Ateneu Barcelonès. Calle Canuda 6. Barcelona 25 de marzo de h

136 The Red Tapes Valentín Roma La memoria Ateneu Barcelonès. Calle Canuda 6. Barcelona 25 de marzo de 2001 19.30 h El profesor Manuel Delgado observ

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136 The Red Tapes Valentín Roma La memoria

Ateneu Barcelonès. Calle Canuda 6. Barcelona 25 de marzo de 2001 19.30 h El profesor Manuel Delgado observa minuciosamente el perfil de la presentadora del acto y escucha, a lo lejos, el sonido de los numerosos asistentes acomodándose en las sillas del auditorio del Ateneu Barcelonès. Se fija en las dimensiones de la oreja de la chica mientras ésta enumera, como una especie de retahíla de frases memorizadas, un currículo innecesario de honores académicos, libros escritos hace tiempo y participaciones en eventos diversos, algunos de los cuales o no se celebraron cuando la joven explica o tuvieron bastante menos solemnidad que la que ella intenta aportar con su tono de voz y su dicción precisa. Durante unos segundos Manuel Delgado intenta adivinar –sin lograrlo– la edad de la chica, luego inicia con parsimonia un ritual que consiste en quitarse el reloj de la muñeca, mirarlo una última vez y colocarlo delicadamente a escasos centímetros del grupo de folios mecanografiados que constituyen la conferencia que leerá esta tarde. Después bebe un trago de la botella de agua, sopla con fuerza el micrófono para ver si funciona y se rasca disimuladamente una pierna. —Lo diré sin adornos y para romper el hielo: NOS HEMOS DEJADO ARREBATAR LA MEMORIA. »Sí; ya sé que ustedes piensan que esto que acabo de plantear es una boutade alarmista o un truco de astuto conferenciante mediático para ganarse desde el principio a la audiencia, pero es exactamente lo que pienso –explica

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el profesor Delgado con su habitual tono de enfado, mientras un par de jóvenes con rastas sentados en las últimas filas cuchichean entre ellos y sonríen y asienten ostentosamente con la cabeza–. No he venido hoy aquí a evangelizar a nadie, pues los que me conocen saben que soy ateo confeso, devoto de la iconoclastia, exmaoísta y admirador de Leon Trotsky –se oye la carcajada solitaria de un individuo bajito que se sienta justo delante del orador– y por ello, porque lo que quiero exponer hoy aquí son sólo algunas preguntas y no un conjunto de certezas, quisiera lanzaros así, a bocajarro, cuatro cuestiones que matizan e ilustran mi afirmación inicial de que NOS HEMOS DEJADO ARREBATAR LA MEMORIA. »La primera pregunta es: ¿de quién es la ciudad en la que vivimos? –el profesor Delgado hace una pausa teatral, mira desafiante al auditorio y hace el gesto de contar con su mano abultada–. Segunda pregunta: ¿los políticos que gobiernan esta ciudad representan todas y cada una de las sensibilidades que aquí se dan cita, por minoritarias que éstas sean? Tercera pregunta: ¿la diversidad humana debe exhibirse como si fuese un show demagógico, trivial y mediático? –el individuo de la primera fila suelta otra carcajada que quiebra el silencio de la sala y que sirve para que un jubilado sentado a su derecha decida por fin levantarse y salir hacia la calle disimulada y pudorosamente–. Y cuarta y última pregunta: ¿por qué tenemos que aceptar que los poderes fácticos nos laven la conciencia histórica y nos digan cómo debemos comportarnos en nuestra propia ciudad? El auditorio rompe en ese mismo instante en un sonoro aplauso, aprovechado por el profesor Delgado para beber otro trago de agua y volverse a rascar la misma pierna que al principio de su discurso.

—Si me permiten sólo algo más, querría decirles que una cosa son espacios públicos de calidad y otra cosa son espacios públicos monitorizados e hipervigilados. Una cosa es urbanización y otra muy distinta lo que mi amigo, el geógrafo Francesc Muñoz, ha llamado, titulando un excelente libro suyo, ur-ba-na-li-za-ción –dice esta palabra separando las sílabas y con una lentitud enfática–, es decir, triunfo absoluto de lo fácil en el diseño de ciudades. »No podemos dar ningún tipo de cobertura social a este espacio racional, higiénico y desconflictivizado que algunos llaman Barcelona; un espacio supuestamente habitado por ciudadanos libres y responsables que se avienen en todo momento a colaborar y que asisten entusiasmados a las puestas en escena mediante las que el poder político se exhibe en todo su esplendor –se oyen algunos noes y toses y tímidos aplausos–. Una vez conseguida la coherencia en los planos y las maquetas, ya sólo hay que esperar que la ciudad así concebida se despliegue victoriosa sobre una sociedad urbana hecha de fragmentaciones, incongruencias y luchas. Basta una buena planificación para que el orden de la representación se imponga sobre el desorden de lo real, para que la amnesia triunfe sobre la memoria. Porque la memoria es, si ustedes me permiten decirlo así, el gran tema de esta publicación que hoy presentamos aquí; porque, y ya con esto acabo, SÓLO SI RECUPERAMOS LA MEMORIA PODREMOS RECUPERAR LA ACCIÓN. »Muchas gracias y paso la palabra a mi compañero Santiago López Petit.

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Antena Escolar. Calle de Menorca 14. Badia del Vallès 25 de marzo de 2001 17 h

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A pesar del desorden, la cabina radiofónica huele a desinfectante. Hay una mesa circular situada en el centro y tres micros con las siglas AE grabadas en los mangos. De las paredes cuelgan licencias de emisión y una fotografía de Luis del Olmo entrevistado por el nuevo director de informativos. Sentado en una silla ergonómica está Ramon Argenté, el único locutor que queda del primer equipo de Antena Escolar. Delante suyo tiene una libreta de espiral abierta por la mitad, donde garabatea tramas geométricas siguiendo las cuadrículas de las hojas. Carraspea mientras escucha el pitido de la señal horaria primero y después la sintonía musical de su programa. —Buenas tardes a todos los oyentes de Viaje al Reino del Metal desde el 107.3 de la Frecuencia Modulada. Empieza en estos momentos, justo cuando los relojes marcan las cinco de la tarde –una hora menos en Canarias–, la tercera edición de DIEZ HORAS CON EL REY. »Como sabrán todos aquellos camaradas del rock and roll que nos siguen, estamos celebrando mensualmente un programa-homenaje en doce episodios para nuestro rey: el único, el irrepetible Elvis Aaron Presley, el chico de Tupelo, un pueblucho de Mississippi que cambió para siempre la historia de la música popular. »Empezamos el ocho de enero, con su nacimiento; continuamos el diez de febrero, el día que se grabó en los estudios de la compañía RCA, en Nashville, “Heartbreak Hotel”, la mejor canción jamás escrita.

»Hoy veinticinco de marzo conmemoramos el famoso corte de pelo que tuvo que hacerse en mil novecientos cincuenta y ocho, en la base militar de Fort Chaffee, Arkansas, el recluta número cinco tres tres uno cero siete seis uno, conocido en el mundo entero como Elvis Presley. »Comenzamos en estos momentos, cuando son exactamente las cinco y tres minutos de la tarde y hasta las veintidós de la noche, una nueva edición de DIEZ HORAS CON EL REY, un programa-homenaje a través de fechas emblemáticas en la intensa biografía de Elvis. »Buenas tardes a todos y a todas desde Antena Escolar, la radio de Badia del Vallès. Soy Ramon Argenté y esto es Viaje al Reino del Metal. Tras hacer un gesto con la barbilla, el técnico de sonido da paso a la carátula musical del programa e inserta progresivamente las primeras notas de Teddy Bear.

Librería La Central. Calle Mallorca 237. Barcelona 25 de marzo de 2001 19.30 h —Buenas tardes a todos. En primer lugar querríamos agradecerles de forma especial su asistencia a este acto de presentación del nuevo libro de Luis García Montero titulado La intimidad de la serpiente. También quisiera dar las gracias a la editorial Tusquets, a través de la persona del profesor Toni Marí, por su implicación para con este evento, así como a Antonio Ramírez, director de la Librería La Central, por la inestimable ayuda prestada en las cuestiones relacionadas con la organización. Y, por supuesto, una gratitud especial

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y doble para Luis García Montero; gracias Luis por haber escrito un libro tan excepcional –en ese momento el poeta asiente mientras hace malabarismos con un bolígrafo Pilot rojo entre sus dedos– y muchas gracias también por estar hoy aquí entre nosotros, pues sé que has hecho un gran esfuerzo para encontrar un hueco en tu apretada agenda. »Dicho esto, quisiera lo más brevemente posible y antes de ceder la palabra al autor, presentar el acto que nos reúne aquí. »La publicación de un libro de poemas es siempre un pequeño milagro –se oye un murmullo de risas y arrastres de sillas que tranquilizan, por fin, al presentador y le hacen, fruto de la confianza recién adquirida, independizarse de las notas escritas y adoptar un tono mucho más coloquial para su monólogo. Todos sabemos que la poesía no está de moda como lo está la literatura precocinada en los círculos mediáticos, los escritores-promesa menores de treinta años o el fast thinking o pensamiento de saldo. Sin embargo, la poesía resiste todo tipo de embestidas y sigue siendo esa arma cargada de futuro que decía Blas de Otero; un arma que para cargarse de futuro debe mirar hacia el pasado. »Este libro que presentamos hoy aquí es un libro que participa de ese espíritu retroactivo, por decirlo de algún modo. Es un libro en el que la madurez es un estado anímico crítico y nada complaciente, un libro que rescata la memoria de un tiempo y la proyecta sobre cada uno de nosotros. »Nos reconocemos en esos ideales juveniles y también en esas claudicaciones posteriores; nos vemos iluminados por los destellos de la infancia y también por los borrones de la cuarentena. La memoria, insisto, esa memoria biográfica, moral y sentimental recorre los versos de este poemario que,

según mi opinión, consolida a Luis García Montero como uno de los grandes poetas de nuestro presente. Por mi parte nada más. Nuevamente agradecerles su asistencia y cedo la palabra a Luis –otra vez se escuchan toses y nadie aplaude, para sorpresa del presentador del acto. El poeta toca con un largo dedo el micrófono que le han puesto delante, saca unas gafas de su bolsillo y se recoloca el flequillo de universitario indomable que aún mantiene, por una cierta coquetería juvenil. —Antes de empezar mi charla quiero decirles dos cosas: una es que detesto hablar en público porque soy de los que piensan que en los libros escritos por uno se encuentra todo lo que uno mismo puede decir de sí; la otra es que quien dijo que la poesía era un arma cargada de futuro no fue Blas de Otero, sino Gabriel Celaya. »Dicho esto, y a pesar de insistir en que explicar un poema es una especie de profanación, voy a “perpetrar” el sacrilegio de analizar mis propios poemas, es decir, voy a psicoanalizarme; espero que ustedes sepan perdonarme y no me denuncien a la policía –se oyen risas del público. »Con La intimidad de la serpiente he querido comparar las distintas contradicciones que ha vivido el país en el que fui niño y adolescente –que eran las contradicciones de la pobreza y del retraso– con las contradicciones de hoy, que son las de la riqueza y la modernidad. Esa fábula de la modernidad que nosotros tuvimos de adolescentes ahora la vemos realizada y vemos sus contradicciones. Sobre todo eso va el libro. Yo crecí en una ciudad como Granada donde existía la pobreza, en la que se veían los trenes y los autobuses llenos de gente que emigraba, y ahora cuando paseo con mi hija por la ciudad lo que veo es todo lo contrario. Ahora la

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gente viene aquí a ganarse la vida. Es ese cambio antropológico –mucho más fuerte que lo que significó el paso de la dictadura a la democracia– de ser un país pobre a uno rico, consumista, seguro de sus derechos y con la prepotencia del lujo, ese cambio es el que está en la atmósfera del libro. »A propósito de la memoria a la que se refería Claudio en la presentación del acto, me gusta citar como ejemplo el ruido de una moto, que a mí me lleva a la Granada de los primeros años sesenta a las ocho de la mañana, cuando los albañiles iban con la “derbi obrera” a tomarse una copa de coñac junto a la estación. Sin embargo, para mi hija el ruido de una moto es la noche, la movida y la marcha. El vocabulario de la realidad ha cambiado, y ese cambio a mí me interesa como poeta porque también es un cambio de lenguaje, es el lenguaje de la realidad. »Decía António Lóbo Antunes que la imaginación es la memoria fermentada. Sin embargo, y aunque suene tópico, vivimos en un país sin memoria o un país muy mal relacionado con su memoria, donde los creadores no han ejercido como portavoces de la memoria colectiva sino que se han dedicado a otros intereses. »Para acabar y siguiendo con ese homenaje a la memoria que parece ser el eje argumental de esta noche, me gustaría leerles dos fragmentos del poema “Nochevieja” (1940, 1970, 2000). El primero dice así: “La cenizas vivían / como lobos cansados en el televisor. / Allí estaban los himnos, / los santos y el Caudillo, / tras su mundo imperial de la espada y la bruma, / enfermos y apoyados / en la fragilidad de una madera inútil. / Por un momento rotos, pareció / que se habían quedado sin país.” El segundo es el siguiente: “¿Qué empezaba a romperse? / Más que el espejo sucio de las

comisarías / y las salas de espera, / en el que se arreglaron sus trajes de domingo / las pobres gentes de la dictadura. / Mucho más que el silencio, / el cristo de la alcoba, / las fotos de familia numerosa / y el orden de los hijos / que deben ir a la universidad.” Se produce entonces un silencio incómodo en el auditorio. Luis García Montero, experto en este tipo de situaciones, se anticipa a los aplausos y da nuevamente unos toquecitos con el dedo en el micrófono. —Perdónenme ustedes, me olvidaba de agradecerles yo también la asistencia a este acto. Permítanme para ello despedirme con la última estrofa del último poema del libro, que se titula “La primavera de la esfinge” y dice: “Apágame, viajero / la luz cuando te vayas. / Recuérdame, lector, / al doblar esta página.” Suena en ese momento una ráfaga de aplausos potentes y uniformes, como si en lugar de ser reales fueran aplausos grabados.

Calle de Oporto 1, 5. A. Badia del Vallès 25 de marzo de 2001 16 h La habitación no tiene ventanas. Hay un mueble hecho a medida que ocupa la totalidad de una de las paredes del cuarto. El mueble es de madera prensada y tiene cuatro módulos. En el primer módulo hay cajones para guardar ropa, una mesa que se dobla sobre sí misma hasta quedar escondida entre dos estantes y un altillo. El segundo módulo es una cama a la que hay que extender las patas antes de

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dejarla reposar en el suelo. El tercer módulo es un armario con una barra para colgar perchas que se extiende y se recoge hacia dentro. El cuarto módulo es otra cama de patas extensibles. Arrinconada contra la puerta hay una mesita con una televisión y un vídeo. —¿Han llamado tus padres diciendo a qué hora vienen? —No, no han llamado. Igual tendría que llamarles yo, pero es que entonces se va a notar mucho que estoy controlando su llegada. —Igual sí que va a cantar mucho. Se hace un silencio incómodo entre los dos. —¿Y no se te ocurre alguna excusa para llamarles y, como quien no quiere la cosa, preguntarles cuándo piensan salir para acá? Piensa algo tú que tienes tanta imaginación. —Eso no es imaginar, Lidia, eso se llama mentir. —Mentir, imaginar... al final es un poco lo mismo, ¿no?

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Max Rockatansky: Jefe, ten. Fifi Macaffee: ¿Qué? ¿Qué pasa? Max Rockatansky: Toma esto, me doy de baja. Fifi Macaffee: ¿Otra vez? Max Rockatansky: Otra vez no, va en serio, me marcho. Fifi Macaffee: Siéntate. Max Rockatansky: No, no vine aquí a discutirlo sino a decírtelo. Me voy. Fifi Macaffee: ¡Espera un minuto! De acuerdo, El Ganso perdió el pellejo pero hacía tiempo que se lo estaba buscando. Max Rockatansky: Te equivocas. Fifi Macaffee: Max, reconoce que sus métodos no eran adecuados. ¡He dicho que esperes! Eres un triunfador Max, lo mejor que tenemos y no voy a perderte porque se te haya metido eso en la cabeza.

Dicen que el pueblo ya no cree en héroes y valientes. Tú y yo, Max, vamos a devolverles a sus héroes. Max Rockatansky: ¡Bah, jefe! ¿De verdad crees que vas a convencerme con tus discursos? Fifi Macaffee: Je, je, reconoce que estabas casi convencido, je, je. Max Rockatansky: Hasta luego jefe. Fifi Macaffee: ¡Eeeh! Venga hombre, ¿quieres que te suplique, que me ponga de rodillas y llore? Max Rockatansky: Ja, ja, ja. Fifi Macaffee: Un momento. Dame una razón. Max Rockatansky: Tengo miedo, jefe. Fifi Macaffee: Bah... Max Rockatansky: ¿Sabes por qué? Porque todo me parece un circo y empiezo a disfrutar con ello. Fifi Macaffee: ¡Qué tonterías se te ocurren! Max Rockatansky: Escucha, si sigo voy a acabar como cualquiera de ellos: loco perdido. Sólo soy de los buenos porque lo dice la placa de policía. ¿Entiendes lo que quiero decirte?

—¿Tienes un montón de libros? ¿Te los has leído todos? –dice la chica mientras tienta con su mano izquierda el suelo, como buscando algo pero intentando que el chico no se dé cuenta. —Sí, casi todos. Algunos incluso me los he leído dos veces –responde él incorporándose un poco de la cama para vigilar lo que hace ella con su mano. Leer es lo que más me gusta hacer ¿sabes?, pero soy un poco raro leyendo. Siempre leo dos o tres libros a la vez. No sé por qué lo hago pero es así. —¿Y te enteras de los argumentos? ¿No se te mezclan unas historias con las otras? –contesta la chica al mismo

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tiempo que levanta la sábana y mira de costado hacia los pies de la cama, siguiendo con su búsqueda. —No, no se me mezclan. Tengo bastante memoria y además, cuando leo llevo una libreta donde voy apuntando cosas. —Ya. Y también he visto que escribes en los libros –dice ella para que él vea que ha observado algunos detalles significativos. —Sí, bueno. A veces, cuando no tengo la libreta a mano escribo en los márgenes de los libros. Por eso nunca dejo mis libros a nadie, ¿sabes?, porque no me gusta compartir mis pensamientos con la gente –contesta él mientras tienta con su mano derecha el suelo, buscando algo pero intentando que la chica no se dé cuenta. —Yo no he leído nada de lo que tú has escrito en tus libros, ¿eh? He visto que había cosas escritas y por eso te lo he dicho, pero yo no las he leído –responde ella levantando la pelvis y pasando la mano por el trozo de cama que hay bajo sus riñones. —Me da lo mismo si tú lo lees, porque tú no eres como el resto de gente –dice esto mirando hacia el techo, mientras nota que la chica se ha puesto colorada–. ¿Buscas esto? –y le enseña unas bragas de algodón grises con rayas blancas, lo que aumenta el sonrojo de la joven. —¡Eres la hostia, Dani! –contesta ella al mismo tiempo que va metiendo sus dos piernas en los huecos de las bragas y se cuida de que la sábana le tape el gesto. —¿Por qué soy la hostia? ¿Porque te dejé leer mis escritos –cosa que no he dejado hacer nunca a nadie– o porque encontré tus bragas? –dice él con una media sonrisa y como si estuviese atrapado en el diálogo ocurrente de una secuencia

—No sé. Por todo. —Oye, ¿yo te gusto por algo especial? ¿O estás dejándote llevar? –le pregunta él a bocajarro. —No sé. Eres distinto a los demás. Mira Dani, a mí me da mucha vergüenza hablar de mis sentimientos... No estoy acostumbrada. Con los otros tíos casi nunca hablaba. Íbamos a lo que íbamos y luego cada uno por su lado. Nunca he sido tía de mucho hablar, la verdad.

Passeig de Sant Joan 21. Principal 2. Barcelona 25 de marzo de 2001 22.45 h El profesor Manuel Delgado llega a su casa después de la presentación de su último libro. Entra sin hacer ruido y se dirige al comedor para ver si hay alguien. La sala está vacía pero hay una lamparita encendida. La apaga, va a la cocina a buscar un vaso de agua y se marcha a su despacho. Se sienta delante del ordenador, enciende un purito y abre el correo electrónico. Los mensajes empiezan a caer en tromba. Con los preparativos para el libro hace una semana que no toca el ordenador y tiene ciento dieciséis mensajes nuevos. Da un vistazo rápido a los nombres de los remitentes, reconoce a unos cuantos pero le asalta una grandísima pereza sólo con pensar en contestar a alguno de ellos. Cierra el correo electrónico, bebe un trago de agua, se recoloca en la silla y abre el explorador de internet. Por defecto salta la página. Manuel Delgado escribe en el sobre de dirección barcelona /indymedia.org y espera. La página tarda mucho en cargarse debido a la gran cantidad de fotografías a gran resolución, por lo

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que vuelve a Google. Escribe entonces la palabra manuel delgado y pulsa enter. La séptima entrada de la búsqueda dice: Manuel Delgado Villegas – Wikipedia. A Manuel Delgado se le considera el peor asesino de la historia criminal ... Manuel Delgado Villegas no tuvo abogado defensor hasta seis años y medio tras... es.wikipedia.org / wiki / Manuel_ Delgado_Villegas – 14k – . No entra en esta página. Sin embargo, sube al inicio y vuelve a comenzar la búsqueda, aunque esta vez por imágenes. Va pasando a través de fotografías suyas y de gente desconocida que también se llama Manuel Delgado. En medio de éstas aparece la imagen de una lápida perfectamente encuadrada, en la que se lee DELGADO. Abre la página, que está dedicada a retratos de cementerios. La lápida en cuestión pertenece al Mount Olivet Cemetery, en Fort Worth, Texas. En el lado derecho dice FATHER, MANUEL SR, JAN. 6, 1920 – JAN. 8, 1989. En el lado izquierdo MOTHER, RICARDA, FEB. 6, 1921. En medio, con letras mayúsculas muy grandes, se lee DELGADO. No entiende por qué la señora Delgado no tiene fecha de defunción, pero aventura dos o tres teorías posibles. Ninguna le convence totalmente. Cierra la página sin querer cuando en realidad pretendía pulsar el botón de ir hacia atrás. Vuelve a abrir Google nuevamente y escribe en el sobre de búsqueda la palabra MEMORIA, con letras mayúsculas. El buscador le muestra una colección de imágenes sin ningún tipo de relación entre sí: cuadros de Dalí y Magritte, gráficos incomprensibles, componentes informáticos, reproducciones de especies florales y una fotografía en blanco y negro de Aldo Moro secuestrado, sin afeitar, esbozando una especie de sonrisa, sentado delante de una bandera en la que se lee Brigate Rosse. Manuel Delgado borra la palabra MEMORIA y escribe ORNELLA VANNONI, luego MONICA

VITTI. Se queda un rato mirando las fotografías en miniatura de la actriz italiana y se imagina a él mismo mucho más delgado, vistiendo un esmoquin negro con pajarita y cantando en un club glamuroso de luces bajas, posavasos de cristal y mesillas redondas, como si fuese Frank Sinatra o, mejor, Dean Martin. Tararea una estrofa de “Per sempre”, la canción de Adriano Celentano: “Ci sarò per sempre / in ogni parte ovunque / ci sarò con te per sempre / se qualcuno non ti sente / Non importa se poi / sarà un destino amaro / non importa perchè / Tu sei per me il bene più caro.” Luego escribe en Google ACTRICES ITALIANAS y sólo le aparece un documento. Vuelve a probar con la palabra ACTRICES RUBIAS. Finalmente Manuel Delgado escribe SCARLET JOHANSSON en el sobre de dirección de Google. El buscador le responde con Quizá quiso decir SCARLETT JOHANSSON pero, a pesar del error en la redacción, le ofrece seis páginas con fotografías de la protagonista de Lost in Translation. Abre cada una de ellas y observa detenidamente los gestos de la joven, su artificial manera de posar ante la cámara. Se nota que no es una modelo profesional y que interpreta con dificultades el modo en que se muestra al objetivo. Pincha una imagen en que Scarlett Johansson está sentada junto a Bill Murray. Ambos tienen como fondo una pared empapelada con un dibujo que pretende simular una piel de cebra. Él viste traje negro y una inapropiada camiseta amarilla. Tiene el torso erguido, las manos encima de las rodillas y la cara picada por cicatrices que rememoran algún antiguo acné juvenil. Ella lleva una peluca rosa y una falda abierta en un costado. Los dos están con los ojos cerrados. Sin saber por qué guarda esta imagen en la carpeta de Mis imágenes y después apaga el ordenador.

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—Delirio número ocho, Barcelona, veinticinco de marzo del dos mil uno –dice Manuel Delgado a una grabadora de mano diminuta–. Posible escena a incorporar en un hipotético guión para una representación teatral que (por supuesto) no tiene ninguna relación con el teatro de Bertolt Brecht. Primera visualización. Las luces se apagan y el telón sube, dejando ver el escenario vacío y en silencio. Un punto de luz muy dramático ilumina cualquier detalle anodino de una de las esquinas. El silencio se mantiene hasta que se escuchan algunas toses y los primeros murmullos. Entonces, de forma repentina, comienzan a oírse los sonidos grabados de una manifestación, donde las consignas particulares son ininteligibles. El volumen de este audio es excesivamente potente y el tono muy preciso. En un momento determinado se apagan durante unos segundos las luces generales de la sala y después vuelven a encenderse. Aparece en medio del escenario una chica rubia de espaldas, buscando ropa en un armario. La chica se gira hacia el público. Lleva la cara tapada por una especie de malla negra. Camina hacia su derecha, donde hay una cómoda antigua. Abre el tercer cajón y saca una máscara de carnaval veneciano, de aquellas que se aguantan mediante una varilla. La máscara reproduce el rostro de Virna Lisi en La hora 25, aquella película de Henri Verneuil en la que Anthony Quinn es un campesino rumano que se vuelve loco tras la invasión alemana durante la Segunda Guerra Mundial. La actriz rubia que tapa su cara con la fotografía de Virna Lisi se acerca al público y empieza a cantar una vieja canción revolucionaria italiana, concretamente “La Guardia Rossa”, que dice “Non ha pennacchi e galloni dorati, ma sul berretto scolpiti e nel cor, mostra un martello e una falce incrociati: gli emblemi del lavor! Viva il lavor!” Como un rumor de fondo

se oye, unos minutos más tarde y pisando el texto de la chica, una voz casi inaudible de narrador masculino que en perfecto castellano lee el siguiente escrito: “Una extraña pasión invade a las clases obreras de los países en que reina la civilización capitalista: una pasión que en la sociedad moderna tiene por consecuencia las miserias individuales y sociales que desde hace dos siglos torturan a la triste Humanidad. Esa pasión es el amor al trabajo, el furibundo frenesí del trabajo, llevado hasta el agotamiento de las fuerzas vitales del individuo y de su progenitura. En vez de reaccionar contra esa aberración mental, los curas, los economistas y los moralistas han sacrosantificado el trabajo. Hombres ciegos y de limitada inteligencia...”

Calle de Oporto 1, 5. A. Badia del Vallès 25 de marzo de 2001 17.15 h —Te propongo un juego, a ver qué te parece. —¿Un juego? –dice ella con cierto pudor e intentando ocultar, al mismo tiempo, ese pudor. —Sí, un juego –sigue explicando él entusiasmado. Te propongo que nos cambiemos los nombres y que sólo nosotros sepamos qué significan estos nuevos nombres. Será una especie de contraseña personal que nada más sabremos nosotros dos y que no podremos desvelar nunca a nadie, ¿vale? —Bueno, ¿y yo qué tengo que hacer? —Tú tienes que pensarte un nombre para mí. —Ya.

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—Tienes que pensar un nombre que tenga un significado especial. Piensa en algún recuerdo tuyo, en alguna particularidad mía, no sé, algo especial. —Es que yo no tengo imaginación y... —¡Joder, si te lo tomas con ese entusiasmo a tomar por el culo el juego! –interrumpe él con gran brusquedad, levantándose de la cama y quedando desnudo en medio de la habitación, con el pene hinchado y enrojecido–. ¿Tanto te cuesta pensar algo? Estoy intentando buscar experiencias diferentes que nos permitan compartir cosas distintas a las que hace todo el mundo. Ya te dije el otro día que si hay algo que no soporto es ser igual a los demás. No sé, dime capullo o engreído si quieres, pero no lo aguanto. —Vale, vale, no te cabrees. Ten un poco de paciencia conmigo –responde ella sin poder disimular una sonrisa y mirando como, mientras él agitaba los brazos por el enfado, su pene daba pequeños saltitos. —¿Qué estás mirando? —Nada, nada. Venga, sigamos con lo de los nombres. ¿Tú ya has pensado en el mío? —Yo sí. Ya lo tengo. ¿Quieres saberlo? —Sí. —Jessie. —¿Por qué Jessie? —Te lo cuento después que me digas tú el tuyo. —¿El mío? —Sí. —El mío es... –mira entonces las sabanas que la cubren. Son unas sábanas inapropiadas para un adolescente de dieciséis años y ridículas para la conversación que los dos jóvenes tienen en aquel cuarto. Sólo el empecinamiento en

la niñez de una madre puede explicar que esas sábanas formen parte de la escena que ocurre en la habitación. En esas sábanas aparecen reiterativamente los dos personajes de una serie de dibujos animados. Dos abejas que caminan sobre una gran hoja de color verde mojada por el rocío de la mañana–. El mío es Willy. —¿Willy? –dice él mientras se fija en la cara medio dormida de la abeja niño y en su ridícula cresta roja–. ¿Estás segura de que Willy es un buen nombre? Mira, te explico de qué va el mío y tómate un poco más de tiempo para pensar. Quizá lo dijiste un poco precipitadamente. —¿No te gustó, verdad? Ya te dije que no tengo imaginación –responde ella un poco decepcionada consigo misma. —No, no, no es eso. Mira, yo he pensado en Jessie porque es el nombre de la mujer de Max Rockatansky. ¿Has visto la película? Me refiero a si has visto Mad Max. Salvajes de la autopista. —No la he visto. —¿No? –dice él en un tono exclamativo excesivamente dramático, mientras salta otra vez de la cama y se empieza a poner los pantalones de un chándal. No me creo que no hayas visto Mad Max. Es mi película favorita. Lo sé todo sobre ella porque la he visto doce veces. ¿Sabes que se hizo con un presupuesto de 350.000 dólares y que, sin embargo, consiguió recaudar 100 millones de dólares en todo el mundo?, ¿y que algunas de las cosas que dicen por la radio los Nightriders son letras de la canción “Rocker” de AC/DC?, ¿y que se grabó en los desiertos de Australia?, ¿y que, ya con esto acabo y no te doy más la paliza, el coche que conduce Max (el "último de los V8 interceptors") es un Ford XB Falcon Hardtop, vendido en Australia entre diciembre

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del 73 y agosto del 76, aunque el coche en la película tenía un motor V8 de 5.75 litros standard? —No, no lo sabía. Ya te he dicho que tengo una memoria desastrosa para los nombres. Además, no he visto la película. —Si quieres enciendo el vídeo y la pongo. —¿Y si vienen tus padres? —¡Hostia, es verdad! Se me había olvidado por completo. Creo que lo mejor es llamarles con alguna excusa para asegurarnos –dice él mientras sale de la habitación saltando sobre un pie y calzándose el otro. —Dani, ¿qué vas a inventarte para que no se note que estás controlando cuándo llegan? –dice ella sentada en la cama y poniéndose el sujetador. —Les voy a decir la verdad –responde él desde el quicio de la puerta, mirándola con el gesto de un héroe deportivo típico de las películas de amor adolescente–. Les voy a decir que no pueden venir aún porque tengo una chica en mi cama. —Oye, ya sé el nombre que me he inventado para ti –le dice ella mirándole las piernas–. Te llamaré Mad. —¿Seguro...? ¿No te parece mejor Max? Suena mejor, más contundente ¿no crees? —Si tú lo dices... —Yo creo que Max es una idea de puta madre. Voy a llamar, ahora vengo, no te muevas de la habitación, Jessie.

Hotel Citadines, Ramblas 122. Barcelona 25 de marzo de 2001 23.28 h Primera llamada telefónica: —Hooola, ¿qué?, ¿cómo fue la presentación? —Hola, pues más o menos como siempre: aburrida. —¿Aburrida por lo que dijiste tú o por lo que dijeron los demás? —Por todo un poco. —Bueno, ¿pero no hubo nada interesante? ¿Y Claudio qué tal estuvo? ¿Se puso igual de nervioso que la vez de Madrid? —Ya conoces a Claudio en público. Estuvo correcto pero nada más. Antes de empezar la charla quedamos en que centraríamos la cosa alrededor de la memoria y por ahí andamos. ¡Ah! Sí que hubo algo interesante, Claudio citó la siempre socorrida y original frase: “La poesía es un arma cargada de futuro.” —¡No me lo puedo creer! Lo tenía yo por un tipo original, ¿no? Cuando vamos de copas..., no sé, nunca se me ocurriría decir semejante estupidez en la presentación de tus poemas. —Ni de mis poemas ni de los de nadie. Pero espera, que encima dijo que la frase era de Blas de Otero, aunque cuando tomé la palabra lo primero que hice fue corregirle. —¡Pobre! Menudo trago debió de pasar. Es que no sé por qué Claudio se mete en ese tipo de historias. Él es muy bueno en lo suyo, en la universidad, escribiendo esos textos llenos de citas y referencias eruditas... Pero parece que con esto no tiene bastante y se empeña en hacer vida social. No lo entiendo, con lo bien que está uno en su casa tranquilo.

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Bueno, sí lo entiendo. Para mí Claudio siempre ha querido ser poeta y no ha podido o no ha sabido o no le han dejado las circunstancias. ¿No crees? —Igual sí, no lo sé, tú le conoces mejor que yo. —Bueno, ya veo que no tienes muchas ganas de hablar; quizá te dejaste todas las palabras en el auditorio. —No, no es eso. Es que me duele un poco la cabeza. —¿Entonces qué? ¿Me vas a decir lo que has explicado o no? ¿De qué has hablado? —He hablado de la niña. —¿De qué niña? —¿De qué niña va a ser?, de nuestra niña. —¡Venga Luis! ¿No me dijiste antes que pactasteis con Claudio lo de la memoria? —Pues por eso hablé de la niña, de su memoria y de la nuestra, bueno, de la mía. —Ya... —Oye, tengo que cortar que es tarde y quedé en hablar con Cruz esta noche. Me ha dejado seis mensajes en el contestador por lo de los artículos de El País. —¿A qué hora vuelves mañana? ¿A mediodía, no? —No, a mediodía no. Me parece que cojo el avión por la noche después de cenar. —¿Después de cenar? Pensaba que venías antes. ¿Has quedado con alguien? —Más o menos. Toni Marí me ha propuesto algo y Nacho Vidal también. Ya veré con qué plan me quedo. —¡Hombre, ni lo dudes, entre el neorromántico director de Marginales y el salvaje actor porno de moda no hay color! —Me refería a Ignacio Vidal-Folch, el escritor y hermanísimo.

—Ya lo sé, era una broma. Aunque ten cuidado con lo que le dices, que ya ves lo que le pasó a Manolo Vázquez. —Es verdad. Bueno oye, hasta mañana, que voy a llamar a Cruz. —Vale, ya te dejo. Hasta mañana. Segunda llamada telefónica: —¿Juan? Hola, ¿qué tal? ¿Te llamo demasiado tarde? Perdona por no haberte contestado antes pero es que la presentación se alargó un poco. (...) Bien, correcta (...). Sí, sí, se los di de tu parte. (...) Ni me lo nombres. Estuvo nefasto (...). Sí, sí, mucho peor que en Madrid y eso que lo tenía difícil para superar tan alto listón (...). Sólo te diré un dato y lo dejamos ahí: ahora resulta que Blas de Otero fue el autor de aquello que la poesía es un arma cargada de futuro (...). Como lo oyes, lo soltó y se quedó tan ancho. (...) ¿Yo qué voy a decir? Lo primero corregirle en público y luego intentar salvar los muebles como pude. (...) No sé, decidimos hablar sobre la memoria, fíjate que originalidad. (...) Sí, sí, mejor centrarnos en lo nuestro. Oye (...), sí, he leído el mail y me parece correcto. No sé yo si podré cumplir totalmente porque son muchos textos..., ¿al final cuántos artículos me decías que eran? (...) Ya, (...), sí, (...), sí, (...), sí, en principio creo que sí puedo hacerlo. (...) Sí, bueno, no quería decírtelo yo pero ése es un “aliciente” importante (...). ¡Ja, ja, ja! (...), sí, es un “aliciente” 66 que ya me he gastado antes de cobrarlo. (...) Totalmente de acuerdo (...), sí, al final escribimos para pagarle a los albañiles. (...) ¡No, no, eso nunca; antes muerto! (...) ¡Eso, ja, ja! (...), aunque para sencilla ella y esos artículos sobre el chalet y Evelio y todo eso. (...) ¡Es increíble cómo la gente se ha enganchado a esas gilipolleces! ¿Y en el periódico qué dicen?

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Porque la Revista de Agosto es ya un monográfico suyo (...). Sí, sí, nunca mejor dicho lo de “revista”. (...) ¡De verdad que yo tampoco me lo explicó lo de Antonio! Cómo ha consentido eso él, que es un tipo serio y concienzudo... (...) Ya, ya, pero por mucha teoría literaria que le metas no sé si puedes escaparte. (...) Sí, sí, mejor pasemos a otra cosa. Oye, por cierto, ¿te has enterado de la nueva de Cueto? (...) No, no, no me refiero a eso. Yo eso ni lo he leído ni creo que lo lea. Lo que te digo son unas declaraciones que se ve que ha hecho en no sé qué simposio sobre museos (...). No, no, en Madrid no, creo que fue en Gijón o en Oviedo, ya te lo diré. Me lo ha enviado Benjamín por mail. Bueno, el caso es que (...). No, sí, (...), más o menos, pero esta vez ya se ha puesto totalmente apocalíptico. Dice que la clase intelectual de este país tiene la culpa de que España haya perdido el tren de la modernidad, que los intelectuales de los sesenta y setenta frenaron la utilización de las nuevas tecnologías y provocaron el desfase que tenemos ahora en cuanto a creatividad (...). ¿Qué? ¿Qué decías?, es que se te va la voz, Juan. Muévete un poco que si no pierdes la cobertura. (...) Ahora, ahora sí. (...) ¡Hombre por supuesto que sé a quién se está refiriendo! Pero es que ése no es el tema, la cosa es que para mí Cueto ya se ha convertido totalmente en una parodia de sí mismo, una especie de cruce entre un McLuhan de provincias y José Bové (...). Sí, eso, ahora que se ha ido al campo con la parabólica, nada más le falta tirar un ladrillo a algún McDonald’s y empezar a construirse la leyenda. (...) Bueno oye, pues nada, todo eso que pasa por nuestra querida “Hispania”. En fin, (...), sí, sí, eso. Cuando llegue a Granada te llamo y quedamos para firmar el contrato. (...) Vale, sí (...), de tu parte. (...) Hasta luego, Juan.

Tercera llamada telefónica: —Hola, soy yo. ¿Estás ahí...? No sé si estás en casa. Creí que me habías dicho que te llamara a las doce. Son las doce y diez. Me he retrasado un poco porque tenía que hacer un par de llamadas urgentes. ¿Estás o no? Quizás estás en la ducha o has bajado a comprar tabaco. Bueno, te llamo un poco más tarde. —Hola otra vez, vuelvo a ser yo de nuevo. No sé..., parece que te escondes de mí. Te he llamado simplemente para decirte que desde que hablamos el otro día no he dejado de pensar en tus palabras. He estado dándole vueltas a todo, de verdad, evaluando los pros y los contras con objetividad, como tú decías. No sé si te ocurre lo mismo pero, para mí, el principal problema, la dificultad más grande que yo tengo para abordar todo esto es precisamente eso: pensar objetivamente. Estoy bloqueado, Lu; paralizado en un mismo punto y sin poder avanzar. Después de cada una de nuestras broncas veo clarísimo que lo mejor es dejarlo correr todo para que cada uno pueda reconducir su vida del modo que quiera; sin embargo luego, si me pongo a imaginar el día a día sin ti no puedo soportarlo. Es como si me quedase sin alicientes para continuar. Ya sé que tengo mi trabajo pero incluso hasta eso me resulta insuficiente si tú no estás. Ya sé que no debería estar diciendo esto ahora, que el otro día me dijiste que no es el de hablar así ahora pero es lo que me sale decir, es 67momento68 lo que pienso. Tenía muchas ganas de escuchar tu voz esta noche. He tenido un día horrible, uno de esos “días rojos”. ¿Te acuerdas, Lu, de nuestros “días rojos”? Por cierto, fíjate lo que son las cosas: hay un cantautor sevillano que se llama Manuel Cuesta –un chico joven, más o menos de tu edad– que ha sacado un disco que se titula así: Días Rojos. En el disco

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hay una canción que adapta un poema mío, aquel que se llama “Live vest under your seat”. ¿Te acuerdas de ese poema? Empezaba con “Señores pasajeros buenas tardes / y Nueva York al fondo todavía, / delicadas las torres de Manhattan...”. Una mañana me dijiste que era uno de tus poemas preferidos y desde entonces a mí también me gusta más. Ya sé que no debería decir todo esto, ya me lo dijiste el otro día, pero es que no puedo pararlo, en serio. Bueno, ya te dejo tranquila que te estaré agotando la cinta del contestador. Tenía muchas ganas de escuchar tu voz esta noche. En fin, hasta luego, Lu.

Calle de Oporto 1, 5. A. Badia del Vallès 25 de marzo de 2001 18.00 h 28

Max Rockatansky: Jefe, ten. Fifi Macaffee: ¿Qué? ¿Qué pasa? Max Rockatansky: Toma esto, me doy de baja. Fifi Macaffee: ¿Otra vez? Max Rockatansky: Otra vez no, va en serio, me marcho. Fifi Macaffee: Siéntate.

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—¿Has podido hablar con tus padres? –dice ella con la camisa medio abierta, mientras guarda en su bolsa el sujetador blanco. —No, pero he hablado con los vecinos de arriba –responde él mirando fijamente hacia el televisor. —¿Qué te pasa? Estás muy serio. ¿Ya te has vuelto a emparanoiar otra vez? –le reprocha ella con cierto miedo, sin fuerza para presionarle un poco más.

—No, no me pasa nada –dice sin dejar de mirar la pantalla de la tele. ¿Te has fijado en esta parte de la película? Es mi preferida. —No, no estaba mirando –se excusa ella de forma nerviosa–. ¿Por qué es tu parte preferida? —Porque sí, porque me parece que toda la película es una especie de prolegómeno de esa parte o, dicho de otra manera, porque ese diálogo es lo que da sentido a la película –dice él sabiendo que sus palabras son imposibles de entender. —No te entiendo, Dani. Como no he visto la película no sé a qué te refieres. Pásala hasta el principio y ahora ya sí me fijo –contesta ella tomando la única iniciativa de toda la tarde. —Imposible, tía. Otro día será. Mis vecinos me han dicho que mis padres han salido hace más o menos quince minutos, por lo que llegarán en media hora. —Bueno, pues entonces me voy pitando –responde ella un poco azorada, abrochándose la blusa y dando un vistazo general a la habitación en busca de algún objeto propio–. Bueno, ¿así qué? ¿Quedamos ahora o nos llamamos? —Mejor nos llamamos en dos o tres días; bueno, me llamas tú a mí mejor ¿no? —Sí, mejor que no llames a casa. Ya te llamo yo.

Juzgados de Paz. Plaça de la Vila 1. Barberà del Vallès 27 de marzo de 2001 13.10 h Aunque ahora esto ya no tenga ninguna importancia conviene resaltar que en ningún momento Ramon Argenté planificó lo de las cartas anónimas. No estuvo observando los

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movimientos de la chica a la hora del café ni espió las miradas del jefe ni les siguió a los dos a escondidas hasta alguna habitación del hotel Campanile del Centro Comercial Baricentro, donde solían terminar todas las escaramuzas amorosas de los habitantes de Badia y alrededores. No llevó a cabo persecución alguna por los domicilios de los dos supuestos amantes ni se ocupó de tenderles posibles trampas porque, de alguna manera, todo lo que sucedió durante esos dos días que duró el “asedio”, como dirían luego los abogados de oficio, fue fruto de una especie de impulso irrefrenable por desahogarse, por incorporar cierta mezquindad ajena a la mezquina existencia cotidiana que ya parecía haberse instalado en su propia persona. Y es que a pesar de todo lo dicho por esos mismos abogados embrutecidos durante las interminables horas de espera en salas inmundas, a pesar de sus apelaciones a las “irregularidades testimoniales” y a la “ausencia de eximentes psicológicos y morales” hay que señalar, aunque sólo sea para añadir más elementos absurdos a toda esta historia, que la maldad de Ramon Argenté no se incubó durante meses y meses de silencio impuesto a sí mismo como si fuese el único proyecto vital posible, sino que nació repentinamente una noche en la escalera de su casa, mirando de forma casual los nombres de los buzones de los vecinos y, unos cuantos pisos más arriba, delante de la puerta del quinto B, donde podía leerse un letrero de letras góticas con sus propios apellidos. Fue entonces, a punto de cerrar la puerta, cuando Ramon Argenté se quedó parado, inmóvil, escuchando el ruido que había abajo. Esperó alguna tos, el sonido de las llaves o un repiqueteo de tacones. Escuchó unos pasos en

los pasillos inferiores, nuevamente el silencio y después una puerta que se abría y al instante se cerraba. Sin saber por qué comprobó que la luz de la escalera se apagaba sin que nadie volviese a encenderla. A oscuras caminó hasta el ascensor y se sorprendió por verlo en su rellano. Pensó qué vecino lo habría utilizado el último y a qué hora. Era poco probable que hubiese sido la señora del A, pues se acostaba muy temprano, los del C era imposible ya que se habían marchado a ver la jura de bandera de uno de sus hijos y en el piso D no vivía nadie. Miró otra vez al fondo de la escalera, entró con rapidez en su casa y cerró la puerta con llave. Se quedó nuevamente parado en el recibidor, apretando su libreta con el sobaco y aguantando la respiración de forma involuntaria. Se dirigió hacia el comedor y desde allí, sin encender ninguna luz, observó los objetos decorativos que se alineaban encima del televisor. Apoyado junto a la única ventana de la sala, separó cuatro dedos la cortina y vio la calle desierta, con el asfalto aún mojado por la lluvia. Bajó la persiana hasta abajo, sin dejar la más mínima rendija. Después juntó quince o veinte revistas que había dispersas por las habitaciones de la casa, cogió unas tijeras de la cocina y un paquete de folios del escritorio, encendió el tocadiscos y puso en un tono casi inaudible La cançó del cansat de Ovidi Montllor. Ahí empezaron esos dos célebres días que luego han sido reconstruidos milimétricamente, casi minuto por minuto, en los que Ramon Argenté no tuvo el más mínimo cuidado en borrar pista alguna de su implicación en los hechos. Sin embargo, bastaba con verle en silencio delante del juez para comprender que ninguna de las acusaciones vertidas sobre su persona le afectaban lo más mínimo. No le

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avergonzaba el testimonio de la esposa del jefe diciendo que hacía mucho tiempo que su marido y ella no tenían ningún tipo de relación, que no se habían separado por respeto a los niños más pequeños pero que los mayores estaban totalmente enterados de lo que sucedía. No se inmutó ni siquiera cuando la señora explicó, avergonzada y mirando hacia el suelo, que se sintió culpable al enterarse de que su marido había estado durmiendo en el coche casi una semana cuando supo lo suyo con su cuñado y que no tenía valor de asistir los domingos a la Iglesia evangelista por lo que dirían el resto de feligreses. Tampoco cambió el semblante Ramon Argenté al ver en el estrado a su jefe ni al escuchar la voz quebrada de éste mientras contaba, atónito y resentido, que desde su nombramiento como director de la emisora Antena Escolar de Badia del Vallès había intentando convencer a los miembros más antiguos del equipo para que se quedaran pero que ninguno había aceptado alegando cuestiones personales, solo Ramonet, como le decían en la radio al acusado, con quien el trato cotidiano siempre fue, según palabras textuales del director de informativos, cordial y de respeto mutuo. Nada de todo el juicio parecía incidir en la moral de Ramon Argenté, ni los testimonios incriminatorios ni los diferentes discursos de los letrados; nada que no fuese la reconstrucción mental que el propio Ramon hacía de los hechos mientras iban pasando las horas en la sala de la vista oral; el modo en que se descubrió que había sido él quien meses antes envió a la chica de la emisora un ramo de rosas amarillas con una tarjeta de color también amarillo que decía: “Avalancha, ¿pretendes llevarme en tu caída? El gusto de la nada. CHARLES BAUDELAIRE”; el sentimiento de

ridiculez que ahora le suscitaba imaginar cómo ella habría extraído la carta del interior del sobre, con sus dedos alargados, como quien se saca un pelo de la boca; las bromas que seguramente en estos momentos estarían haciendo los técnicos de sonido de la mañana con las señoras de la limpieza respecto a la costumbre, ya famosa en la radio, que tenía Ramon de dejar post-its con palabras extrañas sobre los cd’s de Elvis; los chistes que circularían en el bar de Vicente a la hora del desayuno, alimentados posiblemente por alguna hoja de su libreta recuperada de la papelera como si fuese un trofeo comunitario. Fueron todas esas instantáneas que circulaban juntas a través de su imaginación, unidas a aquella en que se recordaba con las manos sucias de spray rojo, delante de la fachada del número veinte de la calle de Oporto, leyendo en la fachada la frase escrita con su propia letra ANTONIO MARÍN BLANCO, ACOSADOR, el motivo por el cual cuando el juez le hizo levantarse y le preguntó si quería decir algo en su favor, Ramon Argenté movió de un lado a otro la cabeza y el juez le dijo que dijese en voz alta y clara su posición y Ramon Argenté contestó no señoría, quiero decir que no tengo nada que decir en mi favor.

Calle de Oporto 1, 5. A. Badia del Vallès 25 de marzo de 2001 23.45 h A la atención del sr. Juan Carlos Onetti avenida América 76, 8. 1. 28017 Madrid

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Señor Onetti, Le envío esta carta como un gesto inconsciente pero imposible de controlar. Perdone pues, de entrada, mi atrevimiento, el cual puede achacarse al funesto cóctel que produce ser joven y apasionado de la escritura. No quisiera cansarle con vagos proyectos de gloria de los cuales carezco ni reclamarle consejo o ayuda alguna. Escribo para mi propio placer y dudo de que nunca permita a los demás leer todas las mentiras a través de las cuales robo horas al sueño y al trabajo. Sin embargo, de igual modo que rechazo cualquier vinculación con ciertos seres humanos del planeta creo firmemente en el compromiso con algunas palabras leídas y que parecen escritas para uno mismo, para decirle a la propia cara cosas que los espejos aún no son capaces de expresar. Por eso, porque tengo una deuda con usted que quiero ver saldada, le envío un conjunto de fragmentos inconexos de algo que debería convertirse en una novela si las fuerzas me lo permiten. El argumento de ese hipotético relato es prácticamente inexistente: un hombre recibe el encargo casi anónimo de traducir un manual de entomología y progresivamente, mientras avanza en esta tarea, va desordenando su existencia sin poder hacer nada al respecto. Circulan entonces por delante suyo una serie de personajes cuyas vidas son muchísimo más incomprensibles que las de los propios insectos que pueblan las páginas del libro que está traduciendo. También le adjunto el texto que usted escribió en Marcha el año 1939 y que fue el detonante que me armó de valor para enviarle esta carta. Saludos cordiales, Firmado: Daniel García Pérez

El fragmento "Durar frente a un tema, al fragmento de vida que hemos elegido como materia de nuestro trabajo, hasta extraer, de él o de nosotros, la esencia única y exacta. Durar frente a la vida, sosteniendo un estado de espíritu que nada tenga que ver con lo vano e inútil, lo fácil, las peñas literarias, los mutuos elogios, la hojarasca de mesa de café. Durar en una ciega, gozosa y absurda fe en el arte, como en una tarea sin sentido explicable, pero que debe ser aceptada virilmente, porque sí, como se acepta el destino. Todo lo demás es duración física, un poco fatigosa, virtud común a las tortugas, las encinas y los errores." La deuda Entre los sucesivos paisajes Fuentes se dedicó a seleccionar sólo aquellos que no pudieran ser recordados. Los más monótonos, sólo los mediocres: una ladera con puesta de sol, la casa junto al arroyo... Nada de presencia humana y menos animal. La oscuridad también estaba prohibida. —No es posible que no exista la pureza. Debe de estar esperándome en alguna parte, sino cómo podría buscarla. —Cosas más difíciles se vieron. Hoy, por ejemplo, un político francés se tiró al fondo de un río. No era el Sena pero dice Le Monde que todas las tardes de su infancia las pasó remando con su padre en ese mismo río. ¿Quién te dice que no lo encontraron flotando, también por la tarde, otros niños que esperaban el empujón del barquero de turno? Estos otros niños lo verían entonces acercarse lentamente, sonriendo con la última brisa, la más apacible. Y el tipo seguramente llevaría el mismo traje de la mañana en el despacho, la pluma seguiría prendida del chaleco y, sin embargo, él estaba con el vientre lleno de agua y flotando.

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A estas alturas todos sabían por qué Evelio se suicidó, dejando a Martina al frente del Rosanti. Sin embargo eso no bastaba, así que decidieron reunirse para seguir dándole vueltas a lo mismo de siempre. Desafiaron así el miedo; porque había mucho miedo a decir la única palabra que podía resumir todo lo sucedido, un pánico a conjurar los últimos tres años si se pronunciaban aquellas letras. Finalmente alguien, temerario o arrebatado por el coraje que aporta a veces el vino, rompió aquel silencio y dijo EPOPEYA. Fingió sentirse sucio y molesto con el desorden emocional que le envolvía, por lo que se marchó simulando, nuevamente y sin entusiasmo, unas cuantas zancadas que le hacían parecer algo más joven. Esta mañana crucé la calle donde se encuentra la casa de Fuentes. Pensé que podía haber sido más majestuosa, que tras leer la invitación había considerado que la casa debía ser enorme, muy luminosa. Ahora que me hallaba frente a la baranda, apoyando un hombro contra el número veinticinco, podía ser mucho más indulgente con el editor. Sacarlo del té servido por doncellas, de la atenta revisión de la clase de piano, de toda una decadencia que Fuentes se había encargado de cultivar y que yo me había obligado a hacer suya. Nada de esto servía ahora, sobre el número veinticinco. Nada del Fuentes pensado y tampoco nada del Fuentes por venir. Aun así había en todo ello una especie de pureza o acaso sería más conveniente llamarlo premonición, pues si iba a conocer por fin al editor y a su hija, mejor hacerlo de este modo, es decir, desconociéndoles. Tal vez sólo había una manera de avanzar por la casa con ventanas que jamás se abrirían, un solo modo de entrar en ellos, en los que allí vivían, en sus conversaciones, en sus silencios, en todas las

tristezas que le estuve imaginando al editor y que, éstas sí, eran lo único verdadero. Y sin embargo he sentido una inquietud antes de despegarme del veinticinco y llamar a la puerta. Una apática y ausente conciencia de que un horror llegaba justo ahora, filtrándose por entre la imagen de Fuentes, la simplona curiosidad por su hija, su altura, la forma de sus caderas y el color de los ojos. Miedo, creo, solamente a la degradación física; un temor a que también la mente desfalleciese, acompañase al cuerpo en su desfallecimiento. Luego entraría, no yo, un hombre que quiere salir de su agujero para meterse en otro distinto e igualmente incomprensible, sino un misterio hecho trizas, alguien que no supo mantener sus supersticiones quietas en algún lado de sí y se dedicó a enturbiarlas con la lenta e inexorable descompensación del pulso, con la blancura de la frente, el leve sudor encima del labio y las manos, siempre las manos sabiendo más de la desdicha de uno que uno mismo. Da lo mismo cerciorarse que fabricar un consejo, al final son sólo dos formas posibles de hacer el ridículo. Le habían hablado en el casino de unas peñas que estaban al norte del pueblo. Un lugar donde supuestamente se produjo algún combate local que ni siquiera podría considerarse como una guerra. Quizá sólo fue la discusión ampliada de dos hombres en torno a unos naipes lo que se convirtió en ese simulacro bélico. Pero lo cierto es que lejos de las salas de juego cerradas al público, entre los dos o tres promontorios y los raíles de las minas abandonadas se apostaron hombres que no pretendían matar a nadie y que sólo querían tener razón. Por ello esa disputa no aparece en los documentos de la época ni en ningún manual de historia, y porque en esta lucha no hubo ni un solo muerto se podría decir, al mismo

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tiempo y sin contradecirse, que nunca existió guerra alguna, que la guerra aún no ha comenzado o que también mañana volveremos a tener guerra. Ahora estaba en todas partes, con diferentes formas pero en todos sitios el mismo silencio. En el Pasaje San Jerónimo, en la estafeta de correos, en cualquier sitio de la ciudad. En todas y cada una de las parejas que se estaban besando contra la sombra de un muro ese silencio atroz que pasaba entre el alma de las cosas y de las gentes, llevándose todo consigo, llevándose todo lo que no fuese él mismo. Te miro. Miro la cara que tantas veces he imaginado. Estoy viendo tus ojos sin coraje ya, los pliegues de tu rostro, las facciones y los movimientos que un día quise comprender. No me das miedo; esto es lo que ahora importa. Puedo mirarte sin ver en ti nada más que un hombre, ni tan sólo eso: cuando te miro sólo veo una imagen y únicamente yo sé hasta qué punto esto es importante. Esta mañana he recordado la calle donde vivieron mis tías. En realidad el inicio del recuerdo no fue éste sino la cara de Irene. No vi casi nada, sólo un trazo difuso que me hizo recordar cómo se peinaba. Me pregunto si en verdad se trataba de una calle o era simplemente ella, mi infancia, a quien recordé. Además del inaudito encargo de la traducción estaba el reto de huir, la nostalgia por recobrar un afán cualquiera, nada perdurable. Sólo algo con lo que subir al tren y sentarse en el asiento indicado. Algo en lo que pensar mientras el tren se iba deslizando, monótono, sobre los raíles. Una retahíla que haría rimar con el traqueteo del tren, con el crujir de las frenadas. Porque este afán inconcreto, esta moderada voluptuosidad que el viaje había suscitado bastaban para

este hombre que se dirigía a Alcolea en busca de una dirección escrita en rojo. Un hombre que era poco más que esa ansiedad y el ruido de las vías.

Calle de Lugo 9, 2. D. Badia del Vallès 25 de marzo de 2001 23.45 h Cuando no estaba con Dani ella casi nunca salía a la calle. Hacía los recados de la casa, iba al instituto pero poco más. El resto del tiempo lo pasaba en su habitación, escuchando música y evaluando la maldad de su madre respecto a todos los hermanos excepto hacia el pequeño. Observaba la manera desaliñada de vestir de aquella mujer, sus tobillos hinchados y, sobre todo, las miradas que dirigía a sus hijos, el desprecio y la furia incontenible con la que les ponía el plato de comida en la mesa o les peinaba para ir al colegio. También miraba cómo le sobrecogía una especie de transfiguración en el rostro nada más escuchar las carreras del niño pequeño por la casa, el modo en que sufría viéndole chocar contra las puertas o escuchándole tartamudear cuando trataba de decir alguna frase sin sentido. Ella hacía todo esto y escuchaba música durante todo el día y también pensaba en alguna frase críptica de las muchas que solía decir Dani. Habitualmente, cuando estaban juntos, le era casi imposible pensar en nada y se abandonaba al sonido de las palabras de él y a sus propias sensaciones, pero cuando faltaban pocas horas para separarse se dedicaba a esperar algún pensamiento más o menos comprensible de él y se marchaba a casa dándole vueltas a éste, intentando

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buscarle algún sentido oculto a eso que eran sólo palabras dichas para fascinar. Luego, una vez en su habitación, abría una especie de diario que le había regalado su hermana, apuntaba ciertas palabras y miraba su propia letra en el papel, concentrándose sólo en la fisonomía de su escritura, en el modo de hacer las eles y las uves. Después encendía la radio o el cassette, transcribía fragmentos de canciones, los memorizaba y los cantaba con la luz apagada, apoyándose la almohada muy fuerte contra la boca, para no ser oída por nadie. Y casi siempre le venía a la mente un mismo trozo de canción que le daba vergüenza recordar porque el cantante era un tipo famoso por sus baladas sentimentales pero que, sin embargo, a ella le gustaba el trozo de esa canción que decía: “Lady Laura, abrázame fuerte; Lady Laura, y cuéntame un cuento; Lady Laura, un beso otra vez; Lady Laura. Lady Laura, abrázame fuerte; Lady Laura, hazme dormir; Lady Laura, un beso otra vez; Lady Laura.”

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