Bécquer en sus narraciones fantásticas

Russell P. Sebold Bécquer en sus narraciones fantásticas Índice Bécquer en sus narraciones fantásticas Capítulo I La poética fantástica becqueriana

1 downloads 52 Views 3MB Size

Recommend Stories


HEINRICH VON KLEIST. Narraciones
HEINRICH VON KLEIST Narraciones Contiene: Michael Kohlhaas El terremoto en Chile La mendiga de Locarno La Marquesa de O… Santa Cecilia o el poder de

NARRACIONES TRANSMEDIA DE NO FICCIÓN
DEPARTAMENTO DE FILOLOGÍA, COMUNICACIÓN Y DOCUMENTACIÓN NARRACIONES TRANSMEDIA DE NO FICCIÓN EL CASO DE KONY 2012 TESIS DOCTORAL D. SERGIO GARCÍA G

Story Transcript

Russell P. Sebold

Bécquer en sus narraciones fantásticas

Índice Bécquer en sus narraciones fantásticas Capítulo I La poética fantástica becqueriana Capítulo II El folklorista en las leyendas Capítulo III Las leyendas con introducción Capítulo IV El auditorio interior y el «casi creer» I. La dinámica del grupo II. Subversión de la realidad y reacción individual III. La reacción individual en tres leyendas cristianas IV. La reacción individual en cinco parejas de leyendas Capítulo V Realismo y fantasía: Los personajes I. Consideraciones preliminares II. Los personajes Capítulo VI Realismo y fantasía: El miedo Capítulo VII Perspectiva y fe en la leyenda individual I. El misterio que envuelve a esa criatura: «Los ojos verdes»

II. El mal enemigo y las imaginaciones débiles: «Maese Pérez el organista» III. Pentagramas, cajas chinas y locura: «El Miserere» IV. Entre pajes y juglares: «La promesa» Apéndice Carta de Samuel G. Armistead sobre las fuentes del «Romance de la mano muerta»

Yo también creo en todo: En todo... lo que deseo creer. [...] desnúdate del temor como de una vestidura grosera, y osa traspasar los umbrales de lo desconocido. Gustavo Adolfo BÉCQUER, «El gnomo» (1863).

Nothing visible, nothing audible, had given her any intelligible warning of its appearance. Silently and suddenly, the head had taken its place above her. No supernatural change had passed over the room, or was perceptible in it now. [...] the broad window opposite the foot of the bed, with the black night beyond it; the candle burning on the table -these, and all other objects in the room, remained unaltered. One object more, unutterably horrid, had been added to the rest. That was the only change- no more, no less. Wilkie COLLINS, The Haunted Hotel (1879), cap. XXII.

His houses are haunted houses, his woods enchanted woods; and he makes them so real that reality itself cannot sustain the comparison. George BERNARD SHAW, «Edgar Allan Poe», The Nation, 16 enero 1909.

Aventuraba hipótesis sobre los extraños acontecimientos y sentía una morbosa preferencia por las soluciones fantásticas. Podríamos decir que era una preferencia subconsciente, ya que, de manera oficial, se veía obligado a defender puntos de vista racionalistas, muy de acuerdo con la ciencia que profesaba y con la opinión de sus sabios colegas. Juan PERUCHO, Las historias naturales (1960), Segunda parte, cap. V.

Prefacio

Gustavo Adolfo Bécquer es un artista tan consumado en el relato fantástico, que su afán de buscar efectos nuevos en la esfera de lo sobrenatural se extiende más allá de la creacional análisis del proceso creativo; y no conozco a ningún escritor del género fantástico (Cazotte, Hoffmann, Nodier, Poe, Balzac, Nerval, Gautier, Mérimée, Alarcón, Zorrilla, etc.) que se preocupe más que el sevillano por el deslinde teórico de lo maravilloso, o sea, por lo que hoy suele llamarse su poética. Por lo tanto, para la comprensión del arte de las Leyendas, lo primero que habría que hacer es establecer en términos claros el concepto becqueriano de la poética de lo fantástico, basándonos en las más importantes reflexiones autocríticas de Gustavo sobre sus cuentos sobrenaturales. Mas, antes de proceder a esto, hace falta aclarar el sentido del término poética, porque se utiliza en forma muy incorrecta en cierta área de la actual investigación sobre la literatura fantástica. Si pensamos en el sentido etimológico de poética, así como en el que tiene en la larga tradición crítica occidental, las observaciones del propio Bécquer sobre el devenir de sus cuentos individuales tienen mayor derecho a designarse así, que lo que, por ejemplo, hace ahora sobre la literatura fantástica el llamado poéticien Tzvetan Todorov; pues, por declaración propia, éste no se interesa sino por inventariar, en grandes bloques de relatos fantásticos, pertenecientes a todas las literaturas, series de rasgos exteriores que sean comunes a todos los cuentos que representen unas subclasificaciones, variantes o tipos determinados del género: quiere decirse que él se dedica a la tipología. Penetrar la superficie de la narración individual, según Todorov, revelará miríadas de inesperados fenómenos únicos que no parezcan responder a ninguna fórmula, y cualquier intento de interpretar éstos llevará a un resultado mucho menos «científico» que el que se consigue con la catalogación de los paralelos exteriores entre numerosos relatos1. Ahora bien: no solamente no tiene tal planteamiento nada que ver con la poética o hechura de los cuentos, puesto que los escritores «hacen», crean, las obras individuales, no los tipos -y poética ha significado siempre descripción o análisis de la poiesis, «hechura, proceso creativo»-; sino que al limitarnos a la consideración de las características genéricas o exteriores de la prosa fantástica -su silueta-, tenemos que satisfacernos con una forma muy pobre, muy primitiva, neocartesiana, de «ciencia» literaria; porque se trata, en efecto, de una visión «científica» semejante a la de Descartes, en cuyo mundo espectral no existían con certeza más que el pensamiento, la medida y la luz. ¿Y para qué, hoy día, hemos de sacrificar dos o tres centurias de evolución intelectual durante las cuales, merced al influjo de Bacon,

Locke, Newton, el empirismo, el sensacionismo, la óptica, etc., tanto la literatura como la ciencia han venido acercándose cada vez más a la aprehensión exacta de la unicidad del individuo? Es más: pregúntese a cualquier lector vulgar en qué consiste para él el exquisito terror del cuento de terror, y responderá que en sus inesperados fenómenos únicos, siempre diferentes y por ende fuente perenne por la constancia en la multiplicidad de nuevos goces terroríficos. En la literatura fantástica decimonónica intervienen por todos lados los espectros, eso sí, pero éstos no tienen nada de espectral en el sentido cartesiano, porque su manifestación, lo mismo que todo su entorno físico-humano, suelen acompañarse por la más rica variedad de detalles sensoriales -participan del abigarramiento típico del realismo del siglo XIX-, y es absurdo, a estas alturas, acercarse a tal plétora de idiosincrasias visuales, auditivas, olfativas, gustativas, táctiles, fantasmagóricas, armado a lo Descartes tan sólo de ideas preconcebidas. Lo cierto es que semejante táctica no sirve en absoluto para estudiar a un escritor como Bécquer, en quien la creación arranca siempre de la inagotable potencia fecundante de la loca sensación en contacto con el mundo material, y en quien el proceso creativo se realiza por la más libre asociación de las percepciones sensoriales a lo Locke, escribiéndose un fuerte acento sobre la viveza de lo individual. Dice Jacques Barzun que el oficio del crítico de la literatura fantástica «no es sustituir la experiencia por las fórmulas, sino sencillamente señalar aspectos de las obras de calidad que, si se medita sobre ellos, tal vez expliquen y encarezcan el placer del lector»2. Y como la experiencia no aprehende sino lo individual, volvemos con la opinión de este apreciable ensayista a la importancia para el relato fantástico de esos fenómenos únicos que percibimos con los cinco sentidos. La unicidad de la obra maestra y la combinación original de técnicas de donde procede esa unicidad son para la crítica mucho más difíciles de captar de lo que son el tipo y esas técnicas que son la propiedad común de todos los cultivadores de un género determinado, mas no por la dificultad hemos de renunciar al intento, sobre todo teniendo a nuestro lado un guía tan generoso, imaginativo y sesudo como el propio Gustavo. Resulta iluminativo notar que para Bécquer la vivencia de lo individual, a la par que era la pauta de lo fantástico en la composición de sus narraciones, lo era también en su vida cotidiana, pues en la casa que compartían el poeta, su hermano -el pintor Valeriano- y los hijos de ambos, se vivía a diario la ficción fantástica, y esa experiencia se ajustaba de modo siempre diferente a lo individual y lo único: tácticas de narradores individuales, reacciones de oyentes individuales, episodios únicos que suscitaban indefectiblemente la curiosidad. La sobrina de Gustavo, Julia, recuerda con nostalgia cuántas largas horas se llenaban contando cuentos fantásticos en casa durante su niñez. Apunta Julia que era un convidado constante «a nuestra mesa» el poeta y arqueólogo Juan de la Puerta Vizcaíno, quien «se engolfaba en contarles [a los hermanos Bécquer] cuentos fantásticos de descubrimientos hechos por él en sepulcros antiguos, cuentos que mi padre no creía, y así se lo decía luego a Gustavo»3. De donde se desprende que este último se inclinaba algo más que Valeriano a prestar cierta fe a las asombrosas palabras del

arqueólogo, y esto era natural, porque el más férvido relator de cuentos espantosos que había en esa casa era el mismísimo tío de Julia. En las noches de invierno, hasta la hora de la cena, Gustavo para entretenernos al calor de la chimenea, nos contaba cuentos fantásticos de brujas y encantadores que no tenían fin, pues cada noche nos relataba una parte4.

También quería citar estas modestas reminiscencias de una niña envejecida porque en ellas, no obstante lo poco académico de su tono o tal vez merced a ello, se encuentra reflejada otra verdad esencial de la creación literaria, quiero decir, el hecho de que la forma de la obra -lo que es más original en ella, aquello de que es responsable el singular talento del genio y por lo que solamente puede ser medido tal talento- estriba en lo individual, lo único. Aquel fantástico cuento de nunca acabar que Gustavo refería a sus chiquillos y los de Valeriano dependía para su emocionante expectación de ese sorprendente serpenteo episódico producido por la aparición cada noche de personajes nuevos y por la combinación diferente cada noche de los hilos de la acción, a cual más inesperados, a cual más únicos. Los patrones generales que pueden tomar los relatos fantásticos, es decir, los tipos, son como la materia o la potencia en la física aristotélica: no tienen realidad hasta que se unen a la forma o el acto, que en un mismo punto realiza e individualiza esas posibilidades de existencia. Es curioso observar cómo coinciden la experiencia de una niña aficionada a los cuentos de brujas y la doctrina del Estagirita, quien aún después de dos milenios por lo menos a los estudiosos de la literatura puede acaso enseñarnos algo valioso; y así en las páginas que siguen he procurado concentrarme en el acto creativo de Bécquer y en lo que sus narraciones de terror tienen de original, de único -de forma original y única-, en lugar de hacer una nueva catalogación de esos rasgos generales de la literatura fantástica que más o menos fortuitamente se hallan presentes en las Leyendas becquerianas, lo mismo que en los relatos sobrenaturales de algunos otros escritores. Pues es precisamente la atención desmesurada que la tipología y otras corrientes críticas dedican actualmente a la temática, los grupos temáticos y las lecturas ideológicas, lo que tiende a dejar desamparado el estudio de la forma, que, no solamente para las obras individuales de la literatura fantástica sino para las de todos los géneros literarios, es el elemento que más fielmente refleja el acto creativo del artista literario. No hace muchos años decíamos que no servían los estudios fuentísticos porque reducían lo genial de las obras maestras a unos cuantos paralelos superficiales con obras anteriores, que, por añadidura, eran frecuentemente de calidad inferior. Pues bien, yo no veo la diferencia entre reducir lo genial a paralelos superficiales con obras de épocas pretéritas y reducirlo a paralelos similares con obras contemporáneas tampoco muchas veces de la misma distinción artística, que es lo que hace la tipología. Desde luego, la mente humana funciona de tal modo, que es imposible prescindir en absoluto de conceptos generales, aun al considerar

la individualidad, la unicidad y la originalidad; mas en este libro, siempre que era posible, he intentado tomar las ideas generales que hacían falta de los escritos del mismo Bécquer. El presente volumen tiene dos novedades: es el primer libro dedicado en su totalidad al estudio del elemento fantástico en las Leyendas de Bécquer; y es a la vez el primer estudio de este aspecto de las narraciones becquerianas realizado de acuerdo con el pensamiento crítico del propio autor sobre el género sobrenatural (de ahí uno de varios sentidos del título de este trabajo que se revelarán a lo largo de sus páginas). Me precede Antonio Risco en el estudio de lo fantástico en la prosa narrativa de Gustavo, en un capítulo (pp. 54-149) de su libro Literatura y fantasía, Madrid, Taurus Ediciones, 1982, que es el más valioso estudio global que tenemos sobre el género fantástico en la literatura española (abarca desde los antecesores de Bécquer hasta los escritores de la posguerra de nuestro siglo). Risco sí recurre con frecuencia a los métodos de Todorov y otros críticos de la misma escuela, pero en el libro de este admirado colega, precisamente por ser de enfoque global, no les encuentro a tales métodos las mismas objeciones que tendrían para mí en cualquier libro que como el mío se concentrara en la obra de un escritor individual; las desventajas que pueden tener en un estudio general las supera la notable agudeza filosófica y crítica del ya mencionado profesor español. Existe asimismo una edición selectiva de las Leyendas, preparada por Joan Estruch, bajo el título Relatos de terror y de misterio, colección Rutas, Barcelona, Editorial Fontamara, 1982, 1985 (2.ª ed.), en la que la intención es destacar esas narraciones becquerianas que son de índole fantástica (aunque no todas éstas están incluidas), y en cuyo prólogo de catorce páginas el editor se guía por Todorov así como por Risco5. Quería mencionar estos libros, porque me parece alentador el hecho de que la crítica empieza por fin a ocuparse de lo fantástico en las Leyendas de Bécquer, pues se trata justamente del sine qua non de estas obras: sin la intervención de lo sobrenatural y terrorífico, en fin, de lo fantástico, las Leyendas de Bécquer jamás habrían sido las Leyendas de Bécquer. Y este hecho fundamental no habría que perderlo de vista, por mucho que nos parezca ahora más importante el modo becqueriano de lo fantástico, que la mera clasificación genérica de las Leyendas como narraciones fantásticas; porque antes de la década de 1980 no habían despertado interés ni una cosa ni otra. El hecho de que estamos todavía en los comienzos de la investigación de lo fantástico en Bécquer, es a la vez, creo yo, lo que para todos los lectores, pero especialmente para el lector general, da valor al método que seguiremos en el presente libro; porque guiándonos por las ideas del propio Bécquer sobre el género estudiado, nuestra apreciación tendrá mayores probabilidades de ser fiel a la realidad artística de las Leyendas. En cualquier caso, estando nuestras reflexiones doblemente iluminadas por Bécquer, por su credo y por su praxis, estaremos más directamente en contacto con él en ese momento íntimo del acto creativo; y además, podremos así evitar la terminología abstrusa de la actual crítica de los géneros narrativos, la cual es tan ajena al espíritu del sencillo y luminoso estilo de Gustavo. RUSSELL P. SEBOLD.

Universidad de Pensilvania. Filadelfia. 30 de noviembre de 1987.

Capítulo I La poética fantástica becqueriana

Para toda la obra de Bécquer, pero especialmente la fantástica, es de suma importancia esa nueva atención de la literatura a las infinitas facetas de la realidad que se va produciendo a partir del siglo XVIII merced a la influencia de la epistemología sensacionista. A esto aludimos ya en el Prefacio, y ello se ilustra en el pensamiento crítico del mismo Bécquer por dos trozos que nos darán un marco para el desarrollo del tema de este capítulo. El primer trozo viene de las Cartas literarias a una mujer (1860-1861): -«¿Qué es la poesía?... ¡La poesía... la poesía eres tú!»-, y así parece referirse más directamente al proceso creativo de Gustavo en relación con las Rimas; pero, cuando lo comparemos con el otro trozo, tomado de las cartas Desde mi celda (1864), obra ensayística más estrechamente relacionada con las Leyendas por su contenido y su forma, se verá que en ninguno de estos dos pasajes distingue Bécquer entre los géneros al señalar el importante papel fecundante de la sensación en la concepción literaria. Siendo, pues, válidos ambos trozos autocríticos para el presente propósito, veamos el primero, de 1860-1861: ... cuando siento no escribo. Guardo, sí, en mi cerebro escritas, como en un libro misterioso, las impresiones que han dejado en él su huella al pasar; estas ligeras y ardientes hijas de la sensación duermen allí agrupadas en el fondo de mi memoria hasta el instante en que, puro, tranquilo, sereno y revestido, por decirlo así, de un poder sobrenatural, mi espíritu las evoca, y tienden sus alas transparentes, que bullen con un zumbido extraño y cruzan otra vez a mis ojos como en una visión luminosa y magnífica6.

La segunda reflexión becqueriana sobre la sensación, de 1864, está tan en armonía con la precedente, que a nadie habría sorprendido hallar las dos en una sola obra. En esos instantes rapidísimos, en que la sensación fecunda a la inteligencia y allá en el fondo del cerebro tiene lugar la misteriosa concepción de los pensamientos que han de surgir algún día evocados por la memoria, nada se piensa, nada se razona, los sentidos todos parecen ocupados en recibir y guardar la impresión que analizarán más tarde.

(OC, 531; las cursivas son mías)

Percibir con los sentidos datos relativos a nuestro mundo físico-humano, guardar estas ideas sencillas en la memoria, y más tarde, en diferentes momentos, asociarlas en combinaciones nuevas para derivar de ellas ideas más complejas, todo esto es puro Locke. Sin embargo, lo más importante de los pasajes generales que hemos mirado es que ya por ellos se nos descubre cómo se empiezan a elaborar los dos elementos fundamentales del cuento fantástico becqueriano: quiero decir, la acción sobrenatural y la ambientación realista. En la medida en que los datos de la experiencia almacenados en la memoria del escritor se reproducen más o menos fielmente al evocarse, tenemos la base para medios realistas y ciertos personajes realistas -«fotografías escritas», al decir del contemporáneo de Bécquer, Juan Cortada7-. En cambio, otras sensaciones, en lugar meramente de proporcionar datos que serán almacenados en su forma primera, fecundan a la inteligencia, produciéndose una «misteriosa concepción», y de esa unión nacen unas ardientes y aladas criaturas que bullen con un zumbido extraño; y de allí arranca el proceso que llevará a la creación de personajes fantásticos y los sucesos sobrenaturales que éstos hacen posibles. El lector recordará también a «los extravagantes hijos de mi fantasía» (OC, 39) que importunan a Bécquer en su «Introducción sinfónica», que citaré más tarde. Si hubiéramos de extender el paralelo con Locke, diríamos, con la terminología de éste, que los ambientes y personajes realistas proceden de «ideas sencillas», y al contrario, los sucesos y personajes sobrenaturales, de «ideas complejas». Volveré sobre el tema de la sensación en el presente capítulo, así como en otros, por ejemplo, el IV, y veremos otros testimonios que confirman lo desprendido de los ya examinados; pero por de pronto es indispensable identificar los restantes escritos autocríticos de Bécquer que nos servirán para completar el análisis de su poética de lo fantástico, y a la vez habrá que delimitar el corpus de las narraciones fantásticas propiamente dichas dentro del conjunto de esos cuentos becquerianos que suelen designarse como Leyendas, porque algunos de éstos tendrán forzosamente que excluirse de cualquier estudio riguroso de lo fantástico en la prosa de Gustavo. Además de Desde mi celda, otras tres obras en las que Bécquer diserta sobre la poética de sus Leyendas son la narración o boceto «Tres fechas» (1862) y las supuestas leyendas «El rayo de luna» (1862) y «La voz del silencio» (escrita en 1862, publicada póstumamente). Digo supuestas, porque a diferencia de la mayoría de las Leyendas, éstas no tienen en realidad nada de narración fantástica: en la primera, no interviene ninguna fuerza sobrenatural, sino que todo cuanto sucede se explica por una causa natural, la locura de Manrique; y en la segunda, mero apunte para una posible leyenda, el narrador no hace más que medio asociar una voz como suspiro que tiene la impresión de haber oído por una calle de Toledo con la creencia popular toledana de que «todas las noches un fantasma blanco con formas de mujer vaga por el ruinoso caserón» sito en

la misma calle en que posiblemente se oyó esa tenue voz (OC, 215). Al mismo tiempo, en todas las narraciones fantásticas propiamente dichas se hallan interpoladas reflexiones sobre la técnica, y a éstas recurriré con frecuencia en los capítulos posteriores. En la Historia de los templos de España existen algunos antecedentes de las Leyendas8; pero son, con alguna excepción que sí citaré, antecedentes de tema más bien que de técnica, y por lo demás, representan una época en la que Bécquer todavía no había emprendido la composición de las Leyendas. Así son menos iluminativos para el arte de este género que las páginas autocríticas mencionadas anteriormente. (La Historia de los templos de España se publica en 1857, y la primera de las leyendas fantásticas en el sentido estricto, «La cruz del diablo», se estampa en una obra periódica en 1860.) De los diecisiete (Rubén Benítez) o dieciocho (Aguilar) relatos becquerianos clasificados como leyendas en las más respetadas ediciones modernas9, ya hemos dado razones para excluir dos de nuestro estudio de lo fantástico en la prosa narrativa de Gustavo: «El rayo de luna» y «La voz del silencio». Por razones algo diferentes también excluiré de nuestro campo de consideración «El caudillo de las manos rojas», que Rubén Benítez y la Editorial Aguilar clasifican como leyenda; y de la lista de Aguilar eliminaré «La Creación», que Benítez tiene mucha razón en caracterizar como apólogo. Según la definición usual de lo fantástico, se trata de un elemento sobrenatural que irrumpe con tanta fuerza en nuestro mundo de experiencia cotidiana, que casi somos llevados a aceptarlo como posible10; pero en el mundo oriental de «El caudillo de las manos rojas» (1858) y «La Creación» (1861) no sólo es sobrenatural todo cuanto sucede, sino que también lo es todo el marco de la acción, por lo cual en estos cuentos lo sobrenatural viene a ser lo normal, y así es casi como si no hubiera nada fuera de lo común. Además, la primera de estas narraciones tiene en el fondo tanto de apólogo o alegoría como la segunda. En fin, las catorce leyendas -relatos fantásticos en el sentido indicado en el párrafo anterior- cuya poiesis vamos a estudiar, son: «La cruz del diablo» (1860), «La ajorca de oro» (1861), «El monte de las Ánimas» (1861), «Los ojos verdes» (1861), «Maese Pérez el organista» (1861), «Creed en Dios» (1862), «El miserere» (1862), «El Cristo de la Calavera» (1862), «El gnomo» (1863), «La cueva de la Mora» (1863), «La promesa» (1863), «La corza blanca» (1863), «El beso» (1863) y «La rosa de Pasión» (1864), publicadas la primera en La Crónica de Ambos Mundos, la mayoría en El Contemporáneo, y cuatro de las de 1863 en La América. Para el mejor entendimiento de lo que sigue, el lector deberá tener siempre presente que los textos autocríticos mencionados más arriba son todos rigurosamente contemporáneos de estas catorce narraciones, y así para su autor los unos y las otras tienen un común marco de referencia y responden a una actitud artística que es en conjunto la misma. Nótese, en este sentido, su concentración cronológica: ni antes de 1860 ni después de 1864 hay leyendas fantásticas del tipo estudiado aquí; y la primera de las obras autocríticas que hemos citado empieza a estamparse en 1860, y la última es de 1864. Los aspectos específicos de su poética de lo fantástico sobre los cuales Bécquer medita en «Tres fechas», «El rayo de luna», «La voz del silencio» y Desde mi celda, son: 1) el «casi creer», o sea, la contradictoria

reacción personal del lector, del personaje, del autor ante el prodigio; 2) la invención o fabulación fantástica; 3) la ambientación realista; 4) la dialéctica entre la realidad natural y la sobrenatural; la postura de folklorista del narrador; 6) la situación narrativa, y 7) la receptividad del narrador, de los personajes y del lector para el material fantástico. Quisiera insistir en el hecho de que estos siete artículos de la poética fantástica becqueriana tienen todos, en el fondo, la misma finalidad la verosimilitud, la consecución de que el lector acepte la sobrenatural como efectivo, y he aquí el hilo principal que seguiremos a lo largo de esta investigación. Ahora, guiándome por los textos de Bécquer, explicaré los siete puntos que quedan enumerados, indicando el primero de los párrafos dedicados a cada uno con el correspondiente número arábigo y epígrafe: 1. El «casi creer»: Uno de los principales componentes del relato fantástico en la mayoría de sus manifestaciones modernas es el asombro u horror de los personajes y lectores escépticos al sentirse llevados a prestar fe a sucesos cuya maravillosa índole está en contradicción con cualquier concepto convencional de la posibilidad física natural. Tal inclinación a creer en lo increíble, tambaleo al borde del abismo de la aceptación, es el modo más eficaz de simular para el lector sofisticado la profundidad del miedo del ingenuo ante lo sobrenatural. Todos los estudiosos del género subrayan la importancia de esta táctica: H. P. Lovecraft (1927, 1945) la llama la «media persuasión»; Castex (1951), en el pasaje citado en la nota 5 de este capítulo, se refiere a la «conciencia enloquecida» del personaje; como fórmula para representar esta tentación de creer en lo imposible; Todorov (19 70) toma unas palabras del novelista Jan Potocki, en Un manuscrito encontrado en Zaragoza: «Casi vine a creerlo», e insiste en la importancia, en este aspecto, de la vacilación ante lo desconocido; Irène Bessière (1974) utiliza los términos polivalencia y ambigüedad y habla de «la constante tentación de unirse al orden superior», esto es, al orden fantástico; Louis Vax (1979), al definir lo fantástico, dedica diez páginas a «la ambigüedad fantástica»; y Jacques Firmé (1980) ve en el género fantástico una ininterrumpida «lucha entre la tentación de lo sobrenatural y la voluntad de lo cotidiano»11. Esta disposición a medio creer la analiza Bécquer en forma muy moderna y completa en Desde mi celda, empezando con esa «sensación de penoso malestar, que vulgarmente podría llamarse preludio de miedo» (OC, 561), según dice al describir su propia subida por una azarosa senda hacia un precipicio desde el que había caído una famosa bruja de Trasmoz llamada «tía Casca». Diez páginas más abajo, refiriéndose todavía a la espantosa historia de esa pobre vieja, la cual le fue contada por un pastor entre Litago y Trasmoz, Bécquer escribe unas líneas en las que no sólo se anticipa a las ideas de los críticos de nuestro siglo sobre el encuentro del escéptico con lo fantástico, sino que utiliza ya los mismísimos términos que hemos visto hace un momento en el libro de Todorov: ... sentí una impresión angustiosa, mis cabellos se erizaron involuntariamente y la razón, dominada por la fantasía, a la que todo ayudaba, la hora y el silencio de la noche, vaciló un punto, y casi creí que las absurdas consejas de las brujerías y los maleficios pudieran ser posibles.

(OC, 570-571; las cursivas son mías)

Pero me parece útil reiterar que la fórmula de Todorov con la que Bécquer coincide no fue forjada por este crítico estructuralista, sino que él la tomó de una obra de creación publicada en la centuria que nos concierne aquí. De la reminiscencia autobiográfica becqueriana que acabamos de repasar, se deduce al mismo tiempo que no se asegura la verosimilitud de lo sobrenatural en las narraciones fantásticas, sin que el autor posea tanta aptitud para el «casi creer» como los personajes y los lectores. Tampoco deja Gustavo de señalar, en este singular trozo, la importancia para la «media persuasión» de las circunstancias ambientales en las que sucede, se cuenta, se escucha o se lee lo fantástico, y seguiré insistiendo en esto. Por ejemplo, sobre el escenario en el que se le ha contado otra conseja de brujerías de Trasmoz, Bécquer escribe: «hay aquí, en cuanto a uno le rodea, un no sé qué agreste, misterioso y grande que impresiona profundamente el ánimo y lo predispone a creer en lo sobrenatural» (OC, 600). Mas la importancia del ambiente como condición para la creencia en lo sobrenatural tiene acaso su ilustración más elocuente en el siguiente relato de un contemporáneo norteamericano de Bécquer, también periodista como éste: «The Suitable Surroundings» («Las circunstancias adecuadas»), de Ambrose Bierce (1842-1913), el cual viene a ser una alegoría de este punto de la poética fantástica. En dicho cuento de Bierce, Colston le dice a su amigo Marsh que tiene una obra manuscrita que éste sería bastante valiente para leer en el tranvía, pero demasiado cobarde para hacerlo a solas de noche en una casa abandonada en medio del bosque, porque de hacerlo así, se moriría de miedo. Marsh acepta el desafío, y la lectura en las circunstancias adecuadas le mata. Volvamos a las páginas de Gustavo, pues quedan otras referencias muy iluminativas sobre la atormentadora ambigüedad de lo fantástico para escritores, lectores y oyentes, y alguna de ellas se acompañará todavía por curiosos pormenores sobre el marco narrativo. La criada de Bécquer en el monasterio de Veruela, donde vive durante una convalecencia, ofrece contarle la historia de las brujas de Trasmoz, y entusiasmándose el autor de Desde mi celda, él la anima a ello: «-Pues, vaya, deja ese candil en el suelo, acerca una silla y refiéreme esa historia, que yo me parezco a los niños en mi afición a oírlas» (OC, 573). Tampoco hay que olvidar que las investigaciones folklóricas que Gustavo describe en Desde mi celda se han realizado en una tierra donde todavía se cree en las brujas, y de ahí el siguiente apunte en el que se puede apreciar de nuevo la fuerte tendencia becqueriana a la creencia estética, por buscarle todavía otro nombre al fenómeno que estamos caracterizando: «De mí puedo asegurarles -dice hablando con los destinatarios de sus cartas- en Madrid que no he podido ver a la actual bruja sin sentir un estremecimiento involuntario» (OC, 600). La primera vez que Bécquer expresa su curiosidad por saber la historia de la tía Casca, la reacción de su sirvienta revela cómo ella misma fue

afectada cuando se la contaron. «No pueden ustedes figurarse la cara que ha puesto al oír el nombre de la bruja -escribe Gustavo-, ni la expresión de medrosa inquietud con que ha vuelto la vista a su alrededor, procurando iluminar con el candil los rincones oscuros de la celda antes de responderme» (OC, 571). Precisamente éste es el efecto que todo autor de relatos fantásticos quiere estimular en sus lectores, y Bécquer sabe exactamente qué recursos literarios hay que reunir para lograrlo porque él mismo ha sentido esa medrosa fascinación, seguramente en incontables ocasiones. Voy a adelantarme a nuestro análisis de las Leyendas para ilustrar esto. Sobre la leyenda «El monte de las Ánimas», Gustavo confiesa en sus líneas preliminares: «... la he escrito volviendo algunas veces la cabeza con miedo cuando sentía crujir los cristales de mi balcón, estremecidos por el aire frío de la noche» (OC, 123). Evidentemente, el relator de cuentos acerca de lo sobrenatural se inspira en parte en su propia experiencia de horrorizado oyente o lector de narraciones fantásticas. La marcada semejanza de postura entre narrador y lector (u oyente) en el proceso literario fantástico se verá claramente al hacer otra vez de narradora la sirvienta de Bécquer. Por un lado, la actitud de esta relatora parece de artista consumada; pero, por otro lado, queda claro que tal talento tuvo sus orígenes en infinitas horas pasadas como ingenua y aterrada pero deliciosamente estremecida oyente de cuentos horrorosos. La buena moza «prosiguió su relato -recuerda Bécquer-, no sin haber hecho antes un momento de pausa, como para calcular el efecto que la primera parte de la historia me había producido y la cantidad de fe con que podía contar en su oyente para la segunda» (OC, 588). El hecho de que aparezca en una sencilla campesina una reflexión sobre la técnica y la recepción literarias que, tratándose de cualquier otro género, tendríamos que considerar de persona culta, parece responder a la teoría de Lovecraft de que el goce en asustarse ante lo maravilloso y el talento para engendrar tal susto en los demás representan la más antigua experiencia psicológica y estética de nuestra raza. Trátase de un primitivo temor cósmico, nacido en aquella primera época del hombre en la que, debido a la ignorancia, todos los peligros naturales parecían tener misteriosas causas sobrenaturales; y es, según el mismo teórico y practicante de lo fantástico, un temor tan hondamente arraigado en nuestra raza, que seguimos teniendo una capacidad congénita para él tanto los más escépticos como los más inocentes12. Los autores que cultivan el género fantástico, parece que en sus almas se ha impreso este secular miedo con especial fuerza -el ya citado Bierce habla de «aquel elemento de superstición hereditaria de la que ninguno de nosotros está del todo libre»13-; y será por esto por lo que están singularmente dotados tales escritores para ver las más extrañas apariciones. Así el Zorrilla niño, futuro autor de Leyendas fantásticas en verso, vio avanzar por su calle de la Ceniza, en Valladolid, al diablo del altar de su parroquia, a lomos del corcel blanco de San Martín; y al pasar bajo sus balcones, la imagen del demonio le saludó con la mano, una mirada luminosa y una sonrisa fascinadora. En otra ocasión, en una habitación de la casa que los Zorrilla sólo usaban para guardar muebles viejos, se le apareció al chiquillo como en forma de espectro su abuela materna, quien no estaba muerta sino que vivía entonces en Burgos. A esta abuela nunca la había

visto Zorrilla ni en persona ni retratada, ni llegaría nunca a verla; y sin embargo, años después por el aparecido que vio en la niñez identificó como su abuela a la señora retratada en un cuadro que tampoco había visto antes. El mismo Zorrilla fue un día a visitar a un amigo a quien imaginaba sano y alegre, mas le encontró recorriendo su casa muerto y amortajado14. Decíamos que el autor de narraciones fantásticas se aprovecha de su propia experiencia de oyente, lector o incluso víctima de lo sobrenatural. En esa experiencia se le brinda la inspiración y en ella encuentra la mejor escuela para aprender a estimular en sus futuros lectores (víctimas) ese esencial titubeo entre no creer y creer. Consideremos el pintoresco caso del gran novelista por entregas don Manuel Fernández y González, a quien se le apareció una noche, entre las sombras, por la ronda de Atocha, cerca del cementerio de San Nicolás, nada menos que el demonio. Éste, bajo la forma de caballero alto, delgado que se abrigaba con un carrik gris, sorprendió al novelista ofreciéndole el plan de una novela con la que podría ganar millones. En efecto: Fernández y González acató la sugerencia y produjo la muy exitosa novela Luis o el ángel de redención, cuyo personaje principal es el Barón del Destierro, título también del demonio durante sus estancias en el mundo de los hombres, según éste le había confiado al novelista cuando su conversación entre las sombras del Madrid nocturno15. Al hablar de las leyendas individuales de Bécquer veremos que la indispensable ambigüedad ante lo sobrenatural se refuerza por la introducción de personajes medio escépticos, que con su atormentadora vacilación entre fe y duda contagian a los lectores escépticos. 2 y 3. La invención fantástica y la ambientación realista: De estos aspectos de la poética fantástica de Gustavo podemos tratar al mismo tiempo, pues para la composición representan diferentes grados de una misma actitud elaborativa, según queda insinuado al comienzo de este capítulo. En ese momento comenté un pasaje de Desde mi celda en el que Bécquer describe la fuerza fecundante que encuentra en la sensación. Ruego al lector repase ese pasaje así como lo que digo allí sobre el origen sensorial de las ideas de Bécquer para sus relatos y sobre el almacenamiento de esas ideas en la memoria hasta la hora de la composición. En la «Introducción sinfónica» becqueriana (que titulándose así en el Libro de los gorriones, debe llevar el adjetivo en su epígrafe en todas las ediciones), donde se trata tanto de la obra prosaica como de la poética, se encuentran varias referencias humorísticas al almacenamiento de antiguas percepciones sensoriales convertidas ya en ideas fantásticas, embriones de futuros personajes fantásticos, por ejemplo: «... necesito descansar [...], desahogar el cerebro, in suficiente a contener tantos absurdos. [...] No quiero que en mis noches sin sueño volváis a pasar por delante de mis ojos en extravagante procesión, pidiéndome con gestos y contorsiones que os saque a la vida de la realidad del limbo en que vivís, semejantes a fantasmas sin consistencia» (OC, 40-41). Ahora bien: para que estos fantasmas puramente mentales -nacidos en un principio de la asociación de diferentes percepciones sensoriales- se revistan de suficiente consistencia para su presentación en un cuento fantástico, ellos y todo su entorno tienen que ser pasados por una criba formada a un mismo tiempo por lo vago del medio recuerdo y lo concreto de

la memoria obsesiva. En «Tres fechas», que contiene tres gérmenes de leyenda, Bécquer describe el largo proceso mental -evolución de lo real observado en la dirección de lo ficticio-, iniciado por una mano blanquísima que un día en Toledo había visto sacarse por un alto mirador y agitarse varias veces como saludándole. Desde que tuvo lugar la extraña aventura que he referido hasta que volví a Toledo transcurrió cerca de un año, durante el cual no dejó de presentárseme a la imaginación su recuerdo, al principio a todas horas y con todos sus detalles; después, con menos frecuencia, y, por último, con tanta vaguedad, que yo mismo llegué a creer algunas veces que había sido juguete de alguna ilusión o de un sueño. (OC, 361; las cursivas son mías)

He aquí que en la misma filtración cerebral del material sensorial, después ficcionalizado (en el caso de «Tres fechas» medio ficcionalizado) se anticipa la oscilación entre la creencia y el escepticismo que será característica del relato fantástico ya perfeccionado. Lo más importante de las líneas que comentamos, empero, es que aluden a la particular índole de la «verdad» de la ficción fantástica, que siempre se sitúa a mitad de camino entre la realidad de nuestro mundo y el sueño, con la salvedad de que la representación del suceso sobrenatural se acerca más al polo surrealista del «sueño», y la del medio ambiente y la mayoría de los personajes se acerca más a la esfera de nuestra experiencia cotidiana, «con todos sus detalles» -decía Gustavo-, con la intención de establecer en torno a lo fantástico un marco en el que todo parezca merecer nuestra fe. (Lo normal y aun prosaico del entorno es un anzuelo que nos lleva a ceder más pronto a nuestra tentación de creer en el suceso extraordinario.) Para el medio y los personajes realistas, se recurre igualmente al rico material que la sensación ha dejado en el almacén de la memoria, pero esta vez en lugar de mirarlo por el calidoscopio fantástico de los recuerdos vagos, se hace una descripción fotográfica de tipos y locales, ya se trate de un realismo de enfoque contemporáneo, ya de un realismo de tiempo pretérito, según acostumbro llamar al que caracteriza a las descripciones detallistas contenidas en la novela histórica de la época romántica. De estas últimas descripciones se encuentran ejemplos maravillosos en las Leyendas, por ejemplo, las muy detalladas del desfile y el campamento medievales en «La promesa», tan llenas de las vivas sensaciones de un atento observador de la realidad. También en las dos ficciones que hemos identificado como escritos parcialmente autocríticos, «El rayo de luna» y «La voz del silencio» -leyendas a medio elaborar-, existen interesantes trozos relativos a la invención o fabulación fantástica. En la segunda no hay sino la más escueta alusión: «... tendido en el duro lecho, ha creado mi fantasía una novela que, desgraciadamente..., nunca podrá ser realidad» (OC, 215); pero evidentemente la actividad mental de este Bécquer tumbado es idéntica a la del Bécquer «sentado al pie de la cruz», en la II de las cartas Desde mi

celda, quien, «exaltada la imaginación», contempla «¡qué sé yo!, escenas sueltas de no sé qué historia que yo he oído o que inventaré algún día; personajes fantásticos que, unos tras otros, van pasando ante mi vista, y de los cuales cada uno me dice una palabra o me sugiere una idea: idea y palabra que más tarde germinarán en mi cerebro y acaso den fruto en el porvenir» (OC, 519). No se emplea la voz sensación en este trozo, mas por todo lo dicho anteriormente queda claro cuál es el primer origen de las figuras fantásticas que se revelan a la vista mental del escritor que medita al pie de la cruz. El pasaje de «El rayo de luna» relativo a la fabulación fantástica es mucho más interesante que el de «La voz del silencio». Se describe al personaje principal, Manrique, quien, hallándose en la soledad que tanto amaba y «dando rienda suelta a la imaginación, forjaba un mundo fantástico, habitado por extrañas creaciones, hijas de sus delirios y sus ensueños de poeta, porque Manrique era poeta; ¡tanto, que nunca le habían satisfecho las formas en que pudiera encerrar sus pensamientos y nunca los había encerrado al escribirlos!» (OC, 161)16. En Desde mi celda es Bécquer quien escribe; en «Tres Fechas» y «La voz del silencio» también es Bécquer quien escribe, porque en estos relatos el escritor no se toma el trabajo de ficcionalizarse; pero aun en «El rayo de luna», donde hay un personaje poeta, éste es en realidad un alter ego del autor, y así sigue hablando el propio Gustavo sobre su proceso creativo. Por esto, la máscara ficticia lleva el nombre de otro poeta de los sueños (Manrique), pero lo más curioso es que aquí también se da un nombre a ese fantasear sobre sensaciones almacenadas que lleva a la creación de «mundos fantásticos» en las Leyendas: es un «delirio» creador. Pues bien, son «delirios» también las meditaciones de Bécquer sentado y tumbado en las otras citas anteriores. Mas no se pasa de estas delirantes inspiraciones al texto pulido de la leyenda, sin que opere sobre esa materia caótica la razón estructurante, cuya función Gustavo describe -nuevo indicio de la unidad de la prosa y la poesía becquerianas- de la mismísima manera en «Tres fechas» que en la rima III. En la segunda parte de ésta, dedicada al papel de la «razón» en la composición poética, Bécquer exalta el «hilo de luz que en haces / los pensamientos ata» (OC, 404); y hacia el final de «Tres fechas» escribe: «Un hilo de luz, ese hilo de luz que se extiende rápido como la idea y brilla en la oscuridad y la confusión de la mente, y reúne los puntos más distantes y los relaciona entre sí de un modo maravilloso, ató mis vagos recuerdos, y todo lo comprendí» (OC, 369). 4. La dialéctica entre realidades: La cuarta constante de la poética fantástica, según la concibe Bécquer, es la dialéctica entre la realidad extranatural y la cotidiana; atributo del género que es a un mismo tiempo condición y consecuencia de las características anteriormente reseñadas. En «Tres fechas» Gustavo describe un relato fantástico en el devenir, como ya sabemos, y en la primera parte de la narración, correspondiente a «la fecha de la ventana», cuenta cómo cada tarde que pasaba frente a un caserón antiquísimo y oscuro de Toledo, se levantaba la cortinilla de cierta curiosa ventana. «La verdad es -explica- que, realmente, detrás de ella no vi nada; pero, con la imaginación, me pareció descubrir un bulto: el bulto de una mujer, en efecto» (OC, 353). Para aclarar completamente

esta fase de la poiesis fantástica será útil recordar también varios ejemplos tomados de las leyendas propiamente dichas. En «El beso», el capitán francés rememora el primer momento en que se dio cuenta de estar en la presencia de la estatua sepulcral de la hermosa dama medieval de la que se enamora con tan funesto resultado, por no haber sabido distinguir claramente entre la estatua como perfil de una mujer antes viva y la estatua como monumento a una mujer ahora espíritu: «... vino a herir mi imaginación y a ofrecerme ante mis ojos una cosa extraordinaria» (OC, 281). He aquí que en el mismo momento un solo fenómeno se presenta al sentido interior («imaginación») y al sentido exterior («ojos») señalándose así la habitual oscilación en el cuento fantástico entre las dos realidades ya indicadas; pero, no obstante tal oscilación, se ve también en este ejemplo la unidad de efecto lograda por un acuerdo entre los sentidos respectivamente dedicados a los planos natural y sobrenatural (me refiero a la simultaneidad con que los dos sentidos son heridos por lo extraordinario). Merced precisamente a esta concurrencia se produce la impresión de que lo maravilloso se ha confirmado con los datos objetivos de la percepción sensorial. Según los requisitos de la leyenda individual, la fusión del sentido interior y el exterior es ya más rápida, ya más pausada. En «La corza blanca», el montero Garcés ha oído cantar en la distancia con voz humana a las corzas (bellas mujeres que toman la forma de estos airosos animales para triscar en el bosque); se pone en acecho, y lo que ve le lleva a vacilar de nuevo entre las dos posibles realidades: «Aunque el joven se sentía dispuesto a ver en cuanto lo rodeaba algo sobrenatural y maravilloso, la verdad del caso era que [...] ni en la forma de las corzas, ni en sus movimientos, ni en los cortos bramidos con que parecían llamarse había nada con que no debiese estar ya muy familiarizado un cazador práctico en esta clase de expediciones» (OC, 269). Pericia frente a portento; pero cuando por fin falla la primera, la segunda se confirmará con los mismos datos de la experiencia que habían llevado a Garcés a insistir en aquélla. Garcés se desespera «deseando romper de una vez el encanto que fascinaba sus sentidos» (OC, 273), para volver a la que él esperaba fuese la realidad. Mas resulta que los sentidos en realidad no los tenía fascinados, pues sus mismos ojos servirán para confirmar la intervención de lo sobrenatural en la existencia diaria: la corza blanca, fatalmente herida por la saeta de la ballesta de Garcés, se convierte al expirar a la vista de éste en Constanza, la bella hija del amo del joven y enamorado montero. ¿Cuál es ya la más objetiva de las dos realidades? ¿En cuál hay mayor motivo de creer? Se dan también otras borraduras graduales de la raya entre realidad natural y realidad preternatural, entre el mundo objetivo y esa extensión suya que antes parecía inconcebible para los cinco testigos corpóreos. Por ejemplo, en «La cruz del diablo», sobre una nueva intervención de Satanás en los aterradores sucesos de la población de Bellver, tiranizada primero por el malvado señor de su castillo y luego al parecer por el espíritu de éste que se creía que sobrevivía en su armadura, el narrador reflexiona así: «Desde este momento las fábulas, que hasta aquella época no pasaron de rumor vago y sin viso alguno de verosimilitud, comenzaron a tomar consistencia y a hacerse de día en día más probables» (OC, 103). Se

hicieron más probables por el sorprendente número de datos concretos que se observaron con los sentidos, como sabe el que ha leído esta leyenda. 5. El narrador como folklorista: De todos los pilares que sostienen la fábrica fantástica el más exótico es el que sirve para confirmar ese primitivo temor cósmico de la raza humana del que habla Lovecraft, pues aquí entra en juego la influencia de toda suerte de disciplinas y seudodisciplinas intelectuales, filosóficas y científicas, cuyos orígenes, contenido o prácticas nos enlazan con el pasado remoto. Aparecen con mucha frecuencia, en las narraciones fantásticas, personajes que son alquimistas, anticuarios, arqueólogos, numismáticos, bibliófilos, ocultistas, paleógrafos, orientalistas, heraldistas, folkloristas, etc., y con no menos frecuencia el narrador de tales relatos tiene una de estas profesiones. En las Leyendas Bécquer y varios de sus narradores imaginarios se presentan como folkloristas y utilizan en forma relativamente rigurosa los métodos de esta ciencia, la cual en forma moderna tuvo sus orígenes en el siglo XVIII y su primer gran período de desarrollo y florecimiento en el XIX o el presente, estudiaremos la actividad del hombre histórico Bécquer como folklorista -tema poco conocido, aunque los resultados de sus investigaciones folklóricas han sido muy bien estudiados por Benítez-, y en páginas posteriores iremos viendo cómo esta actividad se traduce en una de las más importantes técnicas miméticas de las Leyendas. La obra más importante para la iluminación de la actividad de Gustavo como folklorista y las técnicas correspondientes de las Leyendas es Desde mi celda, donde él hace una declaración importante sobre su actitud ante lo pretérito: «... consagro, como una especie de culto, una veneración profunda por todo lo que pertenece al pasado, y a las poéticas tradiciones» (OC, 541). El Bécquer folklorista incluye en la misma obra un admirable y muy moderno manifiesto sobre los métodos de estudio que deberán utilizarse para la recuperación de la cultura popular del pasado, y propone a la vez un extenso programa gubernamental para subvencionar tales estudios. Es preciso salir de los caminos trillados, vagar al acaso de un lugar en otro, dormir medianamente y no comer mejor; es preciso fe y verdadero entusiasmo por la idea que se persigue para ir a buscar los tipos originales, las costumbres primitivas y los puntos verdaderamente artísticos a los rincones donde su oscuridad les sirve de salvaguardia, y de donde poco a poco los van desalojando la invasora corriente de la novedad y los adelantos de la civilización. Todos los días vemos a los gobiernos emplear grandes sumas en enviar gentes que, no sin peligros y dificultades, recogen en lejanos países bichitos, florecitas y conchas. ... ¿Por qué, al mismo tiempo que se recogen los huesos de un animal antediluviano, no se han de recoger las ideas de otros siglos traducidos en objetos de arte y usos extraños, diseminados acá y allá como los fragmentos de un coloso hecho mil pedazos? Este inmenso botín de impresiones, de pequeños detalles, de joyas extraviadas, de trajes pintorescos, de costumbres características [...], ¿no creen ustedes, como yo, que sería de gran utilidad para los estudios particulares y verdaderamente filosóficos de un período

cualquiera de la historia? [...] ... No es mi ánimo [...] el trazar un plan detallado y minucioso [...]. No obstante, en ésta o la otra forma, bien pensionándolos, bien adquiriendo sus estudios o coadyuvando a que se diesen a luz, el Gobierno debía fomentar la organización periódica de algunas expediciones artísticas a nuestras provincias. (OC, 246-248)

Por un lado, Bécquer prevé en este brillante pasaje las actividades de fundaciones públicas y privadas en nuestro siglo; por otro, en Desde mi celda y otros escritos suyos, él mismo aplica los procedimientos folkloristas que describe a sus propias investigaciones sobre las pintorescas costumbres de las diversas regiones de España. Ahora bien: es precisamente en este contexto en el que hay que caracterizar una técnica muy importante de las Leyendas, en las cuales se aplica la metodología folklorista a historias, ya medio folklóricas, ya enteramente ficticias pero concebidas a imitación de las tradicionales17. El propósito, desde luego, es dotar al suceso sobrenatural de la leyenda de mayor aire de autenticidad o verosimilitud, haciendo que parezca estar confirmado por la ciencia. De esto hablaremos con extensión en el próximo capítulo sobre el folklorista en las Leyendas, mas por el momento sigamos reuniendo los principios folkloristas básicos de Bécquer que harán falta luego. En la sexta de las cartas Desde mi celda, Gustavo nos habla de «mi expedición» a Trasmoz (OC, 560), con la que por tanto lleva a la práctica, en plan individual, lo que recomendaba a los gobiernos en gran escala. Tales expediciones las suele organizar a esos sitios «donde más puras y primitivas se conservan las antiguas costumbres», siempre con «la idea de hacer un estudio más detenido de sus costumbres» (OC, 553, 554). Al principio de la carta IV habla de los resultados de sus expediciones, y una vez más incluso los términos con que se expresa parecen de la ciencia folklorista de hoy. (Tengamos siempre presente, al leer estos pasajes, que los mismos términos y procedimientos los volveremos a encontrar en el terreno ficticio de las Leyendas.) «No pueden ustedes figurarse -escribe dirigiéndose a sus colegas periodistas de Madrid- el botín de ideas e impresiones que para enriquecer la imaginación he recogido en esta vuelta por un país virgen aún [...], aquí para recoger una tradición oscura de boca de una aldeana, allá para apuntar los fabulosos datos sobre el origen de un lugar o la fundación de un castillo, trazar ligeramente con el lápiz el contorno de una casuca medio árabe, medio bizantina [...] Sólo así podríamos recoger la última palabra de una época que se va, de la que sólo quedan algunos rastros en los más apartados rincones de nuestras provincias y de la que apenas restará mañana un recuerdo confuso» (OC, 540-541; las cursivas son mías). ¿Qué duda cabe que en otras expediciones semejantes, igualmente «enriquecedoras de la imaginación» se habrá inspirado más de una de las Leyendas que vamos a estudiar después? Se conservan y son muy conocidos algunos de los frutos de la cartera de dibujo que Gustavo siempre llevaba consigo en sus expediciones

folklóricas, mas resulta curioso notar que ya en los primeros años sesenta de la centuria pasada estudia la posibilidad de utilizar un instrumento científico que los folkloristas posteriores han empleado con gran frecuencia, reconociendo al mismo tiempo sus limitaciones: ¿Cómo se podrá captar la vida de los pueblos tradicionales -pregunta- «con sus múltiples manifestaciones, imposibles de sorprender con sus infinitos accidentes ni merced a la cámara fotográfica?» (OC, 550). (No obstante las reservas de Gustavo relativas a la fidelidad de la cámara fotográfica, muchos de los tipos populares que pueblan las Leyendas parecen «fotografiados» gracias al exigente detallismo con que están retratados.) La singularidad de Bécquer como folklorista para la España de su tiempo se perfila clarísimamente para quien lee el siguiente trozo de «La resignación perfecta», relato que el P. Luis Coloma publicó en 1884, catorce años después de la muerte de Gustavo. Incluso el acento religioso que el P. Coloma da al tema hacia el final del pasaje citado tiene una evidente aplicación a ciertas leyendas becquerianas. En todas las naciones cultas de Europa se estudian y coleccionan hoy las tradiciones y cantos populares como medio de conocer la índole de cada pueblo; este mismo estudio, apenas cultivado en España, ha probado, sin embargo, que era el nuestro un gran poeta religioso, a quien inspiraba su robusta fe bellísimas al par que profundas creaciones18.

Ya hemos sorprendido a Bécquer en sus conversaciones con su crédula y supersticiosa criada de Veruela, emocionándose casi tanto como ella al escuchar sus espeluznantes tradiciones populares. Pero es igualmente interesante la táctica de Gustavo para sacarle a otro sujeto rústico pintorescos pormenores sobre una tradición local. Se trata de un pastor de la comarca de Trasmoz, a quien Bécquer conoce por casualidad, pero no por lo inesperado del encuentro deja nuestro folklorista de aprovecharlo para ampliar la información que va recogiendo acerca de las brujas. Por las palabras de Gustavo se revela su gran talento para las encuestas folkloristas, pues muy arteramente va adaptando su manera de hablar al nivel del hombre humilde a quien interroga con el deseo de ganar su confianza y así sacarle todavía más datos. ... en el fondo de una cortadura tropecé a un pastor, el cual abrevaba su ganado en el riachuelo [...]. Pregunté al pastor el camino del pueblo [...]. Satisfizo el buen hombre mi pregunta lo mejor que pudo [...] advirtiéndome que no tomara la senda de la tía Casca si quería llegar sano y salvo a la cumbre.

-¡Hola! -exclamé entonces como sorprendido, aunque a decir verdad, ya me esperaba una contestación de esta o parecida clase-. Y ¿en qué diantres se entretiene el alma de esa pobre vieja por estos

andurriales?

-Conque no cayó casualmente ella, sino que la hicieron rodar, que quieras o no? ¡A ver, a ver! Cuénteme usted cómo pasó eso, porque debe de ser curioso -añadí, mostrando toda la credulidad y el asombro suficientes para que el buen hombre no maliciase que sólo quería distraerme oyendo sus sandeces... (OC, 561-563)

(Aquí, entre líneas, vuelve a descubrirse la gran capacidad de Gustavo para la creencia estética o el «casi creer» tan indispensable para la ficción fantástica.) Bécquer utilizaba también el análisis crítico comparativo para el esclarecimiento de tradiciones folklóricas paralelas: por ejemplo, en La voz del silencio, donde se lee: «Ya la misma leyenda cree ver en el blanco fantasma a la bella mujer del mercader avaro» (OC, 215); pues sobre esta última existía en Toledo otra tradición popular. Al estudiar las leyendas individuales, veremos cómo la comparación crítica y algún otro método del folklorista se aplican a la materia ficticia. Mas, por de pronto, para concluir este comentario sobre el quinto de los siete fundamentos de la poética becqueriana de lo sobrenatural, quisiera llamar la atención sobre la frecuencia con que ocurren las voces leyenda y tradición en los relatos fantásticos de Gustavo. Cada vez que aparecen tales términos, sirven para reiterarnos que esas extrañas historias que tanto nos asombran, merecen al menos una fe semejante a la que seguimos dando a los dichos y consejas que hemos oído a nuestros abuelos y que tienen fuerza todavía en nuestros sueños; tanto más cuanto que el presente prodigio -se nos insinúa- lo ha «investigado» a fondo el autor, folklorista perito. Nueve de los catorce relatos que hemos distinguido como propiamente fantásticos llevan la palabra leyenda en su subtítulo: «Leyenda toledana», «Leyenda sevillana», «Leyenda religiosa», etc. En el subtítulo de «Creed en Dios» figura el término cantiga, con el mismo sentido folklórico localista: «Cantiga provenzal». Las dos narraciones que hemos excluido de la categoría de las fantásticas, por no acontecer en ellas nada debido a la intervención de lo sobrenatural, «El rayo de luna» y «La voz del silencio», tienen respectivamente los subtítulos: «Leyenda soriana» y «Tradición de Toledo». Ambos vocablos, leyenda y tradición, se encuentran a menudo en el texto de los cuentos, incluso en el de aquellos en cuyos títulos no aparece ninguno de los dos términos: verbigracia, «Los ojos verdes», que no tiene subtítulo pero en

cuyo segundo párrafo encontramos ya un ejemplo de leyenda (OC, 133), con la misma petición implícita de fe que lleva siempre en la ficción de Bécquer. 6 y 7. La situación narrativa y la receptividad: Los elementos restantes de la poética fantástica becqueriana, la situación narrativa y la receptividad de narradores, oyentes y lectores para lo maravilloso, representan conceptos tan estrechamente conectados entre sí, que tanto aquí como en los apartados que dedicamos al examen de las leyendas individuales, habrá que tratar de ellos conjuntamente. Prefiero hablar de situación narrativa más bien que de punto de vista, porque en el género fantástico las circunstancias en que se desarrolla la acción narrada importan mucho más que el que el narrador sea el autor o uno de los personajes, que el que el narrador sea omnisciente o mero observador del mundo en torno suyo, o que el que el relato se redacte en estilo de primera, segunda o tercera persona, o en una combinación de estos estilos. Pues, evidentemente, en el cuento fantástico no se trata de formar personajes redondeados y convincentes en todas sus facetas vitales como en la novela, y para esta última clase de caracterización completa es para lo que sirve el punto de vista. Según se advierte en las líneas de Lovecraft citadas anteriormente, lo esencial en el cuento de tema sobrenatural es la elaboración de un determinado ambiente y una determinada sensación; y sensación, más bien que al actor o actores principales de la ficción, se refiere al escalofriante efecto que ésta produce a esos personajes secundarios que la oyen contar (esquema frecuente en las Leyendas) o al lector. En fin, cualquiera de los puntos de vista que la crítica moderna distingue puede instalarse en cualquier situación narrativa fantástica, sin que se alteren las circunstancias religiosas, diabólicas, «científicas», mágicas, feéricas, extraterrestres, proféticas, geográficas, cronológicas, etc. que constituyan esa situación, fijen su tonalidad ambiental y contribuyan a la sensación final que se cause al lector. Mucho más importante que el punto de vista para el concepto del personaje de relato fantástico, es su receptividad, sus «creederas», o sea, su capacidad de prestar fe a lo taumatúrgico, en función de su edad, su nivel de instrucción, su clase social, su salud física y mental, su idea de la poesía, etc. Suele ser igualmente importante la existencia de tal receptividad en el autor, así como en el lector, cuya voluntad de abrazar lo sobrenatural, sea la que sea antes de emprender la lectura, debe ser ensalzada por su contacto con la del autor y la de los personajes, tanto más cuanto que en las Leyendas estos últimos son muchas veces oyentes anhelosos de casos singulares contados por otros personajes, y así su actitud expectante viene a ser un modelo para la nueva sensibilidad a lo fantástico que se le pide al lector. En la práctica la situación narrativa y la receptividad se completan -apenas se distinguen a veces-, y podrán así definirse con más precisión en la segunda parte de este estudio, donde examinaremos cuentos individuales de Bécquer. Mas, en las cuatro poéticas becquerianas de lo fantástico que venimos citando, no deja de encontrarse, en forma de ejemplo, alguna reflexión aclaratoria sobre la situación narrativa y la receptividad. Las primeras ilustraciones que vamos a mirar vienen

respectivamente de «La voz del silencio» y «Tres fechas», que representan, como se ha dicho varias veces, apuntes para posibles leyendas. En cada caso, al esbozo de la situación narrativa siguen, en el mismo párrafo, algunas palabras relativas a la receptividad del narrador o personaje para lo preternatural (en ambos pasajes el narrador y el personaje son una misma figura, puesto que se trata de narraciones autobiográficas): Dos días después, y cuando ya casi había olvidado mi pasada aventura, la casualidad me llevó nuevamente a la torcida encrucijada teatro de ella. Empezaba a morir el día; el sol teñía el horizonte de manchas rojas, moradas; caía grave en el silencio la voz de bronce de las horas. Mi paso era lento, una vaga melancolía ponía un gesto de duda en mi semblante. (OC, 215-216)

Hay en Toledo una calle estrecha, torcida y oscura, que guarda tan fielmente la huella de las cien generaciones que en ella han habitado, que habla con tanta elocuencia a los ojos del artista y le revela tantos secretos... (OC, 350)

Ciertas palabras del propio Bécquer, en «Tres fechas», justifican nuestro uso de esta narración descriptiva para iluminar la situación narrativa y otros aspectos de las más elaboradas leyendas fantásticas. Me refiero a este trozo de «Tres fechas»: «Voy, pues, a limitarme a narrar brevemente tres sucesos que suelen servir de epígrafe a los capítulos de mis soñadas novelas» (OC, 349). Es decir, que cada uno de los tres apartados de «Tres fechas» es como una de las introducciones que Bécquer coloca a la cabeza de ciertas leyendas y que utiliza para establecer la situación narrativa y la receptividad del narrador y los personajes para lo maravilloso. La receptividad para lo sobrenatural es respecto del personaje, narrador o lector individual, lo mismo que la situación narrativa es respecto del conjunto del cuento: el indispensable terreno abonado para el cultivo de las flores de lo imposible. En las narraciones del género fantástico tal receptividad suele alternar, en una ingeniosa dialéctica, con el escepticismo, produciéndose como resultado ese «casi creer» del que hablamos al principio de este capítulo; una forma de medrosa convicción mucho más inquietante que el convencimiento absoluto, porque se ha sometido a la prueba de la razón y aún se sostiene a su modo. Miremos otro fragmento de diálogo entre Bécquer y el pastor de marras, en Desde mi celda, por el que se ve que en la ya mencionada encuesta ambos han sido alternativamente narrador y oyente (receptor). Por lo tanto, en las líneas que voy a copiar ahora, el pastor puede ser considerado como símbolo, no sólo de la receptividad del personaje ingenuo, sino de la que el autor se propone inspirar en el lector; y el otro dialogante manifiesta una actitud semejante al escepticismo, ya del narrador en ciertas Leyendas, ya de

ciertos personajes y lectores. Mas de las palabras del dialogante culto y escéptico (quien se refiere todavía a la historia de la tía Casca) se desprende que también en su corazón alienta una fuerte atracción a creer en la posibilidad de lo imposible. -Entonces -respondí asombrado a mi vez de la credulidad de aquel pobre hombre- daré crédito a lo que usted dice, sin objetar palabra, aunque a mí se me había figurado -añadí, recalcando estas últimas frases para ver el efecto que le hacían- que todo eso de las brujas y los hechizos no eran sino antiguas y absurdas patrañas de las aldeas. (OC, 563)

Significativamente, es a la conclusión de la historia de la bruja Casca donde Gustavo traza estremecido las ya citadas líneas: «... la razón, dominada por la fantasía, a la que todo ayudaba, el sitio, la hora y el silencio de la noche, vaciló un punto y casi creí que las absurdas consejas de las brujerías y los maleficios pudieran ser posibles» (OC, 570-571). Ya decíamos que ese encuestador escéptico sentía una secreta voluntad de compartir las espeluznantes supersticiones de los campesinos de Trasmoz. Nótese que por este pasaje también quedaba ya confirmado cuanto hemos dicho sobre la importancia de la situación narrativa en el género fantástico, así como sobre la contribución de ésta a la mayor receptividad de narradores, personajes y lectores. En fin, merced al ingenioso uso de las técnicas que Bécquer bosqueja en sus reflexiones autocríticas, se crea en las Leyendas un plano de realidad poética y una visión de esa realidad tales, que llevan a esta calurosa pero no por eso menos exacta apreciación de los relatos de Gustavo en la reseña «Las obras de Bécquer» (1871), de Galdós: «¡Cuánta lógica hallamos en aquellos mil imposibles físicos, y cuánta verdad en su inverosimilitud!»19. En la próxima página de este brillante artículo del gran novelista canario, en el que se anticipa a tantos juicios de la crítica actual sobre la prosa y el verso de Bécquer, se afirma que es a la vez «en estas leyendas, donde el escritor, sediento de manifestarse, ha establecido las relaciones más directas con su público, con los demás». Y a la verdad es raro el lector que no se deje afectar por ese continuo alternar entre contar y escuchar, entre dudar y asombrarse, en el que están empleados el narrador y los personajes de las Leyendas; raro el lector que no contagie ese asombro y venga a sentirse tan receptivo para lo fantástico como los más ingenuos habitantes de los cuentos de Gustavo. Al emprender ahora el estudio de las Leyendas en sí, habría que tener en cuenta que no vamos a repasar, en relación con cada cuento, todos los siete puntos que hemos expuesto en este capítulo sobre la teoría becqueriana de lo fantástico. Tampoco repasaremos esos siete puntos en el mismo orden, uno tras otro, en conexión con el conjunto de las Leyendas; sino que volveremos sobre ellos en diferentes combinaciones, según esto se exija por las características de diferentes grupos de leyendas, por técnicas que se encuentran en algunas leyendas de todos los grupos, y por

ciertas cuestiones concretas de que es preciso tratar para explicar el arte de las leyendas individuales. Pues el orden más lógico para la explicación de la teoría literaria no es siempre la más natural para el análisis de la aplicación de la teoría en las mismas obras literarias. Al abordar ahora el estudio de los textos de las Leyendas, seguiremos para la caracterización de todos ellos un camino semejante al que el lector recorre en la leyenda individual; pues las fórmulas del folklorista y la introducción sirven para enmarcar leyendas y se encuentran a la misma entrada de éstas; el auditorio interior (personajes que escuchan una relación oral de la leyenda o alguna parte de ella) hace su aparición cuando empieza ya la narración escrita de la misma leyenda; aparecen luego los personajes principales; y por fin, comienza la interacción entre personajes y medio que es tan esencial para la revelación y la confirmación del elemento sobrenatural. Este itinerario está indicado en el índice del presente libro; y por otra parte, su licitud se confirmará cuando concluyamos examinando el arte de varias leyendas individuales. Creo, en fin, que merced al referido orden de los capítulos generales el secreto de la técnica becqueriana para el género fantástico se le irá descubriendo poco a poco al lector, en la misma forma en que quien lee una de las Leyendas se va acercando cada vez más al misterio extranatural, debido precisamente a la sucesión particular de los diferentes componentes del relato en el que se van introduciendo. De haberse conseguido lo propuesto, también el interés de nuestros capítulos generales deberá ir aumentando hasta llegar a los V y VI, del mismo modo en que hasta llegar al desenlace de una leyenda determinada la lectura de cada parte es más emocionante que la de la precedente.

Capítulo II El folklorista en las leyendas

La fingida investigación de tradiciones folklóricas no es seguramente el recurso más eficaz con el que cuenta Bécquer para suscitar en el lector esa indispensable actitud ambigua entre escéptica y crédula. Sin embargo, la caracterización del narrador como folklorista en las Leyendas es el foco donde vienen a reunirse las demás técnicas, porque todas ellas forzosamente han de adaptarse a la supuesta vetustez, popularidad y anonimato de las tradiciones medio auténticas, medio inventadas. Al mismo tiempo, se trata aquí del recurso de uso más generalizado a lo largo de las Leyendas; pues en trece de las catorce de asunto fantástico hay referencias muy claras a lo «folklórico» y su supuesta transmisión oral, incluso en aquellas cuyo narrador no es folklorista. La única leyenda fantástica que no contiene tales referencias es «El beso», donde no habrían sido lógicas, porque el marco narrativo es el entonces reciente período napoleónico; lo cual no quiere decir, sin embargo, que su suceso

sobrenatural en sí no tenga ilación con ciertas tradiciones folklóricas20. Empecemos, por tanto, nuestro examen de la praxis de Bécquer, en el texto de sus Leyendas, por el folklorismo, materia que queda esbozada a nivel teórico en el capítulo primero. La forma más frecuente en que el concepto del folklore está presente en las Leyendas son alusiones a la vía oral por la que el material suele transmitirse; y aunque aquí se trata en la mayoría de los casos de tradiciones entera o parcialmente ficticias, se atribuye la «transmisión» de éstas al mismo proceso con el que se ha conservado el folklore auténtico. En «Creed en Dios», el narrador identifica la fuente del tema de esa leyenda, documentando a la vez su propia fidelidad: «De boca en boca ha llegado a mí esta tradición, y la leyenda del sepulcro, que aún subsiste en el monasterio de Montagut, es un testimonio irrecusable de la veracidad de mis palabras» (OC, 181). (El documento o «leyenda del sepulcro» es el epitafio del descreído Teobaldo de Montagut, barón de Fortcastell, tan ejemplarmente castigado por su falta de fe.) El testimonio documental hace falta para convencer al lector moderno a causa de su inclinación al escepticismo, mas debido a esa otra inclinación supersticiosa, atávica, que todos llevamos dentro -la cual nos hace ansiosos de creer en aquello que nos aterra-, resulta extrañamente atractiva la seguridad que dan todas esas bocas y oídos que a través de tantas generaciones han prestado fe a ese portento. El lector que se sitúe frente a la universalidad implícita en el concepto de la vía oral, no podrá menos que preguntarse subconscientemente y quizá con un temblor visible: ¿Quién soy yo para dudar donde tantos creen? En «El miserere» Gustavo se vale de la misma táctica subliminal para conseguir que los lectores acojamos con fe los maravillosos efectos que se obran en esa historia. El crimen de los que pusieron fuego al monasterio de la Montaña destruyendo el edificio y matando a todos los frailes -explica el narrador- «de padres a hijos y de hijos a nietos se refirió con horror en las largas noches de velada» (OC, 193), donde se recomienda a la par la mejor hora para el que a su vez desee referir esta tradición; y en el texto de la leyenda es precisamente por la noche cuando un personaje cuenta a los demás la tradición del monasterio y su famoso miserere, uniéndose así juego folklórico y situación narrativa en la creación de la verosimilitud. En el epígrafe de «La cruz del diablo», el narrador habla con el lector y aclara cómo él ha venido a saber la tradición que ahora por lo visto no hace más que editar: «Mi abuelo se lo narró a mi padre, mi padre me lo ha referido a mí, y yo te lo cuento ahora» (OC, 95). Esta historia del mal señor del castillo del Segre, quien se divertía atormentando a sus vasallos, cuyo espíritu después de su muerte habita su armadura y luego la maléfica cruz que se labra con el metal de aquélla, hace recordar la espeluznante historia de otro mal señor de castillo que un ladrón anciano cuenta a otros ladrones reunidos en una caverna en el capítulo III de la novela Sancho Saldaña o el castellano de Cuéllar (1834), de Espronceda; y es a veces tan convincente ese otro mundo cercano de la ficción, que en casos como los presentes se pregunta uno si no funcionará en esa esfera una vía oral análoga a la que opera en nuestro mundo, y si los personajes de un relato imaginario no podrán comunicar sus conocimientos

«folklóricos» a los de otro. Es evidente que el Bécquer soñador de mundos extraños tenía una idea muy semejante a esta última al atribuir a la vía oral la transmisión de tradiciones folklóricas inventadas, y todo esto parece confirmarse por el paralelo que se da entre «La cruz del diablo» y la leyenda contada por el ladrón anciano, señor Tinieblas, en la novela de Espronceda. Seguramente, el voraz lector que era Bécquer conocería el pasaje siguiente de Sancho Saldaña, que tuvo numerosas ediciones en el siglo pasado. -Érase que se era un señor de Castilla, que era dueño del castillo de Rocafría y de otros muchos castillos, lugares y tierras, y capitán de más de trescientas lanzas. Tenía este hombre muy mala vida, y no creía en Dios ni en el diablo, y juraba que desearía verse a solas con Lucifer. [...] -Pues como iba diciendo -continuó el veterano-, tenía este caballero amores con una dama, y no la podía alcanzar porque era muy honesta y hermosa, que me parece que la estoy viendo. Sucedió, pues, que yendo días y viniendo días, el caballero se desesperó, salió al campo y compró una cuerda para ahorcarse muy retorcida, e iba maldiciendo el día en que nació y la hora en que vio a la dama, y llamó al demonio21. Y en efecto: el señor del Segre, en «La cruz del diablo» de Bécquer, también «llamó en su ayuda al diablo». (OC, 101)

Veamos ahora unas variantes de la fórmula usual de Gustavo para la descripción de la imaginaria transmisión del material folklórico de boca en boca, de generación en generación. En «El gnomo», cerca del lugar donde se produce la terrible transubstanciación de las dos muchachas pobres en viento y en agua, hay un castillo abandonado, que ha llegado a ser tema de patrañas y consejas, y sobre esta antigua fábrica nuestro folklorista apunta: «Las viejas, en las noches de velada, referían una historia llena de maravillas acerca de sus fundadores» (OC, 225). Ahora bien: lo más habitual en las viejas es repetir las cosas, año tras año, y he aquí la difusión oral de la intrigante tradición sobre el castillo. El leal montero Íñigo, hablando con el hijo de sus amos, Fernando de Argensola, en «Los ojos verdes», recapacita, aludiendo a la fuente de los Álamos y su habitante: «Pero mis padres, al prohibirme llegar hasta esos lugares, me dijeron mil veces que el espíritu, trasgo, demonio o mujer que habita en sus aguas tiene los ojos de ese color» (OC, 138; la cursiva es mía); y para que la superstición fuese tan conocida en toda esa comarca, los padres de otros muchos cazadores, a lo largo de varias generaciones, tendrían que haberles contado a sus hijos la misma temible historia otras mil veces cada uno. Existen a la par esas otras tradiciones que aunque no se cuenten sino una vez al año en las fiestas a las que aluden, se conservan no obstante merced a la vía oral. En «El monte de las Ánimas», se lee: «Las dueñas referían, a propósito de la noche de Difuntos, cuentos, temorosos»; y en la misma obra se reitera este apunte: «Las dejas, en tanto, continuaban en sus cuentos de ánimas aparecidas» (OC,

126, 129). En «La rosa de Pasión» se da un caso muy parecido: «Era noche de Viernes Santo, y los habitantes de Toledo [...] referían al amor de la lumbre consejas» (OC, 296). En dos leyendas, junto con el público medieval, ya aristocrático, ya plebeyo, vemos las actuaciones de juglares; y donde está impresa la palabra juglar, ya todo está dicho sobre la tradición oral folklórica, especialmente si se piensa en el concepto romántico de la transmisión oral22. En una noche de sarao, en el patio del alcázar de los reyes en Toledo, en «El Cristo de la Calavera», se divierte «una abigarrada multitud de pajes, soldados, ballesteros y gente menuda [...] repitiendo en coro el refrán de un romance de guerra que entonaba un juglar, [...] comprando a un romero conchas, cruces y cintas tocadas en el sepulcro de Santiago [...] o refiriendo antiguas historias de caballería o aventuras de amor, o milagros recientemente acaecidos» (OC, 202; la cursiva es mía). Es muy significativo este pasaje, por cuanto en él Bécquer se refiere a la divulgación por la vía oral de cuatro categorías diferentes de singulares fenómenos culturales que se prestan a la fabulación de relatos sobrenaturales: 1) el material romancístico; 2) las supersticiones religiosas y la creencia en las propiedades maravillosas de los amuletos; 3) las sergas caballerescas en las que interviene a menudo lo fantástico, y que los aficionados de condición humilde solían relatarse unos a otros (secular pasatiempo popular que, en relación con cada historia contada, empezaba con una lectura, en voz alta, ante un grupo de emocionada gente vulgar y analfabeta, del correspondiente libro de caballería), como se ve, por ejemplo, por los dos volúmenes titulados Tertulia de la aldea, y miscelánea curiosa de sucesos notables, aventuras divertidas y chistes graciosos, para entretenerse las noches de invierno y del verano, por don José Manuel Martín, Madrid, en la Oficina de don Manuel Martín, 1782; y 4) acontecimientos recientes, de índole tan inaudita, que captaban la imaginación («milagros recientemente acaecidos»), y que en alguna ocasión acaso dieran tema a romances; pues este género, notablemente el llamado romance fronterizo medieval, cumplía la misma función que hoy desempeña la prensa periódica, es decir, que servía para informar a las masas sobre las últimas novedades. En conexión con el punto 3), nótese que en «El Cristo de la Calavera» el juglar no es el único agente de la vía oral, sino que a los pajes y otra gente menuda también se los veía «refiriendo» otras historias y milagros. En fin, en este ingenioso trozo de «El Cristo de la Calavera», el autor nos sugestiona desde cuatro puntos de vista diferentes para que suspendamos parcialmente nuestro característico escepticismo moderno mirando lo narrado en el relato como a través de los ojos de pajes, soldados y otra gente sencilla que se arremolina en el patio del castillo. Es más: el pasaje que comentamos se encuentra ya en el tercer párrafo de «El Cristo de la Calavera», por lo cual contagiamos inmediatamente el humor de la multitud del patio, y con nuestra nueva ingenuidad así adquirida nos acercamos a la maravilla contenida en la leyenda becqueriana, anhelantes, boquiabiertos, deseosos del exquisito placer de ser horrorizados. Lo que se relata en tal contexto encierra la insinuación de que existe una cadena de contactos directos entre hombres y mujeres

individuales que se remontan al que «estuvo allí»; se insinúa que ha habido un testigo ocular del acaecimiento sobrenatural, y por tal sugestión se beneficia de modo evidente la ilusión de realidad de la que el escritor se ha propuesto revestir lo imposible. Bécquer apela de nuevo a la vía oral como garantía de autenticidad en «La promesa», y de nuevo la referencia se hace a través de la persona de un juglar. Mas esta vez el juglar no sólo está mencionado, sino que se presentará en escena con todos sus pelos y señales, e intervendrá de modo decisivo en el desenlace merced al «Romance de la mano muerta» que canta sobre una niña muerta y sepultada, cuya mano con el anillo que le había dado cierto conde con falsa promesa de matrimonio, no podían cubrir por mucha tierra que le echaban encima. Sin embargo, la descripción inicial del espectáculo que pone este juglar de papel más desarrollado es muy semejante a la que hemos visto en «El Cristo de la Calavera». El público del nuevo juglar es también «un gran corro de soldados, pajecillos y gente menuda que lo escuchaban con la boca abierta apresurándose a comprarle alguna baratija que anunciaba a voces y con hiperbólicos encomios». Lo que vendía el «extraño personaje, mitad romero, mitad juglar» eran, en fin, «cintas tocadas en el sepulcro de Santiago, cédulas con palabras que él decía ser hebraicas, las mismas que dijo el rey Salomón cuando fundaba el templo y las únicas para libertarse de toda clase de enfermedades contagiosas; bálsamos maravillosos para pegar a hombres partidos por la mitad», etc., etc. (OC, 249-250). La caracterización de los oyentes es claro que tiene la misma función que en la otra leyenda; con la descripción más extensa esta vez de los prodigiosos poderes de los amuletos se nos sugiere la idea de que muy bien podrá moverse la mano de una niña muerta en un mundo y época en los que existen tan maravillosos bálsamos. Lo verdaderamente ingenioso, empero, es el hecho de que en «La promesa» se utiliza un detalle completamente realista para apoyar nuestra creencia en un fenómeno absolutamente imposible. Hemos dicho antes que los romances viejos, especialmente los fronterizos, eran la prensa de su día y servían para informar a la población civil sobre las victorias y las derrotas de las fuerzas cristianas que batallaban en el frente contra los moros. Pues bien, en el «Romance de la mano muerta» se hace lo mismo, aunque a la inversa, o sea que se informa a quienes están en la frontera luchando contra los infieles -es la época de Fernando el Santo- de algo que acaba de ocurrir en casa, en su pueblo de Gómara: esto es, el triste tránsito de Margarita y el espeluznante portento de su mano que rehúsa ser enterrada con el cuerpo. Las noticias de la guerra comunicadas en romances recitados por juglares solían aceptarse como fidedignas -el ya aludido detalle realista-, y así ¿por qué no fiarnos también de una noticia de casa aportada por el mismo medio?, tanto más cuanto que esta información viene a confirmar las visiones de una mano desprendida de su cuerpo que ha tenido el conde de Gómara y que hemos estado entre si creer o no creer. ¿Qué nota más auténtica y a la vez más original que un «documento» que tiene esa misma clase de familiaridad que para el lector moderno tiene la prensa y que, sin embargo, le pone a ese lector los pelos de punta? El Bécquer periodista tenía una profunda comprensión de la función social del mester de esos nombrados juglares del medievo, según se ve por la muy hábil

integración de lo juglaresco en «La promesa». He dicho hace algunos momentos que la misma noción de vía oral implica que tuvo que existir al comienzo del proceso un testigo ocular. Éste es un importante principio teórico en el que Bécquer insiste para demostrar la autenticidad del material legendario que reúne en sus «investigaciones» folklóricas; pero como es imposible entrevistar a un testigo ocular sobre lo que ocurrió hace varios siglos, el método menos expuesto a «inexactitudes» será realizar la pesquisa en el mismo terreno donde se produjo el prodigio, interrogando a gente oriunda de esa región sobre las tradiciones locales. Ya en la primera de las catorce leyendas que estudiamos, «La cruz del diablo», de 1860, se nos informa así sobre el narrador ficticio que se encarga de referir la historia a partir del capítulo II: «Era uno de nuestros guías naturales del país», el cual hablando con el autor -nos dice éste- se expresó con «un acento de verdad que me sobrecogió» (OC, 96-97). Sobre la tradición de «El monte de las Ánimas», nos asegura el narrador, en su introducción: «Yo la oí en el mismo lugar en que acaeció» (OC, 86). Las primeras palabras de «Maese Pérez el organista» son: «En Sevilla, en el mismo atrio de Santa Inés [...] oí esta tradición a una demandadera del convento» (OC, 142). Es más: a causa de la cronología especial de esta leyenda, que comentaremos en otro capítulo, la demandadera es también un testigo ocular. En «La cueva de la Mora», después de haber trabado conversación con un trabajador sobre las tradiciones locales de Fitero, el autor confiesa: «Yo soy muy amigo de oír todas estas tradiciones, especialmente de labios de la gente de pueblo» (OC, 236). De labios de la gente de pueblo: en estas palabras se resume todo el concepto de la vía oral, así como la frecuente noción decimonónica de que el pueblo es un gran poeta. El primer apartado de «La cruz del diablo» se compone en parte de un diálogo entre el culto narrador omnisciente y el campesino sencillo y crédulo que luego hará de narrador; y como verá el lector consultando el texto directamente, esa conversación se parece a las encuestas folklóricas becquerianas que cité en el capítulo I. Por tratarse, en la interrogación sobre la cruz del diablo, de los «auténticos» conocimientos de un «guía natural del país», el mismo folklorista empieza a vacilar «sin darme cuenta a mí mismo del involuntario temor que comenzó a apoderarse de mi espíritu» (OC, 97). Desde luego, cada vez que se nos dice que el autor oyó una tradición determinada a un habitante del pueblo donde se produjo el correspondiente milagro, hemos de suponer que ese humilde señor fue el sujeto de otra encuesta semejante a las que ya conocemos. El guía que nos lleva de la mano en estas fascinantes investigaciones se sirve a la par de otras ciencias emparentadas con el folklore como prueba de fuego o reconfirmación de lo que ha descubierto ya por medio de sus entrevistas. En «La cruz del diablo», por ejemplo, utiliza la arqueología -disciplina a la que alude en los ya citados pasajes de Desde mi celda-: «Aún testifican la verdad de mi relación algunas informes ruinas» (OC, 99). El narrador de «La cueva de la Mora» parece que es un arqueólogo aún más dedicado: Durante mi estancia en los baños [...] tomaba entre aquellos vericuetos el camino que conduce a las ruinas de la fortaleza árabe y allí me pasaba las horas y las horas escarbando el suelo por ver

si encontraba algunas armas, dando golpes en los muros para observar si sonaban a hueco y sorprender el escondrijo de un tesoro, y metiéndome por todos los rincones con la idea de encontrar la entrada de alguno de esos subterráneos que es fama existan en todos los castillos de los moros. (OC, 234-235)

Y como ya sabe el aficionado a la prosa fantástica becqueriana, un subterráneo debajo del mismísimo castillo desempeña un papel importante en el desenlace de «La cueva de la Mora». Mas las comparaciones con que se comprueba la «veracidad» de las Leyendas, no se hacen únicamente entre los hallazgos de una ciencia y los de otra, sino que a la vez se realizan dentro de la disciplina que ocupa principalmente al narrador. Quedó apuntado en el capítulo anterior que en conexión con las tradiciones verdaderas Gustavo tenía ya un concepto claro del estudio comparativo de las historias folklóricas, y en el presente hemos citado ya un trozo de «El gnomo» en el cual el narrador se acuerda de las viejas del lugar que referían en las noches de velada una conseja sobre una pastorcica que halló en un subterráneo un tesoro fabuloso que ofreció al rey de Aragón para que éste pagara a sus mesnadas. Pues bien, la historia contada por el tío Gregorio, que en la leyenda lleva al trágico destino de las hermanas Marta y Magdalena, también versa sobre un fabuloso tesoro escondido en un subterráneo; y se realiza de pasada un erudito cotejo de las dos tradiciones: «La estupenda relación del tío Gregorio acerca de los gnomos del Moncayo [...] exaltó nuevamente las locas fantasías de las dos enamoradas hermanas, completando, por decirlo así, la ignorada historia del tesoro hallado por la pastorcica de la conseja» (OC, 226; las cursivas son mías). Estamos endeudados con Zorrilla por un sagaz apunte sobre la relación entre el material folklórico en la literatura, la tradición oral y la verosimilitud de lo fantástico en la literatura. En su leyenda «Los encantos de Merlín», Zorrilla dice que la tradición «aún vivirá del pueblo en la memoria / porque el pueblo las puertas le ha franqueado / del porvenir fantástico, vedado / a la verdad de la severa historia»23. En efecto: como hemos dicho al comienzo de este capítulo, esa palabra hablada con que una generación confía a otra sus venerables creencias, supersticiones y temores, es el mismo eje de la ilusión de realidad que se crea en los relatos fantásticos de Bécquer; los demás medios dirigidos a asegurar el realismo de lo irreal dependen todos de una manera u otra del concepto de la tradición. Y se nos recuerda este concepto en casi cada página de las Leyendas, aunque no sea sino con la misma voz tradición. Pues en tradición < lat. traditio, «transmisión» < trado, «transmitir» < trans + do, «dar, proporcionar a través de [los años, la distancia, etc.]» está etimológicamente resumida la idea de la vía oral. A la vista del ingenioso arte con que Bécquer insiste en la «fiel transmisión» del «folklore», se entiende que a los investigadores modernos se les haya hecho imposible muchas veces «discriminar con absoluta

claridad si se trata de una tradición española o de una creación libre»24; mas, por incómodo que esto pueda ser para la ciencia literaria, es por el lado artístico una enorme ventaja, pues la incertidumbre en que Gustavo deja al lector también al nivel del estudio folklórico, entre si se trata de tradiciones reales verificables, o seudotradiciones inventadas por el autor, viene a ser otro ingenioso instrumento para la consecución de ese atormentador «casi creer» que todos los aspectos de una leyenda perfectamente lograda han de suscitar en el lector. Como ilustración del exactísimo juicio de Rubén Benítez sobre la dificultad de discriminar en muchas leyendas becquerianas entre folklore auténtico y folklore creado, así como del profundo conocimiento que poseía Gustavo de la herencia folklórica española, cuyos elementos entretejía con los quiméricos seres y sucesos paridos por su fantasía, ruego al lector pase en este momento a leer la carta de Samuel G. Armistead que publico en el apéndice de este libro. En dicha carta, cuya presencia en este libro tanto lo honra, el clásico estudio fuentístico cumple la función que siempre debería servir, es decir, la de documentar el grado de la creación original haciendo posible el deslinde entre lo antes existente y lo irreductible a fuentes. Ningún folklorista menos distinguido que Armistead hubiera sido capaz de identificar y separar el sorprendente número de diferentes tópicos, hilos y fragmentos folklóricos que Bécquer reúne en la escasa extensión de los treinta y seis octosílabos del «Romance de la mano muerta», que se halla interpolado en el capítulo IV de «La promesa». Para apreciar debidamente la multiplicidad de estos elementos, también hace falta leer con atención las diez notas que Armistead pone a pie de página; y para la comodidad del lector he reproducido en el mismo apéndice el texto del «Romance de la mano muerta». Todo lo que no deriva de las fuentes señaladas por Armistead es creación original de Bécquer; los acoplamientos de los detalles tomados de diferentes romances viejos se han hecho con tanto arte -no se le ve al poema una sola costura-, que incluso esas junturas pueden mirarse como creación nada común; y en fin, no extraña en absoluto que más de un especialista haya llegado a tomar el «Romance de la mano muerta» por una composición tradicional recogida íntegra por Bécquer, tal como la conocemos, de una tradición popular ahora olvidada. Tampoco, por tanto, debe extrañar que tan brillante imitador de la técnica romancística haya sabido aprovechar el mecanismo de la vía oral y los procedimientos del folklorista para ensalzar la «autenticidad» de los prodigios contenidos en sus Leyendas fantásticas.

Capítulo III Las leyendas con introducción

El título de este apartado acaso haya extrañado al lector por parecer aludir a una circunstancia puramente externa de las leyendas indicadas. Trátase, empero, de una clasificación muy significativa por lo que respecta a las técnicas que rigen la verosimilitud en estos relatos, como ya veremos. Son siete las leyendas que tienen una breve introducción en la que el autor o narrador se expresa en primera persona, antes de abandonar esta forma para manejar la narración terciopersonal omnisciente, o para ceder la palabra a uno o más personajes que luego funcionarán como narradores secundarios. La introducción puede ocupar todo el capítulo I de la leyenda, como sucede en «La cruz del diablo» y «La cueva de la Mora»; o bien, puede constar de dos o tres párrafos que anteceden al capítulo I, y así están construidas las leyendas siguientes: «Maese Pérez el organista», «Los ojos verdes», «El monte de las Ánimas», «El miserere» y «La rosa de Pasión». En el presente capítulo estudiaremos la función de la introducción en las siete leyendas que la tienen; en los capítulos siguientes volveremos a tratar de aspectos que son comunes a los catorce relatos que nos conciernen. Mas anticipemos alguna observación sobre la diferencia entre el primer grupo de siete leyendas y el otro grupo de las siete que no tienen introducción. Fundamentalmente, la diferencia estriba en la intervención entre lector y realidad ficticia de un número, ora más grande, ora más reducido, de voces, vasos o transmisores narrativos. Al mismo tiempo, en las leyendas con introducción, donde encontramos mayor número de voces narrativas, participan también más oyentes ficticios (muchas veces narradores y oyentes en una pieza), quienes, contagiándose, van prestando fe, uno tras otro, al milagro legendario hasta llegar a formar la actitud del narrador omnisciente ante el elemento fantástico, así como la del lector, con la cual se completa ya esta reacción en cadena. Invirtiendo esta descripción para representar el orden de la lectura, cuando leemos una de las leyendas con introducción, procedemos desde el participante más escéptico, que es el narrador omnisciente, hasta el más ingenuo de los personajes o narradores y oyentes ficticios, para llegar a un nivel psicológico donde parece muy natural creer en el suceso insólito que se cuenta. Por tanto, en conexión con leyendas de esta clase, caracterizaré la aceptación que se estimula en el lector como fe de segundo grado, de tercer grado, o aun de cuarto grado, según el número de psiques por las que haga falta filtrar el material maravilloso para hacerlo verosímil. (Hablaremos más tarde de los diferentes grados de fe con que el lector viene a creer en lo fantástico, especialmente en el capítulo VII al analizar varias leyendas individuales con cierta extensión.) En las leyendas sin introducción el lector tiene contactos más directos con los personajes y con el acontecimiento sobrenatural; y aunque esto pudiera parecer un primor del arte si lo juzgáramos de acuerdo con las normas que rigen la novela realista, no es así en el caso del género fantástico, donde hace falta una preparación relativamente más suave y

pausada del espíritu del lector para la aceptación de lo fantástico como sorprendente pero real. No quiero decir que Bécquer fracase en ninguna de sus leyendas. Mas el mismo canon de las leyendas más frecuentemente antologizadas en ediciones selectivas u otras colecciones parece revelar cuál de las dos estructuras narrativas es artísticamente la más feliz, porque de las ocho que más a menudo aparecen recogidas en esos libros cinco pertenecen al primer tipo, con introducción, y sólo tres al segundo tipo, sin introducción. Las ocho son, a saber: «Maese Pérez el organista», «Los ojos verdes», «El monte de las Ánimas», «El miserere», «La rosa de Pasión» (hasta aquí las del primer grupo), «La promesa», «El beso» y «La corza blanca». Por consiguiente, el concepto popular de lo que es una leyenda de Bécquer corresponde a la primera categoría, y esto resulta tanto más claro cuanto que también se incluyen en algunas ediciones parciales de las Leyendas «El rayo de luna» y «Tres fechas», que tienen sendas introducciones separadas, colocadas antes de sus primeros capítulos, en las que el narrador usa formas primopersonales. Nosotros hemos excluido «El rayo de luna» por los motivos explicados en el capítulo I; y aunque «Tres fechas» jamás se ha categorizado como una leyenda en ninguna clasificación rigurosa de la obra narrativa de Bécquer, parece significativo que estos dos relatos tengan introducciones por cuanto hemos reconocido en ellos dos de las poéticas becquerianas de lo fantástico, y he aquí que tienen introducciones semejantes a las de las leyendas más típicas, como si fuesen los prototipos de éstas. La poética y la práctica se confirman recíprocamente. La introducción a una leyenda de Bécquer nos lleva a un mundo que está situado a mitad de camino entre el nuestro y el ficticio de los personajes, y en esa esfera intermedia se entabla un a modo de diálogo entre el narrador omnisciente y el lector. El propósito de la introducción es infundir en nosotros confianza en el guía que nos ha de acompañar en la segunda etapa de nuestro viaje hacia el ya más cercano país del portento. Tienen introducciones de finalidad semejante, por ejemplo, la novela epistolar dieciochesca en el género narrativo, y las Cartas eruditas y curiosas del padre Feijoo en el género ensayístico. En la introducción a la novela epistolar o las cartas ensayísticas, el editor o corresponsal nos habla de las circunstancias que le han llevado a descubrir la correspondencia o la revelación filosófica que va a dar a la estampa, o bien de esas otras circunstancias que contra su voluntad le han hecho demorarse en su publicación: viajes, enfermedades, su actitud personal ante el tema del que se trate, etc.; a la vez que se nos comunican algunos detalles sobre el temperamento, el estado civil, el oficio y la salud del epistológrafo en la novela, o el destinatario ficticio de la carta científica -áspero y poco inclinado a abrazar ideas nuevas, astrónomo, viudo, tísico y melancólico, et sic de caeteris-; y asegurados por cosas tan familiares, ¿cómo no hemos de acudir llenos de fe, ya a abrazar el nuevo punto de vista intelectual, ya a hundirnos en las cartas y las crisis de esos pobres personajes tan zarandeados por la suerte? Pues bien, Gustavo nos prepara del mismo modo para nuestra entrega en manos de sus hábiles narradores y testigos ficticios del acaecimiento sobrenatural. La relación temporal, espacial, personal entre el narrador

omnisciente (autor) y el secundario ficticio varía mucho, produciéndose así numerosos ángulos visuales para la varia percepción del elemento fantástico de la leyenda y su consecuente verisimilación, si se me permite tal palabra. He dicho antes que a lo largo de la típica leyenda becqueriana el punto de vista va cambiando por grados desde el del participante más escéptico hasta el del más crédulo. Debe aclararse que en las introducciones a las leyendas suele a la vez entablarse una dialéctica entre el escepticismo y la credulidad, merced a la cual se descubre el grado de receptividad para lo sobrenatural que existe en el alma del narrador omnisciente; dialéctica que se prosigue luego en la misma narración con el propósito de juzgar la receptividad de los narradores secundarios y otros personajes que presencian el portento, y cuando se inclina la balanza hacia el lado de la aceptación y la creencia, es ya muy difícil que nosotros no nos dejemos llevar también. Después de todo, aquello lo observan no solamente unos testigos oculares alojados en la misma narración fantástica, sino que también lo confirma un señor muy normal que vive en un mundo muy parecido al nuestro, en el que paramos un momento al leer la introducción. Vamos a examinar ahora el primero de los puentes que se tienden al lector escéptico: el mundo realista del narrador omnisciente, los percances de su existencia, sus sueños y su deseo de escaparse del prosaísmo cotidiano: en fin, un cuadro fiel al mundo de nuestra propia experiencia, concebido de tal forma, que estimule la mayor fe previa posible en nosotros. El lector notará enseguida que Bécquer con frecuencia basa las caracterizaciones de sus narradores omniscientes en circunstancias autobiográficas. En las introducciones a las siete leyendas que nos interesan en el presente capítulo, el narrador omnisciente se halla en cada caso en una de las tres situaciones siguientes: 1) escribiendo en su despacho; 2) visitando un punto de interés turístico; o bien, 3) viajando. En «El monte de las Ánimas», el narrador omnisciente es despertado por el «tañido monótono y eterno» de las campanas de la noche de Difuntos. Se le hace imposible conciliar de nuevo el sueño, y «por pasar el rato» decide escribir una tradición que había oído pocos días antes. Mientras escribe, siente «crujir los cristales de mi balcón, estremecidos por el aire frío de la noche» (OC, 123). (Se tratará acaso de la «obra de las ánimas que llaman en los emplomados vidrios de la ventana con el descarnado nudillo de sus manos de huesos», para recordar otra descripción becqueriana del ruido del viento contra los cristales, en el cuadro costumbrista «La noche de Difuntos» [OC, 1.030].) La descripción del entorno doméstico del narrador en «Los ojos verdes» es aún más escueta: en realidad sólo deducimos que está en su despacho ante su escritorio por el hecho de que nos hace la prehistoria del referido relato, en el momento de empezar a escribir: Hace mucho tiempo que tenía ganas de escribir cualquier cosa con este título. Hoy, que se me ha presentado ocasión, lo he puesto con letras grandes en la primera cuartilla de papel, y luego he dejado a capricho volar la pluma. (OC, 133)

(Mas, diga lo que diga el narrador omnisciente, sin duda sólo bromeando, Bécquer se guía por todo menos por el capricho, como vamos viendo, y la poética de su obra narrativa es tan rigurosa y exigente como la que expone para su obra en verso en la rima III y las Cartas literarias a una mujer. Los amigos de Bécquer y muchos críticos y lectores de épocas posteriores han pensado que él escribía «dejando volar la pluma a capricho», porque los primeros le vieron, sentado en ciertas ocasiones en un café o el despacho de un colega, trasladar un artículo o cuento desde la cabeza al papel sin vacilar ni equivocarse una sola vez. Pero lo que pasaba era que Bécquer que tenía una prodigiosa memoria se aprovechaba de ella para la composición y la corrección mentales25. La obra trasladada así desde la fantasía pasaba por tantos borradores como la de cualquier otro riguroso estilista, pero eran borradores mentales. Los pasajes sobre la sensación y la memoria citados a la cabeza del capítulo I guardan una relación muy estrecha con este tema.) El turismo es ya una pasión en la primera mitad del siglo XIX, según se confirma por la novela de la época. En Sab (1841), de Gertrudis Gómez de Avellaneda, por ejemplo, los personajes planean una excursión «por una senda poco conocida, que aunque algo dilatada, les ofrecería puntos de vista más agradables»; en efecto, cristaliza aquí el concepto de la visita turística y aun su terminología moderna, pues en la misma novela americana de la célebre escritora cubano-española, en relación con un pintoresco antro que la familia B... va a ver, se habla de «los visitantes de las cuevas» y de la «visita de estas grutas», y aun se encuentran en la novela descripciones de género turístico, como la siguiente: «Las cuevas de Cubitas son ciertamente una obra admirable de la naturaleza, que muchos viajeros han visitado con curiosidad e interés»26. Introduzco este tema aquí porque en dos de las introducciones a las leyendas becquerianas vemos al narrador omnisciente en visitas a monumentos de tipo turístico, es decir, una iglesia y una abadía; en todavía otra encontramos al «turista» en un jardín de Toledo. En el caso de las visitas a instituciones religiosas se trata de reflejos literarios de una actividad turística que el mismo Bécquer había esperado popularizar entre los burgueses por medio de su Historia de los templos de España (tomo I y único, 1857), aprovechando para ello la nueva boga turística a la par que antecedentes como el Viaje de España, de Antonio Ponz, de la centuria anterior. En fin, en la introducción a «El miserere» hallamos al narrador «visitando la célebre abadía de Fitero». Junto con «un viejecito que me acompañaba» -el guía para esta visita turística-, también le vemos «revolver algunos volúmenes de su abandonada biblioteca»; y lleno de entusiasmo, afirma: «... descubrí en uno de sus rincones dos o tres cuadernos de música bastante antiguos, cubiertos de polvo y hasta comenzados a roer por los ratones» (OC, 189). En la introducción a «Maese Pérez el organista», el narrador está «en el mismo atrio de Santa Inés», en Toledo, aguardando el comienzo de la misa del Gallo, «ansioso de asistir a un prodigio», esto es, la famosa música del organista Pérez (OC, 142). En la introducción a «La rosa de Pasión», el turista se ha detenido a descansar algunos

minutos; la escena es perfecta para la meditación perezosa, para los ensueños: sol, algún árbol de hojas secas, flores marchitadas por el calor, o sea, «una tarde de verano, y en un jardín de Toledo». Y la «muchacha muy buena y bonita» con quien conversaba allí, «besaba las hojas y los pistilos que iba arrancando, uno a uno, de la flor que da nombre a esta leyenda» (OC, 291). En ambientes tan interesantes pero, por otra parte, tan corrientes y tan cómodos, no le cuesta al lector ningún trabajo imaginarse a sí mismo instalado. Mas he aquí una añagaza, porque esta fácil aceptación del marco inicial de la leyenda, el autor la va preparando con el mayor primor para así reducir nuestra resistencia a admitir fenómenos menos naturales. Se consigue lo mismo con las introducciones a otras leyendas, en las cuales se nos invita a seguir al narrador omnisciente de viaje. De nuevo será realista el mundo que hace de puente entre el nuestro y aquel, por otra parte también realista, donde ocurre el suceso fantástico, como veremos ahora mismo. En «La cruz del diablo» hay en realidad tres generaciones de narradores, como se ve por el epígrafe que cité en el capítulo anterior, en relación con la vía oral, y el abuelo, que es el que hace de narrador omnisciente, viaja a caballo con un grupo de camaradas. Cáptase con varios apuntes bien escogidos el soñoliento y pacífico pero misterioso ambiente de los contornos de Bellver a la hora de la llegada del narrador, y luego se explaya éste en una descripción paisajística de estilo turístico: «El crepúsculo comenzaba a extender sus ligeras alas de vapor sobre las pintorescas orillas del Segre, cuando después de una fatigosa jornada, llegamos a Bellver, término de nuestro viaje. Bellver es una población situada a la falda de una colina», etc. (OC, 95). Esta puesta en escena se adapta perfectamente a la rememoración de una leyenda fantástica; y no obstante, no hay en ella nada que no sea realista, con lo cual se nos facilita la indispensable identificación preliminar con el marco y el material narrativos. No es sorprendente que Bécquer vea en varios relatos suyos «bocetos de cuadros» que pintará algún día, ni que los llame así, por ejemplo, en las líneas preliminares de «Los ojos verdes» (OC, 133); pues no debe olvidarse que Gustavo es autor de numerosos cuadros costumbristas de la escuela de Mesonero, Larra y Estébanez, aunque son desconocidos del lector general. Se completa la ambientación realista de la introducción a «La cruz del diablo» con un elemento completamente familiar para cuantos han viajado por los viejos caminos de España: una cruz de hierro erigida en pleno campo, objeto por lo visto de la sencilla devoción de la gente de la redonda, pero se nos revelará más tarde que es en realidad un monumento en el que se conmemoran indecibles horrores sobrenaturales. «El asta y los brazos son de hierro -recuerda el narrador volviendo a su estilo de guía turística-; la redonda base en que se apoya, de mármol, y la escalinata que a ella conduce, de oscuros y mal unidos fragmentos de sillería» (OC, 96). El agradecido narrador, que acaba de llegar de su viaje, movido por un repentino impulso religioso, ignorando la historia particular de esa rústica cruz y desconociendo el peligro para su alma, se apea de su caballo, se descubre y empieza a repetir ante el monstruoso monumento una oración aprendida cuando niño. Merced a la astucia artística de Bécquer,

el lector, al final de esta introducción, también se halla a los pies del demonio y tan indefenso como un niño. «La cueva de la Mora», igual que «La cruz del diablo», tiene una introducción larga que ocupa todo su capítulo primero, y el arranque de la introducción a esta leyenda es similar también al de la otra, puesto que se principia de nuevo con una descripción paisajística del género turístico o costumbrista: «Frente al establecimiento de baños de Fitero, y sobre unas rocas cortadas a pico, a cuyos pies corre el río Alhama, se ven todavía los restos abandonados de un castillo árabe», etc. (OC, 234). Un castillo siempre sugiere el misterio, especialmente cuando pertenece a otra herencia cultural, pero, ¿cabe una nota más burguesa y realista que ese establecimiento de baños? Es más: el narrador (viajero igual que en «La cruz del diablo») está hospedado en dicha casa como convaleciente, detalle médico, poseído del mayor prosaísmo, con el que cualquier lector se identifica fácilmente. Entre otros pormenores todavía más prosaicos el narrador toma nota del «ejercicio que, según me decían, era conveniente al estado de mi salud» (loc. cit.). Pero su pasatiempo predilecto, ya algo más sugestivo, le llevaba por el «camino que conduce a las ruinas de la fortaleza árabe y allí -confiesa- me pasaba las horas y las horas escarbando el suelo por ver si encontraba algunas armas, dando golpes en los muros para observar si sonaban a hueco» (loc. cit.); actividad arqueológica ya mencionada en el capítulo precedente, la cual acaba en el descubrimiento de la boca de la aludida cueva y el encuentro de nuestro guía-folklorista con un viñador, a quien entrevista sobre la tradición de la mora aplicando los ya reseñados métodos de la ciencia folklórica. El ambiente de frágil estoicismo proyectado por la convalecencia del narrador de «La cueva de la Mora» (1863) y las líricas exploraciones de éste en las tierras vecinas al establecimiento de baños parecen anticiparse a los más conocidos elementos autobiográficos de las cartas Desde mi celda (1864). La parte restante de la típica introducción becqueriana consta de un choque entre el escepticismo y la credulidad, entre la cultura y la sencillez: la cosmovisión escéptica del narrador omnisciente entra en conflicto con la visión ingenua del narrador secundario y algún otro personaje; pero como el autor está dotado de una rica imaginación a la par que de ciertos conocimientos científicos, la ciencia es al fin arrollada por el portento. (La ciencia folklórica, por ejemplo, en lugar de ser ya estudio metódico de las tradiciones pintorescas, se convierte en apoyo de la nueva realidad, o nuevo tratamiento realista, de lo fantástico.) Al doblarse el escepticismo a los atractivos de lo fantástico, se califica la receptividad del narrador omnisciente para lo sobrenatural, y esto significa a la vez la calificación de la receptividad del lector en la medida en que éste haya sido llevado a identificarse con el narrador a través del ambiente realista de la introducción. El referido choque inicial entre desconfianza y candidez se realiza, en algunos casos, presentando al narrador omnisciente en diálogo con el más ingenuo narrador secundario (que suele ser natural de la comarca donde tiene lugar la acción de la leyenda); en otros casos, sólo se menciona a tal narrador secundario o informante, sin que éste de hecho aparezca en la introducción; y por fin, un caso hay -«Los ojos verdes»- en el que lo

sobrenatural vence a la duda gracias a una lenta cesión del narrador omnisciente a los sueños, sin que se aluda siquiera a ningún otro narrador. Del primer tipo -diálogo entre el autor y el narrador secundario- son «La cruz del diablo», «La cueva de la Mora», «Maese Pérez el organista» y «El miserere»; mientras que son del segundo tipo «El monte de las Ánimas» y «La rosa de Pasión». Los lectores acompañamos al narrador omnisciente del primer tipo de leyendas mientras los inocentes narradores secundarios le relatan el fabuloso cuento o ciertos trozos de él. En cambio, en el otro tipo de leyendas, donde solamente se menciona al narrador secundario en la introducción, hay que suponer que éste le ha contado la historia al autor en alguna ocasión anterior y así no le ayuda a referírsela al lector. En «Los ojos verdes» los sueños del narrador omnisciente, sobre unos ojos de este obsesionante color, reemplazan estructural y funcionalmente la relación del narrador secundario. En los tres tipos de leyendas con introducción, también puede haber otro personaje que se convierta en narrador terciario para relatar una historia dentro de la historia. De esto hablaremos con abundantes ejemplos en capítulos posteriores, pero por de pronto quisiera ilustrar en forma más concreta cómo se logra ya en las introducciones el predominio de la creencia en la maravilla sobre al escepticismo. En realidad, el conflicto entre duda y fe que se plantea en la introducción está ya por la mayor parte resuelto a favor de ésta, por cuanto el narrador omnisciente ha oído antes el extraño caso a algún habitante de la comarca, o escucha pasmado sus antecedentes en las primeras páginas, mientras nosotros le hacemos compañía. Tanto en un caso como en el otro, empero, se nos descubre cómo en un principio se han opuesto las ideas neotéricas del autor a la aceptación del portento en el que cree el pueblo. Pese a toda su cultura, en la iglesia de Santa Inés, en Sevilla, el narrador omnisciente de «Maese Pérez el organista», al comenzar la misa del Gallo, se siente «ansioso de asistir a un prodigio», es decir, la música tocada por el alma del difunto maestro; y sin embargo, «nada menos prodigioso [...] ni nada más vulgar» que el órgano nuevo ahora instalado en esa iglesia y sus «insulsos motetes» (OC, 142). Así titubea la disposición del autor a creer en el milagro, mas al mismo tiempo no quiere no creer, y su voluntad de abrazar el misterio se manifiesta cuando pregunta -la pregunta final de su diálogo introductorio con la demandadera- por la aparición de maese Pérez, que daba esos espléndidos conciertos: «-¿Y el alma del organista?» (loc. cit.). Con las primeras palabras de la introducción a «El monte de las Ánimas», el narrador omnisciente, hombre prosaico del sensato siglo XIX, se coloca frente al perenne arcano de la muerte: «La noche de Difuntos, me despertó a no sé qué hora el doble de las campanas. Su tañido monótono y eterno me trajo a las mientes esta tradición» (OC, 123). La habitual oposición entre lo conocido y lo sobrenatural empieza a esborzarse en esta leyenda por el contraste entre las voces memás y difuntos, memás y eterno. Luego se desarrolla esta oposición con otro contraste que parece anticiparse a las dos situaciones de lectura contrastadas en el ya mencionado cuento fantástico «The Suitable Surroundings», del norteamericano Ambrose Bierce. Sobre «El monte de las Ánimas», su autor hace la siguiente observación: «A

las doce de la mañana, después de almorzar bien, y con un cigarro en la boca, no le hará mucho efecto a los lectores de El Contemporáneo» (loc. cit.). En cambio, emulando al escultor griego que murió de miedo al contemplar la estatua de la Muerte que él mismo había labrado, el narrador confiesa: «La he escrito volviendo algunas veces la cabeza con miedo» (loc. cit.). Lo fantástico parece haber vencido a lo natural en el ánimo del narrador antes de su aparición en su brevísima introducción, porque antes de ser devoto amanuense de la tradición oral, tuvo que ser en otra ocasión su dudoso oyente, según expliqué antes; pero la lucha del narrador entre la duda y la fe y su cesión están suficientemente recordadas en la introducción para tenderle un lazo al lector incrédulo. En algunas introducciones los términos de la dialéctica entre la creencia y el escepticismo no se sugieren sino por palabras individuales, técnica no por lo económica menos eficaz. En la introducción a «La rosa de Pasión», el elemento sobrenatural está representado tan sólo por un adjetivo: singular, en la frase «singular historia» (OC, 291). La presencia del escepticismo, ya superado por la singularidad, sólo está implícita por el hecho de que el narrador, folklorista oculto, ha cedido a la posición ingenua y supersticiosa de la «muchacha muy buena», esto es, el testigo a quien entrevistó para informarse sobre esta tradición; pues él quisiera relatar la historia «con el suave encanto y la tierna sencillez que tenía en su boca» esa muchacha (loc. cit.). En los preliminares de «La cueva de la Mora», se nos revela por las ideas del narrador-arqueólogo sobre el subterráneo que ha descubierto, que es un hombre lógico que procede por «inducciones» (OC, 235). Al mismo tiempo, su actitud lógica y escéptica le lleva a acoger «sonriéndose» (OC, 236) la historia del viñador, a quien entrevista, acerca de cómo sale todas las noches de ese antro un ánima, la de la mora, desde luego. No obstante esta aparente incredulidad, se confiesa luego «muy amigo de oír todas estas tradiciones», y la presente procurará contarla -nos dice «en los mismos términos» que el cándido viñador (loc. cit.). La técnica introductoria de «Los ojos verdes» es del mismo tipo sutil, porque en este relato sólo está vagamente aludido el término escepticismo de la oposición mental que se da en el narrador oculto que se acerca a lo fantástico: «Yo creo que he visto unos ojos como los que he pintado en esta leyenda -dice el narrador-. No sé si en sueños, pero los he visto» (OC, 133). Las palabras que he subrayado son importantes: creo y los he visto significan la fe en la realidad sobrenatural (sueños), y la frase verbal no sé es el único resto de la duda que el relator quizá haya sentido antes. En el capítulo I o introducción a «La cruz del diablo», mientras «uno de los guías naturales del país» explicaba aterrado la fantástica e increíble naturaleza satánica del siniestro humilladero cerca de Bellver, el narrador viajero encontró, a pesar suyo, en la voz de su interlocutor «un acento de verdad que me sobrecogió» (OC, 97). Luego se reporta. «Francamente -nos confía-, creí que estaba loco [...]. Ya no pude menos de sonreírme» (loc. cit.). Prosiguiendo la conversación con el guía, empero, el narrador fue finalmente «cediendo a sus instancias, sin darme cuenta a mí mismo -dice- del involuntario temor que comenzó a apoderarse de mi espíritu» (loc. cit.).

En la introducción a «El miserere», la locura hace el mismo papel: es decir, que representa otra vez un argumento en apoyo del escepticismo. En los pentagramas antiguos que el narrador descubre en esta leyenda sobre la música sagrada, hay detalles vulgares como la voz latina Finis al final de la composición sin terminar. Pero el narrador apunta su reacción de incrédulo al observar la terminología utilizada en las hojas del Miserere de la Montaña, que no es la italiana usual, sino otra alemana que se refiere a la imitación sonora de los alaridos, los huesos crujientes y otras torturas de los penitentes: «me chocó» -dice- (OC, 189). Y aún añade nuestro narrador y guía: «... parecían frases escritas por un loco» (loc. cit.). Sin embargo, allí está el documento objetivo de los «tres cuadernos de música bastante antiguos» (loc. cit.), y allí está -nos dice el autor«el anciano [que] me contó entonces esta leyenda» (OC, 190); con lo cual el narrador y nosotros tenemos suficiente motivo para suspender nuestro escepticismo y al menos escuchar la leyenda sobre la milagrosa repetición anual en Jueves Santo de los tormentos de los monjes de la Montaña en el incendio de su monasterio. Es más: esos tres cuadernos hallados en la «abandonada biblioteca» de la abadía de Fitero están «cubiertos de polvo» (OC, 189); es decir, que son vestigios de un tiempo en el que podían tal vez suceder cosas que hoy son imposibles. Ahora bien: el propósito principal de la introducción en las siete leyendas que la tienen, no es introducir la aventura que se narra en las páginas restantes del cuento -recuérdese que en otros siete relatos fantásticos de Bécquer se prescinde de introducción-, sino preparar al lector en forma especial para su encuentro con lo sobrenatural. En cada introducción, las más veces hacia su final, se establece un importante lazo entre narrador y lector. El lector participa en la creación de la ilusión fantástica en todas las leyendas de Bécquer al instalarse imaginariamente en el mundo del cuento; mas en las siete de que se trata en este capítulo, recibimos una invitación especial a participar en el acto estético. Veámoslo. En los preliminares de «Los ojos verdes», Bécquer escribe: «... cuento con la imaginación de mis lectores para hacerme comprender», esto es, en todo lo que atañe a los obsesionantes atractivos de la fantasía, a la que ya se ha abandonado el autor, como queda demostrado. La finalidad de la invitación es contagiar al lector con el mal ejemplo de la credulidad, malo solamente desde el punto de vista del lector mundano y escéptico, a quien no se admite aquí sin que se desnude de sus descreederas en el umbral. En la introducción a «El monte de las Ánimas», Bécquer apela con igual insistencia al papel de la imaginación: «Una vez aguijonada la imaginación, es un caballo que se desboca y al que no sirve tirarlo de la rienda» (OC, 123). Por su contexto inmediato este período se refiere al narrador, aunque, en realidad, ni en su estilo ni en su contexto más amplio existe obstáculo alguno para que se refiera también a cualquiera o a todos los lectores aficionados al género fantástico. Mas donde en la presente introducción se reconoce la participación del lector en el mantenimiento de la ilusión, es a su mismo final cuando por una expresión popular parece que narrador y lector están sentados a la misma mesa jugando a los naipes: «Sea de ello lo que quiera -dice aquél indicando que empieza ya el relato-, allá va, como el caballo de copas» (loc. cit.). No

habría que olvidar que se dice antes en esta misma introducción que la imaginación es un caballo (Pegaso); por lo cual, las últimas palabras del introductor equivalen a poner las riendas de ese fogoso corcel en manos del lector. En los prolegómenos de «La rosa de Pasión», se combinan las técnicas introductorias de «Los ojos verdes» y «El monte de las Ánimas». Dirigiéndose a los lectores, el narrador asegura que si fuera capaz de contar su historia en la forma debida, «os conmovería como a mí me conmovió» (OC, 291); palabras que recuerdan las del buen Lázaro de Tormes cuando compartía imaginariamente los sufrimientos de su segundo amo, el muy noble y muy pobre escudero de Toledo: «sentí lo que sentía»27. O sea que aquí, igual que en «Los ojos verdes», el narrador cuenta con la imaginación, la identificación psicológica y las emociones del lector: en una palabra, la colaboración de éste en el proceso literario. Al final de la introducción, el narrador ofrece ya al lector el indicado relato de «La rosa de Pasión», y reaparece el mismo giro familiar utilizado para la invitación en «El monte de las Ánimas», esto es: «ahí va» (OC, 291). La cooperación entre narrador y lector para la elaboración de la verosimilitud se presenta como un diálogo implícito en «Maese Pérez el organista». Con sus preguntas a la demandadera del convento, el narrador se ha enterado de que no se repiten ya las milagrosas visitas del alma del organista muerto a Santa Inés en la Nochebuena para tocar en la misa del Gallo, porque se ha instalado un órgano nuevo, muy inferior. «Si a alguno de mis lectores se le ocurriese hacerme la misma pregunta después de leer esta historia -añade el narrador-, ya sabe por qué no se ha continuado el milagroso portento hasta nuestros días» (OC, 142-143). Y con esta rápida alusión al diálogo se afirma una base muy importante para la verdad poética de la leyenda: Se ha perdido esa prodigiosa costumbre, no porque le sea imposible a un alma pulsar las teclas de un órgano, sino porque el alma de tan eximio músico no se digna tocar tan mal instrumento. Así, aun antes que franqueemos el umbral de la leyenda propiamente dicha, queda sutilmente confirmada la posibilidad de que los muertos anden entre nosotros. Colaboración, diálogo entre narrador y lector: en principio esto nunca falta en las leyendas con introducción, aunque en dos casos está reducido al mínimo. En la última oración de la introducción a «El miserere», el narrador habla en estos términos con los lectores: «El anciano me contó entonces la leyenda que voy a referiros» (OC, 190). Como se ha dicho varias veces, es un viñador quien relata la leyenda de «La cueva de la Mora» a Bécquer o el narrador omnisciente, y en el período final de su introducción, éste se vuelve ya hacia su nuevo público, el lectorado, explicándose así: «... le supliqué que me la refiriese, lo cual hizo, poco más o menos, en los mismos términos que yo, a mi vez, se la voy a referir a mis lectores» (OC, 236). En estos dos cuentos el contagio entre sensibilidad del narrador y sensibilidad del lector se consigue de manera más velada que en esas leyendas donde se propone de modo directo un enlace entre la imaginación, o la conmoción, del uno y la del otro; pues aquí depende de palabras individuales, el sustantivo anciano y el adjetivo plural mismos, según explicaré ahora. Cuando nos cuenta un suceso singular una persona muy vieja, encontramos en

su ancianidad algún motivo para dar crédito a lo contado, y otros motivos para ponerlo todo en duda; pero en «El miserere» el propio anciano no ha de contarnos ese caso extraordinario, sino que nos ha de servir de intermediario el autor («voy a referiros»), en quien ya tenemos cierta fe por el juicio que ha demostrado en su escrutinio de los manuscritos musicales, y así se trata una vez más de un intercambio entre dos personas cultas, dotadas, eso sí, de una imaginación muy viva, pero también de cordura -narrador y lector-, quienes recogerán solamente las intuiciones más finas del anciano. (Así queda a la vez a salvo la delicada honra intelectual del lector escéptico.) A lo largo de la introducción realista a «La cueva de la Mora» hemos llegado a conocer al sencillo y supersticioso viñador entrevistado por el autor, y por ende mismos («mismos términos») viene a ser un calificativo mucho más específico que de costumbre. Además, es nuestro respetado y fidedigno guía, el narrador, quien utiliza tal adjetivo; él no reproduciría en su narración «los mismos términos» usados por el viñador, sin que su imaginación y su razón se hubiesen puesto de acuerdo sobre la posibilidad de que pudiera haber allí un auténtico prodigio. En esta forma, con medios tan sencillos que apenas nos fijamos en ellos, se logra afinar el instrumento de la imaginación del lector para que se armonice perfectamente con la índole de cada uno de los originalísimos relatos fantásticos becquerianos. A la conclusión de la larga introducción (capítulo I) de «La cruz del diablo», se da una técnica semejante pero más compleja para transmitir del narrador al lector la carga eléctrica de la inspiración fantástica. He aquí el último párrafo de dichos preliminares: Durante este corto diálogo [con un guía natural del país], nuestros camaradas, que habían picado sus cabalgaduras, se nos reunieron al pie de la cruz; yo les expliqué en breves palabras lo que acababa de suceder; monté nuevamente en mi rocín, y las campanas de la parroquia llamaban lentamente a la oración cuando nos apeamos en el más escondido y lóbrego de los paradores de Bellver. (OC, 98)

Tenemos aquí un anticipo del tema del que nos ocuparemos en el próximo capítulo: el auditorio interior, quiero decir, grupos de oyentes ficticios que, a la par que habitan el mundo de la leyenda como personajes de ésta, escuchan la relación del conjunto o de algún trozo de ella. Desde luego, en el pasaje que acabo de copiar, se trata de oyentes ficticios, no en la misma leyenda, sino en su introducción, en la que cumplen la función de representar a los futuros lectores de la tradición -oyentes a distancia-; y por vía de tales delegados el narrador comunica al lectorado el hondo horror que él sintió al convencerse por fin de que estaba consagrada al demonio la cruz ante la que había querido rezar. Tal comunicación se señala por el paso del yo (expliqué, monté) del narrador al nosotros (nos apeamos) con el que se revela que los oyentes ficticios -nuestros delegados- se identifican ya con la actitud de aquél, tanto más cuanto que

el relator y su primer público se hallan al final envueltos en un ambiente inquietante (las campanadas que «llamaban lentamente a la oración» y «el más escondido y lóbrego de los paradores»), que recuerda el horror que el narrador había sentido al pie del satánico humilladero. Campana que llama a oración en las tierras del maldito señor del Segre, si gozara del don de la palabra, seguramente diría lo mismo que la que habla en el cuadro de costumbres «La noche de Difuntos», de Bécquer: «Yo soy la campana de los cuentos medrosos, de las historias de aparecidos, y de almas en pena; campana cuya vibración indescriptible y extraña sólo encuentra eco en las imaginaciones ardientes» (OC, 1029). «Poco y bueno» -reza el refrán-, y no cabe mejor descripción del arte de las siete introducciones becquerianas estudiadas en este capítulo.

Capítulo IV El auditorio interior y el «casi creer»

Tanto en las leyendas becquerianas que tienen introducción como en las que no la tienen, es característico que varios personajes se reúnan para formar un grupo de oyentes a quienes otro habitante del mundo imaginario narra la leyenda entera o un fragmento de ella. Al mismo tiempo, se analizan las actitudes de los diversos individuos del auditorio ante el material narrado. Es un aspecto importante de la técnica de todas las Leyendas, mas su importancia es doble en las que no tienen introducción, porque en éstas depende exclusivamente del auditorio interior esa dialéctica entre el descreimiento y la fe que poco a poco lleva al lector a entregarse a los atractivos de lo sobrenatural; dialéctica y preparación del lector que en las otras leyendas, aquéllas que sí tienen introducción, son inauguradas ya en ésta, como hemos visto en el capítulo precedente. En ambos tipos de narración, empero, el auditorio interior es el medio principal para la alegorización en el texto literario de la actitud del lector de éste, según pasa de escéptico a titubeante, y de titubeante a crédulo (o por lo menos receptivo). Las pocas veces que el narrador omnisciente hace uso de la primera persona en el texto narrativo (a distinción del introductorio), se asocia de una manera u otra al auditorio interior, y por lo tanto éste es esencial también para el conocimiento completo de la relación entre el narrador y el lector. Examinaremos aquí todas las actitudes de los oyentes ficticios (y el narrador) que afectan a la recepción de la ficción fantástica por el lector, pero por el presente veamos cómo se introduce y se caracteriza al auditorio interior.

I. La dinámica del grupo Ya comentamos brevemente, en el capítulo II, el papel del auditorio de los

juglares en «El Cristo de la Calavera» y «La promesa», pero en ese momento pensábamos exclusivamente en su relación con la vía oral, de la que Bécquer finge recoger sus materiales tradicionales. Son de varios tipos los auditorios interiores que se hallan en las Leyendas de Bécquer, y para facilitar su análisis despacharé primero el menos característico: un auténtico caso aislado. Algún crítico ha llamado prólogo a las cuatro primeras «estrofas» (párrafos) de la cantiga provenzal en prosa titulada «Creed en Dios», y tienen en efecto una numeración separada de la de las estrofas restantes. Mas no se trata de un apartado inicial, como el que figura a la cabeza de las siete leyendas con introducción, en el que se haga la historia de las fuentes, la inspiración y la composición de la leyenda y se presente ésta a posibles lectores de todos los tiempos y países, sino que son cuatro largos vocativos dirigidos a tres auditorios diferentes o a un solo auditorio mixto, compuesto, en cualquiera de los dos casos, de contemporáneos y paisanos del narrador omnisciente que aquí hace de juglar a quien escuchan esos tres grupos: «Nobles aventureros [...], oídme» (I); «Pastores que seguís paso a paso a vuestras ovejas [...], oídme» (II); «Niñas de las cercanas aldeas [...], oídme» (III); «Tú, noble caballero, tal vez al resplandor de un relámpago; tú, pastor errante, calcinado por los rayos del sol; tú, en fin, hermosa niña, cubierta aún con gotas de rocío, semejantes a lágrimas: todos habréis visto en aquel santo lugar una tumba, una tumba humilde, etc.» (IV) (OC, 173-174). Después, en la misma leyenda, al empezar un nuevo segmento de la narración, ocurre otro vocativo triple semejante pero más breve: «Nobles caballeros, sencillos pastores, hermosas niñas que escucháis mi relato: si os maravilla lo que os cuento...» (OC, 181). Este público no es, en fin, ni de nuestro mundo ni del mundo de la ficción (no se compone de personajes de ésta), sino que pertenece a ese otro mundo intermediario habitado por el narrador omnisciente. Tal conclusión se desprende asimismo de la sintaxis del segundo vocativo triple, pero la presencia del narrador no es aquí tan esencial como en las siete introducciones examinadas anteriormente. Ahora bien: el auditorio interior de «Creed en Dios», ni real ni plenamente ficticio, sino más bien hipotético -atípico, en todo caso, de los que Gustavo acostumbra a reunir en sus relatos, cumple, sin embargo, la misma función que los auditorios compuestos de personajes que miraremos dentro de un momento, esto es, que sirve para la formulación de esa dialéctica entre el escepticismo y la credulidad que lleva a la aceptación de lo sobrenatural como posible y real; pues los componentes del público apostrofado por el narrador de «Creed en Dios» representan tres niveles de cultura en orden descendente -caballero, pastor, niñaunidos por su común fascinación ante el misterio de la tumba del barón de Fortcastell. Pero no se habría producido esa reacción unida sin un compromiso entre la mundanidad del caballero y la inocencia de la niña para llegar a un nivel intermedio de receptividad, análogo acaso al del pastor, donde la mayoría de las aventuras maravillosas de Teobaldo de Montagut pareciesen ya más convincentes (el tantas veces aludido «casi creer»), y he aquí que en el pastor los lectores de todos los estamentos tenemos un delegado a través de quien logramos el acceso a ese mundo intermedio del narrador, quien está por lo menos suficientemente

convencido de la autenticidad del prodigio para molestarse contándonoslo. Los demás auditorios interiores son todos ficticios, es decir, que sus individuos son personajes a la par que oyentes de la leyenda relatada. Tales auditorios toman dos formas, una de las cuales no nos concierne directamente, porque se trata de públicos implícitos, públicos que están presentes, pero que en realidad no están presentados. Me refiero a varios pasajes de «El gnomo», «El monte de las Ánimas», «La rosa de Pasión» y «Los ojos verdes», ya citados en el capítulo II, en los que varias viejas u otros personajes refieren consejas en noches frías al amor de la lumbre. Del hecho de que hacen esto se deduce que otros personajes se habrán reunido en torno suyo para escuchar, pero estos grupos no están ni descritos ni mencionados siquiera (lo cual no obsta para que haya a la vez, en «El gnomo» y «El monte de las Ánimas», otros públicos ficticios diferentes que sí están descritos, según veremos). Pero, en cualquier caso, la mera sugestión de auditorio, público, reunión de testigos, coadyuva a la consecución de la aceptabilidad cuando se trata de lo fantástico; pues lo que se oye entre dos o más personas posee, por increíble que de otro modo sea, cierta rudimentaria objetividad que no tiene lo experimentado por una sola persona. Son interesantes las descripciones de auditorios compuestos de personajes a quienes sí llegamos a conocer a través de la lectura, no porque sean unas muestras excepcionales del arte descriptivo, sino porque, como la obra de José Manuel Martín citada en el capítulo II, recuerdan las tradicionales tertulias nocturnas de gentes sencillas e impresionables, reunidas ante el hogar para contar y escuchar historias de aparecidos y de almas en pena, a cuál más espeluznante. Digo que lo más importante de estas tertulias son las impresiones de sus miembros ante el suceso maravilloso que se refiere, mas primero reunamos a los tertulianos. En «El miserere», el romero alemán cuenta las aventuras que le ha deparado el mundo durante su búsqueda de una forma musical para el salmo Miserere mei, Deus! que sea tan magnífica, que le absuelva de la culpa de un horrible crimen cometido años hace, y se describe así a su auditorio: «El hermano lego, algunos dependientes de la abadía y dos o tres pastores de la granja de los frailes que formaban un círculo alrededor del hogar, escuchaban en un profundo silencio» (OC, 191). La palabra círculo que precisa la acostumbrada forma de la agrupación de los oyentes en tales ocasiones, ya bajo tejado, ya bajo las estrellas, ocurre también en uno de los más terroríficos cuentos de Gustavo: ... el vaso de saúco, ora vacío, ora lleno, y no de agua como cangilón de noria, había dado tres veces la vuelta en derredor del círculo que formábamos junto al fuego, y todos esperaban con impaciencia la historia de La cruz del diablo, que a guisa de postres de la frugal cena que acabábamos de consumir se nos había prometido, cuando nuestro guía tosió por dos veces, se echó al coleto un último trago de vino, limpiose con el revés de la mano la boca y comenzó de este modo... (OC, 98)

Se hace, en verdad, mucho hincapié en el concepto del auditorio en «La cruz del diablo», porque en el mismo relato se dan otros tres ejemplos muy curiosos. El primero es: ... la historia del Mal caballero, que sólo por este nombre se le conocía, comenzaba a pertenecer al exclusivo dominio de las viejas, que en las eternas veladas del invierno la relataban con voz hueca y temerosa a los asombrados chicos; las madres asustaban a los pequeñuelos incorregibles o llorones diciéndoles: «¡Que viene el señor del Segre!» (OC, 100)

El segundo ejemplo es: «La nueva se divulgó con la rapidez del pensamiento entre la multitud que aguardaba impaciente el resultado del juicio, y [...] ya a nadie cupo duda [...] que el diablo a la muerte del señor del Segre había heredado los feudos de Bellver» (OC, 110). Luego, cuando otra nueva peripecia sobrenatural viene a horrorizar a los habitantes de Bellver, «el asombro se pintó en el rostro de cuantos se encontraban en el pórtico, que, mudos e inmóviles, hubieran permanecido en la posición en que se encontraban Dios sabe hasta cuándo si la siguiente relación del aterrado guardián no los hubiera hecho agruparse en su alrededor para escuchar con avidez» (OC, 111). Hay ciertas emociones que son más fáciles de suscitar en grupo, porque los unos excitan a los otros, y precisamente una de tales emociones es esa expectación ante un desenlace sobrenatural que Bécquer quiere inspirar e n los lectores de todas sus narraciones fantásticas. Hemos dicho que en «El monte de las Ánimas» existe un auditorio implícito, no descrito: el de las dueñas que con ocasión de la noche de Difuntos refieren cuentos temerosos. Mas en el mismo salón había también «algunos grupos de damas y caballeros que conversaban familiarmente», y en tan larga y pavorosa velada parece improbable que alguno de estos grupos no se fundiera por un momento con el de las dueñas, o que alguno de los individuos de aquéllos no aprovechara su cercanía para escuchar disimuladamente alguno de los cuentos de terror narrados por tan sabias viejas. Al mismo tiempo que todos estos grupos conversan, narran y escuchan, Alonso, hijo del conde de Alcudiel, cuenta a su prima, hija del conde de Borges, la tradición de la aterradora batalla fantasmal entre los espectros de los templarios y los de los hidalgos de Soria que se repite cada noche de Difuntos y forma la base de la leyenda de Bécquer. En fin, he aquí en esta narración un verdadero congreso de cuentistas, narradores y relatores de todas las edades y ambos sexos, cada uno con sendo público. No se entiende el arte becqueriano de lo fantástico, ni la autenticidad de que Gustavo logra dotar lo prodigioso, sin tener muy presente el constante entrecruce -interacción- de diferentes públicos y sus respectivas reacciones ante el terror sobrenatural, pues de tan dinámica química humana proviene la verosimilitud especial que nos convierte a todos en fervorosos creyentes en lo inconcebible.

«El gnomo» tiene en común con «El monte de las Ánimas» el hecho de que en sus páginas encontramos auditorios implícitos y otros directamente descritos. Estos últimos gozan del tratamiento quizá más completo del auditorio interior que hay en los cuentos de Bécquer. La siguiente puesta en escena se halla en el segundo párrafo del capítulo I de «El gnomo»: En el pórtico de la iglesia, y sentado al pie de un enebro, estaba el tío Gregorio. El tío Gregorio era el más viejecito del lugar. Tenía cerca de noventa Navidades [...]. Nadie contaba un chascarrillo con más gracia que él, ni sabía historias más estupendas, ni traía a cuento tan oportunamente un refrán, una sentencia o un adagio. Las muchachas al verlo, apresuraron el paso con ánimo de irle a hablar, y cuando estuvieron en el pórtico, todas comenzaron a suplicarle que les contase una historia... (OC, 216)

Naturalmente, el tío Gregorio les complace, pues no hay nada en que él mismo tenga mayor gusto, y merced a su singular talento para la narración el viejo se va poco a poco apoderando de las imaginaciones y aun de las almas de su auditorio, según se desprende, por ejemplo, de este apunté sobre la reacción de las muchachas ante cierta hórrida advertencia del rústico relator: «El tío Gregorio pronunció estas últimas palabras con un tono tan lleno de misterio, que las muchachas abrieron los ojos espantadas para mirarlo» (OC, 218). Diestro narrador, el viejo Gregorio sabe hacer su temible historia todavía más emocionante puntuándola con la retórica de pausas estratégicamente introducidas en el hilo de su desarrollo: «Al llegar aquí, el anciano se detuvo un momento. Las muchachas [...] guardaban entonces un profundo silencio, esperando a que continuase, con los ojos espantados, los labios ligeramente entreabiertos y la curiosidad y el interés pintados en el rostro» (OC, 221). Recuérdese y compárese el uso de pausas por la sirvienta de Gustavo al contarle historias de las brujas de Trasmoz. Inevitablemente, los lectores nos unimos psicológicamente a las muchachas que escuchan arrobadas al tío Gregorio; y nosotros, unos oyentes más, nos vemos pendientes también de los labios del persuasivo nonagenario. Contado que hubo su historia el tío Gregorio, «el grupo de mozuelas se disolvió, alejándose cada cual hacia uno de los extremos de la plaza [...]; dos muchachas [...], preocupadas con la maravillosa relación, parecían absortas en sus ideas, se marcharon juntas, y con esa lentitud propia de las personas distraídas, por una calleja sombría, estrecha y tortuosa» (OC, 223). Y de esa preocupación estimulada en medio del auditorio, en medio de la reacción colectiva, arranca el poético pero siniestro desenlace que sobreviene a esas dos chicas. En «La ajorca de oro» se incluye un curioso detalle descriptivo que condiciona toda la pecaminosa aventura del robo de la joya de la Virgen por Pedro Alfonso de Orellana para complacer a su novia María Antúnez. Trátase de opiniones formadas en grupo, o en todo caso, por la influencia de grandes números de prójimos. Aquí no tenemos ni auditorio implícito ni

auditorio descrito, pero sí hay una fuerza colectiva que desempeña el mismo papel que la preocupación en «El gnomo». Me refiero a cierto pasaje relativo a Pedro, donde se le describe como «supersticioso, supersticioso y valiente, como todos los hombres de su época» (OC, 115). Yo he subrayado la frase que representa la dinámica del grupo, en función de la cual Orellana es llevado hacia el pecado y el portento. Otros importantes auditorios, poco típicos en el conjunto de las Leyendas y sin embargo muy apropiados a aquella en que figuran, son los públicos de fieles que escuchan la música de la misa del Gallo en «Maese Pérez el organista», y sin cuya reacción en masa no se apreciaría todo el arte y fuerza del brillante músico, ya vivo, ya muerto. Por ejemplo: «... de todos los ojos caen lagrimones tamaños, y al concluir se oye como un suspiro inmenso, que no es otra cosa que la respiración de los circunstantes, contenida mientras dura la música» (OC, 146). Después de la muerte de maese Pérez, el malísimo y muy pedante organista de San Bartolomé viene a suplirle en la Nochebuena; y sin embargo, los tonos del antiguo órgano del maestro muerto son tan maravillosos como siempre. Tan gran misterio empieza a aclararse cuando la demandadera del convento de Santa Inés, platicando con una comadre suya, recuerda otros auditorios pasados. Las «dos mujeres» se internaban en el callejón de las Dueñas, cuando se expresaba así la guía del narrador y el lector: -¿Qué quiere usarced, mi señora doña Baltasara? [...] Yo soy de este genial. Cada loco con su tema... Me lo habían de asegurar capuchinos descalzos y no lo creería del todo... Ese hombre no puede haber tocado lo que acabamos de es cuchar... Si yo lo he oído mil veces en San Bartolomé, que era su parroquia, y de donde tuvo que echarle el señor cura por malo, y era cosa de taparse los oídos con algodones... (OC, 155)

Reacciones comunes, reacciones individuales: se funden en las Leyendas, y de estas últimas, aun más importantes que las primeras, hablaremos extensamente, una vez que hayamos echado una ojeada a los auditorios en otros dos relatos becquerianos. En «El beso», como saben todos los lectores, un capitán del ejército francés muere horrorosamente castigado por haber intentado imprimir un sacrílego ósculo en los labios de la estatua sepulcral de una bella y casta dama medieval, cuya deslumbrante efigie se halla arrodillada junto al altar en la ruinosa iglesia de un convento de Toledo, en la que el oficial galo y sus hombres están alojados. El capitán invita a un grupo de oficiales, amigos suyos, alojados en otros edificios de la aguerrida ciudad imperial, a tomar champagne con él en la iglesia del convento y a contemplar la extraordinaria estatua -casi parece de carne y hueso- de la que él está perdidamente enamorado. En la fiesta el anfitrión, ya muy bebido, no se cansa de hablar de su amor por la dama marmórea; sus compañeros le escuchan, pero no se limitan a ser auditorio. Hacen la visita turística a las diferentes esculturas de la iglesia desmantelada, y

son testigos de la locura y sangrienta muerte del capitán. Su función exacta se descubre por una serie de referencias a lo largo de las cinco últimas páginas de la leyenda: «Sus camaradas, afectando la mayor gravedad, respondieron a la invitación con un cómico saludo [...]. Los oficiales volvieron los ojos al punto que les señalaba su amigo [...]. Los oficiales, que advirtieron la taciturna tristeza de su camarada, lo sacaron del éxtasis en que se encontraba sumergido [...]. Los jóvenes acogieron con grandes carcajadas esta ocurrencia [...]. Los oficiales, mudos y espantados, ni se atrevían a dar un paso para prestarle socorro. [...] Habían visto al inmóvil guerrero levantar la mano y derribarlo con una espantosa bofetada de su guantelete de piedra» (OC, 286-290). ¿Cómo creeríamos que la estatua del marido de esa hermosa dama de piedra gozara del movimiento para tal venganza si lo hubiese visto un solo testigo, si todo el ambiente de la iglesia hubiese sido observado por un solo compañero? A éste le habríamos creído tan loco como el mismo capitán. Pero, habiendo todo un auditorio de testigos... «La corza blanca» contiene, en forma irónica, un importante consejo sobre el mejor modo de atraer y retener la atención del auditorio. El caballero aragonés don Dionís ha salido de su torre señorial, junto con sus monteros y otros cazadores, a gozar de su deporte predilecto; su hija Constanza se une «al grupo de los cazadores» (OC, 256); y durante un descanso, el zagal Esteban principia a relatarles sus extrañas aventuras con las corzas de esa comarca (que se convierten cada poco en encantadoras doncellas). Al lanzarse a su relación, el zagal parece un orador nato: observa a sus oyentes, procura tomar en cuenta las reacciones de quienes escuchan, e intenta reforzar la confianza de éstos en lo que él va narrando: «Creedlo, señores -les dice-, esto es tan seguro como que me he de morir» (OC, 259). Sin embargo, pocos momentos después empieza a fallarle este sistema, aunque el desenlace de la leyenda revelará que el inocente no era él, sino esos señores tan escépticos que se reían de él. La explicación del fallo de la retórica de Esteban y el apunte sobre el método más acertado para dominar, ya al auditorio interior de personajes, ya al público de lectores, se nos brindan juntos en la frase que he subrayado en el pasaje siguiente: El zagal, aunque sin atender al efecto que su narración había producido, parecía todo turbado e inquieto, y mientras los señores reían a sabor de sus inocentadas él tornaba la vista a un lado y a otro con visibles muestras de temor y como queriendo descubrir algo a través de los cruzados troncos de los árboles. (OC, 260)

Esteban había atendido al efecto que causaban a sus oyentes los lances individuales de su narración, pero no al efecto del conjunto de ésta; así sólo había conseguido asustarse a sí mismo. El punto de poética fantástica alegorizado aquí es entonces el mismo al que Poe llama el «efecto único». Tanto el efecto del conjunto de la historia fantástica como el de sus

diversas partes podrán apreciarse con mayor precisión si añadimos ahora a las consideraciones anteriores el estudio de las reacciones individuales de los miembros del auditorio interior y de los demás personajes ante lo sobrenatural.

II. Subversión de la realidad y reacción individual El recurso principal del Bécquer cuentista fantástico para la comunicación de la experiencia de lo sobrenatural al lector, recurso por otra parte clásico del género, es el de oponer unas reacciones individuales escépticas ante el prodigio a otras muy diferentes, crédulas, ya sean tales reacciones de miembros del auditorio interior, ya de otros personajes o testigos que aparecen en la leyenda (la distinción no es siempre posible). Ya hemos visto que coadyuvan a la autenticación del elemento sobrenatural las introducciones de las siete leyendas que la tienen y el auditorio interior considerado en su conjunto, mas donde la contradictoria vivencia de lo fantástico con toda su inquietante intensidad (¿creer? ¿no creer?) pasa de la psique de los entes de ficción a la de los lectores de carne y hueso, es al nivel individual; aquí asimismo es donde el lector se encuentra tan envuelto como los personajes en la obsesionante agonía del «casi creer»: y aquí es, por último, donde se unen auditorio interior y auditorio exterior (lectores) en el logro de una arrolladora visión nueva de la realidad, la cual les viene de ese «efecto único» que el escritor fantástico busca en cada relato. En el mismo lugar (su reseña de 1842, de los Twice-Told Tales de Hawthorne), Poe habla también de «la totalidad del efecto», y no habría que olvidar que hemos considerado aquí dos pasajes becquerianos en los que se insiste en el «efecto» que se produce con la narración fantástica. Ahora bien: el «efecto único» de lo sobrenatural en las Leyendas de Bécquer depende directamente de la reacción individual, a cuyo escrutinio vamos a dedicar las páginas restantes de este capitulo. Dicho efecto es ese perturbador desencajamiento de nuestro habitual sentido de la lógica que experimentamos al aceptar como posible un fenómeno físico o espiritual que representa la contravención de las leyes natura les de nuestro universo. ¿Por qué aceptamos tal subversión de nuestro buen sentido y aun de nuestra voluntad? Pues, porque se nos confirma por el testimonio de nuestros sentidos y sensaciones, y he aquí una aceptación que no se explica sin tener presente que los lectores modernos somos en último término hijos intelectuales de la Ilustración dieciochesca y especialmente de su epistemología sensacionista, según la cual todos nuestros conocimientos proceden de la sensación, de la impronta que el mundo en torno nuestro deja en nuestros cinco sentidos. Hijos de esta escuela materialista, no queremos creer sino aquello que podemos ver y palpar, y orgullosos, pensamos que tal actitud nos protege contra el absurdo; pero tan arraigada está nuestra confianza en nuestros sentidos, que cuando éstos nos sorprenden confirmando algo que contraviene a toda la lógica natural que habíamos pretendido derivar de sus testimonios, aceptamos los datos sensoriales como de costumbre, aunque sea temblando esta vez de

terror, y he aquí al mayor escéptico convertido en testigo convencido de lo sobrenatural. De ahí entonces el acento que se escribe sobre la reacción individual en estos y otros cuentos fantásticos, porque la reacción, sobre todo la aceptadora, se nutre en gran parte de la sensación suscitada por el prodigio -sensación suscitada en mí-; y de ahí el hincapié que también se hace en la sensación en las páginas críticas de Bécquer relativas a la narración fantástica, así como en los escritos de casi todos los críticos que tratan del género. Por ejemplo, Lovecraft discierne el secreto del genial arte del escritor fantástico Algernon Blackwood en «la preternatural penetración con que reúne, detalle tras detalle, todas las sensaciones y percepciones que llevan desde la realidad hasta la vida o visión sobrenatural»28. No sé si se habrá hecho antes o no esta observación, pero en el fondo el trabajo de la literatura fantástica, al utilizar así la sensación, consiste en utilizar contra la ciencia moderna los medios que son propios de ésta, por cuanto la observación sistemática, fundamento de todos los descubrimientos científicos modernos, tiene sus antecedentes en Bacon y sus inmediatos sucesores, los sensacionistas. En fin, al instalarse en el mundo del género fantástico se le subvierte primero al escritor y luego al lector el orden natural de las cosas; y es una experiencia tan agotadora para los nervios como intrigante para el intelecto. Por este motivo, cuando habla de las Historias extraordinarias de Poe su gran traductor francés, Charles Baudelaire, dice: «Poe est l'écrivain des nerfs». Voy a citar algunas palabras más de la misma página de Baudelaire, porque con ellas se capta en forma elocuente la enervante experiencia del hombre individual que ve subvertírsele el mundo: Ningún hombre, lo repito, ha contado con más magia las excepciones de la vida humana y de la naturaleza; [...] la alucinación dejando primero lugar a la duda, pronto convencida y razonadora como un libro; el absurdo instalándose en la inteligencia y gobernándola por una espantosa lógica; la histeria usurpando el lugar de la voluntad; la contradicción establecida entre los nervios y el espíritu, y el hombre desacordado hasta el punto de expresar el dolor por la risa29.

Quisiera referirme también un momento a Stephen King, el más conocido de los actuales narradores fantásticos norteamericanos, porque aunque podría parecer una nueva digresión, es de aquellas digresiones que vienen al caso. Las últimas palabras de Baudelaire, sobre la expresión del dolor por la risa, podrían a primera vista sorprender al lector de cuentos de terror. Y sin embargo, si hubiéramos de atenernos a la teoría de King que voy a explicar a continuación, el relato sobrenatural es una forma esencialmente tragicómica; porque dicho escritor estadounidense mantiene que de igual modo que el humorismo por lo grotesco se acerca a veces al horror, el horror se aproxima en ciertos momentos al humorismo. King y cierto colega suyo del género de terror -nos dice aquél- se confesaron en sendas cartas familiares que al estar escribiendo y dar por fin con el

detalle más siniestro de la solución de una de sus espeluznantes invenciones, suelen sonreírse y sentir cierta «ominosa jocosidad». En este perverso goce moral, King descubre la «voz» especial del género fantástico30; y esta voz la oye inevitablemente todo lector a través de las reacciones de las figuras que intervienen en leyendas becquerianas como «La cruz del diablo», «El monte de las Ánimas», «El miserere», «El gnomo», «La promesa», «El beso», etc. Continuaremos ahora el análisis de las reacciones individuales ante el horror, dividiendo los relatos de Gustavo en varios grupos y parejas según la forma que tome lo maravilloso en cada variante; mas primero hace falta distinguir claramente entre dos conceptos diferentes de aquello que constituye lo sobrenatural.

III. La reacción individual en tres leyendas cristianas Desde el punto de vista del manejo del elemento sobrenatural, las tres leyendas menos interesantes son aquellas en que interviene en forma directa y clara la voluntad divina cristiana: «La ajorca de oro», «El Cristo de la Calavera» y «La rosa de Pasión». Al hacer tal afirmación doy, naturalmente, al adjetivo sobrenatural la acepción de «fantástico, prodigioso, espectral» que suele tener en la crítica relativa al género del que se trata aquí, y no su otra acepción teológica. Aunque sean en muchos casos alusiones puramente ornamentales, no hay ninguna leyenda becqueriana que no contenga detalles cristianos (salvo «El caudillo de las manos rojas», que queda excluido de nuestra consideración). Mas para comprender los diferentes papeles que desempeña lo cristiano en las Leyendas, es preciso distinguir entre ambientación y fuerza motriz. Donde el desenlace de un relato es determinado por la mediación de un agente sobrenatural en el sentido teológico (Dios, Jesucristo, la Virgen), el efecto que se nos causa participa forzosamente de la unción religiosa; la emoción que sentimos es admirativa, consoladora, positiva, y por ende, totalmente diferente de la inquietante perplejidad, desorientación espiritual o desconocido terror que experimentamos ante la solución del típico cuento fantástico con su motivación, ya inexplicable, ya siniestra, y su subversión de la realidad normal. Por razones evidentes, entre los seres sobrenaturales reconocidos por los teólogos, el Ángel Caído es un caso aparte; y en «La cruz del diablo», donde un siervo del demonio es la figura central, el ambiente, la solución y el efecto son completamente sobrenaturales en el sentido que acostumbramos dar a este calificativo en el presente libro. La mayoría de las Leyendas representan así variantes a lo largo de una gama que va desde fenómenos fantásticos de tipo paga no como los que se dan en «Los ojos verdes» y «La corza blanca» hasta casos singulares y sobrenaturales, consistentes con la moralidad cristiana, pero no ocasionados por ninguna persona sagrada ni en nombre de la Iglesia, por ejemplo, los que se narran en «Maese Pérez el organista» y «La promesa». A primera vista, «Creed en Dios» podría parecer la cuarta excepción a la regla mayoritaria de las catorce leyendas que nos ocupan, pues en este cuento se castiga a un

enemigo de Dios, pero la voluntad divina castigadora se representa como fuerza puramente física, como vendaval que lleva al mal caballero y su corcel siempre tras sí, por todo el mundo y aun por el espacio, y es a la vez tal la porfía del caballero ateo, que parece desatarse ante nuestros ojos un desafío a muerte entre dos ciclones; y aun en las líneas finales de esta cantiga, donde por fin sí se toca el tema de la contrición, nos interesa muchísimo más el asombroso descubrimiento de que la cabalgata de Teobaldo de Montagut ha durado más de cien años, y su despertar le presenta un mundo tan cambiado como se puede suponer. Es más: tan sorprendente dato cronológico es sobrenatural, no en el sentido teológico, sino, muy evidentemente, en el otro sentido de «fantástico». Hemos dicho varias veces que, según la definición clásica del género fantástico, los relatos pertenecientes a éste se caracterizan por la irrupción de lo peregrino en un medio normal y realista con tal fuerza, que se nos impone e l asentimiento. Pues bien, en los cuentos fantásticos compuestos en la España del siglo XIX, lo católico no es sino una de las caras de ese medio normal que será repentinamente alterado por la intrusión del prodigio. La prueba de esto es que en las mejores Leyendas el cristianismo sólo está presente al nivel de la arquitectura religiosa y las costumbres populares. Examinemos primero las reacciones individuales ante el milagro en las tres leyendas en las que la voluntad divina es el principal móvil sobrenatural para así poder pasar más pronto al análisis de las once restantes, que son las más típicas. La dialéctica entre el escepticismo y la fe ante lo sobrenatural tiene su forma más sencilla en la leyenda más cristiana, que es «La rosa de Pasión». Trátase en ésta de la crucifixión en Viernes Santo de la joven judía Sara, convertida al cristianismo por la influencia de su amante. A lo largo del relato se representan las costumbres de los judíos toledanos «según los rumores del vulgo» (OC, 292). Un «sobrenatural presentimiento» (OC, 298) parece guiar a Sara hacia la ruinosa iglesia bizantina en las cercanías de Toledo donde los hombres judíos celebran sus misteriosos ritos, y donde después, en recuerdo del martirio de la joven conversa, brotará la rosa de Pasión, en la cual se ven figurados los atributos del martirio del Salvador (único fenómeno en realidad fantástico). Sara intenta sobreponerse a la opinión vulgar, batalla con sus propios presentimientos, y sin embargo... «Una idea espantosa cruzó por su mente: recordó que a los de su raza los habían acusado más de una vez de misteriosos crímenes; recordó vagamente la aterradora historia del Niño crucificado, que ella hasta entonces había creído una grosera calumnia inventada por el vulgo para apostrofar y zaherir a los hebreos» (OC, 299). A esto se limita la dialéctica entre el rechazo o la aceptación del concepto popular de las costumbres religiosas supuestamente siniestras de los hebreos. Sara cede a los rumores vulgares sobre las inhumanas prácticas de los judíos, y merced a su cesión acaba por entrar en las páginas del martirologio. Es una narración bellamente escrita, mas el mecanismo del martirio cristiano es demasiado conocido, demasiado confortante, para que con él se logre un ambiente plenamente sobrenatural en el sentido literario; no se describen en detalle las misteriosas prácticas de los judíos; y al mismo tiempo el estilo narrativo

terciopersonal se utiliza en tal forma, que se excluye de esta historia la expresión directa por los personajes de la pavorosa reacción individual ante el portento. Yo diría que en cuanto a la calidad literaria de la página individual «La rosa de Pasión» es muy superior a «La ajorca de oro», y no obstante, como cuento de terror, este último relato es más interesante. Sería tentador pensar que entre los centenares de libros sobre las más variadas materias que el Bécquer adolescente devoró en la biblioteca particular de su madrina, doña Manuela Monnehay, pudo leer los Discursos forenses (Madrid, Imprenta Nacional, 1821), del célebre poeta y jurisconsulto Juan Meléndez Valdés, y en particular su «Acusación fiscal contra Manuel C..., reo confeso de un robo de joyas, de diamantes y perlas hecho en la iglesia y a la santa Imagen de Nuestra Señora de la Almudena» (1798); pues en «La ajorca de oro» se relata un crimen del mismo tipo, cometido esta vez contra la Virgen del Sagrario en la catedral de Toledo. En la leyenda becqueriana, Pedro Alfonso de Orellana, por complacer a su novia María Antúnez, roba la aludida ajorca a la famosa imagen. El paralelo entre los crímenes se hace cada vez más interesante, pues incluso el desenlace de la narración becqueriana se sugiere por la tétrica retórica del discurso forense de Batilo. Meléndez Valdés increpa a su reo en los términos siguientes: ¡Desventurado! ¡y lo pudiste hacer! ¡y no temblabas poner tus impías manos en aquel venerable simulacro [...]! ¡No temblabas que su cólera vengadora descargase al instante sobre tu culpable cabeza [...]! ¡No temblabas, no te estremecías a cada presea que arrancabas [...]! ¡No temblabas, impío, considerando la religión augusta del lugar, el lúgubre silencio, las tinieblas que te cercaban, la soledad espantosa en que te veías, el contemplarte ya como fuera del mundo y en la habitación de la muerte, bajo mano del Señor, entre las imágenes de los santos, los cadáveres de los fieles, la trémula luz de las lámparas que parecen sólo arder para aumentar con las sombras el pavoroso horror, el miedo involuntario, irresistible, santo que inspiran a todos estas cosas [...]31

Parece mentira que no se haya vuelto loco de terror el ladrón que robó a la iglesia de la Almudena en 1798; y esto es precisamente lo que le pasa a Pedro Alfonso de Orellana, en «La ajorca de oro», cuando en medio de su peligrosa hazaña nocturna se animan y descienden de sus huecos todas las imágenes y estatuas de santos y muertos que hay en la catedral de Toledo para rodear al enamorado reo y ver «con sus ojos sin pupila» el sacrílego crimen. (Téngase en cuenta al mismo tiempo que la descripción becqueriana del ambiente, semejante a la de Meléndez Valdés, es de tonalidad aún más terrorífica.) Al otro día los dependientes de la catedral encontraron a Orellana al pie del altar con la ajorca de oro todavía en sus manos. «El infeliz estaba loco» (OC, 122). Ambas definiciones de sobrenatural son operantes en «La ajorca de oro»: frente al carácter sobrenatural (divino) de María, Madre de Dios, se coloca otra María, la ya dicha María Antúnez, la novia de Orellana, quien es «hermosa con esa hermosura que no se parece en nada a la que soñamos en

los ángeles y que, sin embargo, es sobrenatural; hermosura diabólica, que tal vez presta el demonio a algunos seres para hacerlos sus instrumentos en la tierra» (OC, 115; la cursiva es mía). La diabólica novia de Orellana, quien envidia a la Virgen esa espléndida ajorca, revela su satanismo por su propia boca al bromear irreverentemente sobre el criminal símbolo de amor que exige a su pobre novio. «Desperté -dice María Antúnez, refiriéndose a su sueño de la noche anterior sobre las joyas de la Virgen-; pero con la misma idea fija aquí, entonces como ahora, semejante a un clavo ardiendo, diabólica, incontrastable, inspirada sin duda por el mismo Satanás» (OC, 118). Las dos Marías constituyen las fuerzas concentradas entre las que se desgarra el espíritu de Orellana; y «en sus facciones se retrató un instante el estado de su alma, espantada de una idea» (loc. cit.). Nótese la referencia a la influencia maléfica en la repetición de la voz idea, que he escrito en letra cursiva en los dos últimos pasajes. Ahora bien: se introduce tal influjo en un alma que siente una profunda devoción «a nuestra santa Patrona», y el choque se refleja en la misma voz del joven por un nuevo «acento de terror» (loc. cit.). De acuerdo con este esquema, en la misma catedral, al ir ya Orellana a realizar su robo, no se da tanto una oposición entre escepticismo y fe (aunque algo de eso hay), como una serie de atracciones y rechazos entre los dos poderes sobrenaturales ya indicados. Orellana siente miedo al verse entre las llamas moribundas de las lámparas y las sombras de la catedral, pero luchando consigo: «¡Adelante!» -exclama (OC, 121)- (¿equivalente del escepticismo en otros cuentos fantásticos de Bécquer?). Nueva oscilación. La dulce sonrisa de la Virgen del Sagrario parece atraerle y consolarle. Mas mientras meditaba en su criminal intención, «aquella sonrisa muda e inmóvil que lo tranquilizara un instante concluyó por infundirle temor» (loc. cit.). Otra oscilación, la última, la que le lleva a la realización de su fechoría contra la Virgen; nuevo equivalente acaso de lo que representa el escepticismo en los relatos fantásticos no religiosos; me refiero a estas palabras del narrador sobre la realización del atentado de Orellana: «Tornó empero a dominarse, cerró los ojos para no verla [a la Virgen], extendió la mano, con un movimiento convulsivo, y le arrancó la ajorca» (loc. cit.). Los ojos, cuando los abrió, fue para ver la multitud de animados testigos de piedra que ya le rodeaban. De los tres relatos en cuya acción se interpone la divinidad, el que se acerca más a los once restantes es «El Cristo de la Calavera», quiero decir, el que se acerca más a ellos por su manera de aprovechar esa indispensable oposición entre el descreimiento y la credulidad con la que arteramente se va poco a poco rindiendo la resistencia del lector dudoso. En «El Cristo de la Calavera», dos amigos fraternales van a batirse en duelo a muerte porque están enamorados de l a misma beldad, quien resulta que no merece en absoluto el noble y puro amor que Alonso de Carrillo y Lope de Sandoval le profesan; pues ella, doña Inés de Tordesillas, además de coquetear con ambos amigos, franquea por la noche su balcón a por lo menos un caballero más. En la calle del Cristo, de Toledo, hay un retablo, con una imagen del Redentor que tiene una calavera a sus pies, empotrado en un muro e iluminado de noche por un farolillo. A la luz de éste se realizará el desafío.

Mas cada vez que se tocan las espadas, por tres veces, se apaga la luz; cada vez que se separan, vuelve a arder la mecha del farolillo como por milagro. Evidentemente, el Señor no quiere que dos fieles y tiernos amigos de toda la vida se maten; incluso el número de apagones, tres, revela que es la voluntad del Señor, si se piensa en la frecuencia de ese número en el cristianismo: la Trinidad, las tres negaciones de Jesucristo por San Pedro, etc. Pero Alonso y Lope, tan insistentes en imponer cada uno su voluntad humana, se olvidan de que existe otra Voluntad superior, y ese olvido por poco se convierte en escepticismo. La primera vez que se apaga el farolillo, uno de los jóvenes dice con tono de hombre razonable, casi escéptico: «Será alguna ráfaga de aire que ha abatido la llama al pasar» (OC, 210). La segunda vez que sube la llama, el otro duelista titubea, movido por el ambiente fantástico y el miedo a algo suprarracional: «En verdad -dice- que esto es extraño» (loc. cit.). El otro, Alonso, más escéptico que nunca, replica: «¡Bah! Será que la beata encargada de cuidar el farol del retablo sisa a las devotas y escasea el aceite» (loc. cit.). La tercera vez, empero, que se apaga la luz, se oye una voz desconocida y medrosa que lleva a la victoria de la fe sobre la desconfianza, como sucede siempre en esta pugna que se da en toda la literatura sobrenatural, salvo que en los tres cuentos que nos ocupan de momento fe tiene evidentemente dos sentidos. Sin embargo, las líneas de «El Cristo de la Calavera» que se refieren a la extraña voz que se oye en la oscuridad, no sorprendería hallarlas en las otras once Leyendas estudiadas aquí o en cualquier cuento fantástico desde los de Poe hasta los de nuestros días: Qué dijo aquella voz medrosa y sobrehumana, nunca pudo saberse; pero al oírla ambos jóvenes se sintieron poseídos de tan profundo terror, que las espadas se escaparon de sus manos, el cabello se les erizó y por sus cuerpos, que estremecía un temblor involuntario, y por sus frentes, pálidas y descompuestas, comenzó a correr un sudor frío como el de la muerte. (OC, 211)

En realidad, no son once, sino solamente diez, los cuentos fantásticos becquerianos que nos restan por analizar desde el punto de vista de la contienda entre el escepticismo y la aceptación de lo sobrenatural; porque, aunque «La cueva de la Mora» pertenece al grupo de leyendas cuyo estudio abordamos ahora, puesto que en ella dos aparecidos vuelven a visitar la escena de su muerte y no interviene la divinidad, el enfoque narrativo de este relato está limitado casi exclusivamente a su fase prefantástica, y la presentación terciopersonal se utiliza hasta tal punto, ni que ninguno de los personajes tiene ocasión de expresar reacciones ni escépticas ni crédulas. En efecto: no habla sino en una sola ocasión un solo personaje, quien no es capaz ya de decir otra cosa que el que tiene sed y se muere. (El lector sí se acordará de que «La cueva de la Mora» tiene una interesante introducción, y también es notable en esta leyenda el aparato folklórico habitual de las narraciones fantásticas de Gustavo.)

IV. La reacción individual en cinco parejas de leyendas Las diez leyendas restantes pueden dividirse en cinco parejas de acuerdo con las circunstancias que acompañan a la lucha entre la duda y la credulidad sostenida por las diversas figuras que se hallan enfrentadas con el prodigio. «La cruz del diablo» y «Maese Pérez el organista» contienen líneas que pudieran ser declaraciones críticas generales sobre la función de la dialéctica entre el escepticismo y la fe en el género fantástico. En «El miserere» y «La promesa» la credulidad del personaje más afectado por el portento resalta aún más debido a su locura o aparente locura. El protagonista de «Creed en Dios» y el de «El beso» son llevados a castigos tanto más severos cuanto que los dos son irreverentes y descreídos. «Los ojos verdes» y «La corza blanca» se unen por el hecho de que aparecen en estas dos relaciones personajes femeninos caracterizados por un taimado escepticismo hipócrita. Se utiliza en «El monte de las Ánimas», así como en «El gnomo», una serie de ecos o repeticiones -en el primer caso, de un detalle descriptivo, y en el segundo, de una palabrapor las que se realza el siniestro efecto de lo sobrenatural. La primera expresión del escepticismo en «La cruz del diablo» -escepticismo retórico más bien que sincero-, puesta en boca del «guía natural del país» que hace de narrador omnisciente a partir del capítulo II, constituye al mismo tiempo la formulación de un importante precepto de la poética del género fantástico. (Se trata en el pasaje siguiente de la historia que los labradores repetían sobre el satánico señor del Segre.) Cuanto queda repetido, si se lo despoja de esa parte de fantasía con que el miedo abulta y completa sus creaciones favoritas, nada tiene en sí de sobrenatural y extraño. (OC, 104)

Unos setenta años más tarde, en su libro Supernatural Horror in Literature, Lovecraft reitera el mismo punto de estética (¿metafísica?) fantástica: esto es, que la aparente violación de las leyes de la naturaleza que caracteriza a la narración sobrenatural depende de que los personajes y los lectores lo miremos todo a través del prisma del miedo: Tiene que estar presente [en el relato] cierto ambiente de terror jadeante, inexplicable, ante fuerzas exteriores, desconocidas; y debe haber, ajustada a lo serio y lo portentoso del tema, cierta insinuación de ese más terrible temor del cerebro humano: una suspensión o derrota de aquellas leyes fijas de la naturaleza que son nuestra única salvaguardia contra los asaltos del caos y los demonios del espacio sin sondar32.

Y tan bien se realiza este principio en «La cruz del diablo», que ningún

lector deja de temblar al escuchar los satánicos y atormentados gemidos del hirviente metal de la armadura del mal señor del Segre mientras lo funden en la hoguera y lo martillean sobre el yunque para formar los brazos de la temida cruz. (El alma del malvado señor parece que se había unido con el metal de su siniestra armadura, y ni en la muerte se había podido liberar del instrumento de sus maldades.) Mas el verdadero papel del trozo de «La cruz del diablo» que queda citado, al igual que de otros expresivos del escepticismo, es el de alternar con expresiones de credulidad en la persistente disputa entre estas actitudes que informa las mejores leyendas becquerianas. Temía la gente que se hubiese resucitado el sangriento cadáver del señor del Segre, porque había quienes aseguraban que de noche se oía otra vez el metálico son de las piezas de su armadura; en todo caso, una banda de malhechores merodeaban otra vez en el campo y aterrorizaban a los humildes. Al principio se desechaba como patraña la idea de que el señor del Segre pudiese resucitar, pero «las fábulas, que hasta aquella época no pasaron de un rumor vago y sin viso alguno de verosimilitud -nos dice el guía- comenzaron a tomar consistencia y a hacerse de día en día más probables» (OC, 103). En este pasaje se dan juntos, casi confundidos, escepticismo y credulidad, aunque se medio prevé ya la victoria final de ésta. Luego, en la página siguiente, se pasa al otro extremo, pues encontramos ya las desdeñosas líneas sobre el miedo que reproduje antes. Pero, pese a las primeras apariencias, tanta insistencia en la visión escéptica de las cosas no lleva a ninguna aplicación más aguda de nuestra razón a la aclaración científica de los rumores vulgares sobre los fenómenos sobrenaturales. Entonces, ¿por qué se insiste tanto en las objeciones ya citadas? Pues bien, porque no se captará la tensión psicológica que sienten los aterrados personajes sin que se representen en forma absolutamente clara los dos polos entre los que se produce esa tensión, y uno de esos polos es desde luego la duda. Mas, al mismo tiempo -y esto es todavía más importante, en lo que se refiere a la recepción de la ficción fantástica por el lector-, la insistencia en el escepticismo sirve para escudar un poco ese delicado honor de personas ilustradas y lógicas que los lectores compartimos con el autor. Una vez ofrecido este sacrificio al buen sentido y el rigor científico, podemos ya, sin más vergüenza, permitirnos el exquisito lujo -¿escapismo controlado?- del terror ante lo desconocido. Luego otra ciencia, menos rigurosa, eso sí, el folklore, acudirá a reforzar nuestro goce en lo irracional. Pero la gente sencilla de Bellver, en el antiguo feudo del señor del Segre, no es la más apta para formular tan finas distinciones; y lo peor es que las noticias sobre los bandidos son tales, que cada vez más van ya «preocupando el ánimo de los más incrédulos» (OC, 104). La lucha interior en el alma de «los más incrédulos» moradores de Bellver se inflama aún más cuando, al morir, un antiguo siervo del señor del Segre emite ciertas inquietantes revelaciones sobre éste. «El autor de estas revelaciones -apunta luego el narrador- murió con la sonrisa de la mofa en los labios y sin arrepentirse de sus culpas» (OC, 106). Veremos sonrisas escépticas en los labios de ciertos personajes de otras leyendas, pero la presente sonrisa, lejos de significar el desprecio de un ilustrado ante los extraños acontecimientos nocturnos en Bellver, confirma a los humildes en

su miedo y credulidad, pues es la maliciosa sonrisa de quien regocijado cree prever una venganza satánica. Al final del relato, las autoridades debaten sobre lo que habría que hacer con la endemoniada armadura, y ya «la multitud [...] aguardaba impaciente el resultado del juicio», cuando vino a rematar su crédulo terror la «relación del aterrado guardián» de la cárcel: se había escapado la armadura. Tal revelación en boca del guardián era tanto más arrolladora cuanto que en este señor la superstición popular había tenido que librar repetidas batallas contra una fuerte inclinación escéptica: «Yo no acertaré nunca a dar razón -dice el guardián introduciendo su relación-; pero es el caso que la historia de las armas vacías me pareció siempre una fábula [...], tanta era mi fe en que todo no pasaba de cuento». Así se animó el guardián a penetrar una noche en el calabozo de la armadura. «Nunca lo hubiera hecho» -dice el antiguo escéptico, dominado todavía por su terror- (OC, 110-112). El elemento sobrenatural y así las reacciones individuales estimuladas por él no se introducen en «Maese Pérez el organista» hasta las cuatro últimas páginas. El mal organista de San Bartolomé ha querido suceder a Maese Pérez en la fama, tocando el órgano de la iglesia del convento de Santa Inés en la Nochebuena siguiente a la de la muerte del simpático viejo. Mas al bajar de la tribuna, después que el público con mucha sorpresa ha escuchado una música tan maravillosa como todos los años, el pedante les sorprende todavía más con estas palabras: «Por todo el oro de la tierra no volvería a tocar este órgano» (OC, 155). Preguntado por qué, dice que porque el órgano es viejo y malo, pero ya sospecha el lector que es porque el alma de Maese Pérez, y no el mal organista, ha pulsado las teclas. Sospecha lo mismo la ladina demandadera: «Aquí hay busilis» -afirma- (OC, 156). Hasta aquí los que están en el secreto (solamente el organista sustituto y la demandadera) son crédulos. No se ofrece, empero, oportunidad de reflexionar sobre tan espeluznante fenómeno hasta la próxima Nochebuena cuando le corresponderá a la aterrada hija de Maese Pérez, novicia ya en el convento de Santa Inés, tocar el afamado instrumento de su padre. Sermoneando a la hija del organista, la superiora del convento le dice en tono escéptico, nada compasivo: «Vuestro temor es sobremanera pueril». «Tengo... miedo -le responde la joven[...]. No sé..., de una cosa sobrenatural» (OC, 156). Luego la novicia le cuenta a la superiora cómo la noche anterior había subido a la tribuna a templar el órgano y cómo el horror le había helado la sangre en las venas al ver al espectro de su padre recorriendo con una mano las teclas. Sin embargo, sigue la contienda entre la incredulidad y la fe. La superiora replica con un nuevo aviso aún más frío que el precedente (pero mucho más interesante para el estudioso del género fantástico): «¡Bah! Hermana -le dice-, desechad esas fantasías con que el enemigo malo procura turbar las imaginaciones débiles» (OC, 157). En realidad, estas palabras poseen dos sentidos, uno literal al nivel de la ficción, y otro irónico y exegético para el lector y el crítico. Pues en el género fantástico el cometido de la disputa entre el pirronismo y la ingenuidad es precisamente machacar tanto, que se nos imponga la fantasía, que se nos turbe la imaginación, que nos hagamos en fin tan débiles, que nos sea imposible ya resistir a los espectáculos sobrenaturales que se proyectan en nuestra traviesa pantalla mental. Y escarmienta aún esa antipática priora, porque

durante la misa del Gallo fue de los que acudieron al espantoso grito de la hija de Maese Pérez, y así, junto con los otros, vio que habiéndose levantado la joven del banquillo del órgano, éste seguía sonando aparentemente por sí solo. En las ficciones fantásticas cuyo tema se remonta a épocas y ambientes medievales, como «El miserere» (el incendio del monasterio de la Montaña y su iglesia es un suceso de tiempos muy lejanos), la disputa entre el escepticismo y la credulidad trae inevitablemente a la memoria las famosas disputas entre el alma y el cuerpo, el agua y el vino. Y en efecto: en «El miserere», del que quisiera hablar ahora, la alternación entre posturas escépticas y posturas crédulas, por ser mucho más regular, se asemeja mucho más a la forma de la disputa o el debate. Las circunstancias vitales del músico y peregrino alemán que llega a la abadía de Fitero en la noche de un Jueves Santo no dejan de ser misteriosas e intrigantes aun antes de su horripilante visita a las ruinas del monasterio para oír El miserere de la Montaña; y así al empezar el extranjero a relatar sus antecedentes, se va produciendo, por lo menos en los más inocentes entre los pastores y frailes de la abadía que forman el público de la relación, cierta identificación imaginaria con lo contado, cierta disposición para creer. El anciano que lo ha contado todo al narrador omnisciente, comenta así la recepción de la relación del músico alemán: «Como las enigmáticas palabras del desconocido no pareciesen del todo claras al hermano lego, en quien ya comenzaba la curiosidad a despertarse, e instigado por ésta continuara en sus preguntas, su interlocutor prosiguió...» (OC 191). Poco después la voz narrativa cambia: un campesino cuenta al mismo círculo de oyentes la historia del horrible pero fascinante Miserere de la Montaña: «una historia muy antigua -según el nuevo narrador-, pero tan verdadera como, al parecer, increíble» (OC, 192). Esta última frase me parece singularmente importante, porque revela que el hablante se siente mentalmente sacudido, ya en una dirección, ya en la otra, entre la creencia y la desconfianza; la antes mencionada disputa y sus dos posturas se interiorizan en el espíritu de este zarandeado relator. El constante alternar entre las dos actitudes a lo largo de cada una de estas relaciones cumple a la vez el mismo fin en conexión con el lector: a éste se le sacude tanto con esos cambios de postura, que pronto, al igual que los personajes, no sabe a qué atenerse, y por muy sofisticado que sea, en alguna página no podrá menos de creer momentáneamente. La verosimilitud se refuerza también en otro sentido con este agitado oscilar; cada repentino cambio de postura intelectual o afectiva es para el lector como el repentino descubrimiento de una nueva cara de la verdad de la intrigante situación. No bien hubo concluido el campesino de Fitero su historia, «los circunstantes se miraron unos a otros con muestras de incredulidad» (OC, 193). Sin embargo, el músico extranjero, hombre mucho más culto que los frailes y campesinos que dudaban de la verdad de la historia del Miserere de la Montaña, no vacila, al contrario, en absoluto en abrazar con su fe la pavorosa leyenda sobre esos monjes milagrosamente resucitados que vuelven cada año a morir entre las llamas de su monasterio, mientras se funden los últimos acordes del famoso Miserere que cantan y los alaridos de su propia agonía. «Sus nervios saltaron al impulso de una conmoción

fortísima -nos dice el anciano refiriéndose al alemán-, sus dientes chocaron, agitándose con un temblor imposible de reprimir, y el frío penetró hasta la médula de los huesos» (OC, 197). Reaparece la ironía de que aquí los escépticos son los incultos, pues el hermano lego vuelve a representar la postura de la duda. Habiendo regresado el compositor alemán de su visita de Jueves Santo a las ruinas: -¿Oísteis, al cabo, el Miserere? -le preguntó con cierta mezcla de ironía el lego, lanzando a hurtadillas una mirada de inteligencia a sus superiores. (OC, 199)

De todo esto hemos de concluir quizá que el hombre verdaderamente inteligente es el que es capaz de reconocer la posibilidad de que todo cuanto tenemos en torno nuestro tenga también una cara oscura que normalmente no se manifiesta. Obsesionado con el melancólico miserere de los monjes muertos, el único de cuantos ha oído que le parece captar adecuadamente el gigante grito de contrición de la humanidad, el alemán intentó trasladar esa música al papel, y «proseguía escribiendo notas con una rapidez febril, que dio en más de una ocasión que admirar a los que lo observaban sin ser vistos» (OC, 199). En esto hay, evidentemente, una nueva expresión de escepticismo, pues basándose en estas observaciones suyas los frailes de la abadía de Fitero, donde el alemán se aloja, cuestionan que éste esté en su cabal juicio. Sin embargo, en la misma locura del alemán -sigue el plan irónico del relato- tenemos probablemente el mejor motivo para prestar fe al milagro anual de Jueves Santo en el monasterio de la Montaña. La locura del músico extranjero fue producida por su visita al monasterio, pero, ¿cómo precisamente? La terrible ceremonia descrita en la tradición popular fue confirmada por los cinco sentidos del alemán en el mismo lugar de su representación: así fue, y todos los años es, un suceso auténtico, aunque de esos excepcionales que acostumbramos a llamar sobrenaturales. Mas por esto mismo resulta un espectáculo demasiado fuerte para la mente humana, y de ahí también el rarísimo carácter de la música con que el peregrino intentó en vano imitar lo que había oído aquella fatal noche. Compuso música para todos los versículos hasta la mitad del salmo. Pero luego todo cambió para el desventurado pecador y peregrino. «Su música no se parecía a aquella música ya anotada -todo esto lo observan en la abadía-, y el sueño huyó de sus párpados y perdió el apetito, y la fiebre se apoderó de su cabeza, y se volvió loco, y se murió» (loc. cit.). Léase esta última oración en voz alta. Su pausado ritmo marcado por la repetición de la conjunción y cuatro veces representa el lento deterioro a través de diferentes fases claramente observables: nuevos datos objetivos para la autenticación del portento que fue la causa. Al alemán por su extraño carácter y costumbres le habían llamado «loco» en la abadía desde el día de su primera llegada (OC, 194), mas su verdadera locura viene al final, con lo cual se corrobora un punto muy importante para la confirmación de lo sobrenatural en este relato: no es que el alemán crea

ver y oír a los monjes resucitados por estar ya loco, sino que se enloquece porque de hecho los ha visto y oído. ¿Cómo vamos a dudar del milagro del monasterio de la Montaña? En «La promesa», el conde de Gómara parece haberse vuelto loco, aunque en realidad no enloquece. Fuera de esto, el tema de la locura se maneja aquí en la misma forma que en «El miserere»: los que consideran insano al noble señor, descubren por fin que esa «locura» tiene una causa muy concreta que sería capaz de producir el mismo efecto en cualquier prójimo, por fuertes que tuviera los nervios, con lo cual se consolida una firme base para la sorprendente realidad de lo que sucede en este mundo fantástico becqueriano. En los reales cristianos y en la batalla contra los moros se observa en el conde «esa vaguedad del que parece mirar un objeto y, sin embargo, no ve nada de cuanto hay a su alrededor»; y durante «aquellas horas de negra melancolía» que pasa a solas no se atreve a hablarle ningún otro sino «el más antiguo de los escuderos de su casa» (OC, 246). «Abrís los ojos -le dice éste, en la misma página- y vuestro terror no se desvanece». Todo nos induce a creer que acontece algo extraordinario, y la confesión siguiente del conde confirma nuestra impresión con creces: -He sufrido demasiado en silencio. Creyéndome juguete de una vana fantasía, hasta ahora he callado por vergüenza; pero no, no es ilusión lo que sucede. Yo debo hallarme bajo la influencia de alguna maldición terrible. El cielo o el infierno deben de querer algo de mí, y lo avisan con hechos sobrenaturales. (loc. cit.)

El atormentado guerrero explica que una misteriosa mano, pálida y hermosa, mano de mujer, sin cuerpo, le ha salvado la vida en la lid, que la misma mano le descorre las cortinas de su lecho y le atiende en todo cuanto precisa. Con tales pormenores cambia nuestra impresión, y se nos hace imposible creer; incluso en el alma del mismo conde el escepticismo luchaba con la convicción: «Creyéndome juguete -decía- de una vana fantasía...»; y el escepticismo es ya la única actitud posible, aun para ese más antiguo y más leal escudero, quien mal de su grado cede a la conclusión que en ese momento parece inevitable: El escudero se enjugó una lágrima que corría por sus mejillas. Creyendo loco a su señor, no insistió, sin embargo, en contrariar sus ideas, y se limitó a decirle con voz profundamente conmovida: -Venid... Salgamos un momento de la tienda. Acaso la brisa de la tarde refrescará vuestras sienes, calmando ese incomprensible dolor, para el que yo no hallo palabras de consuelo. (OC, 248)

En el paseo que dieron amo y servidor por el campamento, aquél «andaba maquinalmente, a la manera de un sonámbulo, cuyo espíritu se agita en el

mundo de los sueños, se mueve y marcha sin la conciencia de sus acciones y como arrastrado por una voluntad ajena a la suya» (OC, 249); palabras que representan al conde como poseído y que así servirán a la vez para confirmar, ya el punto de vista de Gómara (la realidad del fenómeno sobrenatural), ya el del escudero (la lo cura de su señor). Creencia y escepticismo siguen enfrentados a lo largo del relato hasta que se han acumulado suficientes pormenores para que todos abracemos la primera de esas actitudes, convencidos ya en el alma y en el cuerpo. Como ya sabe el lector de Bécquer, el conde de Gómara, haciéndose pasar por su propio escudero favorito, ha dado un anillo y su palabra de casamiento a una niña humilde llamada Margarita con el fin de seducirla. Ésta al ver salir la mesnada del conde para la guerra con su amado «escudero» a la cabeza de la tropa, en el sitio de más honor, se da cuenta de su propio deshonor, y después el hermano de Margarita la mata para desagraviar la ofensa a su honor. Es, claro está, la mano de la pobre chica muerta, con el fatal anillo puesto, la que se le aparece al conde en el campo de batalla y en su tienda; pues cuando han enterrado a la doncella desflorada, por mucha tierra que le echaban encima, la mano del anillo ella siempre la sacaba; y al final ya de la leyenda, con autorización del Papa y arrodillado sobre la fosa de su humilde súbdita, el conde de Gómara tendrá que casarse con esa mano para conseguir que ella se hunda para siempre. Ahora bien: ¿cómo se lora inclinar la balanza en la dirección de la fe en el milagro? ¿Cómo se consigue que los lectores suspendamos nuestro descreimiento? Pues, llegó al real de los cristianos un juglar, y no tardó en formarse en torno suyo un corro de soldados y pajes ansiosos de escucharle. Mas también se unieron al grupo otros oyentes más distinguidos. El conde se acercó al grupo y prestó atención. Por una coincidencia, al parecer extraña, el título de aquella historia respondía en un todo a los lúgubres pensamientos que embargaban su ánimo. Según había anunciado el cantor antes de comenzar, el romance se titulaba el Romance de la mano muerta. (OC, 250)

Los que acudimos con predilección a la literatura fantástica nos caracterizamos por una fuerte disposición a creer en lo que reconocemos por física y lógicamente imposible; nos deleita ceder a las temibles fuerzas de lo ignoto en las obras de imaginación, porque se trata de una deliciosa purgación de nuestros temores reales; y añádase a todo esto una coincidencia como la descrita en el párrafo que acabo de citar. En el nivel estético no nos cabe ya la menor duda de que en los asuntos del alevoso conde media un poder superior a nuestra comprensión. Nuestra nueva fe viene a confirmarse también por la actitud del juglar (¿agente de ese poder superior?) ante el seductor, «clavando sus ojos en los del conde con una fijeza imperturbable» (OC, 252). Ya en páginas anteriores hemos comentado el carácter objetivante de la función «periodística» del

romancero, así como el efecto corroborativo de la aceptación del portento en masa por un auditorio numeroso. Bien es verdad que con el posible fin de consolar un poco nuestro siempre susceptible orgullo intelectual, por si esto sea todavía necesario, se introduce un último gesto escéptico, mas ya no nos disuade. «Al oír el escudero tan extraño anuncio [el del título del romance], pugnó por arrancar a su señor de aquel sitio» (OC, 250). Evidentemente, el fiel servidor temía todavía que su señor pudiera estar loco. Desde luego, «la extraña ceremonia del casamiento del conde» es la prueba más inconcusa de la asombrosa «verdad» de este tan nuevo como tradicional caso. Ninguna boda, ni aun ésta, se hace sin testigos, ni aun es necesario que Bécquer mencione a éstos; su tácita presencia, junto con la declarada del «sacerdote autorizado por el Papa», nos asegura de la autenticidad de lo que podía verse allí ese día (OC, 253). He aquí a la vez otra variante del auditorio implícito. Si pensáramos solamente en el título de la leyenda «Creed en Dios» y el arrepentimiento de Teobaldo de Montagut, barón de Fortcastell, sería posible clasificar este relato junto con los tres primeros en los que hemos analizado la dialéctica entre la credulidad y el escepticismo, es decir, aquéllos en cuyo desenvolvimiento interviene lo sobrenatural en el sentido religioso cristiano. Sin embargo, en esta narración lo religioso se limita casi exclusivamente a los dos elementos ya mencionados. El horrible castigo del perverso noble se realiza por una fuerza sobrenatural, innominable, no sabemos si divina, satánica, o física, cuya terrorífica presencia se hace sentir sólo por el movimiento; y por consiguiente, el miedo estimulado en el lector es tanto más profundo cuanto que éste ignora la proveniencia de la fuerza. Lo cierto es que resulta mucho más obsesionante tal miedo que el inspirado por cualquier cuento religioso de tipo más convencional. Montagut por su parte desarrolla otra fuerza tan violenta, que sorprende que se manifieste en la persona de un solo hombre, y así el habitual debate entre fe y duda ante el prodigio se da aquí como un choque entre dos voluntades, dos poderes, ambos impertérritos y hasta el final ambos aparentemente invencibles. (El barón de Fortcastell no se arrepiente sino en el mismo momento en que termina el texto de esta poderosa leyenda.) La fuerza de Montagut es la de su acerado descreimiento. En la mayoría de las Leyendas el protagonista es crédulo, se inclina a la credulidad, o muy pronto pasa a esa facción, mas Teobaldo de Montagut es escéptico, y es tal su escepticismo («¡No creo en Dios! -sigue diciendo desesperado-. ¡No creo en Dios!»), que no sólo nos recuerda los orígenes del género fantástico en la época de los ateos y libertinos por excelencia, la Ilustración dieciochesca, sino que la febril militancia de su descreimiento nos lleva a pensar en esa noción unamuniana de que el ateo es en el fondo uno de los más firmes creyentes en la existencia de Dios, pues dedica su vida entera a luchar contra Él (y contra el vacío es muy difícil luchar). En efecto, Montagut daba incesantemente guerra a todo lo humano y todo lo divino: «Ahorcaba a sus pecheros, se batía con sus iguales, perseguía a las doncellas, daba de palos a los monjes, y, en sus blasfemias y juramentos, ni dejaba santo en paz ni cosa sagrada que no maldijese» (OC, 175). Ya a la hora del nacimiento de este barón de Fortcastell, se había presagiado su temible temperamento: «Cuando la noble condesa de Montagut

estaba encinta de su primogénito, Teobaldo, tuvo un ensueño misterioso y terrible. Acaso un a viso de Dios; tal vez una vana fantasía que el tiempo realizó más adelante. Soñó que en su seno engendraba una serpiente, una serpiente monstruosa», etc. (loc. cit.). Éste y otros detalles altamente significativos bastan para convencer a los otros habitantes del mundo de Teobaldo, al lector y, según veremos, aun al narrador de que por allí anda un espantoso influjo sobrenatural. Por ejemplo, ¿qué lector no siente su espíritu invadirse por una primitiva credulidad ante la descripción del aciago paje que trae al barón de Fortcastell el corcel negro que correrá con él sobre sus lomos por más de cien años antes de pararse? «El paje, que era delgado, muy delgado, y amarillo como la muerte, se sonrió de una manera extraña al presentarle la brida» (OC, 179). Al más crédulo no le gusta nada que se le llame crédulo, y de este punto de psicología práctica precisamente se aprovecha el narrador para activar las creederas de todos sus oyentes, desde los más refinados hasta los más ingenuos. «Nobles caballeros sencillos pastores, hermosas niñas que escucháis mi relato -les apostrofa-: si os maravilla lo que os cuento, no creáis que es fábula tejida a mi antojo para sorprender vuestra credulidad» (OC, 181). Se refuerza esta táctica con la negación del «antojo» personal del relator, negación que equivale a una afirmación de la objetividad del espeluznante milagro. En cierto momento de su incesante cabalgata, el mismo Montagut se ve forzado a reconocer que interviene en su horrorosa experiencia un agente sobrehumano, mas reconocer tal intervención no es lo mismo que reconocer a Dios -en esto hay que insistir-, y así todavía no cejará el furioso caballero en su ateísmo. Cuando Teobaldo dejó de percibir las pisadas de su corcel y se sintió lanzado en el vacío, no pudo reprimir un involuntario estremecimiento de terror. Hasta entonces había creído que los objetos que se representaban a sus ojos eran fantasmas de su imaginación, turbada por el vértigo [...]. Ya no le quedaba duda de que era el juguete de un poder sobrenatural que lo arrastraba, sin que supiese adónde, a través de aquellas nieblas oscuras, de formas caprichosas y fantásticas, etc. (OC, 181)

Por estas líneas se ve que se interioriza en Montagut, como en algún otro personaje que ya hemos considerado, la perenne disputa entre escepticismo y fe que informa el género fantástico. Nótese, en particular, al comienzo de este trozo, que el barón razona muy a lo siglo XVIII, muy a lo Feijoo, en lo que toca al papel de la imaginación en los fenómenos fantasmales. (Aludo desde luego a la conocida aventura de Feijoo con un espectro que resultó no ser sino la sombra de su propio cuerpo reflejado sobre la niebla.) «Más allá del paraíso de los justos -dice el narrador tres páginas más abajo-; más allá del trono do se sienta la Virgen María. El ánimo de Teobaldo se sobrecogió temeroso, y un hondo pavor se apoderó de su alma»

(OC, 184). La convicción ha vencido al escepticismo en el sector de los portentos que Montagut ve y toca con la mano, mas todavía no en ese otro sector sublime de las cosas de Dios. Y seguía airoso su infatigable corcel: «Atravesaba esa fantástica región adonde van todos los acentos de la Tierra, los sonidos que decimos que se desvanecen, las palabras que juzgamos que se pierden en el aire, los lamentos que creemos que nadie oye» (loc. cit.). Luego Teobaldo comienza a ceder en su lucha contra Dios; pero, auténtico personaje unamuniano antes de Unamuno, si decir tal no es excesivamente anacrónico, lucha también contra su cesión: -¡No creo en Dios! ¡No creo en Dios! -decía aún su acento, agitándose en aquel océano de blasfemias; y Teobaldo comenzaba a creer. (OC, 185)

Subrayé el verbo comenzaba, porque lo que es comenzar a creer subconscientemente, el barón de Fortcastell sí ha comenzado. Mas de modo consciente no ha concedido todavía que exista Dios, y de modo voluntario aún menos. Así sigue la dialéctica. En cuyo punto casi se sobrecoge el narrador al proseguir la descripción del itinerario de Teobaldo: «Dejó atrás aquellas regiones y atravesó otras inmensidades llenas de visiones terribles, que ni él pudo comprender ni yo acierto a concebir» (loc. cit.). Por fin, arrancado del corcel y lanzado al vacío, cae, cae, cae; y al incorporarse sobre el codo y restregarse los ojos, descubre que está entre los árboles del bosque donde empezó su cabalgata, y resurge al parecer tan fuerte como siempre su escepticismo: «Habré soñado» -dice- (OC, 186). En efecto: por el espacio de dos páginas, en medio de los nuevos asombros que cien años de cambios en el mundo le producen, lucha aún por no ceder, por no confesar que cree ya. Habiéndose enterado, empero, al volver a su castillo familiar, de que esa noble mansión se había convertido en monasterio más de cien años antes, no puede ya mantener su firmeza, y preguntado quién es por el religioso que acude a la puerta, responde: «Yo... yo soy... un miserable pecador» (OC, 188). ¿Significan estas palabras, emitidas por el barón al final mismo del texto becqueriano, una cesión absoluta? ¿O queda de algún modo incompleta esa cesión? Lo que Montagut no dice todavía, lo que no dirá nunca, es: «Yo creo en Dios», a despecho del imperativo contenido en el título de la leyenda. «Creed en Dios» es una de las menos conocidas entre las Leyendas de Bécquer, pero artísticamente es una de las más logradas. El descreimiento ante lo religioso, mejor dicho, la irreverencia ante los cristianos muertos, también hace un papel en «El beso», no sé si menos importante que en «Creed en Dios», o simplemente distinto. Aunque Teobaldo de Montagut es -se supone- un personaje provenzal, su ateísmo es de desesperado signo heroico hispánico; y en cambio, la irreverencia del capitán francés y la mayoría de los oficiales franceses que aparecen en «El beso» no tiene mayor profundidad que la de las ironías y agudezas que se oyen en un salón elegante. La importancia para esta leyenda de tan trivial actitud ante las cosas de la Iglesia estriba en el hecho de que es

una consecuencia de cierto concepto clásico pagano del arte que mantiene el referido capitán, un francés muy culto a lo siglo XVIII. Pues es esta veneración materialista al arte antiguo, y no una cesión a ninguna superstición de tipo cristiano, lo que poco a poco lleva a la derrota del escepticismo por la credulidad en este relato. La primera noche que el capitán durmió en la desmantelada iglesia toledana donde le habían alojado, le despertaron «en lo mejor del sueño» los golpes de la campana gorda «que los canónigos de Toledo han colgado en su catedral con el laudable propósito de matar a disgustos a los necesitados de reposo» (OC, 281). Nótese, de paso, en estas palabras puestas en boca del capitán, el ya aludido tono de frívola irreverencia. No bien hubo despertado el capitán -nos sigue diciendo él mismo-, «vino a herir mi imaginación y a ofrecerse ante mis ojos una cosa extraordinaria. A la dudosa luz de la luna [...] vi a una mujer arrodillada junto al altar» (loc. cit.). He aquí la primera mención de la hermosa estatua sepulcral de doña Elvira de Castañeda (a cuyos labios de piedra el intentado ósculo del capitán había de costarle la vida), y ya en esta escueta presentación se acusan los tres elementos esenciales a la ficción fantástica: (1) el elemento «extraordinario» o sobrenatural; (2) la «imaginación» y el efecto que produce en ésta el elemento extraordinario (principio de la creencia); y (3) la función del testimonio de los sentidos («mis ojos») como prueba de la autenticidad del portento frente al escepticismo. Y no amainará ya el arrebatamiento del francés ante esta obra de arte, que se le traduce en «nocturna y fantástica visión» (OC, 281-282). Porque incluso cuando asoma por un momento en el capitán materialista el buen sentido en relación con la deliciosa visión pétrea, lucha consigo por sofocar esa voz interior: Yo me creía juguete de una alucinación, y, sin quitarle un punto los ojos, ni aun osaba respirar, temiendo que un soplo desvaneciese el encanto. Ella permanecía inmóvil. Antojábaseme, al verla diáfana y luminosa, que no era una criatura terrenal, sino un espíritu que, revistiendo por un instante la forma humana, había descendido en el rayo de la luna, etc. (OC, 282)

Estas líneas son de una gran importancia, porque revelan todo el alcance de la animación, humanización y espiritualización de la escultura en la mente del capitán: «permanecía inmóvil», como si gozara, no obstante, de la capacidad de moverse; revestía alguna vez «la forma humana»; pero no era «una criatura terrenal», sino «un espíritu». El presente pasaje es a la vez ejemplo de ese singular y encantador carácter unitario de las diversas obras de Bécquer por el que rasgos esenciales de las unas se reflejan en las otras: he aquí una clarísima alusión a la narración psicológica (no fantástica) «El rayo de luna», que Gustavo había publicado un año y medio antes, en febrero de 1862; mas mientras que en el cuento anterior no se trata sino de la alucinación, en el presente el mismo tipo de engaño a los sentidos lleva al desatamiento de fuerzas auténticamente

sobrenaturales y al vencimiento del escepticismo por éstas. Decía antes que cierto concepto del arte es una condición determinante del desenlace de «El beso», y los términos en que el último trozo citado está redactado descubren que el poder alucinante de la estatua ha nacido de una contemplación estética más bien que histórica, filosófica o religiosa. La escuela artística del capitán francés se revela cuando uno de sus compañeros le embroma observando que su extraña obsesión acabará por «probarnos la verosimilitud de la fábula de Galatea» (OC, 283), a lo cual el enamorado responde: -Por mi parte, puedo deciros que siempre la creía una locura; mas desde anoche comienzo a comprender la pasión del escultor griego (loc. cit.).

Ahora bien: en este brevísimo parlamento, con respecto a la fábula de la bella estatua que Venus convirtió en mujer de carne y hueso para que fuese esposa de su creador, el escultor Pigmalión, se nos traza toda la trayectoria desde el escepticismo hasta la fe. Reitero que se trata, sin embargo, de una fe artística; la fe «cristiana», que ha de ser la castigadora de esta última, se hará esperar hasta las líneas finales del cuento. El capitán creía ver en la bella dama medieval de piedra los comienzos de una animación semejante a la de Galatea: «... parecíale que la marmórea imagen se transformaba a veces en una mujer real; parecíale que entreabría los labios como murmurando una oración, que se alzaba su pecho como oprimido y sollozante», etc. (OC, 287-288). La teología profana (en parte, alcohólica) de este irreverente ante Dios pero devoto ante el misterio del arte -la doctrina estética por la que en su cabeza se funden la idea del hombre como ser creado, la creación artística, la fábula de Galatea y la alucinación producida por la obra del desconocido escultor medieval- es esa vieja y conocidísima alegoría clásica sobre el artista que dejaremos al mismo capitán explicar: «Indudablemente, el artista, que es casi un dios -dice-, le da a su obra un soplo de vida que no logra hacer que ande y se mueva, pero que le infunde una vida incomprensible y extraña, vida que yo no me explico bien, pero que la siento, sobre todo cuando bebo un poco» (OC, 289). Con las palabras finales de esta reflexión surge de nuevo el escepticismo ante la autenticidad de la animación de la amada estatua, pues apenas sorprendería que ésta bailara un chotis en vista de la cantidad de champagne que se consume entre los oficiales franceses durante su sacrílega velada. Merced a este acicate, en la tétrica iglesia arruinada, inconstantemente iluminada por la fogata que se ha hecho en la capilla mayor, la Galatea toledana vuelve a tentar al intruso galán francés, o así le parece a éste: «Parece incitarme con su fantástica hermosura -dice el alocado capitán-, que parece que oscila al compás de la llama y me provoca entreabriendo sus labios y ofreciéndome un tesoro de amor... ¡oh, sí!... Un beso..., sólo un beso tuyo podrá calmar el ardor que me consume» (OC, 290). Mas los cristianos muertos impondrán el respeto que se les debe. El capitán será castigado al ir a imprimir un beso en los labios de la bella mujer de piedra; y viéndolo, los demás franceses creerán, creerán con toda

la devoción del más profundo y paralítico terror. «Los oficiales, mudos y espantados -habla el narrador-, ni se atrevían a dar un paso para prestarle socorro. [...] habían visto al inmóvil guerrero levantar la mano y derribarlo con una espantosa bofetada de su guantelete de piedra» (loc. cit.) El «inmóvil guerrero» es desde luego la estatua del esposo de doña Elvira, arrodillada al lado de la de ésta, y los labios de este noble compañero del Gran Capitán en la campaña de Italia también habían sido profanados momentos antes por el vino que había intentado hacerlos beber el miserable y descreído capitán de c minúscula del vecino reino de Francia. En lo que quisiera insistir es en que los amigos del capitán «habían visto» la sublime venganza de los esposos del siglo XV. En el género fantástico, por mucho que se recurra al razonamiento y la ciencia para rebatir el portento, los datos de la experiencia siempre acaban por substanciarlo. Bécquer nos lleva a un mundo tan paralelo y semejante al nuestro, que todo cuanto existe y acontece en aquél parece natural y creíble, hasta el punto de que también allí la observación es la fuente de los conocimientos más seguros; pero he aquí la diferencia: se ha desplazado la raya que separa lo natural de lo sobrenatural, y así los cinco sentidos en esa esfera no hallan dificultad alguna en confirmar fenómenos que serían físicamente imposibles en la nuestra. «Los ojos verdes» y «La corza blanca» se unen por la atribución de una forma de escepticismo hipócrita al fascinante y misterioso ser femenino en torno a quien gira toda la acción de cada leyenda. Cada uno de estos personajes finge despreciar como superstición vulgar el prodigio del que depende su propia existencia. En «Los ojos verdes», incluso en el amante, que no es hipócrita, se da una aproximación tan sutil entre las habituales posturas crédula y escéptica, que apenas es posible distinguir entre ellas; y merced a esta casi fusión se logra ese grado especial de irrealidad o realidad encantada tan notable en este famoso relato. En «Los ojos verdes», únicamente el viejo montero Íñigo, de la casa de los marqueses de Almenar, es absolutamente crédulo; pues la tradición de aquella sirena del bosque se la dijeron mil veces sus padres, como ya sabe el lector, y él siente un hondo terror a «la fuente de los Álamos, en cuyas aguas -dice- habita un espíritu del mal. El que osa enturbiar su corriente -sigue diciendo- paga caro su atrevimiento. [...] Pieza que se refugia en esta fuente misteriosa, pieza perdida» (OC, 134-135; la cursiva es mía). Sin embargo de este aviso, como no ignora ningún lector de habla castellana, Fernando de Argensola, el primogénito de Almenar, persigue hasta la misma fuente al primer ciervo que ha herido su venablo de cazador novel; y empieza como consecuencia a sumirse en el misterio, voz cuya forma adjetival subrayé ya en el último pasaje reproducido, porque aunque no deja de hallarse en alguna otra narración becqueriana, esta palabra es especialmente frecuente en «Los ojos verdes», donde tiene una acepción semejante a la teológica de «veritates quae humanam rationem superant»33, que la Academia en su Diccionario glosa así: «cosa inaccesible a la razón y que debe ser objeto de fe». En este sentido es una voz clave en «Los ojos verdes», según se verá. Fernando está empeñado en que no se le escape su primer ciervo, y por esto no hace caso a la advertencia del leal montero sobre ese «misterio» u «objeto de fe». Pero es más bien por su

empeño de cazador novel que por cualquier hondo desprecio a la vieja leyenda de la moradora de la fuente, por lo que Fernando irrumpe en la prohibida alameda. «Primero perderé yo el señorío de mis padres -dice-, y primero el ánima en manos de Satanás, que permitir que se me escape ese ciervo [...]. Y si llegase [a la fuente], al diablo ella, su limpieza y sus habitadores» (OC, 135). Pues estas palabras, si bien por un lado pudieran tomarse por mofa de lo sobrenatural, por otro pueden significar una bizarra voluntad de arriesgar la vida contra algún poder ineluctable (en el cual se insinúa que se cree). Mas no se funden del todo en Fernando escepticismo y fe hasta después que él ha visitado por primera vez la temible fuente. El hecho de que el joven amo, frecuentador ya de la alameda, no quiera ver sino poesía donde su anciano servidor ve peligro, es lo que posibilita este sorprendente acoplamiento de actitudes de otra manera antagónicas. Tomarlo todo como poesía equivale, por una, parte, a dudar del poder efectivo del misterio; pero al mismo tiempo creemos al nivel de la poesía muchas cosas que negamos al nivel de la razón; y por ende, se refuerza la fe en el portento con aquel mismo proceso mental que parecía ponerlo todo en duda. De ahí la inquebrantable verosimilitud de lo fantástico en este delicado poema en prosa. A partir del capítulo II del relato hay numerosos pasajes en los que Fernando se expresa poéticamente sobre la fuente de los álamos, pero miremos los primeros, que son acaso los de poesía más pura. Fernando habla con Migo: -Tú me ayudarás a desvanecer el misterio que envuelve a esa criatura que, al parecer, sólo para mí existe, pues nadie la conoce, ni la ha visto, ni puede darme razón de ella. [...] se llenó mi alma del deseo de soledad. [...] Lamentos, palabras, nombres, cantares, yo no sé lo que he oído en aquel rumor cuando me he sentado solo y febril sobre el peñasco a cuyos pies saltan las aguas de la fuente misteriosa [...]. La soledad, con sus mil rumores desconocidos, vive en aquellos lugares y embriaga el espíritu en su inefable melancolía. (OC, 136-137; las cursivas son mías)

Las primeras líneas de esta cita son en realidad una paráfrasis de las definiciones de misterio que reproduje más arriba; y esa «cosa inaccesible a la razón», en lugar de ceder ante el espíritu investigador que por un momento parece apuntar en Fernando, se nutre de la mayor familiaridad que éste va adquiriendo para acabar por envolverle a él entre los atractivos y las ataduras de la fuente y su moradora. No se viola el misterio, no se explica nunca; por esto, en las seis últimas páginas de «Los ojos verdes», en la edición de Aguilar, entre el sustantivo y su derivado adjetival, hay seis textos de misterio, misterioso. Lo más sorprendente de «Los ojos verdes» en el aspecto de la acostumbrada dialéctica entre el escepticismo y la credulidad es que el personaje más escéptico (escepticismo hipócrita) y el personaje fantástico de la leyenda

son una misma figura. La hermosa mujer «incorpórea» de la fuente -recuérdese la atrayente mujer «incorpórea» de la rima XI- finge un hondo desprecio por los crédulos y supersticiosos, y expresando esta actitud asegura a Fernando de su amor: -Yo no castigo al que osa turbar la fuente donde moro; antes lo premio con mi amor, como a un mortal superior a las supersticiones del vulgo, como a un amante capaz de comprender mi cariño extraño y misterioso. (OC, 140)

Se desprende de estas líneas una singular distinción: creer en mi existencia es una superstición vulgar si se me teme -afirma la misteriosa mujer-; pero creer en mi existencia es una actitud culta si se me ama. Estos dos niveles de creencia en lo sobrenatural corresponden respectivamente a las posturas de Íñigo y Fernando, y el parlamento de la vaporosa dama que acabamos de escuchar es un anzuelo muy astuto si resta en el enamorado Fernando algo del desdén que él antes afectaba por las creencias supersticiosas de su fiel sirviente. Pues, por un lado, la fatal mujer de los ojos verdes concede que todo aquello se explica por la credulidad del vulgo; pero, por otro, reconoce la creencia estética, el creer de los poetas. Así se resguarda el delicado orgullo del hombre ilustrado -ya Fernando, ya el lector- de que al dar fe a lo fantástico se ponga en ridículo. En «Los ojos verdes», ser crédulo es creer en el misterio de la fuente de un modo, ser escéptico es creer en él de otro modo. De nuevo, en «La corza blanca», el escepticismo hipócrita se halla asociado al concepto del personaje fantástico, Constanza o Azucena, hija del «famoso caballero» don Dionís, quien tiene su torre señorial en un pequeño lugar de Aragón. Azucena es al mismo tiempo la corza blanca y señora de las corzas ordinarias que corren con ella por campos y bosques, y en los escondites más remotos de éstos todas ellas se convierten en lindas muchachas para triscar, reír y bañarse en el río. De donde se colige que el escepticismo hipócrita de Constanza no será anzuelo, como en «Los ojos verdes», sino defensa. El zagal Esteban cuenta a la compañía de cazadores cómo al llevar sus corderos a la orilla del río él ha encontrado entre el rastro de las reses «las breves huellas de unos pies pequeñitos» de doncella (OC, 258), y don Dionís y todos los que forman su partida de caza dirigen instintivamente los ojos a los pies de Constanza, quien, escondiéndolos, exclama: -¡Oh, no! Por desgracia, no los tengo yo tan pequeñitos, pues de este tamaño sólo se encuentran en las hadas cuya historia nos refieren los trovadores. (OC, 258)

Constanza finge no creer en sí misma, esto es, en su otra existencia de corza, y tan vulgares supersticiones las achaca a los simples al expresarse así mientras habla con Garcés: -¡Bah, bah! [...] Déjate de cazas nocturnas y de corzas blancas. Mira que el diablo ha dado en la flor de tentar a los simples. (OC, 264)

El desprecio de esta aristócrata por la gente ruda e ingenua revela otra semejanza entre este relato y «Los ojos verdes». En la mayoría de las Leyendas la lucha entre el escepticismo y la credulidad se desata en el alma del personaje individual; mas en la pareja de cuentos que nos ocupa ahora cada postura se identifica con una clase social. Por tanto, el caballero don Dionís no manifiesta ante la relación del zagal Esteban sino un «aire de curiosidad picada» (OC, 255). La escéptica hipócrita Constanza «parecía la más curiosa e interesada en que el pastor refiriese sus estupendas aventuras» (OC, 256), en donde habría que subrayar el verbo parecía. Y Garcés, hijo de un antiguo servidor de la casa y el más querido entre los monteros de don Dionís, representa algo así como un nivel medio entre aristócratas y plebeyos en lo que atañe a escepticismo y credulidad. Garcés está enamorado de su ama y en un principio se propone cazar a la corza blanca para ofrecérsela a Constanza como prenda de lealtad; y así al contar Esteban lo que le había sucedido en el bosque, «Garcés fue acaso el único que oyó con verdadera curiosidad los pormenores de su increíble aventura» (OC, 263). He aquí un a curiosidad más vecina a la credulidad que al rechazo de lo «increíble», y veremos que tal actitud llega muy pronto a dominar en el montero. Pero interesa considerar antes cómo se describe al zagal Esteban, el más vulgar, inocente y crédulo de los personajes. Era Esteban un muchacho de diecinueve a veinte años, fornido, con la cabeza pequeña y hundida entre los hombros, los ojos pequeños y azules, la mirada incierta y torpe, como la de los albinos; la nariz roma, los labios gruesos y entreabiertos, la frente calzada, la tez blanca, pero ennegrecida por el sol, y el cabello, que le caía parte sobre los ojos y parte alrededor de la cara en guedejas ásperas y rojas, semejante a las crines de un rocín colorado. (OC, 256)

Evidentemente, se trata de una caracterización exclusivamente física, y aun al nivel físico no hay nada de finura; aquí tampoco puede haber nada de agilidad mental ni distinciones filosóficas entre la realidad y las alucinaciones. Esteban sólo sabe lo que ve, y lo que ve es lo que cree. Ni un preste de la Santa Iglesia Católica Romana a quien ha consultado el inocente zagal le ha disuadido de creer en la existencia de las corzas sobrenaturales; el preste le ha dicho simplemente que rece mucho.

Va quedando claro que Garcés es el único personaje que tendrá que convencerse de la realidad del prodigio. La «escéptica» doncella-corza Constanza no duda en verdad de nada. Don Dionís nunca abandona su actitud irónica ante la superstición sobre las corzas, hay que reconocerlo, mas él es un personaje secundario que no aparece sino en la primera mitad de la leyenda. Por lo demás, el espíritu de Garcés, muchacho enamorado, caracterizado por extravagantes nociones poéticas, está muy bien preparado para la sofocación de sus últimas dudas bajo el peso de una inaudita realidad nueva. No bien ha concluido Esteban su asombrosa relación, Garcés pregunta para sus adentros: «Pero ¿quién dice que en lo que refiere ese simple no exista algo de verdad?» (OC, 263). De aquí a aludir el autor, en su comentario de estilo terciopersonal, a «la credulidad del joven montero» (OC, 265), no hay sino un paso. Garcés tarda hasta el final de la leyenda en lograr la triste confirmación del carácter sobrenatural de la corza blanca (herida ésta por una saeta de la ballesta del enamorado montero, se convierte al morir en Constanza), mas ya muchas páginas antes «el joven se sentía dispuesto a ver en cuanto lo rodeaba algo sobrenatural y maravilloso» (OC, 269). Tal disposición mental en Garcés, unida al testimonio de sus sentidos, le hunde pronto a él y a nosotros en la realidad cierta de lo imposible. Pues, según suele suceder en el género fantástico, los datos de la experiencia no confirman la que normalmente consideraríamos como la realidad objetiva. A la luz de la luna, Garcés ha visto a las corzas convertirse en hermosas mujeres, registrando esta mágica metamorfosis con un «involuntario grito de asombro»; y junto al río, bajo un pabellón de verdura, en medio de la corte que formaban las corzas transformadas, «a cuál más bella», y atendido por todas ellas «creyó ver el objeto de sus ocultas adoraciones: la hija del noble don Dionís, la incomparable Constanza» (OC, 270, 271). Ante tal escena, Garcés «no se atrevía a dar crédito ni al testimonio de sus sentidos» (OC, 272); mas, aunque no se atreviera todavía a creerlo, se insinúa aquí que sus sentidos seguían fielmente presentándole datos y confirmando el fenómeno que tenía delante de los ojos. Ya he dicho que Garcés representa un nivel medio entre las dos clases sociales asociadas en esta leyenda con las posturas del escepticismo y la credulidad, y por ende es lógico dentro de tal esquema que él sea el único personaje en quien tienda a interiorizarse el conflicto entre esas actitudes. El último trozo citado, con su tensión entre creer y no creer lo visto con los ojos, revela precisamente esta especie de contienda en el espíritu del asombrado Garcés, y no para allí. Continúa en las líneas inmediatas la oposición entre el Garcés escéptico y el Garcés creyente; pues el pasmado montero «creíase bajo la influencia de un sueño fascinador y engañoso» (OC, 272), mas se sobreentiende por estas palabras, señaladamente por el verbo creíase, que no sufría tal influjo. En la página siguiente encontramos a Garcés todavía «deseando romper de una vez el encanto que fascinaba sus sentidos»; y si bien, por una transformación instantánea de las doncellas en corzas al sorprenderlas el montero, se convence éste al pronto de que «el encanto se rompió» (nunca había habido allí doncellas); al contrario, la metamorfosis final de la corza blanca en Constanza-Azucena a la hora de la muerte da el más eficaz

mentís a la opinión escéptica de que allí no hubo nunca más que corzas. Los al parecer engañosos sentidos de Garcés fueron, en efecto, siempre fieles; los órganos que en nuestro mundo sirven para el descubrimiento científico y el estudio objetivo de la realidad, en el mundo paralelo de la ficción fantástica sirven para la confirmación u objetivación del hecho sobrenatural, que allí viene a ocupar el lugar de uno de los hechos naturales y a ser por consiguiente una de las bases de una nueva realidad y un nuevo realismo inauditos. «El gnomo» y «El monte de las Ánimas», la última pareja de relatos que nos toca analizar en conexión con la dialéctica entre el descreimiento y el candor, tienen en común el hecho de que en cada caso por la repetición confirmatoria, ya de palabras clave, ya de un pasaje descriptivo simbólico, se consolida el término dialéctico que acostumbra a llevar al vencimiento de toda posible duda. En «El gnomo» las muchachas del lugar son unas simples que después de fingirse incrédulas y reírse como locuelas del tío Gregorio, se tragan enteras las fabulosas consejas del nonagenario, especialmente Marta y Magdalena, dos hermanas huérfanas que ansían escaparse de alguna manera de su vida vacía y desesperanzada. Su misteriosa conversación nocturna con el agua y el viento (que son los servidores del gnomo y esperan a las hermanas en la fuente donde ellas y todas sus compañeras del lugar van a buscar agua) resulta en la desaparición definitiva de Marta, a quien el hombrecillo por lo visto se ha llevado a la caverna del Moncayo de donde brota esa fuente y donde, según el cuento del tío Gregorio, los gnomos guardan sus ricos tesoros. La postura escéptica está mucho menos representada en «El gnomo» que en la mayor parte de las Leyendas, y como consecuencia, el elemento fantástico resulta tal vez menos creíble, menos imponente, por no haber tenido que allanar tantos obstáculos para dominar el campo. Sobre la especie de que se oye todavía de noche en la fuente el llanto de Marta, el narrador se expresa así, al final del relato: «Yo no sé qué crédito dar a esta última parte de la historia» (OC, 233); y casi podría generalizarse esta observación a toda la leyenda; pues, aunque en los demás aspectos tiene los habituales encantos de la prosa becqueriana, aquí no hemos temido tanto, no nos sentimos tan hondamente impresionados; precisamente porque ningún repentino reconocimiento de la realidad sobrenatural ha venido a sacudirnos de una fuerte actitud escéptica. La expresión más fuerte de duda en toda la narración es la que acabo de citar, y parece sintomático que no se refiera sino a un detalle de poquísima importancia para el argumento. Las restantes notas escépticas son meras insinuaciones que dependen de adverbios, conjunciones, verbos en el subjuntivo y el sentido normal de algún otro verbo o sustantivo, verbigracia: «tesoros, en fin tan fabulosos e inmensos, que la imaginación apenas puede concebirlos»; «Al menos, el pastor refirió que así le había parecido»; «como si hubiera salido de un sueño»; «les pareció percibir» (OC, 221, 221, 222, 228, respectivamente; las cursivas son mías). En fin, en «El gnomo» no se da la acostumbrada oposición entre escepticismo y credulidad debido a la ausencia prácticamente total del primer contendiente. Mas no pensemos que se trate solamente de un defecto. Bécquer acaso ha ya visualizado el predominio absoluto del término credulidad como un medio mimético para captar también

por la perspectiva narrativa la simpleza de las muchachas. Para que esto quede claro hablemos ya de las repeticiones léxicas a las que aludí al comienzo de estas consideraciones sobre «El gnomo». El adjetivo estupendo, en su acepción de «maravilloso para el observador lerdo» (< lat. stupere, «contemplar con estupor») se utiliza cuatro veces, el sustantivo estupor una vez, y el sustantivo vértigo dos veces para hacer hincapié en el atolondramiento y la simpleza de las muchachas. He subrayado los vocablos indicados en los siete trozos reproducidos a continuación, seis de los cuales forman parte de la narración terciopersonal, ya del narrador omnisciente, ya del narrador ficticio tío Gregorio. Nadie [...] sabía historias más estupendas [que el tío Gregorio]. (OC, 216)

[Un pastor, en la historia contada por el tío Gregorio] antes de morir refirió cosas estupendas. (OC, 219)

[El pastor], sin saber cómo ni por dónde, se encontró fuera de aquellos lugares y en el camino que conduce al pueblo, echado en una senda y presa de un gran estupor. (OC, 222)

La estupenda relación del tío Gregorio [...] exaltó nuevamente las locas fantasías de las dos enamoradas hermanas. (OC, 226)

La noche siguiente a la tarde del encuentro con el tío Gregorio, todas las muchachas del lugar hicieron conversación en sus casas de la estupenda historia que les había referido. (OC, 226)

A medida que transcurrían las horas, aquel sonar eterno del aire y el agua empezó a producir una extraña exaltación, una especie de vértigo que, turbando la vista y zumbando en el oído parecía trastornarlas por completo. (OC, 228)

MARTA.-... mi inteligencia flota en un vértigo... (OC, 228)

El hecho de que las reacciones de Marta, Magdalena y las demás muchachas reflejen las de los personajes del relato del tío Gregorio, ilustra al mismo tiempo el poder de la ficción para amoldar la vida real del oyente o lector y sugiere indirectamente cuál ha de ser nuestra reacción ante las presentes páginas de Bécquer. Las palabras de Marta dirigidas a Magdalena que aparecen a la cabeza de este libro: «Yo también creo en todo: En todo... lo que deseo creer» (OC, 223), alegorizan a la par otra condición imprescindible para la recepción más oportuna del material sobrenatural por el lector. Al poder de la misma ficción fantástica tiene que unirse la voluntad de creer y aterrarse que deberá aportar el lector. En Soria es la noche de Difuntos -pasemos a comentar «El monte de las Ánimas»-, y Alonso, hijo del conde de Alcudiel, y su amada prima y huéspeda Beatriz, hija del conde de Borges, junto con sus padres y su séquito, se retiran temprano de la caza; porque en esa noche todos los años, en el ya mencionado monte, los espectros de los templarios y los de los nobles de Castilla, envueltos en jirones de sus sudarios, vuelven a representar, «como en una cacería fantástica» (OC, 125), la sangrienta batalla que se libró allí entre ellos en otra época. Recogidos en el palacio gótico de los condes de Alcudiel, caballeros, damas y dueñas se dividen en varios grupos para conversar; y con ocasión del recuerdo de los finados, cuentan historias temerosas de espectros y aparecidos. Aun por esta brevísima recapitulación queda claro que el ambiente de esta leyenda se presta desde el comienzo a una acción sobrenatural, y Bécquer insistirá repetidamente en esta puesta en escena para afianzar el término credulidad de la oposición escepticismo-credulidad. La insistencia del autor en el ambiente toma la forma, no solamente de una repetición verbal, sino de la reiteración a lo largo del texto de ciertos detalles descriptivos conducentes a la fe en lo maravilloso. Empieza ya esta reiteración descriptiva en la introducción a la leyenda, mientras el autor compone ésta, y sigue todavía al final de la ficción, mi entras Beatriz yace aterrada en el lecho en el que morirá de miedo a la mañana siguiente, al ver sobre su reclinatorio su perdida banda azul, ahora sangrienta y desgarrada, que el ánima de Alonso ha recuperado de en medio de la batalla de los espectros en el vecino monte. ... y la he escrito volviendo algunas veces la cabeza con miedo cuando sentía crujir los cristales de mi balcón, estremecidos por el aire frío de la noche. (OC, 123)

... algunos grupos de damas y caballeros que alrededor de la lumbre conversaban familiarmente, y el viento azotaba los emplomados vidrios de las ojivas del salón.

(OC, 125)

Las viejas, en tanto, continuaban en sus cuentos de ánimas aparecidas; el aire zumbaba en los vidrios del balcón, y... (OC, 129)

El aire azotaba los vidrios del balcón [...]. Así pasó una hora, dos, la noche, un siglo, porque la noche aquella pareció eterna a Beatriz. (OC, 131)

Tal técnica de repetición tiene ya algo de azoriniano y mucho de poético, funcionando como estribillos las sacudidas de los cristales que se vuelven a oír a intervalos regulares. ¿Cuántos lectores habrán leído «El monte de las Ánimas» en una noche tormentosa cuando sus propias ventanas se sacudían bajo las ventoleras, buscando así la adecuación emocional entre la vida del escritor, la experiencia de los personajes y la propia existencia? Lo cierto es que en la presente leyenda se logra una unidad total de ambiente y reacción, y hasta la escéptica y fría Beatriz es por fin vencida por los numerosos motivos de terror que tiene en torno suyo y que Bécquer resume en el símbolo sinóptico de los cristales sacudidos por el viento. Volveremos sobre la noche de terror de Beatriz en el capítulo VI, pero por de pronto veamos cómo se articula el escepticismo de la prima de Alonso. Beatriz es encaprichada, voluntariosa y mundana como habituada a la vida de la Corte francesa, y siente un desprecio absoluto por las tradiciones de las áridas llanuras de Castilla. Al empezar a oscurecer en el monte, le dice su primo que pronto los templarios difuntos tocarán la campana en la capilla, y Beatriz responde: «¡En esa capilla ruinosa! ¡Bah! ¿Quieres asustarme?» (OC, 124). De vuelta en el palacio, Alonso le propone a Beatriz un intercambio de presentes y recuerdos, porque presiente que muy pronto se ha de privar de la compañía de su amada parienta, quien no se quedará en Castilla. Al darse cuenta la hija del conde de Borges de que en el monte ha perdido su banda azul, se le ocurre poner a prueba la absurda fe de Alonso en la cacería fantástica de la noche de Difuntos: la mirada de Beatriz -dice el narrador- «brilló como un relámpago, iluminada por un pensamiento diabólico» (OC, 127). Ella le habría dejado su banda azul como recuerdo, dice, pero... Al no ofrecer Alonso volver esa misma noche a buscar la banda, porque la vista nada más de las ánimas hiela de horror la sangre de los más valientes, según explica él, «una sonrisa imperceptible se dibujó en los labios de Beatriz» (OC, 128). Al fin, «su amarga ironía» (loc. cit.) convence a Alonso, que no quiere quedar mal a los ojos de su bella prima, y cuando a los pocos minutos ésta oye alejarse el galo pe del

caballo del primogénito de Alcudiel, se le colorean las mejillas «con una radiante expresión de orgullo satisfecho» (OC, 129). Parece haberse llevado la victoria el escepticismo de esa hermosa pero atormentadora forastera. Mas, luego de acostarse Beatriz, las horas pasan cada vez más despacio, una tras otra, sin que vuelva Alonso del monte, sin que ella concilie el sueño, llenándose los minutos de espantosos ruidos y visiones que la víctima del insomnio no sabe si serán reales o soñadores. Si es verdad, como dice Mesonero Romanos en alguno de sus artículos, que los nervios son un invento de los modernos, Beatriz es muy moderna en este aspecto: «Veía, con esa fosforescencia de la pupila en las crisis nerviosas, como bultos que se movían en todas las direcciones, y cuando dilatándolas las fijaba en un punto, nada; oscuridad, las sombras impenetrables» (OC, 130). El escepticismo de la orgullosa hija del conde de Borges va cediendo a las circunstancias ambientales de una noche horripilante (de cuya descripción hablaremos en el capítulo VI), aunque ella no acabará de convertirse en creyente en lo sobrenatural hasta el mismo momento de su muerte de terror. Su vacilación entre descreída y creyente se revela por la forma interrogativa, desesperada, en que, agitada con el insomnio, lucha todavía por mantener su habitual desprecio ante la superstición: «¿Soy yo tan miedosa como esas pobres gentes cuyo corazón palpita de terror bajo una armadura al oír una conseja de aparecidos?» (loc. cit.). Ella misma no contesta nunca -con palabras- a esta pregunta. Hasta su encuentro con el portento Beatriz hubiera aceptado la idea del pensador ilustrado dieciochesco inglés Edward Burke, de que la superstición es la religión de los débiles. Mas los desenlaces de las Leyendas becquerianas constituyen argumentos en apoyo de una visión mucho más romántica, semejante a la de Goethe de que la superstición es la poesía de la vida, o a la noción de Barbey d'Aurevilly de que en las almas más grandes hay rincones de debilidad en los cuales duermen las supersticiones. Nada característico de las almas grandes puede ser enteramente malsano; y de esto dista poco el sostener, como lo ha hecho un crítico actual, que la lectura de los cuentos de terror tiene cierto valor terapéutico para el alma humana34. Después de todo -creo que es Emerson quien lo dice-, el escepticismo es un suicidio lento.

Capítulo V Realismo y fantasía: Los personajes

I. Consideraciones preliminares

Por su historia y por su técnica la narración fantástica pertenece a la escuela realista; aserto que no sorprende sino a primera vista. Pues el lector recordará inmediatamente que el ambiente en el que se verifica el suceso fantástico que normalmente habríase considerado increíble suele ser, al contrario, creíble, ordinario, prosaico. Recordemos al mismo tiempo la definición del género fantástico que queda expuesta en el capítulo I; porque ya de ella se deduce la necesidad de que el lugar y al menos los personajes secundarios sean presentados en forma realista. La literatura fantástica -decíamos- representa la irrupción con fuerza brutal del misterio suprarracional en el marco de la vida cotidiana. El afán detallista, realista, del escritor fantástico se refleja en las siguientes palabras de Bram Stoker, en su famosa novela de terror Drácula (1897): «Debo seguir escribiendo [...]. Lo grande y lo pequeño, todo tiene que apuntarse; tal vez nos resulten al final más instructivas las cosas pequeñas» (cap. XXII). Al mismo tiempo señalamos, en el capítulo I, el hecho de que se dan a menudo, en las Leyendas, contrastes entre dos realidades, esto es, situaciones en las que un solo personaje aprehende de dos maneras diferentes un mismo fenómeno, de una manera con el sentido interior o la intuición, y de otra manera con los sentidos corporales; pero, en la práctica, ya variando las reacciones de ese personaje, ya empañándosele su memoria, tienden a fundirse en su concepto la realidad natural y la realidad sobrenatural, o a sustituirse la una por la otra. De donde resulta, por una parte, lógico que las cosas más prosaicas de todos los días se doten frecuentemente de perfiles fantásticos con descripciones expresionistas, y por otra parte, que los seres, sitios y sucesos imposibles se hagan objeto de la más minuciosa descripción de tipo realista (así en parte se realizan, parecen hacerse posibles y reales, esos casos singulares que de otro modo se oponen a las leyes naturales de nuestro universo). Por el fácil intercambio entre estas dos realidades y sus respectivas técnicas de representación puede juzgarse a la vez la falsedad de ciertas conclusiones que los historiadores literarios acostumbran repetir al hablar de los orígenes del género fantástico en el siglo XVIII. A saber: con un simplismo característico de quienes creen que basta cualquier explicación para un punto que sólo se toca por incidencia, se nos dice que el moderno relato fantástico nace en el siglo XVIII, estimulado por la desesperada hambre de misterio que se sentiría en aquel supuestamente enrarecido ambiente de absoluta abstracción que era la Ilustración, según la imaginan tales historiadores. Nos dicen éstos que concretamente nació el género con la «True Relation of the Apparition of one Mrs. Veal» («Relación verdadera de la aparición de una tal señora Veal»), de 1706, debida a la pluma de Daniel Defoe. Ahora bien: lo que se olvida en tales estudios literarios es que la Ilustración se caracteriza por una nueva teoría del conocimiento inductiva, sensacionista, observacional, debido a filósofos como Bacon, Hobbes, Locke y Condillac; pienso especialmente en el Ensayo sobre el entendimiento humano (1690) de John Locke. Esto es importante para la historia de la literatura fantástica porque no solamente se nos da, con la completa apertura de los cinco sentidos corporales, la única clave segura

para el examen y conocimiento exhaustivo de la realidad material (de donde derivará el minucioso realismo descriptivo de la literatura moderna); sino que, al exponerse esta epistemología, según la que nuestras ideas más abstractas no son más que diferentes combinaciones mentales de las percepciones que logramos por los sentidos materiales, se hace al mismo tiempo el más fino estudio psicológico de la mente humana donde las percepciones sensoriales se transforman en ideas, tanto irracionales como racionales, incluyendo los temores infundados, la creencia en los milagros, las supersticiones, etc. (Todavía a fines del siglo XIX, en los manuales elementales de psicología, de Pedro Felipe Monlau, Antonio López Muñoz, Francisco Giner, Eduardo Soler, Alfredo Calderón, etc. se empezaba por examinar el papel de las sensaciones materiales en la formación de nuestras ideas, figuraciones y temores.) En plena Ilustración -aludimos brevemente a este dato más arriba-, en una conocida adición al discurso I del tomo V (1733) del Teatro crítico universal, el P. Feijoo, razonando sobre sus percepciones sensoriales, examinó científicamente lo que en una noche nebulosa le había sucedido con la sombra de su propia persona (¿o fue un fantasma?), proponiendo dos posibles desenlaces para la aventura: el que podría haber tenido para los crédulos, y el que de hecho tuvo para un escéptico como él. En el trozo tercero de su Vida (1743), el muchísimo menos moderno doctor don Diego de Torres Villarroel intenta aplicar cierto rigor científico a la investigación del duende o fantasma que traía aterrada a la condesa de los Arcos y su servidumbre, analizando muy bien al mismo tiempo la reacción de los crédulos que vivían en esa ilustre casa. Quiere decirse que tanto Feijoo como Torres, a la vez que intentaban rebatir la superstición, sentían también algo de ese «delicioso estremecimiento» que en 1938 Algernon Blackwood confiesa haber sentido siempre que empezaba a imaginar el plan de un nuevo cuento de terror35. En fin, lejos de representar una irreflexiva reacción contra un racionalismo excesivo en el setecientos, el género fantástico es hijo legítimo del nuevo racionalismo de sello inductivo científico, no sólo en su dimensión de realismo descriptivo objetivo, que vamos a estudiar ahora, sino también en su otra dimensión no menos importante de análisis del terror en la mente supersticiosa. Pues resulta claro que esto último no habría sido posible sin la existencia previa de una psicología analítica, como la de Locke, o sea, una «ciencia del espíritu», como todavía se decía en la centuria pasada. Tampoco sin tal ciencia habría sido factible, ni comprensible siquiera, la coordinación armoniosa entre medio impersonal y horror individual ante lo desconocido que solamente en la apariencia se oponen como elementos contrarios en la narración fantástica, porque en el fondo, como siempre se revela por el desenlace, son colaboradores cordiales de un efecto artístico unido buscado por un narrador que es hijo de los racionalistas ilustrados (de igual modo que para Locke circunstancia física y mente humana no son sino formas alternas de la materia). Otro indicio muy claro de la falsedad de la visión simplista del género fantástico como mera rebelión contra la Ilustración es que por muchos años se intentó en vano explicar en la mismísima forma los orígenes del romanticismo, de modo que en el presente contexto no se trata sino de una

mala explicación mal adaptada de una corriente literaria a otra. En otras circunstancias, rogaría se me perdonara la digresión, mas estas líneas sobre el análisis científico de lo sobrenatural durante la Ilustración no significan en modo alguno una desviación del tema principal de este capítulo; pues sin que se viera que medio material y superstición irracional se someten a un mismo proceso de observación y examen metódicos (recuérdese la dialéctica entre lo real y lo portentoso que se estudió en el capítulo precedente), habría que suponer que el escritor fantástico era esquizoide, procediendo como científico ilustrado para la descripción objetiva del marco material de la acción, y como vulgar simplón de extravagantes creederas para casi todo lo demás; pero esto difícilmente permitiría la síntesis artística requerida para el desenlace del relato. En otro aspecto esencial, por lo contrario, es muy acertada la ilación que la crítica actual traza entre la técnica del género fantástico y sus orígenes en la centuria decimoctava. Me refiero a la primera aparición del realismo en el relato fantástico. En su forma moderna, la novela realista y la narración sobrenatural son hijas de una misma camada, por decirlo así, por cuanto una característica fundamental de cada una de ellas nace del nuevo hábito dieciochesco de la observación minuciosa. He aquí lo que dice el conocido crítico y ensayista Jacques Barzun sobre el papel del novelista Daniel Defoe en los comienzos de la moderna narración sobrenatural, en su Introducción a una nueva y curiosa enciclopedia del horror: Antes que el arte de la novela acostumbrara a los lectores a las descripciones extensas [en el siglo XVIII], las historias populares de casos sobrenaturales eran torpes resúmenes de los hechos; habrían cabido en dos párrafos. [...] Defoe fue el primero en ver que algo más emocionante podía crearse si se desarrollaban las versiones populares. En «La aparición de la señora Veal» dio una muestra hecha y derecha del relato inventado, pormenorizado en la descripción y rico en esos pequeños datos que crean la verosimilitud36.

(A la vista de estas líneas resulta iluminativo recordar que los especialistas de la literatura inglesa atribuyen la invención del moderno «realismo circunstancial» al mismo Defoe, en su novela Moll Flanders, de 1722.) Al mismo tiempo, no ha de descartarse la importante aportación de la actitud filosófica setecentista al indispensable escepticismo que entra en la habitual dialéctica entre duda y credulidad en la forma actual del género. «Para sentir la inquietud que se intenta estimular con el cuento de fantasmas -dice Barzun-, uno ha de empezar estando cierto de que no existe tal cosa como un fantasma»37. Los Locke, los Fontenelle, los Feijoo, los Voltaire, merced en parte a su escepticismo personal ante la superstición y lo sobrenatural, gozaron de la distancia y objetividad necesarias para el análisis psicológico de la reacción vulgar ante esos fenómenos; e imagínese el singular espanto que pasaría un hombre de tan confiada mentalidad si se viera víctima de una de esas extrañas fuerzas que había considerado inexistentes. Su horror sería tanto más debilitante cuanto que nunca habría creído posible hallarse en semejante situación.

Pues bien, he aquí la situación del P. Feijoo ante su sombra-fantasma hasta dar con su solución científica, y he aquí a la vez la desesperada zozobra del personaje escéptico al final del típico cuento fantástico moderno. Es realmente notable cómo se entrelazan en la estructura del actual relato fantástico esos elementos suyos que provienen de la mentalidad ilustrada dieciochesca. En el cuento fantástico la descripción realista (nacida de la epistemología sensacionista o empírica) es un importante símbolo del escepticismo que el cuentista opone a la superstición (el antiguo blanco de la crítica ilustrada). Porque en el mercado, en la plaza, en el taller, en la cocina de la propia casa, en los sitios donde transcurren las prosaicas horas de la vida cotidiana, ¿cómo suponer la visita de un espectro? Cada pormenor que se añade a la descripción de un local de esta especie parece un nuevo apoyo al escepticismo, una nueva razón opuesta a la posibilidad de los influjos sobrenaturales. En un ambiente que respira tanta seguridad se van desarmando las defensas racionalistas del más descreído; insensiblemente se va acercando éste a su encuentro con lo inesperado, se rinde por fin, y aceptada la nueva dimensión fantástica de la realidad, surge un nuevo objeto digno de minuciosas observaciones y síntesis descriptivas. Quiere decirse que el realista va practicando su realismo, no ya sobre lo real, sino sobre lo irreal -¿una nueva realidad?- en que aquello real parece haberse ido transformando (hay que tener presente que no es lo mismo un objeto tratado de modo realista, que un objeto real; los procedimientos del arte realista pueden aplicársele al fenómeno más fantástico); y de ahí lo sugerente, para la realización de lo sobrenatural, de la siguiente observación de Clive Barker, el más joven y más popular de los actuales escritores ingleses del género: «Creo que es importante que hagas que tantas cosas reales se rocen con las fantásticas como sea posible»38. Sobre la casi imperceptible transición realista entre lo cotidiano y lo sobrehumano en las más hábiles relaciones fantásticas, el clásico cuentista y crítico de la escuela Lovecraft comenta (a propósito de otro literato que también es considerado como un clásico del género, Algernon Blackwood): «Nunca se ha acercado nadie a la destreza, seriedad y minuciosa fidelidad con que él apunta las sugestiones de lo extraño presentes en las cosas y las experiencias ordinarias, o a la intuición preternatural con que él amontona detalle tras detalle todas las sensaciones y percepciones que llevan de la realidad a la vida o visión sobrenormal»39. El objeto de la mímesis es diferente, mas la técnica es la misma que por los mismos años Azorín recomendaba a un joven novelista que le escribía pidiendo consejos: «En una tarjeta de visita he puesto únicamente estas palabras: 'Pormenores, pormenores y pormenores'. Y nada más»40. Antes que pasemos a hablar directamente del realismo y la fantasía en las descripciones becquerianas, resta por hacer todavía otra observación preliminar, que me parece útil para la apreciación exacta del papel trascendental que desempeña el arte descriptivo en el género fantástico. En la inmensa mayoría de tales narraciones el desenlace trae sus orígenes de una imprevista alteración producida en las circunstancias extrahumanas, o al menos exteriores a los personajes o testigos principales, y no de una

alteración o evolución psicológica que sufran éstos. Por ende, el análisis profundo de los diferentes caracteres humanos no suele ser una preocupación del escritor fantástico. (Esto no quiere decir que no se represente muy eficazmente el miedo en los personajes y otros testigos de la acción fantástica, pues especialmente a partir de Poe se ha captado esta emoción en forma viva y perturbadora; mas con el trasunto del terror, cuya textura psíquica varía poco de un espíritu humano a otro, no se trata del análisis psicológico individual.) En efecto: en esas otras supuestas leyendas becquerianas en las que el desenlace no obedece a ningún portento nacido de circunstancias exteriores al protagonista, sino a interpretaciones arbitrarias y personales que el personaje impone a facetas completamente pasivas de la realidad material y social -por ejemplo, «El rayo de luna», o «Tres fechas»-, se invierten los papeles de la descripción y el análisis psicológico en cuanto a su relativa importancia, y predomina este último elemento. De ahí la falta en estos relatos de la estremeciente «otredad» presente en la mayoría de las narraciones de Bécquer, las fantásticas. Lo dicho aquí sobre el lugar subalterno del carácter en el cuento fantástico estaba en realidad ya implícito en todas nuestras páginas anteriores; y llámese como se llame el aspecto de la ficción que representa la fuerza sobrenatural -descripción, estilo, o argumento- todos los críticos y cultivadores del género que han reflexionado sobre ello están acordes: la primacía pertenece a este aspecto, y no al carácter. «En la literatura del miedo -escribe Barzun-, el estilo adquiere una importancia mucho mayor que la que tiene en la novela tradicional. [...] El carácter puede jugar o no jugar un papel; lo principal, según con razón dice M. R. James, son "aquellas cosas que apenas pueden expresarse con palabras y que suenan algo absurdas si no se expresan con propiedad"»41. Recuérdese que el aspecto de las Leyendas que la crítica siempre ha destacado como el más artístico es precisamente el estilo, aunque hasta ahora su riqueza estilística no se ha estudiado en relación con su dimensión fantástica. Otra elocuente ilustración de lo acertado de la observación de Barzun es el precioso estilo cuentístico de Lovecraft, que tiene toda la peregrina delicadeza y muchos de los rasgos del estilo narrativo de un Rubén Daró, un Amado Nervo, o un Ramón del Valle-Inclán. En el prólogo a una de sus colecciones de relatos de terror, Stephen King mantiene una opinión muy parecida a la de Barzun: «El valor de historia domina las demás facetas del arte del escritor; la caracterización, el tema, la tonalidad, ninguna de estas cosas vale nada si la historia es pesada»42 -juicio que recuerda el expresado por Ortega, en Ideas sobre la novela, cuando habla de las deficiencias de Proust-. Los términos descripción, estilo, e historia no significan en modo alguno diferentes preocupaciones técnicas, porque en el género fantástico es frecuente que se entrelacen narración y descripción hasta el punto de casi fundirse, por ejemplo, en «La cruz del diablo», «Maese Pérez el organista», «La corza blanca», etc., de Bécquer. En todos los relatos fantásticos de Gustavo ocurre un choque entre la realidad natural y la realidad sobrenatural, mas varían de un relato a otro los medios miméticos para la captación de esos dos niveles, así como para su fusión final y la consecuente realización de lo fantástico: es

decir, su autenticación mediante su sometimiento a procedimientos descriptivos realistas. Pues la descripción de técnica realista se aplica no solamente a la realidad natural, sino también a la sobrenatural. Utilízanse a la vez figuras retóricas como la metáfora y la hipérbole, que hacen de puentes para facilitar el paso del mundo real al mundo soñado o fantástico, porque con ellas se sugiere la existencia de insospechadas regiones intermedias entre zonas normalmente no relacionadas. La reunión de los indicados marcos de existencia se consigue también con la ya aludida fusión de la descripción y la narración, en donde ésta representa el suceso fantástico, y aquélla el ámbito real y prosaico en el que nos sorprende el portento. Al analizar la ambientación de las leyendas individuales, descubriremos todavía otros procedimientos para el casamiento de las dos realidades, pero su propósito es siempre la realización de lo fantástico, el hacerlo como real. Las dos constantes en este proceso son, entonces, lo real y lo fantástico. Lo real no representa un problema para el lector; pero ya que la presencia y la aprehensión de lo fantástico en las Leyendas dependen más directamente de las técnicas estudiadas en este capítulo y el próximo que de cualquier otra faceta de la narrativa becqueriana, preguntemos, antes de seguir adelante, en qué consiste, cómo se define, para Gustavo, lo fantástico. Aunque puede habérseme escapado algún ejemplo, reúno a continuación todos los pasajes que yo tenía marcados en las obras en prosa consideradas en estas páginas, en las Rimas y en los otros poemas, en los que aparece el calificativo fantástico u otra voz etimológicamente emparentada. Se verá que los dos conceptos más frecuentemente asociados con estas palabras son la visión sobrenatural (catorce pasajes) y la luz (quince pasajes), y que se unen estos dos elementos en algunas de las muestras. En ocho casos el lugar de la acción está descrito con el ya mencionado adjetivo o iluminado por la luz así descrita. En algún caso la luz, o el grado de luz, está sugerido por alguna palabra como color, hora, etc. Las referencias corresponden a las páginas de la edición de Obras completas que hemos manejado a lo largo de este libro, y en cada trozo citado he subrayado la voz pertinente: 103: Entre las sombras, [...] entre las ruinas del castillo, [...] se veían correr, cruzarse, esconderse y tornar a aparecer [...] unas luces misteriosas y fantásticas, cuya procedencia nadie sabía explicar («La cruz del diablo»)

117; ... ésta [joya], que resplandece de un modo tan fantástico... («La ajorca de oro»)

122: ... los rayos de luz que, semejantes a blancos y gigantescos fantasmas, se movían lentamente en el fondo de las naves...

(«La ajorca de oro»)

128: ¡Las ánimas!, [...] en el torbellino de su fantástica carrera... («El monte de las Ánimas»)

140: ... el joven absorto en la contemplación de su fantástica hermosura... («Los ojos verdes»)

154: ... todo lo expresaban las cien voces del órgano [...] con más fantástico color que lo habían expresado nunca. «Maese Pérez el organista»)

157: ... desechad esas fantasías con que el enemigo malo procura turbar las imaginaciones débiles... («Maese Pérez el organista»)

167: ... revolviendo en su cabeza las más locas y fantásticas imaginaciones... («El rayo de luna»)

202: ... un cuadro, si no tan fantástico y caprichoso... («El Cristo de la Calavera»)

209: ... un cerco de claridad fantástica y dudosa... («El Cristo de la Calavera»)

219: ... unas galerías subterráneas e inmensas, alumbradas con un resplandor dudoso y fantástico... («El gnomo»)

220: ... la fantástica caverna...

(«El gnomo»)

246: Creyéndome juguete de una vana fantasía... («La promesa»)

269: ... la corza blanca, cuyo extraño color destacaba con una fantástica luz sobre el oscuro fondo de los árboles («La corza blanca»)

270: ... los colores de la fantasía... («La corza blanca»)

277: ... entre las espesas sombras [...] la fantástica silueta del sargento aposentador... («El beso»)

281-282: ... aquella nocturna y fantástica visión que se dibujaba confusamente en la penumbra de la capilla... («El beso»)

290: Una mujer blanca, [...] su fantástica hermosura, que parece que oscila al compás de la llama... («El beso»)

364: Contribuía a dar un carácter más misterioso a toda la iglesia [...] la fantástica claridad que la iluminaba («Tres fechas»)

412: vano fantasma de niebla y luz. (rima XI)

415: unos ojos, los tuyos [...] desasidos fantásticos lucir.

(rima XIV)

466: ... la parda niebla que, envolviendo / trigos y montes, valles y praderas, / los objetos, fantástica, perdía. («Elvira»)

478: ¡Las dos! Hora misteriosa / de fantasmas y hechiceras, / de espectros y de quimeras / que nos inspiran terror («¡Las dos!»)

480: Hora extraña que parece / de más tarda vibración, / de más fantástico son / y otro diverso compás. («¡Las dos!»)

519: ... personajes fantásticos, unos tras otros van pasando ante mi vista... (Desde mi celda)

537: ... impresionada la imaginación [...], se lanzaba a construir con fantásticos materiales uno de esos poéticos recintos... (Desde mi celda)

570: ... almenas oscuras, que parecían fantasmas asomados a los muros... (Desde mi celda)

En fin: se trata de ficciones en las que el punto culminante estriba en apariciones de seres sobrenaturales, en sitios oscuros y horrendos, escasamente alumbrados por unas misteriosas luces oscilantes; y ciento diecisiete años más tarde, con muchísimo más cultivo del género, sobre todo en los últimos decenios, dudo que exista otra definición o descripción más fiel del contenido de la literatura fantástica que la representada por la reunión de estos pasajes. Es lícito tomar en cuenta los testimonios tomados de «El rayo de luna», «Tres fechas» y Desde mi celda, porque desde el principio hemos utilizado estos escritos como

fuentes para la poética becqueriana del género fantástico; y por la enorme unidad de toda la obra de Gustavo, me parece razonable a la vez reunir a los demás textos los de las Rimas, porque la mujer ideal que aparece en éstas es en muchos casos un vaporoso ser sobrenatural, el personaje central de ellas (el poeta) es a menudo un «huésped de las nieblas» en el «mundo de visiones» (rima LXXV), y la luz es de gran importancia para la representación de estas figuras, según se ha demostrado en varios excelentes estudios sobre el verso de Bécquer (véanse, por ejemplo, los que incluí en mi ya mencionada antología de crítica de Bécquer en la serie «El Escritor y la Crítica»). Tampoco habría que olvidar que en la «Introducción sinfónica» de Gustavo se habla de su «fantasía» (OC, 40), que en su cerebro crea seres extravagantes, «semejantes a fantasmas sin consistencia» (OC, 41). Y en esta última página de la indicada introducción existe un período que parece recapitular la doble temática del presente capítulo: «Mis afectos se reparten entre fantasmas de la imaginación y personajes reales». Es notable la fidelidad de Bécquer a su concepto de lo fantástico en la realización de sus leyendas sobrenaturales. Solamente en dos de las narraciones examinadas aquí («La cueva de la Mora» y «La promesa») no se asocia la luz de ningún modo especial ni con el personaje, ni con el suceso, ni con el escenario del prodigio. El claroscuro es el tono constante de «La cruz del diablo»; pues la oscuridad de la noche está repetidamente puntuada por fuegos, fogatas, hogueras e incendios, y por fin, el espíritu maligno, resistiendo y gimiendo, ocupa todavía el candente metal de su antigua armadura, que veinte obreros con sus martillos sólo a duras penas logran transformar en una cruz al calor de una ancha hoguera. En «La ajorca de oro», las chispas de luz rojas, azules, verdes, amarillas que voltean alrededor de la hermosa imagen de la Virgen infunden miedo a Pedro de Orellana, quien quiere robarle la expresada joya, y por unas sombras y rayos de luz él empieza a hacerse consciente de que se han animado todas las estatuas de la catedral para castigarle. «El monte de las Ánimas» es otra composición en claroscuro con luz casi solamente en la parte II, en el salón del palacio de los con des de Alcudiel, y por la mayor parte oscuridad en las tres partes restantes en las que se anticipa y se realiza lo sobrenatural; por lo cual, se puede decir que en esta historia el portento se acompaña por la «luz negativa», y lo digo en forma tan extraña porque Bécquer es fiel a su patrón, y aun prefiriendo las tinieblas para el efecto especial del desenlace de este relato, lo indica en términos de la luminotecnia, apuntando al principio de la parte III que Beatriz ha «apagado la lámpara» (OC, 129). En «Los ojos verdes», la mujer fantástica de la fuente de los Álamos tiene cabellos como el oro, rizos como rayos del sol, pestañas como hilos de luz, y las aguas en las que mora echan chispas de luz. Son como hilos de luz las voces que arranca de su órgano el ya muerto maese Pérez el organista; los himnos que toca parecen remontarse al cielo como una tromba de luz; y el espectro del músico muerto se le aparece a su hija iluminado por «una luz moribunda» (OC, 157). La caída a tierra de Teobaldo de Montagut, después de su fantástica cabalgata de cien años, en «Creed en Dios», es anunciada por «un aliento de fuego» y «un mar de luz» (OC, 185). El prodigio de la reedificación y nuevo incendio de la iglesia del

monasterio de la Montaña que se realiza cada Jueves Santo, según se cuenta en «El miserere», comienza con una fuerte iluminación espontánea, que se intensifica luego con las llamas. En «El Cristo de la Calavera», cada vez que se tocan las espadas de los amigos fraternales que se han desafiado, se apaga el farolillo que alumbra a la imagen del Salvador en la calle del Cristo, dejando a los duelistas a oscuras y deshaciendo el prohibido encuentro. Ya hemos visto que, en «El gnomo», la caverna donde estos hombrecillos guardan sus tesoros está iluminada por una luz fantástica, y el gnomo que seduce a Marta es «un enano de luz semejante a un fuego fatuo» (OC, 232). Constanza, Azucena, o sea, la corza blanca, en la leyenda así titulada, se distingue de las demás corzas, porque su «extraño color destacaba con una fantástica luz sobre el oscuro fondo de los árboles» (OC, 269), de lo cual tomamos antes nota. El lector ya ha visto, más arriba, dos trozos de «El beso», en los que la hermosa dama de piedra está descrita con el adjetivo fantástico, ya en la penumbra, ya a luz oscilante; y merece la pena señalar que aun antes, la primera vez que la ve el capitán francés, es «a la dudosa luz de la luna» (OC, 281). En «La rosa de Pasión», Sara es crucificada por los judíos de Toledo «al rojizo resplandor de una fogata que proyectaba las sombras de aquel círculo infernal en los muros del templo» (OC, 299), lo cual lleva a la milagrosa metamorfosis de la conversa muerta en pasionaria. Estos «luminosos» resúmenes tienen dos virtudes: a la vez que revelan la gran unidad que Bécquer observa en el concepto del suceso fantástico a lo largo de sus relatos pertenecientes a este género, también nos dan una visión de conjunto en realidad muy precisa de aquello que ha de encuadrarse en un marco realista; y con esto último volvemos a tratar del tema principal de estos capítulos sobre la fantasía y el realismo. Lo realista del ambiente en torno al acontecimiento fantástico cumple dos funciones, que son: (1) la de simular por el contraste la sorpresa del descubrimiento; y (2) la aun más importante de realizar o autenticar lo sobrenatural para el lector, que viene siendo preparado poco a poco para tan indispensable concesión, porque se ha habituado anteriormente a prestar fe a otras cosas (eso sí, más normales) contadas y descritas por el narrador. Al mismo tiempo, se da un constante intercambio entre el polo de lo fantástico y el de lo real, hasta tal punto, que los personajes no se dan plenamente cuenta de lo fluctuante que es la «realidad» en la que pretenden afirmar los pies. Por una parte, la influencia de la descripción realista sobre el elemento sobrenatural en el típico relato fantástico becqueriano es semejante a la de la sociedad moderna sobre el encanto de las viejas costumbres provinciales que se van perdiendo. Quiere decirse que la descripción realista sirve para reducir lo fantástico a términos más prosaicos y familiares. Pero he aquí que en el mismo momento la imaginación de Bécquer va igualmente dotando a la realidad prosaica de nuevos matices. «En una de las visitas que como remanso en la lucha diaria hago a la vetusta y silenciosa Toledo -explica Bécquer en «La voz del silencio»-, sucedieron estos pequeños acontecimientos que, agrandados por mi fantasía, traslado a las blancas cuartillas» (OC, 214; las cursivas son mías). Fantasía convertida en realidad, realidad convertida en fantasía; presentadas ambas

con una primorosa atención «realista» a los pormenores, resulta tan creíble la una como la otra. Las descripciones contenidas en las narraciones fantásticas becquerianas se dividen en cuatro categorías según los objetos descritos: (1) los personajes; (2) los edificios; (3) la naturaleza; y (4) el ambiente. Descripciones detalladas de personajes individuales hay relativamente pocas. La categoría más numerosa la forman las descripciones de edificios; cosa muy explicable tanto por los gustos arquitectónicos del Bécquer autor de la Historia de los templos de España, como por las exigencias del género fantástico. Mas la preponderancia de las descripciones que obedecen a las exigencias de la poética fantástica es especialmente notable cuando se toma en cuenta que las categorías 2, 3 y 4 son en realidad una sola; pues todas ellas se refieren al escenario, las circunstancias: en una palabra, el medio en el que se produce el suceso sobrenatural. Por muy interesante que sea algún personaje individual en la forma narrativa de la que se trata aquí, esa efigie y sus semejantes acaban casi sin excepción por ser sujetos más o menos pasivos de las extrañas fuerzas que su medio cósmico o terrestre desata contra ellos. De ahí esa deliciosa expectación del terror omnipresente, arrollador y paralizante con la que emprendemos la lectura de un cuento sobrenatural, y de ahí la enorme importancia de las descripciones del medio ambiente en el género fantástico, sobre todo desde que se cuajó su forma moderna en los Tales of the Grotesque and Arabesque (Cuentos de lo grotesco y arabesco) de Poe. En este capítulo y el próximo estudiaremos descripciones representativas de las cuatro categorías ya indicadas, en el mismo orden en que hemos enumerado éstas, teniendo siempre presente que las tres últimas constituyen a la vez entre sí otra más grande y general, y que las separamos en el análisis tan sólo con el motivo de facilitar la organización de estas reflexiones.

II. Los personajes En la práctica, la descripción de los personajes -cuando se trata de grupos de éstos- no se diferencia totalmente de la de los ambientes, por cuanto tales grupos funcionan a menudo como el fondo de la acción. En «Maese Pérez el organista» se hallan dos descripciones de los fieles reunidos en la iglesia del convento de Santa Isabel de Sevilla en la Nochebuena, ambas pormenorizadas y realistas, pero de tonalidad hiperbólica la primera, puesta en boca de la demandadera, mujer del pueblo (cap. I), y de tonalidad objetiva la segunda, que está a cargo del narrador omnisciente (cap. II). La segunda, que representa la realidad social nada maravillosa en la que se revelará el prodigio, es la menos extensa e individualiza a menos fieles, pero por la coincidencia de las dos en ciertos aspectos, como la gravedad de los caballeros veinticuatro y las sonajas y panderos del pueblo, queda muy claro que el modelo «real» de las dos descripciones es el mismo. Pero, ¿por qué dos descripciones de la misma escena, de las cuales ni la menos extensa es en realidad corta? El hecho de que la visión objetiva esté pospuesta a la hiperbólica

(colocada después de ésta) funciona como un vaticinio de que en esta Sevilla del Siglo de Oro la realidad natural será superada por la sobrenatural. Merced a la hipérbole, vehículo normal de la admiración en tipos vulgares al cual recurre repetidamente la demandadera en su descripción, el medio real, el mismo aire, parece potenciado desde el principio para acontecimientos que serán todo lo contrario de vulgares. La hipérbole, por un lado, es vulgar, mas al mismo tiempo, en vista de la índole de esta figura retórica, es uno de los mejores puentes para el paso de lo humano a lo sobrehumano. Veamos algunas de las hipérboles de la demandadera. Según ésta, cierto avaro de Sevilla, que ha venido a Santa Inés a oír la misa de la Nochebuena, «sólo tiene más ducados de oro en sus arcas que soldados mantiene nuestro señor el rey don Felipe» (OC, 143). El entusiasmo de esta humilde devota por el obispo lleva a toda una serie de hipérboles: ¿Qué resplandor es aquél?... ¡Hachas encendidas! ¡Literas! Es el señor arzobispo. La Virgen Santísima del Amparo, a quien invocaba ahora mismo con el pensamiento, lo trae en mi ayuda... ¡Ay! ¡Si nadie sabe lo que yo debo a esta Señora!... ¡Con cuánta usura me paga las candelillas que le enciendo los sábados!... Vedlo qué hermosote está con sus hábitos morados y su birrete rojo... Dios le conserve en su silla tantos siglos como deseo de vida para mí. Si no fuera por él media Sevilla hubiera ya ardido con estas disensiones de los duques, etc., etc. (OC, 144)

Resalta lo hiperbólico de esta descripción tanto más cuanto que la escucha una mujer muy ingenua, la comadre Baltasara, a quien la demandadera va explicando la importancia de cada cristiano que llega al templo. «¿No conocéis a maese Pérez? -le pregunta la demandadera a Baltasara, contestando a la vez por ella-: Verdad es que sois nueva en el barrio» (OC, 145). He aquí que la reacción de Baltasara ante la realidad cotidiana (todo es nuevo para ella; inevitablemente quedará admirada) es análoga a la de los parroquianos habituales de Santa Inés y el lector ante el milagro que se obra al final del relato; por lo que en la actitud de la oyente de la descripción oral hiperbólica debida a la demandadera, se anticipa la reacción general ante el prodigio que se presenciará en las siguientes Nochebuenas. Es más: en el paisaje humano que va pintando la demandadera ya se prefigura en cierto modo el prodigio que asombrará a Sevilla. Al describir al organista maese Pérez, la demandadera vuelve a dirigirse a Baltasara: «Porque no sé si os lo he dicho, pero el pobre es ciego de nacimiento» (OC, 145). Entre tocar el órgano estando parcialmente muerto para este mundo (esto es, careciendo de uno de los principales sentidos corporales) y tocar el órgano estando enteramente muerto, hay menos diferencia que entre tocarlo un vivo y tocarlo un muerto en la acepción normal de estas palabras. Difícilmente se lograría mejor puesta en escena para la maravilla de la iglesia de Santa Inés que la que

consigue Gustavo con estos sencillos toques. Mas recordemos que el género fantástico depende de una dialéctica entre fe y escepticismo, entre lo sobrenatural y lo natural; y si bien la descripción contenida en el capítulo I de «Maese Pérez el organista» sirve para sugerir que el prodigio es posible en el mundo real, la contenida en el capítulo II nos planta los pies firmemente en la realidad. Pues sin que se niegue en la segunda descripción de los fieles cualquier característica registrada en la primera, todo el panorama humano queda reducido a lo aceptable para cualquier observador, porque el estilo descriptivo es ahora el de un inventario, de una lista, esto es, que tenemos una enumeración de rasgos en la forma sencilla y abierta habitual en la descripción realista, sin nada de exageración. Merced al efecto combinado de las dos descripciones, los personajes y los lectores se hallan dispuestos a aceptar la maravilla, pero no tan alejados de la prosa de la realidad, que no se asombren ante la realización de lo imposible, la sorpresa de la revelación. Mas, al mismo tiempo, por estar inmersos en la realidad y por estar acompañados de tantos testigos de carne y hueso al revelarse el milagro, casi viene a parecernos tan natural el que un músico toque el órgano después de muerto como el que se celebre la misa del Gallo todos los años. ¿Se ha hecho más real el elemento fantástico, o menos real el mundo que acostumbramos a llamar objetivo? Sigue la dialéctica habitual en el género fantástico, pero esta vez se ha formulado al nivel de la descripción. En otro memorable pasaje descriptivo de «Maese Pérez el organista» no hace falta puente ni dialéctica ni proceso de mutua adaptación de ninguna clase para reunir el enfoque objetivo del escritor realista y la experiencia sobrenatural. (El tema de la indicada descripción no es ni un personaje ni la escena, pero valga el derecho a la digresión, porque no había que dejar este ejemplo fuera.) Se trata de la descripción becqueriana, muy becqueriana, de la música de maese Pérez, la cual empieza así: «Cantos celestes como los que acarician los oídos en los momentos de éxtasis, cantos que percibe el espíritu y no los puede repetir el labio», etc. (OC, 154). Y sigue con otras figuras tan características del Gustavo de las Rimas como un «rumor de hojas que se besan», «una saeta despedida a las nubes», unos «himnos alados» y «una tromba de luz». Aquí la dialéctica fantástica se nos da hecha; con el gran talento del organista ya se había vencido la dificultad, por decirlo con una expresión típica de los críticos clásicos; porque en esta etérea música parecen coincidir desde el comienzo realidad objetiva y vivencia extranormal. La música de maese Pérez es de carácter tan sublime, que si el oyente más desapasionado describiera su reacción ante ella, coincidiría inevitablemente con el narrador en algún calificativo o figura. En fin, en este caso realista, objetivo, poético y fantástico son sinónimos. Mas volvamos ya a las descripciones de personajes enfocando, en «La promesa», otra pareja de descripciones de grupos humanos, en las cuales la técnica es en parte semejante a la que hemos distinguido en «Maese Pérez el organista». Son las descripciones: 1) de la salida de la mesnada del conde de Gómara para la guerra contra los moros, así como de los apiñados curiosos que han venido a ver esa rica y noble procesión; y 2) del real de los cristianos en el frente (OC, 243-245, 248-250, respectivamente). En

ambas aparecen por lo menos algunos de los mismos personajes: el conde, su escudero, los farautes, etc. La primera de estas descripciones está concebida como preparación psicológica para la aceptación del milagro de la mano y en cierto modo como anticipo de éste; y la segunda conduce directamente al milagro. Son realmente impresionantes, en ambas descripciones, el colorido, la luz, las voces de la multitud, de las trompetas, de los timbales; y los innumerables pormenores sobre los trajes, las armas, las máquinas de guerra, las tiendas de campaña, los muebles de las tiendas, las enseñas, los escudos, y por fin, las baratijas y bálsamos que vende el extraño juglar y mensajero de lo sobrenatural que aparece al final de este amplio y detallado panorama. El estilo descriptivo es igual al que está utilizado en «Maese Pérez el organista», es decir, que es detallista, de inventario, en una palabra, realista; ejemplo de la técnica que en relación con la novela histórica romántica yo acostumbro a llamar «realismo de tiempo pretérito» (en este relato becqueriano estamos en la época de Fernando III el Santo). Es más: en el mismo texto de la segunda de estas admirables descripciones se halla una clarísima alusión autocrítica de Bécquer a este realismo y su conciencia de estar manejando tal estilo por las razones que vamos viendo: a esta descripción del real de los cristianos la llama «cuadro de costumbres guerreras» (OC, 249). Aquí basta recordarle al lector la archiconocida relación histórica entre costumbrismo y realismo. Además, el realismo que sirve de término comparativo para la vivencia de lo sobrenatural en «La promesa» está subrayado por dos muy hábiles alusiones becquerianas a un género realista clásico, contenidas, la primera en el diálogo entre Margarita y el conde en el capítulo I, y la otra en el mismo texto de la segunda descripción extensa. Al llegar a la segunda referencia, el lector se da cuenta del sentido de la primera. Entre los entretenidos relatos que recita el juglar en el apartado IV de «La promesa», figuran ciertas «historias de amores picarescos» (OC, 250); y en efecto: el conde ha llevado sus amores con Margarita, mujer humilde del pueblo, en forma auténticamente picaresca, pues si el pícaro clásico se fingía noble para cortejar a una dama de esclarecido linaje, el protagonista becqueriano se finge plebeyo para seducir a una honrada doncella de clase más modesta, y el alevoso señor de Gómara se inventa la correspondiente autobiografía picaresca o «realista», en la cual representa, no su papel normal de conde, sino el de su propio escudero predilecto. El «escudero» declara a la vez la gratitud que siente hacia su señor. Huérfano oscuro, sin nombre y sin familia, a él le debo cuanto soy. Yo le he servido en el ocio de las paces, he dormido bajo su techo, me he calentado en su hogar y he comido el pan a su mesa. Si hoy lo abandono, mañana sus hombres de armas al salir en tropel por las poternas de su castillo, preguntarán maravillados de no verme: «¿Dónde está el escudero favorito del conde de Gómara?», etc. . (OC, 242)

He aquí un primer capítulo de novela picaresca en miniatura, expresado además en el obligatorio estilo narrativo de primera persona. El novelista realista del siglo XVIII José Francisco de Isla había ya interpolado en su Cartas de Juan de la Encina una novela picaresca embriónica hasta cierto punto semejante a la presente. Mas lo significativo de las alusiones picarescas que nos ocupan ahora es que por ellas se revela la honda conciencia que tenía Gustavo de estar entretejiendo, para la poiesis de su relato, hilos literarios de muy diversa índole y procedencia. En otro capítulo, hemos comentado la función «periodística» del romance que el juglar recita en «La promesa», y tal función apunta también al realismo circunstancial del que vamos ahora percatándonos por otras vías. Veamos ahora cómo, en «La promesa», el hilo de lo sobrenatural va introduciéndose entre esos otros hilos de la realidad natural descrita con técnica realista. Al comienzo del capítulo I de El ocaso de la Edad Media, J. Huizinga observa que la vida era tan dura y peligrosa en el medievo, que para aliviar su triste tonalidad se tendía a revestir cualquier suceso fuera de lo común -un viaje, una tarea nueva, una visita, una procesiónde cierto carácter ceremonial y ejemplar. Pues bien, esto lo vemos reflejado precisamente en ese aluvión de humildes que vienen a ver la salida de la hueste de Gómara y en el consecuente ambiente de latente hipérbole, en el apartado II de «La promesa» (recuérdese la actitud hiperbólica de la demandadera en «Maese Pérez el organista»). Son iluminativos estos fragmentos de la primera de las dos descripciones extensas contenidas en la leyenda: ... ya haría cerca de una hora que los curiosos esperaban el espectáculo [...]. La multitud corrió a agolparse en los ribazos del camino por ver más a su sabor las brillantes armaduras [...] A los farautes siguieron los heraldos de corte, ufanos con sus casullas de seda, sus escudos bordados de oro y colores y sus birretes guarnecidos de plumas vistosas. Después vino el escudero mayor de la casa [...], y al estribo izquierdo, el ejecutor de las justicias del señorío vestido de negro y rojo. Precedían al escudero mayor hasta una veintena de aquellos famosos trompeteros de la tierra llana [...] pasaron los hombres de armas del castillo, formados en gruesos pelotones, que semejaban a lo lejos un bosque de lanzas. (OC, 244-245)

Realidad inmediata, realidad inventariada (pues el texto completo de esta descripción contiene infinitos detalles más), pero realidad tan llena de colores y sonidos, que deslumbra; quien ha visto esto será ya apto para creer en lo maravilloso. Realidad y presencia físicas, pero en su mitad hay otra presencia olvidada, frágil, casi espectral: «... entre la confusa vocería se ahogó el grito de una mujer, que en aquel punto cayó desmayada» (OC, 245). Es Margarita, quien acaba de descubrir en la fisonomía del soberbio señor de la hueste las facciones de su amado «escudero» de orígenes supuestamente tan oscuros, y su desmayo en esta escena es como un presagio de su existencia fantasmal como mano desprendida de su cuerpo, en

los apartados siguientes de la relación. Entre los apartados II y III de «La promesa», según se desprende después del «informe periodístico» del juglar, el hermano de Margarita la ha matado por haber deshonrado a su familia; y en la batalla, así como en su tienda de campaña, en el real de los cristianos, el conde de Gómara ve la aparición de la mano de la doncella, en la cual había puesto un anillo, símbolo de una falsa promesa de matrimonio: la mano atiende al conde a todas horas, le protege en la lid, le descorre las cortinas de su lecho por la noche. Hemos comentado antes la aparición de la mano y la «locura» del conde en relación con otro tema. Si vuelvo ahora a recordarle al lector tales detalles, es porque quisiera añadir la observación de que un aparecido en la medida en que es el efecto de una enfermedad mental es un tema que se presta al más severo realismo; y así el hecho de que el conde pase por loco para su fiel escudero por haber confesado ver esa misteriosa mano moviéndose por los aires, es otro nuevo puente (como las hipérboles antes estudiadas) entre los dos niveles entre los que habitualmente se articula la realidad nueva del género fantástico. Si hemos reconocido la autenticidad del fenómeno de la mano desde un punto de vista, nos será relativamente fácil seguir reconociéndola, aun cuando el narrador nos vaya insensiblemente cambiándonos las premisas para nuestra conclusión. He aquí otro ejemplo de cómo el realismo de lo sobrenatural arranca del realismo de lo natural; y el lector de «La promesa» se sentirá cada vez más dispuesto a conceder un valor objetivo al milagro de la mano espectral. El escudero del conde tarda aún más que el lector moderno en abandonar su actitud escéptica, pero para que el uno y el otro acaben de convencerse de la realidad de lo sobrehumano, tienen que reafirmar los pies en la prosa cotidiana y escuchar la extraña relación del juglar en la presencia de numerosos testigos de carne y hueso, y la caracterización de los personajes que forman este público de testigos es la misión de la segunda descripción extensa contenida en «La promesa», la cual vamos a examinar ahora. Hemos aludido ya en forma general a la técnica realista de la descripción del real de los cristianos. Enfoquemos ahora ésta algo más de cerca para poder apreciar el realismo del estilo con que se hace la menuda catalogación de las infinitas facetas de la realidad guerrera que se describe. Es sintomático el principio de la larga descripción. Si fotografiáramos con palabras un campamento militar moderno, los detalles del contenido de la descripción y las voces serían diferentes, mas la forma o técnica estilística sería idéntica, esto es, enumerativa, inventarista, abierta a la posible inclusión de infinitos pormenores más de la realidad circundante. De ahí el notable efecto realista que produce el trozo siguiente, pese a lo hoy poco familiar de lo descrito (realismo de tiempo pretérito): Tendidas a lo largo de la llanura mirábanse, pues, tiendas de campaña de todas formas y colores, sobre el remate de las cuales ondeaban al viento distintas enseñas con escudos partidos, astros, grifos, leones, cadenas, barras y calderas y otras cien y cien figuras o símbolos heráldicos que pregonaban el nombre y la calidad de sus dueños. Por entre las calles de aquella improvisada ciudad circulaban en todas direcciones multitud de soldados, que, hablando

dialectos diversos y vestidos cada cual al uso de su país y cada cual armado a su guisa, formaban un extraño y pintoresco contraste. Aquí descansaban algunos señores de las fatigas del combate, sentados en escaños de alerce a la puerta de sus tiendas y jugando a las tablas, en tanto que sus pajes les escanciaban el vino en copas de metal; allí algunos peones aprovechaban un momento de ocio para aderezar y componer sus armas rotas en la última refriega, etc., etc., etc. (OC, 248-249)

Notemos inmediatamente dos términos muy importantes contenidos en este pasaje: a saber, extraño y pintoresco. Ambos entran en la composición de la frase «extraño y pintoresco con traste». Pero primero prefiero comentar separadamente la conjunción de las dos palabras finales: «pintoresco contraste». Trátase de una combinación de términos de uso casi tan frecuente en pasajes autocríticos de costumbristas como Mesonero Romanos, Estébanez Calderón y Larra como la otra de «cuadro de costumbres» que, según quedó indicado anteriormente, también se halla empleada en la descripción del real de los cristianos. El que busca el «pintoresco contraste» intenta captar con todo su colorido y con toda su perspectiva, como en pintura, la contradictoria realidad de las personas y las cosas; es un escritor movido por un afán realista, aspira a agotar todos los aspectos del mundo representado. Bécquer, empero, toma nota al mismo tiempo de que de ciertas combinaciones de estos aspectos reales nace un carácter «extraño» que se proyecta sobre un determinado medio y sus moradores. Quiere decirse que lo sobrenatural está siempre latente en la realidad cotidiana; y en esas limitadas ocasiones en que se revela la cara oculta de nuestras circunstancias, descubrimos la inexactitud del término sobrenatural, pues no son en el fondo sino casos excepcionales, poco frecuentes pero no por eso menos reales, de lo natural. En los párrafos siguientes a las líneas que hemos estado comentando, encontraremos en la descripción de los guerreros cristianos y sus acompañantes una actitud que favorecerá la concesión de la fe a lo sobrenatural, y veremos a la par, en la misma descripción, dos casos más del adjetivo extraño con la acepción ya indicada, los cuales son como presagios de la última aparición de este calificativo en el apartado V y final de «La promesa», donde se ata ese extraño nudo entre un hombre vivo y la mano de una mujer muerta. Dudo que haya ilustración más elocuente que ésta de la brillante disposición de Gustavo para el género fantástico: con una sola voz oportunamente sembrada a lo largo de varias páginas, no sólo anuncia el desenlace de un relato fantástico individual, sino que explica el parentesco entre la realidad natural y la sobrenatural que caracteriza a todo el género. Distingamos ahora con más detalle las vislumbres de la conclusión sobrenatural que se entretejen con cosas prosaicas en la segunda de las largas descripciones de grupos humanos en «La promesa». En los soldados, los pajes y otra gente me nuda del real se manifiesta la misma tendencia a

embaírse y expresarse en forma hiperbólica que hemos destacado en la descripción de los habitantes humildes del pueblo de Gómara con ocasión de la salida de los hombres de armas del conde par a la guerra. En el real, para descansar, «cubrían de saetas un blanco los más expertos ballesteros de la hueste, entre las aclamaciones de la multitud, pasmada de su destreza» (OC, 249; las cursivas son mías). Al mismo tiempo, «los gritos de los farautes que publicaban las ordenanzas de los maestros de campo, llenando los aires de mil y mil ruidos discordes, prestaban a aquel cuadro de costumbres guerreras una vida y una animación imposible de pintar con palabras» (loc. cit.). Al juglar-baratijero los soldados «lo escuchaban con la boca abierta» (loc. cit.), aun antes que recitara el extraño «Romance de la mano muerta». Entre otras cosas singulares, vendía el romero «bálsamos maravillosos para pegar a hombres partidos por la mitad» (OC, 250). Ahora bien: por entre estos embelesados hombres vulgares atraviesa el conde, quien venía viendo la visión de la mano desde hacía días, y el atribulado noble parece ya dominado por algún encantamiento extraterrestre. «Andaba maquinal mente, a la manera de un sonámbulo, cuyo espíritu se agita en el mundo de los sueños, se mueve y marcha sin la conciencia de sus acciones y como arrastrado por una voluntad ajena a la suya» (OC, 249). Ya está puesta la escena psicológica, y no hace falta sino trazar la relación entre la constante visión del conde, la receptiva expectación de la soldadesca y el «Romance de la mano muerta». Nótese, en el siguiente comentario de Gustavo sobre el conde, la clarísima identificación del adjetivo indicado con el poder sobrenatural: «Por una coincidencia, al parecer extraña, el título de aquella historia respondía en un todo a los lúgubres pensamientos que embargaban su ánimo» (OC, 250). En las líneas inmediatas, se repite el término: «Al oír el escudero tan extraño anuncio, pugnó por arrancar a su señor de aquel sitio» (loc. cit.). (El anuncio es, desde luego, el del título del consabido romance por el juglar.) En este momento el escudero todavía cree loco a su señor; mas luego de escuchada la hermosa aunque tétrica relación poética, «la extraña memoria del casamiento del conde» (OC, 253) vendrá a confirmar el estrecho lazo que existe entre la realidad fantástica y la prosaica de nuestro mundo. Las descripciones de grupos humanos -personajes colectivos- que acabamos de analizar, en relación con su papel en la dialéctica fantástica, son las más extensas y complejas contenidas en las Leyendas (no las hemos reproducido íntegras), en parte debido al hecho de que en ellas el medio tiende a unirse a los personajes como objeto secundario del escrutinio, especialmente en el «cuadro» del real de los cristianos. Las restantes descripciones de personales, contenidas en las Leyendas son todas más breves por serlo de figuras individuales, y tienen en común con las descripciones del ambiente que examinaremos en el próximo capítulo el hecho de que no tienen objetos secundarios. Comencemos con la descripción de la misteriosa mujer de los ojos verdes en la leyenda así titulada; en este retrato se nos dan ya fundidas las dos realidades, vencida ya la natural por la sobrenatural. A continuación he reunido varios trozos descriptivos de «Los ojos verdes». Fernando de Argensola hace de narrador, y al final habla la mujer

fantástica: Lamentos, palabras, nombres, cantares, yo no sé lo que he oído en aquel rumor cuando me he sentado solo y febril sobre el peñasco a cuyos pies saltan las aguas de la fuente misteriosa [...] una tarde encontré sentada en mi puesto, vestida con unas ropas que llegaban hasta las aguas y flotaban sobre su haz, una mujer hermosa sobre toda ponderación. Sus cabellos eran como el oro; sus pestañas brillaban como hilos de luz, y entre las pestañas volteaban inquietas unas pupilas que yo había visto..., sí, porque los ojos de aquella mujer eran los ojos que yo tenía clavados en la mente, unos ojos de un color imposible, unos ojos... [...] Ella era hermosa, hermosa y pálida como una estatua de alabastro. Uno de sus rizos caí a sobre sus hombros, deslizándose entre los pliegues del velo como un rayo de sol que atraviesa las nubes, y en el cerco de sus pestañas rubias brillaban sus pupilas como dos esmeraldas sujetas en una joya de oro. [...] sus labios se removieron como para pronunciar algunas palabras; pero sólo exhalaban un suspiro, un suspiro débil, doliente, como el de la ligera onda que empuja una brisa al morir entre los juncos. [...] -Yo vivo en el fondo de estas aguas, incorpórea como ellas, fugaz y transparente: hablo con sus rumores y ondulo en sus pliegues. (OC, 137-140)

El estilo de estas líneas es el habitual en la descripción realista -enumeración detallista de datos sensoriales, en forma abierta, sencilla, con pocos tropos-, mas aquí vamos a llamar a este estilo no tanto realista como realizador; porque al someterse conjuntamente al mismo tratamiento «fotográfico» la realidad objetiva de la naturaleza y la fantástica que o se le revela a Fernando, o que éste imagina al interior de aquella primera, también la segunda se reviste de suficiente objetividad para imponerse y aterrar a quienes pasamos unas horas en el mundo becqueriano. Aquí no hacen falta metáforas para extender un puente entre las dos realidades: el simple estilo enumerativo basta para puente, porque Gustavo selecciona aspectos que las dos realidades tienen en común y que pueden describirse con unas mismas voces. El efecto es que la «misteriosa amante» (OC, 139) deviene tan verdadera como la fuente de los Álamos y la vegetación que la enmarca. Verbigracia, las palabras lamento, cantar, rumor, flotar, oro, luz, esmeralda, velo, pliegues, suspiro, incorpórea, etc. se refieren a un mismo tiempo a las dos realidades (la mujer fantástica y su entorno natural); dos de ellas se hallan repetidas: rumor y pliegues, y esta última aún está presente por tercera vez en forma implícita en esas largas ropas de la sombra femenina que flotaban sobre la superficie de las aguas y que serían al mismo tiempo unas plantas acuáticas flotantes enredadas con otras trepadoras enraizadas en las márgenes de la fuente. Y evidentemente, le pertenecían tanto a esta naturaleza objetiva como a la encantadora pero siniestra lamía los «brazos delgados y flexibles que se

liaban a su cuello» (OC , 141), al sumirse el primogénito de Almenar en su acuático sepulcro. La visión se hace verosímil, ya a nivel de alucinación, ya a nivel de auténtico fenómeno sobrenatural. Felizmente no se nos obliga a escoger entre una posibilidad y otra. Las descripciones de personajes individuales en «El gnomo», «La corza blanca» y «La rosa de Pasión» son de tipo realista en el sentido más convencional del término, en la medida en que sólo se consideren en sí como tales descripciones. La descripción de las hermanas Marta y Magdalena, en el primero de los tres relatos mencionados, va más lejos; raya en el estilo naturalista: Marta y Magdalena eran hermanas. Huérfanas desde los primeros años de la niñez, vivían miserablemente a la sombra de una parienta de su madre, y que a cada paso les hacía sentir con sus dicterios y sus humillantes palabras el peso de su beneficio. Todo parecía contribuir a que se estrechasen los lazos del cariño entre aquellas dos almas hermanas, no sólo por el vínculo de la sangre, sino por los de la miseria y el sufrimiento, y, sin embargo, entre Marta y Magdalena existía una sorda emulación, una secreta antipatía, que sólo pudiera explicar el estudio de sus caracteres, tan en absoluta contraposición con sus tipos. Marta era activa, vehemente en sus inclinaciones y de una rudeza salvaje en la expresión de sus afectos. No sabía ni reír ni llorar, y por eso no había llorado ni reído nunca. Magdalena, por el contrario, era humilde, amante, bondadosa, y en más de una ocasión se la vio llorar y reír a la vez como los niños. Marta tenía los ojos más negros que la noche y de entre sus oscuras pestañas diríase que a intervalos saltaban chispas de fuego como de un carbón ardiente. La pupila azul de Magdalena parecía nadar en un fluido de luz dentro del cerco de oro de sus pestañas rubias. Y todo era en ellas armónico con la divina expresión de sus ojos. Marta, enjuta de carnes, quebrada de color, de estatura esbelta, movimientos rígidos y cabellos crespos y oscuros, que sombreaban su frente y caían por sus hombros como un manto de terciopelo, formaba un singular contraste con Magdalena, blanca, rosada, pequeña, infantil en su fisonomía y sus formas, y con unas trenzas rubias que rodeaban sus sienes, semejantes al nimbo dorado de la cabeza de un ángel.

Ningún sentimiento era común entre ellas. Nunca se confiaron sus alegrías y pesares, etc., etc. (OC, 223-225)

A la vista de tal descripción, no podemos menos de lamentar que no haya alcanzado el corto vivir de Bécquer para que realizara los proyectos de novela social que dejó mencionados entre sus apuntes: especialmente, la

novela «social media » que se habría titulado Vivir o no vivir, y la novela «social baja» que había de rotularse Quince días de trueno (OC, 1.231), en las cuales Marta y Magdalena hubieran podido instalarse como en tierra propia. Son notables los aspectos siguientes de la descripción que copié hace un momento: el toque naturalista del duro medio en el que las hermanas se veían obligadas a vivir; la sugerencia de determinismo ambiental en el caso de Marta (duro medio de la casa de la parienta, duro temperamento de Marta); el estilo pormenorizado fotográfico; la frase «el estudio de sus caracteres» en el primer párrafo del pasaje citado, junto con el hecho de que en el retrato de las huérfanas se proponen evidentes paralelos entre sus rasgos físicos y sus rasgos psicológicos. Se ha investigado la influencia de la seudociencia fisonómica de Johann Caspar Lavater (1741-1801) sobre la descripción de personajes en la novela decimonónica de Inglaterra, Francia y Alemania, por ejemplo, en Physiognomy in the European Novel. Faces and Fortunes (Princeton University Press, 1982), de Graeme Tytler, en donde se ve que los fisonomistas y sus discípulos entre los novelistas realistas interpretaban el carácter de sus sujetos leyéndolo, no sólo en el rostro de éstos, sino en toda su persona física, como sucede en las líneas becquerianas de que nos ocupamos ahora. Una alumna mía está actualmente escribiendo su tesis doctoral acerca de la influencia de la fisonomía sobre la caracterización en el cuadro de costumbres, la novela romántica y la novela realista en España durante el siglo XIX, y la muestra contenida en «El gnomo» es significativa. No deja de ser curioso, en efecto, que incluso aparezca en el presente pasaje la voz fisonomía (aunque no en su acepción más técnica), junto con la ya señalada frase «el estudio de sus caracteres». Así, por un lado, las huérfanas parecen ser objeto de un tratamiento realista, sin más ni más. Su suerte es aun más desesperada que la de las otras muchachas del triste pueblo; su vida, aun más prosaica y real; y si entre chicas tan ordinarias los gnomos han de elegir su víctima o compañera nueva, lo sobrenatural quizá sea también una cosa de todos los días, no obstante no dejarse ver sino de vez en cuando. Ha hecho falta subrayar tan fuertemente lo «real» a fin de que se nos confirmara la sencilla verdad de que lo sobrenatural no es sino el revés de lo natural. Y en relación con esto, habría que suponer que detrás del duro temperamento natural de Marta se da otro oculto que la dispone para ser la electa de los siniestros hombrecillos que viven en las entrañas de los montes. Lo sobrenatural en «El gnomo» es de signo satánico: «los huéspedes más terribles del Moncayo» son «unos espíritus diabólicos», peores aún que los lobos que se oye «aullar en horroroso concierto» (OC, 218), y de esos espíritus diabólicos los más peligrosos son los gnomos que guardan ricos tesoros de piedras preciosas y toda manera de joyas de oro y plata en los subterráneos donde moran. La táctica de estos diabólicos homúnculos con las muchachas es insinuarse con ellas deslumbrándolas «con promesas magníficas» (OC, 219). Pero volvamos ya a la descripción «realista» de Marta y Magdalena. Cada huérfana tiene también su cara oculta sobrenatural (como la tiene el conjunto de la realidad en el género fantástico), según se desprende de los vocablos seleccionados para retratarlas, en el largo pasaje ya reproducido. Se representa a Marta con términos como los siguientes:

altiva, vehemente, salvaje, no llora, no ríe, ojos más negros que la noche, oscuras pestañas, chispas de fuego, carbón ardiente, enjuta, quebrada de color, esbelta, movimientos rígidos, cabellos oscuros que sombreaban su frente; y en cambio, se pinta a Magdalena con palabras diametralmente opuestas por su sentido a las del primer grupo: humilde, amante, bondadosa, llora, ríe, pupila azul, pestañas rubias, armonía, blanca, rosada, pequeña, infantil, nimbo, cabeza de un ángel. Evidentemente, una hermana es un demonio en faldas, y la otra es un querubín. Ningún «espíritu diabólico» habría tardado en descubrir en Marta una digna compañera, y es precisamente Marta la que no vuelve nunca de la visita nocturna que las muchachas hacen a la fuente del lugar, cuyas aguas hay que recordar que brotan de un manantial en el subterráneo -infierno en miniatura- de los gnomos. Es más: se manifiesta una obsesionante consonancia entre ciertos términos de la descripción de Marta y la del tesoro de los diabólicos gnomos por el que se sienten atraídas todas las jóvenes del lugar, Marta sin duda más que ninguna. Recuérdese que «Marta tenía los ojos más negros que la noche, y de entre sus oscuras pestañas diríase que a intervalos saltaban chispas de fuego como de un carbón ardiente» (OC, 224). Compárense las palabras que he escrito en letra cursiva en las líneas precedentes con las que voy a subrayar ahora en este nuevo trozo: «Y todo [el tesoro] brillaba a la vez, lanzando chispas de colores y unos reflejos tan vivos, que parecía como que todo estaba ardiente y se movía y temblaba» (OC, 221). Queda claro que Marta es hija espiritual de los gnomos que guardan los tesoros. Mas ni aun aquí para la portentosa sinfonía ígnea que vamos viendo. Ya antes, en este capítulo, con otra intención, hemos llamado la atención sobre el hecho de que las galerías subterráneas de los gnomos estaban «alumbradas con un resplandor dudoso y fantástico» (OC, 219). Lo que todavía queda sin mencionar, sin embargo; lo que completa esta llameante composición es el hecho de que los gnomos, como tantos otros habitantes satánicos de la literatura fantástica, estaban «transformándose continuamente, ora parecían criaturas humanas deformes y pequeñuelas, ora salamandras luminosas o llamas fugaces» (OC, 220; las cursivas son mías). ¿Hemos realizado lo fantástico, o convertido en fantasía lo real? ¿Qué otro escritor sino Bécquer sería capaz de tanta unidad, tanto arte en el género sobrenatural, y eso en una de sus leyendas menos conocidas? En «La corza blanca» hay dos descripciones de personajes, de técnica realista: una del zagal Esteban, y la otra de Constanza, sin tomar en cuenta alusiones descriptivas a otros personajes diseminadas a lo largo de la narración. Examinaremos aquí las dos descripciones propiamente dichas, que son especialmente interesantes por ser de índole completamente contraria la una a la otra, aunque coadyuvan al mismo efecto literario. El retrato de Esteban se concentra en lo corpóreo, a lo cual se añade apenas un apunte sobre su psicología o carácter moral; el brevísimo retrato de Constanza se ocupa principalmente de su carácter, limitándose en lo físico a una referencia tan sólo a esos rasgos que la hija de don Dionís comparte con la maravillosa corza en que se metamorfosea para jugar con sus compañeras en el bosque: ante todo, el ser ora rubia en su identidad humana, ora blanca en su otra identidad animal. La primera descripción, por ser de tipo material, y por ser el tonto y vulgar Estaban el primero

en sorprender el secreto de las corzas, proporciona, cerca del principio del relato, un firme amarradero, por así decirlo, para el caballo de la fantasía; la otra, siendo de tipo inmaterial y hallándose todavía en la primera mitad de la leyenda, nos levanta en las vaporosas alas de la imaginación hacia la región de lo sobrenatural. Desde el comienzo del cuento, según su costumbre, Bécquer nos identifica igualmente con lo prosaico y lo extranormal, para que asimilándose estos términos en nuestra imaginación, el conjunto parezca concebible en el mundo de los hombres. La descripción de Esteban es una de las dos o tres más realistas y prosaicas que se encuentran en todas las Leyendas de Bécquer. Era Esteban un muchacho de diecinueve a veinte años, fornido, con la cabeza pequeña y hundida entre los hombros, los ojos pequeños y azules, la mirada incierta y torpe, como los albinos; la nariz roma, los labios gruesos y entreabiertos, la frente calzada, la tez blanca, pero ennegrecida por el sol, y el cabello, que le caía parte sobre los ojos y parte alrededor de la cara en guedejas ásperas y rojas, semejante a las crines de un rocín colorado. Esto, sobre poco más o menos, era Esteban en cuanto al físico. Respecto a su moral, podía asegurarse, sin temor de ser desmentido ni por él ni ninguna de las personas que le conocían, que era perfectamente simple, aunque un tanto suspicaz y malicioso, como buen rústico. (OC, 256)

Por esta descripción el pobre Esteban se halla reducido casi a la categoría de un cuadrúpedo; con las crines como de rocín de que tiene poblado el cráneo, se armoniza el aspecto animal de sus demás facciones: cabeza hundida entre los hombros, ojos pequeños, nariz roma, labios gruesos, y sobre todo, la poca frente que tiene. Habría sido un perfecto modelo para una de las pinturas verbales de Torres Villarroel, en sus Visiones y visitas de Torres con don Francisco de Quevedo por la Corte, donde se animaliza a gran parte de tos sujetos humanos descritos. En el presente caso, la reducción al nivel de animal se subraya por la frase: «Esto, poco más o menos, era Esteban en cuanto a lo físico». Mas veremos que para la realización del fenómeno fantástico de las mujeres-corzas, lo importante es la combinación de las características físicas y psicológicas de Esteban. El papel de esta combinación estriba en parte en el hecho de que en los rasgos psicológicos de Esteban se da otra reducción de lo humano: Esteban «era perfectamente simple, aunque un tanto suspicaz y malicioso, como buen rústico». Simpleza: ésta era prácticamente su única nota, porque de ésta se apartaba en la dirección de la suspicacia y la malicia sola mente en el mínimo grado necesario para ser «buen rústico», y aun esto último lo mirarían algunos lectores como una nueva reducción. En este último aspecto, un posible modelo para el personaje Esteban es Antón Zotes, padre de fray Gerundio en la famosa novela dieciochesca del P. Isla, el cual era «un si es no es suspicaz, envidioso, interesado y cuentero: en fin, legítimo bonus vir de Campis»43.

Digo que lo importante para la incorporación del portento de las corzas-doncellas al mundo cotidiano es la conjunción de las dos reducciones que se observan en Esteban; porque, muy evidentemente, si un ser tan elemental, basto de cuerpo y basto de intelecto, sin suficiente imaginación para inventar la idea poética que es base de la leyenda, puede, sin embargo, con sus torpes sentidos atestiguar que las corzas se convierten en hermosas doncellas, eso significa que el prodigio es de hecho físicamente posible en este prosaico mundo nuestro. Por la graciosa forma en que se le descubre el milagro a Esteban se reitera a la vez la ya citada descripción de su simpleza. Momentos antes de ver a la corza blanca, el zagal ha oído decir a una de las compañeras de ésta: «¡Por aquí, por aquí, compañeras, / que está ahí el bruto de Esteban!» (OC, 259), y es efectivamente tan bruto el gran simplón, que se lo cuenta así a sus amos. Por fin, el lenguaje coloquial y prosaico en que se expresa la corza-doncella, compañera de Constanza, indica que estos poéticos personajes saben bajar al nivel de todos los días para moverse entre otros seres antipoéticos, y por tanto, se nos recuerda una vez más que lo preternatural no es más que la cara oculta de lo natural. Constanza es la corza blanca en su otra existencia secreta, pero incluso en su vida de hija de un señor feudal de Aragón despide como un aura que anuncia algo fuera de lo común, acaso cierta doble naturaleza, a juzgar por la forma en que ella oscila entre extremos en su psicología, y aun en su colorido. El carácter tan pronto retraído y melancólico como bullicioso y alegre, de Constanza; la extraña exaltación de sus ideas, sus extravagantes caprichos, sus nunca vistas costumbres, hasta la particularidad de tener los ojos y las cejas negras como la noche, siendo blanca y rubia como el oro, habían contribuido a dar pábulo a las hablillas de sus convecinos, y aun el mismo Garcés, que tan íntimamente la trataba, había llegado a persuadirse de que su señora era algo especial y aparte de las demás mujeres (OC, 262-263). La parte física de la descripción de Constanza no consta en realidad sino de un solo toque: el contraste entre la blancura de su cutis y la negrura de sus ojos, pero basta; pues es frecuente que los animales blancos tengan los ojos negros, y en efecto, así están descritas también varias hermosas mujeres-lobas en relatos clásicos del género fantástico. En el colorido de Constanza parece preverse a la par el efecto de claroscuro producido por «la corza blanca, cuyo extraño color destacaba con una fantástica luz sobre el oscuro fondo de los árboles» (OC, 269). La delicadeza del arte de Bécquer no pierde nunca su encanto: en la descripción de Constanza se halla todavía otro muy fino anticipo verbal de su metamorfosis en corza. Un lado del carácter de Constanza está descrito como «bullicioso y alegre», y más tarde Garcés vio en el bosque «el bullicioso tropel con que las tímidas corzas, sorprendidas en lo mejor de sus nocturnos juegos, huían espantadas» (OC, 273; las cursivas son mías). El estilo sencillo de la descripción de Constanza es a lo menos por su forma completamente realista y parece así ofrecernos a los lectores un firme arrimadero en el mundo natural; mas por sus insinuaciones bipolares se nos va preparando otra vez para la conclusión universal de la literatura fantástica, de que lo sobrenatural está siempre implícito en lo natural, late bajo su

superficie; porque a partir del inquietante retrato de la hija de don Dionís, empezamos a sospechar que el simple de Esteban habrá tenido razón, y que Azucena será, en efecto, algo «aparte de las demás mujeres», en el sentido absoluto de la voz aparte. Las descripciones de Daniel Leví y su hija Sara, en «La rosa de Pasión», son de tipo marcadamente realista; y no obstante, aun en ellas se entrevé que estos seres están dotados de otra naturaleza superior a la aparente, esto es, otra identidad sobrenatural. Miremos los dos retratos; después hablaremos de ellos en común. Era este judío rencoroso y vengativo, como todos los de su raza, pero más que ninguno engañador e hipócrita. Dueño, según los rumores del vulgo, de una inmensa fortuna, veíasele, no obstante, todo el día acurrucado en el sombrío portal de su vivienda, componiendo y aderezando cadenillas de metal, cintos viejos o guarniciones rotas, con las que traía un gran tráfico entre los truhanes de Zocodover, las revendedoras del Postigo y los escuderos pobres.

Daniel sonreía eternamente, con una sonrisa extraña e indescriptible. Sus labios delgados y hundidos se dilataban a la sombra de su nariz desmesurada y corva como el pico de un aguilucho, y aunque de sus ojos pequeños, verdes, redondos y casi ocultos entre las espesas cejas brotaba una chispa de mal reprimida cólera, seguía impasible golpeando con su martillito de hierro el yunque donde aderezaba las mil baratijas mohosas y, al parecer, sin aplicación alguna, de que se componía su tráfico. (OC, 291-292)

... Sara era un prodigio de belleza. Tenía los ojos grandes y rodeados de un sombrío cerco de pestañas negras, en cuyo fondo brillaba el punto de luz de su ardiente pupila como una estrella en el cielo de una noche oscura. Sus labios, encendidos y rojos, parecían recortados hábilmente de un paño de púrpura por las invisibles manos de un hada. Su tez era blanca, pálida y transparente como el alabastro de la estatua de un sepulcro. Contaba apenas dieciséis años, y ya se veía grabada en su rostro esa dulce tristeza de las inteligencias precoces, y ya hinchaban su seno y se escapaban de su boca esos suspiros que anuncian el vago despertar del deseo. (OC, 293)

Estos dibujos aparecen al comienzo del relato, mas para comprender su sentido exacto hace falta tomar en cuenta al mismo tiempo otra descripción

de Daniel que se halla al final. Es la mañana después de la crucifixión nocturna de Sara, y el tacaño tendero ha vuelto a su trabajo habitual. Al día siguiente, [...] Daniel abrió la puerta de su tenducho, como tenía costumbre, y con su eterna sonrisa en los labios comenzó a saludar a los que pasaban sin dejar por eso de golpear en el yunque con su martillito de hierro; pero las celosías del morisco ajimez de Sara no volvieron a abrirse, ni nadie vio más a la hermosa hebrea recostada en su alféizar de azulejos de colores. (OC, 300-301)

Los subrayados en estos trozos de «La rosa de Pasión» son todos míos, y van a ser el objeto principal de mi comentario. La forma de estas descripciones es una vez más la del inventario realista; en las líneas relativas a Daniel la tonalidad prosaica se aproxima a la del naturalismo, lo cual resulta aun más notable para el lector cuando ve, en las mismas páginas que las descripciones de Daniel y Sara, la de su miserable casucha, la cual estudiaremos en el próximo capítulo. Tampoco se escapa del prosaísmo humano la bella Sara, no obstante coincidir en algún pormenor con las luminosas y etéreas mujeres ideales de Bécquer, pues ella llegará a ser mártir precisamente porque «ya hinchaban su seno y se escapaban de su boca esos suspiros que anuncian el vago despertar del deseo». El tránsito de Sara acaecerá en el aniversario del de Jesús, en Viernes Santo, y ella será matada con los mismos instrumentos de martirio; mas, a diferencia del Redentor, no morirá por salvar a todos los hombres, sino por haber salvado a uno solo, su amante cristiano. Sin embargo, ya está presente como en potencia, en las descripciones realistas contenidas en el capítulo I de «La rosa de Pasión», la fuerza sobrenatural que llevará en último término al nacimiento de esa mística flor de entre los restos de la valiente conversa; y por tanto, para todo lector, por aferrado que esté a la realidad cotidiana, será lógico que se elija para el privilegio del martirio a la hija del resentido y tacaño Daniel, «Sara, a quien parecía guiar un sobrenatural presentimiento» (OC, 298). Veamos ahora en forma concreta cómo se prefigura en los retratos de Daniel y Sara el desenvolvimiento de su triste pero sacra historia. En la mente popular los asesinos del Salvador, los judíos, están asociados desde siempre con el Espíritu Maligno: «Y entró Satanás en Judas, por sobrenombre Iscariote, el cual era uno del número de los doce» (S. Lucas, XXII, 3), con el fin de realizar «la blasfemia de los que se dicen ser judíos, y no lo son, mas son sinagoga de Satanás» (Apocalipsis, II, 9). La sonrisa de Daniel es desde luego, por un lado, el instrumento de la hipócrita adulación con que quiere sacarles todo el dinero posible a los odiados cristianos; mas, al caracterizarse con los adjetivos eterna, extraña, indescriptible y el adverbio eternamente, resulta muy claro que es la sádica y sardónica sonrisa de Satanás, la insignia del enemigo perpetuo pero siempre cambiante («extraño», «indescriptible») de la humanidad. (Recuérdese a la vez la acepción de «sobrenatural» que Bécquer da al calificativo extraño en muchos de sus relatos fantásticos.) Esta

habitual sonrisa es a la par la única expresión exterior que Daniel da a la íntima satisfacción que le produce meditar sobre su venganza contra los cristianos, en particular el amante de su hija. El sentido de la eterna sonrisa de Daniel, así como el del impasible, incesante golpeo de su martillito sobre su yunque, se acaba de aclarar, en el capítulo III, cuando el remendón se ha reunido con los demás judíos toledanos en «círculo infernal» entre las ruinas de una iglesia bizantina extramuros de la ciudad, pues allí se le veía «disponiendo, en fin, con una horrible solicitud los aprestos necesarios para la consumación de la espantosa obra que había estado meditando días y días, mientras golpeaba impasible el yunque de su covacha de Toledo» (OC, 299). Pero, una vez ocupado Daniel en la obra de su círculo infernal, «ya no sonreía» (OC, 298); esa febril actividad era en sí suficiente motivo y expresión de satisfacción. Como sabe el lector de Bécquer, Sara reemplaza a su amante cristiano, a quien los hebreos habían condenado al suplicio de la crucifixión, y Daniel «la arrastró, como poseído de un espíritu infernal, hasta el pie de la cruz» (OC, 300). La próxima mañana la satisfacción de Daniel es otra vez la interior, la que da la obra acabada y la repetida meditación sobre ella, y así en la última descripción citada arriba el autor vuelve al constante golpeo y a la eterna sonrisa. Las repetidas alusiones a la sonrisa y al yunque a lo largo de esta «leyenda religiosa», y sobre todo la repetición al final del texto de la escena inicial de Daniel en su sombrío portal (la primera y la última de las cuatro descripciones que copié de este relato), son curiosos anticipos de técnicas que usaría Azorín para representar esa famosa vuelta eterna a las mismas formas de existencia que será tan característica de su cosmovisión; pero en «La rosa de Pasión» sirven concretamente para captar la eternidad de la figura del demonio y sugerir su perpetuo acecho. Al mismo tiempo, entra en el esquema de este satánico personaje judío un ingenioso toque irónico con el que, muy a su pesar, se refuerza el otro concepto de la eternidad que asociamos con Jesucristo y todos los fieles finados. Dicho toque depende del nombre del judío toledano, Daniel; pues los teólogos encuentran en el libro del profeta Daniel, en el Antiguo Testamento, un importante antecedente de la doctrina de la resurrección de los muertos: «Y muchos de los que duermen en el polvo de la tierra serán despertados, unos para vida eterna, y otros para vergüenza y confusión perpetua» (Daniel, XII, 2). La descripción de Sara, de forma realista en lo que atañe a su sintaxis, es natural, empero, que se aparte más que las de Daniel del prosaísmo de su medio, porque ella es el principal personaje fantástico (a nivel de símil incluso participa «un hada» en la confección del ya citado retrato de la hermosa hebrea). El carácter sobrenatural de Sara (cuyos restos mortales darían nacimiento a la rosa de Pasión) se presagia en su descripción por cuatro voces alusivas a la claridad: brillaba, luz, ardiente y estrella, y resalta este resplandor tanto más cuanto que contrasta fuertemente con su triste fondo representado por las formas adjetivales sombrío, negras y oscura y el sustantivo noche. La doble naturaleza divina y humana de esta vicaria del Salvador se revela por el contraste entre su «dulce tristeza» y «el vago despertar del deseo» en su hinchado seno; el primer término de este contraste recuerda, en efecto, la

típica fisonomía de Cristo en los cuadros y las esculturas de la Crucifixión, o sea, el reflejo facial de la melancólica imploración: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» (S. Mateo, XXVII, 46; S. Marcos, XV, 34). La tez de alabastro de Sara recuerda la del Redentor crucificado, y la selección de la imagen «paño de púrpura» para describir sus encendidos labios tiene una evidente intención simbólica, por cuanto el uso del costoso paño de púrpura en tiempos bíblicos estaba prácticamente limitado a los reyes, y los soldados de Pilato para escarnecer a Jesús le vistieron de un ropaje de grana o púrpura: «Exivit ergo Jesus portans coronam spineam et purpureum vestim entum». «Y salió Jesús fuera, llevando la corona de espinas y la ropa de grana» (S. Juan, XIX, 5). Cito la Vulgata porque Bécquer, al usar la voz castellana púrpura en su descripción de Sara, pensaba evidentemente en el léxico de esa versión. Por el uso del sustantivo sepulcro en uno de los símiles se vaticina el sacrificio de Sara, y por la figura de la «noche oscura» utilizada para captar la tonalidad de las negras pestañas de Sara se columbra la hora de ese sacrificio. El mismo nombre Sara tiene aquí cierto valor simbólico: el nacimiento de Isaac, hijo de Abraham, cuando su madre, Sara, tenía unos noventa años, es el primer nacimiento milagroso en la Biblia, y así un antecedente en cierta medida del de Jesús, por lo cual tal nombre no es el menos apropiado para la adaptación de la historia del Señor a un personaje femenino. La conversa de Toledo muere por salvar a un solo hombre, mas la forma de su sacrificio, así como la de su «resurrección» -transformada en la rosa de Pasión- son nuevos estímulos para la fe de toda la cristiandad; pues en esta «nunca vista» flor, que nace de los restos de la pobre muchacha, «se veían figurados todos los atributos del martirio del Salvador del mundo» (OC, 301): el hierro de la lanza, la corona de espinas, los estigmas en forma de clavos, etc. Las descripciones de personajes individuales desempeñan un papel más decisivo en «La rosa de Pasión», que en cualquier otra leyenda fantástica de Bécquer, porque la ominosa expectación creada por los símbolos presentes en los retratos de Daniel y Sara viene a ser una compensación indispensable del hecho de que en este relato apenas se da una acción sobrenatural en el sentido que solemos dar a esta voz al hablar del género fantástico. (En un capítulo anterior se observó que en realidad el único fenómeno fantástico -mejor dicho, sobrenatural en la acepción teológica que se acusa en la historia de Daniel y Sara es el milagroso nacimiento de la rosa de Pasión de los despojos de la pobre doncella crucificada.) Es más: el hecho de que las descripciones de los dos hebreos sean mucho más físicas que psicológicas, junto con la ya indicada función cumplida por ellos, son nuevas pruebas muy claras de otra de nuestras anteriores observaciones generales sobre la literatura fantástica: esto es, que en las narraciones pertenecientes a ella son incomparablemente más significativos el suceso y el ambiente que el carácter para el «efecto único» que el autor busca. Tal aserto se confirma asimismo por el hecho de que no hemos encontrado descripciones de personajes dignas de un análisis detenido sino en seis de las catorce leyendas estudiadas en este libro; y las más extensas -las de muchedumbres de personajes- funcionan casi de la

misma manera que las descripciones que vamos a estudiar ahora, en el capítulo VI: quiero decir, las del lugar y el ambiente.

Capítulo VI Realismo y fantasía: El miedo

La nature dite inanimée participe de la nature des êtres vivants, et, comme eux, frissonne d'un frisson surnaturel et galvanique. BAUDELAIRE, Edgar Poe, sa vie et ses oeuvres.

En las descripciones becquerianas del medio de la acción sobrenatural se manifiestan la misma técnica y la misma finalidad que en las de los personajes. Quiere decirse que las descripciones de los lugares de la acción son también enumerativas, pormenorizadas, en una palabra, fotográficas, y que también su función es entretejer el hilo sobrenatural con tantos otros reales, que el tremebundo portento parezca, aunque excepcional, sin embargo, físicamente posible en el mundo cotidiano. No es nada anacrónico utilizar en el presente contexto el adjetivo fotográfico, pues a partir de los años cuarenta del siglo pasado los costumbristas y los novelistas pretenden representar los medios lo mismo que las figuras humanas «al daguerreotipo»44, y unos veinte años después se les aplicará a tales descripciones el interesante término «fotografías escritas», que aparece en el título de una colección de cinco novelas costumbristas de Juan Cortada, estampada en 1867, La voz de la conciencia o fotografías escritas (Barcelona, Biblioteca Ilustrada de Espasa Hermanos). Que yo sepa, la crítica moderna nunca ha considerado el término de Cortada en relación con el archiconocido concepto del «realismo fotográfico», pero parece especialmente feliz tanto para las ya estudiadas descripciones becquerianas de los personajes como para las de los medios, y tal vez aun más afortunado para éstas que para aquéllas, porque es sin duda menos difícil simular la dura objetividad de la fotografía al describir un lugar físico que al someter un cambiante ser humano al inconstante poder reproductivo de la palabra. Ni aun cuando la finalidad del arte descriptivo becqueriano es realizar una escena en la que predomina lo fantástico, resulta inválido el paralelo con la fotografía decimonónica. Casi desde el principio, en ciertas placas suyas los fotógrafos han buscado efectos misteriosos, mas en el ochocientos, debido al estado primitivo de la tecnología, se presentaban a

veces de improviso muy sugestivas nieblas, sombras, siluetas y luminosidades, como se puede apreciar en libros como The Art of French Calotype, de André Jammes y Eugenia Parry Janis (Princeton University Press, 1983), o la admirable obra de Lee Fontanella titulada La historia de la fotografía en España, desde sus orígenes hasta 1900 (Madrid, El Viso, 1981). En conexión con el medio de los relatos fantásticos de Bécquer, debe tenerse presente que en ciertos casos se utiliza un tipo especial de descripción para producir en el lector la impresión de que una fuerza sobrenatural va poco a poco envolviéndolo todo. Sin embargo, es difícil, por no decir imposible, separar muestras de tales descripciones del conjunto del texto para su análisis crítico, porque los elementos descriptivos a los que me refiero de momento se hallan entremezclados, en unos mismos períodos gramaticales, con la narración, el diálogo y las acotaciones dialogales. Estas descripciones juegan un papel indispensable en la fusión de realidad y fantasía que realiza este último componente; porque, en términos generales, como he sugerido en otro capítulo, la descripción representa lo real, la narración representa lo fantástico, y al asimilarse estos dos factores en pasajes descriptivo-narrativo-dialogales, se capta la nueva percepción del cosmos que conduce al inesperado desenvolvimiento de la historia. Por la razón expuesta en este párrafo, nos concentraremos en esas otras «fotografías escritas» del medio que por constituir unidades puramente descriptivas pueden mirarse como entidades en sí; mas en vista del singular efecto unido de la típica leyenda becqueriana es posible al mismo tiempo calcular por estas descripciones relativamente independientes la aportación de esas otras descripciones fragmentarias liadas con otros elementos del estilo imitativo. Los medios más frecuentemente descritos ya hemos dicho, en el capítulo V, que son los edificios, en especial los religiosos -iglesias y conventos-, mas se describen también con importantes efectos fantástico-realistas castillos y casas. Estas fábricas tienen en común el curioso detalle de que casi todas ellas son ruinosas, lo cual obedece no tanto a ese gusto romántico que busca en las ruinas una metáfora de la melancolía (aunque no deja de haber melancolía en la prosa posromántica de Bécquer), como a esos orígenes que el género fantástico trae de la novela gótica de fines del setecientos y principios del ochocientos, en la que ocurren a menudo casos sobrenaturales en abadías, catedrales y fortalezas en ruinas. En el capítulo precedente se mencionó ya la Historia de los templos de España, de Bécquer, como antecedente de las Leyendas en lo que se refiere a la utilización en éstas de construcciones sagradas como recurso ambiental. Comencemos por mirar una casa muy sencilla, la de Daniel y Sara, en «La rosa de Pasión». La descripción realista de esta vivienda casi se reduce a dos apuntes, pero son significativos: En una de las calles más oscuras y tortuosas de la ciudad imperial, [...] tenía hace muchos años su habitación raquítica, tenebrosa y miserable como su dueño, un judío llamado Daniel Leví.

Sobre la puerta de la casucha del judío, y dentro de un marco de azulejos de vivos colores, se abría un ajimez árabe, resto de las antiguas construcciones de los moros toledanos. Alrededor de las caladas franjas del ajimez, y enredándose por la columnilla de mármol que lo partía en dos huecos iguales, subía desde el interior de la vivienda una de esas plantas trepadoras que se mecen verdes y llenas de savia y lozanía sobre los ennegrecidos muros de los edificios ruinosos. (OC , 291-293)

Sobre la relación entre Mme. Vauquer y la pensión de que era dueña, Balzac escribía en las primeras páginas de su novela Le Père Goriot (1834): «... enfin toute sa personne explique la pension, comme la pension implique sa personne». También se descubre una ilación entre Sara y su casa (el ajimez corresponde al cuarto de la bella conversa), mas no es materialista y determinista como ocurre con la casera balzaquiana, sino que representa una profecía de lo que hará obrando libremente la cristiana nueva. Aún más importante es el hecho de que tal profecía se posibilita por el tantas veces aludido artículo fundamental de la metafísica fantástica según el cual lo sobrenatural no es sino la cara oculta de lo natural, pareciendo así lo uno proceder de lo otro. En la función de la arquitectura como profecía de lo que hará después un ser vivo, tenemos a la par una ilustración muy clara de lo dicho por Baudelaire en el pasaje que he colocado como epígrafe a la cabeza de este capítulo. Ahora bien: ¿cómo en el prosaico boceto arquitectónico de la casa de Daniel está prefigurada la crucifixión de Sara y la ya mencionada conmemoración botánica de este martirio y el de nuestro Salvador? Pues, en la forma del ajimez con su columna central desde la que se abren o se extienden los brazos de sus dos arcos se dibuja como una cruz; y desde dentro del ajimez o cruz, como si naciera de ésta -insinuación importante para lo que sigue-, va subiendo una planta trepadora. Aun esta modesta planta es profética porque después nacerá de la cruz y los restos mortales de la pobre crucificada otra planta, la rosa de Pasión o pasionaria, que se describe en esta forma al final del relato: «... flor extraña y misteriosa, que había crecido y enredado sus tallos por entre los ruinosos muros de la derruida iglesia» (OC, 301). Fijémonos en dos paralelos esenciales para la ya indicada profecía. Primero: ambas plantas son trepadoras. Segundo: la de la casa de Sara es de aquéllas que prefieren «los ennegrecidos muros de los edificios ruinosos», y acabamos de ver que la rosa de Pasión trepó enredándose «por entre los ruinosos muros de la derruida iglesia». En el Toledo de Daniel y Sara parece natural lo sobrenatural; aun en sus facetas más humildes el medio físico está potenciado para lo fantástico. ¿Habrá algún lector que no crea con todo el ardor de su fe estética en la realidad del milagro ocurrido en esta historia? Nótese, por fin, en el último pasaje de «La rosa de Pasión» que cité, la presencia de dos adjetivos que para Bécquer son sinónimos de sobrenatural y fantástico, y de los que hablamos en este sentido en otros

apartados del presente libro: quiero decir, extraño y misterioso. Vaticinio de maldad sin límite, en lugar de vaticinio de bienaventuranza para los fieles, tenemos en «La cruz del Diablo», aunque la palabra vaticinio no sirve para captar todos los tonos de la descripción del castillo arruinado del difunto señor del Segre, cuyos feudos según pública voz habían pasado en herencia al diablo. El tiempo pasó; comenzaron los zarzales a rastrear por desiertos patios, la hiedra a enredarse en los oscuros machones y las campanillas azules a mecerse colgadas de las mismas almenas. Los desiguales soplos de la brisa, el graznido de las aves nocturnas y el rumor de los reptiles que se deslizaban entre las altas hierbas, turbaban sólo de cuando en cuando el silencio de muerte de aquel lugar maldecido; los insepultos huesos de sus antiguos moradores blanqueaban al rayo de la luna, y aún podía verse el haz de armas del señor del Segre colgado del negro pilar de la sala del festín. [... y creíase] percibir en las altas horas de la noche el metálico son de sus piezas, que chocaban entre sí cuando las movía el viento, con un gemido prolongado y triste. (OC, 102)

Para entender esta descripción lo mismo que la leyenda entera, hay que recordar que una vez muerto el señor del Segre, el diablo se instaló en su armadura; y al frente de una banda de malhechores, el espíritu maligno renovó las fechorías que el Mal caballero y su gente habían cometido contra todos los campesinos de la redonda. La descripción que comentamos se halla inserta en el relato poco antes de la satánica «resurrección» del señor del Segre; y el orden de estos elementos es importante para la explicación del presagio que hay aquí. Las líneas que acabo de copiar recuerdan la actitud nostálgica de los románticos ante las ruinas, mas en vez de añorarse un tiempo pasado en que todo era mejor, rememórase con extraño cariño la maldad pasada porque se teme que la venidera será peor. No hay nada de por sí fantástico en este dibujo pormenorizado, que es tal que casi parece haberlo realizado al carboncillo uno de los hermanos Bécquer a la vista de las mismas ruinas. Se da, empero, en toda la flora y la fauna que ha invadido los patios y las salas del castillo tan caótica, tan siniestra feracidad, selvatiquez y pujanza, que seguramente «aquel lugar maldito» podría aún ser el vivero de incalculables crímenes jamás soñados. Si bien se atreve a crecer allí alguna delicada planta romántica como la campanilla azul (que acostumbramos asociar con las Rimas de Gustavo), su color deviene borroso en el claroscuro del conjunto, en el que los únicos contrastes se producen entre elementos como la blancura de los huesos insepultos y la negrura del pilar del que penden las armas del Mal caballero. Aves nocturnas, reptiles, símbolos del peligro inminente y del pecado sin penitencia, son los únicos moradores vivos de los abandonad os patios y salas. Los elementos proféticos de tan oscura «fotografía escrita» son semejantes a los que hemos destacado en la descripción de la casa de los Leví en «La

rosa de Pasión». Una efigie humana (la armadura del señor del Segre) colgada de un pilar es un conjunto muy parecido por su forma a un crucifijo, y se fundirán por fin las armas del Mal caballero para elaborar esa cruz que no obstante la nueva forma más digna impuesta al metal será todavía funesta para los fieles. Al fundirse el metal de las infernales armas, a la conclusión ya de la despeluznante historia, «largos y profundos gemidos parecían escaparse de la ancha hoguera», y mientras resonaban los martillos, el hirviente hierro «palpitaba y gemía al sentir los golpes» (OC, 113-114). El lector ya sabe que estos gemidos los emite el pobre demonio que tuvo la mala suerte de instalarse en la armadura del señor del Segre, pero sobre lo que ahora quisiera llamar la atención es sobre el hecho de que al final de la ya reproducida descripción del castillo, en la primera mitad del cuento, esa armadura, movida por el viento, emitía ya «un gemido prolongado y triste». Tanto el medio como el personaje pueden ser pergeñados con todo el realismo que se quiera, con tal de que en medio de lo más o menos prosaico se establezca también la potencialidad para lo singular. Las descripciones de las moradas en «La rosa de Pasión» y en «La cruz del diablo» representan al mismo tiempo ilustraciones no poco convincentes del clásico axioma crítico de que en las obras maestras el plan del conjunto se recapitula en el detalle; y cuando se da este primor en la literatura fantástica, la naturaleza inanimada parece estremecerse con el mismo estremecimiento sobrenatural y galvánico que se acusa en los seres vivientes cuyos días están amenazados por un ominoso desenlace, según Baudelaire. Cinco de los catorce relatos que estudiamos en este libro contienen descripciones de iglesias: «La ajorca de oro», «Maese Pérez el organista», «El miserere», «El beso», y «La rosa de Pasión»; y entre los tres últimos casos existe la nota común de que son iglesias arruinadas. Excluiremos de nuestro análisis las descripciones de iglesias contenidas en «Maese Pérez el organista» y en «La rosa de Pasión», la primera por hacerse junto con la de los fieles, de cuya representación hemos hablado ya, y la segunda por ser breve y no ofrecer nada notable que no se encuentre en las tres restantes que examinaremos. En el examen de los dibujos de iglesias intercalados en «La ajorca de oro», «El miserere» y «El beso», buscaremos como de costumbre una nueva comprensión del arte pictórico becqueriano en su aplicación a situaciones narrativas individuales; mas a la vez por el cotejo que se hará entre esos dibujos nos será posible formular un nuevo corolario de dicho arte: a saber, que el mayor grado de intervención fantástica en el desenlace de la leyenda se acompaña por el mayor grado de realismo en la descripción del medio; y contrariamente, el mayor grado de realismo en el desenlace del relato se manifiesta junto con el mayor grado de fantasía en la descripción del lugar. Esto es así porque, según viene haciéndose cada vez más claro, la posibilidad física del suceso sobrenatural se simula con un delicado equilibrio entre elementos reales y elementos fantásticos. Hemos visto descripciones realistas por su forma pero fantásticas por su temática; ahora, en la descripción de la catedral de Toledo, en «La ajorca de oro», veremos una que es real por su temática pero fantástica por su forma. Se trata de compensar el hecho de que la fuerza sobrenatural

desempeña quizá un papel menos importante en el desenvolvimiento de esta leyenda que en el de otras muchas. Explicaré este último aserto, mas primero veamos la aludida descripción, que recuerda páginas de la Historia de los templos de España, de nuestro autor. ¡La catedral de Toledo! Figuraos un bosque de gigantescas palmeras de granito que al entrelazar sus ramas forman una bóveda colosal y magnífica, bajo la que se guarece y vive, con la vida que le ha presentado el genio, toda una creación de seres imaginarios y reales. Figuraos un caso incomprensible de sombra y luz, en donde se mezclan y confunden con las tinieblas de las naves los rayos de colores de las ojivas, donde lucha y se pierde con la oscuridad del santuario el fulgor de las lámparas. Figuraos un mundo de piedra, inmenso como el espíritu de nuestra religión, sombrío como sus tradiciones, enigmático como sus parábolas, y todavía no tendréis una idea remota de ese eterno monumento del entusiasmo y la fe de nuestros mayores, sobre el que los siglos han derramado a porfía el tesoro de sus creencias, de su inspiración y de sus artes. En su seno viven el silencio, la majestad, la poesía del misticismo y un santo horror que defiende sus umbrales contra los pensamientos mundanos y las mezquinas pasiones de la tierra. (OC 118-119)

Desde luego, la sintaxis, el estilo, no tiene nada de fantástico, ni sería verosímil que lo tuviera en un escritor como Bécquer, quien en el fondo es siempre clásico en cuanto a la forma expresiva. Los elementos que dan un aire fantástico a esta descripción son ciertas figuras retóricas, ciertos efectos de luz y ciertas reacciones subjetivas ante el arte de la catedral: el bosque, las palmeras, las ramas de éstas, los seres imaginarios hijos del genio, el incomprensible ambiente de sombra y luz, el mundo de piedra inmenso, sombrío, enigmático, la poesía del misticismo y el santo horror que hacen del suntuoso templo un sitio tan terrorífico como admirable. El intento becqueriano de superar la realidad de la catedral se señala por la presencia de la voz poesía y por un recurso estilístico que es de tipo poética o retórico, quiero decir, la repetición del imperativo Figuraos al principio de cada uno de los tres primeros párrafos. (Por ejemplo, el contemporáneo y émulo de Gustavo, Ángel María Dacarrete, tiene un poema, de tipo becqueriano, de cuatro estrofas, cada una de las cuales empieza con el imperativo Dime.) Es más: el sentido del verbo figurarse, cuyo imperativo de segunda persona de plural se repite, alude al ejercicio de la imaginación, y con la repetición de tal imperativo se insiste en que los lectores enfoquemos lo descrito en forma fantástica. El primer párrafo de la descripción de la catedral de Toledo contiene unas palabras que parecen apuntar al primer párrafo de la célebre «Introducción» o «Introducción sinfónica» que Gustavo redactará siete años

más tarde en junio de 1868. Bajo la bóveda de la catedral, según recordará el lector, «se guarece y vive, con la vida que le ha prestado el genio, toda una creación de seres imaginarios y reales». Pues bien, al mismo comienzo de la «Introducción» de 1868, Bécquer escribirá: «Por los tenebrosos rincones de mi cerebro, acurrucados y desnudos, duermen los extravagantes hijos de mi fantasía, esperando en silencio que el arte los vista de la palabra para poderse presentar después en la escena del mundo» (OC, 39; las cursivas son mías). Todos son hijos de la imaginación creativa, ya pertenezca ésta al literato, ya al arquitecto o escultor; la única diferencia es que en un caso los extravagantes partos de la mente están todavía desnudos, y en el otro se han vestido ya del arte. Mas para el presente comentario es menos importante esta diferencia que el hecho de que tanto antes como después de vestirse estas criaturas se mueven entre lo imaginario y lo real, como se desprende de las palabras que vuelvo a subrayar: «seres imaginarios y reales» («La ajorca de oro»); «hijos de mi fantasía» que van a vestirse para salir a «la escena del mundo» («Introducción sinfónica»). En otro párrafo de la misma «Introducción», Bécquer reitera esta dicotomía apostrofando a la progenie de su imaginación que le interrumpe el sueño «pidiéndome con gestos y contorsiones que os saque a la vida de la realidad del limbo en que vivís, semejantes a fantasmas sin consistencia» (OC, 41; las cursivas son mías). Ahora bien: ¿por qué tiene este consorcio de elementos contrarios todavía más importancia en «La ajorca de oro» que en las otras artes imitativas, los otros géneros literarios y la mayoría de los cuentos fantásticos? En el presente relato se deja en duda si la muerte del sacrílego ladrón por miedo es de hecho producida por la animación de todas las estatuas e imágenes de la catedral para hacer de testigos del escandaloso robo, o si esa animación no es sino el efecto de la aterrada imaginación del avergonzado cristiano que quita a la Virgen la hermosa ajorca de oro que piensa regalarle a su novia. Hemos excluido «El rayo de luna» del canon de las narraciones fantásticas becquerianas porque allí la visión de la hermosa mujer vestida de blanco no existe sino en la imaginación enferma de Manrique (a quien el narrador analiza objetiva y clínicamente, incluso usando términos facultativos), y en realidad no interviene nunca ningún agente sobrenatural. «La ajorca de oro», en cambio, pertenece al canon fantástico precisamente porque existe aquí una duda gracias a la que es por lo menos posible que haya pasado algo fuera del orden de lo físicamente posible. En relación con las diversas explicaciones del desenlace implícitas en la forma del cuento, la incorporación a la descripción de la catedral de Toledo de las ideas de Bécquer sobre los papeles de la imaginación y la realidad en la creación artística tiene dos finalidades diferentes. Por un lado, los términos estéticos o psicológicos imaginación y realidad, contenidos en la descripción del santo templo, sirven para identificar las dos diferentes fuentes posibles del terror del ladrón; distinción en la que, paradójicamente, la explicación sobrenatural está representada por la palabra realidad. Por otro lado, en la medida en que el terror mortífero del ladrón tiene sus orígenes en su propia imaginación, éste procede a la inversa del artista. Quiero decir que el desventurado saqueador de la catedral parte de las obras artísticas ya perfeccionadas (las esculturas

sagradas) y vuelve a recorrer el camino del artista, pero en dirección contraria, dejando atrás la forma dura y constante de los santos de piedra y volviendo a las figuras fantásticas, oscilantes, fluidas, ya oscuras, ya luminosas, mas siempre inquietas que tanto habían obsesionado al creador en los más escondidos recintos de su mente antes del acto creador. ¿Cómo pudiera haber simulación más eficaz de estatuas animadas en la parpadeante penumbra de un vasto templo religioso? La frase «mundo de piedra», contenida en la descripción de la catedral, es otro presagio del final de esta historia, producido no se sabe si por las alucinaciones -el «santo horror»- de un pecador aterrado, o por formas pétreas milagrosamente dotadas de movimiento. Mas, sea la que sea la explicación, Pedro Alfonso de Orellana, el enamorado ladrón, por su parte, veía, con sus ojos, y no dudaba que las imágenes y las estatuas, «semejantes a blancos y gigantescos fantasmas, se movían lentamente en el fondo de las naves, pobladas de rumores temerosos y extraños [...] habían descendido de sus huecos y ocupaban todo el ámbito de la iglesia y lo miraban con sus ojos sin pupila», etc., etc. (OC, 122). Ello es que la descripción del medio, por regla general realista en las Leyendas, es más fantástica en «La ajorca de oro» para contrapesar el hecho de que el posible papel del medio en el desenlace de este relato quizá pueda reducirse a poco más que la visión deformada que un hombre horrorizado tiene de su entorno. En cualquier caso, el mismo ambiente físico si parecía respirar cierta potencialidad para lo sobrenatural. En «El miserere», la oscilación (¿fusión?) entre la realidad y la fantasía no sólo se da entre el prosaico mundo de los monjes de Fitero y la pasmosa existencia de los monjes muertos de la Montaña que resucitan todos los años en Jueves Santo para entonar el Salmo 50 (portento en el que cree el loco o genial músico alemán), sino que esa oscilación entre lo real y lo fantástico se reitera también dentro de la misma descripción del templo que se reconstruye milagrosamente todos los años, al volver a la vida los monjes que murieron en su incendio en aquel remotísimo Jueves Santo. Quiero decir que la descripción de la iglesia del monasterio de la Montaña se hace en dos tiempos: en el primero, que es de espera, se describe el aspecto natural de las ruinas; en el segundo, que es de realización del prodigio, se describe el ya mencionado fenómeno sobrenatural. Veamos el primer tiempo, en el que el peregrino alemán, lleno de expectación, aguarda el milagro anual de Jueves Santo: ... el aire, al azotar los fuertes machones y extenderse por los desiertos claustros, diríase que exhalaba gemidos. Sin embargo, nada sobrenatural, nada extraño venía a herir la imaginación. Al que había dormido más de una noche s in otro amparo que las ruinas de una torre abandonada o un castillo solitario; al que había arrostrado en su larga peregrinación cien y cien tormentas, todos aquellos ruidos le eran familiares. Las gotas de agua se filtraban por entre las grietas de los arcos y caían sobre las losas con un rumor acompasado [...]; los gritos del búho, que graznaba refugiado bajo el nimbo de piedra de una imagen [...]; el ruido de los reptiles, que [...] sacaban sus disformes cabezas de los agujeros donde duermen o se arrastraban [...], todos esos extraños y misteriosos murmullos del campo, de la soledad, de

la noche llegaban perceptibles al oído del romero, que, sentado sobre la mutilada estatua de una tumba, aguardaba ansioso la hora en que debiera realizarse el prodigio. (OC, 194-195; las cursivas son mías)

¿Dónde se ha de inscribir la línea que separa lo natural de lo sobrenatural? En los renglones que acabo de copiar, con las palabras impresas aquí en letra bastardilla Bécquer insiste en la absoluta naturalidad de todo cuanto escucha el romero en la oscuridad de este primer momento: no hay en todo ello «nada sobrenatural». Y sin embargo, cada uno de esos ruidos nocturnos parece decir lo contrario, cada uno de ellos parece el prólogo a algún acontecimiento fantástico. El músico peregrino, por estar habituado a tales sonidos, seguramente entendería lo que anunciaban esos prólogos. Mas lo que por de pronto deseo destacar es que, además de su función como prólogo a un prodigio concreto, las voces del aire, del agua, del búho y de los reptiles nos están iterando por insinuación ese artículo de fe fundamental para el género fantástico según el cual lo sobrenatural y lo natural no son más que el anverso y el reverso de la misma moneda: lo irreal está latente en lo real, y deviene más real que su antigua envoltura. En fin, los ruidos y murmullos del campo nocturno eran, nos dice el autor, «familiares», pero eran a la par «extraños y misteriosos» (recuérdese el sentido que tienen estos dos últimos adjetivos en toda la cuentística fantástica becqueriana). Pareciendo extensión o derivado de lo natural, lo sobrenatural se hace inmediatamente aceptable, sobre todo si al mismo tiempo se le dota de cierta objetividad, ya por la técnica de su representación literaria, ya por cierta explicación científica de la índole del portento. Pues bien, la prodigiosa reunión de piedra con piedra, de hueso con hueso, al levantarse de nuevo el templo arruinado, al salir los esqueléticos monjes del fondo de las aguas donde habían sido arrojados después de muertos: todo este portento se describe con el mismo estilo sencillo y enumerativo con que se representa el aspecto más pedestre de la realidad cotidiana. Al mismo tiempo se nos propone una elucidación científica apelando a una teoría en la que los más cultos creían en el siglo pasado: esto es, el uso del galvanismo o corrientes eléctricas para estimular el movimiento en los cadáveres. (En esta idea, por ejemplo, se inspiró en gran parte Mary Wollstonecraft Shelley para la animación del monstruo fabricado de retales humanos en su novela Frankenstein.) Mas veamos ya el aludido pasaje de «El miserere». El asunto gramatical de los verbos parecía y pareció en las líneas siguientes es el conjunto de la iglesia de la Montaña. Parecía como un esqueleto de cuyos huesos amarillos se desprende ese gas fosfórico que brilla y humea en la oscuridad con una luz azulada inquieta y medrosa. Todo pareció animarse, pero con este movimiento galvánico que imprime a la muerte contracciones que parodian la vida, movimiento instantáneo, más horrible aún que la inercia del cadáver que agita

con su desconocida fuerza. (OC, 196)

El tono científico de este trozo con el que se «autentica» la posibilidad de tal reanimación forma un interesante paralelo con el tono técnico semejante de la descripción paleográfica de los antiguos y polvorientos cuadernos de música del romero alemán, los cuales se conservan en la abadía de Fitero (véase la introducción a la leyenda). La intervención del galvanismo y la paleografía en «El miserere» nos brinda nuevos ejemplos de un frecuente recurso de la literatura de terror del que hemos hablado ya en el capítulo II, sobre la presencia del folklorista en las Leyendas: quiero decir, la utilización de cualquier disciplina científica, o cualquier combinación de tales disciplinas, que sir va para confirmar los antecedentes y las circunstancias de un portento determinado y así para garantizar también hasta cierto punto la «realidad» de éste. Pero volvamos a la relación entre lo natural y lo sobrenatural; tan estrecha es que sus respectivos componentes se hallan inseparablemente entretejidos, y paradójicamente la realidad vulgar viene así a ser alguna vez garante del prodigio. Resucitados los monjes de la Montaña y en pie otra vez su templo, se describe la música que acompaña a las voces de los muertos en su interpretación del miserere. El lector encontrará aquí unos detalles muy significativos, que le serán familiares por haberlos conocido ya en el penúltimo pasaje que reprodujimos, el cual se refería al momento en que el peregrino, rodeado de ruinas aparentemente normales, aguardaba el prodigio. La nueva descripción, que alude ya al fenómeno sobrenatural, reza en parte: La música sonaba al compás de sus voces: aquella música era el rumor distante del trueno, que, desvanecida la tempestad, se alejaba murmurando; era el monótono ruido de la cascada que caía sobre las rocas, y la gota de agua, que se filtraba, y el grito del búho escondido, y el roce de los reptiles inquietos. Todo esto era la música y algo más que no puede explicarse ni apenas concebirse; algo más que parecía como el eco de un órgano que acompañaba los versículos del gigante himno de contrición del rey salmista con notas y acordes tan gigantes como sus palabras terribles. (OC, 197)

Naturalmente, las notas comunes de los dos trozos en las que pienso son: el aire que temía, el agua que se filtraba, el grito del búho, y el meneo de los reptiles. A la vista de las dos apariciones de estos melancólicos pormenores, habría que preguntar si no serán al fin y al cabo más que meros prólogos de la irrupción de lo sobrenatural en «El miserere»; si no serán, en efecto, algunas de esas hebras con las que se unen las dos caras de la realidad, la natural y la otra sobrenatural que tenemos siempre a

mano, la cual acecha siempre, por mucho que queramos negarla. Sobre el ir y venir de un personaje suyo entre los dos mundos, natural y sobrenatural, Ambrose Bierce escribe: «Hacía atrevidas excursiones por el reino de lo irreal sin renunciar a su residencia en la región parcialmente explorada y medida de lo que nos place llamar la certitud»45, donde se observa la misma inseparabilidad de las dos vertientes de la realidad que tantas veces nos ha llamado la atención en las páginas fantásticas de Bécquer. Los fragmentos de la descripción del templo milagrosamente reconstruido que he citado, no se refieren acaso directamente al edificio en sí; mas como los aspectos clave considerados aquí se verifican todos entre esas ruinas, encajan en estas páginas donde estudiamos los cuadros arquitectónicos y el ambiente. «El beso» es otro relato en el que debido a la desconcertante inventiva de Gustavo la misma voz realidad llega a significar lo mismo que fantasía. Una noche, en Toledo, en la ruinosa iglesia de convento que da aposento a cien dragones franceses recién llegados y su capitán, se reúnen con éste varios oficiales de otros regimientos galos para pasar la velada bebiendo champán y admirando a la «mujer bonita» (OC, 280) -estatua sepulcral- que su anfitrión ha conocido en ese templo. El arte de la escultura es tan fiel a la vida, que casi respira, casi parece repetirse el milagro de la estatua de Galatea, como se ha dicho en un capítulo anterior; y a la vez se hace de ella una descripción detenida en la que entran muchos de los recursos estilísticos utilizados para representar a la mujer ideal becqueriana en las Rimas. Comentando el asombro de sus compañeros, el capitán hace una pregunta de intención retórica: «¿Queréis más vida?... ¿Queréis más realidad?...» (OC, 289). Y efectivamente, momentos después, invitados y anfitrión son respectivamente testigos y víctima de mucha «más realidad», o lo que es lo mismo, en este mundo becqueriano, mucha más fantasía. Pues al acercar el capitán sus ardientes labios a los de la estatua sepulcral de la dama medieval, doña Elvira de Castañeda, de la que está delirantemente enamorado, la estatua del marido guerrero de la dama, inmóvil un momento antes, levanta la mano y derriba al atrevido francés con una bofetada de su guantelete de piedra, que le deja la cara deshecha y sangrienta. En «El beso», mediante la descripción realista de la iglesia la realidad vulgar se hace heraldo de la nueva realidad pétrea que se nos impone tan de repente al final de la narración, con lo cual se demuestra una vez más la habitual función de la descripción arquitectónica en las Leyendas. La referida descripción arqueológica es en conjunto muy objetiva, muy semejante a las de los «Templos de Toledo», en la Historia de los templos de España; mas a la conclusión de lo descrito parece anunciarse algo de carácter menos normal. ... la iglesia estaba completamente desmantelada: en el altar mayor pendían aún de las altas cornisas los rotos jirones del velo con que lo habían cubierto los religiosos al abandonar aquel recinto; diseminados por las naves veíanse algunos retablos adosados al muro, sin imágenes en las hornacinas; en el coro se dibujaban con un ribete de luz los extraños perfiles de la oscura sillería de alerce; en el pavimento, destrozado en varios puntos, distinguíanse aún anchas losas sepulcrales llenas de timbres, escudos y largas

descripciones góticas, y allá a lo lejos, en el fondo de las silenciosas capillas y a lo largo del crucero, se destacaban confusamente entre la oscuridad, semejantes a blancos e inmóviles fantasmas, las estatuas de piedra que, unas tendidas, otras de hinojos sobre el mármol de sus tumbas, parecían ser los únicos habitantes del ruinoso edificio. (OC, 277)

La palabra clave para descifrar el presagio contenido en las líneas finales de este cuadro arquitectónico es habitantes, que sugiere un modo más activo de ocupar el espacio que el acostumbrado de las estatuas fijas y estacionarias, y consideremos también el símil «semejantes a blancos e inmóviles fantasmas», pues las dos últimas palabras casi forman un oxímoron porque es difícil concebir fantasmas sin movimiento. La contradicción anima en cierto modo a estas estatuas, y tal animación se completa por el hecho de que inmóvil encierra el otro adjetivo móvil, insinuándose que estos extraños seres pétreos no están necesariamente privados de movimiento, sino que de momento prefieren no usar de esa capacidad. Es más: en este vaticinio descriptivo incluso está aludida la habitual postura de las efigies de piedra individuales que intervendrán en la violenta acción del desenlace: «otras de hinojos». La realidad latente en la fantasía y la fantasía latente en la realidad, la percibe Bécquer, la percibe el capitán francés, que sobre todo por la ya mencionada descripción idealizadora de doña Elvira; puesta en su boca, se revela como alter ego de Gustavo, y la percibe el lector, hábilmente preparado por el autor; mas no la percibe el oficial medio del ejército francés, como se ve por estas palabras: «Los oficiales del ejército francés, que [...] de todo tenían menos de artistas o arqueólogos, no hay para qué decir que se fastidiaban soberanamente en la vetusta ciudad de los Césares» (OC, 279). He aquí un curioso contraste con el que se vuelve a confirmar la importancia para esta leyenda de la sensibilidad para las artes plásticas. Las descripciones de la naturaleza y del ambiente, que son la tercera y la cuarta de las cuatro divisiones del acervo descriptivo becqueriano que hemos definido al inicio del capítulo V, se refieren por la mayor parte a escenas exteriores, ya en el medio natural, ya en las calles de una ciudad; y aun cuando la descripción ambiental se hace bajo tejado, se teme algún peligro que viene de fuera, como es el caso de la descripción de la larga y horrible noche que Beatriz pasa en vela en su dormitorio en el gótico palacio de los condes de Alcudiel, en «El monte de las Ánimas». Además de este relato, los que contienen elementos especialmente pertinentes a las presentes manifestaciones del medio son «Creed en Dios», «El Cristo de la Calavera», «La corza blanca» y «La rosa de Pasión». Como ya decíamos en el último capítulo, se acercan en muchas ocasiones las categorías de naturaleza y ambiente, casi llegando a fundirse; y así para distinguir lo más claramente posible entre ellas, comencemos por mirar las dos ambientaciones en las que interviene menos directamente la naturaleza:

la de la terrorífica noche de Beatriz y la de la calle del duelo en «El Cristo de la Calavera». El miedo infundido en Beatriz por la tremenda atmósfera de la noche de Difuntos, así como por sus crecientes remordimientos por haber mandado a Alonso a buscar en tal noche la banda azul que ella perdió en el monte de las Ánimas; este miedo, digo que produce un efecto infinitamente más espeluznante que el sorprendente recobro de la banda azul o la muerte del primogénito de Alcudiel y su vuelta como espectro o cuerpo astral para devolver la banda. La debilitación causada por ese prolongado terror no cabe duda que ha contribuido tanto como la reaparición de la ya sangrienta banda a la muerte de miedo de Beatriz. Durante esa larguísima última noche suya, llena de tormento y horror, no le interesa ya para nada a Beatriz la pérdida de su banda; y deja muy pronto también de interesarle su deseo de probar el valor de su primo. En efecto: con los primeros ruidos nocturnos que escucha después de acostada, Beatriz abandona su escepticismo y se convence de que muy posiblemente renovarán su contienda en esa tremenda noche los espectros de los templarios y los hidalgos de Soria. Teme ya que Alonso correrá un peligro incalculable al salir para el monte, donde combaten esos aparecidos. Inesperadamente, Alonso también le resulta ahora mucho más amable de lo que antes quería reconocer. Acompañemos unos momentos a Beatriz en su terror. Comentaré luego las palabras que he escrito en letra cursiva. Primero unas y luego las otras más cercanas, todas las puertas que daban paso a su habitación iban sonando por su orden; éstas con un ruido sordo y grave, y aquéllas con un lamento largo y crispador. Después, silencio; un silencio lleno de rumores extraños, el silencio de la medianoche; lejanos ladridos de perros, voces confusas, palabras ininteligibles; ecos de pasos que van y vienen, crujir de ropas que se arrastran, suspiros que se ahogan, respiraciones fatigosas que casi se sienten, estremecimientos involuntarios que anuncian la presencia de algo que no se ve y cuya aproximación se nota, no obstante, en la oscuridad. Beatriz, inmóvil, temblorosa, adelantó la cabeza fuera de las cortinas y escuchó un momento. Oía mil ruidos diversos; se pasaba la mano por la frente, tornaba a escuchar; nada, silencio.

Y cerrando los ojos, intentó dormir... pero en vano había hecho un esfuerzo sobre sí misma. Pronto volvió a incorporarse, más pálida, más inquieta, más aterrada. Ya no era una ilusión: las colgaduras de brocado de la puerta habían rozado al separarse, y unas pisadas lentas sonaban sobre la alfombra; el rumor de aquellas pisadas era sordo, casi imperceptible, pero continuado, y a su compás se oía crujir una cosa como madera o hueso. Y se acercaban, se acercaban, y se movió el reclinatorio que estaba a la orilla de su lecho. Beatriz lanzó un grito agudo, y rebujándose en la ropa que la cubría escondió la cabeza y contuvo el aliento. El aire azotaba los vidrios del balcón; el agua de la fuente lejana caía y caía con un rumor eterno y monótono; los ladridos de los

perros se dilataban en las ráfagas de aire, y las campanas de la ciudad de Soria, unas cerca, otras distantes, doblaban tristemente por las ánimas de los difuntos. Así pasó una hora, dos, la noche, un siglo, porque la noche aquella pareció eterna a Beatriz. (OC, 130-131)

No habrá ningún lector que no se identifique, carne y alma, con el espanto de Beatriz, porque no habrá ningún lector que no haya pasado en vela alguna noche de hondo terror; y en su larga y maestral descripción del pánico de la hija del conde de Borges, Gustavo ha captado seguramente algún elemento de la peor noche de cada uno de nosotros. Por mi parte, valga como ejemplo, los obsesionantes ladridos de los perros distantes y cercanos son la nota más significativa. Pues teniendo yo trece años, me dijo una vieja lunática que cuando tuviera catorce, oiría una noche ladrar un perro y enseguida moriría; con el paso de los días, las semanas, los meses, me iba entrando más y más miedo a mi próximo cumpleaños, y después de ese ominoso aniversario yo perecía en cada ladrido, cada gruñido, cada aullido nocturno; ¡recuerdo aún la alegría que me dio cumplir quince años! De tales identificaciones, pese a su vulgaridad, dependen todas las Leyendas de Bécquer para una parte no despreciable de su efecto singular. Ahora bien: ¿cómo consigue Bécquer que el lector, igual que Beatriz, penda de cada sensación de las descritas en el pasaje reproducido? Las palabras en cursiva -adverbios, adjetivos, sustantivos, verbos de imperfecto, de forma progresiva, repeticiones de una misma voz, series de voces análogas de construcción idéntica-, todos estos elementos léxicos y sintácticos, por su sentido habitual o por el que reciben en su contexto, representan repeticiones de sonidos; y la mitad o más de ellos sugieren que los mismos sonidos se oyen desde diferentes distancias, con lo cual van alargándose los angustiosos momentos y llenándose las lejanías de los mismos ruidos que se oyen de cerca hasta que la espesa noche amenaza con toda su interminable inmensidad impasiva. Esa noche parece, en efecto, tener un siglo de duración; mas también parece tener un mundo de extensión su fría indiferencia. Tal impresión es tanto más fuerte cuanto que, en la descripción de la larga noche de Beatriz, se repiten elementos descriptivos que se encuentran en apartados anteriores de «El monte de las Ánimas»: me refiero, por ejemplo, a los aires que azotan los cristales de las ventanas de diferentes aposentos del palacio de Alcudiel. Entre los recuerdos léxicos utilizados para formar el espantoso cuadro nocturno en «El monte de las Ánimas», habría que destacar un grupo de vocablos que significan cierta vaguedad, ya en los sonidos, ya en los movimientos: sordo, confuso, ininteligible, suspiro, respiración, estremecimiento, tembloroso, rozar, imperceptible. La función de estas palabras en la descripción de la horrible noche de Beatriz es idéntica a la que suelen cumplir las metáforas en la literatura fantástica. Expliqué anteriormente que la fusión de lo concreto y lo abstracto a través de la relación entre la metáfora y lo metaforizado sirve para borrar la raya

entre prodigio y realidad en la ambientación de los sucesos sobrenaturales. En «El monte de las Ánimas» es esencial tal esfumación de la línea entre mundo sobrenatural y mundo natural, porque Beatriz no sabe en ningún momento si el peligro que la acosa viene de la tierra o de más allá, pero en el presente relato Bécquer logra fundir los dos polos de la realidad con el sencillo medio de la hábil selección de voces individuales, sin ninguna necesidad de recurrir a las figuras retóricas, con lo cual el paso a la cara oculta de nuestra existencia parece más directo. El alargamiento del tiempo y la distancia no sólo es la medida del alcance del terror de Beatriz, sino que es a la par el más claro testimonio de que su vivencia de esa emoción obedece a la interiorización psicológica de un horroroso acontecimiento anual que se verificaba dentro de límites mucho menos estrechos que los de su sola habitación y la sola noche de su muerte. Importa al mismo tiempo la descripción de toda la extensión de estos confines espacio-temporales, porque el espíritu aterrado de Beatriz abarca ya en su fantástica visión todo el monte de las Ánimas y todas las noches para siempre jamás en las que se volverá a librar la espectral batalla entre las osamentas de los templarios y las de los hidalgos sorianos. Su vivencia es al mismo tiempo evocativa y profética. En todos esos sonidos que no se sabe si vendrán de dentro o de fuera, de cerca o de lejos, ni cuánto tiempo habrán durado o durarán, Beatriz está recapitulando psíquicamente la cacería de los espectros, según se la había descrito Alonso por la tarde; y como se ve por el último apartado de la leyenda, también ha estado anticipándose a otra versión aun más macabra del drama de las Ánimas, en la que ella y su primo harán ya papeles centrales. En relación con esto, compárense los dos trozos reproducidos a continuación, tomados respectivamente de los capítulos I y IV de «El monte de las Ánimas». En el primero habla Alonso, y en el segundo se oye la voz del narrador omnisciente. ... dicen que cuando llega la noche de Difuntos se oye doblar sola la campana de la capilla, y que las ánimas de los muertos, envueltos en jirones de sus sudarios, corren como en una cacería fantástica por entre las breñas y los zarzales. Los ciervos braman espantados, los lobos aúllan, las culebras dan horrorosos silbidos, y al otro día se han visto impresas en la nieve las huellas de los descarnados pies de los esqueletos. (OC, 125)

Dicen que después de acaecido este suceso, un cazador extraviado que pasó la noche de Difuntos sin poder salir del monte de las Ánimas, y que al otro día, antes de morir, pudo contar lo que viera, refirió cosas horribles. Entre otras, se asegura que vio a los esqueletos de los antiguos templarios y de los nobles de Soria enterrados en el atrio de la capilla levantarse al punto de la oración con un estrépito horrible y, caballeros sobre osamentas de corceles, perseguir como a una fiera a una mujer hermosa, pálida y desmelenada

que, con los pies desnudos y sangrientos, y arrojando gritos de horror, daba vueltas alrededor de la tumba de Alonso. (OC, 132)

En esta maestral estructura fantástica, tanto la realidad natural (el miedo de una mujer mortal) como la realidad sobrenatural (la cacería anual de los espectros) funcionan como presagios del horror final. De la eficacia de este último vaticinio se nos brinda una notable demostración en los paralelos temáticos y estilísticos que se acusan entre los dos pasajes que acabo de copiar. Existe a la vez todavía otro anticipo de los varios elementos del tétrico final de la leyenda: me refiero al miedo de Alonso, caracterizado a lo largo del capítulo I. En «El Cristo de la Calavera» el poder sobrenatural no se hace sentir sino por un solo momento, mas este punto está tan bien preparado por una descripción realista del retablo dedicado al Redentor en la calle del Cristo, así como de otras circunstancias aparentemente normales, que retrospectivamente todo lo que lleva a ese instante parece prodigioso. En el instante aludido se oye esa «voz medrosa y sobrehumana» (OC, 211) que sale no se sabe si de la sacra imagen o de la calavera que hay al pie de su cruz. Pero veamos primero la ya aludida descripción pormenorizada de la calle del Cristo. Al hablar precisamente de la arquitectura religiosa toledana, en la Historia de los templos de España, Gustavo aserta que «la tradición es al edificio lo que el perfume a la flor, lo que el espíritu al cuerpo, una parte inmaterial que se desprende de él, y que dando nombre y carácter a sus muros les presta encanto y poesía»46. Estas palabras podrían haberse aplicado a alguna de las descripciones de edificios que ya hemos analizado, pero ningún mejor ejemplo de la poesía de la tradición arquitectónica que el ambiente nocturno de la calle del Cristo, presidido por el retablo del Cristo de la Calavera, y la poesía de éste debe mucho a su sencillez y humildad. He aquí el trozo de calle tan hábilmente pintado por la pluma realista de Bécquer en «El Cristo de la Calavera». Alonso Carrillo y Lope de Sandoval, amigos fraternales que se han desafiado por ser rivales por el amor de una mujer indigna de ellos, como ya sabe el lector, buscan en el Toledo nocturno un sitio iluminado para su duelo. Prosiguieron, pues, cruzando al azar plazas desiertas, pasadizos sombríos, callejones estrechos y tenebrosos, hasta que, por último, vieron brillar a lo lejos una luz, una luz pequeña y moribunda, en torno a la cual la niebla formaba un cerco de claridad fantástica y dudosa. Habían llegado a la calle del Cristo, y la luz que se divisaba en uno de sus extremos parecía ser la del farolillo que alumbraba en aquella época, y alumbra aún, a la imagen que le da su nombre. Al verla, ambos dejaron escapar una exclamación de júbilo, y, apresurando el paso en su dirección, no tardaron mucho en encontrarse junto al retablo en que ardía. Un arco rehundido en el muro, en el fondo del cual se veía la imagen

del Redentor enclavada en la Cruz y con una calavera al pie; un tosco cobertizo de tablas que lo defendían de la intemperie, y el pequeño farolillo colgado de una cuerda, que lo iluminaba débilmente, vacilando al impulso del aire, formaban todo el retablo, alrededor del cual colgaban algunos festones de hiedra que habían crecido entre los oscuros y rotos sillares, formando una especie de pabellón de verdura. (OC, 209-210; las cursivas son mías)

A continuación de estas líneas, sobre las que volveremos, Alonso y Lope cruzan los estoques, y como queda dicho en otro capítulo, tres veces intentan agredirse, y tres veces se apaga el farolillo. El cielo no quiere permitir un combate a muerte entre dos jóvenes que se han jurado una amistad eterna. La tercera vez que se apaga el farolillo, no tan sólo volvió a rodearlos una sombra espesísima e impenetrable, sino que al mismo tiempo hirió sus oídos el eco profundo de una voz misteriosa, semejante a esos largos gemidos del vendaval, que parece que se queja y articula palabras al correr aprisionado por las torcidas, estrechas y tenebrosas calles de Toledo. Qué dijo aquella voz medrosa y sobrehumana, nunca pudo saberse; pero al oírla ambos jóvenes se sintieron poseídos de tan profundo terror, que las espadas se escaparon de sus manos, el cabello se les erizó y por sus cuerpos, que estremecía un temblor involuntario, y por sus frentes, pálidas y descompuestas, comenzó a correr un sudor frío como el de la muerte. (OC, 211)

El parentesco entre los dos pasajes de «El Cristo de la Calavera» que quedan reproducidos, confirma una vez más que la realidad sobrenatural no es sino la natural desdoblada. Aquí, empero, la forma en que se revela esta relación es nueva; pues por una ironía ingeniosamente elaborada, se corrobora la autenticidad del portento negando uno tras otro todos sus elementos hasta llegar a uno que es tal, que no hay mente ni voz humana que sea capaz de cuestionarlo, y en momento de revelación tan sublime el lector es llevado también a rechazar todas las objeciones anteriores, por lo cual tenemos en esta leyenda una muestra, no de esa técnica del «casi creer» tan frecuente en el género fantástico, sino de otra contraria que pudiéramos llamar del «casi dudar». Con el fin de ilustrar estos asertos, examinemos ahora en detalle la oposición (y conciliación final) entre los dos trozos de descripción ambiental de «El Cristo de la Calavera». Cada vez que se apaga el farolillo, uno de los amigos desafiados propone una explicación racionalista: será una ráfaga de aire; la beata encargada de cuidar el farol será sisona, y escaseará el aceite, etc. Mas tales motivos para dudar de la intervención divina, así como otros varios, ya

estaban implícitos en el primero de los pasajes que vimos, y aún se reiteran en el primer párrafo del segundo, donde incluso se llega a sugerir que la aparente voz del cielo no será tal vez más que el viento que gime al colar por la angostas calles de la ciudad imperial. Mas esta explicación escéptica de la voz divina por lo menos se presagia ya en el primer párrafo del primer pasaje. En ese lugar tenemos ya los «callejones estrechos y tenebrosos», que Bécquer volverá a nombrar con una fraseología apenas variada -«estrechas y tenebrosas calles»- precisamente en ese momento del segundo pasaje en que parece ser el viento el que al pasar por esas vías articula palabras en tono de gemido. La luz que los amigos ven a lo lejos, al principio de la primera selección, es «moribunda», «dudosa», y uno de los más frecuentes motivos de que sea así la llama de una lámpara que arde al aire libre es el viento, de donde se deduce ya en este punto la intervención de ese otro componente de la dudosa «voz». Está a la vez anticipada así, en el primer pasaje, la explicación racionalista que más tarde Alonso y Lope ofrecerán de las tres extinciones de las inciertas llamas de la lámpara. Y tal explicación vuelve a preverse, en el párrafo final del primer trozo descriptivo, con las palabras «vacilando al impulso del aire». En las primeras líneas del primer pasaje está anunciado a la par ese momento final del segundo cuando por el terror de ambos jóvenes, por las trémulas manos de ambos, por el sudor frío que corre por la frente de ambos, y en fin, por el acuerdo absoluto de ambos testigos, no cabe ya ninguna duda que fue «sobrehumana» la voz que pronunció el misterioso aviso. La forma del anticipo de esto último es la siguiente: desde lejos, a través de las sombras, la oscuridad y la niebla, siguiendo un camino malseguro («plazas desiertas, pasadizos sombríos», «la niebla»), las figuras se acercan poco a poco a la iluminación («vieron brillar a lo lejos una luz»). Evidentemente, tenemos aquí la viva imagen de quienes, cegados por la ira y la oscuridad de esta emoción, llegan al borde del crimen antes que Dios ilumine otra vez la virtud que mora en el fondo de sus almas. El carácter sobrenatural de la voz de la revelación que llenará los corazones de Alonso y Lope de santo terror, en la segunda selección, también se presagia por una palabra significativa contenida en el primer párrafo de la primera selección: fantástica, en la frase «claridad fantástica». Es más: en el primer pasaje se da todavía alguna vislumbre más de que se ha de escuchar una voz sobrehumana y de lo que significará escuchar su mensaje. En el segundo párrafo, al describirse el farolillo del Cristo de la Calavera, se nos dice que «alumbraba en aquella época, y alumbra aún, a la imagen que le da su nombre»; frases cuyo sentido y pausado ritmo sugieren la eternidad, atributo de la divinidad. En el párrafo siguiente, hay otra curiosa alusión a la luz del farolillo en relación con los jóvenes que buscaban un sitio con luz para su duelo. «Al verla -escribe Gustavo-, ambos dejaron escapar una exclamación de júbilo». Y he aquí un nuevo anticipo del futuro inmediato, porque el efecto de «aquella voz medrosa y sobrehumana», que después les hablará desde el cerco de la luz del farolillo, será precisamente de júbilo para ellos; pues reconciliados merced al aviso del cielo, «ambos jóvenes se dieron toda clase de muestras de amistad y cariño».

El realismo de la técnica descriptiva aprovechada en el primero de los dos pasajes descriptivos de «El Cristo de la Calavera», en los que hemos estudiado la ambientación, no es desde luego desinteresado; no se trata de montar una visión objetiva de cierto segmento del mundo material, sino de buscar en la superficie de éste grietas por las que sea posible descubrir el trasmundo donde se agrupan esas desconocidas fuerzas que en el momento menos pensado pueden dejar una impronta única, imborrable, prodigiosa, en el perfil de nuestra existencia. La realidad, precisamente al representarse en su forma más reconocible y convincente, es la puerta por donde ha de entrar lo inefable. Es interesante también la descripción urbana que se halla en el capítulo II de «La rosa de Pasión», que no obstante referirse a las calles de Toledo, como la que acabamos de analizar en «El Cristo de la Calavera», se asemeja tal vez más por su técnica al memorable retrato psíquico de Beatriz en su última noche de vida en «El monte de las Ánimas». Lo que quiero decir es que en cada caso hay contrastes entre ambientes interiores y exteriores; en el presente relato, según verá el lector a continuación, se asocia a este tipo de contraste otro semejante entre grandes extensiones lejanas y un reducido punto cercano, buscándose en cada caso una traducción gráfica de emociones contrastadas. Era noche de Viernes Santo, y los habitantes de Toledo, después de haber asistido a las tinieblas en su magnífica catedral, acababan de entregarse al sueño, o referían al amor de la lumbre consejas parecidas a la del Cristo de la Luz, que, robado por unos judíos, dejó un rastro de sangre por el cual se descubrió el crimen, o la historia del Santo Niño de la Guardia, en quien los implacables enemigos de nuestra fe renovaron la cruel Pasión de Jesús. Reinaba en la ciudad un silencio profundo, interrumpido a intervalos, ya por las lejanas voces de los guardias nocturnos que en aquella época velaban en derredor del alcázar, ya por los gemidos del viento, que hacía girar las veletas de las torres o zumbaba entre las torcidas revueltas de las calles, cuando el dueño de un barquichuelo que se mecía amarrado a un poste cerca de los molinos, que parecían como incrustados al pie de las rocas que baña el Tajo, y sobre las que se asienta la ciudad, vio aproximarse a la orilla, bajando trabajosamente por uno de los estrechos senderos que desde lo alto de los muros conducen al río, a una persona a quien, al parecer, aguardaba con impaciencia. (OC, 296)

Con estas líneas caracterizadas por un realismo al parecer convencional, Gustavo logra sin embargo una ingeniosa transición a lo sobrenatural. Los contrastes ya mencionados permiten al lector sentir el miedo a lo desconocido. Al mismo tiempo, la transición del nivel de la realidad cotidiana (vida prosaica de Sara) al plano sobrenatural (crucifixión de Sara y su conversión en rosa de Pasión) se prefigura en esta descripción por una serie de pasos, ya de lo humano a lo sobrehumano, ya de lo real a

lo fantástico, ya de lo seguro a lo inseguro. Del primer párrafo del trozo de «La rosa de Pasión» reproducido se desprende que los vecinos de la ciudad imperial tienen tres vías abiertas a la esfera sobrenatural: la intervención divina a través de los maitines a los que han asistido; la vaporosa aparición de moradores de la esfera preternatural en los sueños de los fieles toledanos; y los portentos descritos en las consejas que los buenos cristianos escuchan con arrobo y horror. Las «lejanas voces» humanas de los guardias ceden a voces más que humanas: «los gemidos del viento». La seguridad del barquichuelo amarrado amenaza transformarse en inseguridad: se mece; y por camino incierto, desde el asilo de la urbe desciende a lo desconocido una figura misteriosa. Incluso el barquero por su impaciencia parece ponerse a tono con la creciente impresión que apunta a un encuentro con el destino. Los dos párrafos que he reproducido para este comentario se hallan a la cabeza del capítulo II de «La rosa de Pasión», por lo cual se ve que el lector de estas líneas no sabe todavía quién será la «persona» que marcha inexorablemente hacia la fatalidad; y este nuevo elemento de incertidumbre realza el efecto que Gustavo busca. El misterio no se aclara hasta que al comienzo del párrafo siguiente a los citados el barquero murmura las palabras: «¡Ella es!». Pero aún hay más: la descripción del ambiente que hemos examinado encierra todavía otro arcano que sabemos y no sabemos: posteriormente el lector descubre que ya sabía la horrible muerte que esperaba a Sara, pues es la misma que la del Santo Niño de la Guardia, cuya historia los toledanos escuchaban la noche de Viernes Santo al amor de la lumbre. Lo brillante de la técnica de Bécquer como prosista fantástico es que toda esta expectación fatídica nos la va infundiendo con una descripción al parecer desinteresada y objetiva, pero en el fondo desde luego interesadísima. Las descripciones ambientales que quedan por considerar, en «Creed en Dios» y en «La corza blanca», sirven para situar las acciones de esas leyendas en la naturaleza, celeste en el primer caso, terrestre en el otro. En «Creed en Dios», como sabe el lector, Teobaldo de Montagut, caballero en un corcel negro, es llevado a paso vertiginoso por los espacios celestes durante cien años. Mas, paradójicamente, cuando Bécquer consigue captar en forma más convincente la frenética sensación de esta portentosa cabalgata, veremos que es en su primera etapa antes de que el mágico corcel se lance por los aires, mientras sus pisadas todavía se oyen dar contra la tierra. Después del «despegue» del inaudito cuadrúpedo, el autor intenta representar el carácter fantástico del vuelo del cruel barón de Fortcastell por el firmamento con frases descriptivas como «a través de aquellas nieblas oscuras», «aquel océano de vapores caliginosos y encendidos», «cabalgando sobre las nubes», etc. (OC, 181-182). Pero la deficiencia inherente a tales descripciones -no es un fallo de la técnica becqueriana concretamente- radica en el hecho de que, sin términos de comparación que le sean familiares en la región celeste, el lector ordinario no puede medir con su propia experiencia la prodigiosa velocidad de la nunca vista caballería ni así identificarse plenamente con el terror sentido por Teobaldo. La descripción más eficaz de la asombrosa cabalgata es, por ende, la ya aludida de los últimos momentos antes del inicio del vuelo. Aquí se casan

conceptos geográficos archiconocidos en nuestra baja esfera y el procedimiento acumulativo-enumerativo de la representación realista: El corcel corría, corría sin detenerse, y árboles, rocas, castillos y aldeas pasaban a su lado como una exhalación. Nuevos y nuevos horizontes se abrían ante su vista; horizontes que se borraban para dejar lugar a otros más y más desconocidos. Valles angostos, erizados de colosales fragmentos de granito que las tempestades habían arrancado de la cumbre de las montañas; alegres campiñas cubiertas de un tapiz de verdura y sembradas de blancos caseríos; desiertos sin límites, en donde hervían las arenas calcinadas por los rayos de un sol de fuego; vastas soledades, llanuras inmensas, regiones de eternas nieves, donde los gigantescos témpanos asemejaban, destacándose sobre un cielo gris y oscuro, blancos fantasmas que extendían sus brazos para asirlo por los cabellos al pasar: todo esto, y mil y mil otras cosas que yo no podré deciros, vio en su fantástica carrera, hasta tanto que, envuelto en una niebla oscura, dejó de percibir el ruido que producían los cascos del caballo al herir la tierra. (OC, 180; la cursiva es mía)

Considero sintomático de la técnica que se nos va descubriendo el hecho de que el calificativo fantástico no vuelva a aparecer en el texto de «Creed en Dios» después del presente pasaje; quiere decirse que no se utiliza tal adjetivo precisamente en las páginas donde se pretende describir la parte más fantástica del viaje astral del malvado señor provenzal. Árboles, rocas, castillos, aldeas, horizontes, valles, tempestades, montañas, campiñas, arenas, llanuras, nieves, todos estos elementos son objetos de la experiencia cotidiana para el lector más vulgar; e introducido en tal contexto, un grado antes insospechado de velocidad se hace gráficamente concebible para todos, se sujeta inmediatamente a sus vivencias individuales. Al mismo tiempo, tan tremenda celeridad se realiza por medio de la ya mencionada enumeración y por medio de la repetición, cuyo efecto es causarnos la impresión de que sin parar, sin parar nunca, pasamos en revista millares, millones, de objetos diferentes. Las repeticiones que coadyuvan a la enumeración en la simulación de esta incalculable velocidad en recorrer tierras son: «corría, corría», «Nuevos y nuevos horizontes», «horizontes [...] horizontes», «más y más», «mil y mil»; y la sensación de conjunto lograda por esta hábil descripción se resume con el sustantivo exhalación, utilizada al final del primer período. En fin, pasar, enumerar, repetir a un mismo tiempo captan la experiencia de la singular rapidez del extraño corcel del barón de Fortcastell; a la vez, la vulgaridad de los objetos pasados, enumerados, repetidos, hace verosímil esa singular rapidez. Mas no para aquí el arte de este agitado cuadro. La identificación del lector con la experiencia del personaje se completa por la función de los dos pronombres contenidos en la oración relativa «que yo no podré deciros». El yo es la primera persona de un desconocido narrador

omnisciente (que sin embargo no lo sabe todo a juzgar por estas palabras); no es Bécquer, sino una figura mucho más cerca en el tiempo de Teobaldo, y por lo visto un trovador, puesto que esta leyenda ha de leerse como si fuera una «cantiga provenzal», según el subtítulo que le puso Gustavo. El lector, por lo tanto, toma contacto con la terrorífica prueba del barón de Fortcastell a través de un cantor que ya se siente en gran parte identificado con esa experiencia. El pronombre os representa a los nobles aventureros, pastores y niñas de cercanas aldeas, que forman el público del trovador, quien se dirige a ellos desde los primeros apartados del relato (hablamos ya de este auditorio en el capítulo IV). Estos fascinados oyentes del trovador son los delegados en tierra artística del lector moderno; y es significativo que en medio de la descripción de la angustiosa cabalgata de Teobaldo, Bécquer nos recuerde la reacción de esos remotos antecesores nuestros, aún más inclinados acaso que nosotros a prestar fe a la maravilla. Lo fantástico tiene profundas raíces en nuestro mundo, pero en ciertos casos la ubicación histórica del oyente-lector afecta notablemente a su reconocimiento de lo prodigioso en el marco cotidiano. Se hallan distribuidos a lo largo de todo el texto de «La corza blanca» deliciosos fragmentos de descripción ambiental, y la naturaleza en la que se desarrolla esta narración es especialmente digna de atención por la poesía que respira. Sin embargo, el único conjunto de descripción ambiental más o menos independiente contenido en «La corza blanca» es de un estilo que sin carecer de belleza parece relativamente severo para este relato; mas aquí la ironía hará un papel importante, y Bécquer necesita el mayor contraste posible entre el medio y el milagro que se producirá en él. El río, que desde las musgosas rocas donde tenía su nacimiento venía, siguiendo las sinuosidades del Moncayo, a entrar en la cañada por una vertiente, deslizábase desde allí bañando el pie de los sauces que sombreaban sus orillas o jugueteando con alegre murmullo entre las piedras rodadas del monte [...]. Los álamos, cuyas plateadas hojas movía el aire con un rumor dulcísimo; los sauces, que inclinados sobre la limpia corriente, humedecían en ella las puntas de sus desmayadas ramas, y los apretados carrascales, por cuyos troncos subían y se enredaban las madreselvas y las campanillas azules, formaban un espeso muro de follaje alrededor del remanso del río. El viento, agitando los frondosos pabellones de verdura que derramaban en torno su flotante sombra, dejaba penetrar a intervalos un furtivo rayo de luz, que brillaba como un relámpago de plata sobre la superficie de las aguas inmóviles y profundas. (OC, 266-267)

Este paisaje lo contempla el montero Garcés desde el escondrijo donde acecha a las corzas-mujeres, y éstas vendrán luego a bañarse al remanso descrito aquí. Este trozo de naturaleza es completamente normal, y dos

páginas más abajo Bécquer insistirá en esa normalidad en relación con las corzas que habitan estos lugares naturales: «... ni en la forma de las corzas, ni en sus movimientos, ni en los cortos bramidos con que parecían llamarse había nada con que no debiese estar familiarizado un cazador práctico en esta clase de expediciones nocturnas» (OC, 264). Así se trata de un realismo absoluto en el contexto de la belleza del mundo natural. La táctica de Gustavo es conseguir que los lectores abracemos el mismo escepticismo que Garcés ante las historias del simple de Esteban sobre esas corzas que cantan y ríen (la normalidad del medio lleva a cuestionar lo que supuestamente ha sucedido en él), para que el inconcebible desenlace nos coja a nosotros tan desprevenidos como al enamorado montero. Entre los recursos léxicos empleados en esta descripción, a diferencia de los que hemos visto en otros pasajes descriptivos, no se presenta ninguna voz, ni en sentido literal ni en sentido figurado, que apunte a lo sobrenatural. Mas aquí entra lo irónico de la aparente oposición entre medio y desenlace, porque la total normalidad del escenario sugiere al mismo tiempo que allí no podrá ocurrir sino lo que es físicamente posible; pero ¿por qué, precisamente por esto, no podrá producirse en tales circunstancias aquello que, aunque ninguna o rara vez observado, es, no obstante, factible, por ejemplo, la metamorfosis de la corza blanca, herida de muerte por Garcés, en la bella mas ya muerta Constanza? No hay que olvidar que en el mundo de la ficción fantástica lo sobrenatural no se ve como antinatural. Los términos realismo y realista existían ya en la centuria XIX, y de ellos se servían ya tanto los creadores como los críticos. Sin embargo, algunas figuras relevantes de esos años no daban su beneplácito a tal etiqueta. Champfleur y la desaprobaba en su obra Le Réalisme (1857), que no obstante tituló así; y Baudelaire veía en ella, ya una «injuria asquerosa», ya una «palabra vaga y elástica». Shoemaker cita dos trozos galdosianos en los cuales, con todo menos que entusiasmo, el por otra parte gran realista utiliza respectivamente las voces realista (1877) y realismo (1879)47. Añádase a estas objeciones de los contemporáneos de Bécquer la índole del tema tratado aquí, y se me podría preguntar por qué he usado tal terminología para el análisis de las descripciones becquerianas en los capítulos V y VI del presente libro. Pues bien, aparte de su comodidad para denotar una de las esferas contrarias entre las que se produce la sacudida de asombro necesaria para el género fantástico, el propio Bécquer utiliza el término realismo en pasajes muy iluminativos. Subrayo la voz importante en los ejemplos siguientes. En medio de la ensoñación fantástica de «La mujer de piedra», Gustavo destaca el «extraordinario sello de realismo» de la preciosa estatua que ha encontrado en un templo antiguo (OC, 766); y en «La Semana Santa en Toledo», observa que algunas de las santas imágenes llevadas en andas en la procesión pueden parecer «de un realismo tal, que casi degenera en lo grotesco» (OC, 1158). En fin, sin los términos realismo, realista, no se dilucida claramente la dialéctica entre lo real y lo fantástico, como a la verdad ya lo preveía Baudelaire al definir otro género análogo al fantástico pero para él realista: «Tout bon poète fut toujours réaliste -escribe el autor de Les Fleurs du mal-. [...] La poésie est ce qu'il y a de plus réel, c'est ce qui n'est complétement vrai que dan un autre

monde»48. En las líneas de Baudelaire que el lector acaba de leer, las cursivas son del propio autor y son significativas para nosotros. En las palabras del poeta francés queda implícita una definición de la realidad que, aunque no es exactamente nueva, difiere de la usual: esto es, que tan real, tan capaz de afectar a nuestra existencia, es lo que imaginamos -lo poético, lo fantástico-, como lo es la morcilla o la sopa de ajo. (Según las viejas teorías fisiopsicológicas que suscribía el doctor don Diego de Torres Villarroel, las visiones fantásticas tenían en efecto su principio en la cocción de los manjares en el estómago.) No obstante, por mucha influencia real que ejerza en el mundo de los hombres lo poético o lo fantástico, su misma naturaleza nos está diciendo que no encuentra su plena realidad sino en otro mundo. De ahí la perenne sorpresa del importante componente realista del género sobrenatural, el cual se manifiesta tanto en la representación de la realidad intrusa como en la de la cotidiana. Mas el escritor de creación no es catedrático de metafísica; son muy limitados los medios expresivos de que dispone el hombre; y en el fondo, todo concepto de realidad es comparativo, ora se trate de la realidad natural, ora de la sobrenatural. Todo ello resulta tanto más lógico cuanto que la segunda de estas realidades, la foránea, sólo se nos manifiesta en el marco de la primera, la familiar. (Decíamos hace un momento que en el mundo de la ficción fantástica sobrenatural no significa «antinatural», sino solamente «excepcional».) La aplicación del sencillo estilo enumerativo, fotográfico, del realismo a la realidad sobrehumana es a la par el testimonio más fehaciente de que en ese mundo de ficción paralelo al nuestro se toma muy en serio la fuerza preternatural que irrumpe en la pedestre existencia de los personajes: lo primero que haría falta para vencer al elemento invasor o llegar a una acomodación con él, sería observarlo detenidamente y conocerlo exhaustivamente. Para hablar del género fantástico en relación con una época en la que todavía no estaba bien visto el término realista y en la que no había dejado aún de hacerse sentir la poética tradicional, el calificativo verosímil, característico por otra parte de esta última disciplina, podría a primera vista parecer más apropiado, y lo hemos usado aquí con cierta frecuencia. Este término, cuando se considera bien, resulta, empero, menos adecuado debido al segundo de los dos elementos que lo componen. Pues, en la medida de lo posible Bécquer quisiera quitar de en medio la idea del parece (-símil), porque todo su arte consiste precisamente en lograr que el lector acepte lo fantástico como verdad, como res, de donde realis, realitas, realismus, etc.

Capítulo VII Perspectiva y fe en la leyenda individual

Para concluir nuestro recorrido por los nuevos mundos descubiertos por el Colón de la fantasía que fue Gustavo Adolfo, creo útil ilustrar en varias leyendas muy conocidas cómo se enlazan los distintos elementos que en los capítulos anteriores hemos separado sin más motivo que el de facilitar la disertación crítica. Al realizar tal separación hemos vuelto en cierto modo al estado preliterario de las narraciones, a ese momento que precedió al proceso elaborativo que llevaría al perfeccionamiento de los cuentos individuales, ese momento en el que se le brindaban a la consideración de Bécquer técnicas y combinaciones de técnicas muy variadas entre las que habría que escoger a cada paso durante el ardoroso trabajo de la composición. El «descubrimiento» representa ese momento posterior en que después de dudas y vacilaciones se acaba de hallar la combinación justa de elementos y procedimientos para la leyenda individual. Es a tal solución feliz a la que alude Bécquer al final de un bello pasaje de la Historia de los templos de España, en el que al reconstruir el proceso creativo del arquitecto del convento de San Juan de los Reyes, de Toledo, reconstruye el de todos los artistas serios, sea el que sea el arte y el género que cultiven: ... Toledo duerme. Tú no, un mar de lava arde en tu fantasía y entre las hirvientes crestas de sus olas se agitan y confunden las partes del todo que buscas. Tú las sigues con la mirada inquieta, las ves unirse, deshacerse, tornarse a encontrar y desencajarse de nuevo, formando cien y cien combinaciones de cada vez más extravagantes y locas, hasta que al fin prorrumpes en un grito, un grito de alegría sin nombre, el grito de ¡Tierra! de Colón. (OC, 832; ed. facsimilar ya citada, p. 23)

Habiendo morado algún tiempo, en los capítulos precedentes, en esa sugerente pero primitiva región de «deformes siluetas / de seres imposibles; / paisajes que aparecen / como a través de un tul» (rima III, OC, 403), nos toca ahora repetir el proceso por el que Bécquer reunió todos esos materiales, no ya en forma creativa, pero al menos en forma conceptual que simule aquélla con suficiente fidelidad para que nos sea posible comprender la conexión orgánica entre acción del autor y reacción del lector. El «descubrimiento» becqueriano, que significa esa perfecta armonía existente entre todas las partes de una obra genial, es en el fondo lo mismo que Edgar Allan Poe entiende por ese «certain unique or single effect» que se produce por la unívoca acomodación de lugar, tiempo, ambiente, suceso y personaje en el cuento (género del que el escritor norteamericano da su clásica definición al reseñar los Twice-Told Tales, de Nathaniel Hawthorne, en los que interviene lo sobrenatural)49. La palabra perspectiva utilizada en el epígrafe del presente capítulo fue escogida pensando precisamente en la conciliación de todas las facetas del cuento para el logro del efecto único, que en el género fantástico es la sacudida de la aceptación inesperada o la extensión de la fe bien a nuestro pesar. Habríase podido usar el término punto de vista, pues

coincide con perspectiva en algunas de sus acepciones, mas he preferido esta última voz porque en la teoría crítica actual el primer término está estrechamente identificado con varias categorías de autores, narradores, personajes y lectores; y es aquí cuestión de una visión comunicada no solamente por tales entes, ya de ficción, ya de carne y hueso, sino a la par por otros factores muy variados, como son el ambiente, la cronología, las tradiciones literarias y folklóricas, los documentos, los conflictos entre las clases sociales, las ideas sobre la música, etc., etc. Evidentemente, la atalaya para la contemplación de lo fantástico que se erige con tales materiales de construcción va a revelarnos un panorama mucho más amplio y de sentido mucho más profundo que el abarcado por el punto de vista de un solo autor, personaje o lector. Para estudiar la unidad de efecto en las narraciones de Bécquer, será preciso desde luego volver sobre algunos aspectos de su técnica que quedan analizados en forma general en otros capítulos, pero lo haremos ahora buscando en cada caso la aportación de los diferentes aspectos al diseño unitario del relato fantástico individual. No cabría dentro de los límites del presente libro un extenso examen individual de cada una de las catorce leyendas consideradas aquí, mas en realidad bastará para nuestro propósito que se aplique tal enfoque a cuatro de las leyendas más representativas y más conocidas: «Los ojos verdes»; «Maese Pérez el organista»; «El miserere»; y «La promesa». Esta selección no significa de ningún modo que yo vea como inferior la calidad artística de otras leyendas igualmente estimadas, como «La cruz del diablo» o «El monte de las Ánimas», por citar dos ejemplos; al contrario, la única razón por la que he dado la preferencia a las cuatro indicadas es que en ellas se combinan para la consecución del efecto único mayor número de recursos diferentes que en la mayoría de los cuentos fantásticos de Gustavo, y son en este sentido más representativos. Estos recursos los enumeré en parte en el párrafo precedente; y en cada uno de los cuatro apartados que siguen, procuraremos ver cómo ellos y otros semejantes se conciertan para el logro del efecto buscado, que por mucho que parezca variar de una relación a otra, siempre se traduce por la sorpresa con que llegamos a creer en lo imposible, o lo que antes lo parecía.

I. El misterio que envuelve a esa criatura: «Los ojos verdes» De las cuatro leyendas que vamos a examinar como muestras de esa completa coordinación de los elementos cuentísticos en una perspectiva que seduzca al lector, la de la mujer de la fuente de los Álamos es la más sencilla, pero no es por esto la menos sofisticada. Desde su introducción a esta leyenda el autor insiste en la importancia de la colaboración de los lectores para el logro de la fe en la existencia de la mujer misteriosa: «cuento con la imaginación de mis lectores -dice- para hacerme comprender en este boceto de un cuadro que pintaré algún día» (OC, 133). Anticipemos el hecho de que un importante elemento para dotar a esta narración de la necesaria credibilidad es el uso de una cronología vaga, la ubicación del suceder fantástico en un momento remoto pero no declarado del pasado, cuando la lógica no era tal vez tan enemiga del prodigio. Porque, teniendo esto presente, se verá que ya en su citada petición de colaboración a la

imaginación de los lectores, Bécquer empieza a revelar la índole del marco creencial de «Los ojos verdes». Boceto es un borroncillo preparatorio para una pintura, una visión todavía no perfectamente clara; mas al mismo tiempo, en relación con la literatura del siglo XIX, los términos cuadro y pintar (también utilizados en el pasaje citado en el párrafo precedente) traen a la memoria el cuadro de costumbres, género por la mayor parte objetivo, realista, cuyo contenido resulta por tanto creíble. Así, a partir de las primeras líneas de «Los ojos verdes», queda implícito que vamos a ponernos en contacto con algo impreciso, fluido (boceto), quizá poético o portentoso, pero que sin embargo es merecedor de nuestra fe (cuadro). No es nada sorprendente que estas ideas se le ocurrieran ya a Gustavo al redactar el principio de «Los ojos verdes» (1861), pues no habría que olvidar que solamente dos años más tarde, en «La promesa» (1863), se sirve de una curiosa variante del nombre de la forma literaria cultivada por Mesonero Romanos, Larra y Estébanez Calderón: me refiero a la ya citada frase «cuadro de costumbres guerreras» (OC, 249); y tampoco habría que olvidar que el autor de las Leyendas lo es también de numerosos cuadros de costumbres en el sentido habitual, incluidos por su mayor parte en la edición que manejamos para este estudio. Ya hemos observado que la novela histórica romántica se caracteriza por cierto realismo o costumbrismo de tiempo pretérito, y algo hay también de esto en «Los ojos verdes». Veamos ahora precisamente cómo colabora el lector de «Los ojos verdes» en la creación de un ámbito «histórico» en el que lo insólito se presente como fidedigno. Bécquer no nos da ningún indicio concreto de cuál sea la época de la acción de «Los ojos verdes»; pero, eso sí, va sembrando su texto de una serie de elementos léxicos y alusiones que dan a entender que el lector tiene que imaginarse situado en otro momento histórico para poder comprender el desarrollo del cuento. Tales referencias remiten a otras centurias, desde la oncena hasta la decimoséptima, pero en su mayoría a las medievales; y la eficacia de la ubicación temporal de la leyenda en un pretérito impreciso pero lejano dependerá de la experiencia de lectura de textos antiguos y románticos que tenga el lector, así como de la imaginación de éste. Como ejemplos de palabras, utilizadas en «Los ojos verdes», cuyo primer uso se remonta a la Edad Media, pueden citarse las siguientes, para cada una de las cuales doy la fecha aproximada, según los diccionarios de Joan Corominas y Martín Alonso: villana, en el sentido de mujer no noble (siglo XI), escaño (siglos IX-XII), ballesta (siglo XIII) y montero (siglo XIV). El sustantivo corcel, en esta forma, data de mediados del siglo XVII, y se halla en Calderón; mas por ser palabra poética y por ser de frecuente uso en la novela histórica romántica, se halla asociada con la Edad Media ya antes de Bécquer. Es más: las variantes arcaicas cosser y corser datan respectivamente de 1375 (Crónica de Pedro I) y de fines del siglo XV (Cancionero de Stúñiga). El montero mayor en «Los ojos verdes» se llama Íñigo, forma medieval de Ignacio, siendo célebres, verbigracia, Íñigo Arista, rey de Pamplona (siglos VIII-IX) e Íñigo López de Mendoza, marqués de Santillana (siglo XV); todavía en el siglo XVI, por tomar un último ejemplo, se le llamaba a San Ignacio de Loyola el capitán Íñigo. Los padres de Fernando, el malhadado protagonista de «Los ojos verdes»,

son los marqueses de Almenar. Ahora bien: no existe tal título en la nobleza española, pero sí existen tres de Almenara, uno de Almenara Alta y dos de Almenas, de los cuales el más antiguo, el de conde de Almenara, se remonta a 1483 (hay dos títulos diferentes de marqués de almenara, creados en los siglos XVI y XVII)50. La voz almenar suscita a la par otras ideas que contribuyen a un vago y misterioso aire medieval, idóneo para prestar verosimilitud a lo transcurrido en «Los ojos verdes»: dicho vocablo sugiere ya las almenas de un castillo medieval, ya la almenara (sustantivo de origen árabe, usado ya en el Libro de Alexandre), que era una señal que se hacía con un fuego colocado en un lugar elevado, muchas veces entre las almenas de un castillo, según ciertas autoridades citadas por Covarrubias, en su Tesoro de la lengua castellana o española. Almenara era a la vez el nombre de cierta clase de lámpara conocida en la Edad Media: según el Vocabulario de romance en latín (1495), de Antonio de Nebrija, tratábase de una «lucerna polymyxos», o. sea, una lámpara de muchas mechas. Puesto que el lector encuentra a cada paso tales señas y vislumbres, se le va haciendo cada vez más claro que la acción se realiza en el medievo; como al mismo tiempo, empero, el autor no se refiere a ninguna fecha concreta, ningún rey o guerrero concreto, ningún suceso público concreto, la imaginación del lector se va instalando muy cómodamente en un medievo de contornos imprecisos, nublados, casi de ensueño, en el que, aún más que en la Edad Media histórica, parece factible el milagro. Merced a lo vago de tal marco cronológico puede a la vez admitirse más fácilmente en «Los ojos verdes» una licencia poética -un anacronismo- que no por serlo deja de ser otro toque genial, con el que se enriquece todavía más el ambiente que va creándose. El apellido del primogénito de Almenar que se enamora de la misterios a mujer de la fuente, es Argensola -Fernando de Argensola se llama-, apellido de poetas, con alusión a los dos grandes líricos hermanos del Siglo de Oro, Leopardo Leonardo de Argensola y Bartolomé Leonardo de Argensola. Bécquer nombra así a su protagonista en la primera aparición de éste en la leyenda: «En aquel momento se reunía a la comitiva el héroe de la fiesta, Fernando de Argensola, el primogénito de Almenar» (OC, 134). De modo que lo fantástico, además de parecer más posible por encuadrarse en un medievo vago, es visto aquí a través de los ojos le un poeta, y esto todo lo parece posibilitar. («El rayo de luna» queda excluido de este estudio por los motivos ya expuestos, salvo en la medida en que representa una poética de lo fantástico, pero es interesante notar que también en este relato la visión poética que el protagonista tiene de la realidad se recapitula en su apellido, otro apellido de poetas: Manrique.) Volveremos sobre la percepción poética de la realidad que es característica de Fernando de Argensola, mas por de pronto es menester tomar en cuenta otro importante factor en la producción del efecto único de «Los ojos verdes»: quiero decir, la deuda de esta leyenda con el folklore universal y la figura de la dama del lago que interviene en muchos relatos tradicionales. Aquí no nos interesa tal deuda en sí, porque ésta ha sido muy bien estudiada por Rubén Benítez en su ya citado libro, Bécquer tradicionalista, pero sí tiene gran interés para el análisis de la técnica becqueriana la misma presencia de esta clase de deuda en «Los ojos verdes». Pues la presencia de tan conocida tradición folklórica actúa como un documento, dotando de cierta objetividad a la parte sobrenatural de la

leyenda; y sin que lo fantástico llegue a cobrar cierto grado de objetividad en el mundo «real», no hay literatura fantástica propiamente dicha. Nosotros no podemos creer directamente en la mujer de la fuente; mas de igual modo que nos parece menos inverosímil el suceso fantástico en el contexto de un pasado nebuloso, sí podemos creer que un hombre de aquella época, especialmente un poeta, podía creer en esa mujer -creencia de segundo grado-. Sin embargo, para que nos sea posible compartir de algún modo la vivencia de Fernando, ésta tiene que poseer cierta medida de objetividad para los demás -de ahí la importancia de los ya mencionados «documentos» folklóricos-. La documentación concreta de la relación entre la tradición folklórica de la dama del lago y el contenido de la leyenda becqueriana se incorpora a ésta a través de las palabras de Íñigo, estudiadas antes en conexión con otro tema: «mis padres [...] me dijeron mil veces que el espíritu, trasgo, demonio o mujer que habita en sus aguas tiene los ojos de ese color» (OC, 138). La visión del poeta es un adminículo muy útil para la consecución de la credibilidad en el género fantástico, mas no basta. Por esto precisamente, «El rayo de luna» no pertenece al género sobrenatural; la visión de Manrique resulta que es solamente la de un loco; y no hay en la historia del enamorado de la luz lunar nada que a los lectores nos haga cuestionar nuestra experiencia de la realidad, ni nada que documente la de Manrique. Existe en «Los ojos verdes» todavía otro «documento» jamás advertido por los críticos, el cual también sirve para confirmar en cierto modo la «realidad» del portento de la mujer de «ojos de un color imposible». Me refiero a la historia mitológica de la diosa Diana y el arrogante cazador Acteón, quien la sorprendió mientras se bañaba en la fuente de Parteinos, con el fin -dice una tradición- de requerirla de amores; mas la diosa, ofendida por tal profanación, le convirtió en ciervo. Nótese que en el mito antiguo tenemos ya todos los elementos esenciales de «Los ojos verdes»: la mujer sobrehumana, la fuente, el cazador temerario, el ciervo (en el cuento de Bécquer, según sabe el lector, el impetuoso cazador novel, no queriendo que se le escape el primer ciervo que ha herido su venablo, insiste en seguirlo hasta la fuente de los Álamos), y por fin, la perdición del profanador mortal de la fuente. Este «documento» mitológico, igual que el folklórico ya comentado, sugiere que no se tratará en el caso de Fernando de Argensola de los desvaríos de un solo loco; pues otros hombres -y sus historias son muy conocidas- han visto a tales mujeres sobrenaturales. En fin: la verdad de «Los ojos verdes» se apoya en su nebuloso marco histórico, en la visión poética de Fernando y en cierta clase de «documentos»; pero estos sostenes de la verosimilitud son más complejos de lo que parecen a primera vista. Por ejemplo: los «documentos» folklóricos se filtran a través de las supersticiosas creederas del viejo siervo Íñigo, por lo cual se acercan también en esta faceta de la obra esas socias de la perenne dialéctica del género sobrenatural: la objetividad y la fantasía; y la visión crédula del anciano complementa al mismo tiempo la visión poética de Fernando, extendiéndose así más el velo fantástico que se echa sobre la realidad. La visión poética de Fernando requiere asimismo más comentario. En los

entresijos de los personajes «medievales» de las novelas y las leyendas románticas late a menudo algo de la descreída mentalidad decimonónica, tan influida por la crítica ilustrada del siglo XVIII. Fernando no se permitirá creer en la existencia de esa mujer de brazos flexibles y besos fríos hasta después de haberse asegurado de que no se deja influir en absoluto por las consejas vulgares de su servidor Íñigo, a quien reconviene en estos términos: «recobré el ciervo que vuestra superstición hubiera dejado huir» (OC, 137). Es más -y esto es de una ingeniosidad poco frecuente en cualquier escritor-: Bécquer hace que la misteriosa mujer nacida quizá de la superstición niegue esa misma superstición: «Yo no castigo al que osa turbar la fuente donde moro -le persuade a Fernando-; antes le premio con mi amor, como a un mortal superior a las supersticiones del vulgo» (OC, 140). Al negar la superstición, la sofisticada mujer de los ojos verdes pasa en cierto modo a situarse en la realidad de nuestro mundo; quiere decirse entonces que los prodigios se producen entre nosotros. He aquí una fantasía a prueba de duda, pero ante todo una fantasía en la que pueden creer los personajes más escépticos y de mentalidad más ochocentista que aparecen en la ficción de Bécquer, y en la que, en fin, podemos creer los lectores modernos, sin tener que renunciar a nada de nuestra susceptible y quisquillosa sofisticación. En Fernando de Argensola y su encantador demonio femenino, quienes simultáneamente se rinden a la superstición a lo medieval y la rechazan a lo Feijoo, tenemos en cierto modo antecedentes de los personajes de Los intereses creados: «Son las mismas grotescas máscaras de aquella Comedia del Arte italiana -dice Benavente de sus personas dramáticas en su prólogo-, no tan regocijadas como solían, porque han meditado mucho en tanto tiempo». En esta aparente broma, Benavente nos ha dado un comentario muy agudo sobre la experiencia psíquica de todos esos llamados personajes autónomos (Rodrigo Díaz de Vivar, Celestina, don Quijote, don Juan, Raquel, etc.) que se reencarnan una y otra vez en diferentes obras literarias a lo largo de los siglos, y así sufren forzosamente profundas alteraciones espirituales, sin dejar de ser al mismo tiempo fieles en algo a su esquema original. Después ya de su fatídica cacería, la única actividad de Fernando es la meditación, pero la melancólica meditación de este amante «medieval» no la habría comprendido el lector medieval ni acaso ningún lector que hubiera vivido antes de la época de Larra, Espronceda y la Avellaneda. Los personajes de los géneros clásicos, medievales, renacentistas, etc., así como los de las consejas folklóricas, al ser reencarnados por un escritor de período muy posterior, reflejan inevitablemente algo del creciente cansancio de la raza entera en ese momento, y de ahí justamente el contagioso encanto de estas «viejas» figuras para los lectores modernos y su eficacia para sumirnos a nosotros en su experiencia de su mundo épico, dramático, novelístico, poético, o aun fantástico. En el presente texto, por fin, se le brinda al lector un ejemplo especialmente elocuente de la capacidad de absorción que el género fantástico tiene para los más ilustrados espíritus modernos. Pues el mismo autor se ha entregado totalmente, no sólo a su proceso de creación, sino también al encanto de lo que él ha creado, produciéndose una identificación absoluta entre autor y obra. Me refiero al heclio de que el

«poeta» Fernando de Argensola, a la vez que personaje de «Los ojos verdes», es el mismo Bécquer y compone las mismas rimas que éste, no siendo difícil encontrar, en las páginas de esta leyenda, anticipos o reflejos temáticos y estilísticos, según el caso, de las rimas XI, XII, XIV, XV y XXIII, por no señalar sino los paralelos más evidentes. Baste citar aquí un solo ejemplo: En la leyenda de «Los ojos verdes», impresa en El Contemporáneo en diciembre de 1861, Fernando expresa su fascinación por los ojos del trasgo de la fuente con las palabras: «Por una mirada, por una sola mirada de esos ojos...» (OC, 139), y así hace a la vez eco a la célebre rima XXIII de Bécquer, publicada también en El Contemporáneo en abril del mismo año de 1861: «Por una mirada, un mundo», etc. (OC, 419).

II. El mal enemigo y las imaginaciones débiles: «Maese Pérez el organista» La abadesa del convento de Santa Inés, en esta leyenda sevillana, achaca a tales causas la aparición del famoso músico muerto, en su cuerpo astral dirían los médiums, así como la idea de que haya podido tocar su órgano después de haber expirado. «¡Bah! Hermana -dice hablando con la hija de Maese Pérez-, desechad esas fantasías con que el enemigo malo procura turbar las imaginaciones débiles» (OC, 157). Los mismos lectores nos ofendemos por la reprensión de la muy digna superiora -¿por qué?-, porque en el contexto de la narración nos iba pareciendo cada vez más normal lo que le pasaba a la modesta joven, o por lo menos parecía normal la reacción de ésta; pues al llegar al apartado IV de la leyenda, donde se produce el citado diálogo, nosotros tenemos la imaginación tan débil ya como la temerosa increpada. Creo que fue Quintana quien atribuyó la inspiración de las Noches lúgubres a la «imaginación lisiada» de Cadalso. Ello es que esta espeluznante y deliciosa enfermedad de la imaginación, con que la gente grave casi nunca está inficionada, es el indispensable lazo entre autores y lectores de obras fantásticas; veamos, por tanto, en «Maese Pérez el organista», con qué medios Bécquer templa los registros de nuestra imaginación para armonizarla con la suya y así contagiarla. De los trajes, de las costumbres, de diversos elementos descriptivos, así como de los parlamentos de los personajes, se desprende que el marco histórico en el que se supone acaecida la acción de «Maese Pérez el organista» es algún momento durante el Siglo de Oro. El efecto único de la narración -el asombro ante la aparición del organista muerto-, para el que todo el argumento sirve de preparación, lo mismo que nuestra sorpresa al darnos cuenta de que creemos en todo ello, estriban en el perspectivismo hecho posible por esta ambientación aureosecular, a la par que en el número de narradores y fuentes necesarios para transmitir el caso legendario desde esa época remota hasta el tiempo del autor. Vamos ahora a identificar a los narradores y transmisores del material narrativo. Bécquer es asistido en la investigación y relación de esta «tradición» por un narrador imaginario a quien hay que suponer un caballero culto y sin

duda literato que vive en la misma Edad de Oro en la que transcurre la acción del cuento, aunque él no aparece en el relato como personaje. Es evidente desde el primer párrafo de la leyenda que quien nos habla en primera persona no es Bécquer, porque el narrador que a través de ese «yo» nos da el contacto de primera mano con el suceso, tan esencial para estimular nuestra fe, conoce a la demandadera del convento de Santa Inés, quien sí es un personaje de esa maravillosa historia de hace varios siglos: «oí -nos dice el indicado narrador culto- esta tradición a una demandadera del convento» (OC, 142). Ahora bien: nosotros los lectores modernos no podemos creer que un muerto toque el órgano, ni nos resulta fácil aceptar que Bécquer pudiera creer tal cosa. En cambio, aun siendo relativamente docto, un señor que tuviera dos o tres siglos menos de conocimientos científicos (me refiero al Íñigo de la demandadera) podía acaso creer en la autenticidad de ese prodigio. Lo cierto es que al acompañar a la demandadera a la misa del Gallo, el narrador se sentía dispuesto a creer, esperando presenciar una repetición de las famosas interpretaciones musicales del organista fantasma (no sabía que por fin se había reemplazado el viejo y deshecho órgano de maese Pérez): «aguardé impaciente -confiesa- que comenzara la ceremonia, ansioso de asistir a un prodigio» (OC, 142). Tan ingenua confesión, tal impaciencia y tal voluntad de prestar fe a la maravilla se dan, en fin, en quien nos ha de guiar en nuestra lectura, y por su entusiasmo de creyente es inevitable que nos contagiemos. Hasta aquí se trata en nosotros de una creencia de segundo grado; de un fenómeno no enteramente desemejante de esa fe en la necesidad de la fe que propondría más tarde ese descreído con voluntad de creer que era Miguel de Unamuno. Mas el ingenioso mecanismo de Bécquer es todavía más complejo, porque en «Maese Pérez el organista» -de ahí el inapelable embrujo de este relato- el lector se deja llevar por una creencia de tercer grado. (He aquí un verdadero asalto a nuestro escepticismo moderno.) Al lado del narrador culto de hace varias centurias, se coloca una narradora inculta y así aun más crédula de la misma época, la ya referida demandadera. Y el primer narrador imaginario hace dentro de la literatura con la demandadera lo mismo que hacía el escritor Bécquer en su mundo real de todos los días: entrevista a un sujeto de condición humilde, quien le proporciona información folklórica. Tal información se filtra por tanto, primero por la imaginación de la demandadera, y luego por la de su contemporáneo más culto, antes de llegar a la nuestra. A través de las largas conversaciones de la demandadera con su vecina y comadre, doña Baltasara, a quien lleva a la iglesia de Santa Inés -en realidad, tales conversaciones casi no son sino soliloquios de la primera-, la buena sirvienta del convento es narradora a la vez que sujeto de entrevista, y como relatora nos imparte numerosos detalles indispensables. Lo más importante de los fantásticos elementos argumentales que se nos comunican por este conducto es que vienen ya revestidos de la fe que tiene en ellos una mujer sencilla del pueblo, porque es todavía más probable que creyera en el portento del organista muerto una persona ignorante de hace varias centurias que el que creyera en él una persona culta de esa misma época, y todas estas deducciones muy lógicas relativas a los niveles de credulidad de los narradores imaginarios apoyan la fe estética del lector que, por otra parte, éste

está muy deseoso de prestar. La autenticidad de la convicción ingenua de la demandadera viene a la vez reiterada a lo largo del relato por los modismos y refranes vulgares que caracterizan a su habla, así como por sus costumbres de mujer del pueblo. Me refiero a expresiones como las siguientes, que copio de los labios de la comadre de doña Baltasara: «no tiene su alma en su almario»; la iglesia, dice, «suele llenarse de modo que no cabe ni un grano de trigo»; «es humilde como las piedras de la calle»; «¡Y qué manos tiene, Dios se las bendiga! Merecía que [...] se las engarzase en oro»; «parece que me echan una losa sobre el corazón cuando entro en Santa Inés»; «A muertos y a idos no hay Íñigos» (OC, 144, 145, 146, 151), etc. Por fin, la aptitud de la demandadera para creer en la maravilla se refuerza en cierto modo por la fe paralela con que -típica mujer vulgar- acoge y repite toda suerte de chismes sobre los aristócratas que frecuentan la iglesia del convento de Santa Inés. Mas ni aquí para toda la fuerza de creencia que hay detrás de esta humilde parroquiana. Es significativa la descripción de su entrada en la iglesia, al final del capítulo I: «la buena mujer [...] atravesó el atrio del convento de Santa Inés, y codazo con éste, empujón en aquél, se internó en el templo perdiéndose entre la muchedumbre que se agolpaba en la puerta» (OC, 147). He escrito en cursiva dos palabras que junto con varios sinónimos se van a repetir en momentos decisivos del argumento de «Maese Pérez el organista». La gárrula sirvienta de las monjas «se pierde entre la muchedumbre», esto es, que se funde con ésta, y lleva en sí la misma esencia de ésta, porque en este relato la demandadera funciona como delegada del pueblo, sobre todo en lo que respecta a la actitud de éste ante los sucesos sobrenaturales. Consideremos algunos ejemplos adicionales de cómo las clases populares y su actitud influyen sobre la aceptación del milagro por los sevillanos imaginarios que pueblan esta ficción, y como consecuencia sobre nuestra aceptación de él. Ya en el primer apartado de la leyenda, la sabia aunque vulgar narradora apunta que «hasta el populacho» conoce el mérito de la música de maese Pérez (OC, 146). Mas es en los dos próximos apartados, sobre todo en el segundo, donde l a masa popular colorea con su credulidad y asombro el ya mirífico ambiente de Santa Inés durante la misa del Gallo. Subrayo las voces clave en los trozos citados a continuación. Al ponerse malo el tan querido organista, «la noticia cundió instantáneamente entre la muchedumbre» (OC, 148). Tanto se afectaron estos humildes fieles con tal noticia, que «los alguaciles entraron a imponer el silencio, confundiéndose entre las apiñadas olas de la multitud» (OC, 148). «¡Maese Pérez está aquí...! ¡Maese Pérez está aquí...!» -gritó la plebe al ver aparecer al músico a despecho de su mortal enfermedad, y-: «A estas voces de los que estaban apiñados en la puerta, todo el mundo volvió la cara» (loc. cit.). Por las últimas palabras de este trozo se sugiere el alcance del influjo de la psicología del estamento de la demandadera sobre esos otros personajes (parroquianos de Santa Inés) que representan las clases elevadas y cultas, lo mismo que sobre el ingenioso perspectivismo del relato en conjunto. Es elocuente y conmovedor el breve párrafo donde se describe la arrebatada atención con que el pueblo escuchó las santas melodías del músico

moribundo: La multitud escuchaba atónita y suspendida. En todos los ojos había una lágrima; en todos los espíritus un profundo recogimiento. (OC, 150; la cursiva es mía)

Sin nuestro humilde cicerone, la demandadera, no existiría la célebre leyenda sobre maese Pérez, y sin ella no creeríamos en lo sucedido en esta narración, pero con los pasajes que estamos examinando ahora va quedando cada vez más claro de dónde deriva toda la fuerza de la fe que esa chismosa fémina tiene en lo sobrenatural. Sonó una nota discorde y extraña; acababa de morir el organista; y La multitud se agolpó a la escalera de la tribuna, hacia la que arrancados de su éxtasis religioso, volvieron la mirada con ansiedad todos los fieles. (loc. cit.; las cursivas son mías)

Es un solo éxtasis, el del pueblo, el de los aristócratas, el de todas las clases sociales representadas en el público de maese Pérez; a ciertos niveles de comunicación espiritual y estética desaparecen las separaciones entre las clases sociales, y de esta sencilla verdad psicológica se aprovecha Gustavo como apoyo también de la verosimilitud de que tan hábilmente dota a la materia sobrenatural para el lector. Se dan todavía dos o tres menciones más de la muchedumbre en el texto de «Maese Pérez el organista», entre las cuales la más curiosa es la siguiente, en la que se ve de nuevo que la demandadera es la representante o aun la cabeza de esa plebe. ... la buena mujer, que ya conocen nuestros lectores por sus exabruptos de locuacidad, penetró en Santa Inés, abriéndose, según costumbre, un camino entre la multitud a fuerza de empellones y codazos. (OC, 153; la cursiva es mía)

En fin, resulta muy claro que los lectores penetramos en el microcosmo de maese Pérez al nivel de la demandadera y el populacho, y de ahí la facilidad con que abrazamos extasiados todo cuanto sucede en el cuento. Merece la pena comentar las palabras «nuestros lectores», que aparecen usadas en el último pasaje citado. ¿Qué papel se nos atribuye a nosotros los lectores? ¿Somos los lectores de un solo autor o narrador, de Bécquer, del narrador culto imaginario del Siglo de Oro, o de la crédula narradora de la misma época? ¿O somos nosotros los lectores de lo imaginado, no sólo por uno de estos señores, sino por todos ellos juntos y por toda la masa

popular al mismo tiempo? ¿No nos conecta también con estos centenares de narradores indirectos el posesivo nuestros con el que en el texto se alude a nosotros los lectores? ¿No depende también nuestra reacción de la intervención de estos narradores desconocidos? La creencia en el milagro del buen músico que toca su órgano después de muerto viene a ser una forma de comunión universal, singularmente contagiosa. La única descripción de la música que enajena al público y que es la ocasión de tal comunión, parece significativo que se inserte en el relato después de fallecido maese Pérez, cuando éste sólo puede tocar el órgano como espectro, cuando nosotros para poder escuchar sus inspiradas melodías tenemos que creer. Son sobrehumanos los acordes del viejo órgano: Cantos celestes como los que acarician los oídos en los momentos de éxtasis, cantos que percibe el espíritu y no los puede repetir el labio, etc. (OC, 154)

III. Pentagramas, cajas chinas y locura: «El Miserere» Empieza desde la primera página de «El miserere» la indispensable participación del lector en el logro de la ilusión de realidad; colaboración sin la que no pudiera suspenderse suficientemente la duda para dejar lugar a la fe en lo maravilloso. En la introducción a esta leyenda navarra de Fitero se nos exhibe a la vista un documento que es examinado con mucho detalle por el autor (Bécquer, o bien un narrador imaginario), que habla en primera persona y a quien el lector siente como un contemporáneo suyo. El documento -¿qué prueba más objetiva puede haber que un documento?- son los cuadernos de música en los que intentó escribir el famoso Miserere de la Montaña el músico y romero alemán que en otra época estuvo hospedado en la abadía de Fitero. Los cuadernos existen todavía en la biblioteca abandonada de la célebre abadía. Los «descubrí», apunta el narrador que nos guía (OC, 189). Las acotaciones insertas entre los pentagramas de los aludidos cuadernos musicales («Crujen..., crujen los huesos, y de sus médulas ha de parecer que salen los alaridos. [...] Las notas son huesos cubiertos de carne», etc. [OC, 190]) parecen revelar que ha sucedido algo extraordinario; y el estar constatados estos particulares en un documento, verificado por un «contemporáneo» nuestro y fechado por las circunstancias del relato en la época del suceso, nos inclina a borrar el parecen. Mas Bécquer siempre nos obliga a razonar y escoger. Al final de la introducción se nos propone la posibilidad contraria: las acotaciones para la interpretación de la música del Miserere de la Montaña, nos dice el narrador, «parecían frases escritas por un loco» (OC, 190). Es más; reitérase esta última hipótesis al final del capítulo I de «El miserere»; pues el romero sale en una tempestuosa noche de Jueves Santo para ir a escuchar la interpretación sobrenatural del salmo L en el monasterio de la Montaña, y: «¡Está loco!

¡Está loco!» -exclaman dos veces sus compañeros (OC, 194)-. Bécquer sabe que es de superior efecto artístico la convicción a la que el lector llega pausadamente por la dialéctica entre la fe y el escepticismo. Lo ingenioso del presente caso, empero, es que a la larga ambas conclusiones resultan exactas: las hojas de la música son un testimonio fiel de lo ocurrido no sólo una sino muchas veces en las ruinas del monasterio de la Montaña; y sí murió loco el músico alemán. Mas las extrañas frases contenidas en los cuadernos de música no se deben a la locura del viejo alemán, sino que su locura se debe a esas extrañas frases, o mejor dicho, a la frustración que revelan en él, al convencerse de su incapacidad para proseguir lo escrito más allá del versículo 10 del miserere, en cuyo punto había perdido el conocimiento esa noche de Jueves Santo en que allí mismo en la Montaña había estado escuchando el canto sobrenatural de los monjes reencarnados. Quiere decirse que la locura del alemán es posterior a su visita al monasterio arruinado y aun a doscientos rechazados borradores para la segunda mitad del miserere. La inspiración es una forma de locura, pero también por insuficiente inspiración es posible volverse loco. En cualquier caso, excluida la vesania como explicación del suceso en sí, llegaremos a creer en el milagro de la Montaña. (Esto no quita que al final el narrador bromee sobre su propia insatisfacción al no poder leer las notas, las claves y los otros garabatos musicales del manuscrito, preguntando: «¿Quién sabe si no será una locura?» [OC, 200].) Veamos ahora, paso a paso, cómo el lector es llevado a forjar su fe en el prodigio del Miserere de la Montaña. En el capítulo II del presente estudio hemos apuntado que según el narrador la fuente inmediata de lo referido en «El miserere» son las palabras de «un viejecito que me acompañaba» al hacer la visita de la abadía: «El anciano me contó entonces la leyenda que voy a referir» (OC, 190). En el capítulo indicado estas líneas nos interesaban como uno de muchos ejemplos de la simulación de la tradición oral en las narraciones becquerianas. Ahora es menester comentar el caso particular. Del texto de «El miserere» se deduce que el anciano es oriundo de Fitero, esto es, del lugar de la acción de esta «leyenda» o relato folklórico, y que será por ende buen conocedor de los antecedentes de lo que cuenta. He aquí otro dato objetivo que, junto con el ya mencionado documento musical, parece asegurar la autenticidad de la tradición como caso fidedigno: por lo menos en lo geográfico, el narrador secundario conoce los pormenores de primera mano. Mas en la misma forma narrativa de «El miserere» se reconstruye, aunque a la inversa, el proceso por el cual se transmitió esta antigua «leyenda popular» de Fitero, y en tal estructura literaria tenemos consiguientemente un nuevo «documento». Notemos primero que en esta breve relación hay cuatro momentos históricos, representados por las siguientes acciones que nos llevan a épocas cada vez más lejanas: (1) Bécquer o su alter ego literario cuenta la leyenda al lector; (2) El anciano de Fitero cuenta la leyenda a Bécquer o el narrador principal; (3) Un rabadán en tiempo muy remoto cuenta la leyenda ya entonces antigua al viejo músico, pecador y romero alemán; y (4) en el más alejado de los aludidos cuatro momentos se incendia la iglesia del monasterio de la Montaña en la noche de Jueves Santo mientras los monjes cantan el miserere, lo cual da origen a la espectral recreación de la

tragedia en los Jueves Santos sucesivos. Es en parte a esta organización temporal a lo que aludía en el título de este apartado al usar la expresión «cajas chinas». Mas con ella aludía también a otros aspectos de la brillante arquitectura de esta leyenda. Verbigracia, en el tercero de los cuatro momentos enumerados en el párrafo precedente, la relación del rabadán se encierra entre otras dos relaciones del peregrino alemán: la primera sobre su llegada a España en busca de una música para el miserere que fuese tan magnífica, que expresara el profundo arrepentimiento que él sentía por los pecados de su juventud; la segunda sobre su visita a la iglesia del monasterio de la Montaña en la noche de Jueves Santo. Mas ni a esto se limita la ingeniosa organización a lo «cajas chinas», según seguiremos viendo, incluso al volver paso a paso desde el Fitero del peregrino alemán al Fitero de Bécquer. Subconscientemente, el lector se da cuenta de que estas calas cada vez más profundas en la historia de la leyenda que nos concierne son como una reconstrucción simbólica de la transmisión de materiales de una generación en otra por la vía oral; y he aquí que la forma misma de la narración, aparte de lo que se comunica por ésta, sirve para persuadirnos de la autenticidad del caso relatado. Tendemos ya a suspender nuestra duda ante la cara fantástica de esta leyenda, mas de las progresivas penetraciones en el pasado depende a la vez todavía otro truco indispensable de ese arte becqueriano que consiste en dotar a lo irreal del mayor realismo. En el análisis de «Los ojos verdes» y «Maese Pérez el organista», hemos hablado de la creencia de segundo grado y de tercer grado, es decir, el hecho de que lo no creíble para nosotros sí puede parecernos creíble para sujetos más ingenuos (creemos que ellos pueden creer), especialmente si interviene entre nosotros y la acción sobrenatural una serie de tales sujetos. Caemos con gusto y casi sin darnos cuenta en la trampa de la creencia estética que tan hábilmente nos pone Gustavo. En «El miserere» -sobresaliente ejemplo de esto-, nuestra capacidad para creer que un prójimo más cándido podrá creer en lo maravilloso, viene a ser como un axioma tácito que se reitera cuatro veces, según vamos ahondando en la historia del secular monasterio de la Montaña. Volvemos al pasado colocándonos a cada paso en las manos de un creyente más inocente que el anterior: (1) Bécquer (OC, 189-190); (2) «un viejecito» candoroso, contemporáneo de Bécquer (OC, 190); (3) un músico culto, «de gran renombre», pero hombre al fin de «hace ya muchos años» (loc. cit.), cuando aun los más instruidos tomaban una actitud menos crítica ante la superstición y el portento (compárese esta figura con la del narrador imaginario del Siglo de Oro en «Maese Pérez el organista»); y (4) «uno de los rabadanes», o sea, «pastores de la granja de los frailes», de esa misma centuria más inocente (OC, 191- 192). Cada uno de estos narradores nos parece más apto para creer que el precedente; nos instalamos por turnos en la mente de cada uno de ellos hasta llegar nosotros mismos a creer, y si en el camino hemos tenido conciencia del mecanismo, una vez que hemos llegado, lo olvidamos en el éxtasis de nuestra nueva percepción de la historia. Al final del relato, nos toca volver al presente de Bécquer o el primer narrador, y retornamos por etapas, es decir, en la misma forma en que se realizó nuestra penetración en el pasado; pero esta vez el camino, ya

conocido, está menos jalonado. El romero alemán, al presenciar la repetición espectral de la trágica destrucción del monasterio de la Montaña, ha regresado en realidad al primer Jueves Santo que concierne al lector de esta leyenda; luego, el peregrino vuelve a su propio presente al desmayarse mientras escucha el versículo 10 del miserere. En este punto, la claridad deslumbradora cegó los ojos del romero, sus sienes latieron con violencia, zumbaron sus oídos y cayó sin conocimiento por tierra, y no oyó más... (OC, 198)

El regreso del romero a su presente se confirma por el primer párrafo del capítulo III de la leyenda, el cual sigue inmediatamente al anteriormente citado. Al día siguiente, los pacíficos monjes de la abadía de Fitero, a quienes el hermano lego había dado cuenta de la extraña visita de la noche anterior [la del alemán a la abadía], vieron entrar por las puertas, pálido y como fuera de sí, al desconocido romero. (loc. cit.)

La vuelta al momento en que el «viejecito» de Fitero cuenta la tradición a Bécquer, y luego por insinuación a aquel otro más reciente en que éste nos la cuenta a nosotros, se despacha en otra oración igualmente concisa: Cuando el viejecito concluyó de contarme esta historia, no pude menos de volver otra vez los ojos al empolvado y antiguo manuscrito del Miserere, que aún estaba abierto sobre una de las mesas. (OC, 199-200)

(Nótese la sutileza con que aquí, en las últimas líneas del cuento, se introduce una nueva referencia al manuscrito autentificador del que hablamos al comienzo de este subcapítulo.) En las ediciones de las Obras de Bécquer publicadas por la Librería Fernando Fé en el siglo pasado y los primeros decenios del actual, en la edición manejada para este estudio y en la mayoría de las demás, el último pasaje que he reproducido, así como las cinco o seis líneas restantes de la leyenda están separadas del capítulo III (la última división numerada), ya por una raya, ya por una o más estrellas, lo cual sirve para subrayar la última etapa del viaje de vuelta al presente y recordarnos una vez más la estructura a lo «cajas chinas» de todo el cuento. Es indispensable al mismo tiempo una observación final sobre el parentesco entre tal estructura y la verosimilitud. Cuando se vuelve paso a paso desde el presente al pasado, y otra vez en la misma forma desde el pasado

al presente, el pasado viene a ser estructuralmente parte del presente; y pertenecer algo al presente, sea como sea, es un argumento muy persuasivo para que le prestemos fe. Merced a la ingeniosa estrategia medio oculta que venimos descubriendo aquí, se produce hacia la mitad del cuento un viraje total de actitud, tan asombroso como repentino. En ese momento del relato todavía «nada sobrenatural, nada extraño venía a herir la imaginación» del romero (OC, 194), ni -añadimos- la del lector. Pero casi a la vuelta de la página nos sentimos transportados, igual que el músico alemán, quien, «absorto y aterrado, creía estar fuera del mundo real, vivir en esa región fantástica del sueño en que todas las cosas se revisten de formas extrañas y fenomenales» (OC, 197).

IV. Entre pajes y juglares: «La promesa» Ya hemos observado que «La promesa», un cuadro de costumbres guerreras, según el término del propio Gustavo (OC, 249), es una leyenda muy realista en lo que se refiere a las descripciones detalladas contenidas en ella. Mas no es ésta la única estratagema realista de la que se vale Bécquer en el presente relato con el fin de «engañar con la verdad», por usar la frase de Lope, o sea, hacer que el lector se identifique en cuerpo y en alma con los personajes y su realidad. En efecto: la historia comienza con un drama tan vulgar, que no habrá seguramente ningún lector que no conozca varios casos casi iguales merced a su observación personal de nuestro mundo, por no mencionar siquiera los que conozca a través de sus lecturas. Margarita llora silenciosamente. Su amante, Pedro, humilde paje y escudero favorito del conde de Gómara, según cree la pobre niña, le ha dado a cambio de su honra un anillo y su promesa de casarse con ella; mas ahora el mancebo se marcha a la guerra con las tropas de su señor, las cuales han de unirse a las de otros nobles vasallos de Fernando III para reconquistar a Sevilla. Aunque con tales apuntes históricos se sitúa la acción de la leyenda en el medievo, las ternezas, las aprensiones y las palabras tranquilizadoras cambiadas entre Pedro y Margarita son las mismísimas que dirían cualesquiera amantes, de cualquier época, en cualquier país, al tener que despedirse en tiempo de guerra. No hace falta reproducir una muestra de sus doloridas palabras; el lector que no las recuerde, se las imaginará fácilmente. Nos capta la vulgar naturalidad de la conversación de despedida de Pedro y Margarita, la cual -insisto en esto- no tiene nada de sobrenatural; como todo cuanto se halla en las primeras páginas coincide con nuestra propia experiencia del mundo (y a la vez simpatizamos inmediatamente con Margarita), nos sentimos propensos, desde el inicio de la relación, a aceptar como posible y real todo lo que tenga que ver con la pareja separada. Quiere decirse que el perenne realismo que se descubre en estas relaciones amorosas nos dispone a atribuir realidad también a lo que se nos ha de contar

sobre las figuras de Margarita y Pedro en las páginas más sorprendentes que siguen. Se refuerza esta disposición nuestra por el «realismo de tiempo pretérito» que caracteriza a las descripciones de la salida de las fuerzas del conde de Gómara para la guerra (cap. II) y de los reales cristianos (cap. IV), las cuales quedan comentadas en detalle en el capítulo dedicado a esta materia. Para recordar la índole y la técnica de esas descripciones, baste decir en este lugar que si hubiéramos de describir un campamento moderno y un desfile moderno y los curiosos que hubiesen acudido a ver éste, tan sólo los pormenores de lo descrito serían diferentes, pues el procedimiento enumerativo, detallista con que Bécquer describe esas escenas medievales es el mismísimo que emplearíamos hoy para las correspondientes escenas actuales. Por tanto, reuniendo el discurso amoroso realista de Margarita y Pedro en el capítulo I al realismo ambiental de los capítulos II y IV, prácticamente todo el asunto de la leyenda queda encuadrado en un marco de pormenores realistas y convincentes, a los cuales nos resulta muy fácil extender nuestra fe. No queda excluido de ese marco sino el capítulo V, que es un apartado de solamente unas diez a quince líneas. El capítulo III es un corto interludio conversacional entre el conde y el más antiguo de sus escuderos, el cual analizaremos ahora mismo. La acción del capítulo III de «La promesa» -limitada al diálogotranscurre en los reales cristianos frente a Sevilla, los cuales en ese momento todavía no se han descrito en conjunto. La modalidad del diálogo es realista, mejor dicho, es la natural entre un amo y un sirviente que es a la vez Íñigo y confidente de su señor. A la conversación realista se añade en este breve capítulo algún trozo de descripción psicológica realista, por ejemplo: «El conde de Gómara estaba en la tienda sentado en un escaño de alerce, inmóvil, pálido, terrible, las manos cruzadas sobre la empuñadura del montante y los ojos fijos en el espacio», etc. (OC, 245-246). Ahora bien: justamente en este entorno realista, donde menos se habría esperado acaso, pero donde a la verdad es muy lógico para la poética fantástica, se introduce por vez primera el tema que dotará a este relato de su dimensión sobrenatural: quiero decir, la aparición de la hermosa y pálida mano desprendida del cadáver de la ya muerta Margarita. La misteriosa mano, dice el conde, le ha salvado la vida desviando a su caballo herido y desbocado del grueso de la hueste mora, le ha descorrido las cortinas de su lecho por la noche, etc. Elemento tan preternatural, empero, se presenta en esta ocasión bajo su único posible aspecto realista: estará loco el conde. El noble señor de Gómara ruega a su leal siervo compruebe lo que le ha confiado mirando con sus propios ojos la blanca mano que, dice, está en este mismo momento «aquí apoyada suavemente en mis hombros» (OC, 274). El solícito escudero se enjugó una lágrima; y «creyendo loco a su señor», le propuso un paseo esperando que la brisa de la tarde le tranquilizase. Hasta aquí la locura, presentada como tal locura (y objetivada mediante el reconocimiento de ella por un observador que quisiera no haberla descubierto), es un tema tan susceptible del

tratamiento realista como cualquiera de los otros aparecidos en las páginas precedentes. Desde luego nos enteramos más tarde de que no es cuestión de locura, pero esto nada quita al ambiente realista que se mantiene durante los tres primeros capítulos y buena parte del cuarto. Tal ambiente sirve para disponer al incauto lector a fin de que trague el anzuelo de lo fantástico cuando menos se piensa: sobre todo después del primer asomo de lo sobrenatural, que al parecer se reduce por la explicación racional a causas naturales, el lector escéptico confía aún más en su escepticismo y se encuentra como consecuencia aún más indefenso ante el segundo asalto de lo fantástico. Apuntemos a la vez que existe entre la forma del capítulo III y la del conjunto de «La promesa» un paralelo estructural que recuerda el plan a lo «cajas chinas» de «El miserere». Tanto en la estructura en pequeña escala (capítulo III), que es la interior, como en la estructura en gran escala se cuentan sucesos pertinentes a la mano fantasmal a un representante o a representantes de la clase humilde. El escudero es más escéptico que la masa de sus compañeros en la soldadesca que escuchan el maravilloso «Romance de la mano muerta» hacia el final de la leyenda, mas aun así su papel prepara al lector para el indispensable del auditorio cuando el juglar recita el referido romance en el capítulo IV. Veremos también que en este último capítulo el escudero señala el papel realizante de la tropa de un modo que es consistente con su actitud en el capítulo III. En fin, en el capítulo que hemos estado comentando -el tercero- empieza a revelarse que el papel de la psicología de masas es aquí semejante (aunque más sutil) al que desempeña en «Maese Pérez el organista». El heraldo de lo sobrenatural, el juglar, romero, curandero y milagrero que declama el «Romance de la mano muerta» en el capítulo IV, es introducido con la misma técnica descriptiva rea lista que se había aprovechado anteriormente para «fotografiar» la procesión de la mesnada del conde de Gómara al despedirse de su tierra y los reales cristianos en el frente; y además, se inventarían en forma exhaustiva -objetiva- las maravillosas reliquias, bálsamos y cédulas d el rey Salomón que él vende. El pasaje es largo, mas no lo hemos estudiado antes entre las descripciones de personajes, y cumple a la vez otras varias funciones importantes para la consolidación de la verosimilitud en las páginas más fantásticas de «La promesa». Próximo a la tienda del rey y en medio de un gran corro de soldados, pajecillos y gente menuda que lo escuchaban con la boca abierta, apresurándose a comprar algunas de las baratijas que anunciaba a voces y con hiperbólicos encomios, había un extraño personaje, mitad romero, mitad juglar, que ora recitando una especie de letanía en latín bárbaro, ora diciendo una bufonada o una chocarrería, mezclaba en su interminable relación chistes capaces de poner colorado a un ballestero, con oraciones devotas, historias de amores picarescos con leyendas de santos. En las inmensas alforjas que colgaban de sus hombros se hallaban revueltos y confundidos mil objetos diferentes:

cintas tocadas en el sepulcro de Santiago; cédulas con palabras que él decía ser hebraicas, las mismas que dijo el rey Salomón cuando fundaba el templo, y las únicas para libertarse de toda clase de enfermedades contagiosas; bálsamos maravillosos para pegar a hombres partidos por la mitad; evangelios cosidos en bolsitas de brocatel; secretos para hacerse amar de todas las mujeres; reliquias de los santos patronos de todos los lugares de España; joyuelas, cadenillas, cinturones, medallas y otras muchas baratijas de alquimia, de vidrio y de plomo.

(OC, 249-250)

Estos párrafos casi casi parecen tomados de la obra Poesía juglaresca y juglares, de Menéndez Pidal, pues Gustavo se anticipa al gran medievalista en estudiar temas como el juglar ante su público y tipos afines al juglar. Cuando no entretenían a los señores feudales en sus castillos, los juglares de antaño de hecho reunían a sus oyentes al aire libre, ya en la plaza de un pueblo, ya en un campamento militar, como lo hace el juglar ficticio de Bécquer; y la importancia del auditorio para la declamación del «Romance de la mano muerta», así como para el arte del conjunto de la narración, se recalca por el uso de las voces «corro», al principio del pasaje que acabo de copiar; «grupo» dos veces, en los dos párrafos siguientes a los copiados (p. 250); y «muro de curiosos», en el párrafo que sigue a la declamación o reproducción del texto del romance (p. 252). Se establece, desde el principio del trozo que comentamos ahora, la total credulidad de los «soldados, pajecillos y gente menuda que lo escuchaban con la boca abierta», no solamente por su forma de escuchar (que subrayo aquí), sino -aún más importante- por su humilde clase social, en la que era de esperar mayor ingenuidad. La larga enumeración de portentosas medicinas y ensalmos en los que esa gente menuda se arroja a creer, ensalza aún más el ambiente de crédula expectación con que se recibirá la asombrosa historia de la mano muerta en los reales de don Fernando. Prácticamente se le cae ya la baba al mismo lector, cuya confianza en el racionalismo estaba ya minada. Es más: también está previsto en la ingeniosa descripción del romero y su público que el muy noble señor de Gómara cederá inmediatamente a la singular fuerza del «Romance de la mano muerta». Esto lo afirmamos suponiendo que, si el juglar y el conde tienen en común su gusto por un género literario, podrán muy bien sentir a la vez una honda atracción común hacia otro género. En el inventario de los géneros populares que el juglar interpretaba para su público se hallan mencionadas las «historias de amores picarescos»; y ya en el capítulo V de este libro, con otra intención, tomamos nota del paralelo que se da entre estas palabras y la novela picaresca

embriónica (OC, 242) que el conde cuenta a Margarita para hacerse pasar con ella por escudero y así seducirla más fácilmente. Lo que quiero destacar ahora es que por la novela que el conde inventa se ve que tiene cierto talento de cuentista y de histrión, y tal talento envuelve siempre la capacidad de creer en la verdad poética, esto es, inventada, del papel que se interpreta. No es así nada sorprende que el conde, y nosotros junto con él, nos sintamos aún más fuertemente atraídos por la extraña pero muy oportuna verdad del romance del juglar. Ningún personaje venía mejor dispuesto que el conde a ser llevado en las voluptuosas alas del horror, mas otros elementos igualmente persuasivos se conspirarán todavía contra él. El escudero y confidente del conde conoce perfectamente a su amo; sabe que ejerce sobre éste una profunda influencia la ficción tenebrosa y milagrera, y que esa influencia será aún más peligrosa, ahora que el de Gómara sufre un severo abatimiento, acompañado al parecer por alucinaciones. El perspicaz servidor entiende al mismo tiempo, sin duda por ser hombre del pueblo, hasta dónde llega el contagio de las ingentes creederas de la masa reunida, y el embeleso del público boquiabierto del juglar no podía influir para bien en el conde. Todo esto se desprende de las líneas que siguen: El conde se acercó al grupo y prestó atención. Por una coincidencia, al parecer extraña, el título de aquella historia respondía en un todo a los lúgubres pensamientos que embargaban su ánimo. Según había anunciado el cantor antes de comenzar, el romance se titulaba el Romance de la mano muerta. Al oír el escudero tan extraño anuncio, pugnó por arrancar a su señor de aquel sitio; pero el conde, con los ojos fijos en el juglar, permaneció inmóvil... (OC, 250)

Si hubiéramos de señalar un solo aspecto de este ingenioso relato como el más importante para la creación de una verdad sobrenatural, creo que todos los lectores concurrirían en que es el texto del «Romance de la mano muerta», en el cual no sólo se halla reiterada como en miniatura toda la historia de los fatales amores de Margarita y su escudero-conde, sino que se autentifican los fenómenos sobrenaturales ocurridos en las páginas anteriores, y aún se anticipa hasta cierto punto el desenlace de la leyenda. El romance es una narración dentro de una narración, y como tal posee su propia verosimilitud; mas esto no significa que el relato principal y el interior no se beneficien el uno por las circunstancias verosímiles del otro; porque como, por otra parte, ya se ha hecho evidente, los hilos de las dos historias se entretejen en un esquema superior. Son dos las condiciones del romance que lo hacen creíble en sí y, por añadidura, dotan al esquema superior de «La promesa» de nuevas apariencias de verdad. El «Romance de la mano muerta» es un informe noticiero; sirve para poner a la tropa al corriente de lo sucedido en tierras de Gómara.

Los romances eran la prensa del medievo; función suya que Menéndez Pidal estudia en Poesía juglaresca y juglares y que yo comenté más arriba en conexión con el presente tema. Lo que forma parte de las noticias del día, esto es, de la historia actual, nos inclinamos habitualmente a abrazarlo con nuestra fe. Esto lo hemos constatado en páginas anteriores; se lo recuerdo al lector ahora para que vea con claridad que se trata de uno de dos apoyos igualmente importantes del realismo fantástico en el «Romance de la mano muerta». En cuanto suceso en sí, lo narrado en el romance se hace creíble por haber sido comunicado en un «reportaje periodístico»; en cambio, por lo que atañe al contenido del suceso, se hace creíble porque el poema declamado por el romero pertenece a un género romancístico que gozaba en el medievo de enorme favor popular por lo intrigante que era: me refiero al romance novelesco, en cuyos ingeniosos argumentos había que creer con todo el ardor de la imaginación, tanto más cuanto que apuntaba en algunos de ellos el elemento fantástico: verbigracia, en los «Romances, de doña Alda, del Enamorado y la Muerte, de la linda Melisenda, del conde Niño, del infante Arnaldos, de la infantina encantada, del conde Olinos», etc., etc. En fin, se reúnen aquí en cierto modo la verosimilitud histórica y la verosimilitud poética. Repito lo dicho en el capítulo II del presente volumen, sobre el folklorista en las Leyendas: el «Romance de la mano muerta» no se ha recogido de la tradición oral, pese a las impresiones de no pocos investigadores y lectores cultos, y para esto remito otra vez a la carta del renombrado medievalista y folklorista Samuel G. Armistead, que publicamos como apéndice de este libro. «El pueblo es un gran poeta» -decía Antonio de Trueba y la Quintana en 1852, a la cabeza del prólogo de su Libro de los cantares51-. Mas Bécquer emuló a ese gran poeta con extraordinario éxito, y pudo engañarnos merced a su singular pericia como folklorista, la cual le permitió no solamente captar con sorprendente fidelidad el espíritu del verso tradicional, sino también recrear con asombrosa exactitud las estratagemas estilísticas de ese pueblo tan poeta. Por las observaciones apuntadas en los párrafos precedentes queda claro cómo el romancero sirve para realizar el elemento fantástico en «La promesa». Para concluir quisiera señalar que el recurrir Bécquer al romancero en este relato sirve asimismo para ilustrar una vez más la enorme importancia de los procedimientos realistas para la literatura fantástica en general. El romancero suele mirarse como un género por la mayor parte realista, mas yo pienso ahora en otra cosa. El que Bécquer haya compuesto un romance que parece real -igual, igual a los recibidos por la vía oral- significa el cultivo de cierta forma de realismo, con un producto notablemente realista; pues al imitar el verso narrativo tradicional, nuestro autor hace lo mismo que el novelista al describir a un personaje de novela realista. Quiero decir que observa numerosos modelos reales utilizables (romances que de hecho nos han llegado por la vía oral); recoge los rasgos más conducentes de unos y de otros, y luego reúne éstos en un nuevo conjunto, que aunque no es un auténtico romance

viejo, es muy fiel a conocidos rasgos de numerosos romances reales. El profesor Armistead nos ha revelado cuáles fueron los modelos reales para el «Romance de la mano muerta»; y una vez establecidas estas bases en la realidad, queda claro que la relación entre el romance de Bécquer y sus antecedentes es la misma que existe, por ejemplo, entre un personaje realista de Galdós y sus prototipos en la realidad52. Agustín Durán publicó los dos volúmenes de su Romancero general o Colección de romances castellanos anteriores al siglo XVIII en 1849 y 1851, en la Biblioteca de Autores Españoles, de Rivadeneyra, y allí se le ofrecían a la consideración de Gustavo abundantes modelos para la elaboración del «Romance de la mano muerta». Parece, empero, sintomático que otra obra donde pudo conocer una fuente tan sugerente como el «Romance del conde Sol» -véase la carta de Armistead- sea precisamente un libro de técnica realista, lleno de descripciones fieles de las costumbres cotidianas, quiero decir, las Escenas andaluzas, de Serafín Estébanez Calderón, «El Solitario», Madrid, Imprenta de Don Baltasar González, 1847, en cuyas páginas 209-211 está reproducida una de las numerosas versiones de esa composición popular. Con lo cual se vuelve a confirmar al mismo tiempo la deuda de la leyenda fantástica becqueriana con el costumbrismo. Fantasía y realidad, todo es relativo; mas en las Leyendas de Bécquer ninguno de los dos conceptos existe plenamente sino como efecto del contraste que forma con el otro.

Apéndice Carta de Samuel G. Armistead sobre las fuentes del «Romance de la mano muerta»

Para la comodidad del lector, que seguramente querrá consultar el texto de esta composición becqueriana al leer la sugerente carta del profesor Armistead, reproduzco el poema a la cabeza de este apéndice. La carta, que luego sigue al texto del romance, no sólo aclara muchos aspectos de la génesis de los deliciosos versos tradicionalistas de Gustavo, sino que también arroja luz sobre la elaboración del conjunto de la importante leyenda fantástica, «La promesa», en cuya estructura artística esos versos desempeñan un papel imprescindible.

Romance de la mano muerta

-ILa niña tiene un amante que escudero se decía. El escudero le anuncia que a la guerra se partía. «Te vas y acaso no tornes». «Tornaré por vida mía». Mientras el amante jura, diz que el viento repetía: ¡Mal haya quien en promesas de hombre fía!

- II El conde, con la mesnada, de su castillo salía. Ella, que lo ha conocido, con gran aflicción gemía: «¡Ay de mí, que se va el conde y se lleva la honra mía!». Mientras la cuitada llora, diz que el viento repetía: ¡Mal haya quien en promesas de hombre fía!

- III Su hermano, que estaba allí, estas palabras oía. «Nos has deshonrado», dice. «Me juró que tornaría». «No te encontrará, si torna, donde encontrarte solía». Mientras la infelice muere, diz que el viento repetía: ¡Mal haya quien en promesas de hombre fía!

- IV Muerta la llevan al soto; la han enterrado en la umbría; por más tierra que le echaban, la mano no le cubrían: la mano donde un anillo que le dio el conde tenía. De noche, sobre la tumba, diz que el viento repetía: ¡Mal haya quien en promesas de hombre fía!

Prof. Dr. Russell P. Sebold Departamento de Lenguas Románicas Universidad de Pensilvania Mi querido amigo: Gracias por tu carta sobre el «Romance de la mano muerta», de Bécquer53. En efecto: no es tradicional, sino que, como muy bien dices, Bécquer, con su fina sensibilidad poética, ha sabido adaptar con acierto algunos tópicos romancísticos de rancio abolengo, para crear la ilusión de que su poema podría haber sido cantado por un juglar o, por lo menos, por un cantor de romances. Hay, en primer lugar, todo el andamio narrativo de la partida del esposo (o aquí, del amante) para la guerra, dejando atrás a su fiel esposa (o amada). Bécquer, vivamente interesado en las tradiciones populares, muy bien hubiera podido escuchar -o aun conocer de tradición personal- alguna versión del famoso romance del «Conde Sol» (o «La condesita»)54, que le habría proporcionado la inspiración básica para el poema. También podría haber encontrado este romance en sus lecturas: por ejemplo, en la versión publicada por Serafín Estébanez Calderón, en sus Escenas andaluzas (Madrid, 1847), impresa luego por Agustín Durán en la 2.ª ed. del Romancero general, 1 (Madrid, B. AA. EE., 1849)55. Pero tales lecturas de Bécquer tienen que quedar como pura suposición; porque, como ya se ha dicho, perfectamente hubiera podido entrar en contacto con el romance por tradición oral, siendo así que es uno de los más conocidos en toda la Península. Hay también otros romances peninsulares que tratan de la partida del esposo: uno es «El conde Antores», y también en algunas versiones de «La vuelta del marido» (é), se presenta al marido en el acto de marcharse a la guerra56. Sin embargo, me parece poco probable que Bécquer tuviera en cuenta estos romances y no «El conde Sol». El «Antores» es rarísimo, y su extensión geográfica actual se limita a áreas laterales arcaizantes del

noroeste de la Península57, mientras que el papel destacado del «conde» en el poema de Bécquer (igual que en «El conde Sol») excluye, según creo, la posibilidad de la influencia de «La vuelta del marido». Otro detalle que une el poema de Bécquer al «Conde Sol» es el motivo del anillo. En el romance, como en tantísimos otros relatos tradicionales, el anillo sirve para identificar a la mujer abandonada, en el momento en que se vuelve a reunir con su marido58. Creo, en fin, que Bécquer se ha inspirado en el conocidísimo romance del «Conde Sol». El motivo de la mano que se asoma a flor de tierra proviene de otro romance tradicional: «El testamento del enamorado» (o «No me entierren en sagrado») es muy conocido en la Península y aún más en Hispanoamérica59. Aquí, el amante desesperado encarga que lo entierren «con una mano por fuera / y papel sobredorado, / con un letrero que diga: / '[Aquí murió] un desgraciado.'»

. No conozco textos peninsulares donde la mano quede fuera, pero sin duda existen. El que cito, de Marruecos, es indudablemente de origen reciente entre los sefardíes, aprendido seguramente de algún residente andaluz de Tetuán60. No cabe duda que Bécquer tiene en cuenta este romance, muy difundido como poema independiente y también como una especie de epílogo migratorio, que se adhiere a otros varios relatos. Y así, precisamente, es cómo funciona en el poema de Bécquer. El estribillo es, quizá, uno de los elementos más interesantes del poema, desde la perspectiva del estudioso de la poesía tradicional. Al lado del «Conde Sol» y del «Testamento del enamorado», aquí también Bécquer echa mano del cancionero oral para aprovechar, de un modo muy directo y literal, unos famosos versos migratorios de la lírica. La desconfianza radical en la fidelidad, tanto de hombres como mujeres, abunda en la poesía popular, expresándose formulísticamente en muchos contextos61. Creo, sin embargo, que Bécquer tiene en cuenta una fuente específica: «La tórtola del peral», una rima infantil, muy popular, que él hubiera podido escuchar en incontables ocasiones. Los versos pertinentes rezan: «¡Malhayan sean las mujeres / que de los hombres se fían!»

62. Resulta curioso que, en un caso (que yo sepa) aislado, una versión del «Conde Sol» concluye precisamente con este verso formulístico: «¡Malhaya de las mujeres / que de los hombres se fían!»

63. ¿Tuvo en cuenta Bécquer una versión de este tipo, en que se combina el «Conde Sol» con el famoso verso sobre la infidelidad de los varones? Podría ser, pero nada nos obliga a suponerlo. La combinación es muy rara, y huelga decir que, como buen poeta y buen conocedor de la tradición, Bécquer perfectamente hubiera podido traer a colación los distintos elementos tradicionales que aquí hemos visto, para armonizarlos en una creación suya, nueva y poéticamente eficaz. Creo, en fin, que lo que hace Bécquer ha de ser independiente del ya dicho romance combinado. Como los romancistas cultos de los siglos XVI y XVII, Bécquer también

emplea una especie de fabla antigua de su propia invención (se partía, tornes-tornaré, por vida mía, diz que, etc.), a la vez que invoca un mundo arcaico, caballeresco y aristocratizante -de condes, castillos y mesnadas-, que es precisamente el que sigue caracterizando al romancero oral aún hoy en día. Para concluir: En el «Romance de la mano muerta», Bécquer exhibe buenos conocimientos de la poesía oral de su contorno y la aprovecha con sensibilidad y finura, integrándose así en la venerable tradición de Gil Vicente y Lope de Vega, y la que después han de continuar Alberti y García Lorca. Como siempre, con un amistoso saludo, Samuel G. Armistead.

2006 - Reservados todos los derechos Permitido el uso sin fines comerciales

____________________________________

Facilitado por la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes Súmese como voluntario o donante , para promover el crecimiento y la difusión de la Biblioteca Virtual Universal www.biblioteca.org.ar

Si se advierte algún tipo de error, o desea realizar alguna sugerencia le solicitamos visite el siguiente enlace. www.biblioteca.org.ar/comentario

Get in touch

Social

© Copyright 2013 - 2024 MYDOKUMENT.COM - All rights reserved.