusioné muchísimo porque esperaba un niño para darle la gran alegría a su marido y nací niña, por supuesto, no más que a él; pero me daba la impresión de que mi padre ya se había conformado conmigo; y en cuanto a mi abuela estaba segura de que me quería mucho desde que nací, aunque al principio también se desilusionara; pero yo creo que ella más bien se lo tomó a guasa, ya que contándomelo, cuando me dijo aquello de que doña Pepita la partera me alzó en el aire diciendo: «¡Hale, ya tienen aquí otra raja!», se reía mucho. Y aún existía un tercer motivo para el despego de mi madre, una razón mucho más importante y la cual yo aún desconocía; pero que no tardaría en descubrir. De mis abuelos paternos solamente sabía que fallecieron en España antes de que mis padres se casaran, y de mi abuelo materno precisamente lo que permanece vivo en mi mente es cuando se murió, por la expresión grave de mi padre, por la gran cantidad de flores que había en su habitación, donde no me dejaban entrar, por la casa llena de gente, todos muy serios, por el llanto de mi madre y de mi abuela, y por el luto. Mis hermanas tendrían entonces seis y siete años respectivamente y yo tres, y nos vistieron de luto riguroso: vestidos, calcetines, zapatos y sendos lazos en el pelo, todo negro. Mi abuela me contó que yo dejé de reír y jugar, que me sentaba en mi sillita con el asiento de enea que estaba en el jardín y se me pasaban las horas allí sola, sin moverme, sumida en extraño silencio. Mi madre no se dio cuenta de mi estado, y aunque se hubiera percatado no le habría dado importancia, mi abuela sí lo notó y le dio importancia, y sin consultarlo con la hija llamó al médico. —Cuando don Fernando te echó la vista encima puso el grito en el cielo: «¡Por Dios bendito! —exclamó—, ¿qué han hecho con esta criatura?... Quítele inmediatamente todos esos trapos negros, y a las otras lo mismo, y vístalas de rojo, como las amapolas del campo, ¡qué barbaridad, qué atraso!». El médico era un español, el mismo que tenemos, don Fernando, y fue mano de santo, te quité el luto y volviste a tu ser, la niña risueña, 23

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parlanchina y graciosa que siempre has sido; mucho más graciosa que tus hermanas, que son unas remilgadas desaboridas. No la llamábamos abuela, le decíamos mamañe. —Me lo pusiste tú cuando eras muy pequeñita, porque aunque empezaste a hablar muy pronto lo de abuela se te resistía, empezaste a llamarme mamañe, tus hermanas te imitaron y en mamañe me quedé. Hasta las criadas notaban que mi madre no me quería, todas eran muy buenas, me cogían en brazos y me mimaban. El que no se enteraba de nada era mi padre, porque paraba muy poco en casa y cuando estaba mi madre no me trataba mal; aunque tampoco bien, sencillamente no me trataba, me ignoraba. —¿Por qué ese despego hacia la chiquilla? —la recriminaba mi abuela—. ¿No la has parido como a las otras? —¡Qué dices! ¿Cómo no voy a querer a una hija mía, qué dedo de las manos me cortaría que no me doliera? Lo del corte de uno de sus apreciados apéndices se lo escuché decir muchas veces a mi madre, y me la imaginaba cortándose uno y salpicando goterones de sangre a diestro y siniestro para demostrar que quería a a su hija pequeña morena y fea lo mismo que a sus hijas mayores rubias y preciosas, ¡con lo fácil y nada doloroso que le hubiera resultado tomarme en sus brazos, llenarme la cara de besos y decirme que era su ángel divino, su princesita, como les decía a mis hermanas!... Para mis pesares infantiles siempre hallaba consuelo en los brazos de mi mamañe, aquellos sí que se abrían para mí rebosantes de ternura. *.*.*.*.* Mis padres no se llevaban bien; pero guardaban las apariencias, nunca discutían en nuestra presencia; no obstante, todas lo sabíamos, yo creía que era porque él pasaba muchas noches sin dormir en casa en el lecho con ella; pero no, no era por eso; tendría yo poco más de tres años cuando descubrí que estaba equivocada, un día la vi hablando con mi abuela y me escondí 24

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detrás de un baúl para escuchar la conversación; no era la primera vez que utilizaba aquel mueble con el mismo fin, oír lo que decían los mayores. Anteriormente otro día, había observado que mi madre, siempre que hablaba de mí con mi abuela, decía tu nieta, y si con quien platicaba era con mi padre, o con alguien extraño, decía Andrea; nunca la oí decir mi hija o mi niña, como hacía cuando se refería a mis hermanas. Aquel día sentí un ahogo, como si me faltara el aire para respirar, cuando la escuché decir: —Toda la culpa de lo que pasa en mi matrimonio la tiene tu nieta Andrea. —¿Estás loca? —Es la verdad, si no hubiera sido por ella yo hubiera continuado teniendo hijos hasta conseguir el varón que Diego quiere, pero ella al nacer se me enganchó en las entrañas y me las destrozó dejándome imposibilitada para volverme a preñar. Yo casi no podía continuar escuchando de tanta pena que sentía, y por poco me descubren pues me puse a sollozar fuerte, hipando, ¡con razón mi madre no me quería, porque yo era una niña muy mala que le había destrozado las entrañas! No sabía qué eran las entrañas, era la primera vez que escuchaba la palabra; pero me figuré que sería como el corazón, del cual sí tenía noticias porque mi abuela me explicó un día su forma, su tamaño, que yo tenía el mío como mi puño cerrado y que latía. Creo que no me escucharon porque mi abuela se puso con ella como una fiera, gritando, yo nunca la había visto así, ya que se trataba de una persona buenísima, de carácter afable y dulces modales. Creí que iba a pegarle a la hija. Le dijo: ruin, miserable, hereje, malnacida, madre descastada... —¡Y una imbécil, nunca antes había escuchado semejante paparrucha, además, ya te quedaste «resentía» cuando pariste a Ángela Rosa, por eso tardaste tanto en volverte a preñar, y si tu matrimonio va mal no le eches la culpa a nadie, mucho menos a una hija tuya, una criatura inocente, los culpables sois vosotros, tú y tu marido, tú porque eres una bobalicona que te 25

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derrites en cuanto te dice bonitos ojos tienes y eres incapaz de ponerte en tu sitio para que te respete, y él porque es un crápula, bebedor, jugador y mujeriego, que siempre va corriendo detrás de las faldas de cualquier mujer que no sea la suya, como la mayoría de los hombres, salvo alguno por casualidad como tu padre, que en gloria esté, que era un santo, todos los demás cortados con el mismo patrón, y tu marido el peor, en cuestión de sinvergoncerío se lleva la palma: hombre que mea, maldito sea!... La voz de mi abuela defendiéndome siempre lograba consolarme y que no me pareciera tan malo lo que decía mi madre. Entonces, tras escucharla me calmé y ya tuve capacidad para pensar otras cosas, por ejemplo, en el refrán que había dicho, otro que tampoco entendía yo, no estaba segura de si quería decir que a los hombres había que maldecirlos porque el pito que tenían para mear también lo utilizaban para hacerles picardías a las mujeres, o que por el hecho de tener un pito ya era un maldito en quien no se podía confiar. Respecto a mi padre, era cierto, era un crápula y un empedernido mujeriego siempre liado con rameras; pero no con las vulgares del pueblo, que eran todas por el estilo de Patrocinio culo al aire, los desechos de otros lugares más importantes, él se iba a buscarlas a Tánger, en la cosmopolita ciudad había prostitutas de postín, de categoría internacional, de todas las razas y colores, para escoger a gusto del consumidor. Esto también lo fui sabiendo con el discurrir del tiempo, quizás antes de lo que debiera; a pesar de lo recatadas que eran hablando mi madre y mi abuela, que nunca hablaban de picardías delante de nosotras; pero yo las escuchaba escondida. *.*.*.*.* A veces se enteraban de las andanzas de mi padre sin necesidad de que se lo contaran los confidentes, y yo sin tener que espiar, y las vecinas y los vecinos, pues a los que no se hallaran en sus casas porque estuvieran trabajando después se lo 26

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contarían las mujeres, pues él llevaba su chulería machista, que entonces se estilaba mucho, al extremo de llevar al pueblo prostitutas de Tánger y pasearse con ellas en coche descubierto de caballos por todo el barrio de Buenos Aires pasando frente al domicilio conyugal para que la esposa lo viera. Y saqué en conclusión que, aunque yo tuviera parte de culpa en sus peleas por no haber nacido varón y por haberle destrozado las entrañas a mi madre, mi padre también era culpable, ya que además de irse de casa la hacía rabiar paseando en aquellos coches de caballos tan bonitos con otras mujeres en vez de llevarla a ella; y cuando regresaba a casa, aquella noche, a la semana o al mes; mi abuela decía que mi madre le esperaba con la escopeta cargada, y se peleaban en la alcoba. Yo imaginaba que no sería una pelea muy grande puesto que no se escuchaban voces ni tiros. *.*.*.*.* Mi madre también me culpaba de su gordura: —Cuando tuve a mis primeras hijas, como fueron críos normales me quedé con mi cinturita de avispa, parecía que no había parido; pero después, con Andrea, como era tan grandona, ensanché y me quedó esta panza. —Solo dices tonterías y mentiras —no obstante, mi abuela aquel día no se enfadó, se puso a hablar, muy tranquila, razonando—: Andrea no era grandona, era una cría muy hermosa y sus hermanas parecían dos gatillos desollados, muy bonitas de cara, sí, pero acuérdate de que hasta doña Pepita, que normalmente maneja a los recién nacidos como si fueran muñecos de goma, cuando las bañaba y las vestía las cogía con sumo cuidado, como si temiera que se le rompieran; aunque en una cosa tienes razón, unas criaturas tan pequeñas poco te ensancharon, y poco te costó parirlas, fue como defecar, y lo mismo con las tres anteriores, sin embargo, se te quedó la barriguita, desde la primera, como si todavía no las hubieras echado al mundo; así pues no presumas de cinturita después de parir porque esa cinturita la perdiste en tu primer embarazo y ya no la recuperaste... 27

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Al fin comprendí algo que me tenía intrigada y que no me atrevía a preguntarle a mi abuela porque era picardía, no sabía por qué tenía que engordarle la barriga a las madres cuando esperaban el bebé que les mandaría Dios desde el cielo. Ahora sí lo sabía: los niños no llegaban directamente del cielo a la cuna, antes de nacer se metían en la barriga de la madre, cómo, eso no lo sabía todavía; pero cómo salían sí, puesto que mi abuela acababa de decirlo: defecando, ¡qué asco, con razón decía que la partera doña Pepita los bañaba en seguida de nacer!... Un día me contó: —Cuando naciste tus hermanas te cogieron celos, y una vez fui a bañarte y te vi los bracitos con cardenales. ¡Bendito sea Dios!, me dije, ¿qué le ha pasado a mi niña, la habré cogido un día demasiado fuerte y le he hecho daño sin querer? Aunque mientras yo te cogía en brazos, para bañarte, cambiarte los pañales, o por gusto, nunca llorabas. No quería pensar mal de tus hermanas, que al fin y al cabo también eran niñas pequeñas, pero se me puso la mosca tras la oreja y cuando te dejaba sola en la cuna estaba alerta, por si te escuchaba llorar, un día te escuché y las pillé con las manos en la masa, por lo visto, cuando observaban que nadie las veía iban y te pellizcaban. Procurando no sulfurarme les dije que a los hermanitos pequeños los mayores los cuidaban, no les hacían daño, y que como volvieran a molestarte se lo contaría a vuestro padre. Y no volvieron a tocarte ni un pelo, ¡y que no se atrevan!

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CAPÍTULO III Descubro que a pesar de todo mi padre me quería

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Yo no era una niña introvertida, sino todo lo contrario, sin embargo, no me gustaban las visitas, porque Maravillas me decía cosas desagradables, a Ángela Rosa le daba mucha lástima de mí y conseguía que yo también me compadeciera de mí misma sin saber el motivo de tanta tristeza, y porque mi madre siempre salía con lo de mi morenez y fealdad, como alertando a los visitantes, por si no me habían visto bien, que se fijaran mejor, y, si a la primera no lo captaban, insistía. —¡Qué niñas tan rubias, son preciosas!... —La más feílla es Andrea —decía mi madre. —A ver tú, chiquitina, no te escondas tras las faldas de tu abuela. —Es que sabe mucho, es muy lista, con lo pequeña que es se da cuenta de que es morenita y feílla y se esconde, no quiere que la vean —añadía mi madre. Quizás en vez de sentarme fatal las expresiones de mi madre debería haberle agradecido que alabase mi precocidad, ya que ni siquiera me parecía merecido el elogio, pues no estaba nada segura de haber podido llegar, yo solita, sin su ayuda, a la peregrina idea de que, además de morena, era tan fea, tan horrorosa, que tenía que esconderme de la gente. —¿Cómo dices que esta graciosa criatura es fea, con esos ojazos tan negros orlados por esas pestañas tan largas, esa naricita chatilla, esa boca con los labios tan bien dibujados y esas piernecitas tan bien torneadas?... ¡Si es una ricura de niña!... Y como era la más pequeña, y según mi padre y mi abuela la más graciosa, durante las visitas, si mi padre se hallaba en casa, me subía en una mesa, todos se ponían a dar palmas y yo cantaba y bailaba flamenco. —¡Eres la más graciosa y una guapura de niña, viva el padre que te hizo y la madre que te parió! —gritaba mi abuela entusiasmada. —Y que lo diga, suegra, mi niña pequeña está «sembrá», tan chiquita y ya tiene un arte y un salero que no se puede aguantar. —¡Olé, mi niña, olé y olé! —e invariablemente mi abuela terminaba con una especie de pareado que a todos les hacía mucha 30

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gracia—: ¡La hermosura de los cielos cuando Dios la repartió, no estarías tú muy lejos cuando tanta te alcanzó! Todos se reían mucho. Mi padre jamás le pegó a mi madre, ni a nosotras sus hijas; pero un día de aquellos, cuando yo, entusiasmada por los aplausos y lo que me decían, dije que cuando fuera una mujer guapa iba a ser artista y cantar y bailar en un teatro, se puso conmigo como una fiera, con las aletas de la nariz abiertas al máximo y las azules pupilas como si despidieran fuego, creí que iba a pegarme: —¡Nunca, jamás mientras yo viva, una hija mía será artista —gritó—, porque todas son prostitutas, rameras desgraciadas!... Me eché a llorar y corrí a refugiarme en los brazos de mi abuela. Por educación, durante las visitas, ella no decía nada; aunque también es cierto que entonces mi madre, estuviera mi padre o no, no se pasaba, no me decía fea de malos modos, me decía feílla, en tono cariñoso, además, añadiendo cualquier otra expresión que le restase importancia a lo de la fealdad, como por ejemplo lo de que yo era muy lista para mi edad; como dando a entender que a pesar de ser morena y fea yo tenía otras cualidades y que ella me quería como yo era; pero, en cuanto se marchaban los visitantes y mi padre, mi abuela la recriminaba: —¡Qué manía tienes, siempre estás con la cantinela de que tu hija menor es fea, vas a conseguir que la criatura se convierta en una resentida!, ¡a ver si te quitas las legañas de los ojos, puñeta, que Andrea no tiene nada de fea, solo es diferente a sus hermanas, y espera a que desarrolle, ya verás, va a ser la más guapa de las tres, además, tiene simpatía y gracia por arrobas, es una niña muy especial, tiene mucha luz, te aseguro que llegará el día en que les eche la zancadilla a esas preciosuras de hermanas que tiene más sosas que huevos pasados por agua!... Con lo de desarrollar mi abuela se refería a la menarquia, a cuando yo tuviera la regla, o sea, cuando me hiciera una mujer; pero para eso faltaba muchísimo tiempo, ¡ni siquiera mis hermanas habían desarrollado todavía!... 31

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También estaba siempre con lo de la zancadilla, yo tomaba sus palabras literalmente, como lo del dedo de mi madre cortado y chorreando sangre, y me imaginaba a mí misma escondida detrás de una puerta con una pierna sacada y estirada hasta que pasaban mis rubias y exquisitas hermanas y tropezaban, que como siempre iban juntas se daban el batacazo a la vez, cayéndose de bruces y rompiéndose al impactar contra el suelo de madera las preciosas naricitas, poniéndose más chatas y feas que yo. Había algo, un pensamiento, que me cortaba las intenciones: si pusiera en práctica la idea de mi abuela y les hiciera la zancadilla a mis hermanas, ¿me mataría mi madre por haberle estropeado a sus princesitas o al verlas más feas que yo ya las querría menos a ellas y más a mí...? No me atrevía, los enfados de mi madre me daban mucha pena y ganas de llorar, tendría paciencia, ya me haría mujer y me volvería guapa, mi abuela siempre lo decía; aunque mi madre conseguía echar un jarro de agua fría sobre mis ilusiones: —Ya, la más guapa, con esa bocaza, esa nariz chata y esos ojos, tiene cara de mora, ¡yo no sé a quién ha salido!... —¿Y qué pegas tienes que ponerle tú a la belleza de las moras?... Además, tienen los ojos más negros y más bellos del universo... ¡Oye, pues es verdad, mi niña pequeña tiene ojos de mora!, ¡y qué ojazos!... ¡Y una naricita chatilla la mar de graciosa, y una boca bellísima con esos labios tan bien perfilados!... —de repente mi abuela se puso muy seria—: Rosita, voy a hacerte una advertencia: sujeta la lengua porque puedes verte en un serio apuro, si alguien te oye decir que tu hija pequeña tiene cara de mora va a salir por ahí diciendo que te has acostado con un moro. —¡Calla! ¿Estás loca? —Sabes lo que ocurre en cuanto alguien se entera de algún chisme jugoso, que sale a la calle, esparce el rumor y ya no hay quien lo pare, es como la corregüela, que extiende sus raíces y no hay forma de erradicarla por completo, y aunque tu marido no lo creyera, con lo macho que es, ¿qué crees que haría si el rumor de que le has puesto los cuernos con un moro llegara a sus oídos? ¿Crees que se quedaría contigo tan pancho para que le llamaran cabrón consentido?... 32

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—¡¡Por Dios, calla, calla!! —gritó mi madre, que se había puesto muy pálida, tapándose los oídos con las manos. Me dio mucha pena, me entraron ganas de ir y abrazarla; pero contuve el impulso, no tenía confianza con ella para hacer tales cosas. —No soy yo quien tiene que callar, sino tú; y que conste, personalmente no me molesta que digas que Andrea parece mora, pues aunque te niegues a aceptar la realidad es una niña guapísima, y con cara de mora o cara de cristiana, el cuerpo que va a tener y su donaire la van a convertir en una mujer de las que quitan el hipo. Es una predicción, recuérdalo para lo venidero, por si yo ya no estoy en este mundo. Pero, aunque en aquellos momentos mi madre parecía aterrorizada, no escarmentó. *.*.*.*.* Un día, sin esconderme, hice otro descubrimiento: mi madre me había dado la teta como a mis hermanas, pero a mí mucho menos tiempo, por no molestarse. Aunque ella y mi abuela me vieron entrar en el comedor, donde se hallaban hablando, no le dieron importancia, no me mandaron al patio; quizás pensaron que yo no comprendería lo que decían. Lo primero que escuché fue a mi madre decirle a mi abuela algo respecto a que siempre me estaba defendiendo y ella contestó: —Porque tú no haces más que meterte con esta, que parece mentira, con lo pequeña que es, que debería ser tu mimada y tengo que estar siempre al quite para echarle un capote a la pobrecita mía, y esto viene desde que nació, nunca te he visto darle un beso, ni hacerle una caricia, ni reírle una gracia con tanta como tiene, ni tomarla en brazos... —¿Que no la he tomado nunca en brazos?... —¡Ah, sí, se me había pasado, mujer, perdona, es cierto, la tomabas en brazos para darle la tetada!... —replicó mi abuela con recochineo. 33

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—¡Y sin ir a darle la tetada!... —¡Mentira podrida, nunca la has cogido en brazos por gusto!... Además, lo poco de mamar que le diste, a Maravillas un año largo, hasta embarazada de Ángela Rosa, le quitaste el pecho una semana antes de parir, a Ángela Rosa casi dos años, y a Andrea cuatro meses escasos. —Porque se me retiró la leche. —Claro, se te retiró la leche porque no le dabas de mamar a sus horas, yo tenía que estar pendiente para que no se te «olvidara» que tenías una hija de pecho que dependía de ti para vivir. —No tenía bastante leche, con ella no fue como con las otras, que se me derramaba, acuérdate de cuando les estaba dando de mamar y me venía el apoyo y tenía que quitarles el pezón de la boca para que no se ahogaran, y con Andrea tuve que echar mano al biberón porque se me retiró la leche —Otra mentira podrida. No tuviste que echar mano al biberón porque se te había retirado la leche, sino al revés, se te retiró la leche porque en vez de darle de mamar le dabas biberón... En fin, eso ya es agua pasada, no vale la pena discutir, mejor dale explicaciones a tu conciencia; la niña está escuchando, y tienes razón, es muy lista. Si no quieres cogerla en brazos, no la cojas, tú te lo pierdes —terminó mi abuela, mezclando ira y pesar, y en seguida dirigiéndose a mí al tiempo que abría los brazos—. ¡Ven conmigo, cariño mío, que eres la niña más hermosa, la más graciosa y la más cariñosa y tierna que ha parido madre!... ¡Eres un sol, cielo mío! *.*.*.*.* Me encantaba el aroma que desprendía mi madre, me habría gustado mucho que me tomara en sus brazos y me besara, y yo besarla en aquella piel empolvada, suave y perfumada. Una vez lo hice, mi ardiente ansiedad de cariño materno venció a la extraña cortedad que ella me inspiraba, y en un arrebato fui y le di un beso en una mejilla, por sorpresa; pero me retiró 34

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con brusquedad diciéndome que era una repugnante pegajosa; esas fueron sus palabras, las recordaré siempre mientras viva, como tantas otras cosas... Me dio tanta pena que salí corriendo de la casa y me fui a llorar donde nadie me viera, un rincón que había en el patio entre los cuartos donde estaban las pilas de bañarnos y el otro donde se hallaba el retrete. Estuve llorando un buen rato, pues ella después de rechazarme se desentendió de mí, las criadas moras estaban limpiando, y mi abuela seguramente creyó que estaba jugando y tampoco se preocupó; la única que me vio llorar fue mi amiga Nicolasa, la tortuga. Nunca más volví a besar a mi madre, ni a acercarme a ella; aunque ella tampoco se me acercaba, ni me sonreía desde lejos como hacía mi abuela invitándome para que fuera a su lado No recuerdo que mi madre me abrazara y me besara jamás. Creo que si una persona quiere a otra apasionadamente y no es correspondida, a la larga o a la corta, el corazón se cansa de tanto dar sin recibir nada a cambio, y va perdiendo interés, enfriándose, hasta perecer. Durante los primeros años de mi vida era auténtica adoración lo que sentía por mi madre y al percibir su despego lloré mucho a escondidas, hasta que se me pasó el arrebato y me enfrié; aunque el punto final a mi afecto lo pondría años más tarde. *.*.*.*.* Mi abuela me contó que, aunque eran gente del campo, como habían sido ricos terratenientes y mi madre hija única, la habían criado con mucho esmero... —Como a una señorita de alcurnia. Para su educación tuvo en casa un profesor para que la enseñara a leer, escribir y de cuentas, y dos profesoras, una de bordado y otra para que le diera lecciones de bailar y de tocar las castañuelas. Nunca hizo faenas caseras, jamás enjuagó ni un vaso ni cambió una silla de lugar; y así sigue. En casa había dos máquinas de coser de la marca Singer, las trajeron de España. Una era de mano y la tenía mi abuela 35

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en su habitación ya que solamente la usaba ella, siempre tenía cosas que coser, para el hogar, o para sí misma, para mis hermanas y para mí, nos lo hacía todo, la ropa interior y los vestidos, sabía coser muy bien, nos hacía bragas y enaguas (así las llamaba ella) muy bonitas, con puntillas, y unos vestidos preciosos. La otra máquina, que era de pie y con la que mi madre había aprendido a bordar en España, la teníamos en un lado del comedor, pegada a la pared, y para que no le entrase polvo siempre tapada con un tapete beis bordado por mi madre y encima otro blanco de encaje de bolillos también hecho por ella en otros tiempos, en España. A mi abuela le hubiera gustado mucho que alguna tarde la hija le quitara los tapetes a la máquina, y se pusiera un rato a bordar... —Ya se me pasó la edad de primorear, soy una mujer casada con tres hijas y tengo otras obligaciones más serias de que ocuparme. ¿A qué obligaciones más serias se referiría mi madre? Como no fuera a la de acicalar exageradamente a sus hijas mayores llenándolas de lazos y de acicalarse ella polveándose la cara y marcándose las ondas de los cabellos con unas tenacillas que tenía a propósito y que previamente calentaba en el fuego de carbón, yo no sabía de otros quehaceres, puesto que todas las faenas hogareñas se las hacían las criadas moras, incluida la plancha, para lo cual usaban planchas de hierro, recuerdo que tenían dos más ligeras que calentaban poniéndolas sobre las brasas de carbón, lo mismo que las tenacillas de rizar el pelo, y otra más pesada, a la cual llamaban plancha de sastre, que se abría e introducían las ascuas. —Y ahí está la hermosa máquina de coser, arrumbada y muerta de risa. Me hacía mucha gracia la forma de expresarse mi abuela: —¿Cómo va a estar una máquina de coser muerta de risa?... —Es una forma de hablar, cariño mío, quiero decir que no se le saca provecho, que está ahí como un mueble inútil. —¿Por qué no coses tú con ella?... 36

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—Porque siempre he cosido con la de mano y me las apaño muy bien. *.*.*.*.* —O sea, que la maestra se ha cambiado la camisa y ahora os enseña a cantar el Cara al sol... Las palabras de mi abuela dirigidas a mis hermanas, yo todavía no iba al colegio, las tomé literalmente y quise enterarme mejor: —¿Por qué cantaba la maestra Cara al sol cambiándose la camisa?... —Aunque te lo explicara mil veces no lo entenderías, mi niña, pues ni yo misma puedo comprender que luchen hermanos contra hermanos, españoles contra españoles, matándose unos a otros y cometiendo las mayores barbaridades... ¡Qué lástima de mi España y qué pena de los españoles, cuánta tristeza, Dios mío!... —e imploró alzando las manos al cielo—: ¿Por qué no intervienes Tú y lo remedias? ¡Haz que se restablezca la paz y no mueran más personas ni pasen calamidades!...

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CAPÍTULO IV El criado Mohamed, el encierro de los animales

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María Lucía Fortes de la Cruz

Durante la guerra civil española, una vez nos bombardearon desde un barco. Unos decían que porque era protectorado español y otros que había sido un error. Y hubo un muerto, un viejecito judío muy querido por los niños porque siempre iba por la calle con un raro aparato con ruedas vendiendo barquillos, así le sorprendió la muerte. Y fusilaron a cuatro hombres españoles. En un pueblo con tan pocos habitantes, y aún menos los que componíamos la colonia española, todos nos conocíamos y éramos más o menos amigos, de manera que se produjo enorme revuelo y pesar, y, aunque todos tenían miedo y no se atrevían ni a hablar, se confabularon españoles y moros y se tomaron cumplida venganza: había un español dueño de una mercería y de la noche a la mañana empezaron a hacerle el boicot, en su tienda no entraba nadie ni para comprarle un alfiler, y al fin, arruinado y despreciado, tuvo que marcharse del pueblo; decían que también se había ido huyendo asustado, pues se rumoreaba que iban a sacarle una madrugada de su casa para llevarle a un descampado y lincharle. El motivo de tanto encono se debía a que se había corrido la voz de que había sido él, el mercero, quien se ofreció voluntario para fusilar a sus cuatro compatriotas, ya que ni los militares designados quisieron hacerlo, y que sin temblarle el pulso apretó el gatillo del fusil que le prestaron matándoles uno a uno, y cuando los cuatro desgraciados yacían en tierra, ensangrentados, heridos de muerte, como uno se moviera, fue, le dio un puntapié en un costado y le dijo: «¿Todavía te mueves, cabrón?», y le dio el tiro de gracia. Así se lo contó a mi abuela y a mi madre nuestra vecina Dorotea, la esposa de mi padrino, y yo, como de costumbre, lo escuché espiando escondida. Dorotea hacía una pareja muy desigual con el marido, ella era una mujer grande, alta y gorda y él un hombre pequeño, bajo y delgado; pero decían que era muy inteligente, que había estudiado abogacía y que reveses de fortuna no le permitieron terminar la carrera. Mi padre, acérrimo republicano, fue expresamente a Tánger, aquella vez no por prostitutas sino para comprarse la 40

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