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CARA A CARA, DE DARIO ARIZMENDI. Por Belisario Betancur. Hace algo más de cinco años, un editor francés les propuso a la periodista y novelista Francoise Giroud y al joven filósofo Bernard-Henri Levy, que dedicaran dos semanas de sus vacaciones de verano a conversar en un hotelito de la Costa Azul, sobre el tema “hombres y mujeres”. Se presentó, así, una sucesiva indagación sobre los pliegues y repliegues del ser humano a través de las vivencias personales y ajenas de una escritora de 75 años, fundadora de “L’Express” con Jean-Jacques Servan Schrieber; y de un escritor inquisitivo
de 45 años, una de las figuras
primordiales de los nuevos filósofos franceses. Ninguno de los dialogantes guardó reservas en torno a su universo vivencial, ni su interlocutor guardó consideraciones. Los varios matrimonios y varios divorcios de cada uno, aparecían evocados una y otra vez, sin acopio de anécdotas pero como retorta de experiencias. Lo que maravilla más, es la capacidad para preguntar y en ocasiones la agresividad, envuelta en seda, para hacer toda clase de auscultaciones; y la agilidad y casi siempre la delicada agresividad, para responder. El resultado fue un libro escueto, profundo, efusivo pero riguroso y en todo caso fascinante.
Pensaba en ese experimento feliz al leer los 23 reportajes del libro “Cara a Cara” de Darío Arizmendi, en la colección “Nuevo Siglo” de Ediciones Aguilar. Se trata de entrevistas en la televisión colombiana, que le han ganado al autor reconocimientos en Colombia y en España, por la calidad de los personajes entrevistados, por la versación de las notas introductorias y de las interrogaciones, por la sagacidad del interrogador para no prolongar los silencios, que son fatales ante las cámaras de televisión; por la coherencia de los diálogos y el lenguaje noble de Arizmendi, que parecía corresponder a un libreto de elaboración parsimoniosa aunque en la realidad las palabras se concatenaban por la virtualidad del contexto. Varias de las presentaciones tuve oportunidad de verlas en directo, es decir con las luces y sombras del lenguaje hablado, con todos sus diapasones, con los espacios súbitos o los silencios elaborados como si llegaran desde un guión inexistente. No me gustaba en aquellas interrogaciones, la manera un tanto impúdica como Arizmendi entraba en las interioridades del entrevistado, en un asalto que yo consideraba
impune, a su privacidad. La cual saltaba hecha añicos, que se
manifestaban en confidencias e infidencias deliciosas, en imprudencias quizá no programadas y que yo atribuía no tanto
a la disposición del entrevistado para
desnudar ante los televidentes los pliegues silenciosos o recatados o simplemente soslayados, de su personalidad, sino subproducto de la temeridad del interrogador y de la complicidad del elemento sorpresa en las preguntas, que parecía destinado a maniatar o a dejar mudo al personaje.
No estaba seguro de si García Márquez, que abre el libro, y Margarita Rosa de Francisco, que lo cierra, a gusto habían abierto de par en par sus habitaciones interiores a Arizmendi, o si lo hacían ante la inermidad o la indefensión en que se les comprometía, para no aparecer eludiendo las impertinencias o las imprudencias o simplemente las audacias del periodista. Por ejemplo, preguntarle a García Márquez si es egocéntrico y por qué le gusta vestir bien, y oír de él que si no fuera egocéntrico no habría hecho lo que ha hecho en su vida, y que le gusta vestir bien porque no se cree elegante y en todo caso porque busca que los amigos lo quieran más. O cuando le pregunta a la mezzosoprano Martha Senn si alguna vez en su vida profesional le hicieron una propuesta extraprofesional, y ella le responde rotundamente
que no y le cuenta una anécdota nada alusiva con el director de
orquesta, el Maestro Mutti, en Salzburgo, todo dentro del más riguroso profesionalismo. O cuando le pregunta al calvo y brillante escritor uruguayo Eduardo Galeano, por su calvicie; y él responde que cada pelo que se le cae es un compañero que ha tenido nombre o por lo menos número, pero que se consuela de esa calvicie con lo que un amigo le dijo: “Si el pelo fuera importante, estaría dentro de la cabeza y no fuera”. Reconozco que
un secreto temor a esas preguntas súbitas, que en el
fondo no son más que arabescos barrocos para colorear al personaje, me hacía tomar distancia del entrevistador, a pesar de una antigua amistad, que me honra. Siempre lo eludí con toda suerte de pretextos más o menos artificiales, para no acceder a una entrevista. Confieso que al leer los 23 reportajes de este libro, he modificado mis apreciaciones anteriores y he sentido nostalgia: me habría gustado que mi entrevista hubiera sido la número 24. Temo que estas persuasiones nuevas y mi cambio de
actitud frente a Arizmendi, han llegado tarde, cuando ya soy solo ex-importante, y, por ende, no califico para entrevistado. No le ocurrió así a Marcel Proust quien, dado su genio, no habría tenido necesidad de apresurarse a aprovechar aquel momento de una noche parisina de 1891, cuando una dama un tanto mayor, de las que habían de habitar alguna de las alcobas
enamoradas de sus
novelas-río, por
ejemplo “En busca del tiempo
perdido”, le pidió al tímido mozalbete que respondiera a las 31 preguntas de su album. Proust accedió de inmediato y contestó las 31 preguntas de su puño y letra. Más tarde escribiría que la solicitud lo había hecho sentirse importante a sus escasos 20 años, más que con las 14 preguntas que le formulara Antoinette-Felix Faure, hija del después presidente de Francia, cuando Proust tenía solo 14 años. Las primeras 31 preguntas, quedaron consagradas como el cuestionario Proust: por el mundo entero se repite aquel interrogatorio de tiempo en tiempo, en ocasiones como el antirreportaje proustiano. Las preguntas de Arizmendi no están inscritas en ningún cartabón, por ilustre que sea. Es ésta una forma de periodismo que el autor ha ido aquilatando, refinando, adelgazando en sutilezas y premoniciones, en versación y en indagaciones anticipatorias, a veces gestuales. Se pensaría que, al editarlas, por fuerza tienen que escaparse luces y sombras de los textos hablados originales, que en el texto escrito tienen que sucumbir inexorablemente, en obsequio de la forma impresa.
En
cierta manera los
dos libros que se presentan, esta tarde,
están
unidos por comunes denominadores. Uno, el hecho de que tanto en los textos apasionantes del novelista R.H.Moreno Durán como en los de Arizmendi, existe un personaje que concilia, anterior al
entrevistado o al relator: es el periodista que
penetra en las sinuosidades de escritores y deportistas y artistas. El otro, es el formato audaz de esta colección de Aguilar, que rompe con los esquemas editoriales consuetudinarios, para invitar al lector a caminar por itinerarios inéditos y sorprendentes, llevado de la mano de formas tipográficas inusuales. Todo lo cual le ha permitido a quien les habla, departir así sea de relance, con un poeta de la alta categoría de Darío Jaramillo, con un novelista y narrador como R.H. Moreno Durán. Y con el periodista que es Darío Arizmendi.