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BENEDICTO XVI Y LA LENGUA DEL CONCILIO «Hermenéutica de la reforma» Aunque vivimos en la era de la antropología y las llamadas ciencias del hombre anhelan el logro de un nuevo saber sobre el hombre que sea exhaustivo e integral, estamos aún muy lejos de lograr la gramática –instrumento imprescindible– que perfile las reglas del recurso a un posible y deseable lenguaje común a todas esas ciencias, determine con mayor precisión el significado de los conceptos que comparten y expulse definitivamente la ideología de la sagrada tarea del saber acerca del hombre. La teología, en su calidad de ciencia del espíritu (disciplina histórica y humano-científica), no es ajena a esta acuciante necesidad de encontrar los principios gramaticales que le permitan una lectura fiel al tiempo que actualizada de las fuentes de la Revelación como proposición de sentido para el mundo y el hombre contemporáneos. El manantial inagotable de Dios y la fluvialidad desencadenada del hombre son los horizontes sobre los que, en delicadísimo equilibrio, la ciencia teológica ha de procurarse las líneas maestras que guían su lectura de la autocomunicación divina como matriz desde la que se realiza y se comprende el hombre, sin merma alguna de la originalidad de su propia experiencia. Pues bien, entre los jalones de excepción que definen la trayectoria de este esfuerzo hermenéutico de la teología a lo largo de la historia se hallan los concilios ecuménicos. Un concilio ecuménico es expresión máxima de esa necesidad intelectual y vital que anima a la comunidad creyente para encontrar los principios y criterios con los que decirse una vez más las verdades esenciales de la fe, y ello a la altura de un tramo concreto de la historia de la humanidad. Un concilio ecuménico es un ejercicio de lucidez eclesial en que la comunidad cristiana vuelve sobre sus pasos y saca lustre a las verdades que sostienen e identifican su fe. Un concilio ecuménico no es un ejercicio de equilibrio mediante el que la Iglesia oculta las contradicciones que la afligen, sino un esfuerzo de honestidad con su tradición, de fidelidad obediente al Dios en que cree y de reconocimiento de los desafíos que aun debe acometer. Teniendo esto en cuenta, ante el Concilio Vaticano II la pregunta esencial por su alcance y significado no ha de dirigirse al contenido de la fe –que custodia la fidelidad sincera de la conciencia creyente–, sino que ha de apelar a las reglas, principios y criterios –no necesariamente escritos– que ha empleado para releer lealmente esa fe, así como a la responsabilidad que tiene ante ese sagrado depósito la vida del creyente en todas sus formas, expresiones y ministerios. A pesar de los esfuerzos, aun está por descubrir la gramática del Concilio, el código-fuente con el que ha presentado la fe de la Iglesia al mundo contemporáneo. De la claridad sobre este asunto dependen no sólo los frutos de este titánico esfuerzo de la Iglesia universal, sino la radicación profunda de la fe en el Dios de Jesucristo en el corazón de los hijos. Aun hay que leer a fondo el discurso, decisivo en su carácter programático, pronunciado el 22 de diciembre de 2005 por Benedicto XVI ante los miembros de la curia romana. Se ha hablado y escrito desde entonces mucho a propósito de la defensa que el Santo Padre ha hecho de una «hermenéutica de la continuidad» frente a las desviaciones de una «hermenéutica de la discontinuidad», predominante en la recepción del Vaticano II. Lo cierto es que –atendiendo al tenor literal de su intervención– el Papa, como sus inmediatos antecesores, llama a la necesidad de desarrollar una cuidadosa «hermenéutica de la reforma», esto es, a un esfuerzo de toda la comunidad cristiana para aprehender la lengua del Concilio; aquel esfuerzo de interpretación mediante el cual ha repensado la Verdad y ha fijado una nueva una nueva relación vital con ella. En definitiva, el Papa invita a captar la trascendencia de esa deslumbrante síntesis conciliar de fidelidad y dinamismo, de veneración y creatividad admirada. Guiada por estos
principios y el ánimo de entablar un diálogo en profundidad con la modernidad, la Iglesia ha emprendido la tarea de decirse a sí misma ad extra y ad intra. Fidelidad y creatividad En esta tarea, todavía en ciernes, corresponde un papel decisivo al sacerdocio, la vida consagrada y el ministerio de todos los bautizados. Todos ellos han debido asumir la difícil condición de ser sujeto –que interpreta– y objeto –de interpretación– en la reflexión conciliar. También al tratar de ellos la teología del Concilio ha procurado salvaguardar la síntesis entre la fidelidad a la identidad divina que les constituye y es fuente de sentido (objeto) y, por otra parte, la necesaria dosis de creatividad que reclaman como formas de vida (sujeto) para presentar a Dios al mundo actual sin ceder a modas culturales efímeras, alimentándose de la libertad que procede de Dios y colma de autenticidad toda palabra que se pronuncie en nombre de la Palabra. Las tormentas que durante el posconcilio se han cernido –y, en parte devastado– tanto sobre el ministerio sacerdotal como sobre la vida consagrada han sido fruto, y aun hoy lo son, de una asimilación deficiente de esa «hermenéutica de la reforma» que Benedicto XVI reclama para una verdadera y efectiva recepción del Vaticano II. Una gran parte de la reflexión teológica posconciliar sobre sacerdocio, vida consagrada y ministerios laicales ha sido profundamente honesta y certera al ahondar en la conciencia eclesial sobre ellos expuesta en los textos del Concilio, ha procurado releer la cristología y la eclesiología del ministerio con pasión de discípulo y ha profundizado con denuedo en el mensaje de la tradición patrística y medieval al respecto. Por ello, si persisten desajustes –abandonos, omisiones pastorales y, hasta traiciones– estos parecen provenir sí, de una «hermenéutica de la discontinuidad» que no ha de ser interpretada, básicamente, como falta de fidelidad al depósito de la fe, sino como denuncia de la fragilidad de la experiencia vital –en que se encarna y habita la fe personal– del sacerdote, el consagrado y el bautizado en el mundo presente; el suyo se ha revelado, en muchos casos, como un corazón desfondado, «desolado» diría san Ignacio. Las últimas décadas han mostrado que muchos de ellos no se han dejado penetrar en sus opciones vitales y proyectos personales por el horizonte de sentido –nueva relación vital con la Verdad– propuesto por la reforma conciliar. Aun a riesgo de generalizar, consagrados y bautizados se han dejado llevar por el afán de «experienciar» la vivencia religiosa prescindiendo o relegando el papel de la institución y de la mediación racional, corriendo el riesgo de convertirse en eco de la propia voz, reflejo narcisístico de una interioridad alimentada por los propios deseos, fantasmas y temores. La liturgia o la acción pastoral y catequética de la Iglesia posconciliar han adolecido de un mal similar. Aun queda un buen trecho por recorrer donde razón y vida han de seguir sumando esfuerzos para lograr una auténtica y sólida gramática de la reforma que ausculte, desvele y revalorice en profundidad la propuesta teológica y existencial del Concilio para la vida sacerdotal, consagrada y laical. Sólo así será posible traducir el sacerdocio, la vida consagrada o el compromiso abierto por el Evangelio en proyectos de vida atractivos; marcados por la fidelidad a lo esencial e irrenunciable, al tiempo que abiertos con valentía al desafío de un mundo en cambio y una sociedad que demanda auténticos testigos de Dios. Testigos que generan testigos porque no han olvidado que su tarea es la del mediador que, sin desconocer sus limitaciones, reconoce el valor incalculable del tesoro que porta para sí y los demás. Es este un cruce de caminos que se ha de sortear sin demora en un momento especialmente delicado y acuciante. No hay tiempo que perder si queremos responder con garantías al desafío de la secularización que asola la
Iglesia –de modo particular en territorios tradicionalmente cristianos–, y demanda de sus miembros «un impulso misionero capaz de promover una nueva evangelización» (cf. BENEDICTO XVI, Carta Apostólica en forma «motu proprio» Ubicumque et Semper con la cual se instituye el Consejo Pontificio para la Promoción de la Nueva Evangelización, 21 de septiembre de 2010). Tal vez valgan aquí las palabras de dos sacerdotes laicos, mediadores del Misterio que interroga la entraña del hombre. Son palabras de dos músicos, Yehudi Menuhin y Mstislav Rostropovich, a la recepción del Premio Príncipe de Asturias de la Concordia en 1997: «La nuestra es, por definición, una tarea de mensajeros entre el Creador y lo creado, entre el Profeta y su pueblo, entre Bach, Beethoven, Bartók, Shostakovich y muchos más, y la Humanidad. Por su misma esencia, nuestro trabajo no puede ser ni asesino ni cruel. Somos, sencillamente, ‘tubos’, conductos más o menos fieles a las melodías que tocamos. Les evocamos visiones, alegrías o penas vividas y quizás al compartir las voces de la Humanidad con nuestros oyentes, les vamos acercando poco a poco unos a otros, a esa voz –a veces muy queda y casi silenciosa, a veces abrumadora, gritona y llorosa– que formula la eterna pregunta: ¿por qué?». Postrimerías del Año Sacerdotal Con estas inquietudes concluye el año 2010 que fue declarado y celebrado como Año Sacerdotal, y nos ha recordado la necesidad de seguir profundizando en la identidad del sacerdocio y continuar trabajando para que se valore su misión en la Iglesia y en la sociedad. Por una parte, el año 2010 nos ha ido dejando en su diario acontecimientos dolorosos, pero también grandes esperanzas. Entre los primeros, los provocados por la naturaleza y que, como siempre, han castigado con mayor fuerza a los más desvalidos. Tampoco han faltado sucesos cargados de dolor dentro de la misma Iglesia, del clero y de la vida religiosa, que han puesto a prueba y siguen minando la credibilidad de sus instituciones. Incluso han obligado a ponerse repetidamente de rodillas al Papa para pedir perdones por los pecados de quienes debieran aportarle los mayores gozos y honrar a Cristo con su palabra y su ejemplo. No podemos ni debemos ocultar en ese mismo calendario motivos de alegría y de esperanza: el rescate de los mineros chilenos, rodeado de una admirable religiosidad popular; la acción siempre cercana y puntual de Caritas, tanto en lugares tocados por los desastres naturales o sociales, como en el Occidente donde parece declinar el estado del bienestar; el reconocimiento de la trayectoria humana y espiritual de tantos cristianos y, aunque sea primeramente noticia triste, la gran cantidad de mártires que han testimoniado la fe y gritan a todos que ser sacerdote, religioso o consagrada merece la pena. Y los mismos viajes del Santo Padre a lugares especialmente atenazados por el secularismo llevando convicciones, aportando valores y reconociendo verdades. Seminarios abre sus páginas, una vez más, a estos latidos de vida con la mirada puesta en el papel que le corresponde al sacerdote, al consagrado y al laico como servidores de la Buena Noticia que es Cristo, para iluminar tanto las razones que alimentan el ministerio de estos testigos, como los medios con que cuentan para una evangelización eficaz del mundo actual. En este número se incluyen, además de las secciones ordinarias y el índice del año, un estudio en torno a los indicadores que sustentan el itinerario de la pastoral vocacional, un trabajo sobre el trasfondo teológico-pastoral de las jornadas mundiales de la Juventud y una sugerente relectura de un tema clásico, el «carácter sacerdotal». Se trata de ofrecer instrumentos que ahonden en esa hermenéutica de la
reforma; necesaria para recomponer y fortalecer identidades, así como para estimular el servicio al Evangelio como perenne reclamo de vida, especialmente dirigido a los corazones jóvenes que albergan deseos y anhelos no sólo de caminar, como hace el resto, sino de volar alto para romper con la monotonía de las ofertas que les inocula un mundo desnortado. Jesús Pulido, sacerdote operario, aporta un profundo estudio sobre el trasfondo teológico-pastoral que sustenta y funda las diversas ediciones de la Jornada Mundial de la Juventud. Tras las veintitrés ediciones ya celebradas, se revelan no sólo como un evento excepcional, sino como parte de un proyecto y de una concepción de la pastoral de la Iglesia en nuestro tiempo. Por otra parte, las estudia dentro de los «tiempos nuevos para la evangelización», como modo de escrutar caminos siempre nuevos y eficaces en la propuesta de la fe a los jóvenes y, al mismo tiempo, como medio para que ellos mismos sean agentes de evangelización como se ha demostrado en la respuesta vocacional que han generado. La Jornada acoge a los jóvenes como peregrinos de la paz por los caminos del mundo y de la fe tras las huellas de Jesús y del Evangelio. La Iglesia quiere revelarse ante ellos como joven madre que pretende arrancarles del anonimato de la estadística y hacer de ellos discípulos e hijos. Hace Jesús Pulido una seria afirmación: «en la capacidad de comunicar la fe a los jóvenes la Iglesia se juega que su proyecto sea el futuro del mundo». Para ello, tanto el papa Juan Pablo II como Benedicto XVI, en sus intervenciones y con su presencia, han transmitido el sincero sentir de una Iglesia que se fía de los jóvenes siempre. Cada Jornada ha sido, y así volverá a ponerse de manifiesto en Madrid el próximo verano, un verdadero areópago de evangelización que no carece de contenidos ni minusvalora los aportes propios de la juventud: entusiasmo, representación colorista y dinámica. Cada Jornada persigue presentarles la Palabra de Dios como manantial de evangelización, teniendo a Cristo como centro sin paliativos, porque en el centro está plantada la Cruz que convoca y compromete a través de sus diversas manifestaciones expresadas en la liturgia y el compromiso de crear una civilización del amor por medio del compromiso vocacional cristiano. El estudio de Jesús Pulido es exhaustivo, penetrante, sin dejar ninguna afirmación a la espontaneidad o a la impresión pasajera y termina retomando palabras de Juan Pablo II en 2001: «La Iglesia está escribiendo un capítulo estupendo de su historia». Y levanta acta notarial de que las Jornadas «son momentos históricos que quedan la memoria permanente de la Iglesia y de los jóvenes como signos de la gracia de Dios que pasa por nuestras vidas». El sacerdote rogacionista brasileño Gilson Luiz Maia es asesor de vocaciones y ministerios en la Conferencia Episcopal Brasileña, pertenece al Departamento de Vocaciones y Ministerios del CELAM y es secretario de la Organización de Seminarios Latino-americanos (OSLAM). En su estudio nos ofrece su intervención en el reciente III Congreso de Vocaciones de Brasil, celebrado bajo el lema: Id y haced discípulos míos de todos los pueblos (Mt 28, 19). En concreto presenta y motiva los Indicadores Pastorales para un servicio de animación vocacional misionera: 1) consolidar la identidad del animador/ra; 2) ofrecer pistas de acción para itinerarios y proyectos. Y lo hace incluyendo el tema dentro de proyecto de la Misión Continental que se propone profundizar y canalizar para su concreción en Brasil el Documento de Aparecida, cuyo lema recalcó el papa Benedicto XVI en su discurso de apertura: Todos los bautizados están llamados a ser discípulos y misioneros. El autor aborda en su texto los siguientes puntos: la necesaria inserción de la pastoral vocacional en el conjunto de la pastoral o de los planes pastorales; la espiritualidad de los animadores teniendo como ‘biblioteca
vocacional’ la Palabra de Dios y cultivando el ‘arte del encuentro y el diálogo’ con el Dueño de la mies, con uno mismo y con la realidad circundante; la necesidad de la formación inicial y permanente de los discípulos y misioneros en este campo de la pastoral vocacional conociendo y aplicando metodologías adecuadas. Consecuente con el Documento de Aparecida, trata el tema de la necesaria conversión y renovación de la pastoral vocacional (Ap. n. 365); y, apoyado en el mismo documento, subra la idea de que «no hay discipulado sin comunión» (Ap.n.156).
Por último, el joven investigador Juan Francisco Comendador, sacerdote operario, invita en su estudio a tomar en consideración un tema relacionado con el ministerio ordenado como es el carácter del sacramento del Orden, haciendo caer en la cuenta de su plena vigencia teológica. Tiene en cuenta la amplia reflexión que va de los estudios preconciliares del profesor Galot hasta las incidencias contemporáneas de una doctrina aparentemente opacada en la reflexión teológica por otras referencias teológicas –in Persona Christi, in persona Ecclesiae– que han heredado la carga significativa del «character». En su aportación, ofrece algunos indicadores para un renovado planteamiento contemporáneo de la teología del carácter sacerdotal: la interpretación psicoanalista del carácter indeleble en C.G. Jung, fundamento de la controvertida crítica realizada por E. Drewermann; el fructífero diálogo sobre el tema entre católicos y reformados a partir de la lectura de dos conocidos documentos: El Ministerio Pastoral de la Iglesia (1981) y Bautismo, Eucaristía y Ministerio (1982); el tercer indicador que estudia es el de la comprensión del carácter en la Iglesia Ortodoxa. Lo hace estudiando alguno de sus expertos más relevantes, como es I. Zizioulas. Sugestivo porque ofrece un modo distinto de acercamiento al misterio de la Iglesia del que se hace en occidente. En la Iglesia Ortodoxa es la pneumatología quien guía el itinerario de la vida sacramental, pues es el Espíritu divino el autor de una Iglesia «ordenada». Todo ello permite prever la posibilidad de seguir trabajando para reconciliar en la concepción ministerial de la Iglesia la tradición teológica precedente con los nuevos interrogantes.