Bastaron quince horas de fuego para hacer cenizas nuestros huesos

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Cenizas nuestros huesos Josías

Cenizas nuestros huesos A la memoria de los 43 estudiantes de la Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa, víctimas de desaparición forzada, a quienes el gobierno les adeuda justicia

“Los pueblos a quienes no se hace justicia se la toman por sí mismos más tarde o más pronto”. Voltaire

Por Josías Bastaron quince horas de fuego para hacer cenizas nuestros huesos. Desde la orilla del río, entre el basurero, nuestra sangre clamó justicia, mientras los cuerpos ardían en llamas y una humareda enorme, como una torre que se erige de lamentos, marcó el preludio de la muerte. Los Guerreros nos prendieron fuego, ni siquiera esperaron a matarnos para aventarnos entre las llamas. Pude, aún confuso por mis gritos y los de tantas voces en ese holocausto, ver mis manos y los rostros de otros derretirse. Uno a uno caía de rondillas doblegados por la quemazón. Los vi desfigurarse, evaporarse como las hojas de papel cuando les lanzan un cerillo y al poco tiempo desaparecen. Dicen que nadie olió la sangre hervir, ni vio los restos humanos calcinarse. Además, llovía; Dios lloró de rabia aquella tarde. Yo, cuando supe que moriría, dejé a mis ojos volar como si fueran un ave recién nacida, para que huyeran hasta el monte a refugiarse y luego vieran dónde habían quedado nuestros restos. Poco a poco, se balancearon entre las ramas de los árboles y casi caían en la hojarasca, hasta que lograron levantar el vuelo y refugiarse de la tormenta. Cuando cesó el holocausto, ellos salieron a buscarme. Ahí supieron que, siendo nosotros polvo, nos regaron en bolsas y nos desperdigaron en el basurero. Miraron cómo nuestras cenizas se perdieron junto con los restos de otros difuntos a quienes habían aventado en fosas y, por ello, no tenían una tumba en la que sus deudos regaran sus lágrimas. Mis ojos, asustados, salieron de aquel poblado hasta toparse con el viento, quien, airado por el aroma a muerte, y la voz de la sangre que clamaba desde la tierra, azotaba su cabeza que resonaba como cadenas sobre las puertas durante la noche. 1

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Fue ahí que miraron una cascada de sangre cerca del río y, a lo lejos, a cientos de personas vestidas de negro cargar cruces sobre sus espaldas. —¿Quién eres? —, me preguntó el viento. —Unos ojos que sobrevivieron a la matanza—, respondí, lágrimas al suelo, impotente. —¿Y qué pasó con tu cuerpo, por qué viniste al monte a refugiarte? —Lo vi calcinarse. Vi como mis pies se derritieron antes de que pudiera correr. Sólo me quedaron estos ojos para ver y dejar por el mundo mi llanto. Apretaría de rabia los dientes si no se hubiesen hecho ceniza. —No decaigas —me dijo—. Las lágrimas que tú dejas pronto llegarán al rio y la gente, al beber la tristeza que hay en tus ojos, irá por el reino con una pena clavada en el pecho por tu ausencia. Mientras, yo llevaré a los pueblos tu historia, para que nadie olvide lo que un día fuiste. El viento sabía de mi anhelo de volver a lo más recóndito del reino, donde las casas arrodilladas paredes abajo, pues yo sabía que si lograba llevar las palabras que habían despertado a mi mente de su letargo, todos seríamos más que esclavitud y cadenas. Cuando dejé de sentir su presencia, recordé que yo, como el resto de los que ardimos en llamas, arrastro la pobreza desde el vientre: mi madre cuenta que cuando llegó el tiempo de parirme no encontró lugar para alumbrarme. Con los dolores insoportables, dobló sus rodillas y me dio a luz en la tierra que hoy me abraza. Ella misma me cortó el cordón y me hizo con él un nudo en el ombligo. Desde ahí me aferraba a la vida. Quién habría de decir que años después mi cuerpo volvería a ser recibido por la tierra, aunque mi madre trató de pelearle mis restos a sus entrañas, metiendo sus manos hasta lo más profundo, donde termina el feudo de los hombres. Agarraba en sus puños el polvo y la ceniza, las apretaba con rabia y luego acercaba sus ojos lagrimosos para tratar de reconocerme. Quién habría de decir que al nacer lavaron mi cuerpo con agua y al final me iría entre flamas de diésel y leña. 2

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De pronto sentí al viento acercarse hasta estar de nuevo frente a mis ojos. —¡No estás solo –me dijo- encontré a más sobrevivientes! —Pero, ¿quién pudo salvarse de esa lava y la nube de humo que ni siquiera las lágrimas del cielo lograron disipar? —Hay un grito que logró escapar y anda por todo el reino pidiendo justicia. También unas alas viejas con las plumas calcinadas, apenas levantan el vuelo, y dicen ser los sueños que aún no han muerto de los luchadores sociales. —Hay otros ojos en las palmas de un niño que los mira encantado, y en ellos ve futuro pese a los relatos de muerte. Tanto ha sido lo que vio en ellos, que ha decidido enfrentar al reino. Si tan solo, dice el pequeño, tantos pueblos no hubieran nacido ciegos. Él se ha llevado esos ojos para dar luz a su terruño. Yo no entendía cómo fue que llegamos a arder en fuego y ser ceniza, pero el viento me contó que desde hacía tiempo El Rey hizo alianza con Los Guerreros para que lo protegieran de la muerte, que sentía tan cerca, porque ella persigue la podredumbre de los corazones, y a cambio entregó su alma y la sangre de todos los habitantes de su pueblo, para que se saciara y derramara el resto sobre la tierra. Fue cuando apilaron cadáveres en decenas de carretas y los aventaron en fosas sin rezos, cruces ni lágrimas. Por eso a nosotros nos secuestraron, para dar como ofrenda nuestra sangre. Corríamos temerosos hasta que, cuando tropezamos por las calles, a todos nos aprehendieron. Después fuimos como reses en el matadero. Sé que ahora, tras habernos hecho cenizas, las protestas han llegado hasta las puertas del reino. Que la gente pide justicia por sus muertos, a quienes busca aún debajo de las piedras. Sé que hay quienes recorren las calles con la imagen de mi rostro junto con la de otros desaparecidos, y que el mismo Emperador mandó a sus súbditos decir que detendrá y castigará a todos los involucrados.

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Mis ojos lo vieron cuando salieron del bosque y volaron, solos, pero arrastrando una soledad tan grande como las llamas que se erigieron en aquel tiradero de desechos. Tras huir, mis ojos encontraron a ese grito y a esas alas que también eran perseguidas por el reino. Estábamos escondidos en las entrañas de la montaña, sin poder siquiera salir a buscar nuestros restos en el río. —¿Alguna vez sentiste tanta tristeza que quisiste sacártela del pecho? —, me preguntó el grito, que a veces, para pasar desapercibido, fingía ser una canción de protesta. —Sólo una vez, cuando supe que quemarían mi cuerpo. No pude entender cómo ni siquiera las bestias se hieren entre sí. Cómo la vida no es capaz de vencer a la muerte ni el amor de vencer al odio—, respondí, mientras regaba más lágrimas sobre la hierba. —A veces quisiera que estos ojos se hubieran calcinado para no haber visto tanta sangre correr y tanta carne derretirse hasta ser ceniza. —¡Calla! -dijo el grito-. No anheles nunca que tus ojos se encaminen rumbo a la muerte. Ellos podrán ser luz para los que siguen en tinieblas. —Si tan sólo esas alas que son sueños pudieran volver a elevarse, tan alto, hasta que todo el mundo pueda divisarlos, y llevaran este grito por todos los pueblos en forma de susurro o de verso, no importaría morir si en ellos viviéramos para siempre. Quise en ese momento volver a la vida, pero ninguno de los miembros de mi cuerpo me respondía, todos no eran más que tierra que arrastran las suelas de una nación convulsa. El grito y las alas también trataron de reanimarse, pero ni con todas sus fuerzas pudieron levantar un solo dedo de sus cuerpos muertos y quemados. Me ha dicho la tierra, sabia porque de ella surgieron y a ella vuelven todos los hombres, que cuando pasen los años nadie escuchará a mi sangre clamar justicia; que mi llanto se perderá entre las corrientes de agua. Dice que pronto dejarán de buscarme y no tendré siquiera un sepulcro para que descanse mi alma. El viento trata de animarme, que mis ojos no decaigan por sentirse inútiles y viejos. Cuenta que hace muchos siglos hubo alguien que, mientras se cubría el rostro con sus manos para

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esconder su tristeza, le dijo que algún día, no sabía cuándo ni en qué momento, toda lágrima sembrada segaría fruto. Mis ojos le contaron que una vez, mientras yo dormía y ellos estaban cerrados, soñaron que caminaba desnudo por la calle y el suelo se partía en dos pedazos. Entonces, desde las profundidades de la tierra, una mano me jalaba de los pies y empezaba a sentir el fuego en mis dedos. Yo gritaba tanto que reventaba mis tímpanos. Después empezaba a quemarme hasta ser ceniza. Ese fue, de todos mis sueños, el único que nunca quise que fuera realidad. Luego me entristecí de pensar que mi corazón era un puñado de polvo. El viento, viejo como él solo, cree que si tan solo todos los muertos sin mácula que estamos debajo de la tierra, con los huesos regados por todo el reino, pudiésemos levantarnos de las fosas y las bolsas de basura, para hacernos justicia; que si tan sólo alguien oyera mi voz e hiciera suyas mis palabras, el futuro no sería ceniza regada sobre la tierra. Yo sólo lloro. Después, disperso entre polvo y corrientes de agua, trato de unir todas mis partes para levantarme. Quería revivir también al resto cuya sangre ha sido ofrendada a la muerte, y enfrentar al Emperador, que finge llorar y hacer justicia por los nuestros. Deseaba enfrentarlo, pelear a puño limpio por mi vida que ya no me pertenece, pues me la arrebataron entre llamas, carbón y leña. Pero los años comenzaron a pesarme y el color a borrarse de mis ojos, que ya únicamente vivían de mis recuerdos. Entonces opté por refugiarme en las alas y no dejar nunca de clamar justicia. Mas poco a poco envejecí. Me acerqué a la tierra y le entregué los vestigios que quedaban de lo que algún día fui. Ella, misericordiosa por mi pasado, me convirtió en una semilla que sembró en un huerto donde también florecían orquídeas y lirios entre los abrojos. Ya había pasado tanto que nadie marchaba en mi nombre ni caminaba por las calles con la imagen de mi rostro rojo y deteriorado. Parecía que había quedado en el olvido. Dice la tierra que si algún día crezco y alguien come de mi fruto, en su alma volveré a vivir para siempre y, entonces, nunca más volveré a ser ceniza estéril regada sobre la tierra.

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