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EN LIBRERÍAS, 1.O DE OCTUBRE
Foto: Carlos Contrera
Entrevista a Tomás de Mattos
—¿Por qué la elección del personaje? TDM: —Yo estaba haciendo otra novela y me encontré con que necesitaba un personaje que coincidía exactamente con la persona de José Pedro Varela; entonces empecé a estudiarlo como personaje secundario simplemente. Me encontré [...] realmente con la mentalidad más revolucionaria del último cuarto del siglo XIX, la de la generación que fundó este país tal como es hoy. Me pareció un personaje que tenía todo para ser un personaje de novela: una vida novelesca, trágica en cierto sentido, polémica... Y un personaje que no era el que normalmente pensamos los uruguayos que fue Varela, a quien vemos como el profeta laico que descendió del Sinaí secularizado, con tres mandamientos: la enseñanza laica, gratuita y obligatoria. Y es muchísimo más que eso. Él pensaba en una reforma de toda la educación pero, al mismo tiempo, pensaba en una reforma de todo el país. En definitiva, es un servidor de la democracia, quería construir democracia en el país y sembró, como dice Vaz Ferreira, esa ilusión. —¿En qué genero ubicaría la obra? TDM: —Totalmente como novela, y es importantísimo aclararlo. Porque hay una vida íntima de Varela a la cual uno no puede,
de ninguna manera, acceder en documento alguno; aunque a veces sí hay fragmentos de un diario personal donde confiesa cosas que importan. Pero el novelista, a diferencia del historiador, siempre procede con una vasija hecha añicos a la que tiene que reconstruir, y a esos añicos los va tratando de armar y se va a encontrar siempre con faltantes. Entonces tiene que ponerle exactamente el mismo contorno, tiene que tratar de darle la misma sustancia, y tiene que lograr también que ese fragmento tenga una verosimilitud tal que no afecte la veracidad del personaje. En cierto sentido, uno tiene que trabajar con presunciones a partir de hechos conocidos y hechos absolutamente desconocidos. Eso, en la novela, puede sorprender a muchos lectores; no es una novela que sea una biografía novelada, sino que es una novela que, de algún modo, quiere darnos el aire que respiró Varela, que podamos volver a oír los latidos del corazón de Varela. —¿Por qué el título El hombre de marzo? TDM: —Porque él le llamaba a Jesús de Nazaret el hombre de diciembre. Varela era un gran cristiano y un muy convencido anticlerical, es decir, para nada católico, mucho más cercano de los protestantes que de los católicos. Él seguía mucho la línea del evangelio americano de Francisco Bilbao. Entonces, para referirse a Jesús, le gustaba destacar que no se estaba refiriendo a un dios sino a un hombre, y le llamaba el hombre de diciembre. Y da la casualidad de que él es un hombre de marzo en un doble sentido de la palabra “marzo”: porque nació un 19 de marzo y porque aceptó colaborar con la dictadura de Latorre (lo que le costó mucho, y que incluso implicó cuatro días de deliberaciones revisando una primera negativa), un 27 de marzo. Entonces, por eso es El hombre de marzo. —¿Por qué la obra fue estructurada así? TDM: —La traté de estructurar con falsos testimonios, pensando en un texto que nunca iba a ser publicado, a partir de versiones supuestamente taquigráficas reunidas por Josefina Péguy, a partir del interrogatorio a personas muy allegadas a Varela. En concreto, Adela Acevedo, su esposa; Carlos María Ramírez, que fue el hombre que más lo conoció, el mejor amigo que tuvo Varela, a pesar de las
diferencias que tuvieron en determinado momento y que superaron al final; por supuesto, su hermano Jacobo Varela, y Bartolito Mitre, quien era secretario de Sarmiento cuando este era ministro plenipotenciario de Argentina en los Estados Unidos. Indudablemente, Sarmiento fue un mentor para Varela. Nadie mejor que Bartolito Mitre, con su personalidad no precisamente comprometida con la política ni con la educación, para ser la figura que más podía dar ese testimonio, porque lo conoció de cerca. Ahí partí de una carta real de Bartolito Mitre, aunque la amplié muchísimo […]. Y las entrevistas a Adela Acevedo se hacen siempre a través de las taquígrafas mujeres, para que Adela se sienta con más tranquilidad para hablar de la vida íntima de José Pedro. —¿Por qué la estructura quedará en dos partes, por qué serán dos libros? TDM: —Un poco por la extensión, pero un poco también por el hecho de que hay dos tramos en la vida de Varela: uno es la formación de Varela, la búsqueda. Bartolito dice “nosotros desafrancesamos a Varela” y en realidad no fueron ellos, Varela se desafrancesó solo cuando se desilusionó de Francia en su visita. Creo que hubo un proceso de varelización de Varela. Él, por ejemplo, consideraba la educación del pueblo, desde mucho antes de escribir el libro, como una solución para el tema de la construcción de la democracia. Pero nunca se creía que él fuera el encargado de hacerlo hasta que, conociendo la experiencia norteamericana y hablando con norteamericanos, y fundamentalmente también con Sarmiento, se convenció de que él podía formarse para esa tarea, y realmente se formó. El hecho es que se produce el milagro de que un muchacho que a los veintidós años no tenía una formación en la pedagógica (como le decían en aquel momento a la pedagogía), en pocos años se convierte en el principal responsable de la reforma escolar, que realiza en cuarenta y tres meses. Estos meses, a su vez, están divididos en dos períodos. Uno, en el que era funcionario municipal, porque la educación era competencia de las Juntas Económicas de cada departamento, y él la convierte en nacional. Y aparte de eso, con grandes problemas, como en el último año, el 1879. Diez meses de esos cuarenta y tres pasó en agonía, y por lo tanto con grandes sacrificios y prácticamente sin salir de su casa, así que quedan treinta y tres meses.
Pero a su vez tuvo un accidente en el que perdió un ojo y también eso le llevó otros dos meses. En realidad, estamos hablando de treinta y un meses, y superando numerosos obstáculos. Varela muere trágicamente, no solo porque se siega [y se ciega] una vida joven, sino fundamentalmente porque muere convencido de que su obra va a ser desmantelada. Desmantelada en lo externo por una contrarreforma legislativa que estaban promoviendo Soler y Bauzá desde el Parlamento elegido, e incluso desmantelada en el propio seno de la sociedad que él había fundado, “Amigos de la educación popular”, donde había sido derrotado, porque quería una apertura muy grande en las Ciencias Pedagógicas, y ve que se las quiere convertir en un único pensamiento pedagógico, a través de la influencia de Francisco Berro. Y él pierde esa discusión por un voto dentro de la Asociación. Entonces muere enfrentado a un muro: qué hay más allá, si es que hay algo más allá, si hay un futuro personal o no; no olvidemos eso de la cristianización de Varela y la importancia que le daba a la religión. Y por otro lado, un muro respecto al futuro para lo que había hecho, casi con la certeza de que iba a fracasar. —¿Cómo quedarían compuestas las dos partes? TDM: —Es una yuxtaposición de entrevistas que hace Josefina Péguy a personajes que son relevantes en la vida de Varela. El lector queda en contacto con un texto que no está todavía preparado, como si fuera un reportaje sin edición, como si estuviera todo yuxtapuesto, para tratar de dar un poco la idea de verdad. Pero ojo, que es una idea de verosimilitud, no de veracidad. Y son dos tomos: uno que se titula El hombre de marzo. La búsqueda, y el segundo tomo que se titula El hombre de marzo. El encuentro. Ahora lo que vamos a publicar es el primer tomo, y como ya está todo planificado y es nada más que escribirlo, pienso que el segundo tomo podrá salir en este mismo año.
Fragmentos de la novela
Sospecho que también pretenderás que, en otro ciclo de encuentros, incurra en la indiscreción de contarte cómo vivimos nuestros años jóvenes. También aceptaré, pero con extremas reticencias, tu requerimiento. Quiero protegerme a mí mismo y también a Adelita, que no vería con buenos ojos que se haga público lo que ya ha de saber, en gran medida, por su propio marido. Todos los que convivimos con él no olvidamos que Pedro nunca negó el incontrolado fuego de los Varela y, mientras estuvo sano, no dejó de ser un mujeriego contumaz. “Sacerdote de Venus”, llegué a apodarlo en una viñeta que no dudé en publicar. Sin ningún propósito apologético, como ahora mal acostumbran ciertos integrantes del que fue apodado su “Estado Mayor”, coincido contigo en que debemos rescatarlo vivo, con el corazón latiendo y sumido en las tormentas en las que zozobró airoso durante la mayor parte de su existencia. En sus luces y en sus sombras, en sus deslices y en su superlativa nobleza. Así es como se puede verdaderamente abordar su grandeza. El hombre… El “hombre de marzo”, como lo llamé varias veces en su propia cara, parodiando la forma alusiva, “el hombre de diciembre”, que él acuñó para referirse durante toda su vida al Cristo, con el inequívoco propósito de no alimentar ninguna sospecha de que estuviera aceptándolo como Dios. El hombre de marzo. El hombre, no el prócer. El hombre que nació en marzo, el día 19 del año 45, hijo de sus padres. Y que volvió a nacer en otro marzo, el día 27 del año 76, hijo ahora de sí mismo, dejándose crecer una barba de profeta laico, que en su tiempo no le resultó del todo favorable, porque le acentuaba esa antipática aura de infalibilidad que transmitía su mirada. Porque ese día 27 terminó ofrendándole al país su propio honor, tras vivir un Getsemaní profano, con vómito y no lágrimas de sangre, y mucha hiel que se le acercó en incontables cálices. ***
”Vos sabés que no soy de rendirme enseguida. Me creerás cuando te diga que fui a la reunión del 6 de enero con toda la voluntad de recuperar la imagen política que había perdido. Te confieso que durante toda la tarde del 5 y parte de la mañana ensayé y me aprendí de memoria lo que iba a decir. No dejé de mirarme al espejo. ”Pero tuve la desgracia de que tanto Muñoz como De Vedia me precedieran en la palabra y desarrollaran una por una todas las ideas que yo había pergeñado. Señal, hermano, de que no había sido muy original. Más aún… Hubo cuestiones que no abordaron y que yo sí estaba decidido a afrontar, pero las reacciones de la muchedumbre, que estaba dispuesta a oír nada más que lo que quería, me enseñaron enseguida por qué tanto Muñoz como De Vedia las habían soslayado. ”Cuando llegó mi turno, bajé la cabeza y me rehusé a subir al estrado. Aduje que no quería repetir lo que mucho mejor habían dicho mis predecesores. ¡No te imaginás la bronca con la que me miró Julio! Bufó. «¡Pusilánime!», me susurró al oído. Me hizo a un lado y subió él, que no tenía pensado hablar, y pronunció el mejor discurso de la asamblea. No dijo nada novedoso… ¡pero cómo lo dijo! Eso fue, Pepa, más o menos, lo que me comentó mi amigo José Pedro. No pude replicarle nada. Me limité a abrazarlo, pero para expresarle amistad y admiración. No para consolarlo. A él no le dolía en lo más mínimo haberse descubierto a sí mismo un poco más. *** —¿Cuál es la moraleja que hoy quiero traer, José Pedro, de esta evocación? ¿Qué enseñanza se me impartió en ese precario quirófano del Hospital de Corrientes? ¿Que el sufrimiento mejora al hombre, templándole el ánimo? ¡Mierda! ¡Claro que no, aunque sea verdad! ¡Eso se nos enseña desde que nos enrolamos! ¿Que el haber sobrevivido a un gran peligro y haber salido casi ileso expone al hombre a creerse predestinado para hacer algo en el futuro? ¡Carajo! ¡Tampoco claro que no! ¡Sería muy peligroso que creyera eso! ”Aprendí otra cosa. Que, muchas veces, para hacerle el bien a un semejante, por ejemplo, para rescatarlo de la más inhabilitante invalidez, hay que agredirlo durante horas y hacerlo sufrir, si es imprescindible, cuando se carece de recursos para atenuarle el dolor. Eso es inherente al ejercicio de muchas profesiones: a la del médico, ya que estamos hablando de cirujanos; a la del abogado, que defendiendo a su cliente, ataca las pretensiones a veces vitales de su contraparte…
No recorramos todos los oficios… Vamos ya a los míos: el de militar que, en guerra, debe matar y herir al adversario, y ahora, a la de gobernante, de un país que no camina, que está sin las dos piernas, que sufre la corrupción de sectores que lindan con la podredumbre. Volvió a hacer una pausa. Y llegó el momento clave. —Antes de pedirle que revea su negativa a nuestra propuesta, para lo que tengo argumentos y compromisos muy positivos, que confío en que repasará con mucha atención antes de tomar su decisión definitiva, yo tengo que ser muy honesto con usted. Volvió a reencender el habano. —Usted, demócrata y republicano, no quiere convertirse en colaborador de una dictadura. Lo comprendo, lo entiendo, lo justifico. Está inhibido por los mismos recelos que hace dos años experimenté yo mismo, hasta que me di cuenta de que, de los dos abismos en los que podía caer el país, el más grave era aquel al cual, enceguecidos por las nubes de sus ideales, se empecinaban en empujarlo los principistas. Si Dios existiera, ¡jamás obtendrían su perdón!… Muy mezquinas y miopes razones los incitaron a combatir a un hombre tan honesto, unitario e inteligente como el presidente Ellauri… Usted, entre ellos, José Pedro. ”El abismo al que ustedes nos conducían era más grave porque no admitía retorno. Si cayéramos en él, solo nos podría sacar la más atroz dictadura, eso… si aparecía alguien con el coraje y el talento de ejercerla. ¡Y, sobre todo, con la crueldad indispensable! ¡Ustedes son incapaces de bajar a la realidad! No se ofenda, hay muchas excepciones, por eso los estoy llamando a plegarse al Gobierno, para que vengan otros, que mucho precisamos, tras de usted, el más honrado y generoso. Ustedes son como las pandillas, muy buenos por separado, pero insoportables y perniciosos cuando se juntan. *** —He de confesarte —me dijo José Pedro— que, a esa altura, su franqueza me apabullaba. Su planteamiento era transparente y tenía su razón de ser: no me requería una adhesión precaria que, acaso, aunque lo dudo, pudo despertarme con engañifas o trapacerías. Esa crudeza me desconcertaba y me obligaba a permanecer callado. Latorre no apartaba sus ojos del semblante de su invitado. —No pierde nada con creerme, Varela. Usted será un inspector nacional de Educación tan provisorio como este gobernador. Puede renunciar, indeclinablemente, eso sí, cuando juzgue que su
permanencia en ese cargo le resulte incompatible con su dignidad de ciudadano. Lo único que le solicito es que medite mucho mi propuesta, que todavía no he acabado de formularle, y que la acepte convencido, prestándome una confianza lo suficientemente sólida como para que no se me retire a la primera discrepancia. Por eso le he advertido cuál va a ser el rumbo de mi Gobierno. Y desde ya le prometo un respaldo incondicional. Yo confío en usted. “Inspector nacional de Educación”, lo dijo arteramente, al pasar. Estaba bien asesorado por Monterito. De forma inequívoca, le estaba ofreciendo a José Pedro una oportunidad más trascendente que la de llenar la vacancia que, en la Junta Administrativa Extraordinaria de Montevideo, había dejado su nuevo ministro de Gobierno. Parecía haber leído los borradores de La Legislación Escolar a los que yo, el más íntimo amigo, pero ya no camarada, no había tenido acceso. Fingiendo extrañeza, pregunté a Varela: —¿Qué es eso de “Inspector nacional de Educación”? Ha de haber agradecido tener la piel cetrina, porque no se le notó rubor cuando afrontó mi pregunta. Demoró la respuesta: —Es el cargo central de una nueva organización de la Educación Pública, ya sabés que he estado trabajando en ello desde hace meses. —Pero ¿cuál de los dos leyó tus papeles? ¿Monterito Monterito o Latorre? —Montero —respondió levemente agresivo, como si siguiera el nuevo criterio fijado por el dictador para referirse al ministro de Gobierno. Enfundé mis manos en los dos bolsillos laterales de mi chaleco: —¿Algún directivo de nuestra Sociedad también los ha leído? Me nombró a Emilio [Romero], Alfredo [Vásquez Acevedo] e Ildefonso [García Lagos]. Quedé definitivamente ofendido. Pero también era consciente de que no había confiado en mí, inhibido por dos o tres conversaciones que habíamos mantenido en Buenos Aires. La más importante fue la que sostuvimos regresando de la cena a la que nos había invitado Bartolito Mitre y que ya te he resumido. Quizá hubiera sido más cortés el silencio, pero la ofuscación liberó mi reproche: —Y, ahora, ¿vienes a pedirme que sea uno de tus escuderos en lance tan deshonroso? ¿Perdiste la razón, José Pedro Varela? ¿Quién se te ocurre que soy yo? ¿El Sancho Panza de un Quijote que cree que Latorre dejará una huella profunda en nuestra historia? ¡Latorre, hermano, es Aldonzo, no Dulcineo! Sé que no intentó halagarme; con embroncada timidez me dijo:
—Lo que está en juego es la inmediata aplicación de la reforma de la educación, abatiendo todas las resistencias que prevemos. Y tú no eres solo mi mejor amigo sino la inteligencia más preclara de nuestra generación. Tu nombre fue el primero que di, cuando Latorre aceptó la segunda de mis condiciones: designar una Comisión de Instrucción Pública y los dos secretarios que necesito. —¡Ya he decidido irnos a vivir a Paysandú y ejercer allí la abogacía! —le repliqué. Abrevio, Pepa, porque nuestra conversación se aceleró y a mí ya no me interesaba saber más de lo que le había dicho Latorre en ese sigiloso encuentro. Deseaba que José Pedro se fuera cuanto antes de mi casa. Entrevista a Carlos María Ramírez *** —Para no terminar decepcionando a mi mujer —seguía quejándose ante Juanita—, tendré que ser un varón como su padre y sus hermanos. Y si los emulo, me defraudaré a mí mismo. Uno no casa únicamente con una mujer; de algún modo casa también con sus padres, sus hermanos y sus amigos, que conservan sobre ella la influencia que tuvieron durante toda su vida. Yo he hablado mucho con Ventura y sé que está muy enamorada de mí. Tal vez más que yo de ella, porque no avizora el menor inconveniente en nuestra unión. He tenido que justificar mi indecisión diciéndole que la quiero con toda mi alma, pero que pienso que no soy digno de ella, que ella es mucho más que yo. Lo cual, desde cierta perspectiva, la predominante, es una verdad incuestionable. Lo que no le digo es que no estoy dispuesto a pagar el precio de esforzarme por equiparar su nivel social, abandonando mis convicciones morales. Por ahora, aunque no veo salida para esta situación, se sostiene con facilidad; lo que cree que es mera humildad, la conmueve. Y yo la amo, la deseo. O no sé si la deseo más de lo que la amo. No me decido a alejarme de ella y en cuanta ocasión me ha dispensado, que no han sido tantas y siempre acorazada en una defensa extrema, creo que ha quedado convencida de que no me ata melindre alguno. Aunque, a esta altura, me estoy dando cuenta de que soy incapaz de renunciar a lo que yo siempre quise ser. ¡Pero la amo como nunca he amado a mujer alguna! ¡Y nada tengo contra su familia, que me parece estupenda e intelectualmente irreprochable y que no es responsable de ser como es, tan apegada a lo suntuoso!
En ese estado de absoluta seguridad de que era intensamente amado y de irresoluble incertidumbre sobre su destino personal, mi pobre hermano concurrió desprotegido, un año y medio después, al festejo del cumpleaños de quien para todos sería su futura suegra. Entrevista a Jacobo Adrián Varela Berro Es curioso, pero cuando lo conocí no me resultó particularmente atractivo. No era, por cierto, de esos bichos raros que no se bañaban y menos se lavaban la cabeza y que se oscurecían con tizne las ojeras, pero esto último ¡porque no lo necesitaba! Tenía, tú lo recordarás, unas ojeras naturales, de un violáceo intensísimo, y su mirada, si no lo embelesaba alguna dama o algún libro que acabara de leer, te asustaba. Había en ella un abismo de melancolía real. ¡Y quién se va a enamorar de un hombre tan triste y serio, sobre todo, tan desconforme con el mundo en que vivía! ¡Tan reacio al presente que le había tocado vivir! La voz, tan mecánica, de un silabeo dificultoso, como si siempre estuviera luchando con una tartamudez congénita, no lo ayudaba. Bailaba sí, muy bien; aunque era algo osado, por la forma que atraía tu cuerpo hacia el suyo y acariciaba la mano que te asía. Y, no sé por qué, tendía a cerrar los ojos, como si estuviera ayudando a sus sentidos a captar mejor el gozo táctil del cuerpo de la compañera de danza. Lo que más me disgustaba era que, según él por asmático, se pasaba olfateando tu cuello como un sabueso. Un día, le reproché su audacia. Y me contestó con petulancia: —Así ya se bailaba en París cuando el tío Florencio anduvo por allí. ¡Eres, Adela, tan pacata y provinciana como mi hermana Elvira! Con Carlos María [Ramírez] eran inseparables. ¡Gavroche y Cuasimodo! Hay que admitir que entraban a cualquier fiesta y se convertían en el centro de la reunión. ¡Los asistía el poder de la prensa! Todas las muchachas quedaban deseando que al menos su vestimenta les llamara la atención, para ser descritas con detalle en la futura crónica del baile que uno u otro escribirían. *** Ya casados, una noche, cuando estábamos los dos acostados, Pedro, que había recién encendido un cigarrillo, se demoró en un
suspiro raro. Yo estaba dada vuelta de mi lado y miraba para la pared, para dormirme y escapar lo más posible del humo del tabaco. Dudé, pero le pregunté qué le pasaba. —Pensaba, pensaba… —me respondió y me aferró el hombro. —¿Qué pensabas? —tuve que seguir preguntándole. Con él, ese tipo de preguntas no dejaba de ser un riesgo, porque la disquisición podía ser larga. —Pensaba que si no me palpo la cabeza, como todos los días, y no advierto o creo advertir que la calvicie me había crecido, no me desespero y no me afeito toda la cabeza. Entonces, tú no le hubieras preguntado a Elisa qué me había ocurrido y yo no me hubiera enterado de que, por lo menos, algo te fijabas en mí. ”Pensaba que si no se te ocurre buscarme en la calle Cerro Largo y no me sonreís del modo que me sonreíste y, enseguida, no me mirás en el reflejo de la vidriera, es muy poco probable que hubiéramos llegado a ser marido y mujer. Enternecida, le pregunté: —¿Fue en ese momento que te enamoraste de mí? Tardó en responder: —No… no. ¡Todavía no! —esta vez le costó ser sincero. Me senté en la cama, cubriéndome el pecho con la sábana. Y le recriminé: —¿A qué viene, entonces, tanto pamento con ese cruce en Cerro Largo? Se sonrió, pero demoró en responderme: —Adela, Adela, ¿no sabés todavía que el amor es también un proceso? ¿Y que cuando va naciendo es tan frágil que cualquier cosa lo estropea? ”En Cerro Largo, volví a sentir el tironeo del deseo… ¡No estabas vestida de fiesta y eras hermosa! Por supuesto, te sabía mujer que únicamente se podía conseguir pasando por la Santa Iglesia Católica Romana, pero ahí, perdoná, entraste por primera vez en la lista de posibles esposas… y ya en un buen lugar… Le pegué con mi almohada en la cabeza y volví a tenderme hacia la pared. No se amilanó. Siguió hablando: —Pensaba, pensaba que, por ese encuentro mínimo y fugaz en la calle Cerro Largo, conversé algunas veces más contigo y por esas conversaciones no me quedé en Estados Unidos y que, solo por ese encuentro, hoy no tengo hijos en edad de ir a la escuela que hablen en inglés.
”Pensaba, pensaba que, a lo mejor, hubiera vuelto años después y ya te hubiese encontrado casada aunque, bueno, si no me hubieras interesado nunca, no me habría dado cuenta de la mujer que había perdido. Consiguió con esa frase el perdón que yo no estaba dispuesta a dispensarle. Me volqué hacia su lado. Pero antes le pregunté: —¿De qué maldita yanqui te estás acordando ahora? Me puso el dedo, cargado de húmeda, amarillenta y hedionda nicotina, en mis labios, y me dijo: —Después hablamos. Pero ¡mirá vos! Recién me habló de la yanqui dos o tres semanas antes de que se muriera. ¡Más que yo, tuvo suerte él! Ya te lo diré otro día. Entrevista a Adela Acevedo Vásquez de Varela Entretanto, don Domingo lo había mirado a Varela y le había comentado: —¡Sigue con ojos de cordero degollado! ¡Miss Dickinson acaba de arrasarle ese recuerdo que usted tanto dice que ha dejado en el Plata! Inmóvil, José Pedro, pareció otorgar con el silencio. Sarmiento posó la palma en el dorso de su mano: —¡Cuidado! ¡Prudencia! Humilde, el oriental asintió: —Sí, reconozco que es mucha mujer para mí… El Viejo nos sorprendió, replicando, con un melancólico suspiro: —¡O tal vez demasiado poco!… ¡Pobre del macho que estime que pueda haber en el mundo una dama que lo exceda en virtudes! ¡Se le subirá a los hombros durante toda la vida! No nos dio explicaciones ni nos concedió tiempo para reclamárselas. Pero ese giro final no me engañó. Lo que importaba era lo que insinuó al principio. Varela, en cambio —lo supe cuando terminaba esa misma noche—, se sintió acicateado por esa consigna de mujeriego empedernido. —Le ruego que por hoy —agregó Sarmiento— se olvide ¡todo lo que pueda! de la mujer y escuche y admire a la ciudadana. Tiene que oírla y no solo verla, para fundar mejor esa admiración desbordada que le inspiran las damas de este país.
Quedamos en silencio. Entonces, el Sócrates cuyano siguió preguntando: —En ese aspecto, ¿qué le ha parecido? José Pedro cerró los ojos y se demoró en una respiración profunda. Terminó contestando, con la voz estremecida del varón que, en público, reconoce las virtudes superlativas de una dama: —Me parece, señor, que otra cosa serían los pueblos del Plata si tuviéramos siquiera unas veinte mujeres como esta, por allá. —¡Si hablan o les enseñamos el castellano! —replicó Sarmiento y agregó—: ¡yo le he pedido a mi Ángel Viejo que me arme sucesivas misiones hasta llegar a los mil docentes!… Teniendo en cuenta que su República fue una de nuestras provincias, la proporción que usted maneja es óptima para la realidad, pero no para el requerimiento. Siempre hay que pedir o pedirse mucho más de lo que el futuro nos puede dar. Carta de Bartolito Mitre y Vedia
Los esperamos en la presentación que se realizará en la Feria Internacional del Libro Nos acompañarán: Blanca Rodríguez y José Rilla Sábado 9 de octubre, 20 horas Salón Azul de la Intendencia de Montevideo
Completa la obra este segundo volumen, de próxima aparición, donde se narra la vida pública e íntima de Varela desde que regresó al país, en agosto de 1868 —de su decisivo viaje a Europa y Estados Unidos—, hasta su muerte. elhombredemarzo.blogspot.com
Luego del éxito de La Puerta de la Misericordia, Tomás de Mattos regresa con una novela biográfica sobre José Pedro Varela. “Preveo que este libro escandalizará o desilusionará, será despreciado o causará escozores varios a unos cuantos lectores, sean tirios o troyanos. Por desgracia, unos cuantos seguirán pensando que he asumido ingenuamente la defensa de un reo irredimible. Habrá quienes seguirán considerando que José Pedro Varela Berro fue un colaborador de la dictadura; un pedagogo improvisado, autoritario y plagiario; un varón machista y, para colmo, racista. No fue para convencerlos que escribí esta novela. Ya se han definido y varias veces. Únicamente me ha satisfecho navegar contra su corriente y proponerle a la opinión pública un cauce de interpretación diferente, para que cada lector termine elaborando su propio juicio. Temo que a los varelianos les disguste ver a su prócer unas cuantas veces en paños menores. Me reprocharán que lo expongo a escabrosidades que no tienen (algunas) respaldo histórico. Les respondo que, a mi juicio, el verdadero Varela, el que necesitamos, no fue en vida bronce inerte y herrumbrado, ni un profeta laico que descendió del barco con tres únicos mandamientos pedagógicos esculpidos en piedra. Fue un hombre de carne y hueso y de sangre ardiente, hasta tal punto que el amigo que más lo conoció, Carlos María Ramírez, le puso públicamente el mote de Sacerdote de Venus. Y, sobre todo, fue mucho más que el Reformador de la Educación.”
TOMÁS
DE
M ATTOS
El autor acude sin vacilaciones a la pura ficción para abordar a un personaje clave de nuestra historia. Este volumen se centra en sus primeros veintitrés años de vida y, también, en su polémica decisión de colaborar con la dictadura de Latorre.