Cartas desde el frío

Cartas desde el frío Para un trabajador de lo social, de una amiga profa algo profana en esas lides Allá por 2008, las que escriben, junto con gentes

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Cartas desde el frío Para un trabajador de lo social, de una amiga profa algo profana en esas lides Allá por 2008, las que escriben, junto con gentes de la Plataforma Por si Cierran y de la Oficina de Derechos Sociales del Centro Social Seco, nos hallábamos inmersas en una coinvestigación sobre un proceso de cierres, despidos, inauguraciones y cambios emprendidos en torno al 2007-2008 por las administraciones madrileñas en relación con los recursos de intervención social con migrantes. De la mano de la indignación de algunas de las trabajadoras afectadas, intentábamos pensar juntos la lógica neoliberal de gobierno que había detrás de este proceso. Al hilo de aquellas reflexiones, compañeros de la red de cooperativas de intervención social “La Madeja” nos invitaron a organizar una serie de talleres internos para analizar esta misma lógica desde la óptica de trabajadores cooperativistas que querían hacer del trabajo de intervención social otra cosa. Coorganizamos y asistimos a aquellos talleres como agentes externos y nos llevamos a casa mil dilemas, cuestionamientos y preguntas abiertas. Las cartas que vienen a continuación son un esfuerzo por devolver a La Madeja y a todos los que se vean interpelados por estas cuestiones parte de lo que aquello nos hizo pensar, desde la misma cercanía en la que se dieron aquellas conversaciones. Alicia y Juan, escritora y destinatario respectivamente de estas cartas, no son personas de carne y hueso, sino personajes fabulados que encarnan un diálogo abierto. Alicia es profesora de un instituto de secundaria en un barrio de los considerados «en riesgo» y, en sus horas libres, participa en una pequeña cooperativa de vivienda en su barrio, basada en la voluntariosidad de sus miembros; Juan, por su parte, tiene una pequeña cooperativa de intervención social y es un auténtico apasionado de su trabajo: lo considera una forma de militancia. De este diálogo sólo escuchamos la voz de Alicia, que parte desde el recelo y la exterioridad hacia el trabajo de Juan, para poco a poco ir acercándose, desde la convivencia y el afecto, sin dejar de preguntarse hacia dónde va todo aquello. La voz de Juan la tenemos que intuir, desde dentro de la intervención social: nos toca escribirla imaginariamente mientras leemos estas cartas -ese es el reto. En conjunto, se trata de un total de cinco cartas, cada una de ellas centrada en uno de los debates abiertos que pudimos identificar en aquellos talleres con La Madeja: “De la intervención social”, “¿Dinamizas o dinamitas?”, “De afueras y adentros”, “Lo público y lo privado o la externalización de lo público realmente existente” y “Para durar”. Aunque la subtrama del encuentro y la relación entre Juan y Alicia va evolucionando a lo largo de las cartas, cada una se puede leer independientemente. Nuestro agradecimiento a todos los compañeros de La Madeja, por abrirnos sus puertas y permitirnos pensar junto a ellos. El pensamiento que merece la pena sólo es posible gracias a este tipo de generosidad. [email protected] 1. De la intervención social Madrid, a 15 de octubre de 2011

Querido Juan, ¡Qué gustazo volver a verte! No sabes la ilusión que me hizo ver tu nombre en la carta de presentación que tu cooperativa mandó al Instituto. No tenía ni idea de que te habías montado una coope. Pero mucho mejor ha sido sentir que, después de tanto tiempo, la conversación fluía como antes. Como si no hubieran pasado los años... bueno, sí y no, porque no podemos negar que sí que han pasado, y que nos han llevado por derroteros bien diferentes. No es para tanto, me dirás. Pero yo, después de la conversación de esta tarde, no puedo dejar de dar vueltas a las decisiones que cada uno ha ido tomando por el camino. Sé muy bien que no es justo hacer juicios rápidos, pero tengo que confesarte que, mientras hablábamos, sentía mucha cercanía y, a la vez, una extraña distancia. ¿Por qué? Porque lo que haces, la apuesta en la que te has embarcado con tanta entrega y dedicación, me suscita mil dudas. Necesito compartir estas dudas contigo, en un esfuerzo por entenderte (entenderos) mejor, aunque sea desde el desencuentro, confiando en que el afecto común, el tiempo compartido, haga que la conversación que me gustaría abrir con esta carta sea productiva para ambos. ¿Me prometes que no te tomarás a mal lo que diga? La última vez que nos vimos llevabas ya un año trabajando en el mundo de la intervención social y recuerdo que lo vivías lleno de contradicciones: claro, en aquella época estabas en una empresa que sólo buscaba en la intervención social un nicho de negocio y las condiciones de trabajo, los proyectos subpresupuestados, los recursos, todo, eran un completo desastre. Ya entonces vivías la intervención social con absoluta pasión, pero la veías pervertida en manos empresariales. Esa pasión, lo he visto hoy claramente, sigue viva, sólo que ahora es mucho menos ingenua que entonces. Ayer me reconocías sin complejos que, efectivamente, más allá de las ideas de «fomentar la participación» y de «dar el protagonismo a los excluidos», la intervención social consiste básicamente en intervenir, injerir, sobre la vida de individuos, colectivos o territorios. «¿Y?, ¿qué tiene eso de malo si el resultado es positivo para el conjunto?», preguntabas provocadoramente. ¿Me dejas que explique mejor lo que te balbuceaba esta tarde? A mi juicio, hay un problema muy de partida, que se resumiría en la pregunta: ¿quién decide quién interviene, sobre quién/es y para qué? Y ahí hay casos y casos. Pienso en cuántas veces buscamos para el Aula Social de nuestra facultad referentes externos que nos ayudaran a desenredar algunos de los nudos de aquel espacio para estudiantes: éste sería un ejemplo de esos en los que un colectivo pide a alguien que intervenga puntualmente desde fuera para salir de un atolladero o problema con el que se ha encontrado –la demanda parte, pues, desde dentro de un proceso colectivo concreto y son los protagonistas de ese proceso quiénes eligen a las personas que intervendrán y marcan asimismo las pautas básicas de tal intervención, desde el punto de vista de los objetivos y los tiempos. La cosa funciona ligeramente diferente cuando un colectivo pide que se intervenga sobre uno o varios de sus miembros, considerados «problemáticos»: ¿te acuerdas cuando pedimos ayuda a un grupo de psicólogos porque a Julio se le había ido la pinza y no sabíamos qué hacer con él? Al hilo, me vienen también a la cabeza los tiempos más duros de los '80, cuando en los barrios empezó a golpear fuerte la heroína y los hijos de los obreros comenzaron a caer como moscas: también entonces se buscó a gentes que fueran capaces de intervenir y, aunque hubo intervenciones más salvajes, otras sí que tuvieron en cuenta el punto de vista del yonki, porque el yonki no era el yonki sin más, era el hijo de fulanito y la hija de menganita. Hay casos y casos, decía, y vuelve a ser diferente (empieza a ser “otra cosa”) cuando

un grupo pide que se intervenga sobre otro grupo ajeno a él y al que percibe como rival, problema o amenaza: por ejemplo, cuando una asociación de comerciantes formada por personas todas de nacionalidad española y mediana edad pide que se intervenga contra unos adolescentes de origen dominicano que paran en la plaza central del barrio. En el extremo de este continuo de casos que estoy dibujando se encontrarían los casos en los que la intervención ni siquiera es fruto de una demanda desde «abajo», sino que la impone un conjunto de dispositivos de gobierno (policiales, médicos, mediáticos...) que construye a determinados sujetos como objetos de intervención, a partir de la idea de «sujeto en/de riesgo», es decir, aquel que supone potencialmente un riesgo para sí mismo y para los demás (y al que hay que «salvar» y mantener a raya, las dos cosas al mismo tiempo). Llama la atención cómo cada vez más los jóvenes aparecen definidos así y la intervención social sobre ellos, en lugar de partir de sus necesidades, se centra en contener este riesgo permanente que les acecha desde fuera y desde dentro. No me negarás que la intervención social contratada desde los gobiernos central, autonómico y municipal y desarrollada por asociaciones, cooperativas y empresas se sitúa en la mayoría de los casos bajo los dos últimos supuestos y da forma a la figura del trabajador de lo social en sus diferentes variantes (educador, mediador, dinamizador, orientador, etc.). También la que hace tu cooperativa. Si fuera de otro modo no se entendería por qué los destinatarios de estos proyectos de intervención no acaban de entender la función de esa muchacha o muchacho que anda por ahí en su barrio o su colegio, o lo identifiquen directamente con la antigua «asistenta social», o con un tipo raro de «profe». Estoy segura que conoces mucho mejor que yo la historia de cómo se ha llegado hasta este punto. Pero me gustaría contarte muy esquemáticamente el relato que yo hago de ella: digamos que la intervención social (y perdona que aquí deje a un lado al trabajo social «de despacho» y me refiera sólo a esa parte de la intervención social a la que tú te dedicas) nace a partir de una miríada de pequeñas iniciativas, puestas en marcha por diferentes asociaciones –por un lado, fruto de los deseos de transformación y de la enorme creatividad social de los años '60 y '70; por otro, como estrategia defensiva en los años de invierno y derrota, paro y heroína, para paliar situaciones extremas (década de 1980). Algunas de estas iniciativas empiezan a institucionalizarse por diferentes vías: en ocasiones, la administración pública toma parte de las ideas contenidas en ellas y concierta con otra asociación su ejecución; en otras, son las propias asociaciones que las pusieron en marcha las que llegan a un convenio o acuerdo con las instituciones de gobierno, por lo general de ámbito local. A mi juicio, en aquel momento, contratar estas actividades tenía una doble utilidad para las administraciones: por un lado, entrar en una relación de concertación con asociaciones potencialmente antagónicas y, por otro, apropiarse e invertir el sentido de ideas surgidas desde abajo para empezar a desarrollar una forma de gobierno más fina y microfísica, capaz de contener la conflictividad social difusa que años anteriores les había estallado en las manos, provocando una verdadera crisis de legitimidad. Poco a poco, a medida que la lucha social va perdiendo vigor y que estas actividades se van institucionalizando, se empieza a crear a partir de ellas un mercado de trabajo: con todo lo que esto lleva aparejado –formalización de prácticas y saberes expertos, creación de una trayectoria curricular, relaciones laborales y un largo etcétera. A las asociaciones, que, aunque cada vez son más minoritarias, siguen teniendo un lugar, se suman cooperativas, empresas y fundaciones. Nace así un sector en sentido estricto, con necesidades de reproducirse a sí mismo.

No sé hasta qué punto compartes esta lectura del proceso histórico que desembocó en el establecimiento de lo que podríamos llamar la intervención social «institucionalizada». Si me parece importante ponerlo sobre la mesa es porque creo que revela que la demanda de tal intervención social no procede en absoluto de necesidades inmanentes a procesos sociales concretos, sino que viene, por un lado, de las necesidades de gobernabilidad tras las luchas de los '60 y '70 y la posterior reestructuración neoliberal, y, por otro, de este paradigma modernizador que presionaba, todos los viernes en el «Un, dos, tres...», para que por fin fuéramos europeos. Y Juan, lo sabes igual que yo, desde el momento en el que surge el Tercer Sector, hay que hablar de una tercera fuerza más generando demanda: la que surge del propio sector, de su necesidad de reproducirse. Según escribo esto, te oigo protestar y señalarme todas aquellas cosas que los profesionales de lo social aportan en aquellos territorios en los que trabajan, a pesar de lo problemática que su función pueda ser desde el punto de vista estructural. Digamos que, desde tu visión, la profesionalización de una práctica vendría a garantizar un montón de cosas. Bien, hinquemos el diente a esta cuestión, pero colocando en el centro una pregunta: ¿qué es lo que hace de alguien un profesional? En nuestra conversación de ayer, me hablabas del tiempo que la profesionalización libera de otros trabajos de mierda para poder dedicarlo a un fin más loable. Al realizarse la intervención social como trabajo asalariado, señalabas, es posible asegurar un número mayor de horas invertidas y una continuidad que revertirían en una mejora de la calidad de todo aquello que se pone en práctica. Estoy convencida de que en tu trabajo das todo de ti mismo, en eso fijo que no has cambiado. Pero la ecuación que estableces entre trabajo asalariado y mayor calidad de la intervención social no está exenta de dificultades. Por un lado, no siempre más es mejor. Cuando la disponibilidad horaria de uno no se corresponde con los ritmos del resto de personas con las que trabaja, se produce un desacompasamiento que no siempre es positivo: imponer ritmos que son costosos de seguir para el grupo, invertir horas no porque haya una demanda colectiva de trabajo sino porque lo marca un calendario laboral, genera dinámicas artificiales, cuando no llena de frustración y agobio a la otra parte, lo que a veces puede incluso llevar a la dinamitación de determinados procesos. Me encantó tu broma: ¿dinamizas o dinamitas? El desacompasamiento del que te hablo no sólo se produce en los ritmos, sino también en los horarios. Nosotros, en nuestro centro, nos lamentamos una y mil veces porque son pocas las familias que se acercan al AMPA y menos aún las que participan en las actividades que el instituto programa para padres y madres, pero este lamento es un poco sinsentido: ¿cómo van a venir a actividades con horarios difícilmente compatibles con cualquier jornada de trabajo? Creo que en la intervención social pasa lo mismo: al final, las reuniones, actividades, mesas de coordinación se fijan a menudo en horario laboral, lo que las vuelve imposibles para todo aquel que trabaja… pero sobre todo tienen ritmos algo funcionariales que no encajan con los ritmos sociales, vitales, por naturaleza mucho más móviles: estos últimos requieren de una disponibilidad siempre abierta a adaptarse, a tensionarse y a relajarse en función de las necesidades, algo que no late al compás del reloj fijo de lo profesionalizado… Si uno de tus chavales tiene un problema un viernes a las doce de la noche ¿estarás tú o tus compañeros allí para apoyarle? Tal vez si es alguno de tus chavales más queridos sí, pero lo que garantiza una disponibilidad así no es un trabajo remunerado de 8 a 17h… De hecho, si pienso en algunos compañeros de mi colectivo, gentes que dedican más tiempo al compromiso que sostenemos juntos que a su trabajo, me digo que la cosa va por otro lado. Me atrevería a decir que la profesionalización de la intervención

social garantiza cierta disponibilidad, pero que hay otras maneras de organizar colectivamente la disponibilidad de tiempos y saberes que un grupo social necesita: no sólo pienso en el tiempo libre, sino también en la salarización colectiva y rotativa de algunas funciones, los relevos, las donaciones… en fin, que se trata de un terreno donde hay mucho por inventar. Pero vuelvo al hilo, que me pierdo. El viernes decías: no es sólo tiempo lo que aporta la profesionalización de la intervención social. Ésta pone a disposición del territorio toda una serie de recursos económicos que amplían los márgenes de acción y facilitan determinadas tareas. Vale. Pero también tienes que reconocer que la dinámica a través de la cual se consiguen estos recursos tiene mucho de perversa. El círculo de las subvenciones da acceso a pasta, es cierto, pero esa pasta viene ya de por sí maniatada por los compromisos que se contraen con la institución que la da, cuyos intereses generalmente se encuentran demasiado alejados de la transformación social. Ni siquiera el disfrute de aquellos dineros en los que se tiene un mayor margen de acción está libre de cargas: la solicitud de una subvención y la justificación del uso que de ella se tiene que hacer, traen consigo un enorme trabajo burocrático que resta muchas energías. Al final, puede llegar a suceder que éstas se inviertan más en atraer nuevas subvenciones que en idear maneras de fomentar la participación o de dar el protagonismo a las gentes [sic]. Poco a poco, esta dinámica acaba haciendo la intervención social dependiente de los recursos económicos: si éstos se acaban, el trabajo desaparece con ellos. Y esta dependencia hace que en demasiadas ocasiones los proyectos se diseñen pensando más en propuestas que tienen mayores posibilidades de lograr una subvención que en las necesidades reales de los supuestos «destinatarios». Tú mismo te estás viendo en esas en tu cooperativa: inventar lo que sea para conseguir algunas habichuelas. Y es lógico, todos tenemos que comer de algo: pero es que lo que nos da de comer no siempre es transformador, por más que intentemos que siempre tenga una ética. Las subvenciones, escasas por definición, provocan además un movimiento que tiene mucho más de competitivo que de colaborador. El viernes, de hecho, me contabas varias anécdotas en las que cooperativas, asociaciones y todo tipo de entidades acababan convertidas en rivales, todas luchando por llevarse el «premio». Por supuesto, estas batallas tienden a justificarse pintándonos a nosotros mismos de «los buenos», los que de verdad trabajamos «con la gente», que peleamos para que el dinero no se lo lleven «los malos». Pero, más allá de las películas de indios y vaqueros, la realidad rara vez es que la «gente» está peleando por determinados recursos y eligiendo cómo se gestionarán, qué sueldos se pagarán con ellos, qué función tendrán esas personas asalariadas con dinero público. Por lo menos, no era así en ninguno de los casos que me contaste. Ajenos a esta dependencia y rivalidades, día a día es posible encontrar un montón de gente que hace trabajos maravillosos sin apenas recursos o que ingenia nuevas maneras de conseguirlos sin necesidad de entrar en la rueda de las subvenciones o, en todo caso, no haciendo de ellas la base de su subsistencia. Con esto de la profesionalización, hay una tercera cuestión que me parece la más resbaladiza. Ayer me repetías una y otra vez: en el mundo de la intervención social, como en cualquier otro ámbito, no basta con buenas intenciones, es necesario «saber hacer». Pero, ¿qué significa realmente «saber hacer»? Ayer tenía la impresión de que al final lo asociabas todo el tiempo a la idea de tener una carrera académica y unos años de experiencia, los cuales dabas por supuesto que eran fuente de habilidades, herramientas, rigor y profundidad. Lo de la carrera se me hace extraño oírlo de tu boca, sobre todo después de todos los años que compartimos en la universidad: ¿de

verdad crees que aquello que nos enseñaron suponía alguna garantía de nada? Vale, tuvimos algún buen profesor. Leímos algunos libros que nos inspiraron. En ese entorno «intelectualizado», encontramos estímulos suficientes para discutir mucho entre nosotros (casi te diría que fue ahí donde más aprendimos). Adquirimos cierto hábito reflexivo. Pero me parece que, al hacer de este paso por la universidad y, en concreto, por la facultad de trabajo social, el instrumento imprescindible para cualquier intervención social de «calidad», lo que estamos es dibujando una línea de clase y despreciando muchos otros saberes que están ahí, en los territorios en los que se trabaja, y que pueden ser tanto o más válidos que los que aprendimos en la universidad. No digo yo que ciertos saberes técnicos no sean útiles en determinadas circunstancias, pero ¿por qué establecer esta jerarquización de saberes que coloca a los «técnicos» en primera posición e invisibiliza al resto? ¿Por qué dar más importancia a saber redactar un proyecto o conocer estrategias teóricas de desarrollo de determinadas iniciativas que a saber manejarse entre los agentes sociales de un barrio de una manera que sólo la dan los años de implicación en un territorio concreto? ¿Por qué poner, por ejemplo, el saber de la universitaria que se ha leído todas las teorías de género de moda por encima de la reflexión sobre la violencia de género que ha desarrollado una mujer desde dentro de su propia experiencia de maltrato y la de otras mujeres de su entorno? Estoy convencida de que existen infinidad de saberes útiles para un proceso social que no son necesariamente los encorsetados en el proceso de formación. Todo saber tiene un valor biográfico y contextual que pareces minimizar, obviando hasta qué punto la implicación en un proceso da muchas más herramientas que cualquier carrera universitaria. No es que los saberes técnicos no tengan nada que aportar, sino que creo que para que cualquier saber realmente «aporte» a un proceso es necesario que sea agenciado y utilizado desde dentro. Y, para ello, los portadores de ese saber deben llegar con humildad y escucha, con capacidad para poner patas arriba lo que creen saber. Sin embargo, dime, ¿cuántas veces ocurre esto? Por el contrario, en demasiadas ocasiones, llegan con un engreimiento que impide escuchar, aferrados a palabros incomprensibles y reflexiones de altos vuelos que inhiben o cortocircuitan la comunicación con muchas personas que no han pasado por la universidad. Otro tanto podría decir del saber que da la experiencia profesional. No hay duda de que la experiencia da tablas y de que las tablas pueden constituir una aportación importante si se ponen a disposición de un proceso colectivo. Pero no es algo exclusivo de la experiencia profesional. Diría incluso que las tablas adquiridas trabajando como profesional de lo social son más problemáticas, porque ¿a qué fines sirven, para qué y para quiénes? Por otro lado, a veces la experiencia puede convertirse en un obstáculo para nuevas miradas, puede solidificarse en gafas que te hacen ver todo del mismo color: el típico tic de llegar a un lugar y, a partir de dos o tres rasgos, decirse «esto ya me lo sé», olvidándose de mirar realmente, apreciar los detalles, los matices, las potencialidades de la situación, que en cada caso son diferentes. En fin, sé que me tacharás de populista por todo esto que digo, pero no voy por ahí. No es que ponga en un pedestal los ritmos, el hacer, los recursos y los saberes de la gente en contraposición con los del profesional. Más bien, remito a análisis contextuales de cada proceso, cada situación. Y pongo muchos interrogantes en cosas que se dan por hecho de lo que es un profesional. Ayer mismo, cuando te contaba de los desaguisados de otros proyectos de intervención social que han pasado por el insti, tú mismo comentaste: «claro, si es que en esto todo depende mucho de la motivación, el compromiso y la implicación del profesional, de su capacidad para leer el territorio en el que trabaja y en sus gentes». ¿De verdad crees que la profesionalización es

garantía de alguna de estas cualidades? Paro ya! Ojalá me hayas seguido hasta el final. Ojalá te den ganas de contestarme, de seguir el hilo, como hace años. En todo caso, nos vemos el lunes. Un abrazo enorme, Alicia

2. ¿Dinamizas o dinamitas? Madrid, a 22 de octubre de 2011

Juan, Vuelvo a la carga. Si me lo permites. Después de toda esta semana de conversaciones entre pasillos y de intercambiar ejemplos y contraejemplos, necesito retomar el teclado del ordenador para poner mis ideas en orden y explicarme mejor. Porque a veces en la casuística nos perdemos. Hemos hablado hasta la saciedad del horror de la intervención social dirigida de forma personalizada a sujetos concretos: de toda la parafernalia de tecnicismos para objetualizar a la persona. Ya no hay Carmen, Jose María, Moha, Hu o Fátima, con sus historias y sus luchas cotidianas, sino números, sujetos, riesgos, empleabilidad, asiduidad de las visitas… Como tú bien decías: cuando hablamos de «casos» y no de personas, las cartas ya están echadas. Aunque no estuvieras en sintonía total, también coincidías bastante en que hasta la intervención individualizada más progre genera dinámicas de dependencia con aquellos con quienes trabaja por necesidad propia: el trabajo depende tanto de la confianza que los beneficiarios [sic] depositen en los trabajadores del dispositivo de intervención y es tanto el trabajo y esfuerzo que cuesta ganársela (en tus palabras, «abrir la ostra»), que, sin querer, se establecen mecanismos para hacerse necesario para ellos y así conquistar un hueco en sus vidas y sostener la razón de ser del proyecto, que es el que da a sus trabajadores el sustento económico. En fin, la paradoja del «estoy aquí para ayudaros a resolver vuestra situación, pero vivo de que vosotros y otra gente como vosotros tenga esta situación que tendría que ayudaros a resolver». Hasta aquí, pues, estamos bastante de acuerdo. Sin embargo, tú insistes en defender la intervención de forma colectiva, en concreto, lo que se conocen como proyectos de dinamización. Me gustaría escribirte hoy exclusivamente sobre esta cuestión, que me deja indefectiblemente incómoda. ¡Me resulta tan parecida a las formas de asociacionismo y militancia que hemos compartido y, a la vez, tan alejada! Como si se hubiera tomado la carcasa de aquello y se hubiese trasladado al Polo Norte... Parto de la premisa principal de la dinamización, que ya de por sí me hace removerme en el asiento. Se da por supuesto que «mover», «activar» lo social, es algo esencialmente positivo y transformador, cuando, en realidad, en el neoliberalismo, el desarrollo de las libertades y las iniciativas desde lo social es un prerrequisito de la organización de lo social a la manera del mercado. Digamos que nuestra actual organización económica y social no puede permitirse dejar ninguna región de lo social en barbecho: es preciso valorizar hasta el rinconcito más remoto y, para ello, es preciso que lo social se active, se deje ver, se presente a sí mismo bajo una u otra identidad. Por supuesto, a fines económicos, no vale cualquier cosa: hacen falta chiringuitos medibles e identificables, que entren en rivalidad entre sí, que, a través de la competencia mutua, creen y abran nuevos nichos de mercado, constantemente. Y cuando digo nichos de mercado, puede ser mercado del suelo (por ejemplo, con la revalorización de determinado barrio por todo su asociacionismo multicultural), mercado de productos de consumo (por ejemplo, establecimientos de piercing con la contracultura punk, o circuitos de comida africana, o mercados de artesanía de tal país o de tal grupo étnico) o mercado de la exclusión (con sus cursos de formación, congresos, bibliografía, páginas web, fundaciones…). Desde esta óptica, que no sé si compartes, el hecho de que en tal barrio se incentive un movimiento, que tenga como

resultado el nacimiento de una asociación que represente a un grupo social anteriormente excluido, no es necesariamente una buena noticia. Hablo de buena noticia de cara a la transformación social en un sentido de liberación y justicia social, claro. Puede, incluso, suceder que sea al contrario. Depende de los fines con los que nació la asociación, cómo y por quiénes fue creada, y un largo etcétera. En resumen: activar por activar huele demasiado a movilización total posmoderna. Casi prefiero la apatía del parado, que por lo menos habla de una conciencia de no futuro, o la rabia del punk, que escupe rechazo a la hipocresía de tantas buenas palabras y tantas buenas intenciones. Si me hablas de dinamizar, activar, lo primero que te preguntaría sería: ¿cuál es el sentido de esta activación? Por desgracia, el que paga manda y la mayoría de las veces, este sentido viene determinado por el que contrata la intervención social (volvemos al problema de la demanda, en el que tanto insistí en mi primera carta) o (¿en el mejor de los casos?) por los técnicos. Lo que es seguro es que los que reciben estos esfuerzos de activación son ajenos a tal sentido. De ahí que, frente al típico lamento sobre la falta de participación de la gente por parte de tantos profesionales de lo social, siempre me asalte la pregunta: ¿por qué deberían implicarse en procesos cuyo sentido se les escapa o, en todo caso, cuya razón de ser ni siquiera sabes si comparten? Cuando, durante esta semana, te insistía en el problema de la temporalidad corta de la mayoría de proyectos de intervención social, utilizabas mucho la expresión de «dejar una semilla»: lo importante (decías) es saber que te vas a ir y centrar tu intervención en dejar una semilla de inquietud, de voluntad de «moverse», una semilla que, después de la desaparición del proyecto, pueda prosperar. Pero las semillas no crecen en cualquier lugar y tienes que reconocerme que casi nunca existe una reflexión, antes de poner en marcha un proyecto, sobre las condiciones que van a permitir que algo arraigue y dé frutos o no. Si se interviene en un lugar es porque hay dinero para ello, o, como mucho, porque se ajusta a un perfil de «territorio excluido», pero rara vez porque veamos ahí un potencial con el que creemos que podemos componernos, porque podemos aportarle determinadas herramientas que pensamos que pueden serle de utilidad. De hecho, en la mayoría de los casos, se tiene una visión muy plana de los territorios sobre los que se interviene: los diagnósticos se hacen de prisa y mal, tirando de los dos o tres contactos que la parte contratante nos puede dar. Y es que, en el fondo, en la propia idea de dinamización, se esconde el supuesto implícito de que un territorio no cuenta con recursos propios para que pase algo interesante en él, que precisa de una «dinamización» desde fuera y desde arriba. Me vas a regañar, porque estoy aquí soltando juicios genéricos a diestro y siniestro. Voy a intentar aterrizar, ser más concreta. En estos días te preguntaba ¿de qué está hecha la «dinamización? Y tú me hablabas fundamentalmente de cuatro ingredientes: dinamizar (decías) es promover la participación, crear redes, producir mediaciones y empoderar a las gentes de determinado territorio. Vale, pues desgranemos estos ingredientes uno a uno. Empiezo por el primero: promover la participación. Aquí me vas a dejar que me ponga provocativa a tope, porque es el elemento que más me pica. Juan, reconoce que la participación que se promueve tiene mucho de simulacro: los límites, tiempos y formatos muchas veces están decididos de antemano; se invita a participar en un esquema ya dado, donde tanto el espacio de invención (lo que cabe proponer, pensar, idear) como las posibilidades de decisión (el poder real que tiene ese espacio participativo) están totalmente cercenados. El ejemplo paradigmático y más irritante para mí son las típicas mesas de distrito, donde se pasan muchas horas organizando

pequeñas actividades sin que haya un poder de actuación ni de decisión sobre nada realmente importante. Para más inri, este tipo de proceso se inscribe en el marco institucional, de manera que su único efecto real, eliminados los espacios de la decisión y de la imaginación, es el de la legitimación institucional: que guay es el ayuntamiento que promueve mesas donde escucharnos, aunque luego aquello no lleve a ningún lado. La propia metodología que se utiliza en estos procesos es bastante serial: por más que en la teoría se diga que todo proyecto de intervención tiene que partir de una fase inicial de exploración del terreno, en realidad, las propias condiciones precarias de casi todos los proyectos hacen que se pase directamente a la fase B de intervención, con lo cual, sin tiempo para adaptar el bagaje y saberes de los técnicos a la realidad concreta sobre la que se va a trabajar, se acaba trasladando los mismos procedimientos a todas partes. Esta serialidad funciona como una especie de camisa de fuerza de las energías sociales. Pero es que, además, ¿a quién se hace participar a través de técnicas tan sofisticadas? Por un lado, a entidades formales que participan en la externalización de los servicios sociales, es decir, asociaciones profesionalizadas que participan de la prestación de servicios públicos a través de subvenciones en las que, en la mayoría de los casos, basan su subsistencia. Se trata, pues, de organismos que forman parte intrínseca de ese Estado del bienestar absolutamente insuficiente e imperfecto que tenemos en nuestro país. Tiene gracia que el propio desorden que genera la externalización de las prestaciones sociales tenga que subsanarse con programas subvencionados de «participación ciudadana» que vienen a reunir lo que previamente se dividió. También, es cierto, se hace participar a algunas «gentes», a algunos «ciudadanos». Pero, en realidad, Juan, seamos serios: ¿quiénes son estas gentes, estos ciudadanos que acuden a las citas participativas? En la mayoría de los casos que conozco (por no decir en todos), dentro de una percepción de lo social como una rejilla compuesta de casillas estandarizadas, lo que se hace es tomar a determinados sujetos o pequeñas asociaciones como «representantes» de esas casillas, sin que exista detrás un proceso desde abajo que erija a ese sujeto como representante de nada, ni tampoco una comunicación real entre ese sujeto y el grupo al que supuestamente representa. Para que no me tomes por malévola que lanza cosas infundadas, te cuento una anécdota muy elocuente: un día asistí a una de estas «mesas» de participación del barrio X. El debate había sido lánguido a más no poder y la asistencia muy reducida: además de los organizadores, estaban presentes diez técnicos de diferentes ONGs con presencia en el barrio, dos miembros de la junta directiva de la asociación de vecinos y tres personas de a pie. Al salir, charlé brevemente con uno de los convocantes. Me dijo que él y sus compañeros estaban muy contentos, porque a la cita habían acudido las mujeres marroquíes y los vecinos. Por «mujeres marroquíes» se refería a una mujer en concreto que era asidua a este tipo de «espacios de participación» y que no pertenecía a ningún espacio colectivo de mujeres marroquíes ni tenía una función comunitaria de ningún tipo. Por «vecinos» se refería a un hombre mayor, también asiduo a estas «mesas» y tan desvinculado de sus iguales como cualquier vecino de un barrio dormitorio particularmente atomizado. Juan, querido, no me tomes a mal, pero si ésta es la participación que nos va a llevar a la transformación social, apaga y vámonos: ¡no es que vayamos lento, es que no llegaremos nunca! Cuando pienso sobre estas cosas, cada vez me parece más importante entrenar la mirada para atravesar los nombres que damos a lo que hacemos y ser capaz de ver lo que verdaderamente pasa, más allá de esos nombres. Sigamos. Ya el lunes te dejaré meterte un rato conmigo por dedicar mis sábados a semejantes polémicas. ¡Es la resaca que me dejan nuestras cervezas! Otra de las cosas que hace quien dinamiza, en tus palabras, es crear redes. Ayer te

contaba que desde hace unos años ando liada con otras gentes de mi barrio en intentar montar una cooperativa de vivienda social como manera de imaginar otras formas de acceso a la vivienda, ligadas no al modelo especulativo sino al compromiso y a la implicación social en el barrio. Vamos despacio, ya sabes cómo funcionan estas cosas, pero ahí estamos. Y supongo que, por eso mismo, no hay mes que no nos llegue o nos escriba un nuevo técnico para presentarse y mostrar su disponibilidad para crear red en el barrio. Una compa de la coope comentaba el otro día: «¡Joé con las redes, parece una exigencia del guión!». Los dos sabemos, pues llevamos mucho tiempo en estas cosas, lo importantes que son las alianzas para el movimiento social: ¡un buen encuentro puede dar lugar a tantas cosas! Pero, cuando estos técnicos hablan de crear redes, siento que se refieren a otra cosa bien distinta. En realidad, lo que nos están proponiendo es participar en mesas de coordinación de técnicos (de lo social formal), que, como te decía antes, parecen sólo servir para ofrecer un suplemento de coordinación a las políticas sociales externalizadas… Juan, yo entiendo que necesitéis esos espacios, y más con el caos de recursos, programas e iniciativas en el que tenéis que moveros… pero ¡de ahí a pensarlos como lugares interesantes para el resto me parece un poco ingenuo! Crear redes no es propiciar uniones formales que, al final, corren el riesgo, precisamente, de fragmentar los barrios en mil mesas que acaban por consumir los escasos tiempos de la generosidad social, en una especie de reunionitis permanente que convierte nuestras tardes en un peregrinaje de mesa en mesa. Yo, dentro de mi colectivo, hago un trabajo y en la medida en que ese trabajo es real, no voy a tener más remedio (¡menos mal!) que relacionarme… ese es el síntoma de que el trabajo funciona. Pero el proceso no puede ser al contrario: generar redes y luego trabajar ¡es como decir que primero tienes un síntoma y luego la enfermedad! Decías que un tercer ingrediente de la dinamización es la capacidad de producir mediaciones. ¡De esto sabemos mucho en el Insti! ¿Sabes cuántos mediadores culturales de yo qué se cuántas nacionalidades nos han llegado en los últimos años? ¡Uff! ¡Tanto tiempo criticando la interculturalidad cuando es entendida en términos nacionales para ahora replegarnos ante esto! ¡Me revuelven tanto estas posiciones culturalistas! Renuncio a seguir pensando que un tipo les tenga que resultar cercano a mis chavales sólo porque en su pasaporte comparte lugar de origen con sus padres. El asunto se me hace aún más complicado si pienso en las personas a las que se elige para mediar. La mayoría de las veces son gente exterior y ajena a los grupos con los que se supone que van a trabajar ¿Tú le concederías autoridad a alguien para mediar en tus asuntos si ni siquiera le conoces, cuando además te saca veinte años, habla de cosas que te resultan marcianas y trabaja en el mismo despacho que el resto de tus profesores? Sabes bien que no lo harías. Y los chavales tampoco. Siento ser tan tajante, pero es que el batallón de mediadores que hemos tenido en el cole apenas si nos ha servido para acercarnos un poco más a los chavales. La capacidad para mediar es algo que se produce con el tiempo, fruto del conocimiento mutuo, la cercanía y el trato cotidiano… se basa en la amistad, en la colaboración, en la confianza con aquel que forma parte de tu territorio, entiendas como entiendas esta palabra. ¡Claro que dentro de los propios grupos se deposita en ocasiones confianzas y afectos en determinadas personas a las que se les conceden ciertas capacidades de interlocución! ¡Claro que hay personas que tienen una especie de don para producir contagios interesantes entre sus iguales! Pero esas personas no pueden ser impuestas «desde arriba». Y, desde luego, hay que andar con mucho cuidado si no se quiere acabar transformando todo su potencial transformador en mero trabajo de burócratas. Y esto no es nada extraño que suceda cuando llegan contratados desde una administración lejana, que poco conoce la problemática concreta, y cargados con la tarea de rellenar mil informes de su actividad.

Tres líneas más y acabo, lo prometo. Pero es que hoy quería ser sistemática y me queda un último ingrediente de esta ensalada de la dinamización social: el empoderamiento. ¡Cuántas veces habremos pronunciado tú y yo esta palabra en las discusiones que nos traemos entre manos! Pero, ¿que hay realmente detrás de ella? Porque yo, en el tuto, lo único que veo que hacemos supuestamente para empoderar a las personas que nos rodean es invitar a las familias del instituto a la mesa de educación del distrito, que está plagada de técnicos, y dominada por ellos. Y no digo que no las invitemos, digo que eso no es más que un gesto muy mínimo y que dudo, de hecho, que los padres y madres se sientan muy empoderados en esas mesas. Muchas veces me pregunto si en esos espacios, donde los modos, los formatos, los lenguajes, los códigos, están marcados por los profesionales de la educación, no se sienten en realidad inferiores, dependientes de nuestras explicaciones, abocados a seguir las líneas que nosotros trazamos... Lo mismo cuando les invitamos a participar en las jornadas que nosotros mismos montamos y en cuyo proceso ellos apenas han tenido ni voz ni voto: al final del todo, les proponemos participar en un hueco del programa, para que cuenten «su experiencia» y nosotros podamos presumir de ceder la palabra a los padres y madres. Pero dejar hablar no significa escuchar. Para escuchar hay que incluir desde una posición de igualdad. El resto es puro teatro. Incluir en un proceso dado de antemano no permite extraer la potencia de una persona, de un grupo, de una situación singular en lo que tiene de singular: de hecho, lo que hace es alejarnos de esa persona/grupo/situación. ¿Cómo acercarnos a la situación de una comunidad educativa, de un territorio, entendidos ambos en sentido amplio, y construir palancas que aumenten su potencia y rompan dinámicas de exclusión, conflictividad, etc.? Éste es el problema que me interesa, y no sé si empoderar es el nombre que le daría… también porque una persona, un grupo, pueden empoderarse, puede haber procesos de empoderamiento a los que una puede contribuir, pero ¿existe empoderar como verbo transitivo, en vez de reflexivo?, es decir: ¿es posible empoderar a otros? Trasladando esto mismo al lenguaje que podríamos llamar militante o activista, para que no me digas que sólo miro la paja en el ojo ajeno, preguntaría también: ¿es posible luchársela a otros? Es decir, ¿tiene sentido empeñarse de forma individual o desde un pequeño grupo en impulsar procesos que no acaban de prender en un entorno social más amplio, que no consiguen conectar con malestares y deseos de muchos? Lo tiene siempre que tengamos claro que es algo que hacemos por y para nosotros mismos, pero se parece a una trampa cuando lo hacemos para o en nombre de otros. Y esta consideración no me parece que implique paralizar la exploración de diferentes prácticas de creación de espacios sociales de todo tipo. Sólo que nunca hay que dejar de preguntarse qué es lo que estamos haciendo ahí, por qué y para qué hacemos lo que hacemos, qué expectativas tenemos con respecto a los demás. Y si la respuesta es «estoy aquí por ellos», toca tomar precauciones urgentes, no sea que acabemos como Mary, en la película de Lars Von Trier (Manderlay), resentida contra los esclavos que en un principio se había propuesto «liberar». ¡Madre mía! ¡Las cinco ya y ni siquiera he parado para prepararme algo de comer! Más me vale dejarlo aquí y reponer fuerzas, que sé que el lunes me espera tu contraataque ;-) Te dejo, deseosa de escucharte de nuevo, Alicia

3. Afueras y adentros Madrid, a 29 de octubre de 2011

¡Vaya semana! ¡Y nos la queríamos perder! Nos hemos encontrado en corrillos por los pasillos, en torno a los no sé cuántos cafés que han caído a todas horas, en esa reunión del equipo de finales de semana… Y siempre el tema en el ambiente. Figúrate. ¡Qué revuelo por algo tan sencillo! Te reconozco que de alguna manera sabía que esto tenía que pasar. ¿Te enfadarás mucho si te digo incluso que una parte de mi deseaba que así fuera? No me malinterpretes, siento muchísimo el mal trago para vuestro equipo… Te explico mejor este extraño deseo, ¿sí? Cuando el otro día, Almu, del AMPA de nuestro instituto, tomó el turno de palabra en la mesa de educación del distrito y dio al traste con el orden del día que había previsto para la reunión, no creo que lo hiciera fruto de un arrebato. Llevas poco en tiempo en el insti, y quizá por eso la situación te pilló más desprevenido. No sé si te contaron que nuestra pequeña mesa lleva cosa de dos años en marcha. Cuando la pensamos, sentíamos la necesidad de crear un espacio de encuentro sobre educación en la zona. La idea era que fuese un espacio abierto, que implicase a todo aquel interesado en lo educativo a escala local, desde los profes, a los educas, a las familias, a los propios chavales. Aspirábamos a un espacio ajeno a las evaluaciones, planificaciones, inspecciones… que sirviese ante todo para conspirar juntos sobre cualquier cosa que imagináramos. Pero mientras unos imaginaban jornadas, cursos, talleres, otros tenían ideas aparentemente más difusas, que no encontraban ni el lenguaje, ni los modos para articularse, pero que siempre acababan encorsetadas en las propuestas más formales de los primeros… Vuestra propuesta, aparentemente inocente, de que organizásemos unas jornadas de educación y que las madres presentes se encargasen de la pegada de carteles y la ludoteca llovía sobre mojado. Por eso tantas miradas se cruzaron entre las madres, por eso la propuesta no suscitó más que encogimientos de hombros y cabreo. Por eso, Juan, Maite estalló y os acusó de tratar a las mamás del barrio de simple mano de obra para los eventos. Por eso Almú se plantó diciendo que «estaba cansada de que todo el rato viniera gente de fuera para decirles a ellas lo que tenían que hacer». «Gente de fuera…»: no es la primera vez que lo escuchas, ¿verdad? Yo tampoco. En mi coope de vivienda también nos hemos visto en situaciones parecidas. Nosotros, como hicieron las madres el otro día, también hemos pedido a los «técnicos de fuera del barrio» que nos dejen tranquilos. También les hemos dicho que se vayan todos y nos dejen en paz. Hemos apostado por la gente «de dentro», por aquellos que han hecho de su compromiso con el barrio algo firme y sostenido. Al resto les hemos dicho: nosotros sabemos mejor que nadie cuáles son nuestros problemas, y sabemos también mejor que nadie proponer soluciones. Juan, sé que una parte de ti comparte todo esto. Algo en tu mirada me lo decía el otro día, mientras escuchabas las quejas de estas mujeres. Pero también sé que otra parte de ti asiente cuando el resto de técnicos presentes en la mesa, enfadados, alababan precisamente esa exterioridad como una virtud, que posibilita llevar aire fresco, conocimientos y recursos nuevos a espacios muchas veces necesitados de oxígeno,

viciados dentro de viejas dinámicas de las que no acaban de poder desembarazarse. Entre lo uno y lo otro, en el cruce entre acusaciones y defensas, ¿te parece si nos preguntamos dónde se sitúa esa línea que levanta una frontera entre los que pertenecen y los que son de fuera? En uno de los muchos cafés en los que hemos coincidido esta semana te escuché decir que no te convencía para nada esa defensa a ultranza de la territorialidad. El otro día no quise meter baza, pero la manera en la que hablabais de la territorialidad no tenía matices. Cuando las madres de la mesa de educación o las gentes de mi coope decimos «no vengáis de fuera a decir lo que tenemos que hacer», el «afuera» no remite solo a una demarcación geográfica, el dentro no lo construye exclusivamente un dato objetivo como vivir todos en el mismo barrio, por ejemplo. Mira a Ana . Creo que ya te he hablado de ella: llegó al barrio hace seis años, con la intención de hacer una investigación (¡otra más!) en la zona. Era la primera vez que pisaba las calles de mi barrio… Al principio le dimos largas, nos daba pereza hacer de nuevo de conejillos de indias para investigadores que sólo quieren engordar su currículum. En poco tiempo ya estaba dándolo todo en la coope: a través de su compromiso, su disponibilidad y su sensibilidad, se convirtió en «uno de los nuestros». Digamos que hubo un momento en que, a ojos de todos, dejó de ser de fuera. O lo era, pero en un sentido positivo: alguien que podía aportar una experiencia diferente. Así que lo subjetivo, las trayectorias, las actitudes, importan en esta relación dentro/fuera. Poniéndome filosófica, empezaría por decir que hay muchas cosas que construyen esta línea dentro/fuera, interior/exterior. Se puede ser exterior en el sentido de no igual, de no compartir clase social e intereses, lenguas, destinos vitales, orígenes nacionales, género… Cuántas veces lo que nos hace exteriores es llegar a un grupo de jornaleros hablando con un lenguaje refinado que delata orígenes de clase media y años en la universidad; o llegar con esa corporeidad rígida, tan europea, a un grupo de adolescentes criados a ritmo de cumbia. Un poco el rollo del habitus del que habla Bourdieu. También se puede ser exterior en el sentido de no compartir territorialidad existencial, es decir, ese entramado hecho de recorridos cotidianos (espacios que se frecuentan), temporalidades, lenguajes, gestos, saberes que circulan, formas de vida y biografías que dejan su huella innegable en nuestros cuerpos. A falta de conocimiento previo, estas huellas abren automáticamente confianzas en unos y recelos en otros. No veo el sentido a negar que existen estas diferencias. Tampoco a alabarlas en sí mismas como base de un enriquecimiento mutuo que parece que deba suceder «sin más». Creo, Juan, que lo realmente interesante es reconocerlas, y hacer de ellas un impulso para aprender, para dejarse contagiar por el otro. Reinventarnos, y en ese renacer, lograr que el «afuera» y el «adentro» se penetren mutuamente, se redibujen todo el tiempo, estén en movimiento. De todos modos, el problema de la exterioridad se distorsiona cuando se piensa desde la idea de comunidades ficticias (que no imaginadas). Me refiero, por ejemplo, a cuando se habla de la comunidad de un barrio en un barrio donde no hay vida en común, o de la comunidad de los adolescentes en riesgo cuando ésta no es una comunidad sino una etiqueta adjudicada desde fuera. Aquí lo que hacemos es proyectar imágenes venidas del pasado (el barrio obrero luchador en el primer caso) o imágenes abstractas (creadas por una etiqueta cuya finalidad es contener una insubordinación o una anomalía) sobre una realidad donde no tienen vigencia, son pura proyección. Y es que esta cuestión del dentro/fuera es más compleja de pensar cuando lo que nos encontramos es un social atomizado, donde sí que existen formas de territorialidad existencial común, de uno u otro tipo, pero que tal vez no reconocemos como esa comunidad que buscamos (un lazo social visible, compacto, con una organización interna clara, con demandas claras hacia afuera, etc.)… y para

salvar el hiato, pues hacemos como si existiese. Ahí hay reclamos tipo el que han planteado las madres de la mesa de educación («qué venís a decir los de fuera» ) que pueden ser pura disputa de poder entre agentes en juego: pongamos una asociación de vecinos que ya no representa a un barrio y una ONG de reciente implantación; la asociación de vecinos puede intentar jugar la baza de descalificar a la ONG en tanto que agente exterior que no sabe nada del barrio, cuando en realidad ambas entidades tienen idénticos problemas de conexión con los tejidos vivos del barrio en cuestión, es decir, desde la perspectiva que te planteo aquí, son igualmente «exteriores» a esos tejidos. Por otro lado, dabas en el clavo el otro día cuando decías en el café que no toda relación exterior-interior es negativa y aquí añadiría yo que una relación positiva entre alguien que viene de fuera y un territorio no tiene por qué pasar necesariamente por la fusión/absorción de esa persona en el territorio en cuestión, como en el ejemplo de Ana. De hecho, hay muchas fusiones de ese tipo que son sospechosas, en particular cuando median diferencias fuertes de clase, de origen étnico… diferencias que, justamente, la fusión trata de tapar. El universitario que se pone careta de obrero para participar en un barrio de periferia; la doctoranda extranjera que se camufla de sin papeles para obtener datos de campo para su tesina: imposible no preguntarse ¿qué deseos ocultan estas máscaras? Pero sobre todo: ¿cuánto durarán? ¡Ay, Juan que me voy por las ramas! Intento ir al grano: ¿qué les diría yo a las madres de la mesa de educación ante su plante? Les pediría que cuenten qué les molesta de esas figuras exteriores que llegan para darles soluciones. Y escucharía atentamente, y tomaría buena nota de lo que planteasen, sin ponerme a la defensiva, estando dispuesta a replantear mi rol. Las diferencias de partida van a existir siempre, pero podemos convertirlas en algo interesante. Porque, en el fondo, lo importante en una relación exterior-interior es cómo funciona, qué asimetrías intervienen en su interior, qué ética la articula… Lo que yo oigo cuando estas madres plantaron cara en la mesa es: «Llegáis aquí con vuestros títulos y vuestra posición y sin preguntar nada a nadie creéis saberlo ya todo. Pero nunca escucháis lo que tenemos para contar, ni valoráis lo que sabemos, ni os ponéis en nuestro lugar. Habláis en un podio y lo que nos decís no nos sirve de nada, porque no toca tierra». Eso, Juan, es lo que yo oigo en sus palabras… Tanto tú como yo hemos visto mil relaciones interior/exterior como ésta que denunciaron las madres el otro día: es decir, cuando un agente exterior (sea un técnico de lo social u otro tipo de figura, llámase militante, misionero…) llega a un territorio concreto con deseos de hacer algo en ese territorio, por sus gentes, pero demasiadas veces sin sus gentes. Puedo contarte, si quieres, qué cosas no me han gustado del tipo de relaciones que se establecen. Por ejemplo, no me ha gustado cuando predomina cierta instrumentalidad, ya sea laboral, militante, activista o misionera. Es decir, cuando quiero que los otros estén ahí para cumplir la función que yo les he asignado a priori, que justifica mi estar en el mundo (o mi puesto de trabajo, o mi proyecto militante, o mi ONG, o mi ministerio religioso…): cuando quiero que sean el sujeto revolucionario de la revuelta que soñé despierta; cuando quiero que participen en las actividades que organizo para sacarme la foto y mostrar lo multicultural que es mi proyecto; cuando escucho sólo lo que quiero de sus historias, para que encajen a la perfección en el perfil de mi plan de intervención social; cuando quiero que me cuenten exclusivamente cuánto sufren y cuánto les ha ayudado mi institución o mi caridad… y en el momento en que no cumplen mis expectativas, me frustro, declaro que son una mierda y me piro. Tampoco me ha gustado cuando la figura exterior se piensa a sí misma, implícita o explícitamente, como gestor neutral de «procesos», como si ese saber superior del

que son portadores (por estudios y experiencia laboral), garantizase la capacidad de llevar a buen puerto los procesos sin alterar con ello el sentido que tienen para sus protagonistas. No me gusta porque esta posición genera dirigismos y delegaciones; y es que, además, cada grupo y cada territorio tiene su biorritmo y ninguna carrera universitaria, ni ninguna profesión enseñan a captarlo y modularlo, que es de lo que se trata. Y añadiría: colectivamente. Algo parecido diría de aquellas relaciones que se rigen por una supuesta neutralidad técnica: el agente exterior no sería sino un técnico que pondría al servicio de la comunidad una serie de herramientas técnicas y luego se marcharía. ¡A estas alturas seguir afirmando la neutralidad de lo técnico suena tan ingenuo! ¿Te acuerdas en la universidad, cuando nos reíamos de los profesores que defendían a capa y espada la objetividad del método científico? Y ahora, cuando se trata de nosotros mismos ¿qué ha cambiado? Las herramientas nunca son neutras, la metodología siempre tiene una ideología detrás, cada técnico tiene unas finalidades, algunas declaradas, otras inconfesables, que determinan su estar ahí, y si es asalariado, tiene también unos plazos, unos presupuestos, unos límites y (tal vez lo más importante) un puesto de trabajo que mantener. O se trabaja colectivamente, desde ambas partes, sobre esto, o la relación se vicia. Las cartas deben estar sobre la mesa: guardarse un as en la manga siempre fue hacer trampas. Mucho menos me convence, desde luego, lo que yo llamaría «interiorismo ingenuo». Lo he visto en algunos técnicos de lo social, también en algunos activistas: la idea de que, por el mero hecho de estar en un territorio, de frecuentarlo, ya formo parte de él, como una vía fácil para eludir las preguntas de la relación exterior-interior. El problema es que esta percepción suele ser unilateral: el técnico en cuestión se piensa «uno más», eliminando de un plumazo cualquier dilema difícil, cuando las gentes del territorio, sin embargo, siguen viéndole claramente como uno «de fuera». Recapitulando, que me enrollo como las persianas: no toda relación exterior-interior tiene por qué ser negativa, pero para construir algo que merezca la pena, una relación que rompa con la instrumentalidad, la gestión, las superioridades técnicas, las ingenuidades, hacen falta algunas cosas. Lo primero, compromiso: compromiso activo con el territorio, con la situación a la que uno llega a trabajar. No te rías de mí, que sé que cuando te planteo las cosas en estos términos te sale el cínico que llevas dentro. No hablo del compromiso del puño levantado. Hablo de otra cosa. Hablo, ante todo, de ser serios. Y ser serios significa reconocer las diferencias, no borrarlas con subterfugios. Reconocerlas y pensarlas. Hablo, también, de construir un diálogo donde las preguntas y las respuestas vayan en ambas direcciones. Ya no se trata, entonces, de que los sujetos (¿objetos?) con los que interaccionamos «se integren», «se empoderen», «se politicen», «se conciencien», «se activen». No. Se trata de aprender mutuamente. Y eso incluye también que el técnico sabelotodo o el militante hiperconcienciado (y es que en esto del problema de la exterioridad, profesionales de lo social y militantes comparten problemas parecidos) se pregunten qué les ha llevado a allí, a trabajar en otro territorio diferente del suyo y bajo aquellos roles, qué tienen para aportar y, sobre todo, qué tienen que aprender de aquellos con los que interactúan. Para ello tiene que haber un esfuerzo enorme por hablar de maneras que no nos coloquen por encima, sino con las que transmitamos. Y un afán igual de enorme por escuchar, también, lo que el otro tiene que decirnos. Aunque cueste entenderse, aún reconociendo que no hablamos la misma lengua. Un poco aquello que decía el filósofo del encuentro secreto: aquel donde por ambos lados se hace una y otra vez el esfuerzo para que lo que decimos llegue al otro lado, aún sabiendo que, en la medida en que somos diferentes, mucho se queda por el camino. En esta lectura, en definitiva, compromiso remitiría directamente a una disponibilidad (disponibilidad real, plena) a poner en juego lo que somos con los otros. En ese momento, cuando estamos ahí, presentes de verdad para/con los otros, abiertos a esa

transformación mutua, sin resistencias por aquello que podemos perder, se rompe la serialidad, el dirigismo, el tecnicismo, la instrumentalidad… y nace ese enamoramiento (sí, no te rías, hablo de enamoramiento) que es el origen de todas las cosas que merecen la pena. Por ahí va la relación positiva entre agente exterior y territorio/comunidad que soy capaz de imaginar. Que en lo concreto, en el jaleo con las madres, pasa por sentarse con ellas, dándoles tiempo y escuchándolas de verdad. No es todo, pero es un primer paso. A ver qué nos depara el lunes. Espero que los ánimos estén más calmados y que podamos introducir algunas de estas cuestiones en el debate. ¡Hasta ahora tus compas han estado tan a la defensiva! Todo lo contrario a la disponibilidad de la que hablo… Cruzo los dedos. ¿Serás mi cómplice? Un besazo, Alicia

4. Público y privado, o de la externalización de lo público realmente existente Madrid, a 26 de noviembre de 2011 Juanchu, El tiempo pasa volando. Dos meses y medio desde que llegaste al instituto, casi un mes y medio desde que iniciamos este mano a mano epistolado…y ¡zas! Un par de semanas más y te tendré que decir adiós. Ya sé que no perderemos el contacto ahora que nos hemos reencontrado ¡Más te vale no dejarme sin unas cuantas cervezas de vez en cuando! Pero no me refiero a eso. Te vas del instituto, y eso sí que no deja mucho margen a los matices. Han sido semanas de sentimientos encontrados. Cuando nos informaron de que un nuevo proyecto llegaba al instituto, me sentó como una patada en el culo. ¡Otra vez un nuevo programa que no habíamos pedido y del que nada sabíamos! Pero todo este cabreo se borró de un plumazo cuando te vi aparecer, Juan. Lo que fuera que ibais a hacer en el instituto, sería bueno. Tú eras la garantía. Pero ya se acabó. Para variar, apenas ha dado tiempo a nada. Acabamos de empezar a nadar juntos cuando topamos con un dique que frena en seco la corriente. ¡Joder, Juan! Pese a las reticencias iniciales, a los malos rollos con el AMPA, a los traspiés y malentendidos, había algo que empezaba a tomar cuerpo. No se trata sólo de nuestras charlas, que me han obligado a ordenar ideas, cuestionarme mis puntos de partida, etc., sino de posibilidades que se abrían en el instituto, ahora que empezaba a haber algo de conocimiento mutuo, ahora que empezaba a crecer algo de confianza. Pero ¡pum!, ¡todo a la basura! Con esta desazón en el cuerpo, quiero escribirte hoy de este ir y venir de equipos técnicos que hace que también tú, tu cooperativa, os marchéis dentro de un par de semanas. Sé que a ti también te da rabia marcharte, porque sabes perfectamente que acabamos de empezar. De verdad que no entiendo tu defensa de la externalización de la intervención social, cuando es justo la externalización la que genera esta temporalidad que ahora corta en seco el proceso incipiente. De acuerdo, gracias a ella apareciste en el tuto, pero ¡también le debes a ella el que os tengáis que ir cuando apenas si han pasado dos meses desde vuestro aterrizaje! Según decías ayer, externalización, gestión indirecta, iniciativas mixtas públicoprivado, son, para ti, procesos de democratización de lo público. Llegaste incluso a exclamar: «¡Alicia, nosotros somos lo público también! Pero de otra manera y mejor». Es verdad, la gestión indirecta de la intervención social y de buena parte de los servicios sociales permite que cooperativas como la tuya, pero también muchas asociaciones, gestionen recursos públicos. Y, desde luego, pequeños experimentos como los que hemos planteado este último mes no hubieran sido posibles dentro de los rígidos esquemas que marca la administración. Si no podemos salirnos de la planificación curricular ni siquiera en un tema… ¡¿te imaginas haberles propuesto nuestros talleres de radio y nuestros recorridos colectivos por el barrio?! Recuperar estos espacios, conquistarlos por la ciudadanía y blindarlos tanto ante la burocratización y la rigidez de lo público estatal que conocemos como ante posibles formas de sumisión al mercado es una tarea urgente. Ahora más que nunca. Cuando

todo aquello que se conquistó como derechos por parte de las luchas obreras y vecinales, ha pasado a ser concebido como servicios que se consideran cargas en el balance de las cuentas del Estado, lo público no puede ser relegado a otros: tenemos que reapropiárnoslo. Pero, Juan, ¿de verdad crees que es eso lo que está pasando en las formas de gestión indirecta de servicios públicos? Me dirás: es que no es lo mismo que la gestión caiga en manos de una cooperativa o asociación, una entidad sin ánimo de lucro, a que caiga en manos de una empresa. Lo primero, dirás, es cogestión, lo segundo es privatización. Vale. Tienes razón: no es lo mismo que se conceda la gestión de una escuela infantil a El Corte Inglés a que se conceda a una cooperativa de educadores. Y no es lo mismo que al instituto vengáis vosotros a que venga Grupo 5 o un equipo de EULEN. Los dos estamos contra la participación de las entidades lucrativas en la gestión de lo social. Pongámonos entonces en los casos en los que la gestión pública indirecta recae en manos de entidades sin ánimo de lucro. Tal y como se da este proceso en la actualidad, ¿de verdad crees que se puede considerar una «reapropiación de lo público desde abajo»? Porque mi sensación es que los tiros van por otro lado… y que la dinámica que se crea a través de la externalización, aunque no pase por el lucro, sí que tiene mucho que ver con el mercado. Vayamos a los hechos. Os vais en unos días del instituto. Y eso no lo hemos decidido ni tú, ni yo, ni las AMPAS, ni los chavales. Es una subvención que se acaba cuando el trabajo no había hecho más que comenzar. Y eso, Juan, ¿quién lo ha decidido? Las instituciones del gobierno central, autonómico y municipal pagan. Pero no dan una carta blanca: ¡qué te voy a contar al respecto que tú no sepas ya! Muy al contrario, se convierten en agentes reguladores que establecen prioridades (en forma de pliegos de condiciones y estructura y difusión de las convocatorias, a quién le llegan y a quién no, cuánto de abiertas son, quién puede entrar y quién no logrará hacerlo nunca) y marcan las reglas del juego. Deciden cuándo comienza un proceso, a quién va dirigido, cuánto dura y cuándo acabará. Fijan la dirección. Determinan buena parte de los cómos o, al menos, exigen buenas cantidades de trabajo burocrático en torno a informes y estadísticas. Zanjan que vosotros os vais ahora. Decretan lo que vendrá después. ¿Dónde está la ciudadanía en todo esto? En fin, que, donde tú ves «reapropiación de la administración de lo público», lo que yo veo es una trama tejida de dependencias verticales, donde las cooperativas, asociaciones y demás entidades bailan al son de los políticos de turno. ¿Que a qué me refiero? Imagina: el suelo y las paredes de madera; las persianas entornadas apenas si dejan pasar escasos rayos de luz; una mesa en el centro y alguien con impecable traje y porte intachable sentado en ella. ¿Recuerdas las palabras? «Me debes un favor, un día, aunque podría ser que ese día no llegara nunca, seré yo quien te pedirá un pequeño favor». ¡Ja, ja! Perdóname la broma. ¡Ya sabes que me encanta «El Padrino»! Creo que ahora sabrás mejor por dónde voy… El acceso a las subvenciones, demasiadas veces está hecho de favores e informaciones privilegiadas, y se teje muy claramente a través de vínculos personales. Así, cuando uno logra una subvención, contrae también una deuda, debe un favor. Y si se desvía demasiado de ese pacto velado ¿quién podrá garantizarle que no habrá represalias? Cuando una coope u otra entidad recibe una subvención, ya debe estar pensando en la siguiente… Y conseguirla tiene su precio. ¿Qué sucedería de saberse que los talleres que habéis organizado han propiciado un espacio de encuentro y agite de vientos que impulsan mareas (verdes)? ¿Os renovarían la subvención el curso que viene? Cuando te saco estos temas, tú siempre me hablas de los «márgenes de acción»: lo mucho que podéis hacer en los recovecos a los que los ojos de la administración no llegan. Pero es que no se trata sólo de una censura de determinados contenidos o de

dinámicas más reivindicativas. El Estado no sólo está ahí, como decían los Mano Negra, para decidir “lo que va y lo que no será”, sino que, a través de la dinámica de las subvenciones, convenios y adjudicaciones temporales, crea un campo marcado por la competencia: las entidades rivalizan entre sí para hacerse con unos dineros y contratos públicos cada vez más escasos. ¿Recuerdas lo que me decías de la importancia de crear redes? Esas redes entre entidades, ¿qué solidez tienen cuando quienes participan en ellas son rivales dentro de un auténtico mercado de saldos? ¿Cuántas desconfianzas no crean la sucesión de experiencias donde una entidad se llevó un convenio con un proyecto cuya idea era de otra entidad, cuando aquella cooperativa guardó en secreto un concurso porque lo tenía apalabrado o donde, en el último momento, apareció una nueva asociación capaz de ofrecer un presupuesto más bajo que el resto y ganar así la convocatoria? Mercado de saldos. Una temporada permanente de rebajas que se acerca peligrosamente al remate final. Para excusarme por si te resulta demasiado bestia (vosotros estáis, digamos, en el ajo) te diré que la expresión no es mía, sino de compañeras tuyas de profesión1. Y tienen razón: la externalización de lo público, tal y como se dio en los años '80, supuso primero que lo social se organizara como un mercado (mercado de proyectos, de propuestas, de marcas de profesionalidad, de planes de intervención, de información privilegiada, que se ofrecían al Estado para ser subvencionados y contratados). Es verdad, era un mercado protegido, sólo podían competir las entidades sin ánimo de lucro. Pero luego vino el siguiente paso: vía libre a las empresas. Y ahí, ya, lo social se convirtió literalmente en un espacio para la obtención de beneficios: ya no sólo réditos políticos, sino plusvalías económicas. Escalofriante. Fueron las propias administraciones públicas las que empezaron a decir: más por menos –sencillo y contundente. Eficaz creo que es la palabra de moda. Eficaz y eficiente, el tándem en boca de todos. ¿En qué se traduce esto? Jaja, me da la risa – por no llorar. «Más» no significa multiplicación de actuaciones con verdaderos efectos sociales (efectos que habría que evaluar, valorar, reflexionar entre todos los implicados), sino proliferación de acciones cuantificables: número de atenciones, perfiles de los usuarios atendidos, actividades organizadas… «Menos» significa lo evidente: menos salario, menos recursos, menos tiempo, menos calidez. ¡Hasta nosotros lo notamos en el insti! No importa si hemos conseguido hacer una intervención con un chaval con fuerte absentismo que le haya permitido reengancharse a la ESO y soñar con un futuro distinto. No. Importan el número de expedientes nuevos que hemos abierto en el instituto, el número de talleres realizado, el número de chavales que han pasado al Bachillerato… Y si son más que el curso pasado, pese a que ahora somos cerca de un 20 por ciento menos de plantilla, ¡brindemos por ello! ¡Éxito absoluto! ¿Los resultados reales de todos esos números? ¿A quién le importan? Nosotros tenemos que competir todos los años con otros coles en ese ránking siniestro que organiza la Comunidad de Madrid. Juan, las coopes también tienen que hacerlo. En la subasta de subvenciones ganará el mejor postor. El que ofrezca más por menos. Vale. Puede que haya cooperativas y asociaciones súper hábiles: que cuenten con una creatividad y un saber hacer increíble y consigan, pese a todas estas restricciones y con otros puntos de apoyo (fuentes de recursos, gente que echa tiempos y energías de forma gratuita porque se cree el proyecto, etc.), utilizar este dinero público para crear otro tipo de servicio público, más democrático. Pero está claro que la propia estructura de la externalización produce sus inclusiones y exclusiones, su jerarquía de

1 Plataforma Por si Cierran, http://porsicierran.blogspot.com/

lo que vale y lo que no, de lo que se paga y lo que no. Y ya no te digo sólo a la hora de qué entidades y asociaciones logran acceder a las subvenciones, sino, dentro de cada entidad, de cara a la gente que participa en los proyectos. Por ejemplo, se paga al técnico de lo social, que aporta herramientas técnicas sobre dinamización de grupos; pero no se paga a la vecina que se conoce el barrio al dedillo y hace de mediación/traducción entre ese técnico y los diferentes grupos que habitan el barrio. Un clásico es la historia de los centros de planificación familiar. No sé si alguna vez te contaron que nacieron desde abajo, en los tiempos de la lucha por el derecho al aborto, a los métodos anticonceptivos y demás. Eran lugares donde las mujeres se juntaban y aprendían a conocer mejor su cuerpo. Había médicas, ginecólogas, psicólogas, y muchas otras mujeres. Había consultas individuales, pero también se ensayaron consultas colectivas, donde se iba del saber codificado a la experiencia y viceversa. Se practicaban abortos, pero también se redescubría la sexualidad colectivamente. Las mujeres (todas, médicas y psicólogas incluidas) perdían tabúes, aprendían a utilizar el espéculo y se intercambiaban métodos anticonceptivos y técnicas de negociación en la cama. Juntas, en esa complicidad cocida a fuego lento, luchaban cada vez que una mujer era encarcelada por haber abortado. Con la transición, estos centros se institucionalizaron. Fue una victoria, en el sentido de que accedieron a un montón de recursos. Pero empezaron las exclusiones. Las consultas se cerraron y sólo las profesionales se quedaron dentro. Se acabó la reapropiación de la ginecología, la dinámica de redescubrimiento de la sexualidad, las exploraciones colectivas sobre las interrelaciones entre aparato reproductivo y sistema endocrino, por un lado, y condiciones de vida y estados de ánimo, por otro. La posibilidad de una ciencia transversal y desde abajo perdió su laboratorio. Y la lucha por los derechos reproductivos perdió gran parte de su aliento. Hay otros ejemplos. Pero a lo que iba es a qué es lo que se deja fuera: lo no técnico, aquellos saberes y maneras de hacer inmanentes con un tejido y/o con una lucha (en el caso de los centros de planificación, la segunda ola del feminismo), lo que no habla en los códigos de lo instituido. Se añaden más interrogantes a tu ecuación: ¿externalización de servicios=democratización de lo público? ¿De verdad? Hay otra cuestión que me jode de todo esto. En buena medida lo considero algo menor, dado el calado de todo lo anterior. Pero es de esas cosas donde una piensa: ¡pero qué morro! Y es que la externalización, no sólo no es un mecanismo de democratización de lo público, no sólo produce una trama de dependencias verticales y rivalidades horizontales, no sólo prima el beneficio económico y la lógica del más por menos, no sólo excluye los saberes menores… además sirve para que las administraciones públicas se libren de un plumazo de la conflictividad de las relaciones laborales: se acabaron las negociaciones con los sindicatos, las posibilidades de huelgas y paros, el pago de indemnizaciones y bajas… todo ello queda transferido a las «entidades» en un sector tan fragmentado (otro efecto de la externalización) que cualquier conquista laboral mínima se torna una quimera. Véase la última negociación del convenio colectivo del sector… Sí, ésta es la externalización existente -te oigo replicarme-, pero hay otra externalización posible: una externalización por la que deberíamos luchar, para dar a lo público su verdadero significado. Una externalización donde los recursos públicos, es decir, lo que es de todos, pudiera ser gestionado por todos; donde cada barrio, cada territorio, cada comunidad tuviera recursos para atender a sus necesidades y resolver sus problemáticas, determinadas internamente. Cuando te oigo decir estas cosas es cuando más te sigo, cuando te miro y te digo: sí, allá vamos. Pero lo real existente tiene cierta resistencia a los sueños: esa resistencia propia de la materia, del peso de la historia depositado en ella. El carácter que tenga la cesión de

servicios públicos para su gestión por entidades no integradas en los aparatos del Estado depende de relaciones de fuerza: esas relaciones de fuerza determinan qué concesiones van a quién, por ejemplo (si a la Iglesia, a Eulen, a Grupo 5, a vuestra cooperativa o a una asociación de barrio); determinan también el contenido de los típicos pliegos de condiciones de todo concurso público (si se prima el «más por menos» o criterios de calidad o de participación); determinan cosas mucho más etéreas como qué entendemos por efectos sociales o qué hace que una asociación pueda sostenerse. Te conozco, Juan, tú no eres un ingenuo. Sabes bien que hoy por hoy, en las relaciones de fuerza dadas, en el contexto dado, es totalmente ilusorio pensar que es posible cambiar el sentido de las relaciones de fuerza a favor de dinámicas más democratizadoras de lo público desde pequeñas asociaciones y cooperativas implicadas en ese mercado de saldos en el que se ha convertido lo social. Y no necesariamente porque sean pequeñas, sino, sobre todo, porque su ser en el mundo está demasiado determinado por la trama clientelar (dependencia hacia arriba, rivalidad hacia otras cooperativas/asociaciones) y por el sistema de inclusiones/exclusiones de la externalización actualmente existente. Por desgracia, por más que miro, busco y deseo, no veo una fuerza que, próximamente, vaya a tornar el viento a favor. Y no, Juanix, no estoy defendiendo la centralización estatal, con sus burocracias y su estructura funcionarial. Has sido testigo estos meses de todas mis quejas contra las rigideces y bloqueos que genera dentro del instituto. La única alternativa a la externalización no es más Estado. No. Hay otra vía, y es la gestión entre todos de lo que es de todos. Rollo Manifiesto de los comunes2. Rollo las comunidades de regantes de Bolivia. Me dirás: eso mismo es lo que buscamos en mi cooperativa. Ya, Juan, pero es que la carretera de la Coruña no es el camino para llegar a Cádiz. Para avanzar en ese sentido hay que partir de dinámicas bien abiertas, en construcción permanente, a la escucha de lo social en movimiento, que tiendan a transversalizar en vez de a segmentar, que no tengan que vérselas con el mercado porque sean totalmente ajenas, donde la lógica de distribución de recursos tenga criterios universalizadores y no corporativos, donde el otro sea siempre un potencial aliado y no un rival en la sombra… Vuestra cooperativa os da un puesto de trabajo desde el que hacer algunas cosas interesantes y otras muchas aburridísimas, y yo valoro un montón eso interesante que hacéis y, aún más, vuestros intentos de construir cierta ética con aquellos que la profesionalización de lo social coloca como «usuarios», «beneficiarios», «destinatarios» (buf, ¡hay tantas palabras y todas dan tanto repelús!) de lo que hacéis. Pero ya. ¿Me he pasado de dura e hipercrítica? Te mando un abrazo cálido, por si compensa un poco ;-) Alicia

2 Manifiesto de los comunes. Por una nueva carta de derechos sociales: http://madrilonia.org/2011/03/manifiesto-de-los-comunes-por-una-nueva-carta-de-derechossociales/

5. Para durar... Madrid, a 17 de diciembre de 2011

Ay, Juan Juan Juan ¡que ya te echo de menos! Y no sólo yo: varios alumnos me han preguntado por ti. ¿Vendrás a la fiesta de navidad? Les he dicho que sí. He creído entender que Marisol y Ana María te querían dar algo que habían escrito. Me da mucha curiosidad. No sé si será la distancia de no habernos visto en estos días o qué, pero hoy me he levantado como regañándome a mí misma por toda la plasta que te he dado. Por momentos, tengo la sensación de haber adoptado una posición demasiado exterior (¡yo que me he tirado tanto el pisto sobre la inutilidad de tantas miradas exteriores!), de haber caído en el hipercriticismo y en cierto purismo, como si contara con todas las respuestas y estuviera por encima del bien y del mal. Sé que tu participación en la cooperativa forma parte de una búsqueda que es también mi búsqueda: lo llaman militancia pero a mí me gusta más llamarlo compromiso con lo común, búsqueda de formas de contribuir a la transformación de lo existente, a favor de una mayor justicia social, de una mayor felicidad de todos y de todas. Ya lo sé, te sonará rimbombante, pero bueno, ya sabes a lo que me refiero... lo de libertad, igualdad y fraternidad, pero actualizado y desde abajo... Sigo con el hilo: siempre me has presentado tu incorporación al mundo cooperativista de la intervención social como una apuesta por compatibilizar el trabajo con esa búsqueda militante, como una manera de hacer de la militancia algo más serio y dedicado, pero también de sacarla del sacrificio y de la precariedad. Tenemos que salir del «voluntarismo», decías el otro día, en esa larga charla con la que nos despedimos. Y añadías: «los años pasan y si no resolvemos este problema de cómo construir una militancia madura y sostenible, iremos viendo cómo los compañeros se van retirando poco a poco y cómo todas nuestras apuestas de transformación se quedan en agua de borrajas». Me dejaste pensando. No te digo que no sea éste un dilema que me preocupe. Cada vez que me veo haciendo malabarismos con los tiempos y las citas, corriendo de aquí a allá, sin poder dedicar una atención plena y de calidad a muchas de las cosas que me importan, me pregunto si el tipo de vida que tengo es sostenible. Sobre todo a largo plazo: ¿qué pasará si quiero tener hijos? ¿O me hago viejita y ya las fuerzas no me alcanzan? Pero la solución que propones me parece que desvía el tiro. Digamos que, cuando te preguntas sobre la sostenibilidad de esa apuesta militante, de esa tensión hacia el compromiso, que nos habita desde la universidad, pones en el centro el engarce entre militancia y trabajo. Es decir, para ti, lo ideal sería poder fundir en una sola y misma cosa, en un solo y mismo tiempo, las actividades que hacemos para contribuir a la transformación social y las que realizamos para ganarnos el pan. La militancia sería sostenible en la medida en que pudiéramos convertirla en trabajo asalariado, porque así no tendríamos nuestro tiempo escindido entre aquellas actividades que hacemos para otros, bajo mando (de una empresa, mayormente), para conseguir dinero y aquellas actividades que desarrollamos libremente y que dedicamos a contribuir al cambio. El trabajo social comprometido y cooperativista, sostenido por subvenciones, sería para ti una buena vía para avanzar en esta dirección. A partir de mis cartas y de nuestras conversaciones, va de suyo que me cuesta ver el trabajo social, en sí mismo, como una forma de militancia, por más compromiso y cooperativismo que contenga. Aquello de no coger la carretera de la Coruña si resulta que queremos ir a Cádiz. Pero, en realidad, el problema que encuentro en tu argumentación empieza antes, en esa fusión que planteas entre

deseo de transformación y tiempo encorsetado en la jornada laboral. Digamos que, para mí, lo que hay que poner en el centro de cara a la sostenibilidad del compromiso no es ese tiempo, que, a través de la remuneración, se liberaría de otras actividades heterónomas, porque no veo en el tiempo la clave de todo. Es decir, no es por falta de tiempo que tantas veces nuestros esfuerzos son ineficaces. Si la revolución no ha estallado ya no es porque no haya suficientes asalariados en su nombre. En vez del tiempo, lo que yo pondría en el centro es la disponibilidad. Y es que, Juan, para mí, lo que está claro a estas alturas de la película y de nuestras vidas es que el cambio no depende de mí, Alicia o Juan, ni tampoco de Luis o Josefina, no depende de la cantidad de horas y de saberes que dedique a las tareas que considere prioritarias para ese cambio. No. Depende de complejas ondas de transformación que no puedo provocar directamente, a partir de una decisión individual o de unos pocos, pero a las que sí que puedo aportar mi pequeña y singular semilla. Acabemos de una vez con el narcisismo y la superioridad de quienes se piensan como «militantes». Y si de eso se trata, de aportar lo de uno a una onda de cambio que es cosa de muchos, es muy importante, fundamental diría, presentir esas ondas, situarse en el lugar preciso, y sumergirse en ellas. ¿Te acuerdas cuando jugábamos en las playas de Cádiz? ¿Qué hacía falta para coger las olas? Estar en el punto justo del agua con la disposición corporal adecuada. Pues eso. Por ahí va la cosa. El oleaje es tan asombroso y potente precisamente porque es imprevisible. Los surferos lo saben bien: su arte no depende de estar en la playa en horario fijo de ocho a tres… sino de vivir cerca del mar, observar con cuidado la superficie del agua, los cambios del viento, las señales que nos dan los bancos de peces, bajar tabla en ristre cuando llega el momento preciso y ahí, saber leer los recorridos de cada ola, inventar maneras de colocar, manejar y pulir la tabla, ser ágil para sumarse a su impulso a tiempo... En esta línea, mi formulación del dilema no sería, entonces, ¿cómo remunero el tiempo que dedico a la militancia para que pueda ser un tiempo suficiente y de calidad?, sino: ¿cómo se organiza esa disponibilidad hacia lo social en movimiento para que sea sostenible (es decir, para que no reventemos en el camino, o nos sequemos, o nos amarguemos)? Y, aquí, añadiría otro elemento: y es que, de cara a la sostenibilidad, de cara a mantener activo el compromiso con el cambio, no se trataría tanto de pagar esa disponibilidad (¿es acaso pagable? ¿No podemos incluso matarla al convertirla en trabajo?), como de organizarla para que engarce con la vida, o, en otras palabras, para que ni nosotros, ni nuestro deseo muera en el intento. He aquí, entonces, una nueva ecuación, donde ya no estaríamos hablando de tiempo, trabajo y remuneración, sino de disponibilidad y vida. Tienes toda la razón, la nueva formulación no nos da la respuesta pero, al menos, nos pone sobre la pista adecuada, que ya es mucho. Nos permite pensar otro camino, otro tipo de experimentación. El reto ya no sería tanto cómo profesionalizar y pagar mis actividades militantes, con el objetivo de poder dedicarme plenamente a ellas, sino cómo es posible organizar nuestros modos de vida de una manera que me permita sostener cierta disponibilidad hacia lo común, cierta actitud de escucha y de compromiso con lo del otro y lo de todos, para «que la injusticia no me sea indiferente», como dice la canción, para contribuir con lo que sé y me gusta hacer a la transformación social. Y sí, has leído bien: no hablo de trabajo, sino de vida, porque aquello que hace que vivamos la vida de una determinada manera no es sólo el trabajo. Más bien te diría ¡si yo lo que quiero es confabular para tener una vida lo menos atravesada posible por el trabajo asalariado, ese cuyos fines y lógicas no determinamos nosotros ni nuestros

iguales! Ya sé, ya sé, los hippismos radicales no llevan a ninguna parte: de algún lugar tenemos que sacar el pan de cada día, no lo niego. ¡Pero hay tantas cosas que podemos hacer para que no se nos vaya la vida en sacar ese pan! Enumero así, al azar, las primeras que se me vienen: por ejemplo, buscar estrategias para poner las actividades que desarrollamos en el curro al servicio de esas ondas, micro y macro, de cambio, pero también de solidaridades y mutualidades horizontales. Aquí me acuerdo de una azafata que aprovechaba sus vuelos para llevar y traer materiales de pequeñas editoriales, favoreciendo intercambios transatlánticos de ideas, en cuya construcción ella también participaba, y de un programador cultural que forzaba a su institución a abrir espacios y recursos para iniciativas desde abajo, o de una administrativa que ponía la fotocopiadora de la multinacional para la que trabajaba al servicio del movimiento contra los desahucios de su barrio... me viene también a la cabeza una profesora que, en lugar de impartir cátedra desde sus clases, abría espacios de pensamiento en el aula y sacaba el aula a la calle, o un médico que desobedecía a las leyes sanitarias excluyentes y seguía atendiendo a todos los usuarios por igual, en sintonía y colaboración con todo un movimiento por la sanidad pública... Sí, lo sé, a veces esto no es factible y tenemos un curro totalmente alienante, pero quizá tenemos margen para escaquearnos y estar disponibles a través de internet en diferentes actividades. O podemos imaginar trabajos que nos permitan ganar bastante pasta en poco tiempo, dejándonos mucho tiempo libre para dedicarlo a otras actividades. Conozco también a mucha gente que, reduciendo el consumo y tirando de ayudas o de redes familiares y de amigos con más recursos ha podido alternar periodos de trabajo y periodos de paro o apañarse con jornadas a tiempo parcial, liberando mucho tiempo para esa disponibilidad para el compromiso de la que te hablo... Las estrategias son infinitas y no sólo pasan por transformar nuestra relación con el trabajo, sino también por otras cosas que forman parte de nuestras vidas y que, organizadas de otra manera, te diría más común, pueden contribuir a una mayor disponibilidad: compartir casa para abaratar el coste de la vivienda, compartir las responsabilidades de cuidados, que tan individualizadas están, crear espacios para la sociabilidad y el aprendizaje compartido y para formas de ocio y disfrute en común que no pasen por el dinero… En fin, Juan... que no es sencillo, hay muchos rompecabezas que montar en este terreno y no hay recetas universales, pero, a la par, hay tanto margen para experimentar, para inventar… ¿Por qué nos empeñamos en pensar que la solución pasa sólo por uno mismo –yo y mi curro- precisamente cuando si hay algo que compartimos, tú, yo y todos los que andamos en esto, es un apasionamiento por un común en tiempos de individualización salvaje? ¿No tendría más sentido pensar en cómo compartir todo aquello que tenemos para hacer de nuestras vidas otra cosa? Al fin y al cabo, Juanillo, ¿cuánto hay de elección real en eso que llamamos nuestro trabajo? ¿Cuántas veces no nos hemos sentido al borde del abismo al pensar «qué hago yo aquí»? Yo, de esto, puedo escribir todo un manual en primera persona: ¿quién me iba a decir a mí, cuando empezamos la carrera, que iba a acabar dando clases en un instituto, siendo partícipe del sistema de derivaciones que tanto detesto, por no hablar de los reglamentos sancionadores y de los temarios constrictores? ¡Son tantas las cosas que se han enredado en el camino que nos trajo hasta el lugar en el que estamos ahora! Partimos, cada uno, de un sitio distinto, que marca de por sí el mapa de las sendas posibles, y vamos haciendo elecciones, unas veces de forma más consciente, otras forzados por las circunstancias, y otras tantas sencillamente porque, en ese momento, el viento parecía soplar en esa dirección. Ahora estamos aquí, y no siempre es posible desandar todo lo que llevamos a la espalda. Empeñarnos en hacer de la necesidad virtud no siempre tiene mucho sentido. No quiero cargarme con la

responsabilidad de tener que hacer la revolución desde este trabajo, cuando a veces ni siquiera sé explicarme a mí misma qué narices hago en este instituto. Tampoco quiero decir con esto que olvidemos que son muchas horas las que pasamos en el curro como para resignarnos a no intentar nada desde ahí. Algo hay que hacer, sin duda, con aquello con lo que nos ganamos la vida… Al hilo de en qué medida es posible hacer de nuestros trabajos otra cosa me viene la experiencia de un colectivo que he conocido hace poco, Barrilete Cósmico 3. Te lo pongo a modo de inspiración. No de modelo, ni siquiera de ejemplo, porque la manera en la que cada quien resuelva el dilema es totalmente situacional: de eso estoy segura. Los modelos y los ejemplos sobran: toca componerse con la propia biografía, las alianzas a mano, el contexto y lo que cada cual puede y quiere, forzando los límites, pero partiendo de las potencias de lo que hay, improvisando e inventando soluciones, siempre provisionales. Inspiración entonces, los del Barrilete Cósmico. Y también, en muchos sentidos, provocación. Jeje, sí, incluso cuando quiero conciliar, Juanix, acabo provocándote, pero que conste que en este caso la provocación es también para mí misma y mi idea de entender la militancia. Te cuento de qué van. Son educadores sociales, como tú, aunque difícilmente se identificarían con esta etiqueta: son los educadores sociales que menos creen en la educación y el trabajo social que puedas imaginar (y mucho menos en ellos como camino hacia el cambio: ¡tendrías que ver cómo se ríen de eso!). Pero es que de algo hay que vivir y eso no lo niega nadie. Trabajan en Buenos Aires, con niños de la calle. Los pibes, les llaman ellos. Desde ahí, es decir, desde un encadenamiento de azares y ocasiones, que les juntó en el Barrilete Cósmico, hacen de trabajadores negativos, un poco a la manera de René Loreau. ¿Cómo? Aliándose con los pibes, construyendo, desde el punto de vista de esa alianza, un hacer punk que desmonta y agujerea todas las tecnologías de gobierno implícitas en el trabajo de intervención social. Aliarse: la palabra está tan manida que probablemente no te diga nada. En su caso significa algo muy radical. Lo mejor sería que les vieras en acción, pero como no te puedo pagar un billete hasta Buenos Aires, tendrás que conformarte con mis palabras. Para ellos, aliarse es ante todo ponerse del lado de los pibes, de manera incondicional: «bancarse a fondo», como dicen por allá. Y esto actuando contra la lógica punitiva que persigue a los chavales de la calle. Pero no desde una misión trascendente de salvación, de «estar por el bien de»: de hecho, otra de las cosas que más me flipó de su trabajo es hasta qué punto reniegan de todos los códigos del trabajo social y de toda esa moralina que coloca al trabajador social por encima de aquellos con los que trabaja porque «quiere el bien de los desfavorecidos», «lucha por ellos». Para ellos ¡alucina! no hay metas ni finalismos, no tratan de resolver tal o cual situación. Lo suyo, dicen, es «Pura Suerte». Trabajan directamente desde el juego y el encuentro, sin horarios ni segmentación vital, sin casos ni programas, sin equipos técnicos que decidan por la vida de nadie: entrenándose en la improvisación... Entienden que ésta «es la manera de estar en el mundo de los pibes» y que introyectarla es el mejor modo de devolverles la dignidad, a ellos, a su vida y a su perspectiva: devolvérsela de manera mucho más plena de lo que podría hacer «cualquier taller de empoderamiento, del que ellos se van a cagar de risa».

3 Las dos partes de los cuadernos de este colectivo (Pura Suerte: Pedagogía mutante y Estación Zombie: Pedagogía mutante 2), pueden descargarse de la web de la editorial argentina “Tinta Limón”. Por su parte, el proyecto audiovisual que acompaña a estos cuadernos puede seguirse en el canal en Youtube de “Estación Zombie”.

Ojalá yo me atreviera a llevar la radicalidad de la alianza con mis peores estudiantes hasta sus últimas consecuencias, como hacen los de Barrilete Cósmico… Por cierto, hay que decir que, desde su devenir pibes, se reirían de nuestras preguntas sobre militancia y sostenibilidad. No en vano escriben: «no somos técnicos ni profesionales, pero tampoco somos militantes, no hacemos política, no somos educadores populares […]. No tenemos expectativas, no sabemos. Ya no aspiramos a resolver la compleja problemática. No transformamos la realidad […]. No se trata de transmitir, ni de incluir, ni de aconsejar, ni de salvar, ni de emancipar a los pibes y pibas. Carecemos de ética militante, de moral. No juzgamos, no ofrecemos redención». Por más que esta actitud aparentemente nihilista nos rechine (habría que decir “golpee”), lo cierto es que su modo de estar con los pibes, pero también en la vida, sacude la transcendencia y la prepotencia de algunas de nuestras aspiraciones, nos coloca en un punto de igualdad con aquellos con los que trabajamos, nos da una toma de tierra, nos invita a deshacernos de roles y misiones... y apunta a que la pregunta sobre la sostenibilidad del compromiso tal vez no tenga mucho que ver con la salarización ni con los planes quinquenales, pero sí con el juego y con el encuentro, con las ocasiones y con las composiciones, con el arte de caer y de volver a levantarse. Ya te digo que no sirven los modelos ni los ejemplos, pero si las inspiraciones que nos ayudan a pensar, que nos obligan a salir de los caminos trillados. Ahí lo dejo. Nos estamos viendo. Un abrazo enorme Alicia

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