Catequesis en la JMJ Viernes, 19 de agosto 3ª catequesis. Tema: Testigos de Cristo en el mundo

Arzobispo de Santiago de Compostela Catequesis en la JMJ 2011 Viernes, 19 de agosto – 3ª catequesis Tema: Testigos de Cristo en el mundo Para lograr

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Catequesis en la JMJ 2011 Viernes, 19 de agosto – 3ª catequesis Tema: Testigos de Cristo en el mundo Para lograr los objetivos de la nueva evangelización, es necesario promover la misión de los jóvenes. Vuestra aportación es necesaria. Necesitáis a la Iglesia pero la Iglesia os necesita también a vosotros. “Es evidente que la Iglesia de Dios no existe para sí, ni puede vivir encerrada en si misma, acaparada por sus problemas internos o satisfecha en la contemplación de sus propias prerrogativas. Estamos llamados a anunciar a Jesucristo”. Esta es una tarea urgente y central. Antes dábamos por supuesta la fe. Ahora no es así. ¿Qué tenemos que anunciar? La soberanía absoluta de Dios vivo: que Él está en el principio y en el fin de las cosas, que en Él está el juicio inapelable de nuestra vida y de nuestras obras, que no hay sobre la tierra ningún otro poder al que debamos someter nuestra vida y del que podamos esperar la salvación. Anunciar el Reino de Dios es lo mismo que anunciar a Jesucristo, muerto por nuestros pecados y resucitado para nuestra salvación. La salvación viene de Dios, es antes que nada, don de Dios que debe ser recibida con reconocimiento y alegría. Dios nos ofrece esta salvación en el mismo Jesús y Dios quiere que nuestra vida de cada día sea ya sal de la tierra, anticipo, testimonio y crecimiento de la salvación definitiva. El Señor nos convoca y nos envía a ayudar a todos los hombres a vivir en la verdadera alegría del reino, en el espíritu de las Bienaventuranzas. “Es interesante este mandato misionero del Señor. Extrañamente no dice: llamen al mayor número de personas a la Iglesia, hagan que se bauticen. Que crean, que vayan a misa… sino que ayuden a todos los hombres, sin excepción, a liberarse de las riquezas que preocupan, del deseo de agradar y de la fama que es fluctuante y de la soberbia que mata el amor. El Señor, amigo de la naturaleza humana, manda liberar a todos de las redes y cadenas con que el poder del maligno tiene atadas a las personas, manda ayudar a todos a vivir en la libertad de los hijos de Dios, en el desprecio de las esclavitudes mundanas que entristecen y angustian: “Id y haced discípulos de todos los pueblos, enseñándoles a observar todo cuanto os he mandado” (Mt 28,19-20). Es el mandato a enseñar a vivir en el espíritu de las Bienaventuranzas que trae la libertad de corazón de la que tenemos necesidad todos: cristianos, protestantes, musulmanes, ateos, progresistas y conservadores y también los indiferentes. No se trata de decirle al otros: “Deja tus convicciones y asume las mías que son mejores” sino de ofrecer una ayuda a partir de la experiencia de Jesús sin pedir nada a cambio, sin exigir condiciones. Todos los hombres sienten necesidad de la libertad que enseña Jesús, aun cuando ya tengan una fe,

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todos necesitamos liberarnos de la angustia y encontrar la paz y la alegría. Es este camino de la paz el que debemos proponer de manera práctica, camino que lleva al hombre a liberarse de tantas opresiones cotidianas de la vida moderna”. ¿Quiénes deben anunciarlo? “En este empeño debemos sentirnos todos importantes, todos tenemos un puesto y todos somos llamados a aportar lo propio y específico de cada uno de nosotros”. Todos somos responsables en la Iglesia y en su misión en el mundo. La Iglesia vive momentos de reunión acogiendo al Espíritu y momentos de dispersión: “Id por todo el mundo…”; es como un movimiento necesario de sístole y diástole, de aspiración y respiración. Los jóvenes sois levadura en la masa y para poder serlo, no podéis descuidar vuestras responsabilidades en la transmisión de la palabra de Dios y participación en el culto cristiano. El mundo de hoy se ha convertido en tierra de misión. Se necesita urgentemente una nueva evangelización, como manifiesta el papa Benedicto XVI. Los desiertos del mundo se siembran con la Palabra de Dios. Puesto que tantos están en la búsqueda de Dios y el mundo tiene que ser salvado, es necesario un nuevo anuncio del Evangelio de Cristo. Cada bautizado está llamado a esta misión. La llamada a la evangelización no atañe sólo a algunos miembros de la Iglesia, sino que es un encargo y una gracia para todos los bautizados. No se puede vivir la fe en Cristo sin dar testimonio de ella, porque “la fe se fortalece dándola” (Juan Pablo II, Redemptoris Missio, 2). Los jóvenes sois protagonistas de esta nueva época misionera. Cristo os llama a dedicar su vida para testimoniar su amor a todos los hombres, sobre todo a los contemporáneos. Evangelizar significa mostrar a Cristo con palabras y hechos como lo hizo Jesús. Por ello estamos llamados a hablar explícitamente de nuestra fe, a dar testimonio de la acción de Cristo en nuestra vida y a cambiar nuestro comportamiento, para mostrar el rostro de Cristo, para actuar con Él y según su Palabra, sirviendo con generosidad al mundo y sobre todo a los más pobres. De este modo, los jóvenes contribuiréis a una presencia cristiana más eficaz, como “sal de la tierra y luz del mundo” (Cf. Mt 5, 13-14). Seréis fermento de una nueva humanidad y promotores de la revolución del amor. Cread puntos de luminosidad de una nueva humanidad. ¿A quienes hemos de anunciar el Evangelio? A todos, a los de lejos y a los de cerca. Tenemos que ser misioneros. Vivimos en una sociedad que está en estado de misión. No nos podemos contentar ya con conservar una fe que cada vez está más debilitada o que en muchos casos se ha diluido. Hoy tenemos cristianos comprometidos, practicantes habituales y hay un sector amplio que se está alejando de toda práctica religiosa, unos por puro mimetismo, otros por un pragmatismo en el que no hay sitio para la vida religiosa, otros por problemas morales y otros porque nunca se han iniciado en la experiencia cristiana. También tenemos el grupo de la increencia muy influyente: con estos hay que dialogar para escuchar sus críticas y reconocer sus

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valores e inquietudes y ofrecerles la propuesta de la fe con humildad y decisión para pedirles una nueva adhesión al Evangelio. Esto exige: Asumir con paz y alegría la responsabilidad de la evangelización. Saber vivir con libertad de espíritu y anunciar la calidad evangélica de la vida en el seguimiento de Cristo. Crecer en nuestra capacidad de cercanía, de acogida y de comunicación con los pobres y sencillos, con los que piensan distinto de nosotros. Centrar toda nuestra fe en la persona de Cristo. Preferir la humildad de los signos al ruido de las palabras. Necesitamos el apoyo de la Iglesia y podemos inspiraros en el testimonio de los santos y mártires. “Hay una fuerte corriente de pensamiento laicista que quiere apartar a Dios de la vida de las personas y la sociedad, planteando e intentando crear un “paraíso” sin Él. Pero la experiencia enseña que el mundo sin Dios se convierte en un “infierno”, donde prevalece el egoísmo, las divisiones en las familias, el odio entre las personas y los pueblos, la falta de amor, alegría y esperanza. En cambio, cuando las personas y los pueblos acogen la presencia de Dios, le adoran en verdad y escuchan su voz, se construye concretamente la civilización del amor, donde cada uno es respetado en su dignidad y crece la comunión, con los frutos que esto conlleva”1. “En la historia de la Iglesia, los santos y mártires han sacado de la cruz gloriosa la fuerza para ser fieles a Dios hasta la entrega de sí mismos; en la fe han encontrado la fuerza para vencer las propias debilidades y superar toda adversidad. De hecho, como dice el apóstol Juan: “¿Quién es el que vence al mundo sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?” (1 Jn 5, 5). La cruz a menudo nos da miedo, porque parece ser la negación de la vida. En realidad, es lo contrario. Es el “sí” de Dios al hombre, la expresión máxima de su amor y la fuente de donde mana la vida eterna. Del corazón de Jesús abierto en la cruz ha brotado la vida divina, siempre disponible para quien acepta mirar al Crucificado. Por eso, quiero invitaros a acoger la cruz de Jesús, signo del amor de Dios, como fuente de vida nueva. Sin Cristo, muerto y resucitado, no hay salvación. Sólo Él puede liberar al mundo del mal y hacer crecer el Reino de la justicia, la paz y el amor, al que todos aspiramos. La victoria que nace de la fe es la del amor. Cuántos cristianos han sido y son un testimonio vivo de la fuerza de la fe que se expresa en la caridad. Han sido artífices de paz, promotores de justicia, animadores de un mundo más humano, un mundo según Dios; se han comprometido en diferentes ámbitos de la vida social, con competencia y profesionalidad, contribuyendo eficazmente al bien de todos. La caridad que brota de la fe les ha llevado a dar un testimonio muy concreto, con la palabra y las obras. Cristo no es un bien sólo para nosotros 1

Mensaje de Benedicto XVI para la XXVI Jornada Mundial de la Juventud, 3

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mismos, sino que es el bien más precioso que tenemos que compartir con los demás. En la era de la globalización, sed testigos de la esperanza cristiana en el mundo entero: son muchos los que desean recibir esta esperanza. Ante la tumba del amigo Lázaro, muerto desde hacía cuatro días, Jesús, antes de volver a llamarlo a la vida, le dice a su hermana Marta: «Si crees, verás la gloria de Dios» (Jn 11, 40). También vosotros, si creéis, si sabéis vivir y dar cada día testimonio de vuestra fe, seréis un instrumento que ayudará a otros jóvenes como vosotros a encontrar el sentido y la alegría de la vida, que nace del encuentro con Cristo”2. “Vosotros sois la sal de la tierra” (Mt 5,13-16). Todos conocemos por experiencia cómo la sal realza en nuestras mesas el sabor de los alimentos, que sin ella pierden buena parte de su gusto. Los bautizados son personas que sin apenas ser notadas, son capaces de dar al mundo un sabor nuevo, agradable al paladar de Dios y de los hombres. Personas capaces de la propia entrega: igual que la sal debe disolverse para realizar su misión propia como levadura en la masa. La sal conserva los alimentos. Los cristianos somos sal: estamos llamados a preservar la creación de Dios y su obra más excelsa –la humanidad- evitando que se descomponga. Estamos llamados a hacer de la humanidad una ofrenda pura. Para enfrentarse a la corrupción de los hombres es preciso estar en condición de poder hacerlo. “Vosotros sois la luz del mundo” (Mt 5,14). “Este es el juicio: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas” (Jn 3,19). El pecado es lo inhumano en el hombre: no hay nada más contrario a la verdadera humanidad que amar la oscuridad y rechazar la luz. Somos luz porque la recibimos de Cristo: esa luz con la que él ha iluminado nuestras vidas y nos ha dado una esperanza para vivir. La luz no se impone a nadie pero ha de poder ofrecerse a todos. Vosotros que habéis visto la luz, ¿qué estáis haciendo de la luz? Para iluminar a los demás con la luz de Cristo, en Cristo y para Cristo, es condición previa ser también luz de Cristo. Ser hijos de la luz para poder conducirse como hijos de la luz y ofrecer los frutos de la luz. El cristiano, prolongación viva de Jesús, ciertamente no es del mundo. Tiene vocación de presencia activa, eficiente, sobrenatural y responsable. Es la consecuencia de la vid y los sarmientos. Los discípulos, injertados en Él, habrían de ser su prolongación viva y visible en la tierra, tras su ausencia histórica en los hombres. “Os destiné para que deis frutos y vuestro fruto permanezca” (Jn 15,16). Jesús con su conducta y con su Evangelio nos ha legado la fórmula exacta de la originalidad de nuestra identidad como presencia cristiana en el 2

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mundo. Presencia de luz en medio de las tinieblas del error, de la ignorancia, de las pasiones degradantes. Presencia activa de sal incorrupta en medio de la corrupción moral y ambiental del pecado en todas sus formas. Es el testimonio de la santidad positiva, operante, transformadora de vidas y ambientes. Presencia de caridad: “En esto conocerán que sois mis discípulos…” (Jn 13,35). Presencia activa de sacrificio corredentor: “No puede ser el discípulo mayor que el maestro…” (Jn 15, 20). Este es el espíritu con que debemos afrontar las dificultades en el mundo. “Vosotros seréis mis testigos”. Esta era la esperanza con que Jesús amaba a los suyos en la noche Pascual del Cenáculo y el mandato testamentario en su Ascensión al Padre. San Juan denuncia la esclavitud a la que nos puede someter el mundo. “Si alguno ama al mundo, no está en él el amor del Padre. Porque todo lo que hay en el mundo no es sino concupiscencia de la carne o concupiscencia de los ojos y orgullo de la vida. Esto no viene del Padre, sino que lo da de si mismo el mundo; ese mundo que pasa, como también sus concupiscencias” (1Jn 2,15-17). Concupiscencia de la carne: el materialismo o el hedonismo histérico, sexual y sensual, que ahoga a tantas almas en las exigencias instintivas e irracionales y en los tonos de vidas frívolas y paganizadas. Es la carne que lucha histéricamente contra el espíritu. Concupiscencia de los ojos: el mercantilismo existencia que fascina brindando una felicidad sin horizontes de eternidad. Abarca desde las exigencias de una avaricia descarada y brutal hasta la ambición insaciada del lujo, de la vanidad, del placer sexual. La soberbia de la vida: el endiosamiento íntimo, social o religioso del corazón humano. Por el que hombre autosatisfecho menosprecia, prescinde o se aleja de Dios y se sobrestima autosuficiente a los demás y frente a los demás. “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”. Principio precioso para toda nuestra vida. Sólo Dios merecer ser obedecido de forma absoluta porque él es nuestro Creador y nuestro Padre, de quien hemos recibido todo lo que somos y tenemos, que nos ha destinado a la vocación impresionante de vivir eternamente como hijos suyos. Dios es la garantía de nuestra libertad. ¡Cuántas catástrofes ha conocido la humanidad porque los hombres no hemos querido obedecer a Dios! Estamos siempre tan convencidos de poseer la verdad, que difícilmente podemos obedecer a Dios. Jesús cumplió la voluntad del Padre. Vivió la vida como hijo obediente. Obedecer a Dios significa vivir como hijos suyos sabiendo que nuestra existencia está en sus manos. Por eso la obediencia al igual que la verdad nos hace libres: desata las cadenas de nuestro capricho y de la opinión ajena que nos impiden obrar el bien con libertad.

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Nada de acomodamiento San Pablo exhortaba a los romanos diciéndoles: “No os amoldéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir cual es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, lo que agrada, lo perfecto” (Rom 12,2). El Papa Juan Pablo II les decía a los jóvenes austriacos que no hicieran caso a quienes a diario les inyectaban la idea de que la juventud actual no tenía futuro, que los jóvenes de hoy son una gota de agua perdida en el mar, un número casual de una estadística, una parte sin importancia en la computadora mundial. Esta impresión puede llevaros a hacer dejación de vuestras responsabilidades con placeres efímeros, con el mundo ficticio del alcohol y de la droga, con las relaciones sexuales no vinculantes, con la indiferencia o también con la violencia, viendo a veces la muerte como una aparente y última solución. Toda persona humana es mucho más y trasciende esas realidades dramáticas. Es posible que los jóvenes tengáis que vivir más cuesta arriba que nunca, pero quienes se atrevan a vivir audazmente esa cuesta arriba encontrarán en la cima un futuro del que vivir y por el que luchar. Dar por supuesto el fracaso es una trampa para los jóvenes y sirve de coartada para los que optan por la mediocridad. No hemos inventado un mundo imposible para justificar en él nuestras derrotas. Los jóvenes habéis de tomar la vida en las dos manos y construirla cada mañana y cada tarde, recordando las exigencias a las que debéis ser fieles para una calidad de vida según el proyecto de Dios, reconociendo la verdad y el amor como criterios auténticos en vuestra actuación. No permitáis que el interrogante sobre Dios se disuelva en vuestra alma tan quebradiza por falta de un ideal, de entusiasmo, de ganas de hacer algo. El “hacia arriba” y el “hacia adelante”, lema del peregrino, son una misma tarea. Dejaos interpelar por compromisos elevados que encontráis en las Bienaventuranzas y vividlos en la Iglesia de la que podríamos decir de manera sencilla “que está destinada a ser el lugar donde Jesús actúa visiblemente en el mundo”. Para esto es necesario estar arraigados y edificados en Cristo.

+ Julián Barrio Barrio, Arzobispo de Santiago de Compostela

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