Black Mirror. Elsa Figueroa Hevia

Black Mirror. Elsa Figueroa Hevia. Para Rodolfo, mi papá. Para Rodolfo, mi hermano. Para Elsa, mi madre. Para el lector, que sin él las historias s

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Black Mirror.

Elsa Figueroa Hevia.

Para Rodolfo, mi papá. Para Rodolfo, mi hermano. Para Elsa, mi madre. Para el lector, que sin él las historias se pierden en el tiempo

Aquel que piensa mucho para dar un paso, se pasará toda la vida parado en un solo pie. —Proverbio Chino.

Prefacio. He terminado donde menos esperé estar. Soy policía, y soy la jefa de la organización cuya existencia me empeciné en acabar durante mis últimos años de adolescencia. Soy enemiga de la agencia, la madre que me dio vida después de comenzar a ser un cadáver con pulso. Soy una asesina retirada, una asesina cuya última incursión en el negocio acabó en una estación de policía, siendo rescatada como toda una damisela. Está por descontado mencionar que todas mis creencias terminaron por ser derribadas. Cuando dije que no creía en el amor lo decía en serio. El tipo de amor que conocí muchos años atrás estaba manchado de violencia, y el resto de mis días, el único calor que conocí fue el del arma al disparar. Pero llega este tipo, da vuelta mi mundo controlado, profundamente estandarizado, lo pone de cabeza y me comienza a volver loca. Me seduce y me hace pensar que mi vida puede tener algo más, y me muestra un mundo totalmente desconocido. Un mundo que siempre tuve miedo de visitar. Y le agradezco profundamente. Lo amo, más que a nada en esta vida. Mi vida no sería capaz de cubrir la cuarta parte de su vida, de su hermosa y honesta vida. Mi alma, manchada con años y años de crímenes atroces que no van a detenerse, no debería contaminarlo de esta manera. ¿Por qué lo hago entonces? Ah, porque soy egoísta y él es lo suficientemente estúpido como para creer que mi pasado puede ignorarse. Sólo espero que su estupidez no le pase la cuenta. Porque si tengo que dejarlo, voy a hacerlo, solo por salvar su vida. No podría vivir en un mundo en el que él ya no existiera: un mundo sin sus rizos, sin la sonrisa de medio lado que tiene y sin su profunda y seductora voz. No, no podría. Creo que a veces… a veces, las despedidas son la única opción que tenemos para cuidar de aquello que amamos. Solo sé que si está en peligro, voy a hacer lo que sea por mantenerlo con vida. Incluso si eso me obliga a sacrificar mi propia felicidad (la que sé que no merezco), incluso si eso me obliga a pasar años sufriendo por no volverle a ver. Jesucristo. ¿En qué momento me convertí en esto? Este ser blando que está dispuesto a dejarlo todo sólo por mantener a un ser humano vivo. Un ser humano, como todos los que exterminé durante toda mi vida. Una simple persona, que apareció un día en un bar con un vaso de menta en la mano. Si mi yo de diecisiete años me viera ahora, se sentiría avergonzada de lo que soy hoy. Si el Jefe me viera, estaría profundamente humillado de saber que crió algo débil e inútil que terminó destruyéndose por un hombre.

Si mi madre me viera… ¿Qué diría Natacha? No, no diría nada. No tenía el cerebro para eso. Estaba todo carcomido, todo hecho trizas de tantos golpes que recibió. No. Mis hermanos tampoco dirían mucho. Seguramente estarían encerrados en algún manicomio o algo así. Pero incluso con todo eso, con toda la debilidad que el amor ha traído a mi horripilante vida, tengo que seguir adelante, porque tomé una decisión, y no me importa hacia dónde me lleve. Me hice una promesa, un juramento a mí misma. Y tiene nombre y apellido. Maxwell Sarkozy.

Emily Clarckson: la copia de la copia. Amelia Gómez tenía el arma en alto, el cañón apuntándole directamente a la frente, una sonrisa sardónica en sus labios y sus ojos castaños fijos en el destino de su revólver. Y ella, ella estaba atada de pies y manos a una silla, horrorizada de ver tal espectáculo. —Esto es lo que le pasa a los desertores. La mujer pegó el cañón del arma a la frente de él, y puso su dedo sobre el gatillo, la risa resonando en su pecho, saliendo a través de su garganta como un gruñido animal, como si deseara la muerte del hombre que se encontraba hincado frente a ella, amarrado como un animal, sangrando, sudando, mirándola casi son resignación. — ¡No!—chilló ella, tirando contra los alambres de púas que herían su piel más y más profundo cada vez—. ¡No, por favor! —Esto es todo tú culpa—explicó Amelia, como si con eso pudiera aminorar el pánico que surgía dentro de la mujer atada a la silla. Él giró sus ojos hacia ella, el cañón todavía pegado a su frente, el cabello oscuro y rizado pegado a su frente con el sudor y la sangre. Sus ojos castaños y profundos se clavaron en los negros de ella, la resignación brillando en su iris. —Te amo—murmuró hacia ella, volviéndose luego hacia la mujer. Los ojos castaños de Amelia se fijaron en los de él con una sonrisa irónica, y el estallido del disparo crujió a través del aire, rasgando la cordura que aún ella conservaba. — ¡NO! Drina Rinaldi sintió el grito desgarrar su garganta, y se sentó en la cama desordenada y cálida como si su espalda tuviese un resorte. Su pecho, subiendo y bajando al compás de su errática respiración le ardía, y tenía la boca seca. Tenía la piel de todo el cuerpo perlada en un sudor frío y pegajoso. El cabello pegado a cada trozo de piel al que podía acceder, sus dedos temblando contra las sábanas mientras las apretaba al punto de que la tela estaba en serio peligro de romperse. A su lado, algo se removió en la cama y gruñó. — ¿Drina? La muchacha, temblorosa, giró su vista hacia el tipo de pelo rizado y castaño muy oscuro, que se levantaba a su lado, con el torso desnudo y cara de somnolencia. Sus ojos castaños revolotearon por toda la piel expuesta de Drina y luego se deslizaron hacia sus pupilas, dilatadas por el pánico, y a su boca entreabierta por la que se escapaba su descoordinada respiración.

—Cariño, ¿qué sucede?—le preguntó, restregándose los ojos con una mano. Se quejó en un gruñido cuando se sentó de manera más o menos decente en la cama, pero pareció más despierto cuando alzó sus cejas y se inclinó hacia la joven, que lo miraba como si no se creyera que estuviese allí—. Drina, estás asustándome, ¿estás bien? Ella asintió con la cabeza, antes de lanzarse a sus brazos como si algo la hubiese empujado. Sorprendido, Maxwell pasó un brazo por su cintura para mantenerla y que no se deslizara hacia abajo, y acarició su largo y húmedo cabello. —Estaba tan asustada—gimió ella, estremeciéndose en un involuntario sollozo. Maxwell siguió pasando sus dedos por su pelo, tratando de no acompañarla y entrar en pánico. Desde que dormía con ella, ella jamás había tenido pesadillas. Drina había matado hasta decir basta, pero su pasado jamás atacaba sus sueños como era de esperarse. Casi ronroneaba cuando dormía. Pero hoy, desde la misma maldita nada, ella había gritado, había rogado, se había revuelto en la cama como si tratara de quebrarse a sí misma en dos, desesperada por la cruel imaginación de su subconsciente. Estaba aterrada por algo que no parecía querer salir de su boca, y la desesperación y la frustración hirvieron a través de las venas del hombre, que la apretó contra sí tratando de escudar su propio miedo. —Cuéntame, cariño—la llamó suavemente, apartándose un poco de ella. Pero ella se negó a mirarlo a la cara, trayéndolo un poco más cerca, intentando desesperadamente fundirse con su piel. Maxwell sintió su hombro húmedo, y se dijo a sí mismo que esto estaba profundamente mal. Drina jamás lloraba… o si lo hacía, nunca lo había hecho con esa desesperación—. Drina, estás volviéndome loco… por favor—rogó Sarkozy, removiéndose incómodo y aterrado para poder apartarla de sí y mirarla a los ojos—dime lo que soñaste. Drina se apartó lentamente de su hombro, liberando la potente presa de hierro alrededor de su cuello, y volvió sus grandes ojos oscuros hacia él. El negro estaba rodeado por un globo ocular enrojecido e hinchado, las lágrimas corriendo por su rostro como si siempre hubiesen estado allí, y estaba más pálida de lo habitual. Al menos, bajo la suave luz lunar, eso podía observarse. —Tú…—la joven tragó saliva, estremeciéndose e hipando. Dios, ¿qué soñó? El policía maldijo en su fuero interno, dándose de bofetadas por cualquier cosa. Verla así estaba rasgando partes de su interior que nadie nunca había alcanzado siquiera a hacerle ver que existían, y eso dolía como el infierno—… Amelia, ella… —Cálmate y cuéntame—la tranquilizó Maxwell, juntando su frente con la de ella. Cerró los ojos, buscando serenar el torbellino de emociones negativas que Drina le producía al llorar. No estaba enfadado con ella, estaba enfadado con lo que fuera que le hubiese puesto así—. Estoy aquí, amor…

Eso la hizo sollozar más fuerte, y volvió a aferrarse a él como si su vida dependiera de ello. Frustrado, Maxwell se dedicó a susurrarle palabras alentadoras al oído, a tranquilizarla, a hacerle saber que no estaba sola. Por alguna razón, eso solo parecía alterarla aún más, por lo que después de unos momentos, él sólo le hizo cariño en la cabeza. Tras unos eternos cinco minutos que parecieron mil eternidades, ella por fin se sosegó un poco, y pudo por fin hablar sin que sus palabras se vieran entrecortadas por un sollozo involuntario. —Soñé que te asesinaban—murmuró ella, sin su habitual ironía. La forma de ir al grano de siempre no estaba allí, su tono sarcástico había desaparecido casi por completo. No parecía ella misma; parecía más bien una chiquilla asustada, dejada sola en algún lugar del mundo, una chiquilla cuya esperanza se había desvanecido en los confines de los maltratos. Y Maxwell sintió odio por todos aquellos que le hicieron eso—. Yo… soñé que ella te disparaba a la cabeza y… —Hey—murmuró Maxwell, poniendo un dedo sobre sus labios para acallar cualquier palabra que quisiera decir—. Estoy aquí. Mis sesos están intactos—le guiñó un ojo, para poder hacerla sonreír, y se sintió un poco mejor cuando una chispa de pequeña alegría iluminó el fondo de sus ojos negros. Pequeña y débil, pero estaba allí, alimentándose del calor de su cuerpo para comenzar a arder. —Ámame—le murmuró la muchacha, enredando sus dedos en el pelo de su hombre—. Hazme sentir que estamos vivos. Aquella petición le pareció algo absurdo, tomando en cuenta el estado en el que estaba. Su fragilidad le daba la sensación de que con el toque de una pluma iba a romperse, y no podía simplemente pensar en acostarse con ella en aquella situación. Pero sus ojos negros estaban cargados de tanto deseo, tanta seguridad y tanta súplica, que no pudo resistir la llamarada que surgió a través de sus venas, sus hormonas clamando por liberarse dentro de ella. Maxwell la miró intensamente unos segundos antes de chocar sus labios con los de ella, que gimió bajo el contacto de su piel. Se colocó a horcajadas sobre él, descansando su pelvis contra la de Maxwell. Abrió la boca, y la lengua de ella se deslizó en la boca del hombre, cuya respuesta fue un jadeo gutural. El ex policía se apoyó con una mano, inclinándose hacia atrás, mientras Drina cerraba sus piernas alrededor de su cintura. Estaba semidesnuda, solo con una camiseta raída y ancha pegada a su escultural cuerpo, y unas bragas de delgado algodón cuyo propósito principal parecía ser excitarlo. La mano de Maxwell que antes estaba en su cabello descendió suavemente, hasta posarse en la curva de la cintura de la joven. Presionó hacia abajo, para obtener más contacto entre sus intimidades, y Drina gimió contra sus labios, sin dejar de besarlo.

El sudor que antes bañaba la piel de Drina ya no estaba. Había sido reemplazado por el sudor de saberse cerca de la persona que amaba, y eso la excitaba, subía su temperatura a cada segundo que pasaba con la piel pegada a la de Maxwell. Sentir bajo sus dedos la piel suave y firme del hombre que la hacía sentir más viva que nadie en el mundo, sentir sus músculos y sus tendones tensándose a causa de ella… era la mayor retribución corporal y sentimental que pudiera haber deseado jamás. Pasó los brazos alrededor del cuello de Maxwell y pegó su torso al de él. Si hubiesen podido unirse más, simplemente se habrían fundido el uno con el otro, porque ninguno de los dos sabía dónde comenzaba y terminaba su cuerpo. No se distinguía quién era quién, pues su unión física traspasaba la simple piel y la carne. —Tus bragas me están matando—jadeó él, delineando el contorno de su mandíbula con los labios, trazando una línea con la lengua en el hueco de su garganta, mordiendo la piel que estaba sobre su yugular. —Y tus bóxers me están matando a mí—contestó ella en un suspiro entrecortado, al sentir la erección de su compañero rozar su intimidad húmeda. Gimió cuando Maxwell siguió bajando con su boca, buscando la piel libre de la camiseta, y sonrió cuando gruñó con mal genio—. ¿Qué? Sin contestarle, Max deslizó sus manos por sus muslos, rasguñando suavemente a su paso, y alcanzó el límite inferior de la polera, aferrándolo con los dedos como si deseara romperlo. Tiró de él hacia arriba, y la joven sólo tuvo la opción de alzar los brazos y ser despojada de la prenda, que fue a dar a cualquier parte de la habitación. La asesina quedó solamente en bragas ante sus ojos, y él se relamió los labios. Se le había secado la boca de deseo, y su miembro palpitaba contra la tela de su ropa interior, que lo estrangulaba. El dolor en su entrepierna le urgía ser aliviado en el interior de la muchacha, pero quería disfrutar de sus senos, perfectos y redondos. Sus manos subieron por las costillas de Drina, aferrando su cintura, apretando, dejando marcas rosáceas en su piel que descargaron electricidad a todo su organismo. Alcanzó sus senos y los apretujó suavemente entre sus manos, sus pulgares moviéndose en redondo sobre su sensible piel, disfrutando de tocar una zona íntima, de sentir como se estremecía y retorcía con aquello. Jadeando, Drina se encorvó para poder poner más piel a disposición de su amante, pero sus manos jamás tocaban lo suficiente. Nada con él era suficiente, jamás tenía demasiado de su cuerpo, de sus manos, de su boca. Se sentía desesperada por tenerlo en su interior, los músculos de su pelvis entumeciéndose de gritos por sentirlo. Su mano descendió por el esternón de Maxwell, directo por su camino de la felicidad, y sus dedos se cerraron alrededor de su erección. Eso lo hizo detenerse y jadear de sorpresa, mientras observaba medio atónito que ella se situaba sobre él, luego de apartar su bóxer y sus propias bragas, para dejarse caer salvajemente sobre su miembro.

— ¡Ah!—jadeó el hombre, cerrando los ojos, presa del sorpresivo placer que estremeció su columna vertebral—… Drina… Ella a su vez abrazó su cintura con las piernas, buscando sentirlo más dentro de su húmeda y suave intimidad. Escondió su frente en su pecho, girando las caderas con lentitud, respirando entrecortado, sus uñas recorriendo la espalda ancha y firme del hombre que estaba ahora en su interior. El placer se extendía en oleadas concordantes con las embestidas de Maxwell. Como un animal hambriento, Drina se retorció sobre él, presa del éxtasis de sentirse deseada, y cerró los ojos con fuerza, saboreando cada sensación que Max provocaba en su interior. Sus intimidades calzaban perfectamente. Él se deslizaba dentro y fuera de su entrada tan fácilmente que parecía ser que hubiese nacido dentro de ella. —Max—gorgoteó ella, aferrando su cuello con los dedos, echando la cabeza hacia atrás. El tipo la afirmó de la cintura, y la empujó suavemente hacia atrás. La ropa interior aún puesta le estaba causando un pequeño problema: la tela lo estaba excitando más aún, y no quería irse tan rápido. La recostó de espaldas y salió de ella, que sorprendida, lo miró sin entender. Su mirada perdida desapareció cuando el tiró de sus bragas, húmedas por la excitación de ambos, y se las quitó. Bajó su propia ropa interior por sus muslos, y con una sonrisa traviesa volvió a enterrarse en su intimidad, anclándose al fondo de su ser, haciéndola gritar de placer. Apoyó su codo al costado de la cabeza de Drina, mientras afirmaba su muslo con la otra mano. Sensibilizados ambos por la penetración anterior, no tardaron en acercarse vertiginosamente al orgasmo, que explotó al mismo tiempo entre ellos, expandiéndose en oleadas por el cuerpo de ambos, mientras Maxwell eyaculaba en su interior. Abrazadas las piernas de Drina a su cintura, con la respiración agitada, ella relajó todos sus músculos, con una sonrisa satisfecha y saciada en su rostro. Él, a su vez, se retiró de ella, estremeciéndose con la sensación de sentirla lejos, y se tumbó a su lado, exhausto. Drina rodó un poco sobre la cama, para poder descansar la cabeza sobre el pecho de Maxwell, y ronroneó como un gato al sentir los dedos de su hombre recorrer su cabello revuelto y enredado de sexo reciente. — ¿Ha bastado eso para hacerte sentir viva?—preguntó él, somnoliento, mientras peinaba el pelo negro y suave de Drina con los dedos. —Estoy más que viva—ronroneó ella, con los ojos cerrados y una perezosa sonrisa extendida sobre sus labios. Las largas pestañas proyectaban suaves sombras sobre sus mejillas sonrojadas.

Con una sonrisa de saciedad en su rostro, Maxwell se inclinó a besar la frente de su mujer, y los tapó a ambos con la sábana. Con la suavidad del sonido de la respiración de Drina, el sueño comenzó a ganarle terreno poco a poco, hasta que luego de un par de minutos, ambos se hubieron quedado dormidos, entrelazados como una enredadera.

Emily Clarckson se enroscó un rizo negro azabache en el dedo índice, y tiró de él con suavidad para definirlo con mayor facilidad. Sentada frente al espejo de su cuarto, se dice a sí misma que debe relajarse. Sus ojos negros y brillantes la miran desde el vidrio, entrecerrados por la duda, rodeados de espesas y curvas pestañas que parecen siempre estar definidas por un encrespador. Se siente incómoda acerca de su apariencia. Se parece demasiado ella y la verdad eso la está volviendo loca. Verse a sí misma y ver la cara de su hermana mayor era desesperante, porque la odiaba con toda su alma. Sus ojos, su pelo, su cara, su cuerpo delgado, su baja estatura. Parecía haber sido dibujada a base del molde de Drina Rinaldi y su autoestima se sentía muy resentida por esa afirmación. La única diferencia notoria es que ella tenía el cabello rizado y rebelde, difícil de alisar y siempre suelto. Drina, en cambio, lo tenía liso y manejable. Emily suspiró, casi derritiéndose en la silla, apoyando la espalda contra el respaldo de manera muy poco educada, deslizándose sobre él, doblándose en la silla hasta quedar con las piernas abiertas. Las diferencias eran pocas, pero allí estaban. Por ejemplo, los ojos negros, grandes y bonitos de Emily estaban cargados de tantas emociones que eran difíciles de leer. Era como un torbellino. Los de Drina eran igual de grandes y lindos, pero estaban tan vacíos que era como mirar hacia el fondo de un iceberg. Nunca podías ver el fondo, y te sentías congelado al primer vistazo. Molesta por el rumbo de sus pensamientos, la menor de los Clarckson cerró los ojos, arrugando la piel de su frente y sus párpados, la oscuridad sobre sus ojos tomando un matiz rojizo por el esfuerzo. Refunfuñó un par de palabras inentendibles, y luego se irguió en la silla, abriendo los ojos hacia su reflejo en el espejo, que lucía decidido. —Basta, Emily—se quejó consigo misma, inclinándose hacia adelante, su aliento empañando el vidrio helado—. No eres una copia. Eres única, más bonita, mejor persona, y no tienes las manos sucias. ¿Era eso suficiente como para mantener su cordura? Su pobre mente se veía a sí misma con armas por doquier, asesinando gente, con el cabello liso. ¿Se estaba volviendo demente? Quizás sí, quizás estaba perdiendo la razón… — ¿Emily?

La pequeña muchacha saltó en su silla y se afirmó del borde del tocador para no ir a dar con sus huesos en el suelo, y se giró con una mirada asesina hacia la puerta blanca de su habitación, que se remecía bajo los golpes directos y casi militares. —Qué—contesta con sequedad, parándose con un poco de dificultad de la silla. Se acomoda el largo cabello negro y rizado sobre un hombro, luchando contra la rebeldía de sus raíces, y gruñe cuando no consigue su cometido. Mientras ella luchaba con su cabello, se desliza a su habitación su hermano mayor, Andrew Clarckson. Fornido y más alto que ella (como casi todo el mundo), entra a su habitación con grabo, la camiseta blanca tensándose sobre unos músculos que dan miedo. Sus ojos negros recorren la habitación, incrédulos por alguna desconocida razón, y luego se pasa una mano grande y de marcados tendones por el espeso cabello castaño oscuro. — ¡Sal de mi cuarto!—chilló la chiquilla de pelo negro, lanzándole un cojín cercano. Acertó en el blanco, pero Andrew ni siquiera se inmutó—. Pide permiso antes de entrar, imbécil. Andrew observó con las cejas alzadas el cojín de vuelos en el suelo, y negó con la cabeza lentamente, volviendo a pasarse una mano por el cabello castaño oscuro. —Necesito que me acompañes—murmuró su hermano mayor, deteniendo la ola de insultos poco apropiados para una dama. Sus ojos negros, grandes y brillantes, se fijaron en él, sorprendidos y aterrados—. Arianne quiere verte. ¡Oh, por el amor a todo lo que es santo! —No quiero hablar con esa zorra—refunfuña, cruzándose de brazos y componiendo un mohín. Con las mejillas infladas y el ceño fruncido, parecía tener cinco años en vez de casi veinte. —Joder, controla la boca—le reclamó su hermano mayor, mirándola con el ceño fruncido. Una uve, común en la familia Clarckson, se formó al medio de su frente, con nimias arrugas rodeándola—. Parece que te hubiese criado una manada de lobos. —Te estás pareciendo a mamá—se quejó la pequeña Emily, manteniendo su expresión de niña ofendida. —A ti te hace falta parecerte a ella—contraatacó Andrew, sin mirarla. Se volteó, abrió la puerta, y le apuntó hacia el pasillo con el mentón—. Tira. —Andrew… —Como no te muevas te muevo yo—la amenazó mirándola con seriedad. Con la puerta abierta y esa mirada en sus ojos casi negros, luce escalofriante. Y eso que Emily todavía no tenía la malísima suerte de toparse con Eliot—. Ya sabes que no pesas.

A regañadientes, maldiciendo a diestra y siniestra, la menor de la familia mafiosa más grande de los Estados Unidos siguió a su hermano mayor a través de los pasillos de la mansión familiar, mirándolo con desprecio e imaginándose diversas formas de asesinarlo por la noche. Claramente, ninguna de estas ideas soñaba jamás con realizarse, porque al contrario que la gran mayoría de su familia, la vena de los asesinos la había ignorado olímpicamente. Emily solo decía palabrotas y el único delito que había cometido jamás había sido beber siendo menor de edad, para darse cuenta de que en realidad odiaba el alcohol. Para estas circunstancias, pasarse del límite de velocidad permitido en zonas urbanas no debía contar. No para los Clarckson, cuyos delitos más suaves eran el contrabando de drogas y el secuestro. Andrew la escolta, profesional como un marine, hacia uno de los patios embaldosados de la mansión Clarckson, con piscina techada y temperada. Mesas repartidas por las baldosas rodeadas de césped bien cuidado y setos enormes y perennes creciendo aquí y allá. Sentada en una de las sillas finas y blancas, yace una joven mujer de larguísimo pelo negro, atado en una coleta alta tras la cabeza, las hebras azabaches cayendo lisas y suaves como una cascada delante del respaldo de metal delgado pintado de blanco, doblado en formas imposibles. Tenía un cigarrillo en la boca, un Lucky Strike rojo a medio consumir que regalaba su humo nicotínico a la atmósfera fría. Sin alejarlo de sus labios, le daba una calada tras otra, con aire perezoso, mirando al techo con altas vigas, los pies cruzados sobre la mesa de vidrio, con un vaso medio vacío de whiskey seco. Las botas, estilo militar, desabrochadas, los cordones colgando al costado de sus tobillos, los pitillos por dentro de color negro y raídos. La camiseta raída medio grisácea de Pearl Jam colgando alrededor de su muy delgado cuerpo, la chaqueta corta de cuero café oscuro abierta, con muchas hebillas y muchos bolsillos. Relajada, giró la cabeza hacia Andrew y Emily al sentir sus pasos en las baldosas. Divertida, analiza la vestimenta de su copia y sonríe para sus adentros. Con vaqueros carísimos, zapatillas tipo Converse, y una bonita blusa azul ajustada dentro de los pantalones, y su larga melena rizada y negra, parecía una princesita más que la menor de una familia de asesinos. —Drina—llamó Andrew, con tono profesional. Apenas y giró sus ojos hacia la pequeña asesina, que relajada como si nada, estaba tarareando la melodía de alguna canción de rock clásico. —Andrew—contestó ella, sonriéndole rápidamente—. Puedes irte.

—Llámame si me necesitas—contestó su medio hermano, alzándole las cejas antes de irse. —Vale, vale—murmuró Drina, cerrando los ojos para volver a recostarse contra el respaldo. Ronroneando con flojera, se estiró suavemente, para luego quitarse el cigarrillo ya consumido de los labios y aplastarlo contra un cenicero de cristal al lado del vaso medio vacío de whiskey—. Siéntate, Emily. La muchacha la miró desconcertada unos segundos, para después componer una mueca de fastidio… que a Drina le importó un pepino. Le sonrió burlona desde su silla con cojines de seda, como si estuviese en su casa, y prendió otro cigarrillo, abriendo la tapa de metal de un Zippo recargable. —Tenemos algo de qué hablar tú y yo—la instó la asesina, apuntando a la silla libre de la mesa. Con el cigarrillo atrapado entre los labios, apenas y se le entendía lo que decía, pero consiguió arreglárselas para que Emily comprendiera cada palabra que salía de su boca. —No tenemos nada de qué hablar—replicó la chiquilla con desdén en su voz y su mirada. Alzó las cejas con frialdad, y se cruzó de brazos, componiendo su mohín de niña malcriada. Ante aquella expresión de mal genio, que más correspondía a un bebé que a alguien de su edad, la asesina sonrió con malicia, y dio una calada al cigarrillo aún si quitárselo de los labios. —Oh, claro que lo hay—se encogió de hombros, mientras el cigarrillo se le balanceaba al hablar. Volviendo la mirada al frente, hizo un ademán despectivo hacia la silla y suspiró con tono afectado—: pero si no quieres sentarte… Desde su posición, Emily la miró con rencor. La asesina sintió la mirada de su media hermana sobre ella, y la miró con sus cejas perfiladas, para luego soltar una risita. —Si me sigues mirando voy a creer que te va el incesto—bromeó Drina, sin sonreír. Emily se sonrojó notoriamente, desde el cuello hasta la raíz de los cabellos, y entrecerró los ojos hacia la mujer del cigarrillo—. Vale, vale, cierro el pico. Pero tú—apuntó primero a la joven y luego la silla con un ademán de su mano—te sientas. Se estiró y tomó el vaso de whiskey para vaciarlo de un trago. Se relamió, con las mejillas sonrosadas por el alcohol, y dejó el vaso vacío a un lado, empujándolo suavemente para que se deslizara peligrosamente cerca del borde de la mesa. —Recuerda que si no te sientas voy a seguir con mi sarcasmo de mierda—comentó la asesina, apoyando la cabeza sobre el respaldo de la silla y cerrando los ojos. Aún con el cigarrillo en la boca, Drina cruzó los dedos sobre el estómago, pareciendo la imagen de la perfecta calma.

Con una mirada de odio que Drina no supo que existió jamás, la pequeña Clarckson se sentó en la silla libre que la asesina le había indicado. Lo más lejos posible de la mujer de pelo negro y del humo de su cigarrillo, Emily se inclinó hacia atrás en el respaldo, como si pudiera poner más distancia entre ella y su hermana mayor. La observa, por si acaso quizás. Y se dice a sí misma que está perdida. El parecido entre ellas es tal que fácilmente podrían pasar por gemelas. —Deja de mirarme—se quejó Drina, sin abrir los ojos y luego de aspirar un poco de humo de su cigarrillo. La ceniza se curvó hacia abajo, y Drina se lo quitó de los labios para golpearlo con un dedo sobre el cenicero. Se lo vuelve a poner entre los labios, sobre los cuales se ve una sonrisa maliciosa—. Bien… al grano. Emily sintió un escalofrío recorrer su espalda. Esa mujer tenía miles de sentidos que la alertaban de cuando era el centro de atención. Ella no tenía un sexto sentido. El suyo debería ser ya el onceavo o quizás el quinceavo. Porque siempre, siempre, iba un paso adelante de todos los humanos normales y corrientes que Emily había conocido. —Para mala suerte de ambas—comenzó Drina, mirando inquisitivamente su vaso vacío de whiskey, como si pudiera hablarle de vuelta. Espera, se dijo Emily, ¿a quién le habla? ¿Al vaso o a mí?—tenemos casi la misma cara—oh, me habla a mí–. Eso, para tu seguridad, es un gran problema. La muchacha parpadeó, y miró a su hermana mayor como sin entender. ¿Un problema de seguridad? ¿Por qué? Con una mueca de escepticismo, Emily Clarckson entrecerró los ojos hacia la asesina, y compuso una sonrisa arrogante. —Tienes razón—bisbiseó por lo bajo, como en un siseo de odio—es mala suerte de ambas. Pero más mía que tuya. —No creas—contestó Drina, tomando el vaso ahora y mirándolo de distintos ángulos. Parecía que estuviese drogada o algo así—. No me interesa parecerme a una cría de diecisiete años. — ¡Dieciocho!—se ofendió Emily, golpeando la mesa con su pequeño puño. —Sí, sí, como sea. Puedes beber y conducir. Sí—contestó ella, quitándole importancia al asunto. Frunció el ceño y giró la cabeza—. ¡Que alguien me traiga más whisky! Movió el vaso, sobre su cabeza, para que alguien apareciera y lo tomara para llevárselo. Luego de dos contoneos más del cristal en el aire, una de las mucamas de la casa apareció para llevarse el vaso y rellenarlo con whiskey. Drina la detuvo con una mirada, antes de que desapareciera como había venido: de la nada. —Con hielo esta vez. Y que no se te ocurra volver a darme Jack Daniel’s—siseó.

Con una mueca de fastidio, que se volvió de pereza con mucha lentitud, la pequeña mujer suspiró y se acomodó en la silla, ronroneando con satisfacción. —Como te decía. Te pareces demasiado a mí—afirmó de nuevo, con los ojos cerrados mientras inhalaba el humo del cigarrillo. Se consumió hasta casi el filtro, y ella gruñó molesta. Se lo quitó de los labios y lo apagó—. Por lo mismo, vas a tener que tener protección las veinticuatro horas del día. Los labios de la mayor de las Clarckson se estiraron en una sonrisa cargada de malicia, y sus ojos se abrieron para clavarse directamente en los de Emily. Alzó las cejas, como disfrutando del espectáculo que podía observar: la cara de la menor cayéndose de por lo menos unos mil metros de altura. Anonadada. Así lucía la pobre Emily, mientras repasaba en su cabeza, una y otra vez, las palabras de Drina. — ¿Qué?—soltó de pronto, en un balbuceo confuso. Drina bufó. —Nuestro parecido no es más que físico—masculló pensativa, mientras miraba hacia alguna parte. La mucama de antes volvió a aparecer de la nada, y deslizó una botella de Johnny Walker etiqueta verde, un recipiente con hielo, y un vaso limpio y vacío frente a ella. Con una sonrisa de satisfacción y aceptación, la asesina le dedicó un asentimiento con la cabeza, y le sonrió… con algo que casi pudo parecer agradecimiento—. Mira. De noche, te puedes parecer mortalmente a mí, Emily. Soy la jefa de la mafia, la cabeza de la familia. Estoy en peligro todo el tiempo. Hay mucha gente que quiere matarme, y no voy a dejar que maten a alguien más porque se parece a mí. En ese caso, prefiero que me maten a mí. Emily la miró unos segundos, confundida por su actitud. Lo que ella no sabía, es que Drina no lo hacía de buena persona. Todos sabemos que Drina era de todo, menos eso. Lo hacía por orgullo: ¿que alguien asesinara a otra persona pensando que era ella? ¿Qué clase de insulto era ese? Ella era única. Era Drina Rinaldi, 49. La asesina más temida de todos los Estados Podridos de América. O la segunda. —Me niego—logró decir Emily. —Lo siento. Ya está decidido. Te guste o no te guste—le dijo la asesina, vertiendo whiskey sobre una torre de hielos que se deslizó hacia un costado bajo el líquido color ámbar—. Acatarás la orden, ¿me oyes? — ¡No puedes!—chilló la pequeña Clarckson, alzándose en su silla. Se irguió, en su pequeña estatura, y se inclinó hacia Drina, enrojeciendo de ira—. ¡No eres mi madre! ¡Ni siquiera llevas mi apellido, no puedes darme órdenes! Drina alzó las cejas y le dio un trago a su vaso. Luego deslizó una mano por su cara, como si estuviese limpiándose algo desagradable, y refunfuñó algo en voz baja.

—Gracias a dios que no soy tu madre—se quejó con sarcasmo—. De serlo, te habría enseñado a no escupir cuando hablar. Dios, casi me bañaste. Ese solo comentario despectivo y malintencionado, hizo que Emily perdiera toda la fogosidad de sus palabras y palideciera. Todo el rubor se había escapado de su rostro, se había tornado en una blanquecina capa que cubría toda la piel de su rostro. Sus enormes ojos negros se abrieron de par en par, y se enrojecieron de inmediato. Drina y su lado perra una vez más al acecho. —Ahora que te has sentado y que pareces un ser humano—continuó Drina como si nada—vas a tener que cerrar la maldita boca. Vas a seguir mis órdenes. Es un guardaespaldas veinticuatro horas a la semana, o un chip de rastreo subcutáneo. Escoge.

Flashback. Drina rodó sobre su costado y parpadeó mirando al techo, sintiéndose completamente saciada. A su lado, Maxwell Sarkozy suspiró satisfecho, con los ojos cerrados y una sonrisa boba en su rostro, con el cabello desparramado y una fina capa de sudor cubriéndole el cuerpo de espanto, como un aviso de neón que chillaba ―acabo de follar‖. —Si no fuera porque tienes que trabajar—murmuró él—, no saldrías de la cama. Ella soltó una risita ligera, aún perdida en el paraíso consiguiente al orgasmo. Esa dicha que venía después de que tu cuerpo se liberara de esa manera… Wow. Mejor que el whisky, mejor que los cigarrillos. Mejor que nada de lo que había probado en su vida. —Créeme, tampoco dejaría la cama—contestó la mujer, estirándose, aún desnuda sobre las sábanas. Gracias a dios, jamás había tenido que preocuparse por el detalle del sexo sin protección. Había comenzado a tomar anticonceptivos a los catorce años y jamás, nunca jamás, había olvidado una dosis. Ni una sola vez. —Hoy me enteré de algo—comentó Maxwell, abriendo sus ojos marrones y fijándolos en ella. Recorrió su cuerpo con la mirada, deteniéndose en la curva de su cintura, y sus glúteos perfectos y erguidos, y una erección amenazó con levantarse—. Conrad está vivo. ¿Tú lo sabías? Maxwell Sarkozy: ganador del concurso de ―cómo terminar con la dicha post-coital‖. Un aplauso, por favor. Gruñó, enterrando la cara en las sábanas color azul oscuro. Bufó contra la tela cargada de olor a feromonas y perfumes almizclados (las pobres sábanas habían soportado noches y días completos de ―diversión casera‖) y su cuerpo completo pareció hundirse. Maxwell alzó las cejas, y sonriendo puso una mano sobre la cintura de Drina, trazando círculos con el pulgar en el lugar cercano a sus riñones. —Hey, vamos. Sé que no es un buen momento, pero últimamente lo único que hacemos es tener sexo—bromeó él, sonriendo. Sus labios ladearon la sonrisa al detectar la tensión de los músculos de su pareja cuando él deslizó su pulgar sobre su piel—. Jamás hablamos. Y de verdad quiero saberlo. — ¿Quién te lo contó?—preguntó la muchacha, aclarándose la garganta. —Solomon. Segundo lugar: Maxwell Sarkozy.

—Oh dios—gimió ella—. Odio a ese tipo. Pero sí, el idiota tiene razón. Conrad está vivo. Se pasaron un par de minutos más comentando acerca del por qué de la aparición del tío paterno de Drina. Ellos creían, hasta algunos meses atrás, que él estaba muerto, asesinado por Black Mirror en la época en la que los Clarckson aún no se hacían cargo de la mafia. Ninguno tenía ningún indicio de cómo era que Conrad Clarckson había sobrevivido, ni las razones por las cuales hubiese aparecido ahora último, pero ambos llegaban a la siguiente conclusión: a nadie, absolutamente a nadie, le convenía que Conrad saliera a escena. Ya tenían suficiente con el resto de la organización y con la agencia como para que, además, le agregaran a uno de los más prominentes miembros de White Orchide. Al final, cuando ya se aburrieron de hablar estupideces que no venían al caso, hicieron lo que toda pareja con tiempo libre hace. Comenzar a besarse, para terminar uno encima del otro, todos sudorosos, preparados para el segundo asalto de la noche, y eso que ni siquiera eran las diez y media. Maxwell estaba besando el cuello de Drina, que yacía sentada a horcajadas sobre él, cuando el celular de la muchacha timbró y vibró sobre el velador. —Max—murmuró ella, estremeciéndose cuando las enormes manos de Maxwell apretaron sus nalgas—. Tengo que contestar. —Al diablo el celular—gruñó él contra la piel de sus clavículas. —Max, puede ser del trabajo—gimió ella. Sintió la erección de Maxwell contra su pelvis y sus músculos se tensaron todos juntos, haciéndole encorvarse de deseo. Ignoró la parte más baja de sus instintos y el ronroneo de placer de Maxwell cuando sintió la cercanía de ella, y trató de apartarse—. ¡Max! Refunfuñando, Sarkozy se estiró hasta alcanzar el teléfono de la pequeña mujer de pelo negro que yacía sobre él, toda despeinada y sonrojada, repleta de marcas rojizas por toda la piel. Le entregó el artefacto y ella contestó, poniendo los ojos en blanco y tratando de soltarse. Él, sin embargo, siguió besándola y apretándola contra él, mientras charlaba por teléfono, con una sonrisa lobuna en su rostro. —Rinaldi—soltó ella. —Drina, tenemos una situación—contestó la voz al otro lado del teléfono, con aire profesional. —Demonios Andrew—se quejó ella con voz entrecortada. Los besos de Maxwell habían vuelto por el camino recorrido y ahora delineaban su mandíbula tan suavemente

con la lengua que la muchacha pensó que eran sus labios. Terciopelo y seda… Dios—. Mi horario terminó. Joder, soluciónalo tú. —Es Emily—comentó distraído Andrew al otro lado de la línea. — ¿Qué? —Se escapó. ¿Mando a alguien a buscarla? —Patch—contestó Drina, frunciendo el ceño. Maxwell se separó de ella y alzó las cejas con gesto de incredulidad. La joven le hizo un gesto con la mano para que no creyera algo que no tenía nada que ver—. Envíalo a él. Sabrá cómo encontrarla. Si es necesario, envía a Eliot. —Pero ellos están a cargo de ti… — ¡Que los envíes! Drina apagó el teléfono y lo lanzó a alguna parte de su habitación, inhalando profundo y volviéndose a los ojos de Maxwell. — ¿En qué estábamos? —Creo que estaba besándote—le contestó él, con una sonrisa pícara. —Ah, me gusta la situación. Procede.

— ¡Más vodka!—gritaron cerca de su oído. La voz chillona de su compañera de universidad vibró en sus tímpanos, y se estremeció bajo el sonido de la aplastante música, que retumbaba en las paredes con el insistente bajo que parecía perforar las paredes, el suelo y el techo de la casa atestada de personas bailando. Emily Clarckson estaba vestida con un simple vestido corto de color ciruela, con lentejuelas cocidas por toda la extensión de la tela. El efecto, bajo los cortaluces y las luces estroboscópicas que brillaban en sincronía con la música, era alucinante. Una muchacha de bonitas curvas, con un vestido corto y zapatos de tacón, entre toda esa marea de cuerpos universitarios moviéndose de aquí para allá. Llevaba el cabello suelto, de tal manera que parecía algo así como un ser salvaje. Con su pelo encrespado, medio húmedo y voluminosos alrededor de sus hombros, parecía una diosa escapada de los bosques, una Amazonas, con ese color ciruela todo exótico resaltándole las curvas.

No era extraño que todos y cada uno de los idiotas allí meneándose tuviera sus ojos puestos en ella. Pero Emily estaba incómoda, preguntándose por qué se había metido en ese horrible lugar. Odiaba el alcohol, los cigarrillos y aborrecía cualquier tipo de droga. El ambiente apestaba a marihuana y tabaco, y el sudor de todos los universitarios emanaba alcohol a través de cada maldita glándula. Con cara de asco, ella se deslizó hacia la mesa que estaba tomando el papel de barra, con un insistente pitido en los oídos porque la música estaba demasiado alta. Había terminado en uno de los lugares que tanto odiaba, sólo por llevarle la contraria a su hermana mayor. Arianne Clarckson tenía razón, para ser sinceros. Ellas se parecían demasiado, y Arianne estaba en la mira de todas las organizaciones mafiosas del mundo. Ahora que había comenzado a administrar a Black Mirror, y que se sabía que había sido la número 49 en la agencia, más gente se había sumado a la cola para poder asesinarla. Suspiró, mientras se sentaba en una de las sillas que se habían quedado al borde de la improvisada pista de baile. Con aburrimiento, se hundió en el cojín y miró la masa de cuerpos moviéndose al son de la música, sintiendo náuseas por el aroma a alcohol, cigarrillo y clavos. Una alta y amenazante figura se deslizó a través de los adolescentes, mirando atentamente a cada rincón de ese lugar. Aunque el nauseabundo olor de una fiesta flotaba en el aire (lo antes ya mencionado, sumado a olor a sexo y a sudor), el alto tipo de ojos color avellana apenas sentía la diferencia con el aire normal. Un barman estaba todo acostumbrado a ese olor. Vivía de las oportunidades que las personas tuvieran de oler así. Al final, sus ojos encontraron al fin lo que buscaban. Arrimada a la pared, sentada sola y lejos del tumulto, estaba una bonita chica de pelo rizado y negro, de apariencia salvaje y sensual. Patch entrecerró los ojos, sorprendido de lo adulta y bonita que se veía. A su alrededor, las muchachas universitarias que bailaban con sus cortos vestidos y sus despampanantes cuerpos sudorosos se volteaban a mirarlo, boquiabiertas de ver un monumento de hombre como ese, caminando sin inmutarse siquiera con toda esa exhibición de carne femenina expuesta. Impertérrito, Patch Cullen avanzó hacia la hilera de sillas colocadas contra la pared, con paso decidido y una mirada asesina en sus ojos color avellana. Emily, sentada y con los ojos gachos, no lo vio acercarse a ella. Estaba demasiado sumida en su propia miseria, la de ser la única chica de la fiesta sentada en una de las sillas, que nada más le preocupaba. Se decía a sí misma que era una estúpida por

ponerse en esa situación incómoda, solo por querer desafiar a la autoridad inevitable en la que Arianne se había convertido. — ¿Sabes la cantidad de problemas que he tenido hoy por culpa tuya?—gruñó entonces el barman, parado frente a ella y de brazos cruzados sobre su escultural pecho. Los ojos negros de Emily se alzaron del suelo de parqué, ampliados por el terror, y se fijaron en él—. Tú y tu jodida idea de salir de fiesta me han dado más problemas de los que puedes imaginar. Así que levanta el trasero de la silla y sal de aquí ahora. Con los ojos abiertos como platos por la sorpresa, Emily solo atinó a obedecer la primera parte de la orden de Patch. Esa noche esperaba muchas cosas, pero no que el guardaespaldas personal de su hermana fuera a buscarla en medio de plena fiesta. Y es que Emily siempre había considerado a Patch un monumento de ser humano, con esas camisetas raídas de bandas de rock, los vaqueros ajustados y las botas de motociclista. Y verlo a través de las luces de la fiesta no ayudaba a estropear esa imagen. Pero entremedio de ese amor medio platónico que comenzaba a acallar sus pensamientos, la idea de que esa situación era más que extraña surgió en su cabeza, y la hizo entrecerrar sus párpados, frunciendo las cejas. — ¿Qué haces aquí?—exigió saber la pequeña Clarckson, deteniéndose en seco. —Vine a buscarte—contestó él con simplicidad. —No le dije a nadie dónde estaba. Mamá cree que estoy estudiando en la casa de una amiga—terció ella, con su voz alzada una octava más. —Sí, bueno, todas las universitarias dicen eso en algún momento. Y no es muy difícil rastrearte, tenemos gente en todos lados—dijo él, distraído. Iracunda, la muchacha de pelo negro chilló como una niña de cinco años, y atravesó el mar de adolescentes sudados hasta la puerta de salida. Al abrirla, el helado aire nocturno pegó contra su cuerpo húmedo y se estremeció por el frío. Alguien debía recordarle que un vestido corto y sin mangas, además de andar si medias y unas sandalias de tacón aguja, no eran la mejor forma de salir a la noche neoyorkina, sobre todo cuando recién pasó el año nuevo. Los pasos calmados, aunque certeros y veloces, de Patch, la siguieron rápidamente, sin darse ni un lapso de tiempo para refunfuñar la frustración que Emily le hacía sentir. ¿Qué había hecho? ¿Qué problema le había dado a Drina para que lo mandara a cuidar a una cría como esa? Había logrado permanecer todos esos años lejos del resto de la familia. Se relacionaba sólo con quiénes estaban en la organización, pero los menores siempre se mantenían apartados. Y ahora, tenía que acostumbrarse a cuidar de esta niñata mimada. El frio le golpeó sobre la chaqueta verde a cuadrillé y los vaqueros, y exhaló una voluta de vaho que se perdió en el aire. La noche, iluminada por los faroles dorados, se veía

entrecortada por el sonido constante del bajo que venía desde detrás de ellos, como el incansable latido de un corazón retumbante. Bajó las escaleras del pórtico y caminó detrás de la menor de los Clarckson, sorprendiéndose a sí mismo observando las piernas largas y torneadas de Emily. Parpadeó varias veces, abofeteándose en su fuero interno. Se parecía demasiado a Drina. Demasiado para su salud mental. Se pasó una mano por el cabello castaño, y exhaló el aire que había contenido en sus pulmones al pillarse a sí mismo admirando la belleza de alguien menor que él. ¿Qué? ¿Ahora era un viejo verde, o algo así? Emily tenía dieciocho. Él tenía veintiséis. Ocho años de diferencia. ¿Cómo podía encontrar belleza en algo tan…? Frustrado por no encontrar el término apropiado para asignarle a la menor, trotó detrás de ella, ignorando que se le habían derretido las entrañas al ver el gran par de tacones que usaba. Enfadada por haber sido pillada en una maldad adolescente (si es que escaparse de casa estando bajo vigilancia permanente podía ser así llamado), Emily Clarckson se alejó de Patch pisando con la mayor fuerza que sus tacones le permitían. Sobre el suelo mojado y resbaloso, se dijo que los tacones eran malos. Lindos y sexys, pero malos. Se reconoció a sí misma como una equilibrista, pero dejó ese descubrimiento para después. Atravesando ambos las calles de New York, bajo miradas sorprendidas de algunos transeúntes, no se hablaron durante un rato. Emily se había alejado ya dos cuadras del lugar en el que Patch tenía estacionado el auto para llevarla a casa, sin siquiera mirar hacia atrás. Los pórticos de las casas colindantes estaban todos iluminados por sus propias luces doradas. Columpios familiares, autos estacionados llenos de escarcha, figuras de yeso decorando los jardines rodeados de verjas pequeñas. Aunque luego de caminar un rato las casas desaparecieron, siendo sustituidas por las típicas torres llenas de departamentos, con ventanas iluminadas aquí y allá, autos estacionados angostando las calles, árboles enangostando las aceras. — ¡Emily!—llamó Patch, de mal humor, desde atrás. Había dejado de tratar de seguirle el paso. Tarde o temprano se iba a aburrir de equilibrase sobre el resbaloso pavimento, de morirse de frío con ese trozo de tela que apenas cubría sus glúteos—. Por el amor de dios, ¡Emily, detente! Más sin embargo, ella siguió caminando. Ignorándolo olímpicamente, se detuvo frente a una tienda de comestibles, e ingresó en ella. Con martirio, Patch apresuró el paso, corriendo sobre la acera, hasta detenerse en el mismo punto en el que Emily lo había hecho, y entró a la tienda rápidamente, con el tintineo de la campanilla sobre la puerta. La muchacha escarbaba ya en uno de los anaqueles, aún decorados con motivos navideños. Con gesto huraño, tomaba bolsas de golosinas, las observaba por unos

segundos, y las volvía a dejar en su lugar, componiendo una mueca cada vez que leía algo que no le gustaba en las etiquetas. Como una máquina seleccionadora, se fue moviendo poco a poco desde un extremo de las estanterías al otro, deslizándose sobre el suelo de baldosas blancas y pulcras, seleccionando lo que quería comprar. Terminó por ponerse bajo el brazo una bolsa de Cheetos, una bolsa de papas fritas, un paquete familiar de Skittles, y dos barras de Hershey’s. Al final, cuando salió al encuentro del cajero, que la miraba baboseando sobre el mesón, con los ojos fijos en sus largas y expuestas piernas, se detuvo frente a uno de los refrigerados de puerta transparente, y dudó unos segundos. Acto seguido, la abrió con un encogimiento de hombros, y sacó una botella de vodka Eristoff, que agregó a la masa de cosas que tenía bajo el brazo. Con las cejas alzadas, pues dudaba que pudiera con el alcohol ella sola y con toda la comida chatarra que se estaba llevando, Patch caminó hacia el refrigerador. Ella, a su vez, se había dirigido ya a la caja, y estaba pagando con el dinero que llevaba en el ínfimo bolso de cuentas colgado en su hombro. ¿Qué? ¿La mayor con una obsesión por el whisky y la menor por el vodka? Que dios me libre. Con un bufido de mártir, Patch abrió el refrigerador y retiró un par de botellas de zumo de frutas. Uno de piña, y otro de naranja, y, por si acaso, una botella de agua tónica. Algo para alivianar el sabor potente del vodka, incluso aunque fuera uno de mala calidad. Emily estaba totalmente sobria. Con la cantidad de alcohol que había en esa fiesta, Patch esperó encontrársela bailando semidesnuda encima de una de las mesas, gritando como típica borracha. Pero no, estaba completamente lúcida, ni siquiera tenía hálito alcohólico. O sea… que no gustaba del alcohol. ¿Por qué llevarse una botella de destilado si no gustaba del licor? Luego de que Emily hubiese pagado su cuenta, Patch la empujó suavemente para poner las tres bebidas en el mesón. El tipo se vio obligado a apartar la vista de las curvas de la muchacha, y a regañadientes se volvió hacia él. Le cobró con expresión de disgusto en sus enormes ojos grises y feos, rodeados de ralas pestañas, frunciendo su boca que parecía una trompa y sus cejas despobladas y canosas. Emily salió tan rápido como pudo de la tienda y trotó fuera al frío, llevándose consigo el crujido de las bolsas. —Bien, ya basta de una maldita vez—se quejó Patch, alcanzándola sin problema luego de unos momentos—. Me has cansado, niña. Ahora da la vuelta y camina al auto.

Emily lo miró con desprecio. —Me has sacado de una fiesta. No he logrado comer ni beber nada. Ahora jódete y déjame en paz—escupió ella. Patch sintió una punzada de mal genio al escuchar ese maldito tono que parecía tener un eco. En su cabeza, casi podía ver a Drina hablándole, con exactamente la misma expresión que Emily—. ¿Por qué no te largas? El joven contó hasta diez antes de contestarle. —Mira. Si hubieses querido comer y beber en esa fiesta, lo habrías hecho en cuanto llegaste—apuntó, alzando las cejas. Ella tragó saliva, pillada en un punto, pero no retrocedió, incluso cuando sus piernas gritaron por hacerlo. Algo en el semblante de Patch había cambiado, y eso parecía ser desafío puro. Sonreía con altanería y superioridad—. Odias el alcohol. No entiendo por qué te has traído una botella de vodka. —No odio el alcohol—mintió ella en un gruñido de mal humor. ¿Cómo lo sabía? Jamás le había dicho a nadie que no le gustaba—. Además, no es de tu incumbencia lo que yo haga o deje de hacer. Tú, estás asignado a la zorra que tengo por hermana, así que no me jodas a mí. El odio flameó tan vertiginoso en los ojos color avellana de Patch, que ahora Emily no pudo sostener el deseo de retroceder, y sobre el asfalto, ella dio un paso atrás, alejándose de la oleada de desprecio que destiló del cuerpo de Patch. Tragando saliva, con los ojos abiertos de pánico, ella lo observó pararse allí, vestido como cualquier chico que ves en la calle, pero con un semblante más atemorizante que casi todos los hombres. —Controla la boca—le advirtió el joven, entrecerrando sus ojos. Unas nimias arrugas aparecieron alrededor de sus ojos, y sus cejas se fruncieron al medio de su frente—. Ahora camina y vuelve al auto. Ignorándolo de la forma más ―soy adolescente‖ posible, ella se quitó el pelo rizado del rostro y le dio la espalda. Apoyó las bolsas en el suelo, y el tintineo del vidrio contra el cemento hizo que Patch hiciera una mueca. Aunque siendo sinceros, la mueca era más por la vista que había recibido. Ella escarbó unos segundos entre las bolsas, hasta que por fin extrajo la botella transparente de tapa azul, y la miró como si fuera un trofeo, algo digno de ser analizado. Como si fuera el santo grial o algo así, para luego acercársela al pecho y rodar la tapa con sus dedos helados. El metal blando chirrió cuando se desprendió de los agarres que tenía como sello de seguridad, y la rosca subió fácilmente por el hilo, hasta que la boquilla transparente estuvo libre. Sin pensárselo demasiado, Emily subió la botella, puso sus labios sobre la boquilla, y se empinó el vodka, echando la cabeza hacia atrás.

Patch la miró sorprendido. No, sorprendido no. Anonadado sería algo así como más adecuado para la situación. Pero la facha de chica ruda no le dura demasiado, y en cuanto el alcohol casi puro del vodka baja por su lengua y su garganta, directo a su estómago, ella separa violentamente la boquilla de sus labios, se inclina hacia un lado con la botella transparente lo más lejos de ella, y tose, cerrando los ojos. Patch extendió una sonrisa triunfal por sus labios, cruzado de brazos y con las cejas alzadas. Mientras Emily se retuerce bajo los estertores del fuego que arde en su garganta, él simplemente espera a que se recomponga, sonriéndole con aires de superioridad a la pequeña adolescente rebelde. Con los últimos estremecimientos, Emily consiguió por fin terminar de tragar el destilado, y se enderezó con una mueca de asco. Parpadeando descompuesta y medio mareada por el licor y la cantidad evaporada por el acceso de tos, miró a Patch, que sonreía como si fuera el espectáculo más gracioso del mundo. — ¿Ya?—le preguntó, cruzado de brazos—. ¿Terminaste de parecer rebelde? Odias el alcohol—el joven dio un paso hacia ella, que, aún atontada por el alcohol, no atinó a retroceder. Como un rayo, quitó la botella de su mano, agitando el contenido transparente en su interior. Antes de que ella pudiera reclamarle, le echó una ojeada de reprobación—. Contrólate, Emily. No eres una cría. Beber en la vía pública es un delito. Pero en vez de asustar a Emily y hacerla entrar en razón, sus palabras sólo consiguieron que lo mirara de arriba abajo, con las pupilas brillantes por el licor y un arrebol coloreando sus mejillas, y con las cejas alzadas, como si lo analizara. De nuevo, volvió a recorrerlo con la mirada, y, para su sorpresa, soltó una risotada. — ¡Tienes que estar de coña!—jadeó ella entre risas. Se dobló por la mitad, sosteniéndose el estómago, mientras se carcajeaba. Sus cabello rizado se agitó, a la vez que sus risotadas medio borrachas se esparcían por el aire a su alrededor—. Beber en la calle es lo menos que un Clarckson podría hacer. Patch chasqueó la lengua con mal humor, entrecerrando sus ojos hacia Emily, quien todavía se partía de risa. Apoyada precariamente sobre sus tacones, inhaló y exhaló varias veces para recomponerse, pero no parecía lograrlo nunca. Cada vez que creía haber parado el acceso de risa, un nuevo ataque volvía a doblarla por la mitad y más risotadas faltas de aire bailaban en la noche neoyorquina. De todas maneras, cerró la botella de vodka Eristoff y se agachó a recoger la bolsa vacía en la que antes había estado el licor. Lo dejó dentro con suavidad, apoyando la parte plana sobre la acera, y se irguió a mirar a Emily, que inhalaba irregularmente debido a su ataque de risa. —Será igual de gracioso si un oficial de policía te ve, ¿sabes?—siseó. Con esa frase, toda risa de Emily se detuvo, y su jadeante respiración se disparó errática hacia el

miedo. Lo miró con los ojos entornados, enderezándose altiva, con las cejas alzadas y los negros ojos fijos en él. Aún así, no se atrevió a contestarle de manera sarcástica—. Porque sabes que bebiendo en la calle puedes ir a la cárcel, ¿verdad? Tragó saliva, mirándolo desconfiada. No se fiaba de ese enorme tipo, de mirada dura y cejas eternamente alzadas. Y, sobre todo, no se fiaba de él porque era el perro guardián de Arianne. Con una sonrisa triunfal, Patch tomó las bolsas que ella había dejado tiradas y comenzó a caminar hacia el auto que tenía estacionado cerca de la casa en la cual se realizaba la fiesta. Sin decir nada, sin contradecir una sola de las palabras antes dichas por Cullen, Emily Clarckson trotó detrás de él, equilibrándose sobre los tacones aguja. Luego de un rato de paso rápido y ciertas quejas en bisbiseos acerca del frío que hacía, llegaron por fin al lujoso Lamborgini que los esperaba aparcado a un costado de la acera. Lustroso y perlado de gotas de condensación, bajo la dorada luz de las farolas de la calle parecía estar incrustado en oro. Negro y lustroso, de baja carrocería, parecía un auto de carreras, alargado y redondeado. Pero ninguno de los dos se detuvo a mirar el bonito auto y lo caro que lucía, porque ambos estaban acostumbrados al lujo. Así que sin mediar palabra, Emily abrió la puerta del copiloto y se tiró en el asiento, acomodando los pies en el salpicadero, mientras Patch dejaba las bolsas en los asientos traseros y luego la imitaba, poniendo los pies sobre los pedales al dejarse caer en el mullido asiento con tapicería de cuero blanco. Con la mirada puesta al frente, Patch arrancó el auto con un ronroneo, y suavemente se deslizó por la calle, en dirección a la mansión Clarckson, con la sensación de haber estado en una situación parecida antes, solo que en un lujoso Jeep de su propiedad. A su lado, la voluptuosa y esbelta figura de Emily se encorvó suavemente, inclinándose hacia atrás sobre la tapicería. El cortísimo vestido se subió por sus muslos, dejando a la vista más y más piel blanca y perfecta cada vez, como atentando contra el sentido de la moral de Patch. Cada indiscreta mirada que se le escapaba, que se iba furtivamente hacia las perfectas pantorrillas de la muchacha era como una bofetada. Apretó fuertemente el volante hasta que sus nudillos se pusieron blancos por la exigencia. Con el entrecejo junto en medio de se frente con una profunda y malhumorada uve, Patch se mantuvo con los ojos fijos en la calle lo más que pudo, apretando los dientes, mientras a su costado Emily ronroneaba al acomodarse de nuevo sobre el asiento, cruzando la pierna derecha sobre la izquierda, su deliciosa pierna apretándose, marcándose el gemelo, el tacón estilizando la imagen de su esbelta pierna. Dios. ¡Contrólate, Cullen! Tiene dieciocho, por el amor de dios. — ¿Tienes frío?—preguntó. Sus dientes se apretaron a tal punto al ascender su mirada por las caderas y la cintura de Emily, que rechinaron.

—No—mintió ella, con las cejas alzadas, aunque sin notar el intenso y casi sexual escrutinio que Patch estaba llevándole a cabo. —Encenderé la calefacción. Una vez prendida la calefacción, Patch se maldijo a sí mismo. Tragando saliva, incómodo y (aunque no iba a decirlo en voz alta jamás) excitado, se dio de bofetadas en su fuero interno. Tener a una criatura tan sexy como Emily, en un espacio reducido y caliente no era la mejor idea de todas. Era, de hecho, la peor que había tenido desde que se le había ocurrido besar a Drina. Con ese recuerdo que le erizó las entrañas, Patch descubrió por qué Emily le resultaba tan jodidamente atractiva. Su piel, su cuerpo, sus preciosas piernas, su cara, todo en ella era idéntico a Drina. Incluso aunque la joven Clarckson que se sentaba a su lado tenía la melena rizada y salvaje, el parecido con Drina era demasiado abrumador, demasiado exacto. Además, parecía que Drina no hubiese envejecido desde los diecisiete. No la había conocido a esa edad, pero sí vio fotos de ella cuando les informaron de la muerte de Derek. Cuando le mostraron a la asesina, Patch casi se cayó de la silla. ―Es una cría‖, había dicho, decidido a no sucumbir ante la risa, ―ninguna cría puede tener los cojones de matar a su propio padre‖. Claro. No la había visto mandar a su hermana al loquero todavía, ni había sabido de sus pequeñas formas de defenderse de un intento de asesinato. —No quiero ir a casa—murmuró Emily de pronto. Esa entonación sacó al joven de sus pensamientos de manera abrupta, y se giró a mirarla sorprendido. Ya no parecía una mujer, enfundada en un trozo de tela que parecía hecho para excitar hombres a su paso. Parecía una chica, una niña que estaba vestida con las prendas más lujosas de su mamá, ropa que le quedaba grande y jetona—. No… no quiero que mamá me castigue. —Si Savana te castiga te lo tienes más que merecido—gruñó Cullen hacia ella, fijando de nuevo sus ojos en la calle. Se había metido por las calles aledañas, más pequeñas y menos concurridas, evitando el tráfico de aquellas horas. Sobre todo, evitando la quinta avenida, que siempre, siempre, tenía un tráfico sacado del mismísimo infierno—. Escapaste de casa, le mentiste a tu madre, y desobedeciste una orden directa de la cabeza de la familia. Emily chasqueó la lengua, mirándolo con los ojos entrecerrados, pareciéndose en exceso a su hermana mayor y posible molde para su creación. —No contestes, Emily—la cortó Patch, al ver que abría la boca para replicar. No quería oír su respuesta, y no quería escuchar su tono. Mientras más la oía, más sentía que tenía frente a Drina y eso le sacaba de quicio—. Si te callas y no dices nada ofensivo el resto de la noche, consideraré no llevarte a casa.

La visita

Drina se deslizó por la sala de espera dos, tres, cuatro veces, como león enjaulado, con las manos detrás de la espalda entrelazadas, los ojos fijos en el suelo, su entrecejo fruncido en su uve familiar, y el largo cabello recogido en una coleta que se balanceaba tras su cabeza a cada paso. Vestida de vaqueros y una raída camiseta de Vans of the Wall, la joven parecía una simple muchacha que estaba nerviosa. Pero desentonaba totalmente con el entorno aséptico, plagado de olor a desinfectante, lleno de voces susurrantes y de gritos lejanos en alguna sala de electrochoque. ¿Por qué se había dejado caer en la clínica siquiátrica? ¿Qué quería obtener de ese lugar? Ese lugar sólo tenía un ítem de interés, y ese interés le quitaba dinero y tiempo. Dakota Clarckson estaba bien allí metida, llevaba varios días (¿una semana, quizás? Puede que más, no estaba contando los días) en ese lugar, y su vida había sido más tranquila durante ese tiempo. — ¿Señorita Rinaldi?—llamó una enfermera. Sobresaltada, la pequeña y delgada joven de pelo negro se giró sobre sus talones en media vuelta, a mirar a la mujer que se había dirigido a ella. La reconoció como la cuidadora personal de Dakota, a quien ella misma había exigido para que velara por las necesidades de su media hermana. Esa mujer tenía un excelente currículum, y para Drina, sólo lo mejor. Incluso cuando fuera para la perra de Dakota. La mujer era rechoncha y pálida, de unos sesenta años. Vestía como todas las demás trabajadoras del lugar, de blanco uniforme inmaculado con la insignia de la clínica en el costado izquierdo del pecho. Rubia y de ojos celestes, la mujer lucía como un ángel. —Buenos días—la saludó cordialmente la ancianita, caminando a pasos cortos pero rápidos hacia ella. Le tendió una pequeña y regordeta mano, medio arrugada pero con las uñas impecablemente cortas y brillantes—. ¿Viene usted a ver a Dakota? Drina estrechó la mano de la frágil anciana con suavidad, temiendo romperla si la apretaba con demasiada fuerza. Tragó saliva, incómoda, y cuando se desasió del terso agarre de la mujer, dio un disimulado paso atrás. —Vengo a hablar con ella—aclaró. Para efectos prácticos, era exactamente lo mismo. —Tenemos un problema, señorita—murmuró la anciana, incómoda, retorciendo sus pequeñas y pálidas manos delante de su abdomen. La miró con disculpas en sus ojos celestes y viejos, y frunció sus arrugados labios—. Dakota no quiere verla.

—Enfermera—cortó suavemente Drina, sonriéndole con la mayor cordialidad que fue capaz. Estaba incómoda con eso de estar siendo suave con alguien. No la dejaba ir al grano y eso la ponía de los nervios—. A Dakota le interesa lo que tengo que contarle, créame. La enfermera (cuya placa rezaba Mary) abrió la boca para decir algo, pero la cerró de inmediato, como replanteándose sus propias palabras. Apretó los labios que se hicieron una fina línea rodeada de arrugas de edad, y luego pareció meditar. —Muy bien. La llevaré allí.

Emily se dio vuelta en la cama y gruñó, con un pequeño dolor de cabeza taladrándole un costado lejano de la cabeza. Era como un sonido amortiguado que latía en su sien izquierda, y que se extendía con cada palpitar a través de la raíz de sus cabellos. Gruñó y rodó sobre su costado. Estaba en ropa interior y tapada hasta el ombligo con una sábana que no era la suya. Envuelta en un perfume que no le pertenecía. Abrió los ojos, parpadeando confundida. Inhaló profundo, derritiéndose (aunque sin admitirlo) por el aroma impregnado en todo a su alrededor, incluyendo su propia y caliente piel. Miró fijamente el techo, tratando de que su confundida cabeza le diera luces de qué había pasado la noche anterior. Gimió al no recordar casi nada. Tenía la boca seca y un mal sabor que le llenaba toda la lengua. Había bebido, de eso se acordaba. Había comprado un vodka para ella sola y había comenzado a darle baje en plena calle, como cualquier adolescente rebelde. Y estaba con… — ¿Patch?—murmuró, sentándose de golpe en la cama. Su respiración se lanzó de rápida a errática, y comenzó a conectar los pequeños trozos de memorias que flotaban por su cabeza. Había estado con Patch en el auto, de vuelta a casa, cuando le había pedido que no la dejara allí. Le había dicho que cerrara el pico, eso sí lo recordaba perfectamente. No con esas palabras, pero para efectos prácticos era lo mismo. ¿Se habían dado el lote? Tenía los labios partidos y adormecidos. Desesperada y falta de respuestas, Emily se revolvió entre las suaves y perfumadas sábanas para poder escapar de esa prisión la que en realidad se le antojaba para dormir mil años. Una vez liberada del yugo suave del satén, se sentó por fin y observó su piel expuesta.

No había marcas, mordidas ni nada que hubiese indicado que anoche hubiese pasado algo ―indebido‖. Tampoco es que la idea le resultara poco tentadora. Pero no quería que su primera vez fuera borracha con alguien a quien apenas conocía. Se pasó una mano por el revuelto pelo rizado, cerró los párpados y contó hasta diez, para luego contar hacia atrás. Se serenó a costa de pura fuerza de voluntad, y luego abrió los ojos. La habitación era grande y acogedora, la típica pieza de un tipo soltero que vive sus veinte a cabalidad. Gran cama, muebles caros, decoración moderna. Buscó a su alrededor la ropa que andaba trayendo la noche anterior. Su vestido estaba pulcramente doblado sobre el respaldo de una silla cercana al escritorio, y sus zapatos de tacón estaban los dos juntos, alineados, debajo de la misma silla. No parecía que le hubiesen arrancado la ropa. Desesperada por su ausencia de recuerdos coherentes, Emily se pasó las dos manos por el enredado cabello, tratando de alisarlo. Las cortinas corridas dejan pasar poquísima luz, pero para su semi resaca esa luz es insoportable. Miró a través de sus dedos a las jodidas cortinas azules oscuro, y luego a sus propios pies. Se sobresaltó cuando la puerta de la habitación se abrió y entró a través de ella Patch, vestido con pantalones de chándal gris y una camiseta con el cuello cortado de color negro. —Buenos días—la saludó. Atónita y aturdida, Emily solo atinó a coger las sábanas de las cuales se había librado muy recientemente, y se cubrió con ellas hasta el mentón, ruborizándose. En vez de hacerlo sentir mal, él se carcajeó suavemente. —Nada que no haya visto antes—le avisó, mientras se giraba y abría las cortinas de golpe. La luz mortecina invernal se filtró a través de los visillos, y ella arrugó los ojos y la nariz, molesta—. Ponte una camiseta de las que están en el armario. Tienes que desayunar. Incómoda hasta decir basta, la muchacha se aclaró la garganta, ganando tiempo para lo que venía después. Aunque la pregunta era inevitable, la idea de hacer salir esas palabras por su boca la horrorizaba. —No nos acostamos, si es lo que quieres saber—le avisó él, antes de que ella siquiera abriera la boca—. Así que cambia esa cara. Bebiste bastante más de lo que creí que pudieras soportar y tu resaca debe estar matándote. Necesitas agua y comida. Se pasó una mano por el cabello castaño, desordenándoselo, y luego se metió ambas manos en los bolsillos de los pantalones. La miró dos segundos más, antes de hacer un sonido bajo en la garganta que Emily no pudo interpretar, y se encaminó a la puerta a grandes zancadas.

Más rápido de lo que en verdad era bueno para su cruda (cuya magnitud podía sentir ahora con mayor profundidad), Emily se deslizó fuera de la cama con sábanas de satén y revoloteó rápidamente hasta el armario. Abrió un cajón y encontró rápidamente una camiseta, ancha y raída que le iba demasiado grande y larga, pero que iba a cubrir lo suficiente. Se las pasó por la cabeza y luego se miró a sí misma. Parecía que se hubiese acostado con Patch. Sólo le faltaba usar su ropa interior y el paquete iba a estar completo. Se estremeció ante la sola idea de acostarse con alguien estando borracha. Su primera vez tenía que ser consciente. Tenía que saber lo que estaba haciendo. Miró a su alrededor, buscando algo con qué amarrarse el cabello. Sabía que no iba a encontrar ninguna goma para aquél propósito, así que su mente declinó más por un lápiz. Encontró un lápiz sobre el escritorio y ordenó un poco su cabello, dejándolo en un moño tras su cabeza. Una vez solucionado ese problema, se deslizó fuera de la habitación de Patch, completamente descalza. Se encontró dentro de un amplio y cómodo departamento, decorado con la típica frialdad de un neoyorkino soltero. Como en la habitación, todo estaba en tonos azules, grises y blancos, dándole al lugar una sensación de glacial impersonalidad que la incomodó un poco. El suelo de baldosas celestes con motivos geométricos casi tribales, y las paredes blancas, con cuadros de fotografías en blanco y negro colgando en simétrica disposición a lo largo de cada muro. Cortinas azules oscuro, visillos con dibujos de aves en todas las ventanas. Libreros atestados de tomos viejos y gastados junto a nuevos títulos salidos recientemente. Es lo más personal que alcanza a verse en toda la sala de estar. Por un pasillo aledaño, decorado igual que los muros de la sala, Emily llegó a la cocina. Encimeras, cocina, horno de convección, todo a la última tecnología. Impersonal y aséptico. Y Patch está sentado en un taburete puesto al lado de algo que asemeja a una barra, comiéndose un enorme sándwich que fácilmente podría alimentar a dos personas, con una taza enorme (quizás medio litro) de café con leche muy espumoso a su lado. En el puesto de al lado, con otro taburete listo, había otro sándwich igual de grande, con otra taza de la misma capacidad, esta vez vacía. —No sabía qué querías con tu desayuno, así que…—se encogió de hombros, para luego darle un enorme trago a su café. Vació más de la mitad en sólo esa oportunidad—. Hay agua recién hervida en la tetera, allá hay té, hay café, jugo… no sé, lo que quieras.

Parada estática, Emily recorrió con su vista la cocina, extasiada. Poca gente lo sabía, y su madre iba a matarla si se enteraba, pero quería estudiar gastronomía. Decir ―poca gente‖ no era nada, nadie sabía que lo que de verdad quería hacer era ser chef. —Emily—Patch chasqueó sus dedos frente a ella, llamando su atención—. Sírvete algo. Tienes que comer. Qué mandón. Poniendo los ojos en blanco, la muchacha dio un par de zancadas hacia la tetera eléctrica, de la que escapaba un hilo de blanco y transparente vapor, elevándose en rizos que se perdían a veinte centímetros del pico perlado en condensación. A su lado, una caja de loza blanca con dibujos de hojas llena hasta el tope con bolsas de té inglés, y un recipiente de vidrio muy delicado lleno hasta la mitad de café instantáneo. Sacó una bolsa de té y tomó el hervidor, para llevárselo a la mesa y echar agua en la taza. Cuando la hubo llenado hasta la mitad se detuvo, y dejó caer dentro la bolsita de té, que comenzó a teñir de inmediato y sutilmente el agua a su alrededor, absorbiendo la humedad e hidratándose el té. Dejó el hervidor a un lado, deslizándolo sobre la barra de mármol lo más lejos para que no la quemara, y comenzó a mover la bolsita dentro del agua. Con una mirada taciturna, alcanzó la cuchara y revolvió el té. Patch le alcanzó el azúcar. —Ten. Ahí—le dijo, mientras le daba otra gran mordida a su emparedado. Con un movimiento de la cabeza, Emily quitó la tapa del azucarero y le echó dos cucharadas a su té. Los cristales se deslizaron desde la cuchara a la superficie humeante, y se desintegraron suavemente antes de tocar el fondo. —Gracias por no llevarme a casa—murmuró Emily, después de tragar saliva. Él le sonrió, masticando su sándwich. —No fue nada—le contestó luego de tragar. Le dio otro sorbo a su café y dejó la enorme taza casi vacía—. Sobre todo si con eso evitaba que volvieras a abrir esa boca desesperante. Con los ojos entornados en su té, Emily sintió que algo de ella se derrumbaba. Hundió sus hombros, suspirando sin que Patch se diera cuenta. Este, se dijo, es el problema de tener un amor platónico. Sin decir nada, la menor de los Clarckson tomó un sorbo de su té, para probar qué tal le había quedado. Dulce, como siempre. Siempre se le pasaba el azúcar.

Como no lo estaba mirando, ella no notó que los ojos color avellana de Patch se habían oscurecido, avergonzados. Apretó sus labios en una inflexible línea recta, y frunció sus cejas al medio de su frente, fijando sus ojos en el sándwich a medio comer. ¿Por qué era tan difícil tratarla? Era igual a Drina, pero era más sensible. Si le hubiese dicho eso a ella, Drina le habría contestado algo así como ―oh, por favor. No seas imbécil‖, y se habría reído con esa risa corta y seca que poseía, sin mirarlo siquiera, fumándose un cigarrillo o leyendo algún papel importante. Pero Emily era todo lo contrario. Tenía muchas cosas de su hermana mayor, tanto que a veces era doloroso estar en su presencia. Rodaba los ojos, y fruncía el ceño de esa manera que hacía nacer una uve entre sus cejas, llena de arrugas de estrés, tal como Drina. Y ahí iba, odiando el alcohol y los cigarrillos, siendo una persona luminosa. No era posible que tuvieran el cincuenta porciento de los genes iguales. No era posible. Pero en fin. Era la verdad. Tenía una boca rápida y exasperante que Patch no podía aguantar. Y aunque se sentía mal, no iba a disculparse ni en cien mil años. Terminó su café, sin siquiera mirarla. Ignorando el hecho de que estaba usando una de sus camisetas favoritas, y que se veía hermosa con toda esa tela revoloteando alrededor de sus curvas pequeñas y breves, el cuello ensanchado por el corte mostrando su hombro derecho desnudo, parte de la piel de su pecho, la clavícula marcándose deliciosamente contra la leche de su tez. —Tengo que llevarte a casa—le comentó él. —No tengo qué usar—murmuró Emily en contestación. —No te va a ver nadie. Te llevaré en el Jeep, así que usa el vestido de anoche.

—Voy a matarte—siseó. Con las cejas alzadas, Drina dirigió sus ojos negros como el carbón directamente hacia la muchacha de cabello rojo y ojos azules hincada sobre la cama, con la camisa de fuerza blanca llena de hebillas por todas partes, sosteniendo su cuerpo. Una lenta sonrisa se extendió por los labios de la mujer, dándole a su rostro un matiz malévolo. La sonrisa no llegó a sus ojos, e hizo que Dakota sintiera el miedo, punzante y oscuro, revolotear dentro de su pecho, deslizarse por cada terminación nerviosa disponible, aturdiéndola. Drina se giró a mirar a la enfermera personal de Dakota, y con un movimiento de su cabeza le pidió que se retirara. Sin decir nada, tan asustada como todos los seres

humanos que pasaban diez segundos con la asesina, la enfermera corrió para alejarse de ambas mujeres, entre las cuales crepitaba una ansiosa aura de muerte. Con sus ojos azules y fríos fijos en los negros de la Clarckson mayor, Dakota sintió el odio bullir a miles de grados en sus entrañas, rasgarle las venas como un animal hambriento. Tiró contra las ataduras que le oprimían y gimió interiormente de dolor cuando la tela hirió sus muñecas. —Te tengo una propuesta—y la asesina fue directo al grano, sin pestañear, sin dejar de mirarla a los ojos, altanera y poderosa. Sus palabras fluyeron a su alrededor, flotando por el aire, seductoras y casi lascivas, embotando los sentidos de Dakota debido al poder que emanaba cada sílaba—. Si vuelves a dirigir a los sicarios, te saco de aquí. Dakota se rió. —Seguro—dijo con sarcasmo. Soltó una risa baja, sardónica, cargada de tanta ironía que Drina alzó aún más las cejas, arrugando su perfecta y nívea frente—. De inmediato, ama. ¿Dónde quiere que firme? Drina soltó un bufido. —Oh, bueno. No interesa. De todas maneras jodes menos aquí que en la organización— se encogió de hombros, despreocupada. Se acomodó un mechón rebelde de su liso cabello tras la oreja, y le sonrió con malicia a Dakota, cuyo orgullo e ira se desinflaron como si una aguja la hubiese pinchado—. Tengo el dinero suficiente para pagarte una vida completa en este loquero. El dinero que amablemente, Derek Clarckson me reservó. La mención del padre de ambas pareció algo así como una chispa sobre la gasolina. Pero no para Drina. Drina se mantuvo fija en su sitio, clavada al suelo con una sonrisa maliciosa extendiéndose de manera casi sensual en sus labios, mirándola, esperando la reacción. Lo que esperaba, lo que sabía que iba a suceder, se desarrolló frente a sus ojos como una película a cámara lenta, aburrida y sin color. Los ojos azules de Dakota brillaron con intensidad ante la mención de su padre. Abrió la boca, pálida por un nanosegundo, pero su palidez metamorfoseó rápidamente, hasta pasar al rojo intenso que tiñó desde lo que se podía ver de su cuello hasta las raíces de sus cabellos, un chillido de ira naciendo desde su pecho y borboteando en su garganta. Entre sus dientes, al proyectarse fuera de sus labios, el chillido fue más un sonido sordo. La agudeza del sonido, capaz de dañar sus cuerdas vocales, fue demasiado alta para su timbre de voz, y el aire le silbó en la garganta, haciéndola toser, enrojecida y lívida de ira. — ¡Eres una zorra!—chilló con la misma voz silbante, carente de sonido, cavernosa y ahogada.

—Pero vengo a ofrecerte un trato—contestó la asesina, cruzándose de brazos con suficiencia. Si seguía así, de verdad iba a terminar pagándole un retiro de por vida a la pobre chica—. Si te digo que vas a salir de aquí, ¿escucharías? — ¡Vete de aquí, inmunda perra!—gritó Dakota, recuperando su voz de pronto. Luchó contra sus ataduras, como una real esquizofrénica, pareciéndose poco cómicamente a Esther, de La Huérfana—. ¿Qué crees que soy? ¿Crees que voy a venderme así de fácil, sólo porque quieras quitarme algo que tú misma me impusiste? Drina chasqueó la lengua, sopesando las palabras de Dakota con fingida atención. Ladeó la cabeza, y se pasó una mano por el cuello, inflando las mejillas mientras actuaba un pensamiento profundo digno de Siddhartha. —Bueno… con respecto a la primera pregunta—se encogió de hombros, con gesto despreocupado, y de nuevo, la sonrisa maliciosa estaba de vuelta, tironeando las esquinas de su perfecta boca—. Creo que eres una perra sicótica, salida de mi propio infierno personal, además de ridícula, estúpida e inútil. Creo que además eres bastante poco avispada, que te falta medio cerebro y que eres una pervertida por querer tirarte a tu hermano mayor. La pelirroja empalideció todo su rojo carmín. El sonrojo desapareció como si lo hubiesen aspirado de su rostro, y sus hombros, que luchaban contra la camisa de fuerza, se hundieron bajo la directa y más-que-acertada-aunque-no-totalmente-aceptada descripción que le había dado. Claro, estaba todo esto al estilo Drina Rinaldi, y por supuesto, solo estaba recalcando lo peor de lo peor de lo peor de Dakota. Es Drina, después de todo. —Contestando a tu siguiente interrogación—continuó la Clarckson mayor, implacable y con su cara de analista informática, reservada solamente para eventos que requirieran una dosis extra de sarcasmo—. Eso se llama ―estrategia comercial‖. ¿Ves? Un tío obliga a alguien a que administre una empresa que no le gusta, y cuando ve que da frutos y da dinero, la pide de vuelta. Es simple. Lisa y llana transacción monetaria. En este caso, ahora que te necesito, te saco de aquí. Después de todo, el dinero se gasta rápido, sobre todo con mis gustos. La joven fijó sus profundos y vacíos ojos negros en su media hermana, y le dedicó su mejor sonrisa inocente. Hablando de ser perra. Se dirigió hacia ella, toda su pequeña estatura deslizándose grácilmente por las baldosas blancas, y se dejó caer aburrida sobre el colchón, jugueteando con una de las correas acolchadas. —Mira que bonito—comentó a nadie en particular—. Conozco a uno que estaría más que feliz con una de estas en su cama. A Eliot lo ponen las ataduras, ¿no te lo dijo?—la picó Drina, mirándola directamente a los ojos azules, que se entrecerraron asustados—. Oh, lo siento. No te dijo que le va eso de los Dominantes y las subs.

Si la cara de Dakota había caído al suelo durante todo el discurso sádico y cruel de su hermana mayor, ahora pareció haber cavado una calicata de al menos unos veinte metros de profundidad y haberse lanzado directamente al fondo, ignorando al resto del universo. Y tú crees que más abajo del suelo no vas a pasar. —Pero bueno—la joven de largo pelo negro volvió a encogerse de hombros, y arrugó sus labios, como lamentando la pérdida de la oportunidad con Dakota—. Si no quieres salir de aquí, tendré que hablar con alguien más para que me ayude con la organización. Ahora, si me disculpas, Dakota… Con elegancia y teatralidad (algo impropio de ella lo último, eso sí), Drina se alzó del desnudo colchón y caminó con parsimonia hacia la salida, lista para sacar de su bolsillo la tarjeta para poder salir. Estaba, de hecho, palpándose el bolsillo trasero de los vaqueros, lista para salir, cuando oyó que Dakota murmuraba algo de manera inteligible. — ¿Disculpa, has dicho algo?—inquirió la asesina, girando sobre sus talones a mirar a Dakota. Pero Dakota alzó sus ojos del suelo, y clavó sus pupilas azuladas en las de ella, con gesto de escupir algo. —Voy a ayudarte si me sacas de aquí. —Y dejarás de ser una perra—apuntó Drina, con una sonrisa, apuntándola con el mentón—. Y tendrás que obedecerme en todo, Dakota. Si no, ya ves, te la mantengo toda reservada. Le puedo poner algún póster de las películas que has hecho. —Bien, como sea. Solo sácame de aquí.

Problemas en el paraíso.

Arqueado sobre Drina, apretando su cintura para poder pegar su abdomen al suyo, entrando en lo más profundo de su ser, Maxwell dejó escapar un gemido entrecortado, que pareció algo así como un jadeo y el nombre de ella, y semi abrió sus labios, cerrando los ojos y juntando su frente con la de ella, estremeciéndose. Drina gimió, aferrando sus piernas a él, arañando su espalda, quedándose sin aliento, mientras su corazón bombeaba sangre erráticamente a todos sus miembros, toda esa sangre cargada de hormonas, todos sus músculos tensos en un orgasmo digno de ser nombrado ―paraíso número cinco‖. Respirando entrecortado, Maxwell se retiró de ella, y rodó a su costado, atrayéndola contra su pecho. Y ella, obviamente, se dejó arrastrar hacia la calidez embriagadora de cuerpo de su amante, ronroneando de gusto, enroscándose a su alrededor como una hiedra, acomodando la nariz en su cuello, sintiendo su pulso bajo la piel, oliendo el almizcle seductor de su sudor mezclado con el hormonal olor a sexo. —Te amo—murmuró él, entrecerrando los ojos. El cansancio le adormeció los miembros y suspiró, estrechándola contra sí. —Y yo a ti más—le contestó ella, en la misma situación que él. Se quedó semi dormida sobre el pecho de Maxwell, relajada con el sube y baja de su respiración, el silbante sonido de aire entrando y saliendo de su nariz, y el latido pausado y relajado de su corazón. Cuando él los tapó a ambos con la sábana aún un poco húmeda de sudor, ella apenas reaccionó para gruñir y apretarse más contra él. Él por su parte se rió bajo en su garganta, y acarició su cabello. Drina estaba en eso, cuando de pronto algo la golpeó desde el fondo de la semi penumbra de la inconsciencia. Algo que había olvidado por poco, algo que la dicha post coital no había maquillado del todo, y que la había hecho abrir los ojos de pronto, asustada. Oh por dios. —Cariño, ¿estás bien?—consultó él, abriendo los ojos de pronto, alarmado. El respingo de Drina lo había despertado de pronto, arrojándolo cruelmente a una realidad no tan cruel.

Parpadeando, confusa de pronto de la revelación que tuvo, Drina fijó sus ojos en él, entornando su mirada desenfocada. —Es…— ¿Qué era? ¿Podía decirle lo que sus sospechas estaban fundiendo en su cabeza? El temor se estaba cociendo a fuego lento en su mente, arrastrándose en sus venas como una llamarada de veneno mortal. Comía sus células, le hacía dar vuelta la cabeza—. No he… no me ha… El miedo que le recorría a ella se deslizó, súbito y malicioso, al cuerpo de él, como si sus pieles en contacto directo fueran un canal de transmisión. Como un cable de alta tensión, el shock de Drina quemó a Maxwell, que se estremeció, quedándose pálido. ¿No…? —Creo que estoy…—murmuró la joven, crispando sus dedos sobre la piel lisa del pecho de Max, temblando. Tragó saliva, y lo miró con sus ojos grandes y enmarcados de largas pestañas abiertos de par en par. El pánico temblequeando en su voz—. Max, no me ha llegado la regla. ¡Bam! Maxwell abrió la boca y luego la cerró. Dios, no de nuevo. —Drina, jamás te olvidas de tu píldora—masculló él. Sus entrañas parecían quemarle, y a la vez parecían haberse mudado a su garganta. Con un nudo en la base de su cuello, la nuez de Adán moviéndose de arriba abajo mientras trataba de componer la siguiente frase, se atragantó con las palabras. Drina, ¿embarazada…? Apenas si podía conformar la palabra en su mente. Y ella muchísimo menos—. No es posible… —Max, me tendría que haber llegado hace dos semanas—masculló ella, temblando como una hoja. Él fijó su mirada en la pequeña joven, asustado. Aterrado con la idea de ser padre, estuvo a punto de recriminarle un montón de estupideces, al estilo de los hombres que no quieren asumir su responsabilidad, pero unos segundos antes de arremeter contra ella con una sarta de ridiculeces machistas, se mordió la lengua. Ella no tenía la culpa. La tenían los dos. Si ella estaba embarazada, era cosa de los dos. Todo. —No te preocupes, cariño—murmuró, besándole la frente con ternura. Sus manos temblaban, pero no quería que ella supiera que estaba entrando en un estado de profundo pánico. Un niño. Traer a un niño al mundo no era un juego, jamás lo era. No podía serlo, por dios—. Lo solucionaremos juntos. Después de aquello, ambos se quedaron en silencio, cayendo a ratos en un sueño agitado, cargado de bebés. Ropa, juguetes, risas de niños, coloridas habitaciones. Todo era lindo y suave, y parecía sacado de una pesadilla.

Al cabo de unas horas, Drina pudo por fin quedarse dormida, y despertó a las ocho de la mañana del día siguiente, desorientada y atolondrada, dolorida por las tres sesiones de la noche anterior, cayendo de pronto en la posible tormenta que se avecinaba, su sueño disipándose en un instante. La cama a su lado estaba vacía, fría y meticulosamente ordenada. Tragando saliva, Drina temió que Maxwell hubiese arrancado durante la noche, al estilo de los chicos de ―un polvo y adiós‖. Y de inmediato, se sintió culpable por atreverse a pensar eso de su hombre. Él no era así. No dejó a Emma, ¿por qué habría de dejarla a ella? Entonces lo oyó de lejos, hablando por celular. —Sí. A las dos de la tarde está perfecto. Hasta luego. — ¿Max?—llamo ella en voz alta. Drina se irguió en la cama, aún desnuda, y bajo el peso del posible embarazo, miró su vientre, plano. ¿Era posible que una criatura creciera en su interior? Ella, que había traído más muerte que vida a este mundo. —Estoy aquí—contestó él, mientras traspasaba el umbral de la puerta con una larga zancada. Parecía nervioso, pálido y despeinado, no de la forma sexy que siempre lucía cuando acababa de follar. No. De una forma profundamente inquietante—. ¿Cómo te sientes? Ella se encogió de hombros. —Bien—murmuró, no sintiéndose totalmente sincera al contestarle. Solía mentirle a todo el mundo, pero algo en su interior parecía hundirse cuando le mentía a él. — ¿Segura? —Estoy confundida. Ya sabes…—apuntó su vientre, estremeciéndose—. No debí decírtelo. Es aún muy pronto, son sólo dos semanas, y el período a veces se cambia de fechas… —Hey—la atajó Max, dando un largo paso y enterrando la rodilla en el colchón. El edredón se hundió bajo su peso, y los ojos negros de la asesina se clavaron en él—. Si estás embarazada, lo hicimos juntos. Los dos tenemos la mitad de la responsabilidad. —Lo sé—masculló nerviosa. Sintió sus ojos picar, y parpadeó rápidamente, para secar las lágrimas que comenzaban a emanar de sus ojos. Pero no logró nada demasiado bueno, porque con el solo hecho de parpadear, su vista nublada dejó caer el líquido salino mejillas abajo—. Tengo miedo… —Llamé a la consulta para pedirte una hora. Cálmate. Hoy en la tarde sabremos qué sucede.

Sentada rígida en la silla de la consulta médica, Drina tragó saliva y se rascó por milésima vez el mismo sitio detrás de la oreja, en la línea del cabello. Había accedido con sus uñas tantas veces al mismo jodido lugar que lo tenía irritado y estaba segura que dentro de nada iba a comenzar a sangrar, pero no podía evitarlo. ¿Un bebé? ¿Qué podía hacer una perra como ella con una criatura frágil como un recién nacido? Alguien como ella debería haber sido esterilizada. Ningún asesino debería jamás traer hijos al mundo, y de pronto maldijo a Eliot por haber asesinado al Jefe, incluso aunque fuera bajo sus propias órdenes, en una versión moderna y mucho menos alegre del asesinato de algún personaje famoso de alguna saga de fantasías. Como si con eso se lograra algo. Chasqueó la lengua, apretando los labios, removiéndose nerviosa en la silla. La doctora Clark, prominente ginecóloga obstetra de New York, la había hecho pasar a la consulta a ella y a Maxwell, que estaba parado detrás de ella con los brazos cruzados, luciendo pálido y muerto de miedo. Se maldijo a sí misma, y miró disimuladamente hacia abajo, a través de sus senos, hacia su vientre. Su plano vientre, que hormigueaba bajo el efecto placebo del posible embarazo. Si no hubiesen matado al Jefe, ella jamás habría estado en esa situación, con un posible ser humano creciendo en su interior. Estaba aterrada, completamente desesperada, aunque su fachada habitual se hiciera presente, blanca como la cal y ojerosa. La doctora abrió la puerta de la salita completamente blanca, y se deslizó hacia su silla, toda regordeta y buena moza, sonriendo con calidez, con unas hojas de formas en blanco en un montón de folios. —Buenas tardes—saludó alegremente la rubia doctora, subiéndose las gafas de media luna por la respingada y pecosa nariz—. Soy la doctora Grace Clark, su ginecóloga. Señorita Rinaldi, ¿es correcto? Ella asintió, nerviosa, removiéndose en su silla. Lanzó una mirada suplicante hacia Maxwell, que lucía pésimo, todo pálido y mal descansado. Él la miró a los ojos, y resignado se arrastró, para sentarse en la silla libre. A su vez, la doctora se sentó en la suya, y les sonrió. —Su pareja, adivino, ¿no? —Maxwell Sarkozy—se presentó él, tendiéndole una mano. Ella se la estrechó, contentísima, demasiado alegre para la situación que se llevaba a cabo. La doctora Clark se inclinó hacia atrás en su silla, leyendo los papeles que tenía delante, bajo los folios en blanco, en silencio. Con una rápida mirada de sus ojos castaños, pasó de Maxwell a Drina, y frunció los labios.

—Drina… ¿puedo llamarte Drina?—preguntó ella, gentilmente. La joven asintió a regañadientes, ganándose la primera sonrisa del día de Maxwell—. Entiendo que has tomado anticonceptivos desde los catorce años, ¿no es así? —Sí—contestó Drina, aclarándose la garganta. Le picaba el cuero cabelludo y los músculos de su cuello y sus hombros habían decidido apretarse por el estrés del momento, dejándola rígida en el asiento—. Tuve quistes ováricos. Mi ginecóloga de ese entonces me recomendó seguir tomándolos, sin problemas. Luego tuve… eh… problemas y no pude visitar a mi doctora. Ella se mudó y no la volví a ver. — ¿Qué clase de problemas?—inquirió la doctora, alzando sus rubias cejas. A través de sus pestañas con rímel, fijó sus ojos en Drina, casi con severidad maternal. —Estuve en la cárcel siete años—admitió Drina, resignada, mientras se volvía a rascar el mismo sitio detrás de la oreja, en el límite de la línea capilar. —Oh—Clark apretó los labios, y después continuó como si nada—: bien, así está la cosa. Los anticonceptivos que me ha dicho que tomaba no han fallado ni una sola vez. Los exámenes salieron todos bien, pero debe comprender que tienen un rango de fallo. —O sea que además de la píldora, debemos usar preservativo—gruñó Maxwell. Drina alargó su mano y apretó entre sus dedos la de él, mirándolo con cariño, tratando de tranquilizarlo. Su mano se deshizo en la suya, apretando suavemente de vuelta. —Sí—coincidió la doctora—. Ahora, si fuera usted tan amable…—la ginecóloga le tendió una caja a Drina, una caja rectangular en tonos rosados que rezaba ―test de embarazo‖. La joven sintió su cara caer desde la estratósfera, y todos sus músculos siguieron el ejemplo de su cuello y hombros, sus sentidos alerta, sus ojos abiertos de par en par—. Siga las instrucciones. La miró sin entender. La doctora le sonreía, dándole ánimos, como entendiendo que si estaba embarazada la situación no era del todo ―buena‖. Buena era la peor palabra para describir cómo estaba la cosa. Estaba color de hormiga. Dios mío, no me hagas esto. Si quieres castigarme, que no sea de esta forma. Se levantó de la silla, temblando sus rodillas, y se dirigió al baño luego de que la mujer le indicara dónde estaba. Abrió la puerta con rigidez y se deslizó dentro del baño, temblando. Miró a su alrededor, apoyada en la puerta, como queriendo fundirse con ella, e inhaló una profunda bocanada de aire. Jesús, cuánto necesitaba un cigarrillo ahora mismo. El baño era una estancia cuadrada de dos metros por dos metros. Las paredes, pintados de un rosa suave, estaban desprovistas de algún espejo o tubo para colgar toallas. Sí había un lavamanos, inmaculadamente limpio, y un inodoro en igual estado. Al lado de éste, había una pequeña barra de metal con un rollo de papel sanitario recién puesto, y

sobre el lavamanos, siguiendo el ejemplo del papel higiénico, había un tubo de papel de cocina ultra absorbente para poder secarse las manos. El piso, de baldosas celeste pálido, limpias y brillantes, se le antojó hielo a punto de abrirse bajo sus pies. El lugar, iluminado fríamente por dos bombillas de ahorro de energía, le parecía que estaba cerrándose sobre su cabeza, su claustrofobia inexistente antes de aquello inundando su cabeza con ideas desesperantes y caóticas. Caminó hacia al inodoro y se bajó los pantalones y la ropa interior. Abrió la caja de la prueba con dedos temblorosos y sostuvo en su mano ese pequeño artefacto químico que iba a cambiar su vida de una manera no muy placentera. Esa pequeña barra plástica, con una hendidura en blanco para mostrar el signo positivo o negativo, y la pequeña barrita absorbente, donde debía caer la orina. Apretó los labios y siguió las instrucciones del test. Luego de asearse, se subió la ropa interior y los vaqueros, cerrando el botón y el cierre con dedos inseguros e inútiles, maldiciendo por lo bajo cuando el cierre se atascó a la mitad del camino. Se lavó las manos con el jabón líquido cuyo contenedor estaba adosado a la pared, y la estancia se llenó de perfume de jabón de lavanda, que le provocó náuseas. Esperó lo que la caja le indicaba, paseándose de un lado a otro sobre las baldosas blancas y perfectamente aseadas. Como león enjaulado, se planteaba a velocidad luz las posibilidades que un niño iba a abrirle de manera desesperada y caótica. Un bebé. Ella no se merecía ni por asomo ese enorme rayo de luz que iba a quebrar su vida en dos. Tragando saliva, la cual se atascó en su garganta como si fuera una roca de diez kilos y no simple líquido enzimático, tomó el test luego del tiempo indicado. Su universo entero dependía del signo que iba a mostrar esa pequeña hendidura en blanco, que comenzaba a colorearse de azul, finamente marcando una raya horizontal. Salió del baño, y le tendió el test de embarazo a la doctora. Con una sonrisa, la doctora se lo recibió y la hizo sentarse. Mientras lo hacía, Drina echó una ojeada a Maxwell, que estaba congelado en la silla, pálido como un fantasma, esperando ansioso la respuesta de la doctora. Drina no sabía leer esas cosas, que lo hiciera una profesional iba, supuestamente (según ella), a aminorar el peso de la declaración que iba a seguir a ese atroz momento. —Bueno Drina, no estás embarazada. El peso en sus hombros pareció desaparecer de pronto. Se dijo a sí misma que la doctora debía estarle jugando una broma, que de pronto iba a salir saltando de su silla a felicitarla porque sí estaba embarazada y que tenía que hacerse la ecografía transvaginal ahora mismo, que iba a ver a su hijo o hija por primera vez. Pero los segundos corrían y

la doctora Clark la seguía mirando con una sonrisa tranquilizadora, sosteniendo ante sí la jodida prueba de embarazo, que marcaba negativo a todas luces. — ¿Está usted segura?—consultó Maxwell, con un hilo de voz que se deslizó entre sus labios casi con timidez. Parecía haber renacido, el color volviendo a sus mejillas, mientras miraba a la ginecóloga con una mezcla de esperanza y decepción en su rostro. —Sí, Maxwell. Estoy absolutamente segura, aunque si eso los deja más tranquilos, puedo hacerle a Drina los exámenes de sangre. Ella se estremeció al pensar en una aguja perforando su piel, sus músculos y su vena para poder conseguir una gota de su sangre, que era valiosa para la organización, pero la idea de asegurarse de que una cosa con pies y manos no crecía en su vientre fue suficiente aliciente como para que de verdad lo considerara. — ¿Es la única forma de poder estar seguros?—murmuró ella, mirando a la doctora con gesto de molestia en su rostro. Se volvió a rascar en el mismo lugar, esta vez por algo de desagrado más que por nervios, y esta vez Maxwell tomó su muñeca antes de que accediera con sus uñas a la irritada piel de detrás de su oreja. —Sí—contestó la doctora con simplicidad—. Aunque para ser sincera, estos test no suelen equivocarse. Analizan las hormonas de la orina, que cambian inmediatamente en el momento en que una mujer queda embarazada. De todas formas, si eso los deja más calmados con respecto al niño… —Voy a hacerme el examen—susurró Drina, apretando sus dientes, ignorando la sensación de anticipación de la aguja que todavía ni siquiera se prestaba a pincharla.

Emily se bajó del Jeep de Patch aún vestida con su súper ajustado y súper corto vestido color cereza plagado de estilizadas lentejuelas. Se alzó sobre los tacones, mirando directo hacia la mansión, e inhaló profundo. Delante de la reja, de las puertas de hierro forjado de doble hoja que estaban finamente dobladas en formas artísticas imposibles para un ser humano normal, esperaba una mujer de cabello rojo y ojos azules, con su ceño fruncido y golpeteando el suelo con uno de sus pies, con el entrecejo fruncido y sus pupilas llameando en ira maternal. Tragó saliva y se pasó una mano por el rizado cabello, ya más ordenado. Lo acomodó tras su cabeza, e inspiró profundamente, preparándose mentalmente para lo que venía después. A duras penas escuchó que Patch salía del auto y rodeaba la parte delantera, para pararse a su lado y mirarla con curiosidad.

—Si sigues esperando, se va a seguir enojando—le aconsejó sin agacharse ni acercarse a ella, pero hablando en tono de confidencia—. Savana es una mamá gallina. Abrázala y quizás se le pase. Los hombros de Emily se hundieron y suspiró con derrota. — ¿Tú crees? —La conozco. Anda, corre—le dijo, empujándola por la cintura. Ignoró la sensación de calor que descendió a su entre pierna al sentir la curva de su cintura y le hizo un movimiento con la cabeza—. Sin caerte, que el vestido es Channel y los zapatos son Loubutins. La muchacha puso los ojos en blanco, ignorando que la mirada de Patch se había deslizado por sus caderas, por sus piernas, hasta detenerse en los preciosos zapatos de tacón que la hacían verse más alta y más delineada, como si su contorno mejorara con el simple hecho de calzar esos Christian Loubutin. La siguió con la mirada mientras ella caminaba hacia su madre, que bajó los brazos con ira, y alzó la barbilla, como esperando una buena excusa para su escapada de ayer. Emily se derritió en cariños, en miradas inocentes y pucheros, y Patch se sorprendió al notar que la mirada dura de su madre se suavizaba según ella iba viéndose más y más niña. Él se dijo que eso debía ser ilegal. Nadie podía tener dieciocho años y ser tan buena manipuladora. Supuso que era cosa de herencia: su hermana mayor era igual o quizás peor, solo que ella usaba un arma y una mirada asesina. Emily usaba… ¿su creciente e infinito infantilismo? Luego de un corto rato de súplicas y pucheros de parte de Emily, Savana pareció por fin rendirse ante la sorprendentemente infantil capacidad de la Clarckson para mentir y parecer una niña de diez años. Con un suspiro de martirio, la madre negó con la cabeza y le indicó a Emily que entrara en la casa. — ¡Patch!—llamó entonces Savana, logrando que se sobresaltara. Cullen tragó saliva, estremeciéndose. Savana lucía muy tranquila, lo cual era una señal inequívoca de que estaba enojadísima. Se dijo a sí mismo que debía encerrar a Emily en el auto, y traerla a casa la próxima vez. De todas formas, aunque alguna vocecilla alojada en su cabeza (en la parte inferior de su cerebro, justo sobre el cerebelo) le decía que corriera, la parte de su mente que estaba encargada de administrar los asuntos de ―perro fiel de los Clarckson‖ terminó por ganar, y caminó a paso firme y con la espalda recta hacia Savana, que ahora tenía, de nuevo, los brazos cruzados, con ademán de mamá gallina enfurecida. Se paró frente a ella, esperando una regañina que iba a terminar por hacerlo sonrojar. Sinceramente, él no tendía a sentir las mejillas cubiertas de carmín. Eso solía dejarlo a

las mujeres, y al orgasmo. Pero ponerse rojo, dejante de una mujer que lo excitaba tanto como una zapatilla tirada en plena calle… era como un golpe contra su orgullo. Un golpe en la entrepierna de su orgullo. Savana era una cabeza más baja que él, pero se sintió en ese momento como un niño pequeño, pillado robándole un par de dólares a su madre. Tragó saliva, pero aún así se hizo el hombre, aclarándose la garganta y saludándola cortésmente con la cabeza. —Savana, buenos días—dijo en un murmullo. La mujer alzó unas cejas pelirrojas depiladas y perfectamente estilizadas, y arrugó con este gesto la frente. — ¿Por qué no la trajiste anoche?—escupió la mujer, iracunda. Lívido, Patch se mordió el labio inferior. La ira de Savana no le daba pánico. Le daba pánico la ira que iba a venir desde Drina, en cuánto mamá gallina corriera a contarle que la fotocopia se había paseado en ropa interior y camiseta toda la mañana en su apartamento, luciendo toda excitante con la melena enredada y revuelta alrededor de los hombros, luciendo como una fiera salvaje, recién salida de su cama. Bueno, de esa última parte Savana no iba a enterarse. Menos Drina. Pero su ira vendría porque no siguió sus órdenes. —Ella me lo pidió. Dijo que estabas muy enojada con ella por escaparse, y que no quería pelear contigo. También estaba molesta—le explicó Patch, poniendo algo de sus cosecha para salvarse a sí mismo y salvar a Emily de la posible zurra que su madre podía decidir darle si la excusa no le gustaba—. Estaba muy irritada anoche. Ni siquiera bebió en esa fiesta. —Ella no bebe—apuntó Savana con desdén. —Lo sé—concedió Patch, apretando los labios. La mujer le echó una ojeada de sospecha, como si creyera que se había aprovechado de su hija, y para su desgracia, Patch lo notó. Sintió que la mirada de Savana cambiaba drásticamente según sus ojos azules se abrían de par en par, la incredulidad y la furia cruzando rápidamente por sus pupilas, brillando como un letrero de neón. —Debiste traerla de todas formas a casa, porque esas fueron tus órdenes. Patch se estremeció bajo el peso de la declaración, tan malditamente cierta, que Savana había escupido casi a sus pies. La miró con gesto de disculpa, como rogándole con los ojos que no le dijera nada a Drina, porque estaba cansado de haberse acostado tarde, sin haber podido descansar después de un turno en el pub y la búsqueda de la pequeña Clarckson. —De todas maneras—continuó Savana, con frialdad—, me preocupa que se hayan pasado.

¡Whoa! ¡Alto ahí! El joven parpadeó, sorprendido por las palabras de la mujer, y trató de procesarlas en su cabeza, repitiéndoselas una y otra vez, mientras inclinaba la cabeza. Entrecerró sus ojos color avellana hacia Savana, no seguro de haber oído bien lo que su cerebro escribía ante sus ojos, repitiéndoselo casi con crueldad. Porque había sufrido de insomnio pensando en que si le ponía una mano encima a Emily iba a terminar sin trabajo. O peor. Muerto. — ¿Qué?—tartamudeó, tras caer en la cuenta que la frase sí había salido de los labios de la madre Clarckson. El corazón le dio un vuelco cuando pensó siquiera en la posibilidad de que Savana decidiera no creerle que no se habían acostado o enrollado—. ¿Habernos pasa…? ¿A qué te refieres, Savana? La pelirroja alzó las cejas con petulancia, y miró a Patch como si fuera imbécil. —Dime que ustedes dos no se acostaron. Cullen alzó las cejas a su vez, y muy a su pesar, descubrió la oportunidad de zafarse del asunto. Abrió la boca, inhalando profundamente, deseando ser tan buen actor como Drina o Eliot, y puso toda su energía en mostrarse sorprendido y ofendido por la acusación de Savana. Dio un nimio paso hacia atrás, espantado por su declaración, y la miró como si estuviera loca. —Tiene dieciocho, Savana, por dios—escupió él, poniéndole a su tono de voz todo el remilgo que fue capaz. Luciendo profundamente herido por las palabras de Savana, el joven negó con la cabeza—. Tengo escrúpulos. Jamás haría eso, Jesús. La mirada de Savana solo delató que ya conocía los deseos de Patch. Había visto cómo se la comía con los ojos, delineando el contorno que comenzaba desde la cintura hasta las deliciosas piernas de Emily, y él ni siquiera se había fijado de tan atento que estaba a los muslos níveos de la muchacha. Ella chasqueó la lengua, indicándole que se fuera, pero sin creerle aún.

Drina estaba enrollada en su cama, envuelta con un edredón y una taza de café muy cargado y con muchísima azúcar, enfriándose sobre el velador a un costado de la cama de dos plazas. Tenía los ojos hinchados y la piel irritada, porque aunque nadie pudiera creerlo, había estado llorando, liberando el estrés nacido de pensar en que podía ser madre. Se estremeció, y se secó de nuevo la comisura del ojo. A raíz de toda esta maroma de plazos, de cambios, de pastillas y el desemboque en un pinchazo para extraerle un par de ampollas de sangre, se había puesto a analizar toda su vida hacia atrás,

arrepintiéndose por primera vez de la forma de existencia que la había sostenido hasta ahora. Siendo sincera consigo misma, Drina jamás se había planteado poder quedar embarazada. No concebía, dentro de su vida plagada de asesinatos, conocer a una pareja. Se había convencido a sí misma que se iba a morir virgen, sin haber besado a nadie jamás. Que jamás iba a ser tocada, amada o respetada, o siquiera mirada. Pero ahora… ahora todo había cambiado. Tenía a Maxwell, el único en la vida que no la había juzgado por lo que era y por lo que todavía es. El que la había mirado con miedo, pero con miedo de que estuviese herida irremediablemente, que hubiese sido dañada de alguna manera física o mental. Que la había amado, que la había desvirgado con tanto cariño, tanta paciencia y tanta suavidad, que a menudo se preguntaba a sí misma si había disfrutado de verdad de la experiencia de acostarse por primera vez con ella. Y encima, había, por un minuto, creído que podía llevar dentro de sí a la criatura de se hombre bueno, fiel y perfecto en todos los sentidos (a sus ojos, por supuesto). Eso había puesto todo en una perspectiva diferente, y lo peor de todo… … la había hecho desear ser madre. Ella no tenía derecho. Después de haber cometido esos atroces crímenes contra la vida, la mejor decisión sería esterilizarla, sacarle el útero de una vez por todas y así mantener bajo control su creciente apetito sexual. O al menos, las consecuencias de éste. Se enterró entre las sábanas, cuyo olor mezclado entre su propio efluvio y el de Maxwell se le antojaba a hogar, y dejó escapar entre sus dientes apretados algo que debió asimilarse a un suspiro, aunque sonó más como un silbido de contención que nada. Se acurrucó, pasándose la sábana por sobre la cabeza, y cerró los ojos, tratando de dormirse. Las lágrimas resbalaron de nuevo desde sus ojos, deslizándose por su piel hacia el mentón, prendiendo a su paso un camino de fuego al irritar la sal las ya laceradas mejillas. Se había pasado mucho tiempo derramando lágrimas de pérdida, pérdida de algo que jamás había poseído. La idea, la remota e infinitesimal idea de que un ser puro, inocente y totalmente ajeno a su pasado, le había hecho mirar la vida con otros ojos. Se sentía profundamente culpable, se removía entre el odio contra sí misma. Cada vez que cerraba los ojos y trataba de dejar su mente en blanco, dejarla descansar, los ojos de todas las personas que había matado aparecían frente a ella. Su crueldad había alcanzado límites que ningún ser humano debería coincidir, haciéndola sentir una clase de Hitler moderno y mucho más agraciado. Veía el momento exacto en que la vida dejaba los cuerpos de sus víctimas, porque en sus ojos puedes ver el alma escapándose por cada poro, por la boca entreabierta de sorpresa, luego de decirles su ―nombre‖ (o número, más bien dicho), y dispararles, o estrangularlos, o quebrarles el cuello, o…

Se estremeció de nuevo, otro torrente de lágrimas reventando en sus ojos y deslizándose como un camino ígneo por su piel. Los sollozos atacaban su pecho de tal manera que su cabeza daba vueltas, porque apenas podía respirar. Luego de más de diez años de ser lo mismo, de hacer lo mismo para poder sobrevivir… ¿por qué ahora, justo ahora que era técnicamente feliz, venían los arrepentimientos? Supuso que con todas las atrocidades cometidas, su derecho a ser feliz había sido retirado hace ya muchísimos años. Algo así como el karma. O quizás simplemente san Pedro se había cansado de recibir huéspedes permanentes de su parte, y había tenido una charla decisiva con el de arriba para negarle cualquier clase de luz en su vida. Quizás ahí radicaba el problema. O quizás era que estaba soñando, porque tenía entre sus brazos a dos bellísimos bebés recién nacidos. De cabello castaño oscuro, como alguien que cosquilleaba en su memoria y grandes ojos negros, rodeados de tupidas pestañas, casi antinaturales para un recién nacido. Ambos la miran desde sus brazos, con sus enormes ojos abiertos de par en par, con una media sonrisa en sus regordetes rostros de bebés, y estiran sus pequeñas manos para tocar su cara, el calor expandiéndose desde donde ellos tocaban su piel hasta el resto de su cuerpo, empapándola de alguna sensación desconocida. Sabía que estaba soñando. Lo tenía claro, porque tenía el maldito escozor en las mejillas cuando las lágrimas resbalaron de nuevo, pero esta vez por emoción y no por tristeza. Al alzar los ojos, incluso a sabiendas de que eso era una cruel jugarreta de su subconsciente, se encontró con los orgullosos ojos castaños y cálidos de Maxwell, con su cabello medio rizado y castaño chocolate luciendo desordenado y sexy, aunque no de la manera habitual. Tenía ojeras, y parecía cansado, pero parecía estar más feliz que nunca, una sonrisa iluminando su rostro perfecto y varonil. —Dos hermosos niños—le dijo, mientras besaba su frente—. Y tienen tus ojos. Y el sueño se deshizo con esas dos oraciones, por fin la fantasía anhelada del fondo de su mente vomitándola hacia la realidad, a la tranquilizante (aunque hiriente y cruel) realidad, en la que se sabe despierta y totalmente normal, en la que sabe que vive una mierda de vida, y en la que nada parece tener luz a su alrededor, porque Max se ha ido cuando Emmet decidió que lo quería de vuelta en la NYPD y que quería discutir los asuntos laborales con él. Exhaló mientras se destapaba de la sábana que se había adherido a su cuerpo. Había sudado quizás por cuánto tiempo, metida allí debajo, o era que ese sueño con regusto a pesadilla había hecho que sus glándulas sudoríparas se activaran en plan de océano. Se revolvió, intentando deshacerse de las sábanas. Eran las cuatro y media de la tarde, y le había parecido que había pasado en esa cama una maldita eternidad. No había pasado allí más de una hora y se sentía como de vuelta en la cárcel. Compuso una mueca, y se puso el brazo sobre los ojos, solo para quitárselo asqueada porque su cara estaba llena de sudor nervioso.

Necesitaba una ducha. Estaba jodida de tantas maneras distintas… ningún grupo de siquiatras catedráticos podría algún día alcanzar a comprender la complejidad de sus sentimientos. Estaba herida de todas las formas habidas y por haber, cicatrices de actos atroces marcando cada centímetro de su alma, si es que le quedaba alguna. Había algunos que decían que había que ganársela, y estaba más que segura de no haberse ganado la suya. No sólo necesitaba una ducha. Necesitaba un trago. Un trago y un cartón de cigarrillos.

Las cosas concretas… ¿O inesperadas?

Cuando Maxwell llegó al departamento en el que vivía con Drina, iba con una enorme sonrisa en la cara, los ojos radiantes de alegría, y su placa con el arma de servicio en el bolsillo. Se había pasado a una tienda cualquier que encontró mientras rodeaba la cuidad por el solo gusto de hacerlo, y se había detenido a comprar toda clase de cosas para una cena romántica de celebración doble. Porque le habían devuelto su trabajo. Y porque Drina no estaba embarazada. No lo malinterpreten. Había soñado infinitas veces con ver al producto del vientre de esa hermosa mujer, la combinación física, perfecta y real de sus genes. Un hijo, de ambos, un sueño vuelto carne y piel suave, risas y cabello como pelusa. Quería que lo llamaran ―papá‖ más que nada en la vida, pero sólo quería ese apodo de la boca de su hijo con ella. Pero a la vez comprendía la gran encrucijada que eso significaba para ella. Drina se decía a sí misma constantemente que no era lo suficientemente buena para una vida normal, y él lo comprendía, no sin tener que aguantar que la idea lo sacara de sus casillas. También entendía que no se veía a sí misma como una madre, cuando la suya propia fue algo así como una mierda. Una madre de mierda. Una madre que había dejado que maltrataran a sus tres hijos, una madre que se había dejado asesinar por un jodido alcohólico, llevándose consigo al sol de la vida de la mujer que más amaba: sus dos hermanos. Amaba demasiado a esa mujer como para dejar que esos recuerdos de mierda volvieran a dañarla. Lo quería todo lejos. Ojalá y hubiera una forma de borrar de su memoria todas esas jodidas cosas que habían terminado por hacerla pensar que no podía ser normal. Abrió la puerta con un empujón, sorprendiéndose de encontrarla entreabierta, y alzó sus ojos hacia el living, que estaba en casi perfecto orden. Había dos botellas vacías de whisky en la mesa de centro, con un vaso vacío a su lado, una bolsa de hielo derritiéndose y goteando por toda la alfombra (también a la mitad) y un cartón de cigarrillos al que le faltaban dos cajetillas, cuyos huesos estaban tirados en el suelo, vacíos. El cenicero al costado rebosaba de colillas apagadas de cigarrillo, un olor casi a pub llenando el ambiente.

— ¿Qué demonios…? Dejó la chaqueta en el perchero, precariamente colgada, y salió disparado a recorrer el departamento. Había un olor tan fuerte a cigarrillos y alcohol que era difícil incluso respirar. Se apresuró a abrir las ventanas, con lo que el frío aire invernal de New York se filtró entre los visillos, meciéndolos suavemente, como una caricia fría y carente de vida. Se deslizó por el apartamento, olisqueando. Quizás con el olfato pudiera encontrar a Drina, que no se veía por ningún lado, aunque claramente había dejado una marca de su paso por una cosa muy parecida a la depresión allí afuera. Se preguntó internamente qué mierda estaba pensando. Ella jamás bebía tanto, y aunque fumaba, no consumía ni la mitad de lo que había visto apretujado en ese cenicero. Se la encontró tirada en la mesa de la cocina, con los auriculares conectados al celular, con un vaso vacío de whiskey a su lado, y un cigarrillo a medio consumir entre los labios, mientras tarareaba por la mitad del labio, con los ojos cerrados, sonrojada por la enorme y ridícula cantidad de alcohol que había bebido. Desde los cascos del celular venía la pesada melodía de Master of Puppets, de Metallica. Era raro. Él había visto infinitas veces la cantidad de camisetas que tenía de ese grupo en particular, pero jamás creyó que de verdad le gustaran. Maxwell, de hecho, tenía entendido que Drina no gustaba de la música. Tarareaba a media voz, sin que apenas se la escuchara sobre el ruido ensordecedor dirigido directamente hacia sus tímpanos, proveniente de los audífonos. No parecía estar borracha, aunque él sabía que se había bebido todo el contenido de las botellas de las que disponía sola, porque no creía que lo hubiese tirado. Era algo antinatural tratándose de ella. De todas maneras, se sintió más tranquilo. Después de lo acontecido durante la primera parte del día, había estado todo el día con un pensamiento oscuro rondándole la cabeza. Había tenido las tripas apretadas en un nudo ajustado y que lo atosigaba, mientras calibraba la posibilidad de que ella quisiera atentar contra su vida. ¿Después de todo lo que había pasado? Era fácil creer que con eso ella podía quebrarse. Se dijo a sí mismo, agradecido a todos los dioses que conocía, que ella era más fuerte que cualquier ser humano pisando a tierra. Aunque había visto su vida quebrarse tantas veces, lo único que hacía era emborracharse de vez en cuando. — ¿Drina?—llamó él, después de aclararse la garganta y pasarse una mano por el cabello. Ella, sin embargo, no contestó, siguió con los ojos cerrados, canturreando en voz baja mientras James Hetfield seguía cantando al son de la guitarra—. Cariño— volvió a nombrar en voz alta, intentando llamar su atención, pero ya había notado que no iba a poder hacerse escuchar por sobre los acordes que sonaban en los auriculares.

Adelantó hacia la mesa de la cocina en una larga zancada, y quitó el casco derecho de la oreja de Drina, que abrió los ojos, sorprendida, el oscuro ónice de sus ojos brillando bajo la luz semi azulada que se filtraba por la ventana de la cocina. —Cariño—repitió él, acariciando con el dorso de sus dedos índice y medio su mejilla, sonrojada y de apariencia irritada. Tenía los globos oculares rojos e hinchados, plagados de minúsculas venas, naciendo de las comisuras de sus ojos. Parpadeó varias veces, hasta enfocarse, y luego le sonrió con suavidad—. ¿Qué sucede? —Nada—contestó ella con simplicidad, encogiéndose de hombros. Se quitó el otro audífono, aunque no detuvo la reproducción, por lo que la guitarra comenzó a sonarle parecida a Fade to Black. Se sorprendió de no olfatear el alcohol en su aliento, y la miró con confusión. ¿Por qué estaban, entonces, todas esas botellas tiradas allá? —Drina, ¿has estado bebiendo?—murmuró él, acomodando su pelo hacia atrás, peinándolo con la suavidad de quién acaricia una muñeca de porcelana, frágil y delicada. Ella negó con la cabeza, cerrando los ojos. No parecía ser una asesina a sangre fría, más bien parecía una niña asustada, pillada en algo que no entendía muy bien. Con las mejillas cargadas de carmín, y sus ojos brillando por el arrebol, parecía adorable, aunque el efecto del cigarrillo entre sus labios era algo macabro. —Nena, hay botellas de whisky vacío allá—recriminó él con tanta suavidad que su voz fue susurrante, deslizándose entre sus labios con tal delicadeza que Drina apenas lo oyó por sobre la música proveniente de los cascos. —Sí, pero no bebí una sola gota. Lo intenté… muchas veces. Maxwell clavó su mirada en la de ella, arriesgándose a cegarse con ese negro tan oscuro que se arremolinaba como magma tras sus ojos. Ardían tantas cosas en ellos que era imposible no creer que Drina Alexandra Rinaldi no había sido abducida, porque lucía completamente diferente. Su piel, con el arrebol causado por alguna otra razón que no era el alcohol, parecía hecha de porcelana, pero no de esa forma nívea carente de vida de antes. Brillaba, como si de pronto le hubiesen metido una inyección de vida en alguna jodida vena. Parecía que alguna cosa había prendido un interruptor en ella. Le faltaron las palabras. Se le cortó la respiración al observarla sonrojada, como un ser humano normal, luciendo tan inocente allí acostada, rodeada del humo de su cigarrillo que poco a poco se apagaba, escapándose su vida útil con cada bocanada de humo azulado. Su cuerpo entero se agitó, porque una repentina ola de deseo lo atacó, moviéndose todo su cuerpo hacia el sur, porque tenía frente a sí a una nueva Drina, una faceta que no conocía. Se había enamorado del lado muerto de Drina, y ahora su lado vivo conectaba con el mundo, con él, le hacía desearla más aún si eso cabía en algún corazón o en algún cuerpo.

Abrió la boca para decir algo, pero su cerebro se negó a ofrecerle alguna palabra desde el vocabulario alojado en su memoria. Se había desconectado toda función cerebral que le pudiera hacer hablar o hacer algo coherente, y se descubrió respirando entrecortado, bajo la mirada inquisitiva de Drina. — ¿Max?—susurró ella, levantándose. Con ello, lo hizo erguirse también, aunque Maxwell no había notado que se había inclinado. El susurro de su apodo lo hizo estremecerse desde el cuello hasta el final de la espina. El agradable escalofrío tomó como presa su espalda completa y se extendió, como placenteros dedos helados en un día de calor, por su torso y su abdomen. —Maxwell, ¿estás bien? Ahí estaba de nuevo, su estómago agitándose. La Drina que había despertado en ese cuerpo, en ese exquisito cuerpo, había hecho que todo su mundo se enfocara desde otra perspectiva. — ¿Por qué no bebiste?—bisbiseó él. Temió que, si alzaba más la voz, ella notara que estaba quebrada y ahogada, jadeante de un deseo que le abrasaba las entrañas y le hervía la sangre. Ella se sonrojó aún más. Algo en la cabeza de Maxwell sugirió que alguna extraña había tomado posesión del cuerpo de su mujer, porque de pronto parecía otra persona. Se estaba sonrojando, cuando ella sólo se sonrojaba si él tenía las manos sobre su piel, su boca sobre su cuello. —Pues…—Drina rodó los ojos, mordiéndose el labio inferior—. Yo… mira… no sé cómo explicarte. Él alzó una ceja, incitándola a intentar explicarle. Porque no comprendía. Ella amaba el whisky y el cigarrillo, y eran los vicios que, en algún momento, dijo que iban a ser sus asesinos. Era algo raro pensar que le temía a esos vicios más que a sus compañeros de trabajo. Drina se sentó, con las piernas colgando por la mesa de la cocina, abiertas, dejándolo a él en medio. De nuevo, todo en el cuerpo de Max se movió hacia el sur, porque su aroma estaba libre de licor, y aunque olía a tabaco, estaba su olor de siempre emanando de su cabello. Parecía que se hubiese bañado recién, toda la cascada oscura de su sedoso y brillante pelo cayendo por detrás de su espalda, perfumado a flores y algo oscuro, sensual y primitivo, proveniente de su piel. Un aroma que encendía cada célula de su ser. —Explícate—jadeó él. —Bueno… pensé que…—ella tragó saliva, percibiendo la cercanía de Maxwell, y sintió su cuerpo completo encender a modo ―Max‖. Eso quería decir que toda su piel se había puesto de gallina, un escalofrío placentero corriendo por su espina, sus pezones

tensándose contra el encaje del corpiño, el vértice entre sus piernas comenzando a caldearse como una olla a fuego lento—… quiero ser madre algún día—soltó atropelladamente ella, hablando tan rápido que entre la lujuria y su tono, Maxwell apenas la entendió—, y no quiero que mi hijo me recuerde como una viciosa. Quiero que él me recuerde como alguien intachable… ya sabes… Algo parecido a una risa nerviosa se atascó en la garganta de Maxwell, y salió a borbotones de entre sus labios, mientras escondía su cara en la curva del cuello de Drina. Su espalda se sacudió, en una sincera y cálida risa, que a Drina le provocó una risilla, algo contagioso por el trasfondo de nerviosismo. Se apretó contra ella, atrayéndola por la cintura, pegando su abdomen al de la joven, presionando el vientre de Drina contra la creciente erección. —Drina, eres intachable. Cada cosa que has hecho la has hecho por el bien de alguien más—murmuró él contra su clavícula, mordisqueando la piel del sector. Ella se estremeció, con un gemido apretado entre sus labios presionados en una línea anti sonido—. Nada de lo que hayas hecho podría hacerte menos intachable de lo que siempre has sido. Quedaron olvidadas las buenas noticias del día. Quería celebrar su buena noticia callado en primer lugar, para tener que celebrar de nuevo más tarde. Se dijo que era inteligente. Tendría doble fiesta esa noche, porque de seguro Drina insistiría en una segunda ronda por la victoria. Así que cuando comenzó a dejar una línea de pequeños y suaves besos que ascendieron por su garganta de cisne, la joven soltó el cigarrillo a medio consumir, el cual cayó al suelo y comenzó a consumirse solo, dejando escapar el humo blanquecino a la atmósfera. Drina se afirmó del borde de la mesa con la mano que antes sostenía el cigarrillo, mientras que con la otra aferraba la espalda de Max, clavando sus uñas en la camisa, sintiendo la tensión de sus músculos bajo la tela. Con un involuntario gemido al sentir las uñas de ella en su espalda, Maxwell correspondió a la caricia con un mordisco que la hizo jadear a ella, mientras que él besaba más arriba, en el hueco de su mandíbula al unirse con el cuello. Inhaló profundo, sintiendo el aroma de su piel embriagar su olfato, y gimió de anticipación, sabiendo que momentos más tarde esa fragancia se iba a mezclar con la suya en su propio cuerpo, y el suyo en el de Drina, almizclado, hormonal. Aún aferrados los dedos al borde de la mesa, Drina echó la cabeza hacia atrás, dejándole completo acceso a Maxwell a la piel de su cuello. Con una sonrisa complacida, Maxwell se dedicó a pasearse con los labios por todo el sector, por la belleza de su garganta de cisne, delineando la línea de sus venas, ascendiendo ahora por su mandíbula. Paseó su lengua con suavidad desde el ángulo de su quijada, directo hacia el mentón, lugar en donde se detuvo para poder enredar sus dedos en la cuna oscura de la joven y atraerla hacia sí, presionando sus labios en un beso lleno de deseo y lujuria.

La boca de ella no se demoró ni medio segundo en responder con fogosidad. Su boca se abrió bajo la presión de los labios de Sarkozy, su lengua recibiéndole sin chistar, presionando contra la de él en una guerra que ninguno de los dos quería perder. Maxwell gimió al probarla, convencido de que esta mujer iba a arrastrarlo al infierno. Sentir su cercanía, y quererla todavía más cerca (algo imposible a no ser que los fundieran) era una condena, porque jamás tenía suficiente de su piel, su saliva, su olor, de su excitación. Jamás obtenía suficiente, incluso aunque sabía que Drina se lo había entregado todo. El beso tuvo que ser terminado porque, para mala suerte de ellos, necesitaban el oxígeno para sobrevivir. La idea de separarse les resultó casi dolorosa, pero en cuánto respiraron, se lanzaron a un nuevo ataque, devorándose el uno al otro, mientras la camisa de Maxwell se desabotonaba casi por arte de magia de los ya hábiles dedos de Drina. Él se separó para mirarse el torso, cubierto por una camiseta, y sonrió de medio lado, con el pelo cayéndole sobre los ojos, oscuros y encendidos. —Tienes habilidad con los botones—murmuró él, introduciendo su mano por debajo de la camiseta y haciendo ascender sus dedos por la piel sobre la columna vertebral de Drina. El roce, eléctrico y ardiente, envió chispazos a cada terminal eléctrica de la piel de Drina, que parecía ser un manojo de terminaciones nerviosas. —La práctica hace al maestro—jadeó ella. Hundió sus dedos, abiertos para que abracaran toda la extensión de los hombros de Maxwell, entre la camiseta y la camisa, empujándola hacia atrás, obligándolo a quitar sus manos de su cuerpo. La tela se deslizó por sus brazos, dejando a la vista sus trabajados músculos tensos, los tendones marcándose a través del músculo de su bícep, mientras se deshacía de la ―molesta‖ (aunque muy acertada) prenda—. Y he tenido mucha práctica últimamente. —Buen profesor, ¿eh?—se mofó él, en un murmullo sensual que hizo que Drina jadeara para sus adentros. Volvió a poner sus manos cerca de ella, esta vez apoyándose a los costados de sus caderas, logrando que un hormigueo se extendiera desde donde su piel casi tocaba la figura de la joven—. Dale mis felicitaciones, te ha enseñado bien. —No seas tan pagado de ti mismo—se rió ella, echándose hacia atrás, a mirarlo con falsa reprobación. —A la orden—murmuró Maxwell, inclinándose hacia ella. Drina sintió, de pronto, que sus narinas eran invadidas por el efluvio que escapaba de la piel del hombre, y se mareó. Su mundo se inclinó hacia atrás, y luego hacia adelante, conforme su errática y superficial respiración hacía lo suyo, apenas entrando y apenas saliendo sus pulmones. Hiperventilación. Si, así de llamaba. Volvió a besarla, pero ya no había paciencia ni dulzura en ese beso. Y ella conocía perfectamente el cambio, porque era la alarma de ―chico, vamos al cuarto‖. La conocía

de memoria, y sonrió contra sus labios, porque su cuerpo estaba completamente listo, e incluso deseando pararse, para ello. Drina lo arrastró más cerca, abrazando las caderas de Maxwell con las piernas, frotándose intencionalmente contra su erección. El acto provocó un gemido profundo, grave y jadeante, en la garganta de Maxwell mientras la besaba. La costura de su pantalón haciendo el trabajo en el lugar justo, y si alguna cordura quedaba en la cabeza de Maxwell, desapareció por completo. No tuvo ni siquiera tiempo de llevarla al cuarto. Literalmente, su deseo se lo impidió. La necesitaba, aquí y ahora, completamente dispuesta a él, como él estaba completamente dispuesto a ella. La tomó por la cintura, y tiró de ella hacia él, obligándola a bajarse de la mesa de la cocina. El cambio de altura, que para cualquiera podía haber sido un problema, para él fue casi gracioso. Era hilarante pensar que la dinamita pudiera tener un tamaño tan pequeño, de aspecto tan inocente y frágil. — ¿Qué haces?—jadeó ella, atragantándose con las palabras. Sus ojos se fijaron en él, parpadeando con rapidez, como tratando de aclararse la visión. —Quiero intentar otra… cosa—dejó caer el pensamiento, con una sonrisa maliciosa. Drina comprendió a la perfección la referencia, pero no hizo ningún comentario. En vez de eso, sonrió de medio lado, casi con altanería, alzando las cejas con sensualidad—. Oh, no me mires así. Se supone que debías sonrojarte y ponerte toda nerviosa. —Ya pasamos hace mucho la fase en la que nos sonrojamos, Max—murmuró ella, haciendo subir sus dedos, con la suavidad de una pluma, por el esternón de Maxwell hasta sus pectorales. Bajo el toque delicado, Sarkozy jadeó, todos los músculos en su cuerpo apretándose. Estaba comenzando a odiar la camiseta que aún ponía una barrera entre su piel y los dedos suaves y hábiles de Drina—. Quítate la camiseta—le ordenó ella, como si leyera su mente. Con una sonrisa satisfecha, Maxwell tiró del cuello de la camiseta, deshaciéndose de la molesta prenda. Cuando estuvo por fin sin nada de ropa en la parte superior, los ojos negros de Drina brillaron con aprobación, logrando que una sonrisa satisfecha se extendiera por la cara de Sarkozy. — ¿Bonito paisaje?—la picó él, sonriendo con perspicacia. Miró hacia abajo, donde los ojos de Drina delineaban la línea de sus pectorales, el paquete de seis más abajo, cerca del límite del pantalón y volviendo a subir. —Bien cuidado—coincidió ella. Con una sonrisa pícara, Maxwell puso sus manos sobre las caderas de Drina, pegando su abdomen al de ella, obligándola a mirarlo a la cara. Sorprendida, la muchacha alzó

sus ojos para dirigir su mirada oscura y llena de deseo a la de él, esperando que la besara. Con rapidez, Sarkozy empujó una de sus caderas hacia atrás, y tiró de la otra, obligándola a voltearse y quedar de espaldas a él. Drina tuvo que aferrarse a la mesa, debido a la sorpresa, y que su mundo giró sobre su eje, mientras un jadeo escapaba de entre sus labios. Sentir a Maxwell detrás de ella, apretándose contra su cuerpo, sintiendo el efecto que su cuerpo tenía sobre el del hombre… la dejó sin aliento. La erección de Maxwell presionó contra uno de sus glúteos, y la muchacha echó la cabeza hacia atrás, gimiendo de puro deseo. Sarkozy sintió la figura, pequeña y frágil, de Drina contra su abdomen y torso desnudo, la presión de su glúteo suave pero firme contra su pelvis, y se mordió el labio inferior. Las manos en las caderas de la joven comenzaron a ascender con suavidad, aferrando con sutileza los bordes de su camiseta raída y desgastada, tirando de ellos hacia arriba, rozando la piel de la mujer, obligándola a subir los brazos para poder deshacerse de tan molesta prenda. Una vez en ―igualdad de condiciones‖, Maxwell apartó el cabello de Drina, dejándolo caer por su hombro izquierdo, quitándolo del camino que tenía trazado en su mente. Se agachó lo suficiente para poder alcanzar su hombro, el ángulo de éste donde el hueso de la clavícula tensaba la piel sobre sí, y comenzó a trazar un camino de besos, suaves y sensuales, que aceleraron el pulso de ambos y lograron que el calor se concentrara en el vientre de Drina. Poco a poco, con delicadeza y una paciencia desacorde a la pasión que le quemaba por dentro, las manos de Maxwell fueron subiendo por los costados de Drina, desde sus caderas hasta la cintura de avispa, por las costillas, infiltrándose bajo sus axilas y aferrando sus pechos por sobre el sujetador. —Ah—jadeó ella, el detectar el destino de las manos de Max. Sonriendo contra su piel, el policía introdujo los dedos índices en cada borde superior de la copa del sujetador, encontrando los tensos pezones de la joven luchando contra el encaje. El simple roce del costado de los dedos de Maxwell sobre su punto sensible la hizo estremecer, morderse el labio y presionarse contra él, sintiendo la erección de su pareja justo en el lugar preciso. —Te quiero dentro—gimoteó la joven, cerrando los ojos. Casi con malicia, apartó las manos de Maxwell y se inclinó hacia adelante, su piel pegándose a la superficie de mármol de la mesa de la cocina, aún apretada contra él su retaguardia. Oh por Dios, se dijo Sarkozy para sus adentros. El verla en esa posición, justo en la posición que él esperaba practicar con ella… el calor en su pelvis alcanzó casi un punto de ebullición, y gruñó, empujando su cadera contra la de Drina, que respondió

empujando al lado contrario, hacia abajo, provocando la exquisita fricción de sus intimidades. No, definitivamente jamás podía tomarse eso con calma. Sus dedos hábiles desabotonaron los vaqueros de Drina, y metiendo los dedos pulgares en la banda elástica de sus bragas, tiró hacia abajo, descubriendo la tersa y blanca piel de Drina. Su intimidad, abriéndose como una flor frente a él, la exquisita piel de sus muslos y de sus glúteos, esperando a ser tocada, a ser disfrutada. Se deshizo de sus propias barreras con menos delicadeza. El tintineo del cinturón hizo que Drina sintiera el caudal del fluido entre sus piernas aún más profuso, aumentando según su preparación mental le decía que estaba pronta a recibir lo que deseaba, mientras que Max retiraba de uno de sus bolsillos un pequeño paquete plateado que Drina no alcanzó a detectar. La erección de Max quedó liberada en un santiamén, pero esta vez, se detuvo más tiempo del que esperaba. Aún con la anticipación aumentando el flujo naciente de su intimidad, la joven se preguntó, gimoteando en su fuero interno, cuánto demoraría en entrar en ella. Fue en eso, cuando escuchó el rasgarse del papel plateado, unos segundos de separación, y luego el calor del miembro de su pareja presionando contra los pliegues de su vagina, empujando para ingresar en su intimidad. Drina gimió, estirando los brazos hacia adelante y apoyando el mentón contra la fría mesa de la cocina. Su corazón martilleaba dentro de su pecho, mientras él se deslizaba con dolorosa lentitud en su interior, abriéndose paso tan fácilmente que casi se avergonzó de haber estado tan excitada. —Dios, cariño, estás tan húmeda… Drina gimió, apretándose contra él, buscándolo más al fondo de su intimidad, más cerca de sus entrañas, el calor corriendo por todo su cuerpo mientras sentía latir suavemente el miembro de Maxwell dentro de las paredes de su vagina. Con suavidad, como si quisiera torturarla, él se retiró suavemente, apretando los dientes. Sus ojos, oscuros y salvajes de puro placer, se habían fijado en la perfecta curva de la cintura de Drina, en los hoyuelos que coronaban el final de tan preciosa espalda, curvada y tensa por el placer. Cuando ingresó de nuevo, Maxwell no pudo mantener su autocontrol. Se sintió desatado, completamente fuera de sí, sabiendo que los gemidos que ella soltaba entre dientes los estaba provocando él. Sabía que se encorvaba hacia él porque lo que le hacía sentir la volvía loca, y eso lo excitaba, lo empujaba poco a poco hacia el orgasmo. Comenzó a entrar y salir de ella con una lentitud que se fue perdiendo gradualmente, gimiendo y jadeando mientras ella empujaba contra él, gimiendo a su vez. El sudor perlaba su piel, mientras Maxwell bombeaba con fuerza, constancia y profundidad, casi

tocando el fondo del cérvix de la joven, que se irguió, pegando su espalda el abdomen tenso y sudoroso de su pareja, aferrando su cuello con una mano. Un par de estocadas más bastaron para que ambos encontraran la liberación. El cuerpo de la joven se tensó y se tensó, partiendo el fuego desde su interior, extendiéndose por sus entrañas, envolviéndola y quebrándola en pedazos, con un gemido ahogado que la hizo agachar la cabeza y ahogar un grito de placer. Maxwell gruñó algo que Drina descifró como su nombre, y eso la hizo gemir de nuevo. Era el sonido que más le gustaba oír saliendo de su boca. Sarkozy la abrazó por la cintura, atrayéndola hacia sí, sin salir aún de ella. Enterró su nariz en el cabello de la joven, inhalando con profundidad, embriagándose con el aroma salvaje y florar que despedía su cuero cabelludo, mil veces más concentrado que el que escapaba de su piel. —Mira—murmuró, con una sonrisa adormilada—. Acabamos de bautizar la mesa de la cocina.

Dakota Clarckson se bajó del auto, visiblemente más delgada y desgastada. Su madre salió a recibirla con lágrimas en los ojos. Con un pañuelo fuertemente cerrado en un puño, corrió hacia ella con los brazos extendidos, esperando que su hija buscara cariño en su cuerpo, sentirse reconfortada después de esos horribles días encerrada en un siquiátrico. Pero lo que Savana recibió de su hija fue una mirada feroz, cargada de resentimiento, que la hizo detenerse en seco, con los ojos azules abiertos de par en par, asustados y brillando en lágrimas. —No me toques—siseó Dakota hacia su madre, pareciendo altiva incluso con la poco saludable palidez de su piel. Bajo esa nívea tez de fantasma, las pecas se adivinaban extrañas y fuera de lugar—. Permitiste que me metieran en ese lugar. No vuelvas a acercárteme jamás. El dolor se apoderó de la fas de su madre, y frunció el ceño, luciendo herida. Claro, ¿cómo no estarlo? Su hija la despreciaba, la culpaba de la estancia que había tenido en ese lugar de mierda. Y lo comprendía. Pero la comprensión no siempre alivia el dolor. —Si no la dejaba meterte allí, ¿cómo crees que habría resultado todo para los demás?— murmuró Savana, cerrando los ojos. Las lágrimas contenidas en sus globos oculares resbalaron hacia abajo, cristalinas, salinas, y se perdieron en su cara ropa deportiva—. Sabes que Arianne es la única que puede darnos lo necesario para sobrevivir. La familia…

— ¿La familia?—murmuró Dakota, sorprendida. Se pasó una mano por el lacio y desprovisto de brillo cabello pelirrojo, y miró a su madre atónita. Como si la estuviera recién conociendo o algo así—. ¡Yo soy tu familia! Sangre de tu sangre, ¿lo olvidas? ¡Y dejaste que esa zorra malnacida, bastarda, me metiera en un manicomio! ¿Cómo crees que he estado este último tiempo? ¡No son un crucero! Savana inspiró profundamente. Tenía que detener la ira de su hija antes de que la suya propia explotara en la cara de ambas y la hiciera volver al jodido manicomio. —Bien, entiendo que no fue de tu agrado. Pero sabes que si sigues jodiendo voy a optar por la opción de Arianne. Y esta vez si habrá electrochoques. Dakota frunció el entrecejo. Su madre, mostrando las garras. Eso pocas veces sucedía: era más bien sumisa. La palabra que apareció en su mente le hizo sufrir un escalofrío. Recordó lo que Arianne la había dicho de Eliot. ¿Habrá sido verdad? ¿Gustaba de torturar mujeres por simple placer sexual? Mujeres que se prestaban para ser encadenadas… negó con la cabeza, apartando el pensamiento. Ella hacía más o menos lo mismo, y no se sentía culpable. Pero tampoco la excitaba… no demasiado, claro. Se pasó una mano por el cabello de nuevo. Como si con eso pudiese lograr calmar la cólera que febrilmente le enrojecía las mejillas. Era la primera emoción real, apartada da aquel sanatorio, que había sentido en lo que le parecía mucho tiempo. Se removió en su lugar, incómoda, aún con la sensación de tener sobre sí esa maldita camisa de fuerza. Las heridas de los bordes de su prisión de tela quedaban en evidencia en su cuello y muñecas. —Escucha—siseó con lentitud. Gota a gota, las palabras se deslizaron fuera de su boca, tan cortantes y filosas que Savana se encogió como si le hubiese clavado un cuchillo—. Méteme allí de nuevo, y te juro, que me olvidaré que me pariste. Savana la miró a los ojos, comprendiendo en ese momento que había perdido a su hija mayor para siempre. Nada quedaba ya del amor profundo y manso que alguna vez Dakota había sentido por ella, y se sintió profundamente culpable. Dakota no entendía, no podía comprender, que haberla dejado fuera de ese sitio habría significado su muerte. Arianne era como Derek, solo que mil veces peor: después de eso, la habría asesinado en cuanto hubiese tenido su primera chance. No habría esperado, no habría pensado. Se habría desecho de ella como si Dakota fuera un papel, un papel que borbotearía sangre hasta que se secara. —Haz lo que quieras—suspiró Savana, alzándose para parecer una madre en toda su regla. Los ojos de Dakota se entrecerraron hacia ella, y una mueca que intentó ser una sonrisa tiró de sus labios—. Pero créeme: eso me dolió más a mí que a ti. —Oh, sí, claro—escupió—. ¿Te dolió también no decirme que Eliot era mi hermano? Lo dudo, porque últimamente tú…

—Alto ahí—escupió Savana. La expresión de su rostro se llenó de desconcierto, y fijó sus ojos en la sonrisa de Dakota, sorprendida de su revelación—. ¿Qué Eliot qué? Dakota alzó sus cejas pelirrojas, y soltó una risita sardónica. Quizás el tiempo pasado en ese sanatorio sí la había vuelto loca después de todo, porque encontraba la situación de lo más graciosa. —Eliot es mi hermano. Veo que Natacha no era la única zorra de la familia—siseó ella, escupiendo las palabras con odio—. ¿Cuándo pensabas decirnos que tenemos un medio hermano? —Yo… —Claro. No querías. Lo entiendo. Ahora aléjate de mí.

Emily Clarckson v/s Arianne Clarckson Emily dirigió una mirada de soslayo al joven que caminaba a su lado, y deseó fervientemente que no se diera cuenta que estaba sonrojada hasta la raíz de los oscuros cabellos. Hoy, Patch se veía particularmente bien. Vestido de vaqueros negros y entallados, camiseta raída de algún grupo de rock que no reconoció, botas de motociclista, aspecto de desordenado desaliño que lo hacía lucir como si acabara de follar. Sí. Se preguntó a sí misma cómo era que lo sabía, pero prefirió no ahondar más en el tema. Se acomodó tras la oreja un rizo de cabello negro distraída, y volvió a repetir el gesto de manera inconsciente cuando éste volvió a su posición original. Sabía dónde la estaba llevando su guardaespaldas personal. Ese pasillo, finamente decorado como en un palacio, cubierto de alfombra roja de exquisita sensación, conducía solo a un lugar. Un lugar que solo había pisado dos veces en la vida, una a los siete años, y la otra en la fiesta de Año Nuevo organizada por la familia. El despacho que había pertenecido a su tío Adolf, antes de que Arianne entrara a la organización y lo pusiera todo de cabeza con su desfachatez, altanería y su desagradable forma de recordarle a todo el mundo que era la hija de su padre, que era su hermana. Últimamente, a Emily le molestaba incluso su reflejo en el espejo. Veía a Arianne en cada rasgo de su cara, y ya no era algo que pudiera detener. No podía hacerlo porque, para su desgracia, deseaba ser un poco más como ella. Con ese poder emanando de cada poro, de cada mirada, de cada palabra. Quería que sus ojos negros le causaran a los demás el mismo efecto que los de ella tenían en todo el mundo. Era su deseo oculto, el más bizarro y pecaminoso. Ese, y el hombre que caminaba a su lado. Miró a su alrededor nerviosa. Las paredes pintadas de blanco brillaban bajo el sol que se colaba por las ventanas que, cada dos metros, mostraban un cielo gris perlado, motas de nubes grisáceas volando aquí y allá, viéndose desperdigadas gracias a los visillos blancos de punto grueso que colgaban delicadamente desde barras de hierro a un par de metros de altura. Patch se detuvo y ella chocó contra él, tambaleándose hacia atrás un par de pasos. Su mundo dio coletazos sobre su eje, y todo a su alrededor dio un repentino giro. Se sintió aturdida, en parte por el golpe sorprendentemente fuerte, en parte porque el aroma seductor de Patch había invadido sus fosas nasales. —Dios, Emily—farfulló él, con una sonrisa de medio lado. La sostuvo por el codo, ayudándola a recuperar el equilibrio y la miró condescendiente—. Si vas a ir mirando para otro lado todo el tiempo, te darás más tortazos contra el suelo de los que puedas aguantar.

La muchacha se sonrojó más aún si eso era posible, y miró hacia otro lado, quitando de un rápido movimiento la mano del alcance de Patch. Menuda tonta estaba hecha. Le gustaba su guardaespaldas, y a él le gustaba el molde del que ella había salido. Jesús. —Gracias—masculló ella escuetamente. Agachando la mirada, Emily pasó de él, directamente hacia la puerta doble del despacho de Arianne. Era tan estúpida… tan torpe. No tenía nada que hacer en contra de Arianne, quien siempre se movía con una agilidad digna de las sombras de la noche, con sensualidad, con poder. Jamás en la vida iba a llamar la atención de Patch. Ni aunque se pusiera implantes y le bailara desnuda en la cara. Ella no… no podía parecerse más que físicamente a ella. Esa mujer, cuyos ojos eran fieros… Emily la admiraba. En secreto. El joven la observó. Vestida de vaqueros ajustados alrededor de sus exquisitos muslos, de sus pantorrillas. El azul le sentaba perfectamente, combinado con una camiseta manga larga de color verde oscuro. Se le hizo la boca agua, todo en su cuerpo revolviéndose. Emily jamás podría haber sabido que en ese momento Patch se la comía con los ojos, porque dentro de él había nacido el deseo. Pero éste era un deseo más allá del físico, más allá de la apariencia que ella tenía. No tenía nada que ver con Drina. En ese momento, el joven tomó la decisión. Emily oyó un chasquido detrás de ella, y la mano de Patch se aferró a su muñeca, tirándola de nuevo hacia atrás. Sorprendida, no atinó a hacer nada, salvo dejarse llevar. Los brazos de Patch la dirigieron de tal manera que quedó atrapada entre la pared y su cuerpo, con las manos de él a cada lado de su cabeza. El abdomen de Patch yacía pegado al de ella, alzándola unos centímetros, obligándola a ponerse de puntillas. La respiración entrecortada de Patch la golpeó como una cachetada en la cara, y la hizo enrojecer de nuevo, el arrebol cubriendo incluso su cuello, y su corazón acelerado golpeteando contra las costillas, mandándole adrenalina a todo el cuerpo. Escuchó la presión sanguínea en sus oídos, y las mariposas explotaron en su estómago como si de pronto fueran avispas. Se sintió mareada por la falta de aire, y su cuerpo comenzó a temblar. Tenía el semblante de Patch a escasos centímetros del suyo. Tan cerca que si se estiraba solo unos centímetros más iba a besarlo. Se mordió el labio inferior, nerviosa hasta decir basta, y miró a los ojos color avellana de Patch. Sus pupilas se habían dilatado, y una fina capa de sudor brillante se había perlado en su frente. Emily se descubrió a sí misma en una situación muy similar. — ¿Qué estás haciendo?—masculló la pequeña Clarckson falta de aliento. La pregunta retórica se le antojó inútil e innecesaria, pero tenía que darle algún sentido a esa situación.

— ¿No se nota?—murmuró él, acercándose un palmo más. Sus labios se tocaron, pero él no la besó: y aún con ello, el corazón de Emily se disparó tan alto que casi perdió el conocimiento. Respirando con agitación, la muchacha distinguió el hormigueo que recorría toda su piel como… deseo. Patch miró sus ojos negros unos larguísimos y ardientes segundos, antes de dirigirse hacia el ángulo de su mandíbula, el sector bajo su oreja. Recorrió suavemente la piel de su quijada con los labios, paseándose desde la barbilla hasta su lóbulo, jadeando. La piel de Emily se sentía tan tersa bajo sus labios, todo leche y rosas, y el olor que emanaba de ella era dulce. Buscó entre todos los olores que conocía, pero ninguno se asemejó al efluvio que la piel de la pequeña muchacha dejaba escapar. Era suave, relajante, y dulce como la miel, pero sin resultar asfixiante. Era una mezcla de aroma a rosas y a lavanda, ligeramente ácido… Se encontró con sus labios de nuevo tocándose con los de ella, y la miró a los ojos. Los tenía cerrados, la cabeza echada hacia atrás, dándole acceso a su garganta, desde donde el embriagador aroma se esparcía entre el invadido espacio personal. El mínimo roce de sus labios, insignificante, de pronto se le antojó asfixiante. El terciopelo que se hallaba unido a su boca por un simple milímetro de piel le quemó en ansias, y se apretó contra ella, estampando sus labios contra los de la muchacha, que gimió en respuesta. Entonces, un carraspeo los hizo sobresaltarse a los dos. Como si quemaran, Patch y Emily se dieron la vuelta, mirando directamente a quien estaba parada distraídamente, con los brazos cruzados sobre el pecho y una sonrisa casi cómplice en sus labios. —Bien, si ya terminaron de darse el lote, me gustaría hablar con mi hermana.

Conrad se dijo a sí mismo que la espera lo estaba matando. No se había vuelto a encontrar con su sobrina desde aquel día en que lo siguió, cuando visitaba la tumba de su hermano, su cuñada y sus sobrinos. El dolor de la pérdida, el dolor casi reconfortante de saber que por fin iba a honrarlos después de tantos años, había cegado sus sentidos, le había hecho ignorar el mundo que se desarrollaba sin detenerse a su alrededor. Y ella lo había seguido, pisándole los talones, tan silenciosa que incluso su guardaespaldas no lo había visto. Arianne era exactamente como la recordaba, solo que había crecido muchísimo. Sacando cuentas interiormente, debía estar por los veinticinco, quizás un poco más o un poco menos. Tenía el mismo aspecto que Natacha a su edad: como una pantera. El largo cabello negro y los ojos oscuros, cargados de malicia, aunque los de Natacha eran un poco menos truculentos.

Su sobrina había heredado el porte altivo y la serenidad cínica de Derek, algo que él también poseía. En su postura, en su mirada cargada de recelo y a la misma vez de la nada misma, se alcanzaba a ver el orgullo de saberse buena en algo que pocos hacían bien. Era tan parecida a su hermano, que verla le dolía. Era como ver a Ignace, su sobrino mayor, de quien, por cierto, no tenía ninguna maldita idea. No era como haber visto a Dakota. Dakota era una sombra, era algo infinitamente inferior a los que los demás Clarckson eran. Y Andrew… él tampoco podía llamarse a sí mismo un Clarckson hecho y derecho. Parecía que el puro linaje de su familia se había olvidado de los hijos menores de su hermano. Sus sobrinos eran todos harina de otro costal, como si hubiesen nacido con la mitad del poder natural que fluía en su sangre. La genética los había olvidado, y ellos osaban creerse la élite de la familia. Ese pensamiento despertó en Conrad Clarckson una sonrisita cínica. Se pasó una mano por el cabello negro entrecano pulcramente peinado hacia atrás, siguiendo el sentido de las raíces, y le dio una calada profunda al habano que sostenía entre los dientes. Era un pésimo hábito que compartía con su hermano menor, pero eso no era lo peor que compartían. — ¿Señor? Conrad alzó sus ojos del suelo y los fijó en Erick, que tenía una mirada cautelosa en su rostro. Con una alzada de cejas algo altiva, el Clarckson instó a su guardaespaldas personal a que continuara, mientras aún le quedaba algo del habano entre los dedos y mientras su whisky estaba helado. —Hay alguien que quiere verlo—le informó Erick, frunciendo el ceño. Arrugó sus labios y el bigote rubio dorado se achicó con aquel gesto. Se movió nervioso en su sitio, aclarándose la garganta—. Es una… —Oh por el amor de Dios, Erick—se quejó Conrad, bufando molesto. Agitó el habano hacia él, haciendo una floritura casi teatral con su mano, instándolo a que terminara de una vez—. Anuncia ya quién ha venido a verme. Me estás poniendo de mal humor. —Ex funcionaria de la agencia—soltó Erick, incómodo. La postura de Conrad cambió en cuanto salió aquello de la boca de Erick. Su cuerpo completo se tensó por las alarmas que estallaron en su cabeza, sus ojos fríos y oscuros escabulléndose desde Erick hacia la puerta, sus cejas juntándose al medio de su frente en una molesta uve. El whisky se agitó en su vaso sin hielo, y con un gruñido casi bestial lo dejó sobre la mesa. Se levantó del cómodo sillón de terciopelo y se alzó en toda su estatura, pasándose las dos manos por el pulcro y brillante cabello negro. Parecía un tejón enojado, con esa

línea blanca a cada lado de su cabeza, canosa y supuestamente de experiencia, y maquinó todas las posibilidades que tenía. Pero incluso antes de que Conrad le dijera a su guardaespaldas personal que mandara a pitar a la jodida funcionaria de la agencia, la puerta de doble hoja de su despacho se abrió, y a través del umbral se deslizó una alta figura ataviada de vestido ejecutivo que a leguas se notaba que era caro y de diseñador. Los altos tacones púrpuras que tartamudeaban bajo sus pies con fuerza, brillaron bajo la luz, a combinación con la blusa con pinzas que se le pegaba a las curvas, y que se tensaba sobre el busto, el botón separándose unos milímetros sensuales desde el ojal, el largo cabello rubio dorado recogido en una coleta alta desde donde caía como una cascada de oro. Las gafas de montura rectangular y marco al aire le daban aspecto de mujer de negocios, con el maletín en mano y la corta falda de tubo entallándole las anchas y perfectas caderas. La alta y esbelta mujer rubia ingresó en la habitación, inundando el lugar con su caro perfume, mientras los ojos más verdes que Conrad había visto en su vida examinaban con detenimiento sus alrededores, como un tigre listo para saltar en cuanto la presa se moviera un milímetro. Entonces, ella giró su vista hacia el Clarckson, y extendió por sus labios pintados de rojo cereza una sonrisa que mostró unos dientes blanquísimos y totalmente rectos, como una fila de puras perlas. —Buenos días—saludó ella. Su voz alta y clara resonó en su oficina casi como un coro de ángeles, y aunque estaba estupefacto, Conrad se permitió mirarla de arriba abajo, con una sonrisa cínica en sus labios. La chica no debía tener más de veinte años, y lucía menor que su propia sobrina. Incluso sobre esos altos tacones de diez centímetros y esa fachada de joven negociadora experta, se adivinaba un pasado oscuro, colgando sobre su cabeza como un halo de maldad—. Mi nombre es Betty Norman, y soy la jefa del Comité de Control de Agencias Gubernamentales. Le tendió una mano, segura y con manicura, y esperó a que Conrad se la estrechara. Erick la miró desde la cabeza hasta los pies, con aprobación, como si la deseara, y el Clarckson no podía negarle que la condenada era preciosa. Pero era demasiado joven para ambos. Cuadrando los hombros, y momentáneamente desarmado por la presentación de la joven, Conrad dio un paso hacia adelante y estrechó la mano de la joven con firme delicadeza. La sonrisa cortés se deslizó por los labios de la joven, que alzó las cejas en un gesto que Conrad no alcanzó a entender. — ¿Qué la trae por aquí, señorita Norman?—inquirió él, indicándole que lo acompañara al escritorio. La apuntó la silla cómoda y de cojines esponjosos ubicada frente a su mesa de trabajo, y procedió a sentarse. Le hizo una seña a Erick para que se retirara, y se echó hacia atrás en su silla.

La joven se sentó, dejando su portafolios a un lado de la silla y cruzó una pierna sobre la otra, las medias de color grafito envolviendo sus pantorrillas. Betty se echó hacia atrás en la silla, cruzando los brazos sobre el pecho, acomodándose con suma seguridad en la silla que Conrad le había ofrecido. —No me gustan los rodeos, señor Clarckson—comenzó Betty, con tono profesional y una sonrisa en el rostro—. He venido aquí para hablar de la situación de Arianne Clarckson. Conrad fijó sus ojos en ella, mientras se echaba hacia adelante en su asiento. Enterró el codo derecho en la mesa, mientras apoyaba el brazo doblado ponía los dedos de aquella mano sobre el bícep de su otro brazo. Sus dedos índice y medio cruzaron sus labios, que se curvaron en una sonrisa malévola. —No comprendo—murmuró Conrad a través de sus dedos—, qué tiene que ver Arianne Clarckson con el comité para el que trabaja, señorita Norman—la sonrisa malévola se extendió, y sus ojos refulgieron bajo la luz solar filtrada por las ventanas. Las sombras proyectadas en su rostro debido a la iluminación que venía desde detrás de él le dieron un aspecto casi macabro. Betty extendió una sonrisa cínica por su rostro, y sus ojos verdes se fijaron en Conrad sin siquiera amilanarse. Dios. ¿Cuánta gente iba a desafiarlo así? —No quiera verme la cara, señor Clarckson—espetó Betty en tono amigable. La muchacha se echó hacia adelante, acomodando las manos extendidas sobre la mesa, y bajando el tono de su voz hasta convertirla en un susurro amenazante—. Ha sido poco práctico. En cuánto Arianne se encontró con usted, me dijo que estaba vivo. Y créame, será mejor que conteste a mis preguntas y colabore, porque Arianne es vengativa. Y muy buena con las armas, aunque esté reformada. — ¿Poco práctico?—se escandalizó Conrad, fingiendo ofenderse. Soltó una breve carcajada sarcástica y miró hacia el techo, negando con la cabeza—. ¿En qué, si se puede saber? —En regresar—terció la joven rubia, con tono cortante. Sus fríos ojos verdes mostraron ironía, y su boca se apretó en una fina línea roja—. Estaba bastante bien en donde estaba. No molestaba a nadie… pero ahora molesta a la nueva agencia que se está formando. Escúcheme, si quiere salvar su vida, va a volver a Canadá, por su bien. — ¿No venía a hablar usted de Arianne, señorita Norman? Betty soltó una risita, cuya emoción Conrad no pudo distinguir. —Oh, pero por supuesto. Arianne es 49, y aunque a todo el mundo le pese, siempre va a serlo. La quieren de vuelta, y van a hacer lo que sea necesario para volver a usarla como su agente—Betty entrecerró los ojos, luciendo terroríficamente angelical ahora—. Y van

a usarlo a usted como moneda de canje. Se van a ofrecer a asesinarlo con tal de que ella regrese. Aunque ella no lo necesita, sería la excusa perfecta, ¿no cree usted? El Clarckson alzó las cejas, dubitativo. Volvió a estirarse en su silla cuan largo era, y se llevó el habano a la boca, mirando distraídamente el humo blanquecino y denso que escapaba de la punta encendida del rollo de tabaco. Miró al techo pintado de un suave color crema, y reflexionó. La señorita Norman lo imitó, echándose hacia atrás en su silla. Cruzó los brazos sobre el pecho, sonriendo con altivez, sabiendo que lo tenía justo donde quería. Tenía su atención. — ¿Sabe, señorita Norman?—murmuró Conrad a través de sus dientes apretados—. Aborrezco a la gente que cree que puede darme órdenes, o decirme qué hacer. Usted parece ser inteligente… y no sería de lo más inteligente que haga una de esas dos cosas. Le pido que se retire. —Oh, no se preocupe—concedió la rubia, con una sonrisa ladeada en sus labios. Lo miró con frialdad, pero la mueca no se borró de sus labios—. Pero no me culpe si después la agencia lo asesina. O quizás la misma Arianne. Ella tiene tantos asesinatos a su haber, que uno más no la importunará. Dicho aquello se alzó de la silla sobre sus tacones, y le concedió a Conrad la más gélida de las sonrisas. Lo miró altiva, borde y desagradable, como no había sido antes cuando entró toda señorial y perfume caro en su oficina. —Otra cosa—agregó ella, frunciendo el ceño—. Arianne se hace llamar Drina Rinaldi. No es de extrañar que cuando se encontrara con usted le diera ese nombre… técnicamente no quiere saber una mierda sobre la familia Clarckson, aunque ahora sea la cabecilla. Se giró, dando media vuelta, y caminó tranquilamente hacia la puerta, mientras tras de ella su cabello rubio se balanceaba como un sedoso péndulo. Sus piernas cubiertas por las medias de color grafito, cinceladas y esbeltas, se alejaron del escritorio, caminando sobre la mullida alfombra persa, y se acercó a la puerta. —Deje de mirarme las piernas, señor Clarckson—musitó ella, con la mano puesta sobre la manija—. Usted y yo sabemos que es demasiado atractivo, y yo soy demasiado joven.

Drina sonrió de medio lado, sentada sobre el escritorio, con las piernas colgando y balanceándose al compás de alguna canción que solo estaba en su mente. Por el escote de la camiseta cuyo cuello había sido cortado, pendían un par de pequeños audífonos negros, cuyo bamboleo iba a la par con el de sus piernas. Los cascos estaban en silencio, al igual que los dos que estaban parados de frente a ella.

La situación le había parecido de lo más divertida, pero se sorprendió al tener que ocultar la llamarada de furia que se concentró en su pecho al encontrarse con semejante escena al salir del despacho. Su media hermana, su copia física por excelencia, dándose el lote con el tío que juraba estar hasta el cuello por ella. Básicamente, lo que había sentido eran celos, eso lo comprendía, porque Patch le gustaba. Aunque solo físicamente. De todas formas, había sido un golpe molesto a su ego. Él, que se había pegado a ella durante todo ese tiempo, parecía haberse olvidado de que existía. Aunque la sonrisa en su rostro era de suficiencia, por supuesto, porque había escogido justamente a su espejo viviente para descargar la frustración. Oh, sí, la vida es buena a veces, se dijo a sí misma con egoísmo. Dirigió su oscura mirada hacia Patch, que estaba parado con despreocupación, mirando todo menos a ella. Sabía que en el fondo estaba avergonzado, pero en ese sentido se le parecía un poco. Jamás iba a demostrar que había sido pillado infraganti, aunque sabía que entre Drina y él había cierta… electricidad. Por su parte, Emily estaba roja hasta por debajo de la ropa. Si alguna vez alguien se preguntó si la cara era lo único que enrojecía cuando el rubor acechaba, la pequeña Clarckson era la clara muestra de que eso era una farsa. Al menos, ella se sentía completamente acalorada, aunque no sabía muy bien si era porque la mirada de Drina era de total diversión ante el escenario desarrollándose, o porque había sido besada por el tipo que ocupaba sus sueños desde el día en que llegó a la casa grande. Drina chasqueó la lengua, y atrajo la atención de su media hermana y su… ¿mejor amigo? —Bien, ya que estamos aquí, quiero preguntar… por qué Emily amaneció en tu casa, Cullen—apuntó hacia Patch con el mentón, sonriendo con altanería e ironía, aunque sin querer parecer perra. La idea de que ellos dos se estuvieran pasando cartas bajo la mesa era divertida, y poco a poco se le pasaba esa sensación de querer asesinar a Emily de un balazo entre las cejas—. Creí haber dejado claro que ella no salía de la mansión sin compañía. Patch suspiró con cansancio. Apenas había comenzado a dar rienda suelta a su cabeza atiborrada de ideas pecaminosas para con Emily, y ahora tenía que darle explicaciones a su amor platónico. —La encontré y la llevé a casa porque no quería volver aquí—su respuesta fue directa, como la que un militar le soltaría a alguien de mayor rango. Parado tieso, mirando a Drina de frente, esa atmósfera de mierda flotando en el aire, electrificando todo a su alrededor. Emily se sintió empequeñecida por eso, y parpadeó ante la fuerza de la atracción que Patch y Drina ejercían a su alrededor—. Preferí llevarla a mi apartamento… para que estuviera más cómoda, ya sabes. Drina sonrió como si se estuviese riendo de un chiste consigo misma.

—Tu adorable apartamento—comentó, distraída, mirando por la ventana. —Me cambié hace un tiempo—respondió Patch, frunciendo el ceño. Emily miró de hito en hito, desde Drina hasta el joven, y arqueó las cejas—. Uno más grande, más cómodo. Drina dejó de sonreír, viéndose ahora profesional y fría. Sus ojos negros volaron desde la ventana y se clavaron en Emily, mientras se alzaba en su pequeña estatura, dando un paso al frente. Incluso vestida con vaqueros ajustados de color negro y un largo chaleco rojo sangre que era dos tallas más grande que ella, y que le quedaba tan largo en las mangas que había tenido que agujerearlas para meter los pulgares, parecía una feroz pantera a punto de atacar. Mientras el ligero tacón se clavaba en el suelo de caoba, y la punta afilada de una bota estilo vaquero apuntaba hacia su hermana menor, la asesina habló con voz directa y sin pudores: —Escúchenme bien—el siseo en su garganta ya no tenía ese buen humor con el que había comenzado la reunión. La diversión por la escenita de calentura de su hermana y su guardaespaldas había desaparecido—. Si ustedes dos deciden tener una relación más allá de lo profesional, a mí me vale madre. Pero, si a ella le ocurre una sola cosa Patch, juro que va a ser lo último que hagas. Patch abrió la boca para contestar, pero Drina alzó una mano con desprecio, para acallarlo. Todo lo perra que podía ser, lo estaba siendo en ese momento, o al menos una gran parte. Drina estaba segura que si Emily la veía ser todo lo malnacida que en realidad era, iba a echar la pota antes de que terminara su cometido. —Incluso si es por decisión de ella. Es tu misión. Las palabras de la cabecilla de la organización flotaron en el aire, y Emily alzó los ojos del suelo, donde los había incrustado para no tener que mirar a Patch comiéndose a Drina con los ojos. La frase adquirió una rotundidad de muerte que realmente la asustó, porque ella no alcanzaba ni siquiera a dimensionar lo que de verdad se estaba diciendo. El joven fijó sus ojos en Drina, que lo miraba con severidad, y asintió con la cabeza. Su mente se había acomodado a la situación, ignorando los problemas de faldas y llevándolo al lugar en el que debía estar cuando era profesional. Ya no era un simple barman, no era simplemente Patch. Ahora, en ese momento, tras esas palabras, él era un guardaespaldas de Black Mirror, un agente adiestrado para asesinar y salvaguardar la vida de los miembros de la familia. —Quiero saber si me has oído. —Sí, Drina. Emily clavó sus ojos en el joven, y alzó las cejas casi con repulsa. El cambio en Patch era tangible: de ese juguetón joven, con una mirada seductora y una sonrisa tan misteriosa e incitante, había pasado a ser un robot, un ser creado para obedecer órdenes,

con los ojos fríos y la boca apretada en una fina línea que demostrada solamente eficiencia. Por su parte, Drina inhaló profundamente, y asintió satisfecha. De nuevo, su humor había cambiado vertiginosamente, borrando de su rostro esa profunda frialdad profesional, y componiendo una expresión de afabilidad. Era un ser voluble. —Bien, ahora que eso ha quedado claro, me dirijo a ti, Emily—continuó Drina, aclarándose la garganta. Meditó un poco, acariciándose la barbilla con el dedo índice, cruzando los brazos sobre el pecho, y miró dubitativa la ventana. Su dedo índice pasó ahora por el cuello cortado de la camiseta, que sobresalía ligeramente del cuello ancho del chaleco, y caviló profundamente sus siguientes palabras—. Tienes que comprender que tu seguridad está en peligro. No tienes ni la más remota idea de cómo protegerte, y eso supone un problema. Es por eso que exijo que tengas un guardaespaldas las veinticuatro horas, que respetes el toque de queda y que acates mis órdenes. Bajó los brazos, para poder meterse las manos a los bolsillos. Alrededor de sus muñecas, las mangas del chaleco se arrugaron de manera casi graciosa, como si fuera una niña en vez de una mujer. Aunque a Emily ese aspecto le dio más terror que cualquier otra cosa. —Si quieres ser asesinada, adelante—la joven se encogió de hombros, quitándole importancia al asunto, porque de verdad no le interesaba la vida de Emily. Siendo sinceros, no le interesaba la vida de nadie de esa familia. Quizás un poco la de Savana, porque veía en ella una figura casi materna, pero a la hora de escoger, no sería demasiado beneficiada—. No es que me interese demasiado. Pero entiendo que tienes una vida por delante y, para serte completamente honesta, no me agrada la idea de que alguien sea asesinado porque se parece a mí. Considero eso un trato vejatorio. La pequeña Emily abrió los ojos como plato ante la revelación fría y carente de sentimientos de su hermana mayor. Sí, si alguien debía recibir el título de la perra más malnacida de todo el mundo, ésa era exactamente Arianne Clarckson. Su forma de ver el mundo le repugnó a la más joven de la sala, que frunció el ceño, mirándola con incredulidad. Abrió la boca para contestar algo, para decirle que era una zorra quizás, pero ningún sonido se escapó de entre sus labios. ¿Cómo podía esa mujer tener del labio a alguien como Patch? Era oscura, era insolente, carecía de sentimientos, y aún así, todo el mundo tenía sus cartas apostadas a ella. ¿Qué, era un robot o algo? ¿Era una súper computadora biológica o alguna mierda así? Porque parecía pensar y hablar con la fría lógica de una calculadora. —Eres una…—comenzó Emily, enrojeciendo de ira. Atrás quedó la vergüenza de haber sido pillada con las manos en la masa; ahora quería asesinar a esa mujer. En sentido figurado, por supuesto.

—Emily—le cortó Patch a su lado, mirándola con reprobación. La sola mirada detuvo a Emily en mitad de la frase, y lo miró boquiabierta—. Cierra la boca y atiende. —Oh, vamos—escupió Emily, anonadada. Se giró hacia Drina y la miró con el ceño fruncido, en ese mohín de niña malcriada que a Drina le sacó una risita maléfica—. ¿De verdad puedes ser tan perra? ¿De verdad piensas así? La joven se pasó una mano por el cabello, inhalando y exhalando, tratando de no golpear a su media hermana. Tío, ¿puede ser más infantil? —Puedo ser más perra todavía—le informó, con tono de broma. Aún así, sus ojos negros carecían de cualquier sonrisa—. Y pienso así. Si no te gusta, arréglatelas. Vas a tener que aguantarte, Emily, porque es la vida que te toca vivir. Drina se dio la media vuelta, y sacó un cigarrillo de su cajetilla, tirada encima de los papeles que tenía que mandarle a Adolf, y lo prendió con su Zippo recargable, sin mirar ni a Patch ni a Emily. Posterior a eso, se volvió hacia ellos, dándole una calada profunda al tubo de tabaco, y sonrió con malicia: —Ahora váyanse.

— ¡Es una zorra!—chilló, lanzando el pote de crema para las manos contra la pared de empapelado blanco y rosa de su habitación. El pote dio contra la pared con fuerza, abriéndose en el acto y repartiendo por el muro y los muebles a su alrededor gotas de espeso líquido blanco y brillante, que mancharon de aceite todo a su alrededor, incluyendo la esponjosa alfombra. Se pasó las manos por el cabello, respirando con desesperación. Se sintió traicionada por Patch, pero comprendía que jamás había tenido su lealtad. Solo el deseo físico hacia ella, algo que no imponía compromisos para nadie. Paseó por su habitación una y mil veces, tratando de serenarse. A su alrededor, todo le daba vueltas como si estuviera en medio de una secadora de ropa, y no podía detener la vertiginosidad con que las cosas estaban desarrollándose a su alrededor. Drina había llegado y había hecho trizas su vida. Ese parecido era una maldición, no era nada que a Emily la beneficiara. Drina ni siquiera se preocupaba por ella, no había un ápice de humanidad en ese cuerpo. Le había asignado a un guardaespaldas por orgullo, porque no consideraba que nadie mereciera ser asesinada en su lugar. No sentía afecto, no sentía nada por ella. Emily, que había puesto sus esperanzas en que su media hermana fuera un ser gentil y la ayudara en una adolescencia tormentosa, se sintió estúpida con el solo hecho de pensar que Drina fuera algo así como gentil. Gentileza era todo lo contrario a lo que ella era.

Emily se dijo a sí misma que poner esperanzas en los demás no es más que una dolorosa pérdida de tiempo. Había estado deseando a alguien que la comprendiera. Y Arianne se parecía tanto a ella físicamente… —Soy una estúpida—masculló para sí misma la muchacha, sintiendo las lágrimas picar en sus ojos. Se golpeó la frente con la base de la mano, frunciendo el ceño, sosteniendo aún en sus ojos las lagrimas que pinchaban por caer. — ¿Emily? La muchacha se giró hacia la puerta, lanzándole una mirada asesina a quién estaba parado tras ella. Habría reconocido su voz en cualquier parte del mundo. Emily parpadeó, tratando de quitarse las lágrimas de los ojos, secándose con el dorso de la mano allí donde el líquido había descendido por sus mejillas. Gruñó por lo bajo y enterró ambas manos en su pelo, iniciando el recorrido desde las mejillas hasta las sienes, masajeándose el cuero cabelludo. —Vete—le ladró hacia la puerta, frunciendo el entrecejo. Se dijo en su fuero interno que era una imbécil. No tenía nada con Patch. Se había dado el lote con él, pero eso era todo. Patch estaba tras Arianne, ella era sólo el premio de consuelo. Era la copia, y era menor que él. ¿A qué hombre no le excitaba tirarse a una chica virgen menor que él? Por supuesto, a todos. —Tenemos que hablar. La voz de Patch llegó amortiguada a través de la puerta, y Emily dudó. ¿Qué quería? Oh, una cosa era segura. Quería decirle que lo de antes no era nada, que se olvidara de eso y toda esa mierda que viene después de que los hombres consiguen lo que quieren. —Que te vayas—le indicó ella, en un murmullo que Patch apenas escuchó. —Si no abres voy a entrar yo. La joven se quedó de piedra. No, no lo quería en su cuarto. Lo quería lejos, fuera de su casa, fuera del país, en otro continente si eso era necesario. En otro planeta habría sido más que maravilloso. Cuando le viera la cara, se iba a sentir tres veces más estúpida de lo que ya se sentía. —Haz lo que quieras—gruñó hacia la puerta, caminando hacia el pote de crema que se había ido rodando hasta el pie de la cama. Lo tomó, y gimió en voz baja. Su crema favorita había sido la que se había pegado el encontronazo con su rabia, y ahora el pote estaba todo trisado, más de la mitad del contenido esparcido por las paredes y el suelo de su habitación. Esa crema era una edición limitada, descontinuada desde hacía años. ¿Qué había hecho? Podía parecer superficial y todo, pero esa crema formaba parte de su vida entera. Su adolescencia había iniciado con esa crema entre sus manos, para su cumpleaños número

catorce, cuando descubrió que la pecastilla de los violines y los chelos le secaban ligeramente las manos. Esa loción había salvado sus manos y compuesto lo principal de su fragancia corporal desde ese tiempo. Suspiró y la dejó caer al basurero. Fue entonces que Patch entró. Emily se giró en redondo, para encontrarse con un enojado Patch que se sobaba el hombro. Había abierto la puerta a la fuerza, estrellándose contra ella, mientras Emily estaba rememorando la obtención de su crema favorita. El joven paseó la vista por su habitación, y luego hacia la mancha aceitosa que se deslizaba pared abajo, y compuso una sonrisa cómplice. — ¿Qué te hizo la crema?—canturreó, como si no notara la atmósfera ácida que revoloteaba alrededor de la pequeña joven. Ella lo miró con el ceño fruncido, y se cruzó de brazos—. ¿Qué? — ¿Qué estás haciendo en mi cuarto? —Te dije que teníamos que hablar—contestó simplemente. Patch lució incómodo de pronto, y Emily se preparó mentalmente para el ―fue un error. Lo siento, no ocurrirá de nuevo‖—. Lamento lo de antes. Ahí va. —Tienes que pensar eso antes de ir besando gente por la vida—masculló ella, caminando hacia el tocador. Se dejó caer sobre la silla, y apoyó la mejilla sobre su mano, mirándolo con desesperación. Trató de parecer tranquila, pero por dentro quería patearle el trasero. — ¿Ah?—los ojos del joven brillaron divertidos, y entrecerró sus párpados hacia ella—. No. Me refiero a cómo te traté en frente de Drina. —No entiendo—gimió Emily, cerrando los ojos y masajeándose las sienes con poca delicadeza. Se desesperó, y gimoteó mientras trataba de relajarse. —Mira, me gustas—soltó él, como si nada—, pero debes comprender que Drina es mi jefa. Si ella decide que se me ve bonita una onza de plomo en los sesos, estoy perdido. Es peligroso enfrentarse a ella. Pero como toda cría enamorada, Emily solo escuchó una parte del corto discurso de Patch. Rígida en su silla, la muchacha volvió sus ojos hacia él, abiertos como platos, alzando las cejas de tal forma que unas profundas arrugas de sorpresa se formaron en su frente perfecta y nívea. —Ah, no, escúchame bien—le dijo él, sentándose en la cama. Frunció el ceño hacia ella, y se cruzó de brazos casi con severidad—. Escucha el discurso completo. Esa tía es

una perra, todo el mundo lo sabe. No me gusta provocarla, la conozco lo suficiente. Y es poco. Pero Emily, te conviene hacer lo que ella dice. Ella bufó. —Sí, claro, para no ofender su trasero irónico cuando me maten—soltó, enfurruñándose. En vez de que Patch se enojara, como ella esperaba, él se echó a reír, poniéndola todavía más molesta. Emily se cruzó de brazos—. ¿Qué? —Ella te aprecia. Solo que no lo sabe todavía. — ¿Por qué habría de apreciarme? Se ha encargado de dejar claro que me aborrece. Que soy solamente una chica tonta que se parece a ella físicamente. —Drina tuvo una vida dura—musitó Patch, tratando de no mirar hacia sus pechos, cuyos brazos estaban realzando y haciéndolo babear—. La golpearon hasta que casi la mataron antes de los nueve años. Su madre y sus dos hermanos fueron asesinados—le soltó. Patch vio cómo los ojos de Emily se agrandaban, pero esta vez de horror. No quería divulgar lo que alguna vez Drina le había contado, mirándolo a la cara, sin siquiera lucir triste. Sabía que le dolía, ningún ser humano podía vivir con eso en su consciencia sin que eso lo matara, y Drina no era la excepción—. No te digo esto para que le tengas pena. Solo es para que sepas que ella es así por una razón. —Eso no tiene nada que ver conmigo—masculló Emily, mirando hacia abajo. Nuevas lágrimas se habían atorado en sus ojos, pero éstas eran de real compasión. No era pena. Era compasión. Había perdido tanto, y ella solo se había dedicado a tratarla de zorra, sin detenerse a pensar que podía haber un trasfondo en su actitud. — ¿No lo ves?—rió Patch sin humor—. Ella ve en ti lo que le hubiese gustado ser. Para nadie es fácil.

Drina Rinaldi tenía los ojos llenos de lágrimas, y no podía decir por qué. —La golpearon hasta que casi la mataron antes de los nueve años. Su madre y sus dos hermanos fueron asesinados. Se mordió el labio inferior, apoyada contra el muro, tratando de ser silenciosa como siempre. ¿Así sonaba su historia, en labios de otra persona? Sonaba realmente horrible cuando era ella la que la contaba, que no había sido muchas veces. Pero escucharla de alguien que no era ella, partía su corazón. Cerró los ojos con fuerza. Iba a matar a Patch (retóricamente) cuando terminara con Emily. Lo peor de todo era que todavía no sabía por qué lo había seguido hasta la habitación de su media hermana. Escuchó su conversación completa (incluyendo la pseudo declaración de Patch), y todo, de pronto, había sido dirigido hacia ella.

Él dijo algo más, pero no alcanzó a escucharlo. Estaba sumida en su propia mierda, tratando de no llorar. Habían pasado más de diez años desde aquello, y ella recién iba tomándole el peso al asunto. No malinterpreten, jamás iba a dejarse doblegar por eso. Pero sí iba a tener que darse una buena llantina cuando llegara a casa, en los brazos del hombre al que amaba. —Eso no tiene nada que ver conmigo—oyó que Emily decía, con voz compungida. A pesar de lo mucho que odiaba la lástima, de lo mucho que odiaba la compasión de los seres humanos, no sintió la típica llamarada de ira que sentía cuando alguien se compadecía de ella. Esta vez, se sintió casi agradecida de Emily, incluso aunque sus palabras hubiesen sonado como las de una pequeña perra llorona. — ¿No lo ves? ¿Ver qué, Patch? —Ella ve en ti lo que le hubiese gustado ser. Para nadie es fácil. La joven abrió la boca, casi lista para interceder, pero la cerró de inmediato. ¿Eso era? ¿Por eso sentía eso que se parecía al cariño, pero que se infectaba con desprecio cada vez que miraba los negros ojos de Emily? Había pasado toda una vida sumida entre sus propios recuerdos amargos. Y luego, su vida se plagaba de algo que no quería. Y antes de conocer a esa pequeña joven, a su hermana menor, la odiaba a muerte, con tanto ímpetu como nadie debería odiar en esta vida. La aborrecía, por esa sonrisa eterna en su rostro, por el mohín de niña pequeña que siempre le arrancaba una sonrisa maliciosa de entre los labios. ¿Por eso la odiaba con esa intensidad? Con ese velo viscoso, vicioso y reptil que le cubría los ojos, y le hacía ser siempre una zorra con esa pequeña muchacha. Debió de ser así en algún momento. La odió desde el primer momento en que vio su fotografía. Se recordó a sí misma que aquel día casi fatídico en que toda su relación con la segunda rama de su familia había iniciado, que vio en Emily a una Drina más joven, menos manchada por la ira, el terror, la sangre y la muerte. Sin todas esas sombras en cada recoveco de su alma, 49 debía ser exactamente como Emily en estos momentos. Dulce, sonriente, con los ojos llenos de vida en vez de vacíos de muerte. Parpadeó, y las lágrimas corrieron abajo por sus mejillas, mientras miraba el vacío a través de las paredes del pasillo. Como si alguna vista se revelara entre las moléculas del concreto, la vista de Drina se perdió entre cavilaciones sin final, entre heridas que se habían cerrado hacía mucho tiempo, pero cuya cicatriz parecía ser reacia a desaparecer de su ser. —Ella sólo me ve como un estorbo—murmuró Emily. La voz amortiguada de su hermana menor llegó a sus oídos, aturullados por la presión sanguínea que se la había disparado al aguantarse los jadeos de los sollozos—. Ella piensa que soy estúpida. ¿Y sabes? Lo soy. Esperaba a alguien gentil, a una hermana que pudiera salvarme de la

vida de esta maldita familia. Que pudiera ayudarme en esta vida de mierda que tengo, a entender por qué soy tan recelosa de todos. Recelo. Drina no era recelosa. Drina era un animal enjaulado, herido por las mordazas, que atestaba un mordisco ponzoñoso a quien osara acercarse más de lo debido. Pero Emily, si seguía entre ese manto de mentiras, asesinatos y contrabando, iba a terminar siendo igual que ella. La malicia que rondaba la gran mansión Clarckson iba a terminar pudriéndola en vida, tal como lo había hecho con Dakota, con Andrew, con Savana, con su propio padre, que encontró su propia destrucción a largo plazo al adentrarse en las entrañas del demonio que habitaba esa casa. La joven asesina tomó una decisión entonces. Si Emily quería gentileza, quería ser alejada de esa familia, ella iba a darle lo que quería, incluso sin que supiera que lo quería. Porque no quería que su historia se repitiera, y echara a perder la vida de alguien más. Sonaba patético, quizás incluso sicópata, pero iba a vivir una vida relativamente feliz a través de Emily, viéndola crecer lejos de toda esa mierda de los Clarckson. ¿Y ella? Ella iba a seguir allí, haciéndolos caer poco a poco, una vez terminada su misión de erradicar a la agencia. Se puso el peso sola sobre los hombros, por pura lealtad. Incluso si seguía sin entender porqué el Jefe había decidido ser asesinado, iba a vengarlo. Aunque fuera por propio raciocinio. Iba a eliminar a quienes no le fueron leales, deshacerse de esas personas que llenaron sus bocas con honor y deber, y que cuando vieron la oportunidad de deshacerse del peso sobre sus hombros, huyeron como cucarachas a la luz de una linterna. Drina se limpió la cara con el dorso de la mano derecha, y se pasó una mano por el cabello, intentando serenarse. Intentando decidir si, como decía Patch, valoraba a Emily. ¿Lo hacía? Claro que lo hacía. Nadie podía no apreciarla, con esa niñez eterna en sus rizos, en su forma de mirar. No podía no apreciar ese parecido casi de reencarnación que compartían, porque cada vez que algo la cabreaba, Drina se veía a sí misma en Emily, dando respuestas bordes y mal genio a cualquiera que osara sacarla de sus casillas. Se metió las manos a los bolsillos, y dio un paso, justo en el momento en que oía las siguientes palabras de Patch: —Por eso actúa de esa manera—explicó él. Se oía más cercano a la puerta, y Drina calculó que debía estar junto a Emily—. Porque no sabe cómo sentirse con respecto a nada. Es disfuncional sentimentalmente. El único ser humano que ha amado desde que sabe que de verdad lo hace, es Maxwell Sarkozy. El único que la hace brillar. — ¿Y tú?—le preguntó Emily.

—No, yo no podría ni siquiera hacerla abrir los ojos. Esa mujer lo que necesita es un santo, algo que la jale desde el otro lado, a un lugar confortable e iluminado. Soy demasiada oscuridad como para ayudarla a encontrar lo que necesita. —Pero estás dispuesto a corromperme a mí, ¿verdad? ¿Tan poco valgo? —No seas ridícula—rió él, como si el solo comentario fuera una blasfemia. Drina extendió una sonrisa por su rostro, mirando la puerta con lo más parecido a la ternura que existía en su cuerpo—. Soy oscuridad y tú, tú eres luz. Quiero ver si algo de esa luz ilumina un poco mi vida, incluso aunque sea brindándome tu amistad. —Eres un jodido sentimental, gilipollas romanticón—rió la joven en voz baja, mientras se alejaba de la habitación de Emily, antes de quedarse a escuchar el intercambio de enzimas salivales que iban a terminar efectuando su hermana menor y el guardaespaldas.

Enemigos jurados. Isaac Svenson buscando 49 formas de asesinar. —Hermano, no puedo creer que volvamos a trabajar juntos—gorjeó. —Cierra la puta boca, Solomon. Todavía te aborrezco por enviar a mi chica a la cárcel. Solomon Sodod compuso una mueca de asco, y se dejó caer en la silla de su escritorio. Como antaño, habían vuelto a poner un escritorio extra en la oficina de Sarkozy, y habían vuelto los dos al mismo hábitat, como si los años no hubiesen pasado, ignorándolos olímpicamente. Cruzó los brazos tras la cabeza, mientras hacía lo mismo con los pies sobre su escritorio. —Sigo sin entender qué mierda le viste a esa—escupió Solomon, rememorando la figura vacía y los ojos muertos de ese cadáver andante con nombre de cifras y una sonrisa asesina en sus labios. Era la muerte en persona, tan frágil como un esqueleto sin tendones o músculos, pero era más peligrosa que el ácido—. Debe ser buena en la cama o no… Sodod no lo vio, pero sí lo sintió. Un libro sacado de alguna parte, más bien no sabía de dónde, golpeó su cabeza donde debió estar la mollera cuando era bebé, y con un quejido medio gemido medio jadeo, se pasó la mano por el cabello, sobándose el área afectada. Su mejor amigo seguía teniendo esa maldita puntería a la hora de lanzar cosas al vuelo, como si su puntería con el arma no fuera suficiente. —Atrévete a hablar así de ella de nuevo—le amenazó, dejando el arma sobre la mesa como una advertencia. Solomon se rió para sus adentros, a sabiendas que el juego de siempre se iniciaba, rememorando los antiguos días de gloria antes de la caída de la agencia, y con ello, el desastre que se había desarrollado después—, y te vuelo los sesos. Tengo buenísima puntería, lo sabes. —Supongo que no mejor que la mía—dijo una voz desde la puerta. Los ojos de los dos hombres se fijaron en lintel y Maxwell sonrió con calidez. Atravesando el umbral, vestida de vaqueros ajustados y desgastados por el excesivo uso, botas militares con cordones rojos y una camiseta cuyo cuello había sido cortado y que rezaba Megadeth, iba Drina Rinaldi, con un café de Starbucks en la mano, y los audífonos colgando por el escote de la camiseta, sonando a todo volumen. —Conozco a alguien que tiene mejor puntería que tú, 49—la picó Solomon, sonriendo con malicia desde su silla, inclinado hacia atrás. Era la imagen de la calma y la vileza, si eso puede juntarse en algún momento—. Vamos, ¡súmale uno!

Había un problema con Drina cuando ella no tenía su dosis de nicotina y cafeína en la mañana al levantarse. El problema era que andaba de peor humor que de costumbre, y sus malas pulgas parecían inyectar ponzoña en vez de chuparle sangre. La muchacha desenganchó el arma más cercana a Solomon, la de la derecha, y le apuntó el cañón de la Magnum a la frente, sin siquiera mirarlo, sosteniendo su café cargado en la otra mano, dándole un sorbo como si nada. —El día que desvíes una bala de 50 con una propia, abre la jodida boca, hijo de puta— escupió ella, tras tragarse el sorbo de café. —Cariño—se quejó Solomon en tono zalamero, sin asustarse. Ese juego lucía divertido, y Sodod amaba los juegos—, no seas tan violenta tan temprano. Sin rencores. Los ojos negros como la muerte de Drina se fijaron en Sodod, y Sarkozy temió que halara del gatillo. Su mujer era demasiado temperamental, hecha para disparar a la menor oportunidad. Se le apretaron las tripas, y gruñó, mirando a Solomon con todo el odio que pudo inyectarle a una mirada dirigida a su mejor amigo. Pero para sorpresa de todos, Drina soltó una breve carcajada que la hizo bajar el arma. —Eres un gilipollas—rió ella, guardando el arma en la correa de su muslo. A todas luces, ella jamás escondía sus armas. Que alguien viniera y le dijera algo. —Drina—se quejó Maxwell, una vez superado el vertiginoso cambio de humor de Drina. Al mirarla, supo que había vuelto a su mal humor matutino, seguido de noche de carencias, y gimió para sus adentros—, ¿qué haces aquí, nena? —No me llames nena delante de este imbécil—sonrió ella, caminando directamente hacia el escritorio de Maxwell—. Te eché de menos ayer en la noche. —La fiesta de bienvenida, cariño—le informó Solomon, con una sonrisa pícara. La observó caminar hacia el escritorio de Max, y sentarse en él, su cuerpo ladeado hacia Solomon, pero aún mirando a su pareja—. Lo pasamos de puta madre. —Espero que lo de ―puta‖ sea solo una forma de decir—gruñó ella, echándole una ojeada divertida a Maxwell—. Espero. —Oh, vamos, no creerás que de verdad dejé que se metieran en mis pantalones, ¿verdad?—preguntó Sarkozy, exasperado. La joven negó con la cabeza, sonriendo. Para su enojo matutino, estaba sonriendo más que de costumbre. Max jamás la veía sonreír fuera de su departamento, fuera de su lecho, cuando acababan de hacer el amor. Jamás. —Tengo noticias para ambos—dijo ella, dándole otro sorbo a su café. Sacó una cajetilla de cigarrillos de su bolsillo, y prendió el cigarro con su Zippo, su compañero de bolsillo eterno—. La organización va a…

—Hey, cariño, no puedes fumar aquí—alertó Solomon, envarándose en su silla. —La organización va a dar una fiesta—explicó ella, ignorando totalmente a Sodod, mientras daba una calada a su cigarrillo. Lo miró dos segundos, lanzándole la mejor de sus miradas asesinas, y luego se giró hacia Max, que sonreía casi con complicidad ante su comportamiento—. Parece que ellos se enteraron de mi cumpleaños antes que yo. —Vaya—tartamudeó Maxwell, sorprendido—. Adolf debe saber tu fecha de nacimiento, ¿verdad? —Supongo que nos invitarás, ¿verdad?—inquirió Solomon, frotándose las manos casi con malicia. Drina puso los ojos en blanco—. Tía: licor, mujeres, comida. ¿Qué más puedo pedir? —Yo pediría que te cosieran los labios, Sodod—chistó ella, haciendo una floritura con su mano hacia él, ignorándolo. Puso los ojos en blanco, y prosiguió—: La fiesta la van a hacer en la mansión, claro, y están invitando gente que no he visto más que en la tele. La cosa, es que por lo que oí, la agencia va a enviar a algunos invitados sorpresa para aguarme mis veinticinco.

Amelia Gómez miró el antiguo edificio casi en ruinas, y sintió algo de esa nostalgia que se siente cuando te mudas de barrio y años más tarde regresas a ver la casa en la que creciste. Todo cambiado, derruidos sus techos y todo el jardín muerto y descuidado. Saint André, la academia de la agencia (disfrazada de orfanato) había sido alguna vez un edificio enorme y elegante, aunque pasado de moda, instalado en Montana. Lejos de todo, oculto de la vista de los curiosos, oculto de todo ser humano normal. Detrás de las altas verjas de hierro oxidadas por el paso de los años, se abría un enorme jardín, que antaño estaba plagado de flores y el césped que crecía verde y vivo por trozos de tierra delimitados con rodados extraídos de un río, el camino de grava siempre limpio y pulcro, incluso tomando en cuenta su composición. Incluso el seto, que antes rodeaba el muro de ladrillos rojizos que delimitaba en cuadrado la extensión del campus de entrenamiento, había perecido años atrás ya, sin cuidados. Saint André, una construcción de ladrillos terracota con torreones y miles de ventanas esparcidas como ojos por toda la extensión, había ido deteriorándose como si el tiempo le tuviera saña. Como si lo que ocurría en sus entrañas por fin se reflejara en el exterior. —Esto es tan triste—comentó alguien a su lado. La mujer giró sus ojos hacia Isaac, cuyo cabello rubio dorado brillaba tenuemente bajo la luz mortecina de una mañana de enero de 2020. Era veinte de enero, cumpleaños de

49. Ella, por supuesto, no sabía su fecha de nacimiento. Todos esos datos habían sido bloqueados por Karl, para evitarle el dolor que quizás un recuerdo del pasado podía causarle. Quizás por eso, justo ese día, se había sentido atraída hacia St. André, la academia de formación de los asesinos más prolijos de todo el occidente. Isaac miraba el edificio derruido con tristeza en la mirada. Nadie podía decir que pasó sus mejores años en ese lugar, pero fueron años de preparación que poco a poco fueron dando frutos, lentamente, mientras la vida a su alrededor se pasaba vertiginosa y desagradable. Mientras los suelos del país eran sembrados con delincuentes de poca monta. Isaac había llegado allí a los doce años. Su preparación había sido profunda, puesto que era uno de los mayores dentro de la clase de primer año. Se le instruyó en artes marciales y uso de armas de fuego, tal como a todos, pero Karl accedió a darle clases particulares de medicina, de física, de electrónica. Isaac era un genio de las computadoras, un hacker profesional que por pura diversión borraba archivos importantes de las enormes computadoras de otros países. —Lo es—coincidió Amelia, asintiendo con desgana. Hacía muchos años que el portón electrónico había dejado de funcionar, y un candado enrome y oxidado les negaba la entrada a lo que alguna vez fue su hogar. Saint André no era solamente la academia de los agentes. Era también el hogar de muchos de los asesinos de la agencia, que habían preferido quedarse en un lugar seguro y lejos de todo, instruyendo a las nuevas semillas de la agencia. Muchos de ellos, por supuesto, no llegaban siquiera a su segundo año. La agencia solo conseguía lo mejor, los ponía a prueba con duros exámenes físicos. Quienes no aprobaban para pasar al segundo año, eran enviados a orfanatos normales. Y así sucesivamente, hasta que al tercer año, siendo ya instruidos en toda clase de artes del asesinato, no había otra opción que ejecutarlos o enviarlos a los manicomios. Muchos de los polluelos de la agencia jamás vieron la luz del día otra vez, luego de salir de St. André. Muchos de ellos se volvieron locos, ya fuera por las instrucciones dadas, o por su pasado. Pocos, como 49 o 50, superaban los horrores pasados y se olvidaban de ellos, plantándole cara al futuro. — ¿Planeas reabrirla?—preguntó Isaac, acercándose a Amelia, y mirándola con sus escrutadores ojos grises. Dirigió luego sus ojos hacia los altos torreones de St. André, que daban la sensación de ser un castillo construido lejos del tiempo, en un lugar del universo o de la existencia donde el paso de los años se había estancado de alguna forma. Aunque el tiempo sin duda había pasado su mano por allí, matando las hiedras, cubriendo de lágrimas de humedad y de moho las paredes, el encanto asesino y sensual de Saint André no se perdía. Seguía allí, intocable, atemporal. La mujer pareció cavilar su respuesta un par de segundos. Ladeó la cabeza, haciendo que el largo cabello castaño oscuro como el chocolate cayera sobre su hombro derecho,

mientras sus fríos ojos castaños ascendían por la fachada, a unos treinta metros de distancia, de la academia. Entre la espesa neblina que siempre parecía envolver Saint André, gracias a las nubes bajas que solían pasearse por ese sector, se alzaba terrorífica e imponente. Un aviso de propiedad privada no tenía nada que hacer contra esa visión. —Por supuesto—contestó Amelia, mirando el torreón principal, coronado con una cruz, casi como una broma de mal gusto—. Necesitamos nuevos agentes. Hemos perdido a los tres mejores, y va a haber muchos que no van a querer volver. Isaac sabía perfectamente lo que eso quería decir. Los que no quisieran volver, debían ser eliminados por los que ya estaban dentro, de nuevo, volviendo a sus lugares. Cazarían un par de matones en las calles, con ellos se les harían unas pruebas, y si las pasaban, volverían a formar parte de la agencia. Si no, iban a ser eliminados igual que los desertores. Fácil, rápido, e iban a tener carne fresca para los perros. —Habla con 32. Dile que necesito todo el dinero que ha ganado todo este tiempo—dijo la mujer con rapidez. Isaac memorizó todo lo que ella pedía, y asintió con la cabeza, esperando más órdenes de la Jefa. Era la primera mujer en ser la jefa de la agencia, y era por algo. Amelia era una asesina nata, criada por su propia familia para matar. Era tan fácil para ella segar la vida de alguien, que casi causaba risa—. Quiero todos sus billones de dólares a mi disposición. Si se niega, envía a 47. Dile que elimine todo rastro de él y su familia, todos. No quiero problemas con la justicia, así que te encargarás de borrar todos los datos de las computadoras policiales y de alguien que se robe las evidencias. — ¿Quieres que lo llame ahora?—preguntó Isaac, metiéndose la mano al bolsillo trasero del vaquero. Retiró la Blackberry del bolsillo y la desbloqueó, esperando la orden que se adivinaba en su sonrisa maléfica. —Eres tan eficiente, Isaac. Ojalá me hubiese casado contigo y no con el inútil que tuve por marido. Isaac le rió la broma, aunque no se sentía divertido por ella. —Estoy a tu disposición—le insinuó, con una sonrisa que derretiría a cualquiera. A sus treinta y siete años, Isaac era modelo aún. Era su hobbie, aunque estaba forrado en dinero gracias a la agencia, que obtenía sus fondos del gobierno. Ahora, vueltos a nacer en el secretismo nacional, viviendo tras bambalinas como actores principales, la paga era aún mayor. —Lo quiero para ayer—terminó de zanjar la mujer, sin ninguna expresión en su rostro. Se deslizó con gracia por el camino de cemento que llevaba hacia las puertas de la academia, y se dirigió con gracilidad asesina hacia el Alfa Romeo. Isaac sonrió sin alegría. Marcó el número en su teléfono, y esperó pacientemente cruzado de brazos, mirando la alta fachada que había compuesto su vida casi entera.

—Diga—contestó una voz de mujer al otro lado de la línea. Un crujido que reconoció como leve estática lo molestó, pero de todas formas no hizo comentario alguno—. ¿Hola? —Zackhary Blacke. Estoy buscando al señor Jackson—informó él, cerrando los ojos un momento, invadido de recuerdos amargos. — ¿Es usted amigo de mi esposo, señor Blacke? ¡Amigos! Por el amor de dios, no. —Algo así. ¿Se encuentra Armand?—consultó, tratando de sonar cortés. Al parecer lo logró, porque hubo una risita al otro lado del teléfono. —Espéreme un segundo. Pasaron unos segundos en los que se escucharon ligeras conversaciones, interrumpidas por el crujir incesante de la estática del teléfono. Isaac maldijo al satélite de mierda que le daba una pésima señal, y pateó una botella de vidrio, que había sido dejada sobre el sucio camino de asfalto. — ¿Quién?—ladró un hombre al otro lado del teléfono. —Ah, pero qué sorpresa, 32. El otro lado de la línea se silenció tras una exclamación ahogada, a medio camino de un jadeo de horror. Isaac sonrió para sí mismo, sintiéndose poderoso. Poderoso como antaño, pero más aún ahora, que era la mano derecha de la Jefa de la agencia. Ya no era Él. Ahora era Ella. Amelia Gómez, cuyo nombre no iba a ser pronunciado de nuevo con tanta facilidad, como si no fuera nada. Los Tres Grandes habrían de ser rearmados, incluso si 50 y 49 lo querían o no. —I-Isaac—tartamudeó 32, con el terror colgando del hilo de su voz. — ¿Cuánto tiempo ha pasado?—preguntó inocentemente Svenson, con una sonrisa maliciosa en la cara—. ¿Has buscado un lugar privado? —Estoy solo—aseguró 32, casi sin convicción—. Mi mujer y mis hijos han… —Mira, toda esa mierda de la familia a mí me vale madre—escupió Isaac. Si pudiera mirarlo ahora, 32 estaría muerto de miedo, rogando porque apartara los ojos de él, porque los grises ojos de Isaac Svenson a menudo competían con el rojo desvaído y lechoso de los de 50, o con los vacíos, fríos y profundos ojos de 49. Ojos que nadie debería atreverse a mirar, a siquiera divisar entre la bruma espesa de la camanchaca—. Necesito algo. —Isaac… lo siento no… no puedo ayudarle. Dejé la agencia, tal como todos ustedes…—comenzó 32, titubeante. El miedo roció cada una de sus palabras, mientras Isaac golpeaba con impaciencia el piso, mirando a un punto del vacío, más allá del muro

derruido de ladrillos rojizos que se alzaba a más de seis metros de altura—. Lo lamento, Isaac, cualquier ayuda que necesite de mí, debo negársela… —32—cortó Isaac, con ira en su voz. Apretó los labios, y hablando entre dientes le dio la información siguiente a 32, cuyo nombre había terminado siendo Armand—: quiero todo tu dinero. Lo quiero ahora. Y si no me lo das, te mataré a ti y a tu familia. 32 ahogó una exclamación, mientras la estática crepitaba por el auricular. —Isaac, no puedo. ¿Me dejará en la calle a mi familia y a mí?—acusó, horrorizado. —No seas estúpido, 32. Tienes billones en tus cuentas bancarias. Necesitamos restaurar la academia. Y tú, te olvidarás de esa pequeña familia tuya y volverás a la agencia. —No. Isaac sonrió, esperando esa respuesta, y casi con placer, suspiró. —Bien. Haz lo que quieras.

La noche del veinte de enero, Drina suspiró con desgana. Mirándose al espejo de cuerpo completo de la habitación que Savana le había obligado tiernamente a ocupar, descubrió que había subido un kilo de peso, pero que no le sentaba demasiado mal. Comía como para un banquete todos los días, y su metabolismo erradicaba todo eso como si fuera una manada de presos hambrientos. Y aún así, se había encargado de aumentar un par de centímetros en sus caderas, un poco de grasa adicional en su busto que no venía nada mal. Para aquella, la noche de su celebración de cumpleaños número veinticinco, Rinaldi se había hecho de un vestido de Channel, para variar, de un profundo color rojo sangre de seda y satén. Era un largo vestido de gala, cuya parte superior se ajustaba perfectamente a sus bien definidas curvas, realzadas por ese milagroso y beatificado kilo que se había adherido a ellas. Como un corsé delicado y entallado, la prenda en la parte superior, sin pabilos, se ceñía a su busto, afirmándose de él a base de ajustes y fuerza, encadenándola en una exquisita prisión de suavidad. Desde la cadera, hasta donde llegaba la parte superior del vestido, la falda vaporosa con dos capas de tela, la primera, de seda, arreglada de tal manera que la capa de seda caía en suaves ondas cosidas, como las cortinas de un teatro, y la otra de satén, caía suavemente, como vapor, llegando hasta la mitad de su pantorrilla.

Si esa hubiera sido una vida diferente, se dijo a sí misma, mientras se sentaba en la cama de dos plazas y se ajustaba la diminuta correa alrededor de los tobillos, podría parecer una chica de alta alcurnia, criada en la más noble cuna de la sociedad actual, llena de lujos. Mientras acomodaba su pie envuelto en una delicada media de color mate, el color exacto de su piel, Drina suspiró con cansancio. El maquillaje le había resultado un tanto excesivo al principio, cuando su madre política había insistido en sentarla delante de un tocador y hacerle lo más cercano a una cirugía plástica que Drina había visto. Sus ojos, negros y oscuros, rodeados de una gruesa capa de pestañas, largas y redondeadas, envueltas ellas por una suave y delicada capa de máscara, encorvándose hacia arriba hasta casi tocar sus cejas. Los párpados delineados con fineza, de un negro que realzaba aún más sus propios ojos, también habían sido decorados con una fina capa de sombra de color mate un poco más oscuro, haciendo parecer sus ojos más grandes y bonitos. Una pequeña cantidad de rubor a sus pálidas mejillas, un poco de corrector para sus eternas ojeras. Pendientes de oro cayendo hasta casi el final de su cuello, con un simple diseño hecho para sostener unas cuantas perlas entre unas cárceles redondeadas, como un pequeño racimo de uvas. El largo cabello había sido recogido en un moño alto, tras su cabeza, adornado con alfileres con pequeños rubíes, a combinación con su vestido. Los zapatos de tacón eran negros. Incómoda, Drina se dio un pequeño golpe en la mejilla. Inhaló profundo, y tomó las correas que usualmente llevaba atadas a los muslos. Nada de ponerlas en las ligas hoy. Acomodo un pie sobre el colchón, doblando la rodilla, subiéndose el vestido, y ajustando la correa de cuero negro alrededor de su piel, apretándola para que no se deslizara. Jamás lo hacía. Repitió el proceso con su otro muslo, y encajó dentro de los sostenedores las armas, luego de revisar que tenían puesto el seguro y que estaban cargadas. Con una inhalación, para darse paciencia, Drina Rinaldi se deslizó fuera de la habitación, haciendo un ruido parecido al tic tac del reloj, y se dirigió hacia el salón donde se recibiría a sus ―invitados‖ a su cumpleaños número veinticinco.

Dakota estaba apoyada contra una pared, mirando silenciosa el suelo del pasillo. Vestida con un ajustado vestido azul profundo, como el del mar a la madrugada, y altos tacones combinados con el vestido, había dejado su cabello suelto, con una fina gargantilla que adornada su cuello pálido y largo como el de un cisne, el eterno y único parecido con su hermana mayor.

Cuando Drina se detuvo frente a ella, la estudió de pies a cabeza, y Dakota le… … sonrió. La joven de cabellos azabache se detuvo, perpleja, parpadeando hacia Dakota con una inusitada rapidez. Era la primera vez que veía a su hermana desde que la había sacado del sanatorio, y ella había jurado con sus ojos odiarla para toda la vida. Así que inyectó en sus ojos, y en su expresión, además de su voz, toda la frialdad y la crueldad que fue capaz, y sonrió desdeñosa. —Antes de que digas una mierda—acusó Dakota, encogiéndose de hombros con despreocupación—, quiero decirte que lo lamento. ¡Hey! Drina abrió los ojos, atónita. —Si quieres hacerme una jugarreta, tengo las armas cargadas y listas. Estaría feliz de combinar ese vestido tuyo con un poco de rojo. Dakota se rió, por primera vez, sinceramente desde que Drina la hubo conocido. Y eso la hizo enfurecerse, aunque en el fondo, muy en el fondo, casi quiso reírse con ella. —El tuyo ya es suficiente—apuntó Dakota, dirigiendo un dedo hacia el vestido rojo sangre de Drina. Ella le sonrió, pero Dakota ignoró el gesto, armándose de valor para lo que venía—: de verdad quiero pedirte perdón, Arianne. Drina alzó las cejas, sorprendida, mirando a Dakota con una increíble desconfianza. Ella, como ya hemos discutido antes, era algo así como un zorro atrapado en una trampa de dientes que se cierra alrededor de su pata, fracturándola e hiriéndola. Ningún zorro, por muy herido que se encontrara, iba a aceptar una mano humana para rescatarla. Y Drina, como la zorra que era, maliciosa y herida, no iba a caer en el juego de Dakota, por muy cálida que pareciera de pronto. — ¿Sobre qué? —Estuve haciendo investigaciones—murmuró Dakota, un poco aturullada por la fría expresión que, de pronto, había aparecido en la cara de su hermana—. Sobre tu vida antes de la agencia. Drina se tensó, mirándola con precaución, deseando de pronto estar vestida como para correr y matarla de un tiro, a muchos metros para no salpicarse de la sangre que contenía la mitad de su material genético. Dio un ligero paso atrás, abriendo la boca, pero sin decir nada. Una Dakota totalmente diferente la miraba desde su posición, sin ninguna ironía en la mirada, sin ese rencor que siempre las había unido, desde siempre, incluso antes de que ambas se conocieran. Una era la hija legítima de Derek, la otra, ilegítima, pero criada por él toda su vida.

Había algo así como una enemistad entre ellas, llevada más por su ADN incompleto que por que se conocieran. No quería sentir ningún afecto por nadie de la familia Clarckson, porque se había asegurado a sí misma que iba a eliminarlos a todos. Pero viendo a Dakota, ahora entendía que lo que no quería era sentir afecto por nadie más que por Maxwell. —No tienes por qué indagar en mi vida—siseó Drina, a la espera de alguna broma cruel que no dolería. Dakota no tenía ningún arma contra ella, excepto esa. Esa de mostrarse vulnerable, porque entendía completamente que la sangre tira. —Te traté pésimo—murmuró Dakota, mirando hacia cualquier lado menos a Drina—. No tenía idea de que… —Natacha y mis hermanos fueron asesinados—escupió la joven, mirándola con odio. No supo muy bien por qué, pero quería echarse a correr. —Solo sabía lo de tu madre—masculló Dakota. Cuando la miró, tenía los ojos enrojecidos, y Drina ahogó una exclamación—. Pero no tenía idea de… ellos. Cuando Drina Rinaldi miró a su media hermana, supo que tenía dos opciones. Lo entendió tan fácilmente como sumar uno más uno, pero la revelación la golpeó con la fuerza de un camión. La fuerza de su epifanía la hizo cerrar los ojos, y musitó para sí algo que Dakota no alcanzó a entender. Opción uno, decidir odiar a Dakota hasta los confines del universo. Aborrecerla, usarla para sus propósitos exactamente como tenía pensado desde un principio, y deshacerse de ella más tarde, cuando los servicios de su hermana no fueran requeridos y ella pudiese largarse de esa mansión para siempre, dejando a los Clarckson en la ruina. Eliminándolos más tarde, o dejando que la policía los arrestara a todos, con las pruebas que iba a aportar. La otra, era sentir menos odio por Dakota, y darle una oportunidad. Dejar que fuese como ella quisiera, y tratara de ganarse su consideración. Porque su afecto ni su respeto los iba a conseguir, a no ser que demostrara ser digna de confianza en terreno, en plena batalla campal, demostrándole lealtad. Se dijo a sí misma que lealtad hacia ella, era lo que Dakota menos iba a mostrar jamás en su vida. Pero la miró, y asintió con la cabeza, aceptando sus disculpas. —No tenía idea de Emill y Joshua—confesó Dakota, con tono afectado. Tragó saliva, pasándose una mano por el cabello—. Y… de lo que te pasó. No sabía que ese hombre… —Cállate—gruñó Drina, mirándola con desdén. Si seguía hablándole, la opción uno iba a ser su única y maldita salida—. No lo eches a perder. Ahora guíame a la fiesta.

Maxwell Sarkozy se aclaró la garganta, incómodo, mientras el guardia de la mansión lo miraba de pies a cabeza. Al menos, a través de los lentes oscuros que perdían su lógica en la noche, Maxwell sintió que era observado, y se pasó una mano por el cabello castaño oscuro, desordenándoselo. —Disculpa, ¿quién dijiste que eras?—preguntó de nuevo el gorila de la entrada, mirando a Maxwell y a su acompañante, el rubio y sonriente Solomon Sodod, como si hubiesen salido del interior de la cabeza cortada de una hidra. —Por enésima vez—escupió Solomon, poniendo los ojos en blanco—. Es la pareja de la cumpleañera. El gorila giró su cabeza hacia Sodod, y gruñó. — ¿Y tú? —Solomon Sodod, un amigo. Tengo que estar en la lista. — ¡Howard!—llamó entonces alguien a su espalda. Los tres hombres se giraron hacia el dueño de la voz, y, enmudecidos, tragaron saliva. Imponente, alto y enorme como una mole de puro músculo, veloz y letal, Eliot avanzaba entre la gente que se apartaba de él como si tuviera peste. Sus rojos ojos estaban fijos en ellos, inexpresivos, su cara carente de emoción alguna, mientras con porte altivo y maléfico se deslizaba hacia ellos, entre murmullos. —Señor—contestó el gorila. Si Maxwell y Solomon no se hubiesen sentido ambos intimidados por la presencia de su compañero de trabajo en la policía, se habrían reído en la cara del gorila por verse como una niñita asustada, mientras miraba hacia el tablón de anotaciones que sostenía entre sus gruesos dedos. —Deja pasar a los caballeros—murmuró Eliot. Entre los murmullos y la música, fue un poco increíble que su simple murmullo se escuchara, aunque se las arregló completamente para hacerse oír. Cuando sus ojos se fijaron en Maxwell, un atisbo del atisbo de una sonrisa tiró de sus labios. En cambio, cuando se fijó en Solomon, cualquier ínfimo deseo de sonreír se enfrió como un glaciar, y taladró los ojos azules de Sodod con puro desprecio en la mirada. Solomon ocultó el estremecimiento que los ojos de 50 le causaban. Jamás en su vida, antes de conocerlo a él, habría creído que un par de ojos como aquellos pudieran existir. Los de 49 eran vacíos y fríos, pero los de 50 parecían tener la capacidad de asesinar por sí solos. Era una cualidad de no muy fácil desprecio para un asesino como él. Cuando el enorme gorila se apartó de la entrada, Solomon y Maxwell le dedicaron, cual niños pequeños salvados de una travesura, una sonrisa altanera y un pequeño desprecio con los ojos. No habían querido sacar la placa de policías para no alertar a todo el

mundo, pero estaban llenos de micrófonos imperceptibles, comunicadores inalámbricos, ambos con al menos tres armas esparcidas por el cuerpo. El jardín estaba vacío de decoración, lo cual extrañó a los policías. Aunque bello por si solo, gracias a sus caminos adoquinados de blanco, las estatuas de mármol y granito y las fuentes que con gracia de cuento de hada escupían el agua, carecía de alguna clase de alusión a la fiesta de Drina. Maxwell se tensó ante la idea de que todo eso fuera una treta, pero la mirada de Solomon lo tranquilizó. No por el hecho de que estuviera mirándolo con confianza, si no por la dirección de sus ojos azules, que con desconcierto, miraban hacia la enorme puerta de la mansión. La mansión en sí era un lugar casi de ensueño, una negación bastante hilarante con respecto a lo que dentro de sus paredes se fraguaba. Construida de un ladrillo rojizo, tenía varios kilómetros de terreno construido solamente en la casa. Sarkozy se preguntó a sí mismo para qué necesitaban una construcción tan enorme, pero se negó a dejar que su mente divagara un poco más sobre la idea. La mansión tenía al menos cinco pisos, y debía, por lo que alcanzaba a observar, tener varias entradas y salidas. Ventanas corredizas puestas en fila, por doquier, esparcidas por las murallas, recorridas por dedos de hiedra verde y perenne, rompían el encanto de estar mirando una antigua mansión solariega, construida en honor a algún palacio. El techo era de tejas verdes muy oscuras, como para realzar la enorme cantidad de vegetación que rodeaba la construcción a lo largo y ancho de al menos dos hectáreas de terreno que poseía la familia Clarckson, rodeada de un enorme muro de concreto, con pequeñas aunque resistentes varas de metal en forma de punta de flecha saliendo de entre el concreto. Delgado como un hilo, se adhería al metal un nimio alambre electrificado, que protegía así la mansión. Cámaras de vigilancia puestas en cada cadena que sostenía el muro, miraban dentro y fuera de la mansión. Para ingresar a la mansión Clarckson, había que ingresar en auto, o al menos, llamar por el intercomunicador adosado al concreto. Una vez que todas las cámaras disponibles cerca de quién buscaba ingresar a esa ciudadela se fijaban en el auto, y se registraba la patente y la cantidad de personas, el auto ingresaba a la mansión y doblaba hacia la izquierda, donde un guardia de aspecto fiero se encargaba de inspeccionar el auto y de estacionarlo abajo, en las instalaciones del aparcamiento subterráneo. Los visitantes podían por fin, dirigirse a la última barrera de seguridad de la mansión, un seto que rodeaba en un cuadrado de menor altura la mansión. Si había algo de lo que los Clarckson eran profundamente celosos, eso era de su intimidad. Dos cámaras puestas sobre pilares que quedaban cubiertos por las plantas, se giraban hacia el visitante y el mecanismo instalado en la verja de doble hoja hacía clic al apretarse el

botón desde una sala de mando, para que la persona ingresara por fin a la puerta principal, siendo recibido por una de las mucamas de la casa. Esa noche, sin embargo, las puertas de la mansión habían sido abiertas, y la única medida de seguridad adicional había sido colocar una caseta de seguridad fuera, con uno de los guardias dentro, que registraba la primera entrada y salida de los asistentes a la fiesta. Desde allí, el guardia informaba quiénes eran las personas que parecían sospechosas o que no estaban en la lista. El mensaje era entregado inmediatamente al gorila Howard, apostado en la verja secundaria, que revisaba las instrucciones y los echaba con viento fresco si no le gustaban. Por eso, cuando Maxwell fijó su mirada en el mismo punto que Solomon, casi se cayó sobre su trasero. Nadie había reparado en él, puesto que se movía como un fantasma entre la gente invitada al cumpleaños de Drina, pero su presencia parecía fluir entre las personas que se paseaban sin fijarse en él. Era como mezclar sangre y chocolate derretido. A unos varios metros de distancia, Maxwell alcanzó a apreciar la estatura considerable del sujeto. Con el oscuro pelo negro peinado hacia atrás con un mechón de canas naciendo en sus sienes, la pálida piel brillando casi como si fuera etérea bajo las luces ornamentales colocadas por todo el sendero principal, y el caro traje azul oscuro hecho a medida, parecía el dueño de la casa. —Derek Clarckson—tartamudeó Solomon, sin dar crédito a sus ojos. —Es Conrad—murmuró hacia él Maxwell, mientras se alejaban de la entrada y comenzaban a acercarse hacia Conrad. Conversaba alegremente con una joven dama de buen aspecto y risa fácil, cuyo coqueteo se hacía visible desde la lejana posición de los agentes policiales—. Es el gemelo de Derek. —Mierda—juró Sodod, pasándose una mano por el desordenado pelo negro—. Tío, nadie me cuenta una puta cosa acerca de esta operación. Maxwell gruñó. —Acaba de aparecer—murmuró—. Quiere volverla loca. — ¿A 49?—preguntó el hombre, mirando a su amigo. Los ojos castaños de Maxwell, por lo general casi risueños y cálidos, se habían enfriado con la rapidez del agua en la Antártida. Fijos en el alto hombre que sonreía con un cigarrillo en la mano, su ira flameó a su alrededor como si fuera una lámpara de lava. —Drina—siseó Sarkozy, arrastrando el nombre de su mujer, sin mirar a su mejor amigo.

Sodod estaba a punto de contestar con su típica ironía, cuando las puertas principales de la mansión se abrieron de par en par. Una bola de grasa salió casi rodando del umbral, vestido con un traje morado que amenazaba con estallar. Con una ligera cojera de sus cortas y regordetas piernas, y los brazos extendidos en una amenaza constante de asesinar a alguien con algún botón del saco, Adolf Clarckson salió a recibir a la muchedumbre de no menos de doscientas personas que se congregaban fuera de la mansión. Sin siquiera tener que hablar un revuelo se causó en el público y se apiñaron todos alrededor de la enorme entrada a la mansión. Nadie quedaba apretado, por supuesto, porque el enorme espacio daba cabida para muchísimas personas más, pero todos se inclinaron un poco hacia adelante para poder oír las palabras del ―anfitrión‖. — ¡Sean todos bienvenidos hoy!—saludó Adolf, sonriendo con sus gruesos y húmedos labios, como un enorme sapo color carne—. Estamos alegres de recibirlos para la presentación de la hija pródiga, a la que por fin hemos recuperado, y para celebrar veinticinco años de su nacimiento. A Maxwell todo eso se le antojó ridículo. Por supuesto, los Clarckson eran profundamente teatrales, y eso sólo era una muestra más de su cantidad exorbitante de dinero, gritada a los cuatro vientos. —Pasen, síganme al salón, donde se realizará la fiesta. La muchedumbre de gente elegante soltó suspiros de admiración cuando cruzaron las puertas de caoba de la entrada a la casa grande. El enorme salón, de por lo menos unos cuarenta metros cuadrados, estaba finamente decorado con piezas de selección, todo aquello armado por un decorador con un gusto exquisito. El suelo de baldosas verde botella carecía de alfombra, y era tan brillante que la luz proveniente de la araña de cristal y metal brillante retorcido adosada al techo, colgando con gracia sobre sus cabezas, se reflejaba en el suelo, dando la sensación de estar caminando del revés. Las paredes altas estaban pintadas de blanco marfil, decoradas allí donde se unían al techo con guardapolvos dorados, que Maxwell sospechó que podrían ser de oro muy fácilmente, moldeado en forma de hojas y flores. La estancia estaba vacía, de todas formas, exceptuando por una enorme escalera que se dividía en dos, de mármol café. Pero cuando por fin la vio, el resto del salón, con la mesa llena de bocadillos y los tíos que salieron desde quizás dónde con bandejas con cócteles, se desvaneció, y una sonrisa relativamente tranquila se deslizo por el rostro de Maxwell, que soltó el aire que no sabía que había retenido en los pulmones.

—Damas y caballeros—anunció Adolf, con una sonrisa tensa, mientras ascendía un par de escalones y apuntaba hacia Drina—. Arianne Clarckson. La cumpleañera. Nadie había visto antes a la segunda hija de Derek Clarckson, la de su primer y trágico matrimonio. Ninguna de esas personas sabía con qué se iba a encontrar. Pero no estaban preparados para volver a ver la mirada altiva de los negros ojos de Derek, ni la sonrisa de autosuficiencia que siempre tenía en los labios. Arianne, a los ojos de todas las personas congregadas allí, invitados casi todos por la familia, era la copia perfecta y femenina de su padre, a quien casi todos allí habían conocido. Ninguno sabía, por supuesto, que Derek Clarckson había encontrado la muerte por la propia mano de su hija, un día frío de enero, en un callejón abandonado de la mano de dios. Maxwell le sonrió desde entre la gente, puesto que Drina lo estaba mirando directamente a él. Con una sonrisa tensa, sus hermosos ojos negros rodeados de tupidas pestañas permanecían clavados en él, mientras descendía por la escalera con expresión insondable. No estaba cómoda. Incluso desde esa distancia, Maxwell podía distinguir la tensión de su cuello, porque conocía mejor su cuerpo que ella misma. —Deja de mirarla, tío—le susurró Solomon desde un costado. De todas formas, también tenía su vista fija en Drina, recorriendo sus curvas de arriba hacia abajo, sorprendido de lo esbelta y curvilínea que resultaba con ese ajustado y encantador vestido rojo, realzando el negro de sus ojos y su cabello—. Se te van a salir los ojos. Maxwell lo ignoró, ignorando de paso la llama de deseo carnal que se había encendido en los ojos de Solomon. Parpadeó, incómodo, porque no se supone que miras a la mujer de tu mejor amigo, de tu casi hermano. En cuanto la figura pequeña y aparentemente frágil de Drina se posó frente a todos los invitados sobre el suelo de baldosas verdes, un círculo de susurrantes y excitados invitados la rodeó, saludándola, presentándose. —Discúlpenme—la voz de Drina se alzó sin problemas, sin siquiera sonar forzada, y Maxwell compuso una mueca, sabiendo lo que venía ahora—. Pero siendo sinceros, no voy a recordar ni la mitad de los nombres que me van a decir esta noche. Tengo pésima memoria y la verdad, tampoco me interesa conocerles. Han sido invitados por Adolf y Savana, yo no tengo nada que ver. Se deshizo de esa manera tan descortés suya de los frágiles pajarillos que revoloteaban a su alrededor, mirándola sorprendidos, como si jamás hubiesen visto semejante cosa. Como si fuera un demonio vomitado de las fauces del infierno porque su crueldad era peligro para el propio Lucifer. La joven se dirigió a paso rápido y sin importarle un comino la gente que farfullaba enfurecida tras su espalda, directamente hacia Maxwell, con su sonrisa altanera e irónica de siempre, los fríos ojos negros fijos en los de él, que la miraba con una calidez capaz

de derretir un iceberg. Pero cuando se detuvo a su lado, sus ojos llamearon, y Maxwell le sonrió de medio lado. —Bien—escucharon a su costado. Sodod carraspeó con ironía—. 49, eso ha sido lo más descortés que he visto en años. —Cierra la puta boca—le gruñó Drina con una risita socarrona surgiendo desde detrás de su garganta—. No sé por qué estás aquí. No te invité. Sodod estaba a punto de contestarle a Drina con esa típica ironía de mierda suya, cuando detectó que los ojos de la asesina huían desde Maxwell hasta alguien más, y que sus ojos de por sí oscuros, se oscurecían más aún, esta vez de odio. Aunque no lo iba a admitir en voz alta, Solomon sintió miedo del poder que flameó en su mirada, como la llama al resplandecer tras el hielo. El poder oculto tras sus ojos demostraba que ella no quería que nadie supiera que había visto algo que la había molestado. Sodod siguió la dirección de su mirada. No le sorprendió encontrarse el altivo porte de Conrad Clarckson muy cerca de ella, sosteniendo una copa de champaña con una sonrisa cómplice, mirándola con sus ojos negros casi con familiaridad. Sodod se sorprendió del parecido casi antinatural de Conrad con Drina, y sintió un escalofrío recorrerle la espalda. —Cariño—dijo a Maxwell, interrumpiendo algo que empezaba con un ―Drina, qué ardiente te ves‖, aunque sin mirarlo. Puso una mano con fina manicura sobre su hombro, y Sarkozy bajó sus ojos hacia ella, para luego mirar hacia dónde Drina tenía fijos los ojos. La sonrisa bobalicona se le borró del rostro, reemplazada por una expresión de cautela—. Ya vuelvo. Sin esperar respuesta, Drina camino entre los dos policías, entre la gente que se había dispersado y charlaba animadamente, comiendo y bebiendo. Drina nunca había estado en una celebración de cumpleaños, y estaba más bien incómoda. Por eso, ver a Conrad había devuelto su mente al estado natural de frialdad y salvajismo al que siempre recurría cuando era ella misma. Los tacones le incomodaban. Jamás usaba nada demasiado alto, pero éstos, elección de Savana, tenían doce centímetros de alto y le hacían tener la sensación de que en cualquier momento se iba a caer de bruces. Y aún así, se dirigió presurosa hacia Conrad, que la esperaba con una sonrisa. No una amistosa, si no una de suficiencia. Una vez llegó hasta él, Drina Rinaldi sintió el odio hervir en sus venas, navegando a través de su torrente sanguíneo tan rápido como lo hace la adrenalina. Su visión se rodeó de rojo, y mientras lo miraba, sintió deseos de asesinarlo en medio del salón, y escribir un relato morboso y cruel con su sangre, con su propia piel arrancada lentamente de su cuerpo…

—Arianne—saludó Conrad, con una sonrisita irónica—. Veinticinco años. Estás tan grande… —Silencio—chistó Drina, frunciendo el ceño hacia él—. ¿Qué haces aquí? Conrad soltó una risita, agitando los hombros envueltos en ese traje azul oscuro entallado y perfectamente adherido a su forma. —Vengo con dos noticias. Una buena, y una mala. ¿Cuál quieres primero, sobrina? —La que sea. Noticias son noticias. Conrad sonrió, y sus ojos negros brillaron bajo la luz medio plateada de la araña de cristal del techo.

“Tu madre solía decir…” Amelia Gómez se bajó del auto, vestida de vaqueros y una camiseta holgada, con un chaleco igual de holgado amarrado a las caderas, con las mangas anudadas en la parte central del vientre. Se deslizó sobre la hierba que rodeaba el camino hacia el estacionamiento, y se internó en una de las pequeñas zonas forestales de la mansión. En medio de la noche, sus ojos castaños y fríos como el hielo refulgieron, esperando justo al lado de la caseta del guardia. Era increíble lo inútiles que eran los guardias de la mansión Clarckson. Todos ellos gorilas sin cerebro, solamente con una cara terrorífica y poco adiestramiento. Amelia chasqueó la lengua, mientras esperaba agazapada en la oscuridad, tras el tronco de un árbol, apenas respirando. Oyó los neumáticos crujir sobre la grava, y por décima vez en la noche, sus músculos se tensaron como cuerdas expuestas a la masa de un objeto, atraída por la gravedad inexorable. Se quedó quieta, a la espera unos insoportables segundos, con el arma en la mano. Tendría que asesinar al guardia, porque no quería testigos. Se había asegurado de llevar a cabo ella misma ese asesinato, porque sabía que Isaac se iba a encargar de la logística de la situación. En otro tiempo, habría enviado a 50 o a 49, pero ellos eran traidores el deber. Debían ser, al igual que el hombre a quien esperaba, eliminados. —Buenas noches—saludó una cortés voz de hombre. Ronca, profunda, segura y autoritaria—. Conrad Clarckson. El guarda de la caseta de vigilancia no le contestó a la primera. Parecía haberse quedado mudo, porque la puerta del auto se abrió y se cerró luego con suavidad, y una risita suave y felina flotó en el aire invernal, perfumado de tierra y hierba húmeda. —Por favor, no te me quedes mirando—le dijo. Amelia celebró con el puño en alto en su fuero interno, sabiendo que era, por fin, la hora de deshacerse de la basura—. Sé que soy dolorosamente guapo, y por lo demás, igual a Derek. Pero eso de mirar fijamente es de mala educación. —Ehm… vale—el guardia pareció salir de una fantasía onírica, y Amelia pudo escuchar el ruido de las llaves del auto de Conrad—. Vuelvo en un segundo. El auto, que estaba en ralentí, avanzó y el sonido del motor se perdió en la noche, en las entrañas del estacionamiento subterráneo. —Deja de jadear—dijo de pronto Conrad. Amelia se sobresaltó, sintiéndose avergonzada y estúpida, porque no lo había oído acercarse al árbol en el cual se refugiaba. Conrad estaba apoyado contra el árbol, justamente al otro lado del tronco—.

Supongo que te escucharía hasta en Canadá. Es penoso. ¿De verdad eres la Jefa ahora, Amelia? Amelia se mantuvo en silencio, contando hasta diez, haciendo sonreír a Conrad. Él, que vestido con traje de raya diplomática azul y entallado, hecho a medida y que gritaba ―¡Caro!‖, sonreía de manera despreocupada en medio de la noche, sabiendo que está a punto de ser asesinado. —Vaya, creo que se te ha olvidado hablar inglés—se burló Conrad, mirándose las perfectas uñas de las manos con gesto despreocupado. Era increíble que aún en sus setenta años, se mantuviera de esa forma. Sin canas aparentes, con buen físico. Amelia se dijo que, de todas formas, Derek y Conrad habían sido bendecidos de alguna ridícula manera, con ese aspecto casi longevo—. Mira. Ahora como que me gustaría entrar a ver a mi sobrina cumplir sus veinticinco. Y para que te enteres… como le pongas una mano encima a ella o a su pareja, te las ves conmigo. —Vaya—siseó Amelia, recuperando por fin la voz. Sonó terrorífica, pero sólo provocó en Conrad una sonrisa maléfica—. Suenas como un niño. ¿Sabe 49 que eres su guardaespaldas-perrito faldero personal? —No—Conrad se rió suavemente, irguiéndose. Había estado apoyado contra la corteza del árbol, y ahora caminaba suavemente sobre la hierba, en camino hacia la mansión, con las manos en los bolsillos—. Pero lo sabrá muy pronto, Amelia Gómez.

—La que sea. Noticias son noticias. Conrad sonrió con afabilidad, sabiendo de antemano que esa pequeña muchacha iba a contestarle eso incluso antes de que ella lo supiera. Sus ojos negros como abismos refulgieron bajo la luz de la araña de cristal adosada al techo, que iluminaba el filo del plateado y el dorado, matices de blanco destellando contra las pupilas de tío y sobrina. —Tu madre solía decir eso, ¿sabes?—le reveló Conrad, con una risita sorda tras la garganta. Lucía divertido, como quien contempla a una pequeña niña imprudente, aunque Conrad sabía claramente que Arianne era de todo menos una niña, y mucho menos imprudente. Pero era gracioso pensar que aunque hubiese vivido muy poco con su madre, era idéntica a ella de muchísimas maneras—. Es gracioso. Natacha no solía creer en las cosas buenas o malas. Solo eran cosas. Drina frunció el ceño, confundida. Le resultaba extraño oír hablar a alguien de su madre, sobre todo algo que no estuviera ligado con su falta de sesos debido a los constantes maltratos que había sufrido de parte de Ismael. —Dame las malditas noticias, Contad—escupió Drina, cruzándose de brazos, mirándolo con altanería. Apretó los labios en una fina línea, cargada de impaciencia.

—Bien. Lo primero, es que Amelia Gómez ha estado aquí, afuera, en el estacionamiento. Lista para asesinarme—le informó, como quién no quiere la cosa. Drina sintió un escalofrío involuntario recorrer su espalda, pero lo ocultó demasiado bien como para que Conrad se fijara en ello—. Te recomiendo que te vayas con cuidado. Esa mujer está loca. Dímelo a mí. — ¿Eso es todo?—apremió ella, mirándolo mal. Conrad volvió a reírse, encantado. —No, claro que no—le dio un sorbo al champaña—. Lo segundo es que la cabeza de White Orchide ha muerto. Sufrió un ataque al corazón anteayer noche, y como su sucesor, soy yo quien debe tomar el mando. Conrad no esperó que la noticia afectara para nada a su sobrina, por supuesto. Ella no había tenido aún ningún encuentro con White Orchide. Era la jefa de Black Mirror desde Año Nuevo, solamente veinte días. No sabía, no a fondo al menos, que White Orchide era la contraparte canadiense de Black Mirror. —Eso no tiene nada que ver conmigo. Ustedes manejan Canadá, yo Estados Unidos. Eso todo lo que necesito saber—murmuró ella, sin mirarlo. Su cabeza se había echado a andar vertiginosamente, recordando los informes que la agencia tenía de White Orchide. La agencia no se metía con White Orchide. Aunque se había fundado en Estados Unidos, la orquídea se había mudado a los vecinos del norte cuando ella había cumplido los quince. Durante esos dos años que restaron, la agencia tuvo algo así como una tregua con la orquídea, manteniéndose tras la línea de sus crímenes en Canadá—. Conrad, me estás haciendo perder tiempo. —Oh, todavía no acabo—rió él, alzando las cejas. La muchacha se cruzó de brazos, golpeando el suelo con uno de sus pequeños pies, impaciente. Su gesto reflejó el de Conrad, pero no estaba riéndose, por supuesto. Estaba exigiéndole que se apresurara—. Como nueva cabeza de White Orchide, vengo a poner a mi organización a tu servicio. Algo pareció golpear el estómago de Drina, más bien parecido a una patada o a un trozo de madera muy grande, como para construir una viga de iglesia. La revelación de Conrad la dejó sin aliento, jadeante, mirándolo como si acabara de salir del estómago de una serpiente marina. Conrad sonrió. No todos los días veías a Arianne Clarckson quedarse sin palabras, o sorprenderse por algo. Y sintió cierta cantidad de orgullo, parecido al que sentía cuando sorprendía a Natacha, correr por sus venas. La joven exhaló, provocando un siseo agudo en su nariz. Frunció el ceño, mordisqueándose el labio, pensativa, mientras contenía las ansias de comenzar a

caminar como un león enjaulado por el salón, apartando invitados con su eternamente jodida aura oscura alrededor. —Ya, ya, Arianne—rió Conrad, divertido—. Tienes tiempo para pensarlo. Pero para que sepas, voy a poner toda mi protección para ti. Ella alzó las cejas con ironía. — ¿Es ésta la forma en la que piensas retribuirme el haber echado a perder mi vida? Tú y tu hermano. ¿Así vas a hacerlo? Protegiéndome. Qué divertido. —La verdad es que sí—murmuró Conrad. La expresión divertida se había ido de su rostro, en esa metamorfosis casi sobrenatural de los Clarckson, siendo reemplazada por una expresión de absoluta nada. Con el rostro inexpresivo, en un parpadeo, Drina pudo ver de nuevo el cambio, ahora siendo frío, distante y malévolo—. Ahora que estás envuelta en nuestro mundo, sobrina, entenderás que hay cosas que no puedes evitar. — ¿Cómo hacerle daño a tus seres queridos?—escupió la muchacha, con aire despectivo. Aunque la verdad, si se sentía resentida por esa parte del discursito de Conrad. Sabía que iba a terminar haciéndolo, no era necesario que se lo recordara. Jesús. —Por eso mismo te estoy ofreciendo mi protección, Arianne—murmuró Conrad, con el mismo todo de voz que ella—. El policía es tu pareja. Si, lo sé—sonrió al ver la pequeña sorpresa chispear en los ojos de la joven—. Por él te estoy ofreciendo mi ayuda. Ya perdiste mucha gente que amabas porque fui un completo imbécil. Si no es por ti, hazlo por él. Dicho aquello, Conrad se terminó la copa de champaña en el momento justo que un camarero se deslizaba cerca de él, con una bandeja plateada con copas con cócteles. Dejó la copa aflautada sobre la bandeja con un sonido titilante, se dio la media vuelta y se fue. Drina siguió su trayectoria con los ojos, notando que más allá, cerca de la entrada del salón, un hombre clavo vestido de negro se deslizaba junto a él, en silencio, caminando a unos prudentes dos metros de Conrad. ―Si no es por ti, hazlo por él‖. Con una última mirada hacia la puerta de entrada, Drina se dio la media vuelta, y con sus tacones haciendo clic en el suelo de baldosas perfectamente brillantes, se dirigió hacia Maxwell, que le sonreía ampliamente. Notó la mirada de alguien más en ella, pero no le dio importancia. Todo el mundo parecía desaparecer cuando se fijaba en los ojos castaños y cariñosos de Maxwell, cuando él le dedicaba su sonrisa de medio lado que merecía ser registrada como marca única. Y cuando su piel tocaba la de ella, un electrizante placer siempre desconocido y conocido a la vez la hacía jadear.

Si eso no era estar enamorada, que alguien le pegara un tiro ahora mismo. Como no sucedió nada, con una sonrisilla por estar pensando estupideces, se acercó a él, mientras Max la envolvía en sus brazos. Solomon fingió una arcada. —Estoy haciendo el mal trío—se quejó él, engullendo un canapé de algún tipo dudoso de carne. —Entonces lárgate—le dijo Drina, con una sonrisita sarcástica. Maxwell la había abrazado por detrás, cruzados sus dedos sobre el vientre de Drina. Tenía el mentón enganchado en la curva del hombro de ella, mirando a Sodod con una sonrisa cómplice—. Shú. — ¿Estás echándome como si fuera un perro, 49? —Lindo Bones—se burló ella.

Patch sonrió. Vaya manera de vestirse para tener dieciocho años, se dijo a sí mismo, mientras se pasaba una mano por el cabello desordenado, tratando de resistirse la sonrisita seductora que le afloraba en su presencia. Ella a su vez le sonrió, inocente. O aparentando serlo, claro, no era tonta. Emily Clarckson poco a poco iba tomando algunas cosas de su hermana mayor sin saberlo, como ese halo de misterio que la rodeaba sin importar qué hiciera. Paso a paso, en la menor de los Clarckson se iba formando el aura que su padre alguna vez tuvo, y eso lo sorprendía, a la vez que lo asustaba. Emily le gustaba porque era toda luz, sonrisas y caprichos. Era joven y fresca. Ver que se marchitaba de a poco comenzaba a ponerlo de los nervios. — ¿Por qué me miras así?—le preguntó ella de pronto, borrando la sonrisa misteriosa de su rostro. De la nada, volvió a ser la dulce chica de siempre—. ¿Me veo mal? Puedo cambiar… —No seas ridícula—rió él, negando con la cabeza. ¿Cómo, en mil años, podía verse mal? Con un vestido con pabilos ajustándose a su torso, de un profundo color verde bosque, con la falda tipo rebeca cayéndole hasta las rodillas. Con tacones altos negros. ¿Cómo?—. Te ves hermosa. Ella se sonrojó, todo arrebol brillando en sus bonitos ojos negros maquillados con un suave lápiz negro y máscara de pestañas, y se miró de nuevo en el espejo.

—No se supone que estés en mi habitación—dijo de pronto, sonriéndole a su reflejo, acomodándose el largo cabello rizado sobre la cabeza, pinchando el montó prolijo de su cabello con unos alfileres plateados. —No se supone que te hable—la corrigió Patch, con una sonrisa—. Debería ser una sombra detrás de ti. Ni siquiera deberías saber que existo hasta que no intentaran…—se interrumpió un segundo antes de decir la palabra, pero Emily borró la sonrisa de su rostro. —Matarme—completó con frialdad. Patch sintió un escalofrío, como una descarga eléctrica en su espalda, cuando de pronto Drina pareció ocupar el cuerpo de Emily—. Lo lamento. No quise ser tan cortante. —No importa—masculló Patch, pasándose una mano por el cabello desordenado. De pronto, se dijo Emily, pareció cansado. Incluso con el traje, de negro entero, el saco abierto sobre una camisa azul oscuro que tenía desabotonado el cuello en aire de casual desorden. Incluso todo guapo como se veía—. ¿Tengo monos en la cara? Ella se sonrojó. —No—contestó—. Sólo te ves cansado. —Siempre luzco así. Soy barman, ¿recuerdas? Ella rió, pero no parecía una risa alegre. Parecía forzada, casi tan cansada como se le veía a Patch. El joven se cruzó de brazos, apoyado contra la pared (que habían limpiado luego del incidente con la crema de manos), mirándola atentamente. Hubo un zumbido de pronto, y Patch se tensó, mirando a su alrededor. El cansancio se había retirado, y ahora parecía vigilante y atento, a la espera de algo. Volvió a zumbar el sonido de nuevo, y se metió las manos al bolsillo, descubriendo que era su celular. Maldijo por lo bajo y comenzó a mover los dedos por la pantalla. Luego sonrió. —La fiesta empezó. ¿Bajamos? —Es una típica fiesta de la familia—se quejó Emily, haciendo su típico mohín de niña caprichosa—. No quiero ir ahí. —Es el cumpleaños de Drina—él se encogió de hombros, como quitándole importancia al asunto. La verdad, quería estar abajo con ella, ayudándola a aguantar a la bola de seres frágiles y corruptos que seguramente los Clarckson habían convidado a la fiesta. Drina debía odiar a esa gente—. ¿No quieres desearle feliz cumpleaños? Emily se quedó callada por un momento, un largo rato. Tanto que Patch creyó que no iba a contestarle, e incluso pensó en irse. Estaba de hecho irguiéndose, alejándose de la pared, cuando ella por fin habló: —Vamos.

Se levantó del tocador y tomó su mano, tironeándolo fuera de la habitación, riéndose. Patch negó con la cabeza, y se dejó guiar por los pasillos de la mansión, hasta llegar a la escalera y descender a trompicones por ella, mientras se internaban en el mar de gente que se reía, conversaba y bebía en el salón. Patch deslizó su mirada por las personas reunidas en el salón principal de la mansión. El salón se veía de alguna manera diferente, y de alguna otra manera igual que siempre. Faltaban, claro está, alfombras, cuadros, candelabros, mesas. Decoraciones, y por ello se veía un poco solitario y vacío. La mansión jamás era cálida, era siempre sombría y fría, incluso cuando las decoraciones la hacían parecer un palacete de la era medieval. Pero hoy lucía más fría, más distante, como si se estuviera burlando de la nueva ―integrante‖ de la familia. Sintió el tirón en la mano de Emily, cuando localizó a Drina. Patch se giró hacia donde ella le apuntaba, sin distinguir lo que le murmuraba al oído, mientras lo hacía inclinarse hacia ella. Se le había borrado el mundo en cuánto la vio. Vestida de rojo sangre, profundo y elegante, Drina resaltaba entre el negro, los azules y los blancos que se deslizaban al son de la música que sonaba por algún altoparlante que ninguno podía encontrar. Con el largo cabello recogido tras la cabeza, mostrando las curvas de su cuello perfecto y delgado como el de un cisne, el tatuaje de un código de barras que Patch no sabía que estaba allí. Mediante se sentía llevado por Emily hacia el grupo que se congregaba apartado del baile, a un lado de la mesa de bocadillos, atacando como si fueran perros hambrientos, podía notar nuevos detalles en Drina. Se había maquillado, pareciendo de alguna manera más adulta y más joven a la vez. Se había recogido el cabello negro en un elaborado moño tras la cabeza, afirmado el cabello con horquillas y alfileres con rubíes brillando bajo la luz amarillenta y plateada de la araña de cristal. Apenas podía sentir la mano de Emily contra la suya, sus dedos pequeños y frágiles entre los suyos. Una patada en el estómago que identificó como culpabilidad le hizo tener el impulso de apartar su mano de la de ella, pero sabía que era inútil. Sabía que iba a pasar toda la vida admirando a Drina desde lejos, sufriendo por un amor más platónico que nada. Cuando Emily se detuvo junto a Drina, y a dos hombres altos de aspecto protector, se sonrojó levemente. Patch reconocía a uno de ellos. Maxwell Sarkozy, la pareja de Drina, al que había visto sólo una vez. La única vez que sintió que Drina de verdad quería algo con él, que sintió que había conseguido acercarse más a ella. Y luego, de la nada, lo mandó a freír espárragos al África, la llama de esperanza que se había encendido reduciéndolo todo a cenizas en su interior. Maxwell Sarkozy tenía el cabello un poco más largo de lo que recordaba, aunque tenía casi el mismo aspecto que tenía cuando él lo vio por primera y última vez. Alto y delgado, de hombros anchos, todo su torso como un triángulo invertido. Las caderas

angostas, piernas largas. Cabello castaño tan oscuro que tendía al negro, pero que a veces se veía como color chocolate, y ojos marrones. Era guapo, tuvo que admitir Patch con una punzada de celos que pareció amortiguada por la mano de Emily entre la suya. La primera vez no lo había mirado. No porque no le interesara saber con qué clase de hombre vivía Drina, si no que porque estaba ocupado mirándola a ella. A ella, con el vestido Channel azul zafiro, que se pegaba a sus curvas como si se lo hubiesen pintado. —Feliz cumpleaños, Arianne—saludó Emily, sonrojada, mirándola de vez en cuando, de hito en hito, tratando de no establecer contacto visual con ella. Drina sonrió, como si hubiese escuchado el mejor chiste de su vida. —Gracias, Emily—aunque su tono de voz fue afable, la expresión de su rostro era la de siempre. Ausente, vacía. Sus fríos ojos negros enfrentándose de pronto con los cálidos de Emily, como la noche y el día tras un eclipse. Distingues cuál es cuál, pero se ven iguales. Juntas como estaban, una al lado de la otra, parecían de la misma altura. Los tacones altos de Emily habían hecho maravillas con su falta de crecimiento, y Drina apenas usaba un poco más de tacón alto de lo normal. Sin esos zapatos, Emily era dos centímetros más baja que Drina, y eso ya era mucho. Cuando Patch las miró, supo que había visto en Emily exactamente lo que había visto en Drina, al menos físicamente. La blanca piel de alabastro tenía la consistencia de la nata, leche y pétalos de rosa. Aunque la de Drina estaba surcada de cicatrices ocasionales y manchas de quemaduras, se veía de todas maneras perfecta. El cabello negro, los ojos, la boca, la cara. Pequeñas diferencias surgían a cierto contraste de luz, mientras movían la cabeza y sonreían. Emily, por ejemplo, no sonreía de medio lado. Y cuando lo hacía, no duraba más de unos segundos, y terminaba de extender una sonrisa afable y completa sobre su rostro. Drina en cambio, sonreía de medio lado siempre, y al final de la comisura del labio levantada, se le formaba un hoyuelo, cargado de misterio. Drina ladeaba la cabeza cada vez que iba a hacer una pregunta. Emily solo la hacía. —Cullen—llamó entonces Drina, chasqueando sus dedos frente a su cara. Aún aferrado a la mano de Emily, se había quedado en blanco, analizando el parecido y las diferencias de las hermanas. Era doloroso mirarlas a ambas, buscar en las dos las cosas de la otra, tratando de hacerlas diferentes para poder apartar sus sentimientos por Drina—. Estoy hablándote, animal. Contesta. —Lo siento, no te escuché—Drina murmuró algo así como un ―no me digas‖ que Patch ignoró, y extendió su sonrisa caza nova por su rostro—. ¿Qué decías? —Decía que Amelia estuvo aquí—repitió, con tedio. Negó con la cabeza, bajo la atenta y escrutadora mirada de Emily—. ¿No tenías idea?

—Estaba cuidando de Emily. Karl quedó a cargo del grupo de guardaes…—de pronto, giró hacia Sodod, y le alzó las cejas. Como respuesta instintiva, Solomon imitó su gesto, de pronto la testosterona luchando como mareas furiosas—. Este tío es policía. Lo he visto. ¿Qué hace aquí? Y qué mierda ¿quién eres? —Solomon—contestó Drina, como si nada, mientras obtenía una copa de champaña de una bandeja que pasaba por ahí, y dejaba la otra. Le había sacado una copa al mismo camarero aproximadamente siete veces, y el joven la miró mal—. ¿Qué? Su champaña apenas tiene alcohol. No me mires así, mojigato—le escupió, sus ojos negros brillando con malicia. Se volvió de nuevo hacia el grupo, y siguió hablando como si nada—. Es un amigo de Max. Es policía, sí, pero es tan estúpido que sólo pudo meterme a la cárcel porque lo confesé todo. Si hubiese tenido que investigar, estoy segura que no habría conocido esa pocilga. Patch miró sobresaltado a Drina, igual que Emily, cuya cara pareció caer desde muchos metros de altura. Por eso Patch recordaba a Sodod, y recordaba ahora que había conocido a Maxwell anteriormente. Maxwell y Solomon habían estado en el pub la noche que vio por primera vez a Drina, y que medio borracho le había contado parte de su historia. De su mejor amigo, que había metido a la chica que amaba a la cárcel, de su prometida que le había puesto los cuernos y se había embarazado de otro para meterle gol de media cancha. Sodod, en vez de enojarse con Drina, la miró inexpresivo, mientras Maxwell soltaba una carcajada. —Por favor, 49—se quejó él, ignorando las risotadas de Maxwell—, sabes muy bien que si hubiese investigado ni siquiera estarías hablando conmigo. Estarías cumpliendo cadena perpetua. —Ya, ya, silencio—los calmó Maxwell. Le divertía ver que Sodod y Drina se estuvieran llevando bien. Por lo general, se odiaban a muerte y apenas se hablaban, y cuando lo hacían, herían más susceptibilidades de las que debía ser legal en los cincuenta estados del país. Incluso ahora, ahora que Drina ya casi no le daba importancia al hecho de haber estado en la cárcel, y aunque cierto resentimiento feroz brillaba tras el hielo de sus ojos, se comportaba relativamente bien con su mejor amigo. Se preguntó internamente si eso se debía a él—. Suficiente ustedes dos. Parecen niños. Drina sonrió. Los hombres se fundieron en una conversación que a Drina le pareció casi repulsiva. Algo sobre béisbol y básquetbol, que sinceramente la traía sin cuidado. Desasiéndose de la mano de Maxwell a la vez que Emily hacía lo propio con la de Patch, se dirigió hacia ella y la enfrentó. Cara a cara, Drina pudo ver el sonrojo de Emily colorear desde su cuello hasta la raíz de sus cabellos negros, sus ojos brillando por al arrebol.

—Sigo pensando que te va el incesto—se burló ella con ligereza. Le sonrió un tanto afable, aunque todos sabemos que las sonrisas de Drina son más vacías que otra cosa—. Deja de sonrojarte. No te voy a morder. —Nada me lo asegura—tartamudeó ella. Dos segundos después, Emily no se podía creer haber soltado aquello. Su sinceridad había alcanzado el punto más alto de los problemas que podía traerle, contestándole a Arianne. Pero con todo, Drina soltó una risotada. —Eres graciosa—la elogió, dándole un trago al champaña—. Pero la verdad es que si no controlas tu boca, vas a tener problemas. No era una amenaza. No una tangible, pero la advertencia, fría como el invierno y peligrosa como un escalpelo estaba ahí, implícita, detrás de sus ojos, como fuego que llameaba bajo el hielo. Con la sonrisa de medio lado de Drina, nadie podía saber realmente lo que estaba diciendo, pero Emily veía en sus ojos lo que otros no veían. Porque había visto los mismos ojos en su cara toda su vida, podía leerlos casi a la perfección. —Créeme, lo sé—contestó Emily, con sinceridad. Se pasó una mano por la falda, quitando una pelusa que se le había adherido a la tela suave y vaporosa. Distraída, miró de reojo a Drina, que la miraba sin expresión alguna. Se volvió a sonrojar—. ¿Necesitas algo? Te acercaste a hablar conmigo. —Oh, sí, eso—dijo Drina, frunciendo el ceño. Como si hubiese olvidado algo, sus ojos se entrecerraron, mirando hacia nada en particular, y luego los volvió hacia ella. Y ya no era liviana su forma de moverse ni su forma de hablar. Ahora, era toda profesión, frialdad quirúrgica—. Espero no te ofendas con lo que te voy a decir. Pero necesito que tú y Patch dejen el país. Lejos, lo más que puedan. El frio se esparció por la espalda de Emily como un cubo de agua helada. La sorpresa la golpeó como un torrente de nieve en una avalancha, y parpadeó perpleja hacia Arianne, que sostenía su copa de champaña como si nada, y que le sonreía fríamente. Sus ojos negros fijos en ella, esperando su respuesta. —Yo no… es que… ¿Qué?—escupió por fin, luego de haberse enredado con las palabras que tanto luchaban por salir de su boca. —Deben irse. Emily, te están buscando. Amelia, la Jefa de la agencia ha estado aquí, tratando de matar a…—inhaló, consciente de Emily no sabía acerca de Conrad. Se lo dijo de todos modos—: a Conrad. Buscando formas de acercarse a mí. Estarás bajo la protección constante de White Orchide en Canadá. Estarás a salvo, y Patch también. La información dio vueltas en la cabeza de Emily como una nebulosa densa y plateada, cuyo centro jamás se veía. Se esparcía en sí misma, tocando las paredes externas de su cráneo y se devolvía, como si su forma de erizo o más bien de neurona jamás hubiese

existido. Estaba aturdida, y no sabía por qué parte de la información comenzar a preguntar. —Espera un minuto—jadeó Emily, mirando a Arianne con sus grandes ojos negros cargados de duda—. ¿Conrad? ¿El tío Conrad? Drina asintió con exagerada paciencia, sonriendo para sí misma. Le divertía casi poder ver los engranes de la cabeza de su hermana moviéndose, mientras asimilaba toda la información que acababa de entregarle. Cada palabra, cada pedido. La quería lejos, lejos de la infecciosa familia que eran los Clarckson. —No entiendo por qué quieres que me vaya—murmuró Emily. —Porque estás en peligro constante—ella se encogió de hombros—. Y supongo que Patch tiene razón. Te aprecio, pero todavía no me entero. Emily abrió la boca para decir algo, pero la cerró de inmediato, pensándoselo mejor. Iba a reclamarle por escuchar su conversación, pero quizás había sido algo bueno que la escuchara de todos modos. Tal vez escuchar a alguien más hablar de sus propios sentimientos le recordara que ella los tenía también. No es como si hubiesen tenido sexo y ella hubiese estado escuchando tras la puerta de todas formas. —Mira… no sé. No quiero obligar a Patch a que se aleje de ti—murmuró Emily, insegura. Miró hacia el suelo, de pronto encontrando el diseño de color verde esmeralda de las baldosas interesante como nada en la habitación. Drina apretó la copa de champaña entre sus manos al punto que oyó un nimio crujido. Sintió la vibración del cristal cediendo bajo la fuerza, y se pasó una mano por el cuello, tratando de serenarse. Emily, sin saberlo, había tocado un punto sensible. Eso era lo que Drina más quería. Que Patch se alejara de ella. Así, por lo menos, podían vivir su vida apartado el uno del otro. Ella no iba a sentirse confundida ni culpable cada vez que lo veía, y él no iba a tener que dejar de lado su trabajo. Todos salían ganando, incluso la menor de los Clarckson, que iba a estar con su machote lejos, donde nadie podía molestarlos. —Patch es un profesional—argumentó Drina, parpadeando. Se había quedado mirando un punto fijo y sus ojos comenzaban a lagrimear, quemando la sal en sus globos oculares—. La vida social no influye en el trabajo. Simple. — ¿Admites ser parte de su vida o de la parte social? Drina extendió una sonrisa perezosa por su rostro, aunque la malicia brilló en sus ojos cuando los fijó en Emily, que la miraba con curiosidad. —Soy parte de ambas. Y de todo el mundo, Emily. Sería buenísimo que lo recordaras.

El negocio familiar. 15 de febrero de 2020

El humo bailó al salir la bala del cañón del silenciador, como el vaho de un aliento al condensarse en el frío aire de la agonía del invierno. En un callejón olvidado de New York, la bala cruzó el aire invernal, destruyó carne y extrajo sangre como un latigazo, cuando se enterró en el pecho del hombre, que con una mueca de sorpresa fue empujado hacia atrás por la fuerza del impacto. La joven bajó el arma, respirando agitadamente. El sonido jadeante del aire entrando y saliendo de sus pulmones era lo único que podía oír en medio de la noche, mientras sus manos temblaban. Y no de miedo. De ira. Drina Rinaldi escupió un poco de sangre, mientras se pasaba una mano por el labio inferior, y componía una mueca de dolor. Al mirar el dorso de su mano, el rastro carmín de su sangre brilló en su pálida piel, bajo la luz dorada y desabrida de las farolas de la calle, bajo la luz fluorescente de los pisos superiores de los edificios. Gruñó por lo bajo, y se guardó el arma en la presilla del pantalón. A dios gracias, se había hecho de otra arma hacía muy poco. Porque intuía que algo así iba a suceder. Se deslizó con elegancia hacia el cuerpo inerte del tipo tirado a unos metros más allá, recordándole macabramente aquella noche en que asesinó a su propio padre. Era divertido pensar que de esa misma manera, había descubierto que era la heredera de una de las mafias más peligrosas del mundo. El tipo tenía los ojos abiertos hacia el cielo nublado y sin estrellas, y la muchacha sintió un golpe de reconocimiento fundirse con sus tripas. La arcada le quemó la garganta, mientras la bilis escalaba y se hacía más fuerte, poniéndole los ojos llorosos. 32. Cuando él le había hablado, Drina lo había mirado como si hubiese salido del estómago abierto de una vaca. Lo había examinado de pies a cabeza, con las cejas alzadas y las manos embutidas en los bolsillos de los vaqueros, aún a mitad de razonamiento entre cerrarse o no la cazadora de cuero sobre su sudadera favorita de Metallica. —Tú—había dicho el hombre. Su voz sonaba ronca, esa típica voz de bebedor recientemente salido de una cruda y de fumador excesivo—. ¡Por tu culpa!

—Disculpa—le dijo ella, alzando las manos y mostrándole las palmas libres de cualquier amenaza. En sus ojos se podía ver la desesperación, y Drina comprendía que los tipos de la calle a veces estaban fuera de sus cabales. El hombre lucía sucio, demacrado y medio andrajoso, con la barba de quizás cuatro o cinco días creciéndole sin detención alguna y el cabello alborotado de una no muy ardiente manera—, pero no te he visto en mi vida. No sé si… Ella no había alcanzado a terminar la frase cuando notó que un arma estaba apuntándole. Abrió los ojos desmesuradamente, como sin creerse que eso estuviera sucediendo, cuando la muela en su oreja crepitó. — ¡Sal de ahí! Drina, es… Con un movimiento certero de su mano, como si se pasara los dedos por el cabello, la joven se quitó la muela y la lanzó lejos, deshaciéndose de la molestia del crujido en su oído. 50 se oía preocupado, pero ella no lo estaba. Con paso decidido y seguro, lentamente, ingresó en el callejón, desde donde el brillo del arma se abría paso entre la brumosa oscuridad como un fuego fatuo. Los haces de luz se recortaban contra los cables de alta tensión, contra las escaleras de incendio, los cordeles colgados de lado a lado, jugando con las formas de la luz, dibujando formas abstractas en el suelo. Medio iluminado por la luz, estaba el hombre andrajoso. Más de cerca, no lucía tan desgarbado, y a la legua se notaba que no vivía en la calle. La ropa cara estaba sucia y hecha jirones, pero no lucía lo suficientemente destruida como para haber estado demasiado tiempo en las calles de New York. La barba era de un color castaño rojizo, igual que su cabello. La piel sucia impedía saber bien qué tono era, pero Drina aventuró a que podía ser moreno. Era alto y fornido, aunque se le notaba en sus cuarenta, quizás un poco menos por lo bien mantenido de su cuerpo. El tipo chilló algo que Drina no comprendió, y para sus adentros maldijo con vehemencia. Ese tipo le resultaba un poco familiar, aunque no supo por qué. Tragó saliva, mientras seguía avanzando hacia él, mirando directamente en sus ojos comunes y corrientes, de un desabrido color marrón y muerto, un brillo de vehemencia destilando odio bajo la luz que alcanzaba la mitad de su rostro. A medida que se acercaba, la joven distinguía más y más detalles en él. Tenía la mitad de la cara quemada, la mitad que no estaba bajo la luz de las farolas. Sintió un escalofrío, el pensar en todo el dolor físico al que el hombre estuvo expuesto, y se sorprendió a sí misma sintiendo una llamarada de compasión honesta. —Quédate ahí—siseó el hombre, de pronto sonando profesional y entrenado—. Por culpa tuya lo perdí todo. Por culpa tuya los mataron a todos, y ahora yo voy a matarte.

Drina sintió algo parecido al miedo, algo que trató de pugnar y abrirse paso en su interior, pero fue algo así como la sensación que tienes de que vas a estornudar, pero era simplemente una ―falsa alarma‖. Como si de pronto se hubiese desvanecido. El arma la seguía apuntando, directamente al pecho, y Drina extendió una sonrisa perezosa por su rostro delgado, inclinando la cabeza hacia un lado, mirando directamente a los marrones ojos de su intento de victimario. Bajó las manos y se las volvió a meter a los bolsillos del vaquero, inclinándose ligeramente hacia adelante. —Dime, pequeño vagabundo—le murmuró ella, su voz saliendo fría de entre sus labios—. ¿De qué se me acusa? He hecho muchas cosas malas en mi vida. Muchísimas. Pero las recuerdo todas. No son cosas fáciles de olvidar, ¿sabes? El disparo chistó, y Drina sintió el fuego abrasador de una bala hincarse en su carne. Reprimió el chillido, y observó atónita la mancha de sangre que se extendía por su brazo, el líquido corriendo por el cuero de la cazadora, manchando su mano, que ahora colgaba fuera de su bolsillo. Sintió la calidez deslizándose por su piel, pegando la ropa a su cuerpo, y maldijo por lo bajo, afirmándose la herida en el hombro con la mano derecha. Gracias al cielo, el tipo no le había alcanzado en el brazo derecho. Lo miró justo en el momento en que sus cabello suelto y negro se deslizaba hacia adelante sobre sus hombros. Bajo esa tenue luz, entre la brumosa oscuridad invernal, lucía como un demonio salido de las fauces del infierno. Drina llevó su mano sana hasta la pretina de su pantalón, y palpó la parte superior para encontrar el arma. La asió la quitó de su lugar, sosteniéndola hacia abajo, el cañón con el silenciador apuntando hacia el suelo, mientras una sonrisa maliciosa ladeaba sus labios. —Tienes buena mano. Ni siquiera te ha temblado el pulso—lo felicitó con frialdad, mientras se erguía. El dolor de la bala en su carne martilleaba a través de sus venas, pero empujó esa sensación hacia alguna parte oscura de su mente, dejando que la adrenalina del momento tomara lejos el dolor y lo ignorara. —No hables. No quiero oírte—le voz del hombre sonó demencial, perdida en los confines de la cordura—. Voy a matarte. —Chiste repetido—acusó ella, alzando el arma, quitándole el seguro para poder apuntar. Disparó, el sonido silbante del silenciador chillando en la noche como un silbato de baja frecuencia, el arma impactado exactamente el mismo lugar que el hombre había baleado en su cuerpo—. ¿Viste? No resulta cuando las cosas se repiten. Como que pierde gracia. — ¡Perra!—jadeó el hombre.

Drina tuvo que admitir una cosa. El tipo tenía entrenamiento, y para su pesar, era uno muy bueno. Si fuera un simple hombre salido de la nada, confundiéndola con alguien (un razonamiento que podía sonar lógico), o alguien loco que quisiera matar a la cabeza de la mafia (algo mucho más lógico), simplemente habría chillado y llamado la atención, poniéndose en evidencia. Pero el hombre no subía la voz, y aunque el disparo había perforado la noche, se había asegurado de estar en un lugar casi deshabitado. Los sectores bajos de New York causaban ese efecto, disparos y gritos resonando en la oscura noche, pero nadie les prestaba atención. Los pobres diablos estaban curtidos por el sonido de los disparos. —Dime quién eres—siseó Drina, ignorando la punzada de dolor que quemó sus nervios al tratar de mover el brazo. Las gotas de sangre bajaban lentamente por su mano, mandando corrientes de frío por su piel, enfriándose al encontrar al exterior. —No me reconoces—no era una pregunta, y eso Drina lo sabía—. Pero no importa… Se movió rápido. Más rápido de lo que Drina habría esperado de un loco, y eso la hizo sentirse ridícula. Cuando la mano del hombre impactó con su boca, y su labio de partió, ensangrentando su mentón, jadeó al dar el paso hacia atrás, antes de que él le diera un fuerte rodillazo en el estómago, que la hizo caer hacia atrás. Escupió sangre, inhalando y exhalando con dificultad, mientras estrellas negras bailaban ante sus ojos. —Yo no eres tan fuerte—dijo el hombre. Su tono de voz era siempre el mismo, carente de emociones, pero aún así histérico y carente de cordura—. ¿Verdad? Crees que eres mucho, pero te escondes tras tus guardaespaldas, tras el Jefe, tras 50… Cada palabra era un golpe para Drina, que trataba de inhalar la cantidad correcta de oxígeno para echar a andar el cerebro. Mientras jadeaba, retorcida sobre el asfalto sucio, respirando aroma a humedad y mugre, su cabeza comenzó a maquinar. El tipo estaba entrenado porque era un número. Era obvio, conocía al Jefe y a 50. O por lo menos sabía de ellos, y eso era suficiente. Se preguntó internamente, mientras se levantaba y tosía por el golpe en el estómago, de dónde podría saber de ellos. Cuando se alzó de nuevo, aún tenía el arma en la mano. El tipo debía estar ido de sus cabales, porque cualquiera en ellos le habría quitado el arma. Pero el hombre no parecía preocupado por eso. Parecía que quería morir, aunque no sin antes matarla a ella. —Eres de la agencia—jadeó ella, escupiendo más sangre. Se había roto la parte interna de la mejilla cuando el puñetazo golpeó contra su boca, sus muelas rasgando la piel sensible húmeda y suave—. Eres un número. —Acertaste. Se lanzó hacia ella, tratando de golpearla de nuevo, pero el efecto sorpresa se había esfumado. Cuando Drina lo vio, estaba lista, y dio gracias a dios por tener un umbral del dolor relativamente… muy alto.

Pensando que no iba a poder usar el brazo que estaba herido (cualquier persona normal no lo haría, pero ella era 49), el hombre trató de golpearla directamente en él. Pero no estaba preparado para que Drina lo moviera y lograra hacer un arco con su mano, subiendo el codo flexionado, golpeando la muñeca del tipo con la suya propia, girando su mano y cerrando sus dedos alrededor de su brazo. Ella avanzó, y encajó el tacón de su bota en el empeine del tipo, que jadeó, sin creerse que Drina estuviese usando su brazo herido. Con una sonrisa, Drina se dio la media vuelta, y se puso el codo del tipo sobre el hombro, tirando de su muñeca hacia abajo como una palanca… …y lo siguiente, fue que el tipo estaba tirado de espaldas, jadeando, y mirando al cielo, luego de que su espalda completa hubiese dado con rudeza contra el asfalto. Drina se alejó de él, inhalando con dificultad. Sí, bueno, usar el brazo era posible, pero no era bueno para nadie. —Dime quién eres—le exigió de nuevo, apuntándolo con el arma directo a la cabeza, siguiéndolo con la mira mientras él se movía y se paraba, riéndose con una voz baja y silbante, como un loco—. O te meto un tiro aquí mismo. —No me reconoces—repitió él. Está pirado—. Es chistoso. De todas formas, jamás me viste y… —Cierra la maldita boca—chistó la mujer, disparando ahora a su pecho, directo a su corazón. La bala impactó, atravesando su pecho, saliendo por el otro lado de su cuerpo, y el hombre cayó hacia atrás. Se pasó una mano por el cabello, permitiéndose ahora sí sentir un poco de dolor. Y de un poco, el dolor fue en crescendo y perforó su cuerpo, mientras la sangre seguía deslizándose contra su piel como lágrimas.

—Jesucristo Max, es solo una bala. No es como si no me hubiesen encajado una antes— se quejó ella, mirándose la herida en un espejo desde distintos ángulos. 50 había insistido en sacarle la bala él mismo, argumentando que no era necesario ir al hospital. Estando ambos de acuerdo, un cuchillo, un poco de vodka y muchas toallas (para morder y secar) hicieron el resto del trabajo. Un poco de aguja e hilo dental, y a la calle de nuevo—. Además, no se nota. 50 hizo un buen trabajo. Maxwell se pasó una mano por el cabello. Lucía cansado, aunque eso a Drina no la molestaba. Sabía que había tenido una jaqueca terrible la última noche, y que se había visto peor. Ni siquiera había ido a trabajar. Además, esa era una de las razones por las que Drina no había querido ir al hospital: en su celular estaba el teléfono de Max etiquetado como ―emergencias‖.

Negó con la cabeza, aún tirado en la cama. Estaba apoyado sobre el costado, mirando hacia la puerta del baño, que estaba abierta, la luz dorada de la ampolleta derramándose en el suelo, en las paredes como un rectángulo de luz. Podía ver a Drina mirándose la herida del hombro desde diferentes posiciones, evaluando el daño, sorprendida de que eso estuviese en su piel. Cuando había llegado, había tenido una sudadera demasiado grande encima, y una bolsa sospechosamente bien cerrada en una de sus manos. En cuanto había desaparecido en la puerta del baño, Maxwell se había encargado de revisar el contenido de la dichosa bolsa, encontrándose con la ropa ensangrentada. —Lo que estoy diciendo es que si 50 hubiese hecho de verdad un buen trabajo, no habría tenido que hacer de médico y sacarte la bala él mismo—puntualizó él, suspirando con cansancio. Su cabeza aún latía, pero el dolor se había retirado luego de una cortísima visita a un amigo doctor—. Si te hubiese estado cuidando… —Me saqué la muela—cortó ella—. El intercomunicador estaba molestándome. Me desconcentraba. Así que me lo saqué. Para cuando 50 llegó, 32 estaba muerto y yo ya estaba herida. ¿Qué quieres que haga? Mi idea de trabajo se asocia con soledad. No soporto que tengan que protegerme. Soy una asesina Max, no puedes cambiar eso. Las palabras parecieron golpearlo, y de pronto, Drina se sintió profundamente culpable. No es necesario que digas eso, maldita sea, se recordó a sí misma en su fuero interno, negando con la cabeza y clavando los ojos en los de su reflejo. Sus pupilas brillaron bajo la luz de la ampolleta, la frialdad de su expresión sorprendiéndola. —Lo tengo claro—le contestó él, cortante. Max inhaló profundamente, como tratando de pasar un amargo trago, y luego se levantó de la cama—. Voy a dormir. Nos vemos mañana. Se quitó la camiseta y los pantalones, sin mirar hacia el baño, donde Drina seguía sus movimientos con la mirada. Se sacó los calcetines y abrió la colcha, para meterse a la cama y apagar la luz, tapándose. La joven suspiró y volvió su mirada hacia el espejo. El largo cabello recogido con mechones sueltos cayendo alrededor de su cuello, en conjunto con la palidez de su piel y la luz paliducha de la ampolleta del baño le daba un aspecto poco saludable. El sujetador blanco no ayudaba a quitarle ese aspecto de enfermedad. Miró de nuevo le herida en su brazo izquierdo, y examinó de cerca la piel arrugada y en relieve de su brazo. Cercano al hombro, lucía enrojecido, hinchado y magullado, un moretón comenzando a estancarse en sus venas, una pequeña hilacha de hilo dental sobresaliendo de la carne. Tenía que admitir que había sido demasiado estúpida. Orgullosa. Si hubiese dejado que 50 hiciera su trabajo, no tendría una herida de bala ahora.

Gruñó por lo bajo. Se sentía cansada, pero no como para dormirse. Quería desesperadamente ahogar la sensación de opresión de su pecho en whisky y cigarrillos, y eso era exactamente lo que iba a hacer, le gustara a Maxwell o no. Se puso una camiseta limpia que encontró tirada encima del gabinete del baño, revisó que sus vaqueros no tuvieran manchas de sangre, y miró sus botas. Un par de gotas oscuras brillaban contra el cuero, pero las limpió con un trozo de papel sanitario y éstas desaparecieron como si nunca hubiesen estado allí. Salió del baño, apagando la luz, y tomó de la silla del escritorio una sudadera raída y dos tallas más grande que ella que rezaba Iron Maiden, y descolgó del respaldo de la silla una serie de correas. Un arnés para el pecho con dos compartimientos a cada lado, dos fundas para nuevas armas. Se cerró el broche bajo los pechos, sintiendo el tirón del cuero, y se puso encima su otra chaqueta de cuero, de un profundo color rojo granate, para poder tapar las correas. Se dejó caer el cabello por un lado de la cabeza y salió de la habitación. — ¿Drina?—llamó entonces la voz de Maxwell, cuando oyó que la muchacha se sentaba en la cama y se abrochaba los cordones de las botas de cuero—. ¿Qué haces? Ven a dormir. Ella sonrió de medio lado, entre la oscuridad, y no se giró hacia él. Siguió con la tarea de ajustar los cordones de la bota, mientras metía el borde del vaquero dentro del cuero duro y resistente. No le contestó, ni lo miró. Se levantó de la cama y se dirigió hacia la puerta, a la vez que Maxwell se sentaba en la cama y miraba hacia ella. — ¿A dónde vas?—masculló. —No lo sé—le contestó ella—. Tengo un par de dudas que tengo que resolver, y una sed que quema como el infierno. Voy a conseguir algo de whisky. —Espera—llamó él, destapándose—. Voy contigo. —Ni lo sueñes—lo detuvo ella, tomando el arma que había dejado encima de uno de los pequeños armarios. Se acomodó las correas de los muslos, y luego la del torso, ocultando lo mejor posible las armas con su cazadora—. Debes descansar. Tuviste un dolor de cabeza de miedo y no quiero que te suceda nada. —Tú debes descansar también—le espetó él, pasándose una mano por el cabello—. Acaban de herirte. ¿No te duele, siquiera? Ella negó con la cabeza, con una sonrisa condescendiente. —Por supuesto. Duele como no te imaginas, pero tengo un buen umbral del dolor—se encogió de hombros, quitándole importancia al asunto, con un latigazo de dolor lacerándole el brazo izquierdo completo—. Pero tengo trabajo que hacer.

—Trataron de matarte, ¿y quieres salir? —50 está afuera, en las escaleras, y Andrew está en el ascensor. No hay nadie que pueda subir o bajar sin que lo sepan. No va a sucederme nada. — ¿Cómo es que te siguen hiriendo incluso cuando tienes guardaespaldas? Haces lo que quieres y nadie te dice una puta cosa, pero cuando se me ocurre preocuparme por ti, te comportas como una perra y simplemente me echas a la cara lo que llevo años tratando de ignorar. Me dices que ha tratado de matarte un número y aunque yo opino que deberías quedarte en casa, aquí, conmigo, decides que es mejor armarte hasta los dientes y salir a beber. Dices que estás segura, pero estoy esperando casi resignado el momento en que me llamen y me digan que te han metido un tiro en la cabeza—las palabras le salieron atropelladamente, su discurso golpeando sílaba a sílaba a Drina, que lo miraba estupefacta. Maxwell hablaba fríamente, con decisión, de una forma en que ella jamás lo había oído, y estaba enrojeciendo de ira, la vena de su cuello marcándose peligrosamente—. No haces más que arriesgarte. ¿Se te olvida que ya no eres un número? Ya no tienes que hacer el trabajo sucio, tienes toda una panda de asesinos que lo haga por ti. Pero sigues poniéndote en peligro, como si mi salud mental te importara un comino. La muchacha se mordió la parte interna de la mejilla, reabriendo la herida que 32 le había causado con el golpe. La sangre goteó en su boca, sobre su lengua, llenándole del sabor metálico y salado, el olor a hierro en su nariz, impregnándose. Sintió como si la hubiese golpeado un camión con muchísima carga. Al mirar los castaños ojos de Maxwell, Drina sintió que miraba a un desconocido. La expresión generalmente cálida y traviesa de su mirada se había esfumado, siendo reemplazada por una barrera blindada que endurecía sus ojos y que parecía cubrirlos con una capa de hielo. Se sorprendió a sí misma comparando sus ojos con los de Maxwell, tan fríos y tan vacíos, y se mortificó internamente por hacerle eso. Su postura denotaba distancia. Como si se hubiese instalado entre ellos un muro grueso de concreto invisible, algo que los separaba de formas que nadie podría comprender. Los alejaba, como si de pronto Max estuviera en otra dimensión, donde ella podía verlo pero donde no podía tocarlo, alcanzarlo, o recuperarlo. El pánico se abrió camino en su pecho, y se quedó sin palabras. El discurso de Max se repetía una y otra vez en su cabeza, taladrando su razón, haciendo añicos la fuerza mental de la que siempre había presumido. Se vio de pronto débil y vulnerable, y se maldijo por eso. —Y ahora te quedas callada—el tono de Sarkozy fue casi como si no pudiera creérselo. Se pasó una mano por el cabello castaño oscuro, sus rizos desordenándose más aún, mientras sonreía sin alegría—. ¿Sabes algo? Haz lo que quieras. No saco nada preocupándome por ti. Me cansé. Drina inhaló profundamente y se pasó una mano por el cabello.

—Nos vemos. Dicho aquello, salió de la habitación y caminó hacia la puerta del departamento, con un sabor agridulce en la boca, más allá de la sangre. De alguna forma, le parecía gracioso que todo eso se estuviera desarrollando. Conrad le había dicho que en ese negocio, siempre se hería a quienes más querían, y parecía que comenzaba a tener razón. Para mala suerte de Drina, eso estaba ocurriendo más rápido de lo que esperaba. Creía que iba a tener más tiempo. Mientras descendía por la escalera del edificio, con Eliot y Andrew a unos prudentes metros detrás de ella, se preguntó a sí misma en qué iba a modificar su vida tener la protección que su tío le ofrecía. Tenía protección ahora, dos hombres entrenados toda su vida en el negocio. Un par de hombres más no iban a generar un cambio demasiado importante. Al llegar al primer piso, Drina se detuvo, por lo que sus guardaespaldas se detuvieron tras de ella. Miró, con el ceño fruncido, hacia el basurero fijo en la acera de enfrente, y trató de distinguir en la noche la figura que la acechaba. Se arrepentía de haberse desecho de la muela. Ahora por lo menos, podría saber si Eliot estaba sospechando tanto de esa sospechosa sombra, como ella. Se dio la media vuelta, y vio los ojos fijos de 50 fijos en el hombre (o la mujer) al otro lado de la calle, y supo que no se había equivocado. La sombra agazapada tras el basurero, sospechosamente a media luz, cubierto parcialmente por la sombra del contenedor… estaba causándole desazón a los tres. Distraída, la joven se deslizó por el asfalto que brillaba bajo las luces de las farolas. No tenía intención de dejar que un desconocido la siguiera, y aunque le granjeara otro altercado, iba a deshacerse de un posible espía. Oh, adrenalina. Tras de sí, Andrew desapareció, moviéndose sigilosamente hacia la acera de en frente. El tipo de detrás del contenedor no tenía mucha idea de ser una sombra, porque estaba fijando sus ojos solamente en Drina y no en la escena completa. Cuando el extraño se quiso dar cuenta, el medio hermano de la joven ya lo tenía estampado contra el basurero, una discreta arma de fuego colocada en el hueco de su mentón. Drina soltó una risa jadeante y caminó hacia el tipo, seguida de Eliot, que negaba con la cabeza como si frente a él se desarrollara un mal espectáculo de magia. Cuando se detuvieron por fin frente al hombre, y Andrew despejó su rostro para poder descubrir su identidad, a todos se les cayó el alma a los pies. — ¿Dakota?—tartamudearon los tres, a la vez.

La muchacha gruñó algo por lo bajo, y miró directamente a su hermano menor, esperando a que la soltara. Vestida de negro llamaba más la atención que vestida de rojo como solía hacer. De alguna forma, el largo chaquetón de lana, los vaqueros negros y las altas botas de cuero llamaban la atención por sí solas. — ¿Qué haces aquí?—siseó Drina, haciéndole una seña a Andrew. A regañadientes, con una sonrisa malévola, el tipo se echó hacia atrás y se metió las manos a los pantalones, ocultando el arma de la vista—. ¿Me estás siguiendo? —No a ti—le dijo ella, poniendo los ojos en blanco—. Ha habido un tipo muy extraño que ha estado rondando cerca de los lugares que frecuentas. El pub, tu departamento, la mansión. —Si hubiese alguien siguiendo a Drina, ya lo habríamos pillado—gruñó Eliot, cruzándose de brazos. La cazadora de cuero café chirrió contra sus enormes bíceps, abriéndose sobre la camiseta negra. Dakota se estremeció de pánico—. Es imposible. —Bueno, créelo—le desafió la pelirroja, en contra de su instinto de preservación—. Es un tipo extrañísimo. Es guapo, debo admitirlo. Tiene unos ojos grises… Drina sintió que algo la golpeaba. — ¿Ojos grises dices? Grises como… ¿Como una pizarra?—de pronto, la joven asesina se sintió enferma. No lo habían podido pillar porque él no se había dejado ver. Algún error tuvo que haber cometido para que Dakota lo viera… —Sí. Todo rubio y alto. Un cuerpazo para morirse. Te lo digo, tienes muchísima suerte de que te esté siguiendo. Pero ni Drina ni Eliot la estaban escuchando. Ambos se miraron, con los ojos como platos, sabiendo quién era el que estaba acechando a Drina, ambos con la sensación de estarse perdiendo de algo. La lógica del asunto era inexistente. ¿Por qué rondaría Isaac a Drina? Si la agencia estaba de vuelta, él podía mandar a quien quisiera para hacer el trabajo sucio. No, no era por ella. Aunque sí estaban relacionados. Drina sintió la bilis en la base de la garganta. Casi todos los lugares que ella frecuentaba, los frecuentaba con Maxwell… Se pasó una mano por el cabello, alejándose de Dakota, que seguía dándole detalles a Andrew acerca del misterioso hombre que rondaba a Drina. Pálida como la mismísima muerte, la joven se abstuvo de hablar, temiendo que pudiera devolver el contenido de su estómago (y el estómago mismo) sobre la acera. Eliot se apartó de Dakota y Andrew, cuyos cuchicheos sonaban como el rumor del agua, y la miró con las cejas alzadas. — ¿Te duele?—murmuró Eliot, apuntando con la barbilla hacia el hombro herido de Drina.

Ella negó con la cabeza. Aún temía vomitar si abría la boca, mientras las náuseas la hacían sentirse débil y enferma. —Isaac—tartamudeó ella—ha estado merodeando para ver cómo puede hacerme daño. Temo que lo ha encontrado, Eliot. 50 frunció el ceño, y al momento, sus ojos rojos se dirigieron hacia el edificio, al piso en el que se encontraba el departamento de Drina. La confusión se borró de ellos, y la comprensión hizo que todo su enorme cuerpo se tensara, como si fuera un felino listo para el ataque. —Sarkozy—murmuró él, con un tono de voz que fue muy cercano al horror. Drina asintió con la cabeza, en el momento en que su celular vibraba en su bolsillo. Sobresaltada, sacó el aparato del bolsillo y revisó la pantalla. Un mensaje, escueto y de un par de palabras, brillaba en el rectángulo iluminado del celular: ―Encuéntralos. Están vivos. Búscalos. A los dos‖. La joven sintió una patada en el estómago, y miró hacia el este, donde sabía que se encontraba un antiguo edificio que había sido su hogar en la niñez que apenas recordaba. La academia estaba a un par de minutos, y de pronto, la preocupación por Maxwell se desvaneció. Miró de nuevo el mensaje, de un número desconocido, y tragó saliva. Primero lo primero. Asegurarse que Maxwell se encontrara bien, y que no saliera de la casa. Desbloqueó la pantalla y pinchó sus contactos. Buscó en la lista y apretó sobre el que buscaba, presionando el ícono de llamada. Dos timbrazos que rasgaron su estómago, que casi se podía hundir, y la voz al otro lado del teléfono contestó con somnolencia un escueto ―hola‖. —Deja a Emily. Ven a mi departamento y encárgate de que Maxwell no se mueva de él. Si es necesario, noquéalo. No dejes que nadie que no sea yo entre, ¿me oíste? Es una orden.

Maxwell miró el techo de la habitación, sintiéndose de pronto incómodo. El olor dulce y salvaje de Drina, ese olor medio florar y medio almizclado, estaba por todas partes, incluso incrustado en su memoria como un alfiler. Con los brazos extendidos en cruz y las piernas medio separadas, relajadas, y la cara cubierta con su propia almohada, todavía podía sentir el efluvio de la joven flotando a su alrededor, metiéndosele por cada poro.

La rabia aún bullía en su interior. Se sentía algo así como traicionado, herido y pisoteado. Drina se había marchado como si nada, ignorando todo lo que le había dicho, como si no le importara. De pronto, su sinceridad instada por la ira le pareció totalmente innecesaria. Dijera lo que le dijera, ella jamás iba a cambiar. El teléfono timbró a su lado, vibrando sobre el velador. Extendió la mano, se apartó la almohada de la cara, y contestó. —Sarkozy. —Dios, Max—la voz de Drina al otro lado del teléfono sonó agitada, y Maxwell contuvo una expresión de fastidio—. No salgas del departamento. Envié a Patch para allá, va a llegar en algo de media hora. No te muevas de allí. El tono de preocupación de Drina hizo que el estómago de Sarkozy se agitara, y no por eso de las mariposas. Si no porque ella jamás se escuchaba así de molesta, así de ansiosa. Su voz temblaba mientras le daba instrucciones, hablaba con rapidez. Algo insólito en ella, oír que su siempre controlada voz se quebraba para dar paso a las emociones humanas. Se quitó la almohada de la cama y se sentó en la cama. Miró hacia la oscuridad azulada, con el ceño fruncido. ¿De qué iba todo aquello? Con el teléfono todavía pegado a la oreja, Maxwell echó a andar la imaginación, aunque se maldijo inmediatamente por ello. Las personas suelen sufrir más por lo que imaginan, que por lo que realmente está sucediendo. —Drina, dime qué está sucediendo. Si tengo que aguantar estar con ese barman, por lo menos debo saber por qué no puedo ahorcarlo—gruñó él, masajeándose las sienes. Al otro lado de la línea, Drina soltó una risita. Parecía estar en un auto, porque se oía el rugido ocasional del motor de una moto o el golpe de las puertas de los coches cercanos a la acera. —Solo hazme caso. Este es un asunto… que digamos, solo la ―familia‖ podría ayudarme a resolver. No quiero que te involucres. Es peligroso. Maxwell soltó un bufido de molestia. —Cuídate, ¿sí? Drina soltó otra risita. —Max, cariño, ¿cuándo no lo hago? Tengo un machote en casa que se pone de mal genio cuando me corto con un papel. Su ira asusta. Cuando el otro lado del teléfono se silenció, Maxwell se descubrió separando el artefacto de su oído, y sonriendo. Negó con la cabeza, dejando de nuevo el teléfono sobre la mesita de noche, y se dejó caer sobre las sábanas, que se desinflaron con un

silbido. Se puso de nuevo la almohada sobre los ojos, y esperó pacientemente, medio adormilado, hasta que el timbre de la puerta chilló suavemente por la casa.

Gajes del oficio. Amelia y el Avispón.

Isaac sabía que lo estaban siguiendo, y se dijo a sí mismo que era el más estúpido de los estúpidos que había pisado alguna vez la tierra. Se dio cuenta solamente, una vez que estuvo ante el departamento de 49, después de que subiera con una bolsa en la que presumía, había tirado la ropa rota y ensangrentada. 32 había sido inútil, después de todo. Ni siquiera había servido para algo después del escarmiento de la agencia. Muerto molestaba menos, claro. Se escabulló en cuanto detectó la presencia sigilosa y calmada que trotaba detrás de él, sin hacer ruido alguno. Tuvo que decirse a sí mismo que quien lo seguía tenía buenas nociones de aquello, pero cuando se detuvo a mirar el departamento en el que 49 vivía, la persona se quedó atrás, y fue facilísimo perderla. Se deslizó por la calle iluminada por las farolas hasta la esquina de la manzana, y torció hacia la derecha. Al llegar a la siguiente esquina, cruzó sin mirar el semáforo en rojo y trotó calle arriba, alejándose del complejo de departamentos. Se alegró al notar que ya nadie lo seguía. Tenía total libertad de movimiento. Isaac se deslizó por las calles como una silenciosa sombra, sabiendo que en cualquier momento podía volverse e encontrar con la figura que lo estaba siguiendo. Podía ser que lo perdiera, pero uno siempre puede volverse a encontrar. Sobre todo, porque podía tomar una buena decisión y seguir su instinto. El teléfono en su bolsillo vibró. —Diga. —Eres un inútil—contestó aireada la voz al otro lado de la línea. Isaac compuso una mueca de molestia, escuchando a Amelia chillarle en la oreja—. ¿Se puede saber por qué 32 no estaba muerto hasta hoy? Me ha llegado un informe, Isaac, de que 49 ha terminado por matarlo. ¿Por qué no lo hizo 47, como te ordené? Isaac contó hasta diez antes de responderle entre dientes, sintiendo cómo se le entumecían las mandíbulas: —47 quemó la casa. Dijo que era la mejor manera de deshacerse de todos. Pero supongo que 32 escapó—miró a su alrededor, tratando de vislumbrar si alguien lo seguía. Tenía la sensación de picazón en su nuca, típica de cuando era perseguido. Pero no había nadie allí.

—Inútiles—chistó ella al teléfono—. Deshazte de 47 también. No me interesa tener a alguien que no hace las cosas como yo le digo. Pero a este lo matas tú, ¿me oyes? Si no resulta, estás fuera. Y si estás fuera, estás muerto. Amelia cortó, e Isaac se quedó estupefacto mirando el celular, que terminó por apagar su luz y bloquearse solo. Se estaba poniendo cada día más insoportable, y lo peor de todo, es que Isaac no podía hacer nada en su contra. El sentimiento de lealtad que todos en la agencia tenían arraigado, le impedía ignorar a la Jefa. Era imposible solo planteárselo. Entonces, ¿por qué 30, 49, y 50 lo habían logrado? Algo había cambiado en ellos, e Isaac sabía que si se enteraba de qué era, él podría ser libre de la tiranía de Amelia. Era diferente la jefatura de Karl y la de esa mujer. Karl era sabio, paciente y frío. Amelia era todo lo contrario. Se apresuraba, lo quería todo ahora, pedía cosas que superaban las habilidades de quienes estaban a su cargo. El hombre gruñó, mientras se metía las manos a los bolsillos del abrigo y se alejaba lo más posible de las calles aledañas al complejo departamental en el que 49 vivía. No iba a someterse un segundo más a Amelia, no mas de lo que le tomara deshacerse de ella. Traición. Se detuvo de improviso, con una brillante idea rondándole la cabeza. Sacó de nuevo su celular y efectuó una llamada que ni en sus más locos sueños creyó realizar, con dedos temblorosos. Se estaba asegurando, por fin, el lugar que merecía por su trabajo y su dedicación. Y ahora, ahora la agencia iba a ser más invencible que nunca, con una jerarquía clara y un solo Jefe. Ya no habría ambigüedades, ya no iba a necesitar de más asesinos. Su plan estaba perfecto con los que tenían, fueran pocos o no. El celular marcó, y una voz de hombre contestó al otro lado. —Te tengo un trato. Y es algo que te interesa—le dijo al tipo al otro lado de la línea. Fue en ese momento que descubrió cómo 30, 49 y 50 habían desafiado a sus superiores. Con simple decisión y odio. Mucho odio.

Amelia Gómez se sobresaltó cuando un suave clic quebró el silencio de su hogar. Era tan nimio, tan imperceptible, que pensó que quizás se lo había imaginado. Miró a su alrededor, sobresaltada, aún vestida con el pijama; paseó los ojos por la salita, recordando que se había quedado dormida con la televisión prendida. Hacía mucho rato ya, que la película que había estado mirando había terminado. Se levantó sigilosa del sillón, y se agazapó detrás de una estantería. La estancia en la que se hallaba era pequeña, decorada en tonos de cálido marrón y suave color crema.

Estanterías llenas de libros y reliquias invaluables recorrían las paredes, alfombras persas por el suelo. Se daba la gran vida, vida de coleccionista, de historiadora. La puerta de la entrada giró sobre sus goznes, abriéndose lentamente, y Amelia alcanzó el arma escondida en un pequeño hueco hecho en la madera de la estantería. Estaba cargada y sin seguro. Esperó unos atormentadores dos minutos, echando furtivas miradas a la puerta. Aún así, nadie entró por ella: los minutos pasaban, el segundero del reloj latiendo como un corazón en alguna mesita decorada con finos paños. Esperó otro minuto más, el tiempo desgranándose, pero sin que sucediera nada. Conteniendo la respiración, Amelia deslizó el descalzo pie por el suelo de madera, y se asomó suavemente desde detrás de la caoba. Como sospechaba, no había absolutamente nadie. Se extrañó, pero no bajó la guardia. Un fuerte ruido y uno de los vidrios de la salita estalló en miles de trozos astillados. Amelia se sobresaltó, y se giró, apuntando con el arma al origen del ruido. —Grave error—murmuró una mujer entonces. Se produjo entonces una maraña de imágenes que podrían haber atontado a cualquiera. Una alta y delgada mujer se balanceó con mucha gracia sobre sus pies, y de alguna manera, Amelia vio que lanzaba algo brillante y plateado hacia ella, desde la puerta. Un silbido cortó el aire, y con un penetrante tac, vio resplandecer un cuchillo justo a un lado de su cabeza. Sorprendida, Amelia siguió mirando la puerta, pero la alta y delgada fémina había desaparecido. El silbido de otro cuchillo al cortar el aire se clavó en sus oídos, y con una punzada, una gota de sangre se deslizó de su muslo derecho. Maldiciendo en voz baja, Amelia salió de su rincón en la pared, alejándose también de las armas blancas. Un corte de al menos doce centímetros en la parte externa de su muslo rezumaba una gota carmesí, que se deslizaba por su morena piel, haciéndole cosquillas. No había rastros de la mujer. Miró a su alrededor con el arma en la mano, y los ojos bien abiertos, respirando con tranquilidad. —Sal de ahí—chistó la latina en español, entrecerrando los ojos. La luz azulada de un rayo inundó la estancia, y segundos después, un ensordecedor estruendo rompió el tenue silencio de la calle. Incluso ahora, la extraña no aparecía. Amelia avanzó en redondo, mirando a su alrededor. Maldijo el momento en el que llenó esa pequeña salita de mesas, bustos de yeso, estanterías con libros, estatuas, sillones, mesas y sillas. Todo muy abarrotado, dando la sensación de ser un bazar de antigüedades.

Cuando llevaba la mitad del recorrido, oyó el silbido de nuevo. Alcanzó a moverse en el momento justo en el que un cuchillo, más pequeño que los anteriores, se clavaba en una butaca y luego se deslizaba hacia el suelo, con un ruido metálico. Volteándose con rapidez sobre sus talones, Amelia disparó hacia el origen del ruido, pero la mujer se echó hacia un lado, rodando sobre su hombro, lanzándole otro proyectil en cuanto se hubo equilibrado. Gómez jamás se había enfrentado a nadie que usara armas blancas. Nadie en la agencia las usaba. Por lo general, los números evitaban a toda costa mancharse de sangre, o tener algún contacto más cercano con el cadáver. Pocos asesinatos se habían llevado a cabo sin armas de fuego. Pocos estrangulamientos, pocas quebraduras de cuello. Una sola puñalada en un ojo, llevada a cabo por Natacha en sus mejores años. Se lanzó al suelo en el momento en que un cuchillo pasaba desagradablemente cerca de su oreja, y volvió a disparar. La mujer volvió a echarse a un lado, como un felino, gruñendo por lo bajo. La latina tomó entre sus dedos la hoja de una de las armas blancas y la aventó hacia la desconocida. Esperó que impactara. Supuso que ella no se esperaba que le devolviera un ataque con la misma arma que usaba ella, pero se equivocó. Escuchó el ruido metálico de las hojas al chocar, y otro silbido. Esta vez, Amelia no tuvo tiempo ni espacio para rodar y salirse del camino del arma. Con una precisión milimétrica, la punta del cuchillo cercenó piel y carne, enterrándosele un lado del estómago, cercano a la cintura, y una posa de sangre, roja y caliente, se extendió desde la herida. Amelia, sin embargo, apenas se inmutó. Segura de que un arma de fuego era inútil, optó por alargar la mano a algún cuchillo que estuviera a su alcance, y se lo lanzó hacia su agresora. Un ruidito desagradable la alertó de que había acertado. Se oyó un jadeo ahogado… …y luego nada. Agazapada y en silencio, Gómez esperó, alerta. Todos los músculos de su cuerpo estaban tensos, la carne alrededor del cuchillo dolía como el infierno. La sangre corría por la tela del pijama, manchándole todo hacia abajo, y un jadeo comenzó a entrecortar su respiración. Sintió entonces el filo de una daga al cuello, y una mano caliente y segura que se aferraba a la empuñadura del cuchillo que tenía enterrado cerca de la cintura. —Buenas noches, Amelia—saludó cortésmente una voz femenina. Sonaba falta de aliento, y Amelia sintió gotear en su pecho una sangre que no le pertenecía—. Tienes buena puntería, debo admitirlo. Me has herido la mano de gravedad.

Aún tenía el arma en la mano, de todas maneras. Sonriendo, alzó el arma, pero la mujer fue más rápida que ella, adivinando sus intenciones. El filo en su cuello mordió su piel, el frío del metal hincándose en su piel mientras una fina gota de sangre se deslizaba por su garganta, hasta manchar sus clavículas. Pero eso no fue lo peor. Aferrada al cuchillo, la mujer giró dentro de su cuerpo la hoja, destrozando en redondo el músculo alrededor del metal, tirando de él hacia arriba. De esta manera, obligó a Amelia a que se levantara. Jadeante y sudorosa por el dolor, Amelia obedeció, estremeciéndose. —Suelta el arma, querida—murmuró la mujer en su oído. Su voz era suave y aguda, como la de un soprano. Su respiración se calmaba poco a poco—. Eso es, déjala caer— la instruyó. Amelia soltó el arma, y la mujer la pateó lejos de ella. El metal negro y mortífero fue a dar debajo de una butaca, entre una estantería y el mueble, perdiéndose de la vista. — ¿Quién eres?—jadeó entre dientes. —Un pequeño insecto—canturreó la mujer, con una infantil risita. Tintineando como cascabeles, el sonido entrecortado de su risa hizo que Amelia se estremeciera. Sin previo aviso, la mujer rasgó hacia abajo con la hoja del cuchillo, más sangre escapándose de su piel—. Soy el Avispón. Amelia trató de reírse, pero el dolor que eso le provocó se lo impidió. —Estupidez—musitó, entrecortadamente—. Dime quién eres. —Pista, pista—rió la que se hacía llamar Avispón. Sin conocerla, sin saber cómo, Amelia supuso que ella estaba sonriendo, disfrutando de aquello—. Una pequeña flor necesita polinizadores, ¿no es así? Amelia apretó los dientes. El metal frío en su cuello mordió de nuevo, unos centímetros más arriba que el primer corte. —Baja las manos—siseó fríamente el Avispón, tensando el filo contra la garganta de Gómez, lista para abrirle otro surco en la piel—. Buena chica—ronroneó cuando Amelia le hubo obedecido. El metal frío de las esposas juntó las muñecas de Amelia tras su espalda—. Ahora, señorita Gómez, me vas a acompañar. —Suéltame—chistó Amelia. Si previo aviso, Gómez hundió su talón en el empeine del Avispón. De haber tenido las manos libres, habría podido golpear su mentón, pero se maldijo por tener puestas las esposas. En vez de eso, echó la cabeza hacia atrás, dándole a la mujer en la nariz con la coronilla. El Avispón se echó hacia atrás, con la mano sobre la nariz, sorprendida. Separó sus finos y largos dedos de pianista con elegancia de su sangrante nariz, y se miró la piel

cubierta con el líquido carmesí con manifiesta curiosidad. Era guapísima, guapísima como una súper modelo. Alta y delgada, de una tez olivácea y exótica, una piel como la que verías en una mujer de medio oriente, de esas que van ataviadas con un velo que solo dejara ver sus ojos. Tenía un rostro agraciado, fino y de pómulos altos, como una bella princesa africana. Ojos de un verde profundo, delineados con habilidad al estilo musulmán, resaltando el color que se asemejaba al de las esmeraldas. Un largo y sedoso cabello negro como la tinta caía sobre sus hombros, en gruesas y brillantes ondas. Lucía como un ángel, si podías ignorar la cantidad de sangre que manchaba su mano libre, y la mano que tenía alzada, observándola como si jamás la hubiese visto en su vida. —Tú, pequeña sudaca—rió, moviendo los dedos delante de su cara. La sangre goteó de ellos, y ella abrió los ojos, maravillada ante la visión—. Siempre supe que ser así de bajita podía tener buen uso. —Eres miembro de White Orchide, ¿verdad?—murmuró Amelia. La pérdida de sangre la estaba mareando, y apenas se podía equilibrar sin el uso de sus manos como balance. Además, las muñecas se le estaban irritando, y su tórax dolía por la incómoda posición. —Caliente, caliente—musitó la bella mujer, alzando sus cejas delgadas y sensuales, asintiendo. Parecía una niña, una niña muy macabra. Cuando levantó la otra mano y se la mostró a Amelia, la latina pudo ver un tatuaje en el dorso de su mano, manchada toda ella con sangre. Incluso a través de la capa carmesí, Gómez pudo ver la borrosa forma de una flor abierta, tatuada en negro en su piel—. Polinizadores, ¿lo olvidas, mi pequeño numerito? — ¿Qué tiene que ver White Orchide con la agencia?—preguntó Amelia, mareada. Su vista se nubló, y de pronto tuvo que distinguir cuál de las dos mujeres era la que en realidad estaba parada frente a ella. —Órdenes, claro—le contestó. Movió los dedos de su mano herida, y Gómez logró ver a duras penas un enorme corte que rezumaba una gran cantidad de sangre, justo en medio de su tatuaje. Tenía el tamaño justo del cuchillo que le había lanzado, el que Amelia pensó que había acertado—. Mira lo que me has hecho. Tengo suerte de tener reflejos de gatito. He logrado que pase entre los huesos y no rompa nada importante, ¿ves? Ahí. —Deja el parloteo y dime qué quieres—jadeó la Jefa, tambaleándose. —Dije que quiero que vengas conmigo—el Avispón infló sus mejillas, en un infantil mohín, y luego cruzó los dedos detrás de su espalda, viéndose totalmente inocente—. Y vas a venir, quieras o no. —Oblígame—la desafió ella.

—Ya lo hice, pequeñita—rió ella. El retintín de aquel sonido era inocente y suave, como la risa de un niño en algún parque—. Los cuchillos están impregnados con somnífero. Un somnífero que se activa en cuanto toca tu carne. — ¿De qué te sirve?—balbuceó Amelia, atontada. Así que no era solo la pérdida de sangre lo que la estaba mareando así—. Caerás dormida, igual que yo. —Tontita—Avispón negó con la cabeza, sonriendo con indulgencia—. ¿Crees que soy tonta? Solo un tonto maneja armas que no sabe cómo funcionan.

Drina se deslizó fuera del auto con la chaqueta abierta y los muslos despejados. A la luz de las farolas torcidas y titilantes, el metal mortífero de sus armas brilló suavemente, como fuego fatuo, mientras detrás de ella un fornido albino y un castaño la seguían sigilosamente, con la mirada alerta y el cuerpo tenso. El camino de asfalto en el que se habían detenido brillaba en guijarros húmedos. Trozos de vidrio, botellas, latas y papeles rodaban por el suelo debido al viento huracanado que silbaba entre los árboles lejanos, chocando contra una alta muralla de ladrillo rojizo. La joven miró a su alrededor, con una nota de cruel nostalgia cayendo en su cuerpo, asemejándose a tragarse completo un cubo de hielo. El alto edificio con torreones, de aspecto gótico y anticuado, recorridos sus muros con filigranas tétricas de hiedra seca, proyectaba sombras terroríficas contra el suelo, la maleza agitándose sombríamente bajo el viento. Sus ojos negros recorrieron el jardín. La alta verja automática había dejado de funcionar hacía años. La herrumbre cubría las bisagras y los pasadores, un candado elegante y oxidado colgando abierto desde su cerradura. Había sido forzado, porque la corrosión hacía imposible abrirlo incluso con la llave. Sintió una punzada de molestia cuando se detuvo a examinar el candado herrumbroso. Arma en mano, la joven dio un paso rápido y ágil hacia el artefacto, y lo tomó entre los dedos de la mano derecha, examinándolo de cerca. Habían cortado el metal que se presionaba para bloquearlo, cubierto de rojizo óxido en polvo, que se pegaba a sus manos. Varios de los sectores estaban cubiertos con moho, y un persistente olor a humedad le llegaba al olfato. — ¿Dónde estamos?—murmuró Andrew, examinando de cerca la derruida placa que en algún tiempo tuvo que llevar el nombre del tétrico edificio. —Saint André—contestó Eliot, mirando hacia los torreones con una expresión indescifrable en sus ojos rojos. Frunció los labios y sacó un arma de un arnés idéntico al de Drina—. Es la academia de la agencia.

Andrew se estremeció. Parecía más relajado con Drina y Eliot de lo que estaba con su propia familia. A menudo, la asesina se planteaba la idea de que Andrew de verdad había heredado la veta macabra de Derek. Era realmente bueno en lo que hacía, Drina tenía que admitirlo. Quizás sabía reconocer, inconscientemente, la gente que sabía lo que hacía, incluso aunque tuvieran el peor humor del mundo. —Vale, ¿qué hacemos aquí?—preguntó en un murmullo afectado, imitando a Eliot y a Drina. Lucía mortífero, como un marine, mientras echaba una ojeada peligrosa a su alrededor, evaluando la situación. —Si Isaac está siguiendo a Maxwell—comentó Drina en voz baja, mientras deslizaba el candado de la barra que lo sostenía. Una vez fuera, lo colgó de una de las aplicaciones de la reja, para no dejarlo en el suelo—, es porque tiene planes para él. El problema que tiene la agencia ahora, es que no cuenta con personal suficiente. Andrew chasqueó la lengua. —Pero esto está en ruinas. —No seas torpe, Drew—lo regañó Drina, poniendo los ojos en blanco. Deslizó el pestillo hacia un costado, observando si los rieles estaban en buenas condiciones. Parecían haber sido usados recientemente, así que no iba a ser problema abrir la puerta—. Esto puede ser fácilmente restaurado, si sabes con quien ir y con quien no ir. La academia podría muy bien estar lista en un mes, para recibir nuevos polluelos. —Eso lo entiendo, Drina, créeme—comentó Andrew, alzando las cejas con una sonrisita que le provocó a Drina un escalofrío involuntario—. Pero, ¿qué tiene que ver con el poli? —Personal faltante—le recordó Eliot. —Oh—Andrew compuso una mueca de desagrado—. Nuevos números. Pero no creo que necesite tanto para eliminar a…—se quedó callado ante la mirada de aviso de Drina, que ya empujaba la verja, y tragó saliva antes de continuar—… para ocuparse de ese… asunto. —Tenemos tiempo—musitó la joven. Miró hacia los torreones. Con un jadeo ahogado, empujó las dos hojas de la reja, que se abrieron con un crujido sombrío sobre sus bisagras. En algún tiempo, Saint André había sido hermoso, recordó la joven—. Tarda muchos años educar a un polluelo. Amelia se está preparando para una guerra, como la que había en nuestros tiempos. —No tenemos tanto tiempo como crees—le murmuró Eliot, entrando delante de ella. La grava sucia crujió bajo sus botas de cuero, mientras se deslizaba como un fantasma entre los troncos de los árboles secos—. Amelia no es estúpida. Tiene que tener polluelos formándose en algún lugar. En un mes, podemos hacer mucho. Debe tener a alguien que los eduque, si es que no lo hace ahora mismo.

Drina alzó las cejas, de pronto olvidándose de por qué estaba allí. Algo en el tono de 50, le dijo que sabía un par de cosas que no le había dicho. Sus ojos se abrieron como platos y se detuvo bruscamente. —Dime lo que sea que sepas—escupió la asesina, ante la mirada atónita de Andrew. Eliot se detuvo en su sitio, pero no dijo nada—. Sé que sabes algo. Sé que mataste al Jefe. Sé que se dejó matar, por eso no te he asesinado todavía. Eliot se rió suavemente, un sonido que hizo que Andrew se estremeciera de pavor. Incluso cuando se mostraba duro y profesional, era el más infantil de todos los hijos Clarckson. Por eso, cuando Eliot se giró, y sus ojos rojos refulgieron bajo la luz de un rayo que rajó el cielo en dos, Andrew supo que ese hombre tenía de humano lo mismo que de ángel. —Eres aguda, siempre lo supe. Pero no es ahora cuando debo contarte todos los secretillos que Karl me reveló antes de darme la orden. Drina se mordió la parte interna de las mejillas. Así que eso era. Una orden. —Vamos—murmuró ella, caminando a largas zancadas. Pasó la posición de Eliot, dirigiéndose hacia las altas columnas que sostenían el techo del porche—. Le voy a quitar a Amelia todas las armas que pueda, antes de que esa guerra comience. Caminaron a pasos largos y ágiles por la grava del camino delimitado con mohosas rocas de río, hacia la escalera que conducía hacia la puerta principal de la academia. Drina sabía que esas puertas solo se abrían con un código numérico, o desde adentro, pero también sabía que el sistema electrónico que funcionaba allí debía de haber comenzado a enmohecerse hacía demasiados años. Las grandes y elegantes puertas dobles de la academia estaban rotas, totalmente destrozadas, un trozo de caoba colgando podrido en uno de los goznes. — ¿Por qué estamos aquí?—preguntó Andrew, desenganchando la linterna de los vaqueros. Eliot y Drina lo imitaron, haces de luz blanca, pálida y fría cruzaron la penumbra de un pasillo pintado de amarillo claro. Manchas de humedad en las esquinas se extendían como lágrimas por las paredes. —Hay algo que quiero averiguar—comentó Drina, avanzando. El polvo en sus pies amortiguaba el sonido de sus pasos. La joven apuntó al suelo con su linterna, un círculo de luz fantasmal mordiendo la penumbra, revelando huellas marcadas en el polvo—. Lo sabía. Amelia e Isaac estuvieron aquí. —No sabes si fueron ellos—comentó Eliot, acariciando una pared. Un círculo de luz revelaba agujeros de bala—. No creo que Amelia e Isaac hayan hecho más daño al edificio. —Ya—murmuró Andrew, confundido—, pero, ¿qué quieres averiguar?

—Esa es la cuestión—apoyó Eliot, volviendo a iluminar las entrañas del pasillo—. No entiendo lo que hacemos aquí. —Dejé algo en mi antigua habitación en la academia—comentó ella, distraída, avanzando. Detrás de ellos, a cada paso que daban sobre la empolvada alfombra, el hueco de oscuridad azulada se hacía más pequeño—. Dejé un cabello de mis hermanos. —Drina, todas las cosas de los polluelos eran quemadas, lo sabes—murmuró Eliot, tensándose. —Esto no es fácil de encontrar. —Drina, tus hermanos están muertos. —Puede ser. —Hay algo que no entiendo—apuntó Andrew, pasando las manos por un muro. Había una mancha oscura allí, negra como la tinta, aunque rojiza bajo la luz LED de las linternas. Sangre seca—. ¿Qué tienen que ver tus hermanos con la agencia? —Amelia debe saber que están vivos. Era la mano derecha del Jefe, él debió decírselos. — ¿Cómo conseguiste esos cabellos?—murmuró Eliot, abriendo los ojos de pronto. Pareció levemente asustado. —Él me los dio—contestó ella, tanteando la pared. En alguna parte, en algún lugar de aquél muro debía de estar. Buscó con sus dedos, suavemente, hasta hallar una hendidura del tamaño de su dedo índice, y presionó con él. Un clic restalló en el aire, como si un disparo se hubiese efectuado, y la pared zumbó—. Vaya, aún funciona. —No recordaba que estuviese allí—refunfuñó Eliot en un murmullo. —Dormitorio de mujeres, 50—contestó ella, echándose hacia atrás. En el penetrante y aplastante silencio del edificio, el pequeño zumbido de la puerta al abrirse hacia el costado parecía un enjambre de abejas. De todas maneras, la puerta se atascó por la herrumbre solo unos momentos después, dejando a la luz de la linterna solo una pequeña zanja de oscuridad—. Mierda. —Apártate. Eliot le entregó la linterna a Andrew con brusquedad, y se guardó el arma en el arnés. Introdujo los dedos en la hendidura y se aferró al borde de la puerta, tirando de ella con toda su fuerza, el cuero chirriando contra la pared mientras la zanja se iba enanchando más y más, hasta dejar el espacio suficiente para que una persona delgada y de estatura promedio pudiera entrar. Se separó de la puerta, se limpió las manos en los vaqueros, y recuperó su linterna, ante la mirada atónita de Drina. Sabía que Eliot tenía fuerza, pero aquella puerta pesaba casi

setenta kilos, porque estaba reforzada. Se encogió de hombros de todas formas y avanzó por el pasillo oscuro que se abrió ante ellos, iluminándolo con la luz fría del LED. Si en el pasillo de entrada estaba oscuro, eso no era nada. Allí, la penumbra era tan densa que la linterna apenas lograba iluminar un metro adelante, mientras los haces de luz trataban inútilmente de perforar la boca de lobo que los engullía paso a paso. El ruido de sus pasos penetraba el silencio pesado que se extendía a su alrededor, mientras que en los murmullos de Drina se confundían lo que parecían ser números. —Aquí—susurró ella, deteniéndose ante una puerta. Estaba cerrada, claro, y era de color negro. Simple y sin ninguna ornamentación especial, parecía más limpia que el resto de la academia. La chica pasó la mano por la madera, y asió el picaporte, accionándolo y empujando la puerta. No sucedió nada sin embargo—. Oh, por el amor de Dios—chistó. Apartó a Andrew y a Eliot, poniéndose la linterna entre los dientes, y pegando la espalda a la fría pared que se extendía detrás de ella. Levantó la pierna, y estampó el pie contra la madera dos veces, hasta que la cerradura reventó—. Vale, aquí estamos. El cuarto de Drina, o al menos el que solía usar en la academia, estaba pintado de simple blanco, con piso de ladrillos rojizos. Era extraño que fuera tan amplio, pensando en la sensación claustrofóbica que daba el pasillo que conducía a los cuartos. Del techo colgaba una empolleta, o al menos en su tiempo, debió colgar alguna, porque ahora no había ninguna. Los haces de luz iluminaron la estancia, un cuarto de dos por tres metros, sin decoración alguna, cuyas paredes blancas estaban manchadas de humedad. Una cama derruida y ruinosa se hallaba en un rincón, donde la iluminaba una ventana reforzada. Era una ventana falsa, por supuesto, porque quien mirara desde fuera vería una sucesión de espejos de práctica. Al lado de la cama había una mesa de luz y debía de haber una lámpara, que no estaba. Un ropero en frente de la cama, un escritorio a un costado, en la pared de enfrente a la puerta. Drina se acercó rápidamente a la cama. Era un camastro de hierro, aunque no tan anticuado. Las patas de la cama eran tubos cubiertos con una tapa de color dorado que parecía estar soldada, pero que en la pata del final de la cama, del extremo inferior izquierdo, no lo estaba. — ¿Cómo lo desoldaste?—murmuró Eliot. Drina sonrió. —Con muchos cuchillos y algo más de paciencia—contestó la muchacha. — ¿Por qué? No quiero ofenderlos ni nada, pero los números son máquinas. ¿Por qué debías de esconder algo de la agencia?—inquirió Andrew, mirando la habitación con

manifiesto desagrado. La luz azulada de un rayo penetró la penumbra, y el trueno chilló después en el aire externo. Se oyeron pequeñas gotas impactar contra los vidrios y una lluvia furiosa empapó las afueras del edificio. —Porque quería algo mío—masculló ella, paseándose como un león enjaulado alrededor de los pies de la cama, mirando ceñuda la pata de la cama. Trataba de recordar como llegar al centro del tubo, pero no recordaba cómo… —Jesús—chistó Eliot, apartándole de un leve empujón. Aferró la pata de la cama y tiró de ella, desprendiéndola como si hubiese sido de juguete del resto del armazón. Cuando la movió, se oyó un tintineo dentro, y se apresuró a destaparlo con la mano. Lo inclinó, poniéndolo en diagonal contra su mano, y se deslizó hacia su palma una botella pequeña, como de un vial, con un corcho en ella, que brilló tenuemente a la luz del LED. Se lo entregó a Drina, que la recibió con dedos temblorosos—. ¿Qué harás con esto? —Quiero hacerle una prueba de ADN. Si Amelia me quiere, hará hasta lo imposible para conseguirme. Me aseguraré de quitarle todas las posibilidades que tenga, hasta que pueda poner a la gente que me importa a salvo. — ¿Esto es por Sarkozy?—siseó Eliot, mirándola incrédulo. —No solo por él—murmuró ella, mirando a la luz de su linterna la botella. Dentro de ella, había un mechón negro de cabello, totalmente limpio. Un mechón de cabello de sus hermanos, aunque no sabía de cuál. Si ella se hacía un examen de ADN, tendría que saber si ese cabello era o no de los gemelos. Si lo era, quedaría zanjada la cuestión, y si no lo era… tragó saliva, sintiéndose enferma de pronto—. Eliot, debes ayudarme… — ¿A qué?—siseó él, entrecerrando los ojos hacia ella. Andrew los miró, cauteloso, sabiendo que se podía desatar una guerra en cualquier momento, apretando el arma entre sus dedos, mientras en su pecho, su corazón golpeaba como un tambor su caja torácica—. ¿A salvar a Maxwell? Te has vuelto débil, 49. Años atrás simplemente te habrías salvado a ti… — ¡Amo a Maxwell, pero esto no es solamente por él!—gritó ella. De pronto, Eliot notó que tenía los ojos empañados, y sintió como si lo abofetearan en la cara—. Mis hermanos pueden estar vivos, ¿comprendes eso? ¡Vivos!

La muerte toca a la puerta: escalpelo y basura La declaración quedó flotando en el aire viciado de la habitación, y para cuando por fin Eliot recuperó la voz, una fina lágrima se deslizaba por el rostro de Drina, que parecía horrorizada de sí misma. La chica parpadeó varias veces y desvió la mirada, mientras 50 murmuraba: — ¿Y qué pasa si no es así?—su tono era suave, muy alejado a la frialdad con la que siempre hablaba. De pronto, a Drina sus ojos ya no le parecieron tan terroríficos—. Si están muertos, ¿qué harás entonces? —Seguir viviendo. Ya he vivido dieciséis años creyendo que estaban muertos. No será distinto…—la joven giró sus ojos hacia Andrew, que la miraba petrificado. El haz de luz temblaba en su mano, y había bajado el arma, la cual sujetaba con dedos flojos y temblorosos—. ¿Drew? — ¿Hermanos?—masculló él, con la voz ahogada. Los habían mencionado antes, pero hasta que no vio ese cabello, no consideró la posibilidad real. Se espantó—. ¿Tú… tuviste hermanos? Ella asintió, y de pronto cayó en la cuenta de lo que eso significaba para Andrew. También eran sus hermanos. —Gemelos—susurró ella, mirando la pequeña botella donde yacía el rizo negro como las alas de un cuervo—. Joshua y Emill Clarckson. El joven lanzó un jadeo ahogado y luego tosió, mientras le temblaban los hombros. Por alguna razón que desconocía, la joven sintió lástima hacia él, intuyendo que podía significar un dolor muy grande enterarse de algo así. — ¿Qué…?—tragó saliva antes de continuar—. ¿Qué les… pasó? —Los asesinaron—chistó Eliot, mirando hacia la ventana. Se sentía un intruso en esa conversación—. Ismael lo hizo. — ¿Quién es él?—preguntó Andrew, mirando a Drina inquisitivamente. Fijó sus ojos castaños en los negros de ella, que se desviaron, mientras se enrojecían. —Mi padrastro. El marido de mi madre. Con un gruñido de ira, Andrew se dio la media vuelta y regresó sobre sus pasos, la luz que llevaba perdiéndose en las entrañas del pasillo. —Comprendes que si Joshua y Emill están vivos, no te reconocerán, ¿verdad?— preguntó Eliot mirando hacia el lugar donde segundos antes estaba parado Andrew.

Exhaló una gran cantidad de aire, y se atrevió a mirar a Drina, que se veía muy pequeña y delgada de pronto, frágil como un segundo. —Lo sé—murmuró. Temió que si hablaba más alto, se le quebrara la voz—. Me contentaré con mantenerlos a salvo. —Bien—murmuró Eliot, acercándose a ella. La miró unos largos segundos, antes de dedicarle la primera sonrisa que Drina veía en esos labios. Alzó la mirada hacia sus ojos, sorprendida (anonadada, mejor dicho), y vio que le sonreía suavemente también con los ojos—. Si eso es lo que quieres, te ayudaré. —Gracias. Cayó sobre ellos un silencio incómodo, roto solamente por el tamborileo de las gotas de lluvia sobre los techos y los vidrios. Luego de unos segundos, Drina se aclaró la garganta, y le hizo una seña para que lo siguiera afuera. Volvieron en sus pasos hacia la entrada, y caminaron en silencio por el porche hacia las escaleras. Descendieron por ellas y se deslizaron por la grava hacia la salida, apartando a cada paso trozos de vidrio y papel en cuanto llegaron al asfalto. Sin mediar palabra alguna se subieron al auto, Eliot delante en el asiento del conductor, y Drina en la parte trasera, a un lado de Andrew, que estaba pálido. Sentada a su lado, la joven distinguió que estaba tembloroso y sudoroso. Como si estuviera bajo un ataque de fiebre muy alta, pero sabía que no era aquello. Había notad, poco a poco, que entre los Clarckson los lazos familiares eran muy importantes, y quizás aquella noticia de un par de hermanos muertos era un poco dolorosa de soportar. Con indecisión, la joven alargó la mano, y la pasó sobre la rodilla de su hermano. Asustado por el contacto, Andrew despegó la mirada del vidrio, mientras Eliot arrancaba el motor del auto con un suave ronroneo. Los ojos castaños de él se encontraron con los negros como túneles de Drina, inquisitivos y temerosos. —Los encontraremos. — ¿Y si no están vivos, Drina?—murmuró él, pálido como la muerte. La joven inhaló profundo, pensándose la respuesta. Él no era como Eliot, incluso aunque fuera un asesino entrenado. Había crecido en familia, no como los asesinos de la agencia, que crecían solos y alejados del mundo, aislados de la parte humana, como cascarones vacíos hechos solamente para eliminar personas. A él… a él no le podía decir que daba lo mismo. —Lo estarán. Estoy segura. Ninguna cosa podría borrar nunca la sensación de culpabilidad que Drina Rinaldi experimentó cuando el rostro de Andrew se iluminó, recuperando el color, y sabiendo que lo que le había dicho era solamente verdad a medias. La mitad de aquella

afirmación, era una mentira tan grande y tan podrida, que podría haber derrumbado parte de New York con solo susurrarse.

Avispón tiró a Amelia dentro del auto sin delicadeza alguna, sonriendo como si estuviera a punto de comerse un platito de galletas con un té. La alta y exótica española, cuyo nombre era reservado solamente para los miembros de White Orchide, se limpió las manos contra un paño blanco y limpio que sacó de una bolsa, y éste quedó manchado de sangre. Dejó la bolsa en el asiento trasero, a un costado de una sedada y amordazada Amelia. Se miró la mano por ambos lados, mordiéndose el labio, y frunciendo el ceño. Vaya y había quedado horrible. Suspiró y se sentó en el asiento del conductor. Cerró la puerta y se puso en marcha, mientras efectuaba la llamada. —Conrad Clarckson. —Tengo a Amelia, señor—contestó Avispón, poniendo en marcha el motor del auto—. Se la llevo ahora mismo. —Buen trabajo, Avispón. La mujer apretó el acelerador y salió pitando por la vacía calle, a una velocidad mucho mayor a la permitida en zonas urbanas. No porque tuviera prisa, si no porque quería ver qué quería hacia Conrad con aquella mujer. ¿En qué se relacionaban? White Orchide no sabía mucho acerca de Conrad, excepto que era el hermano supuestamente asesinado de Derek Clarckson, el jefe de la banda enemiga de la orquídea. Era extraño tener a un hombre como jefe de White Orchide, porque siempre habían sido las mujeres de la familia Emmerson las que se mantenían en el poder. Pero ahora, sin ninguna descendiente desde Cordelia Emmerson, había él quedado como cabecilla. Avispón sabía que White Orchide no tenía nada que ver con la agencia, pero no chistó a la hora de recibir la orden. Comprendía que si el jefe tenía razones para querer deshacerse de aquella mujer, ella no debía entrometerse. Ninguna de las flores ni de los insectos podía, esa era la regla de oro de las orquídeas. Mientras cavilaba, Avispón fue dejando atrás la cuidad para adentrarse en los sectores más alejados y residenciales de New York, aminorando la velocidad del auto, ignorando mientras el dolor que quemaba su mano herida. Miró el tatuaje de la orquídea en el dorso de su mano, manchada de sangre seca, y luego miró hacia el parabrisas, hacia la calle que se abría ante ella, saliendo desde el punto de

fuga al fondo, el punto al que nunca llegaba. No tardó mucho en llegar a la elegante y acogedora casa de Conrad, en la cual él mismo iba a recibir a Amelia. Le sorprendía aquella petición. Cordelia lo que menos habría querido había sido un enemigo en su propia casa, pero claro, él tenía otras ideas de lo que significaba crueldad. Dobló hacia el camino del pequeño estacionamiento a un costado de la casa, cuya puerta se levantó sola. Estacionó dentro del pequeño edificio, apagando las luces y abriendo la puerta del conductor. La puerta del estacionamiento se cerró por control remoto, pero no supo desde donde estaban enviando la orden. Con cuidado, sacó el cuerpo amordazado e inconsciente de Amelia Gómez del auto, y se lo cargó sin ningún problema al hombro, como si fuera un saco de harina. La latina pesaba muy poco, y a Avispón le sorprendió un poco su suerte. Estaba un poco mareada por la pérdida de sangre de su mano, y el corte le dolía como mil demonios, pero se sentía eufórica y excitada. La habían enviado a apresar a la Jefa de la agencia, un puesto que tenía un gran renombre, y no le había costado más que una mano atravesada y bunas manchas de sangre. Abrió la puerta que conducía el interior de la casa, y se encontró de cara con un hombre de aspecto de asesino a sueldo, completamente vestido de negro. Dio un respingo y retrocedió, con el corazón latiéndole a mil, y luego gruñó. Erick era el guardaespaldas de Conrad, el único autorizado a andar con un arma en esa casa, fuera de White Orchide. Era alto y con la apariencia de un fornido gorila, de hombros y espalda anchos, como un triángulo invertido que se unía a una estrecha cintura. Llevaba la cabeza rapada al cero, su piel blanca brillando bajo las luces cálidas del techo de aquel pasillo que Avispón no había visto jamás en su vida. Los ojos verdes de Erick la escrutaron, y momentos después le indicó con una seña que lo acompañara. No le ofreció ayuda con el cuerpo inerte de Amelia, cuyo cabello se balanceaba de aquí para allá mediante la española caminaba. Resoplando de fastidio, Avispón siguió a Erick, cuyo bigote rubio se arrugó ligeramente al notar las manchas de sangre en el pijama de Amelia. Caminaron por el pasillo hasta el final, donde había una puerta blanca con parteluces. Al otro lado, colgaban visillos pequeños y cortos, dándole un aspecto acogedor al lugar. Erick estiró la mano hacia el picaporte y abrió de un tirón, encontrándose así Avispón en una sala de estar, finamente decorada, y de colores blancos y dorados. Mullidas butacas y sillones, alfombras peludas y un enorme televisor de pantalla plana de último modelo. Conrad estaba sentado en una de las butacas, mirando distraídamente la televisión, cuya imagen era impresionante. —Señor, Avispón acaba de llegar—le avisó Erick. Conrad giró su cabeza entrecana hacia la española, que le hizo una inclinación con la cabeza. Los ojos negros del hombre

escrutaron a la española y a Amelia, y compuso una mueca de asco ante la sangre en las prendas de la latina. —Erick, ¿puedes ir a buscar algunas bolsas de basura? No contaba con que esa… mujer—agregó con desprecio—llegara en este estado. No quiero manchas los muebles. Son caros y bonitos. Erick sonrió con malicia y se retiró por la misma puerta por la que había entrado. Avispón se quedó a solas con Conrad, que bebía su té con calma y paciencia, sentado en su butaca, recostado contra el respaldo de cuero, mientras hacía zapping distraídamente en el televisor de alta definición. —Señor—murmuró la mujer, mirándolo con miedo. Era un hombre bipolar; no quería que el genio de su jefe terminara poniéndola en la misma situación que a Gómez—, ¿puedo preguntar por qué necesita a esta mujer? Conrad soltó una risita que pareció helar el cuarto completo. Avispón, que estaba acostumbrada a la maldad humana, dio un paso hacia atrás, sin que Conrad se diera cuenta. Estaba absorto mirando su taza de té, como si dentro de ella hubiese algo interesante que solamente él podía ver, mientras un escalofrío de pánico recorría el espinazo de la mujer. —Es un problema, Avispón—murmuró suavemente el tipo. Miró de soslayo a la española, y miró fijamente el piso bajo sus pies, cerciorándose de que ninguna gota de sangre había caído al impecable parqué ni a la alfombra. Una vez seguro de eso, se hundió más aún en la butaca—. Supone un peligro para mi familia. Avispón estaba a punto de preguntarle a Conrad acerca de qué familia hablaba, cuando Erick regresó con un rollo grueso de bolsas de basura y más cuerda bajo el brazo. La mujer siguió con la mirada al calvo e imponente hombre, mientras extraía una silla del comedor y la dejaba en medio del living. La cubrió completamente con las bolsas de basura, trabajando prolijamente, sin siquiera recibir una mirada de Conrad. Aseguró el nylon con cinta adhesiva, y puso otro poco de bolsa en el suelo, asegurándose de que cualquier gota que cayera evitara el caro piso en el que se paraban. Una vez listo el trabajo, Erick se echó hacia atrás y admiró su obra, con una sonrisa de satisfacción en la cara. Sus fríos ojos verdes analizaron por un momento la tragicómica vista, y luego chasqueó la lengua. —Está listo, señor. Tengo cuerda de sobra por si le apetece. —Erick, eres el mejor guardaespaldas de la historia—se regodeó él, dándole el último sorbo a su té. Se levantó de la butaca y se estiró, como si fuera un gato flojo que se levanta de una reconfortante siesta, y bostezó a sus anchas. Dejó la taza sobre la mesa y alargó la mano hacia el control remoto; apretó un botón y apagó el televisor.

Se metió las manos a los bolsillos del pantalón vaquero y rodeó el asiento en el que momentos antes estaba sentado. La camisa azul marino abierta hasta el segundo botón, le daba un aire de ejecutivo en tiempo libre, mientras sus ojos recorrían divertidos la escena y calibraba sus opciones. —Avispón, si eres tan amable de dejar a Amelia en la silla…—la instó Conrad, con amabilidad, mientras le dedicaba una sonrisa casi bondadosa. Avispón giró su mirada primero hacia Erick, luego a la silla, y por último a Conrad. Sabía de su maldad, era algo legendario en White Orchide. Pero jamás había sido testigo de una situación como esa, la atmósfera de muerte cerniéndose sobre ellos con sus garras listas—. Cariño, por favor. Ignorando el instinto de conservación, Avispón acató la orden. Caminó hacia la silla y se bajó a Amelia del hombro, dejándola sentada sobre las bolsas negras. Como estaba inconsciente cayó hacia un lado, y la mujer tuvo que sujetarla. —Erick, ayúdala a atarla—instruyó Conrad, que se desabrochaba los puños de la camisa con parsimonia, casi sin poner atención a lo que se estaba desarrollando frente suyo. Dobló las mangas para poder subírselas, mostrando unos trabajados antebrazos. Avispón tuvo que admitir que estaba impresionada. Conrad superaba los sesenta años, pero no parecía que hubiese envejecido desde los cuarenta. Erick ató los tobillos de Amelia a las patas de la silla, y sus muñecas tras el respaldo. La cabeza de Amelia colgó hacia delante, mientras un hilo de saliva se escapaba de su boca abierta. Conrad alzó los ojos de sus manos y fijó en la latina su oscura mirada, componiendo una mueca de asco. —Listo señor—se regodeó Erick, mirando a Conrad con expectación. Conrad asintió. —Erick, trae por favor el traje. Erick salió disparado de la habitación hacia quién sabe dónde, y Avispón sintió otro escalofrío recorrer su espalda. La alta y bella mujer examinó a la inconsciente Amelia con ojo crítico, escuchando la respiración errática de la tipa. ¿Estaría realmente inconsciente, o era una actriz con mucho talento? Pocos minutos después, Erick volvió con un revoltijo de bolsas transparentes. Se lo entregó a Conrad, y después de un par de segundos, Avispón descubrió el significado de aquella orden. El ―traje‖ era algo así como un pijama de cuerpo completo, aunque de nylon aislante que protegía el cuerpo y la ropa de Conrad de cualquier mancha de sangre, con un sierre en la parte trasera de la espalda. Luego de que el hombre se ajustada la extraña prenda, Erick le tendió unos guantes de látex y una mascarilla de doctor. Conrad se ató la mascarilla tras la cabeza, se ajustó los guantes y se subió una capucha transparente.

—Avispón, te recomiendo que no mires—le instruyó él, como si eso fuera cosa de todos los días—. Te ruego que te retires—pidió él, sonriéndole con los ojos. Avispón se preguntó cómo alguien podía sonreír a alguien mientras se preparaba para asesinar a otra persona—. Y que cuando salgas pongas el seguro a la puerta. Esta casa está insonorizada desde dentro y desde fuera. Nadie oirá nada. Con la sangre helada en las venas, la española hizo lo que le decían. Sabía una cosa segura acerca del destino de Amelia Gómez. Iba a terminar exactamente como se supone que los asesinos terminan en las bonitas novelas. Iba a terminar destazada, reducida a trozos tan pequeños que nadie nunca iba a encontrarlos. Y lo peor de todo, es que nadie iba a extrañarla. Estaba segura que este movimiento, salido de la nada, esta revelación de White Orchide contra la agencia, había sido por la mano de alguien más. ¿Qué le habían ofrecido a Conrad para llevar a cabo semejante locura? Algo de un alto precio. Avispón abandonó la casa de su jefe con paso rápido, y se subió al auto dando un portazo. Cuando el auto encendió, arrancó lo más rápido posible, temblando. Era una asesina, eso estaba claro. Era de lo que vivía. Pero jamás había visto a un ser humano prepararse tan tranquilamente para destazar a otro.

Cuando Amelia despertó, se halló amordazada y atada a una silla. Estaba aún con la ropa del pijama, pero tenía el cuerpo completo agarrotado, y estaba mareada. Cuando miró su propio cuerpo y descubrió que tenía la camiseta pegada a una herida que aún sangraba, los recuerdos golpearon su cabeza como un alud, y se estremeció, soltando un jadeo involuntario. Se encontraba en una habitación finamente decorada. Butacas, alfombras, un televisor enorme de pantalla plana. No sabía cuánto tiempo había pasado dormida (o inconsciente) y la idea de no reconocer el lugar en el que se hallaba agitó sus entrañas. El miedo se infló en su pecho como una burbuja venenosa, oprimiéndole los pulmones y el corazón, haciendo fuerza contra sus costillas. Inhaló profundo, y con esa acción la herida que tenía en el estómago lanzó una llamarada de dolor a sus nervios. Gimió. —Buenas tardes—saludó alguien cordialmente. Bajo su voz, como ruido de fondo, detectó los acordes de un piano. ¿Claro de Luna, quizás? Entre el mareo, Amelia no pudo distinguir—. Es un placer tenerte en mi casa, Amelia. La mujer alzó la cabeza. Tenía el cuello adormecido, y calculó que tuvo que haber estado en la misma posición por varias horas. ¿Cuántas? Le era imposible saberlo. No había ventanas a exterior en esa habitación, por lo que la luz no podía darle ninguna

pista. Recorrió con la mirada los muebles caros y las paredes en tonos crema y marrón, el piso de parqué. Y entonces se fijó en que la silla a la que estaba atada estaba forrada de bolsas de basura, y que en un diámetro de seis metros, todo estaba cubierto con nylon. Los muebles habían sido corridos lejos de ella, por lo que a su alrededor no había nada que pudiera interferir. Incluso los muebles más cercanos al borde del círculo vacío estaban cubiertos con nylon. Perturbada, Amelia tiró de las amarras que mantenían juntas sus muñecas. La cuerda mordió su piel, y se detuvo para no perder fuerzas. Ya estaba muy mareada y debilitada por la falta de sangre; ¿de qué servía luchar contra aquello, si sabía que no tenía opción alguna de escapar? Fijó por fin sus ojos castaños y fríos en la persona que la acompañaba. Alto y de anchos hombros, sonreía con cordialidad. Vestido de vaqueros negros y una camisa azul abierta hasta el pecho, parecía juvenil e incluso ameno. El traje aislante que parecía hecho de nylon transparente, los guantes de látex, la mascarilla y las gafas protectores transparentes le quitaban toda esa aura de benevolencia. Parecía un científico a punto de diseccionar a un extraterrestre. Se había bajado la mascarilla y le dirigía a Amelia una sonrisa de lo más bondadosa. —Conrad—chirrió Amelia, con la voz pastosa por la boca seca. Parpadeó varias veces, tratando de aclarar su vista. A través de la tela que oprimía su boca, se oyó un balbuceo incoherente. — ¿Estás cómoda?—consultó Conrad. Se acercó a ella y por fin Amelia pudo ver una mesa de metal cubierta con plástico transparente. Sobre ella, había una bandeja de aspecto quirúrgico, pero no alcanzaba a ver qué era lo que había en ella. El Clarckson tamborileó sobre la mesa de metal, con despreocupación, mientras la miraba y seguía sonriendo. Era la imagen de la perfecta calma—. ¿Te sientes a gusto? Amelia no contestó. —Oh, cariño, lamento tenerte en esas condiciones—se disculpó Conrad, chasqueando la lengua. Negó con la cabeza, como si de verdad lamentara la situación—. Pero es imperioso mantenerte quieta. No quiero manchar mi… bonito y costoso living. No te molesta, ¿verdad? Aferró la mesa por los bordes y la arrastró hacia adelante, hacia Amelia. Las ruedas chirriaron suavemente antes de mover el peso del metal ante ella, a unos sesenta centímetros de distancia de su posición. Cuando los ojos marrones de la mujer por fin se clavaron en el contenido de la bandeja soltó un chillido de horror, que apenas se escuchó por la bola de género metida en su boca.

En la bandeja metálica y brillante, perfectamente limpia, había una fila de instrumentos médicos. Bisturís, pinzas, agujas, jeringas. Era todo pequeño y brillante, pero Amelia sabía que por lo general las mejores armas no son grandes y ostentosas. ¿Así planeaba comenzar a torturarla? ¿Con su propio conocimiento sobre el cuerpo humano y las técnicas aplicables a él? — ¿Te gustan?—preguntó Conrad, levantando un escalpelo. La luz amarillenta del techo arrancó reflejos plateados al metal que cegaron a Amelia por un nimio segundo. Se subió la mascarilla con parsimonia y continuó hablando—. Me hice de ellos hace poco. Sabes, tener clínicas no solo trae buenos dividendos. ¿Qué te parece? Su susurro se deslizó alrededor de Amelia como una serpiente venenosa lista para atacar. La mujer sintió el miedo trepar por su piel y el interior de su cuerpo, congelándole la sangre en las venas, mientras su cabeza comenzaba a representar escenarios acerca de los lugares más efectivos para usar aquella arma. Su respiración se volvió errática y descontrolada, y miró a Conrad desesperada. —Tienes miedo—lo dijo como si fuera el mayor descubrimiento, y se carcajeó suavemente. Puso el escalpelo contra su mejilla, el filo apenas rasguñando su piel—. Verás, Amelia querida, me cabrea mucho que alguien crea que puede meterse con mi familia. ¿Quieres decir algo? ¿Te quito la mordaza?—preguntó, mirándola con las cejas arqueadas. Era como si le hablara a una niña pequeña. Amelia apenas asintió, sus ojos brillando con miedo. Conrad chasqueó la lengua e hizo descender el filo del escalpelo con fuerza por la piel de Amelia, cortando cutis y tela a su paso, liberando la mordaza que ataba su boca. La sangre goteó del profundo y largo corte que iba desde la parte de abajo del ojo hasta el ángulo de la quijada, y ella gimoteó de dolor. El gimoteo de pronto se convirtió en un chillido de rabia, y ella escupió el trozo de género desde dentro de su boca. — ¡Hijo de puta!—gritó Amelia. Su voz sonaba pastosa y ronca, pero no le importaba. No le importaba tampoco el dolor que gritar le provocaba—. ¿Es así como piensas hacerlo? Más rápido de lo que Amelia pudo distinguir, Conrad alzó un arco y proyectó un arco con su mano, el filo mordiendo su piel a la altura de su cuello, pero sin cortar demasiado profundo. Un nimio chorrito de sangre escapó de su piel, y goteó por su camiseta. —No me gusta que me hables así, Amelia querida—susurró él, mientras ella jadeaba—. Creo que podemos hacer algo con tu insolente boca, ¿no crees? —Sabías que tu linda sobrinita asesinó a tu hermano, ¿verdad?—murmuró ella. Conrad apenas la escuchó, y en cuanto terminó de hablar, Amelia tosió, obligando a su cuerpo a rezumar otro poco de sangre en su camiseta. Conrad, sin embargo, se rió, con un brillo peculiar en sus ojos.

—Nadie más que su propia hija podría haberlo matado, ¿sabes?—murmuró él. Acercó la punta del escalpelo a la frente de Amelia, y negando con la cabeza, como si lo sintiera mucho, lo hizo descender suavemente, mientras el filo mordía la piel y la carne de Amelia, que trató de chillar, pero que no pudo. Un surco se fue abriendo en su piel, la sangre goteando por su cara, mientras él hacía bajar la punta del instrumento hasta el final de su nariz—. Era tan inteligente, tan buen asesino… era prolijo, sí. No sabes cuánto, Amelia, porque no vieron ni la mitad de lo que era capaz de hacer. Esta vez el escalpelo se abrió paso entre carne y piel por el tórax de Amelia. Rajando la tela de su pijama, el surco pasó entremedio de sus senos, hasta su ombligo. Amelia trataba de gritar, pero el corte del cuello no se lo permitía. El dolor era insoportable, y la pérdida de sangre cada vez mayor la mareaba hasta el punto de casi alucinar. Conrad canturreaba por lo bajo cuando por fin se alzó y dejó el escalpelo manchado de sangre en la bandeja. Cuando su cuerpo completo se irguió se vieron las diversas manchas de sangre que moteaban el traje transparente. Conrad tomó una jeringa vacía de la bandeja y empujó el émbolo. Amelia lo miró, medio inconsciente, mientras él sonreía y jugueteaba con la jeringa vacía entre sus dedos manchados con sangre. —Amelia cariño, ¿sabías que si te inyectas aire en las venas mueres?—le preguntó—. ¿Quieres comprobarlo, o quieres morir de otra forma? Puedo seguir cortándote hasta que te desangres, pero eso significaría limpiar aún más… Mira, tengo una idea—dijo de pronto, dejando la jeringa en la bandeja. Sus ojos brillaron traviesos—. Voy a… ¡puedo quebrarte el cuello! Dicen que no duele, aunque por supuesto no lo sé. Nadie me ha matado así. O puedo buscar el lugar exacto en el que si te apuñalo, corto tu columna vertebral y traspaso tu corazón… tengo muchas ideas, todas igual de bonitas. Miró a Amelia, esperando una respuesta, y gruñó al ver que se había quedado inconsciente, desangrándose lentamente sobre el nylon negro. —Maldita zorra habladora—siseó Conrad, mirándola con asco—. Eres demasiado débil como para valer mi tiempo. Sin decir más, Conrad se acercó, aferró la cabeza de Amelia entre sus manos y la giró con fuerza. El crujido restalló en el aire, y la cabeza de Amelia Gómez, Jefa de la agencia, quedó colgando en un ángulo antinatural, mientras las gotas de sangre seguían cayendo en las bolsas de basura. —Ahora—se dijo Conrad, alegremente—, hay que deshacerse del cuerpecito este.

La atmósfera era francamente espantosa. Sentado cada uno en el extremo de la sala de estar, mirándose como si pudieran apuñalarse con la mirada, yacían Patch y Maxwell,

cruzados ambos de piernas y de brazos. No se miraban directamente, pero casi se podía oír en el aire sus cerebros maquinando diversas formas de eliminarse el uno al otro. Los separaba la mesa de centro. Era el único impedimento para que se levantaran y comenzaran a gritarse cosas, antes de caer en la inevitable pelea cuerpo a cuerpo y la situación terminara en un homicidio. Se oyeron las llaves de Drina, y al momento, ambos giraron su cabeza hacia la puerta. No sabían cuánto tiempo habían pasado odiándose de aquella manera, y en cuanto la joven traspasó el dintel de la puerta, notaron que había sido un tiempo relativamente largo. Ella estaba empapada, y tiritaba levemente, mientras maldecía el pestillo de la puerta, que se había trabado. Encendió la luz con el interruptor de un costado de la puerta, y se giró a mirar a Patch y Maxwell, quienes habían clavado sus miradas en ella. Se quedó parada en el umbral, mirando de hito en hito sus rostros. Poco a poco, mientras paladeaba la densa atmósfera que colgaba alrededor de los dos hombres, comenzó a alzar las cejas, mientras una expresión de reprobación se iba dibujando en su rostro. Se cruzó de brazos, logrando con eso que más agua escurriera de su ropa. Tenía el largo cabello recogido en un moño alto, atravesado con un lápiz, por lo que unos cuantos mechones que se habían escapado del improvisado peinado se le pegaban a la cara. —Bien—chasqueó ella, poniendo los ojos en blanco. Los dos hombres se miraron y luego apartaron la mirada, hechos unas bestias, mientras se hundían aún más en sus asientos—. Por lo menos sobrevivieron. Maxwell se levantó de la butaca y dio dos zancadas hacia Drina, antes de envolverla entre sus brazos, dejándola sorprendida. Según ella recordaba, habían tenido una pequeña tertulia antes de que la joven se esfumara. — ¿Estás bien?—susurró él, al separarse de la joven. Examinó su rostro pálido y sus manos, cuyos dedos estaban muy enrojecidos y helados. Miró la ropa mojada y compuso una mueca—. ¿Drina? Ella, sin mediar ninguna palabra, sacó del bolsillo de su cazadora un pequeño frasco de vidrio, cerrado con un corcho, y se lo tendió. Cuando Maxwell pudo levantar la vista del pequeño vial que contenía un rizo azabache y se fijó en los ojos de Drina, notó que estaban enrojecidos. —Cariño, ¿qué pasa? —Pueden estar vivos—masculló ella, con voz tomada. Parecía que estuviera resfriada. — ¿Quiénes?—saltó entonces Patch. Maxwell dirigió sus ojos castaños hacia él, con frialdad, mientras alzaba las cejas. Patch lo ignoró y dio un par de pasos hacia ella, preocupado, fijando en ella sus ojos color avellana—. Drina, por favor, ¿quiénes?

—Mis hermanos—murmuró ella, sin mirar a ninguno de los dos. Se pasó ambas manos por la cara y por el cabello, despegando los mechones que se le habían adherido por la humedad. Inhaló profundamente, como si tratara de calmarse, y luego exhaló—. Joshua y Emill. Maxwell la miró unos segundos, inexpresivo. Parecía estarla analizando, y bajo su escrutinio, frío y distante, Drina se sintió ridícula. Le devolvió una fría mirada, esperando encontrar algún destello de ternura, algún retazo del hombre al que amaba. —Los gemelos, ¿verdad?—masculló él, sin alzar la voz. Ella asintió. — ¿Cómo?—susurró. —No lo sé, ¡no tengo idea!—chilló la joven, alzando las manos. La frustración que el asunto le provocaba estaba sacando lo peor de ella—. Me llegó un mensaje de un número desconocido y… —Oh, por favor—se quejó Patch, relajándose. Lucía decepcionado, mirándola con frialdad, atravesándola con sus ojos color avellana como si estuviera loca—. ¿Número desconocido? Drina, eres mejor que eso. Cualquiera… —Escucha, Cullen—chistó Drina, alzando las cejas. Su frente se arrugó, y casi podría haber sido graciosa su expresión, si la frialdad de sus ojos no tuviera la capacidad de congelar todo a su alrededor—. Muy pocas personas conocen la existencia de mis hermanos. Maxwell, Conrad, Adolf, Dakota, tú, Eliot, Andrew, Amelia e Isaac. En cualquiera de los casos, algo hay. Si no es verdad, es al menos sospechoso, ¿no lo crees? ¿Qué pueden querer de mí, como para usar la memoria de dos niños de siete años muertos hace dieciséis años? —No lo sé, ¿matarte, quizás? Drina sonrió con ironía. —Oh, querido, no tienes idea de lo que soy capaz de hacer por mis hermanos.

Asesino asesinado.

—Las pistas apuntan a ningún lugar—explicó el presentador de televisión. Tras de él, se mostraba un enorme contenedor de basura abierto, en el que se veía una bolsa de basura cuyo contenido estaba difuminado con pixeles—. La víctima fue asesinada, y todo apunta a que le quebraron el cuello. En las extremidades cortadas y diseminadas por toda la cuidad, hay claras huellas de tortura con algún elemento filoso, aunque la policía no ha sido capaz de encontrar ninguna clase de información acerca del que perpetró este asesinato… Drina se envaró en la silla. Giró su vista hacia la televisión, encendida, a la cual no le estaba poniendo atención hasta hace unos segundos. ¿Asesinato? Por primera vez, el asesinato que seguía en televisión no era uno propio. ¿Quién era, y quién había asesinado a esa persona? Destazada y repartida alrededor de la cuidad, en diversos contenedores de basura, sin pistas. Eso era, al menos, lo que había dicho el tipo de la tele. —Se cree que podría ser la historiadora mexicana Susana Flores, desaparecida de su hogar en extrañas condiciones la noche de ayer. Los vecinos llamaron a la policía ante el ruido repetido de disparos y gritos desde la residencia de Flores, ubicada en… ¿Historiadora mexicana desaparecida? A Drina aquello le sonó como un cuento chino de los peores. Frunció el ceño hacia el televisor, mientras masticaba su sándwich de pavo y mayonesa con lentitud. Su cabeza se lanzó a una pesquisa de datos. Conocía a una sola historiadora mexicana (obsesionada sería una palabra más adecuada), pero la posibilidad de que fuera ella era inexistente. Era imposible… Se levantó de la silla y dejó el sándwich en el plato. — ¿Cariño?—llamó Maxwell, saliendo de su habitación con el pelo húmedo pegándosele a la cara y gotas de agua tibia corriendo por su torso desnudo. Tenía puestos los vaqueros e iba descalzo, una toalla en su mano con la que se refregaba el cabello para poder secárselo, dándole un aspecto desaliñado y húmedo que a cualquiera podría enloquecerla. De todas formas, incluso aunque ella notó que tenía el botón del vaquero desabrochado, no pudo ponerle atención. Su vista seguía fija en el televisor, mientras sus ojos examinaban la escena con detenimiento. —Drina—dijo él, mirándola con extrañeza. Dejó la toalla sobre un sillón y se acercó a ella, dejando un camino de gotas que oscurecían la alfombra—. ¡Nena!

La muchacha se sobresaltó y se giró en redondo, hacia él. Se estremeció ante la vista, la boca aguándosele, pero no tuvo mucho tiempo de contemplar la imagen. —Llama a Emmet—susurró Drina, fijando sus ojos negros en los de él—. Creo que alguien ha asesinado a un número.

Emmet Clarckson se pasó una mano por el cabello, estremeciéndose ligeramente. A lo largo de su carrera, había visto asesinatos y crímenes horribles, pero esto era, definitivamente, la cumbre de lo más espeluznante que había presenciado jamás. Sobre la losa del médico forense, yacía un rompecabezas sanguinolento. Había que admitir una cosa; lo único rojo a la vista era la carne cercenada de la mujer. Había sido cortada varias veces, a lo largo de la nariz y el cuello. Sus miembros habían sido separados por articulaciones: manos, antebrazo, brazo. Pies, pantorrilla, muslo. Su tronco había quedado casi intacto, aunque su cabeza había sido separada también del cuerpo. Y cada parte había sido repartida por sectores sospechosos de la cuidad de New York. El contenedor frente al edifico que alguna vez había alojado a la agencia, frente a la mansión Clarckson, frente a la policía, cerca del departamento de la oficial Rinaldi… Su teléfono timbró en el bolsillo y rápido y eficaz, él lo sacó para contestar. Del otro lado de la línea, la oficial Rinaldi habló con voz profesional, aunque se oía agitada y un tanto ansiosa: — ¿De qué color tiene el cabello?—preguntó de la nada. Emmet miró a su alrededor, como pensándose mejor si de verdad le había preguntado eso—. Jefe, dígame, ¿de qué color es el cabello? Bufó. — ¿Qué importa eso, Rinaldi?—consultó, mientras rodeaba la losa con la inexistente esperanza de encontrar algo que la forense no hubiese encontrado. —Mexicana, relativamente baja, fornida, de cabello y ojos castaños. Cicatrices de bala en el estómago, morena—recitó la joven. Parecía estar apretando los dientes—. ¿Se me ha olvidado algo? Emmet trató de imaginarse el cuerpo junto, completo, sin disecciones. Parecía que lo habían dividido para hacerle un estudio de anatomía, como si estuvieran en los tiempos de Da Vinci. Intento visualizarle completa, toda ella junta, ignorando las separaciones de las articulaciones, el agujero redondo y sanguinolento que había en su abdomen, y las líneas que iban hacia arriba y hacia abajo a lo largo de él, como si la perforación fuera el vértice de unión de alguna sanguinolenta figura geométrica.

La mujer era morena, aunque ahora estaba claramente pálida, con moretones oscuros rodeando los cortes hechos. Círculos oscuros como medias lunas bajo sus ojos, la nariz abierta de modo que el puente revelaba el final del hueso y el cartílago. Reprimiendo el desagrado, abrió uno de los ojos de la muerta, descubriendo un orbe castaño sin brillo y ausente, mirando al techo blanco con fluorescentes pero sin ver. Suspiró. Siguió mirando su abdomen. Tal como la oficial le había indicado, la mujer tenía dos cicatrices de bala, una a cada lado del estómago, de forma que si se unían con una línea, ésta quedaría de forma diagonal. La protuberancia pálida y redonda de la herida de la derecha estaba unos centímetros más arriba que la otra, cercana al esternón. —Ya, ¿cómo lo has sabido? —Es Amelia Gómez, Inspector—le informó Drina. Se oyó el chirrido de unas llantas y una maldición de parte de una voz masculina, y ella gruñó de mal genio, aunque no al teléfono—. Es la cabeza de la agencia; ha sido asesinada. —De eso ya me puedo dar cuenta, cariño—murmuró Emmet con sarcasmo. —Anoche desapareció de su departamento, y cuando la policía apareció, había manchas de sangre cercanas a las butacas. Amelia era historiadora del arte; era su fachada para tapar su pertenencia a la agencia. El Inspector se mordió la parte interna de la mejilla, mientras sus ojos se encontraban con los de la forense, quien seguía mirando el cuerpo en busca de alguna señal que demostrara la muerte. Había perdido toda la sangre, de ahí el hecho de que no hubiese sangre en las bolsas. Había sido lavada meticulosamente, quitado todo rastro del ADN de quien la asesinó, eliminando cualquier depósito de sangre dentro o fuera de ella. Luego de drenarle la sangre, había sido dividida. Con lo poco que tenían (que a la vez era demasiado), no podían alcanzar a adivinar si era realmente el cuello quebrado la causa de la muerte, o el desangramiento. No con estas pruebas preliminares. —Venga inmediatamente, oficial Rinaldi—exigió Emmet. Ella rió al otro lado de la línea. —Estoy a dos calles, Inspector.

Cuando Avispón se reunió con sus compañeros (los insectos y las flores de White Orchide), seguía con la imagen del living cubierto de bolsas negras de basura de Conrad Clarckson. Sabía que la había asesinado; habría que ser un imbécil para no notar que

luego de que ella la dejara en su mansión, un cuerpo destazado y desangrado que correspondía a la descripción física de Amelia Gómez había aparecido repartido por puntos estratégicos de New York. Se preguntó cómo había llevado a cabo un trabajo tan meticuloso y que sin duda requería un poco de fuerza bruta, un hombre de más de medio siglo de edad. Se respondió automáticamente, por supuesto, Conrad Clarckson estaba en mejor forma que muchos cuarentones que conocía. La sala de reuniones del cuartel provisorio de White Orchide en New York se hallaba en un almacén abandonado, lo que a los miembros de la orquídea les parecía algo así como un insulto a su clase. En Canadá, disponían de lugares manejados por la organización, restaurantes y hoteles cerrados en los días en los que se requiriera una urgente junta. Pero Conrad hacía las cosas diferentes. Los asesinos de la orquídea estaban repartidos en filas. Los insectos eran hombres jóvenes, delgados y la gran mayoría guapos, usando su belleza como una Venus que atrae a un insecto a una trampa mortal. Cada uno de ellos usaba sus artimañas para conseguir lo que deseaban; eran a lo menos catorce, todos ellos entrenados y jurados en la organización, lealtad al más alto precio. Nadie traicionaba a nadie: la lealtad era sincera, y la familia Emmerson se había asegurado de ello muchísimas generaciones atrás. Dentro de sus filas, había una sola mujer; Avispón, que se había ganado su apodo gracias al manejo de cuchillos. Entretanto, las flores eran casi todas mujeres jóvenes, en su gran mayoría extranjeras, muchas rescatadas de la trata de blancas de Black Mirror. Debían su vida a la familia Emmerson y a quienes heredaran su mandato, y habían dado su vida en servicio a Cordelia, quien había legado en Conrad, su segundo al mando, la responsabilidad de dirigir al ejército más mortífero de Canadá. Las flores también eran quince, formando una pequeña pero letal hueste asesina; nadie podía compararse a su letalidad, a su ignorancia al dolor. Un solo hombre se paraba tieso entre sus filas. Conrad Clarckson se bajó del auto que había estacionado unos segundos antes, con una elegancia tal que cualquier bailarín hubiese envidiado. Se metió las manos a los bolsillos del pantalón del traje ejecutivo gris, mientras avanzaba hacia ellos, con un largo chaquetón negro de tweed, el cuello subido, ocultando parte de su cara, dejando solo a la vista sus altos pómulos y sus ojos negros y relucientes. El cabello, pulcramente peinado hacia atrás y veteado de gris como un tejón, brillaba bajo las débiles luces de los lejanos fluorescentes que habían sobrevivido al abandono del lugar. Sus pasos resonaron en el frío y húmedo asfalto, mientras se deslizaba hacia el ejército que apenas pudo contener la respiración. Todos estaban frenéticos; se sabía de antemano que Conrad había asesinado a Amelia. Todos en la orquídea lo sabían, y nadie había chistado cuando les informó que sus órdenes eran las de seguir las de Drina Rinaldi, la cabeza de Black Mirror.

¿Por qué? Porque iban a eliminar, por fin, a la agencia. Cuando aquella guerra terminara, no habría más que seguir caminos separados. —Mis queridos amigos—llamó su voz afable y cálida, como si los seres humanos parados frente a él de forma militar fueran su propia familia—, adivino que habrán visto las noticias hoy en la mañana, ¿no es así? Un grito de júbilo se alzó desde la multitud de treinta hombres y mujeres congregados, y Conrad sonrió con frialdad. La bufanda de seda azul le cubría el mentón, el cuello alzado del abrigo enmarcando su cara. La sonrisa se vio asesina, y sus ojos centellearon. —La Jefa de la agencia ha sido eliminada—anunció con gozo—, y ahora, nos queda una agencia debilitada e inútil a la cual suprimir. Erick, quien había permanecido en el auto, se bajó de éste y se colocó protectoramente al lado de su jefe, sonriendo con tanta alegría que parecía que el día de Navidad se había adelantado unos buenos pares de meses en el calendario. —Entonces—continuó Conrad—, vamos a ayudar a nuestros vecinos del sur con su cometido. Mi sobrina los guiará en la batalla contra la agencia, pues la conoce mejor que nadie. — ¿Sobrina?—un hombre alzó la voz desde la hueste de los insectos, con expresión extrañada. Fue el único que habló, pero la misma curiosidad se reflejaba en los rostros del resto de las orquídeas. Extrañeza, sorpresa, desconfianza en cierta medida—. Usted nos dijo que era una simple alianza. —Escorpión—rió Conrad, haciendo un gesto con la mano, como si con él pudiera alejar sus palabras. Escorpión siguió con sus ojos fijos en Conrad, aunque mirándolo con respeto—; es una alianza. Mi querida sobrina no tenía idea de que yo estaba vivo hasta unos pocos días atrás. No me considera más que como un enemigo al otro lado de un enorme río. Es lo mismo. —Señor—llamó una pequeña mujer desde las flores. Era menuda y rubia, un pequeño duendecillo letal—, ¿por qué sabe su… sobrina, tanto sobre la agencia? —Mi querida Loto—concedió Conrad, sonriendo. Aplaudió como si estuviese viendo la mejor obra de teatro del mundo, pareciendo por un momento burlón y cínico—. Ésa si es una pregunta interesante. Mi sobrina pasó los últimos nueve años de su adolescencia siendo un número. Está tan bien entrenada como yo mismo para deshacerse de quien la traicionó. Y la traición es inaceptable, ¡¿no es así?! El ejército de la orquídea se alzó con gritos de batalla, puños solícitos de venganza ajena alzándose en el aire. Conrad, frente a su grupo de asesinos de treinta, sonrió triunfante, aunque se veía un suave titilar de tristeza en sus ojos. Dieciséis años habían pasado desde que su traición había puesto fin a la vida de la mujer que amaba, y a la felicidad de sus tres sobrinos. Dos de ellos muertos. ¿Podía devolver

con esto parte de lo que había hecho? No, por supuesto que no. No hay nada que remedie una muerte, ni siquiera otra. Pero era todo lo que poseía, y lo iba a poner a disposición de su sobrina, de la hija de Natacha. Que ella vengara a su madre; Conrad había perdido hacía mucho el derecho de amarla y vengarla. Ya no estaba en su agenda, ya no más. —La primera orden—dijo de nuevo en voz alta, alzando su cabeza y mirándolos a todos con estricta mirada—, es que se presenten en la mansión Clarckson a recibir sus órdenes. Me presentaré con ustedes, por supuesto, luego de que le avise a mi sobrina. ¿Entendido? Un murmullo general de entendimiento se generó desde la multitud, y Conrad sonrió francamente satisfecho. Miró a su ejército, y se dijo a sí mismo que esto era lo único que podía ofrecerle a Arianne. Eso y su fortuna, aunque entendía que ella ya tenía demasiado dinero como para una vida entera. Los bienes materiales eran el único legado que podía entregarle. Se dio la media vuelta, seguido por Erick a unos dos respetuosos metros, y se metió la mano derecha al bolsillo del abrigo. Sacó su celular y marcó el número de su sobrina. —Rinaldi—contestó secamente al otro lado de la línea. Conrad sonrió. —White Orchide desea reunirse contigo—murmuró. La respiración de su sobrina se cortó—. Las orquídeas en pleno. —Diez de la noche, en la mansión. Serán desarmados antes de ingresar. —Querida sobrina, ¿hay otra forma de que White Orchide se encuentre con Black Mirror en su propio territorio? La risita al otro lado del teléfono fue fría y dura, como la hoja de un cuchillo bien afilado. Conrad tuvo que admitir que ese tipo de risa era idéntica a la de Natacha, cuando sabía que tenía a su presa en sus manos, lista y con pase gratis al matadero. Era incluso contagiosa. –Por supuesto que no—murmuró ella—. De otra forma, ser mafiosa no sería divertido. Drina cortó y Conrad se quedó con el teléfono en la mano por unos segundos, mirando más allá del horizonte, al lugar donde los recuerdos se unen con la realidad. Ese sitio que hace ver tu entorno como un espejo, a través del cual contemplas el pasado como si estuviera en alta definición. Parpadeó sorprendido y bajó el teléfono. Se lo guardó en un bolsillo del abrigo y sonrió de medio lado.

No podía estarse quieta, incluso aunque sabía que aquella noche nada podía ir mal. Todo estaba asegurado y listo para las visitas que recibirían, y aunque comprendía a cabalidad la necesidad de aquella alianza, la idea le provocaba la subida de la bilis a la garganta. Drina estaba sentada detrás de su escritorio, en su despacho de la mansión, ese que alguna vez había pertenecido a Adolf. Entretanto, su tío Adolf Clarckson estaba parado frente a ella, pálido como la muerte, bajo la mirada fría e inexpresiva de la joven. Drina se recostaba en aparente relajación contra el respaldo de su silla, con los tobillos cruzados sobre el escritorio. Los dedos cruzados sobre su abdomen estaban tensos, los nudillos blancos por la fuerza, pero Adolf no tenía ojos para eso. —Arianne, no puedes—dijo él, por milésima vez. Parecía decidido a negarse a las noticias, y aunque a Drina le parecía divertido, estaba comenzando a fastidiarla. Como siempre, cabe agregar—. White Orchide no se relaciona con Black Mirror; ¡somos enemigos! —No, hace muchos años que no somos enemigos—cortó ella, haciendo una floritura con la mano, como si con aquel gesto pudiera rechazar la afirmación de Adolf. Miró la hora en el reloj de su escritorio, y su estómago se apretó considerablemente. Faltaban menos de veinte minutos para la llegada de Conrad y su séquito de asesinos—. Además, ya sabes lo que dicen, querido tío: el enemigo de mi enemigo es mi amigo, ¿no? Adolf se atragantó y enrojeció de pronto, los pliegues de grasa tiritando bajo su barbilla mientras la apuntaba con un dedo regordete y ensortijado. Drina sonrió como un gato ante esa visión, divertida de lo mucho que Adolf parecía una caricatura. —Estás condenando a la familia, Arianne—siseó, con sus ojos negros y brillantes como canicas fijos en ella. Ella alzó las cejas, con una sonrisa malévola en sus labios—. ¡Nos estás metiendo en líos a todos! — ¡Ah, por favor, Adolf!—se carcajeó la muchacha. Por milésima vez se dijo que se merecía un premio de la Academia. Estaba a dos segundos de enredarse los dedos en el cabello y tirar de ellos hasta quedarse calva, pero en vez de eso, estaba burlándose de Adolf como cualquier otro día. ¿Sería que burlarse de la vergüenza de hombre que era, le sacaba algo del estrés asesino que siempre cargaba? Reírse de él en su cara parecía una muy buena terapia—. No te creerás que vaya a dejarlos entrar armados, ¿verdad? Tengo a todos los sicarios y guardaespaldas de la organización a través del sendero que los traerá aquí. Ellos son treinta y dos, nosotros somos más de cien. Adolf siguió mirándola lívido. Aunque a ella misma ese argumento le parecía liviano y carente de mucho sentido, no iba a revelarle las intenciones escondidas detrás de esa reunión. Adolf no sabía que era policía, que en esos mismos momentos había equipos SWAT apostados en cada esquina de la mansión, vigilando. Solo lo sabían Andrew y Savana, y aunque ella no tardaba en preguntarse cuánto se iban a tardar en hacer de

chivatos, prefería ignorarlo. Así, cuando escuchara los planes que Conrad tenía, y le diera el mando de White Orchide, podía aprovechar de hacer caer a las dos organizaciones más peligrosas de América del norte. Era fácil, aunque un poco trabajoso. La otra razón, eran sus hermanos. Por supuesto, no iba a preguntarle a Conrad si había sido él la persona que había enviado el mensaje. Eso era imposible. Conrad creía a ciegas que Joshua y Emill estaban muertos, si no, no le estaría entregando en bandeja de plata el mando de su propia mafia privada. Eso no era algo que los Clarckson acostumbraran a hacer. De todas formas, debía dejar la posibilidad abierta. Mientras estaba sumida en sus elucubraciones, Adolf había seguido farfullando cosas sin sentido. O al menos, cosas a las que ella no les encontró ni pies ni cabeza, porque mientras más intentaba ponerle atención, su mente más se dispersaba, llegando a encontrar interesante incluso la pequeña fisura que había dejado una piedrecilla en la suela de su zapato. —Arianne—llamó al final Adolf, dándose cuenta de que ella lo ignoraba tan olímpicamente que merecía una medalla de oro—. Escúchame. La muchacha bufó. —A ver—musitó, pasándose una mano por la cara. Se apretó el tabique nasal entre los dedos índice y pulgar, cerrando los ojos por un momento. Sus globos oculares parecían hinchados y le picaban, claras señales de cansancio—. Veamos la última estupidez que vas a decirme. —Tú no sabes quién es el jefe de White Orchide—Drina abrió los ojos y los clavó en su tío, que parecía estarle hablando como si estuviera desesperado. Se balanceó en su sitio, toda su enorme masa corporal yendo de adelante para atrás, en un modo que habría resultado cómico en otra situación menos penosa—. Él es… —Mi tío—la joven se encogió de hombros—. Conrad. Lo sé. No es nada que no supiera. —No es sólo eso—prosiguió Adolf, viéndose nervioso y compungido—. Él es una de las personas más crueles que podrás encontrar. Hace años se enemistó con Derek y no sé si habrá superado todo eso. Esa es la razón por la que… El regordete hombre se detuvo cuando un sonido sibilante parecido al de una serpiente se alzó en la habitación. Se quedó estático en su sitio, con las pupilas dilatadas de miedo y un sudor frío corriéndole por el cogote, todos los vellos del cuerpo erizados mientras escuchaba ese sonido que parecía salido del infierno. El sonido venía, nada más ni nada menos, que de su sobrina. Se había erguido, había bajado los pies del escritorio y se había alzado de su silla en toda su nimia estatura.

Incluso con lo delgada y pequeña que lucía vestida con ese enorme polerón rojo muy oscuro y esos pantalones que se ajustaban a sus muslos separados haciéndola ver casi raquítica, los ojos negros parecían dos túneles al infierno. —No te atrevas—escupió la joven, con una voz que a ella misma le apreció demasiado cruel para ser la propia—a terminar esa oración, Adolf. Adolf se mordió el interior de la mejilla y se tragó las palabras. —Entonces lo sabes. —Claro que lo sé—chirrió la joven, rodeando el escritorio y caminando hacia Adolf. Cuando se hubo parado al frente de él y se acercó a su semblante, pudo oler el tabaco y el licor de su aliento, su frenética respiración—. ¿Quién crees que soy? Soy Drina Rinaldi, Adolf, soy tu dueña, tu jefa, la que puede hacer que tu vida acabe con un solo chasquido. Puedo hacer que el mundo entero me tema si quiero comenzar a ser lo que realmente soy; ¿de verdad crees que no sé lo que pasó con mi madre y mis hermanos? Sonrió entonces, ahora más cálida, aunque Adolf no se fiaba. No era calidez, de todas formas, era una mueca. Una mueca que lo hizo dar un paso atrás. —Lo siento—susurró de pronto. Drina lo miró, atónita—. Escucha… de verdad lamento lo de Natacha. Lo de Derek, lo de Conrad, lo de tus hermanos. Lo tuyo. Pero tienes que comenzar a dominarte, porque si no, te harás más enemigos de los que puedas eliminar un día. — ¿Te contarías entre ellos? —No soy estúpido, Arianne—soltó Adolf, viéndose un poco más confiado. Drina sintió una oleada de odio, aunque fue más leve que las anteriores—. Sé lo que me conviene. Solamente expongo que esta no es exactamente la forma en la que yo dirigía la organización. Ella asintió. —Lo sé, tío—el sarcasmo flotó fuera de su boca, aunque no fue tan letal como otras veces—. Sé que no eres estúpido. Solo un poco fofo y perezoso. Pero haces tu trabajo a la perfección. Eso te mantiene con vida. Adolf rió suavemente, esa risa que Drina escuchó cuando se lo encontró la primera vez. —Si me trataras mejor, sería tu perro fiel, ¿lo sabes, verdad? Ella asintió, sonriendo como una serpiente. —Comienza a demostrarme tu lealtad Adolf. Quizás algún día te deje lamer mis suelas.

Una fila de autos se detuvo frente a la mansión Clarckson, exactamente a las nueve y media. Autos negros: sedanes, jeeps, camionetas. Los guardas esperaron a la confirmación por intercomunicador, y la reja de doble hoja se deslizó automáticamente para dejarlos pasar hacia el estacionamiento. No bajaron. Se estacionaron en fila, rodeando la caseta y la entrada al subterráneo, todos al mismo tiempo. A las nueve treinta y dos, todas las puertas de los autos se abrieron desde dentro, hombres y mujeres deslizándose fuera de los autos con precisión militar vestidos todos de colores oscuros. Los guardas de la mansión se tensaron ante la vista de los enemigos de antaño, aferrando las armas ocultas entre sus dedos helados y sudorosos. Caminaron militarmente todos los miembros de White Orchide, en fila, hacia la mansión, precedidos por un alto hombre de cabello negro veteado de blanco, ancho de espalda y vestido de un elegante abrigo de tweed negro cerrado hasta arriba, el ancho cuello alzado enmarcando sus altos pómulos. Se metió las manos a los bolsillos del pecho y caminó con paso ágil y rápido, ignorando a los guardias, escoltado por un hombre calvo con un bigote rubio y ojos verdes y fríos, letal como un halcón. Detrás de ellos, la fila caminó rápidamente detrás de su comandante. Enfilaron hacia la casa, subieron los escalones de la entrada, traspasaron las puertas y penetraron en la mansión después de ser exhaustivamente revisados por los de seguridad. En el rellano de la mansión, un alto y formidable Eliot los esperaba, vestido simplemente con jeans ajustados y una camiseta negra de lanilla pegándose a su cuerpo de miedo, sus ojos rojos fijos en el hombre que precedía la comitiva. Habían pasado muchos años desde que vio ese rostro por última vez. Se le hizo un retortijón en el estómago, pero aguardó paciente y eficaz al arribo de Conrad Clarckson a su posición. En cuanto este llegó, le dirigió una dura mirada de sus ojos negros como carbones, y una sonrisa ladeada. Sin mediar palabra, Eliot guió a White Orchide a la sala de reuniones. Eran las diez menos cinco. Le llevó cinco minutos llegar a la sala de conferencias de la mansión, ubicada en el ala este de la casa. Subieron escaleras y cruzaron pasillos y puertas, hasta llegar a su destino a las nueve cincuenta y nueve. La puerta azul de perilla dorada decorada con hojas recibió el suave golpe de aviso de 50, y la voz femenina y letal de Drina salió a través de la madera. Un ligero ―adelante‖ fue todo lo que se oyó, antes que White Orchide ingresara a la enorme y larga sala con una mesa para más de cuarenta personas, en cuya cabecera yacía sentada una tranquila y apacible Drina Rinaldi, con un cigarrillo entre los labios, un cenicero y una botella de whisky de cristal a un lado. Un recipiente de metal brillante y plateado dejaba escapar una ligera neblina.

Ella le dio un sorbo a su vaso y sonrió como un gato. —Bienvenido, tío—saludó, sin levantarse de su silla. Tenía los pies cruzados sobre la mesa de una madera rojiza vitrificada, brillando bajo las doradas luces del techo—. Y bienvenidos sean ustedes—hizo una inclinación con la cabeza hacia el ejército de Conrad, que se dispersaba hacia las sillas tras un movimiento de cabeza del jefe—. Flores, insectos. Hombres y mujeres jóvenes se repartieron de inmediato según rango, dejando sillas libres a la diestra de Drina. Una para Conrad y otra para Erick. A la izquierda de Drina, un hombre regordete y moreno masticaba un puro nerviosamente. —Arianne—saludó Conrad, sentándose con elegancia en su silla. A su lado, Erick se dejó caer con precisión y miró a su alrededor como si fuera la primera vez que veía un lugar así—. Adolf.

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