Cinco historias de amor y seducción sacudidas por lo sobrenatural. Vampiros exterminadores, ángeles contra demonios... todo tipo de seres fantásticos

A n t o lo g ía Noches de baile en le infierno ~1~ A n t o lo g ía Noches de baile en le infierno STEPHENIE MEYER, MEG CABOT, KIM HARRISON, MICH

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A n t o lo g ía

Noches de baile en le infierno

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Noches de baile en le infierno

STEPHENIE MEYER, MEG CABOT, KIM HARRISON, MICHELLE JAFFE, LAUREN MYRACLE

NOCHES DE BAILE EN EL INFIERNO

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Noches de baile en le infierno

Í N D I CE

ARGUMENTO ............................................................................. 4 LA HIJA DE LA EXTERMINADORA. Meg Cabot ............. 5 EL RAMILLETE. Lauren Myracle ....................................... 33 MADISON AVERY Y LOS CARONTES. Kim Harrison .. 59 VERDADES. Michele Jaffe ................................................... 95 EL INFIERNO EN LA TIERRA. Stephenie Meyer .......... 147

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ARGUMENTO

Cinco historias de amor y seducción sacudidas por lo sobrenatural. Vampiros exterminadores, ángeles contra demonios... todo tipo de seres fantásticos que se aliarán en este volumen para convertir los bailes de fin de curso en algo... inolvidable.

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LA HIJA DE LA EXTERMINADORA

Meg Cabot

Mary El corazón me late al ritmo de la música. Noto el bajo en el pecho: pum, pum. A causa de la neblina producida por la nieve carbónica y los haces de luz intermitente que caen desde el techo de la discoteca, es difícil distinguir algo en la estancia, plagada de cuerpos que se contorsionan. Sin embargo, sé que él está aquí. Lo percibo. Por eso agradezco esta confusión de cuerpos a mi alrededor. Me mantienen fuera del alcance de sus ojos... y de sus sentidos. De otro modo, ya habría olfateado mi presencia. Detectan el olor del miedo a varios metros de distancia. Pero no estoy asustada. Qué va. Bueno. A lo mejor, un poco. En todo caso, llevo conmigo mi ballesta Excalibur Vixen 86 m/s con una flecha Easton XX75 de cincuenta centímetros de longitud (reemplacé la punta original, de oro, por otra de fresno tallada a mano). Ya la he amartillado, y sólo me hace falta ejercer una leve presión con el dedo para disparar. Nunca sabrá qué lo alcanzó. Y con suerte, tampoco ella. Lo importante es conseguir un ángulo de tiro despejado —lo cual va a ser difícil en medio de esta muchedumbre— y no desperdiciar la flecha. Es muy probable que tenga una sola oportunidad. O doy en el blanco... o me convierto en diana. «Apunta siempre al pecho —me decía mi madre—. Es la parte más voluminosa del cuerpo, la zona a la que es más sencillo dirigir el tiro. Desde luego, si eliges el

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pecho en lugar de un muslo o un brazo, lo más probable es que la herida resulte mortal... De poco te va a valer herir a tu enemigo. Lo único que cuenta es acabar con él.» A eso he venido aquí esta noche. A acabar con él. Es evidente que Lila va a odiarme si descubre lo que va a ocurrir... si se entera de que voy a ser yo quien lo haga. ¿Pero qué otra cosa podría esperarse? No es posible que crea que me voy a quedar sentada sin hacer nada mientras observo cómo arruina su vida. «He conocido a un chico —me anunció hoy, entusiasmada, mientras, a la hora de comer, aguardábamos en la fila del mostrador de las ensaladas—. Dios, Mary, no te imaginas lo guapo que es. Se llama Sebastian. Tiene los ojos más azules que hayas visto en tu vida.» Lo que la mayor parte de la gente no advierte en Lila es que, bajo ese aspecto — por decirlo con claridad— de atolondramiento, late el corazón de una amiga de verdad. A diferencia del resto de chicas de Saint Eligius, Lila jamás me ha puesto una mala cara por el hecho de que mi padre no sea un director general o un cirujano plástico. Vale, vale. Es cierto que, cuando habla, no hago caso de las tres cuartas partes de lo que dice, pues, en general, su conversación toca temas que no me interesan, como cuánto le costó un bolso de Prada que compró en Saks aprovechando la liquidación de fin de temporada o qué tatuaje piensa hacerse en el nacimiento de la espalda la próxima vez que vaya a Cancún. Sin embargo, aquello me llamó la atención. —Lila —le dije—, ¿y qué pasa con Ted? Es que, desde que al fin Ted logró reunir el valor necesario para invitarla a salir, él es lo único en lo que Lila ha pensado a lo largo de este año. Bueno, él y las rebajas de Prada o los tatuajes en la espalda. —Eso se ha acabado —contestó Lila mientras comenzaba a servirse lechuga—. Esta noche voy a salir con Sebastian; me lleva al Swig. Dice que nos van a dejar entrar: está en la lista vip. No fue precisamente que ese tipo, quien fuera, dijese estar en la lista vip de la discoteca más exclusiva y moderna del centro de Manhattan lo que provocó que se me erizaran los cabellos de la nuca. A ver si me explico: Lila es muy guapa. Si a alguien le pasa que se le presenta un desconocido que resulta pertenecer a la lista vip más codiciada de la ciudad, ese alguien es Lila.

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Lo que me alucinó fue, en realidad, lo de Ted. Y es que Lila adora a Ted. Son la pareja perfecta del instituto. Ella es hermosísima, él es un as de los deportes... Lo suyo es la quintaesencia del amor adolescente. Fue por ese motivo por lo que no me cuadró lo que me estaba diciendo. —Lila, ¿cómo puedes decir que entre Ted y tú ya no hay nada? —inquirí—. Estáis juntos desde siempre —o, al menos, desde que yo llegué a Saint Eligius, en septiembre, momento en el que Lila fue la primera (y, hasta la fecha, podría decirse casi que la única) de la clase en dirigirme la palabra—, y el baile de fin de curso es este fin de semana. —Lo sé —respondió Lila, con un suspiro feliz—. Voy con Sebastian. —Seb... Me di cuenta en ese momento. Quiero decir, me di cuenta de todo. —Lila —le dije—, mírame. Ella bajó los ojos... porque no soy muy alta. Pero, como decía mi madre, también soy rápida, y lo vi todo de repente. Vi lo que tenía que haber visto desde el principio: ese brillo levemente vidrioso en los ojos, la expresión adormecida, la boca lacia, síntomas que, con los años, he aprendido a identificar. No podía creerlo. El había llegado hasta mi mejor amiga. Hasta mi única amiga. En fin. ¿Qué se supone que debía hacer? ¿Sentarme y permitir que se la llevase? Esta vez no. Imagino que pensarás que ver a una chica con una ballesta en la pista de baile de la discoteca más famosa de Manhattan no es algo que vaya a pasar desapercibido. Pero, claro, al fin y al cabo se trata de Manhattan. Además, esta gente se lo está pasando muy bien y no tiene tiempo de fijarse en mí. Incluso... Dios. Es él. Por increíble que me parezca, lo estoy viendo en carne y hueso... A su hijo, más bien. Es más guapo de lo que me había imaginado. Cabellos dorados, ojos azules, armoniosos labios de estrella de cine y una espalda de un kilómetro de ancho. Es alto, también; aunque, en fin, si los comparo conmigo, todos los chicos me parecen altos. De todos modos, si es como su padre, entonces creo que lo he conseguido. Que por fin lo he conseguido. Imagino. Todavía no... Oh, no. Ha notado que lo estoy mirando. Se vuelve hacia mí... Ahora o nunca. Estoy levantando la ballesta.

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«Adiós, Sebastian Drake. Adiós para siempre.» Pero justo en el momento en que tengo el triángulo blanco de su camiseta en la mirilla, ocurre algo inaudito: un repentino estallido de color rojo cereza se materializa en la zona a la que estaba apuntando. Claro que todavía no he apretado el gatillo. Y los de su raza, que yo sepa, no sangran. —¿Qué pasa, Sebastian? —le pregunta Lila, bailando a su alrededor. —¡Maldición! —Veo que Sebastian alza una mirada aturdida, desde la mancha escarlata de su camiseta hasta el rostro de Lila—. Alguien me ha disparado. Es cierto. Alguien le ha disparado. Pero no he sido yo. Y hay algo más que tampoco tiene sentido. Está sangrando. No es posible. Sin saber qué hacer, abrazo la Vixen y me oculto tras una columna cercana. Necesito recomponerme, planear el próximo movimiento. Lo que sucede es irreal. Es imposible que me haya equivocado respecto a él. He investigado. No me cabía duda: el hecho de que esté en Manhattan... que, de entre toda la gente, haya elegido a mi mejor amiga... la expresión aturdida en el rostro de Lila... todo. Todo excepto lo que acaba de pasar. Y yo estaba allí, mirando. Tenía un tiro inmejorable, y lo he desperdiciado. Así es. Si sangra, pertenece a la raza humana. ¿O no? Sin embargo, si es humano y acaban de dispararle, ¿por qué sigue de pie? Dios. Lo peor de todo es que... me ha visto. Estoy segura de haber sentido su mirada de reptil. ¿Qué hará ahora? ¿Vendrá a por mí? Si viene, la culpa será toda mía. Mamá me dijo que nunca hiciese esto. Siempre me advirtió que un cazador jamás debe salir solo. ¿Por qué no le he hecho caso? ¿En qué estaba pensando? Claro, ése es el problema. No he usado la cabeza. He permitido que mis emociones tomaran la delantera. No podía permitir que le ocurriera a Lila lo que le ocurrió a mamá. Y ahora voy a pagar por ello. Igual que mamá. Agazapada, sumida en la angustia, trato de no imaginar la reacción de papá cuando la policía de Nueva York toque el timbre de nuestra puerta a las cuatro de la mañana para pedirle que vaya a la morgue a identificar el cuerpo de su hija. Tendré

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la garganta abierta, y a saber cuántas atrocidades más habrá padecido mi maltrecho cuerpo. Y todo porque no me quedé en casa a redactar mi trabajo para la asignatura de la señora Gregory, Historia de Estados Unidos de América (tema: la campaña contra el alcohol durante el clima prebélico previo a la guerra de Secesión, dos mil palabras, a doble espacio, para el lunes), como debería. La música cambia de estilo. Oigo a Lila chillar: —Pero ¿adonde vas? Oh, no. Viene hacia mí. Y además quiere que sepa que viene. Está jugando conmigo... tal y como su padre jugó con mi madre antes de que le hiciera... bueno, lo que le hizo. Luego se produce un extraño sonido, una especie de «¡puf!», seguido por un nuevo «¡maldición!». «¿Qué está pasando?» —Sebastian —la voz de Lila tiene un matiz de incredulidad—. Alguien te está lanzando... ¡salsa de tomate! ¿Cómo? ¿Acaba de decir... «salsa de tomate»? Y después, cuando me doy la vuelta para echar un vistazo a lo que Lila acaba de indicar, lo veo. No a Sebastian. Al que le ha disparado. Y me cuesta creer lo que ven mis ojos. ¿Qué hace él aquí?

Adam Todo es culpa de Ted. Él fue quien dijo que debíamos y seguirlos esta noche. Yo le respondí: —¿Porqué? —Porque hay algo malo en ese tío —repuso Ted. Es imposible que Ted haya podido darse cuenta de eso. Drake apareció de la nada en el apartamento de Lila, en Park Avenue, la noche anterior. Y Ted no le conocía. ¿Cómo es posible que sepa algo de él, siquiera un poco? Cuando se lo señalé, él contestó: —Tío, ¿pero tú lo has visto bien?

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Tengo que admitir que Ted tiene un poco de razón. Porque el tipo ese parece haber salido directamente de un catálogo de Abercrombie & Fitch o algo así. A nadie le inspira confianza alguien tan —digamos— perfecto. Con todo, a mí no me va eso de seguir a la gente por ahí. No mola nada. Aun en el caso de que, como dijo Ted, fuese para evitar que Lila se metiera en problemas. Ya sé que Lila es la novia de Ted... o ex novia, ahora, gracias a Drake. Y sí, cierto, no es que ella tenga muchas luces. Sin embargo, ¿seguirlos a ella y al tío con el que está enrollada? Eso me pareció una pérdida de tiempo aún mayor que el trabajo de dos mil palabras a doble espacio que tengo que presentarle a la señora Gregory el lunes en clase de Historia de Estados Unidos de América. Ted tenía que marcharse y me sugirió que llevase la Beretta de nueve milímetros. Lo curioso del caso es que, aun siendo una pistola de agua, las réplicas tan conseguidas como ésa están prohibidas en Manhattan. Por eso, hasta el momento, nunca había tenido oportunidad de usarla mucho. Cosa que Ted sabía. Y por ese motivo imagino que siguió insistiendo en lo graciosísimo que sería empapar al tipo. Tenía claro que yo no sería capaz de resistirme. Lo de la salsa de tomate fue idea mía. Vale, sí, es una ocurrencia bastante infantil. ¿Pero qué demonios iba a hacer yo un viernes por la noche? Mejor eso que el trabajo de Historia. En fin, le dije a Ted que me sumaba a su plan. Siempre que fuese yo el que se encargase de disparar. Ted aceptó sin dudarlo. —Es que tengo que enterarme, tío —dijo, meneando la cabeza. —Enterarte ¿de qué? —De qué es lo que tiene el tal Sebastian —respondió— que yo no tenga. Bien es cierto que se lo pude haber dicho. Quiero decir, es bastante evidente qué es lo que tiene Drake que Ted no tenga. Ted está de buen ver y todo eso, pero no es carne de Abercrombie & Fitch. Aun así, no dije nada. Ted estaba muy afectado con el asunto, y yo, más o menos, comprendía el motivo. Porque Lila es una de esas tías, ¿entiendes? Una de ésas con grandes ojos castaños y grandes... bueno, me refiero también a otras partes. Mejor cambiar de tema por consideración a mi hermana, Verónica, quien dice que tengo que dejar de considerar a las mujeres un mero objeto sexual y empezar a ver en

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ellas a las futuras compañeras que arrimarán el hombro en la inevitable lucha por la supervivencia que habrá de producirse en el Estados Unidos postapocalíptico (tema al que Verónica ha consagrado su tesis, dado que presiente que el apocalipsis acaecerá en algún momento de la próxima década, debido al fanatismo religioso y los desastres medioambientales que asolan el país, circunstancias estas que estuvieron presentes en la caída de Roma y en la desaparición de otras civilizaciones). Así es como Ted y yo acabamos en el Swig —por fortuna, el tío de Ted, Vinnie, es proveedor de licores de ese local, y gracias a él pudimos entrar, y no sólo eso, sino que, además, no nos obligaron a pasar por el detector de metales— disparándole salsa de tomate a Sebastian Drake con mi réplica de la Beretta de nueve milímetros. Sé que yo tenía que estar en casa concentrado en el trabajo que debía presentarle a la señora Gregory, pero ¿no es verdad que siempre viene bien divertirse un poco? Sí que fue divertido ver aquellas manchas rojas esparciéndose por el pecho de Drake. Ted se rió por primera vez desde que Lila le había mandado aquel mensaje de texto durante la comida en el que le decía que tendría que ir al baile solo, porque ella iría con Drake. Todo iba a pedir de boca... hasta que vi a Drake mirando una columna situada a un costado de la pista de baile. Allí pasaba algo raro. Teniendo en cuenta la dirección de la que procedía el ataque de salsa de tomate, tendría que habernos mirado a nosotros, sentados en nuestro reservado vip (gracias, tío Vinnie). Entonces advertí que había alguien ocultándose detrás. Detrás de la columna, quiero decir. Y no se trataba de cualquier persona, sino de Mary, esa chica nueva de la clase de Historia de Estados Unidos, la que no habla con nadie excepto con Lila. Tiene en las manos una ballesta. Una ballesta, nada menos. ¿Y cómo diablos ha logrado pasar la ballesta por el detector de metales? Es imposible que conozca al tío Vinnie. En fin, tampoco importa. Lo único que importa es que Drake está observando la columna, tras la cual Mary se agacha como si creyese que la puede ver a través del cemento. Hay algo en el modo en que la está mirando que me hace... Bueno, todo lo que sé es que quiero que deje de mirarla así. —Imbécil —murmuro. Sobre todo por Drake. Pero también por mí, un poco. Luego apunto y vuelvo a disparar. —¡Paf! —exclama Ted alegremente—. ¿Has visto eso? ¡Justo en el culo!

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Eso resulta suficiente para que Drake se fije en nosotros. Se vuelve... y, de repente, me entero de lo que son unos ojos verdaderamente relampagueantes. O sea, como en los libros de Stephen King, ¿vale? Jamás había visto nada parecido. Pero eso es lo que hay en la cara de Drake, que no aparta la mirada de nosotros. Sus ojos relampaguean, ni más ni menos. «Vamos —pienso, como si me estuviera dirigiendo a Drake—, venga. Ven aquí, Drake. ¿Quieres pelea? Te vas a encontrar con algo más que salsa de tomate, tío.» No es muy cierto, la verdad, pero qué más da. Drake no se acerca. En lugar de ello, desaparece. No quiero decir que se da media vuelta y que sale de la discoteca. Quiero decir que el tipo está ahí y que, de pronto... en fin, deja de estar. Por un segundo, la niebla de la nieve carbónica parece intensificarse y, cuando se aclara, ya no hay nadie bailando junto a Lila. —Toma —digo, poniendo la Beretta en la mano de Ted. —¿Pero qué...? —Ted escudriña la pista de baile—. ¿Dónde está? Pero yo ya me he puesto en marcha —Llévate a Lila —le grito—, y espérame en la entrada. Ted masculla una bonita serie de improperios al oírme, pero nadie le presta atención. La música está demasiado alta, y aquí la gente está pasándoselo pero que muy bien. Es decir, si nadie se ha enterado de que le estábamos disparando salsa de tomate a un tío ni de que, por lo demás, el tío en cuestión se ha evaporado como si tal cosa, difícilmente van a fijarse en las palabrotas de Ted. Llego a la columna y bajo la vista. Allí está ella, jadeando como si acabara de correr un maratón o algo así. Se abraza a la ballesta como si ésta fuese un amuleto. No tiene rastro de color en las mejillas. —Eh —le digo con tranquilidad. No quiero espantarla. Pese a lo cual se espanta. Al oír mi voz, se pone en pie de un salto y me clava unos ojos muy abiertos y asustados. —Oye, cálmate —le digo—. Se ha marchado, ¿vale? —¿Se ha marchado? —me mira con esos ojos verdes, tan verdes como el césped de Central Park en mayo. El terror que hay en ellos es evidente—. ¿Cómo? ¿Qué? —Que ha desaparecido —anuncio con un gesto de incredulidad—. He visto cómo te miraba. Y le he disparado. —¿Que has hecho qué?

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Veo que el miedo en su expresión se esfuma con la misma rapidez que el propio Drake. Pero, a diferencia de éste, hay algo que lo reemplaza: la ira. Mary está muy cabreada. —Dios mío, Adam —dice—. ¿Es que estás loco? ¿Tienes la más mínima idea de quién es ese tío? —Sí —le contesto. La verdad es que Mary se pone muy guapa cuando se cabrea. Es increíble que no me haya dado cuenta hasta ahora. Por otro lado, es la primera vez que la veo cabreada. Y no me extraña, porque no hay mucho en la clase de la señora Gregory que pueda provocar algún tipo de emoción—. El nuevo ligue de Lila. Es un fantoche. ¿Le has visto los pantalones? Mary se limita a sacudir la cabeza. —¿Qué estás haciendo aquí? —me pregunta, un tanto pasmada. —Por lo visto, lo mismo que tú —respondo, echándole un vistazo a la ballesta—. Sólo que tú tienes más potencia de tiro. ¿De dónde la has sacado? Creía que ese tipo de arma estaba prohibida en Manhattan. —Pues mira quién fue a hablar —replica ella, en referencia a la Beretta. Levanto las manos como si me estuviera rindiendo. —Oye, que sólo era salsa de tomate. Pero lo que veo en el extremo de esa flecha no es precisamente una ventosa. Con eso puedes hacer mucha pupa... —Esa es la idea —dice Mary. Y hay tanto rencor en su voz —mamá sigue animándonos a Verónica y a mí a usar un lenguaje menos directo para expresarnos— que lo capto enseguida. Como si lo estuviera viendo. Drake es su ex. Tengo que admitir que, ahora que me he dado cuenta, me siento un poco raro. O sea, porque me gusta Mary. Es bastante lista —nunca falla cuando la señora Gregory le hace preguntas en clase—, y la verdad es que el hecho de que esté siempre con la tonta de Lila prueba que no es una pasota. La mayor parte de las chicas de Saint Eligius procuran ignorar a Lila, sobre todo desde que circuló por el Instituto aquella foto hecha con un teléfono móvil en la que podía observarse lo que Ted y ella habían estado haciendo en el baño en cierta fiesta. En mi opinión, nada malo. Sin embargo, estoy un poco decepcionado. Habría dicho que alguien como Mary tendría mejor gusto y no saldría con una persona como Sebastian Drake. Lo cual viene a demostrar que lo que Verónica dice sobre mí es cierto: lo que me falta por saber de mujeres podría llenar East River.

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Mary Esto es increíble. Es decir, que me encuentre aquí, en la callejuela del Swig, hablando con Adam Blum, el que se sienta detrás de mí en la clase de Historia de Estados Unidos de la señora Gregory. Por no mencionar a Teddy Hancock, el mejor amigo de Adam. Y ex de Lila, dicho sea de paso. El mismo que Lila ignora con tanto tesón. He guardado la flecha con punta de fresno en el bolso. Ahora sé que ahí es donde va a quedarse. No habrá exterminio esta noche. Aunque imagino que debería agradecer que, en lo que a mí respecta, nadie haya sido exterminado. De no ser por Adam... en fin, no estaría aquí en este momento, intentando explicar algo que... en resumidas cuentas, es inexplicable. —En serio, Mary —Adam me observa con una expresión sombría en sus ojos castaños. Tiene gracia que hasta ahora no me haya fijado en lo guapo que es. Desde luego, nada que ver con Sebastian Drake. Los cabellos de Adam son tan oscuros como los míos y tiene los ojos color almíbar y no azules como el mar. Aun así, no está nada mal el chico, con esa espalda de nadador —ha conseguido colocar al Saint Eligius en las finales regionales de mariposa durante dos años seguidos— y sus ciento ochenta centímetros de altura (suficientes para que yo tenga que estirar el cuello si quiero verle la cara, habida cuenta de mis decepcionantes ciento cincuenta centímetros). Es algo más que un alumno del montón, y también bastante popular, si se tiene en cuenta a todas esas chicas recién llegadas que se marean cada vez que lo ven caminar por el pasillo (de lo cual, al parecer, él no se da cuenta). Sin embargo, su modo de mirarme es todo menos distraído. —¿De qué va todo esto? —inquiere, alzando una de sus oscuras y pobladas cejas con aire suspicaz—. Sé por qué Ted odia a Drake. Le ha robado a su chica. ¿Pero cuáles son tus motivos? —Personales —respondo. Dios, esto es muy poco profesional. Cuando se entere, mamá va a matarme. Si es que llega a enterarse.

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Por otra parte... supongo que Adam me ha salvado la vida. Aunque no lo sepa. Drake me habría destripado —allí mismo, delante de todo el mundo— sin pensárselo dos veces. A no ser que, antes, decidiese jugar conmigo. Lo cual, conociendo a su padre, es justamente lo que habría hecho. Le debo una a Adam. Pues sí. Pero mejor que no lo sepa. —¿Cómo has entrado? —me pregunta Adam—. No irás a decirme que pasaste por el detector de metales con esa cosa. —Claro que no —contesto. En serio, los tíos, a veces, son idiotas—. Me colé por el tragaluz. —¿Por el tejado? —Sí, ése es el sitio en el que suelen encontrarse los tragaluces —le indico. —Eres un inmaduro —le dice Lila a Ted, con voz suave y entrecortada, en claro contraste con el mensaje. Pero, claro, no puede evitarlo. Drake la ha sometido a sus encantos—. ¿Se puede saber qué esperabas conseguir? —No hace ni un día que conoces a ese tío —Ted tiene las manos metidas en el fondo de los bolsillos. Parece un poco avergonzado... y desafiante al mismo tiempo— . O sea, yo también podría haberte traído al Swig, si eso era lo que querías. ¿Por qué no me lo dijiste? Ya sabes lo de mi tío Vinnie. —No se trata de las discotecas a las que Sebastian puede llevarme —responde Lila—. Se trata... bueno, se trata de él. Él es... perfecto. Tuve que hacer un esfuerzo para contener las arcadas. —Nadie es perfecto, Li —dice Ted antes de que yo tenga oportunidad de abrir la boca. —Sebastian sí lo es —persevera Lila mientras la luz de la solitaria bombilla que ilumina la puerta de emergencia de la discoteca le arranca destellos de los oscuros ojos—. Es tan guapo... e inteligente... y experimentado... y amable... Basta. Ya he oído suficiente. —Lila —le espeto—. Cállate. Ted tiene razón. No lo conoces de nada. Si lo conocieras, créeme que no dirías que es amable. —Pero lo es —insiste Lila con expresión encandilada—. No sabes lo... Un segundo después —no sé muy bien cómo ha ocurrido— la sujeto por los hombros. La estoy sacudiendo. Ella es bastante más alta que yo y, en cuanto a peso, me supera en veinte kilos.

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Pero eso da igual. En este momento, lo único que quiero es despertar en ella un mínimo de inteligencia. —Te lo ha dicho, ¿verdad? —me oigo gritarle con voz ronca—. Te ha contado lo que es. Ay, Lila. Eres idiota. Eres una estúpida, una estúpida. —¡Eh! —Adam trata de soltarme las manos de los desnudos hombros de Lila—. Vale, está bien. Vamos a calmarnos un poquito... Pero Lila se zafa y nos contempla con expresión triunfal. —Si —chilla, exultante, con un tono de voz que conozco muy bien—. Me lo ha contado. Y también me ha hablado de las personas como tú, Mary. Gente que no entiende, que es incapaz de entender que procede de una estirpe tan antigua y noble como la de un rey... —Dios mío —me dan ganas de abofetearla. Si no lo hago es porque Adam, como si me hubiese leído el pensamiento, me está sujetando el brazo—. Lila, ¿lo sabías? ¿Y aun así vas con él? —Por supuesto —responde Lila—. A diferencia de ti, Mary, yo he abierto la mente. No tengo los prejuicios que tú tienes con respecto a los de su género... —¿Los de su género? ¿Los de su género? —de no ser por Adam, que me sujeta susurrándome «Oye, tranquila», me habría lanzado sobre ella y habría intentado meter un poco de sentido común en su insípida y anodina cabezota—. ¿Y se le ocurrió mencionar de qué modo sobreviven los de su género? ¿Habló de lo que comen o, más bien, de lo que beben para vivir? Lila adopta una actitud desdeñosa. —Sí —afirma—. Así es. Y me parece que estás exagerando. Sólo bebe la sangre que compra en un banco de sangre. No mata a nadie... —¡Vamos, Lila! —no doy crédito a lo que oigo. O, bueno, teniendo en cuenta que es Lila la que habla, sí que se lo doy. Con todo, nunca la habría creído tan ingenua como para tragarse semejante cosa—. Eso es lo que dicen todos. Han estado yéndole con ese cuento a las jovencitas durante siglos. Es una sarta de mentiras. —Para un momento —Adam me ha soltado el brazo. Por desgracia, ahora que tengo la libertad de hacerlo, ya no me apetece darle un sopapo a Lila. Estoy demasiado asqueada—. ¿Qué pasa aquí? —exige Adam—. ¿Quién bebe sangre? Estáis hablando... ¿de Drake? —Si, de Drake —respondo lacónicamente. Adam me mira sin acabar de creérselo, mientras que, a su lado, su amigo Ted comienza a silbar. —Tío —exclama Ted—. Ya sabía yo que había algo sucio en ese tipo.

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—¡Dejadlo ya! —grita Lila—. ¡Todos vosotros! ¡Prestad atención a lo que estáis diciendo! ¿Os hacéis una idea de lo intolerantes que sois? Si, Sebastian es un vampiro... ¡pero eso no implica que no tenga derecho a existir! —Ya —contesto—. Teniendo en cuenta que es un enemigo de la humanidad viviente y que se ha estado alimentando de niñas inocentes como tú durante siglos, pues entérate de que no, no tiene derecho a existir. —Espera un momento —Adam sigue sin salir de su asombro—. ¿Un vampiro? ¿De qué vais? Eso es imposible. Los vampiros no existen. —¡Bah! —Lila se le acerca y patea el suelo—. ¡Tú eres aún peor que los demás! —Lila —tercio, ignorando la intervención de Adam—, no puedes volver a encontrarte con él. —No ha hecho nada malo —insiste Lila—. Ni siquiera me ha mordido... a pesar de que yo misma se lo pidiese. Dice que no puede, porque me ama demasiado. —Dios mío —exclamo con repugnancia—. Ese es otro de sus cuentos, Lila. ¿Es que no te das cuenta? Todos dicen lo mismo. Y que sepas que no te ama. O, por lo menos, no te ama más de lo que una garrapata estima al perro del que se alimenta. —Te quiero —interviene Ted con voz quebrada—. ¿Y tú vas y me plantas por un vampiro? —No lo entendéis —Lila se echa el rubio cabello hacia atrás—. No es una garrapata, Mary. Sebastian me ama demasiado para morderme. Además, sé que puedo hacerlo cambiar. Porque desea estar conmigo para siempre, al igual que yo con él. Estoy convencida. Y a partir de mañana por la noche, estaremos juntos para siempre. —¿Qué pasa mañana por la noche? —pregunta Adam. —El baile —le respondo con voz monocorde. —Eso es —dice Lila, retomando su cháchara—. Voy a ir con Sebastian. Y aunque todavía no lo sabe, él me morderá; sólo un mordisco, y me dará la vida eterna. Vamos, reconocedlo: ¿imagináis algo mejor? ¿No querríais vivir para siempre? Es decir, ¿si pudierais? —No de ese modo —afirmo. Hay algo dentro de mí que se resiente. Por Lila, y también por todas aquellas que la han precedido. Y también por las que la seguirán, si no consigo remediarlo. —¿Va a encontrarse contigo en el baile? —me obligo a preguntarle. Me cuesta hablar; todo lo que me pide el cuerpo es dejarle paso a las lágrimas. —Si —dice Lila. Le asoma a la cara el mismo gesto ausente que tenía en la discoteca y también en el comedor—. No podrá resistírseme... No si me pongo mi

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nuevo vestido de Roberto Cavalli, con el cuello expuesto a la luz plateada de la luna llena... —Creo que voy a devolver —anuncia Ted. —Nada de eso —digo—. Vas a llevar a Lila a casa. Toma —hurgo en la mochila y saco un crucifijo y dos pequeños recipientes con agua bendita y se los doy—. Si aparece Drake, aunque no lo creo posible, defiéndete con esto. Luego ve a tu casa después de haber dejado a Lila en la suya. Ted examina lo que acabo de ponerle en las manos. —Espera. ¿Esto es todo? —pregunta—. ¿Vamos a permitir que la mate? —No va a matarme —le corrige Lila con aire jovial—. Va a convertirme en uno de los de su raza. —No vamos a hacer nada —decido—. Vosotros os vais a casa y me dejáis esto a mí. Lo tengo bajo control. Ocúpate de que Lila llegue sana y salva. No debe ocurrirle nada hasta la hora del baile. Los espíritus malignos no pueden entrar en una casa habitada sin que se les invite a hacerlo —le endoso a Lila una mirada inquisitiva—. No lo has invitado, ¿verdad? —Qué más da —responde Lila, sacudiendo la cabeza—. Además, no creo que mi padre fuese a poner el grito en el cielo por encontrar a un chico en mi habitación. —Vale. A casa. Y tú también —le ordeno a Adam. Ted toma del brazo a Lila y ambos comienzan a alejarse. Pero, para mi sorpresa, Adam se queda donde está con las manos metidas en los bolsillos. —Bien —murmuro—. ¿Puedo hacer algo más por ti? —Sí —responde Adam con tranquilidad—. Puedes empezar por el principio. Quiero saberlo todo. Porque si lo que dices es cierto, de no haber sido por mí, ahora mismo serías una mancha de sangre en la columna de la discoteca. Así que empieza a hablar.

Adam Si alguien me hubiese dicho hace una hora que acabaría la noche yendo al ático de Mary, la de clase de Historia de Estados Unidos, en East Seventies... lo habría creído un desvarío.

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Pero resulta que me encuentro justamente en ese lugar, siguiendo a Mary, quien, tras pasar junto al amodorrado portero (que, viendo la ballesta, se limita a levantar una ceja), se mete en el ascensor, adornado, según creo, al estilo Victoriano de mediados del siglo diecinueve, a juzgar por el parecido que tiene con los decorados de una de esas soporíferas miniseries que a mi madre tanto le gusta ver, una de ésas plagadas de jovencitas que se llaman Violeta u Hortensia. Hay libros por todas partes; y no ediciones de bolsillo de Dan Brown, sino tomos grandes y pesados, con títulos tales como Demonología en la Grecia del siglo diecisiete o Una guía de necromancia. Miro alrededor, pero no veo una tele de plasma ni una pantalla de cristal líquido. Ni siquiera un televisor corriente. —¿Es que tus padres son profesores o algo así? —le pregunto a Mary, quien se deshace de la ballesta y se encamina a la cocina. Abre la puerta de la nevera, coge dos coca-colas y me da una a mí. —Algo así —responde Mary. Esta es la actitud que ha tenido de camino hasta aquí: no muy rebosante de explicaciones. De todos modos, tampoco me importa mucho, ya que tiene claro que no voy a marcharme hasta haber oído la historia completa. La verdad es que, por el momento, no sé qué pensar. Por un lado, me alivia que Drake no sea quien yo pensaba que era: el ex de Mary. Por el otro... ¿un vampiro? —Ven —me insta Mary, y me dispongo a seguirla porque... ¿qué otra cosa puedo hacer? No sé qué pinto aquí. No creo en los vampiros. Me parece, en cambio, que Lila se ha liado con uno de esos extravagantes góticos que salen a veces en los programas de televisión de baja estofa. Sin embargo, la pregunta de Mary —«¿Entonces cómo te explicas que haya desaparecido de la pista de baile de ese modo?»— me intranquiliza. ¿Cómo lo hizo el tipo ese? Bien es cierto que hay toneladas de preguntas para las que no tengo respuesta. Como una que se me ha ocurrido: ¿cómo lograr que Mary me mire como Lila miraba a ese tío, Drake? La vida es rica en misterios, como le gusta decir a mi padre, y muchos de esos misterios están envueltos en enigmas. Mary me conduce por un oscuro pasillo hasta una puerta abierta, por cuyo vano se derrama un chorro de luz. Le da unos golpecitos y dice: —¿Papá? ¿Podemos pasar? —Cómo no —responde una voz ronca. Y así es como, precedido por Mary, entro en la habitación más rara que haya visto en mi vida. Por lo menos, en un ático del Upper East Side.

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Es un laboratorio. Hay tubos de ensayo, recipientes varios y frasquitos desparramados por todas partes. De pie, frente a algunos de ellos, hay un hombre de cabellos blancos y albornoz, con aspecto de científico, ocupado con una cubeta de cristal que contiene un líquido de color verde claro y emite un humo espeso. El vejete alza la vista y, al entrar Mary en la habitación, sonríe. Me mira de arriba abajo con unos ojos verdes muy semejantes a los de Mary. —Bueno, pues hola —dice el hombre—. Veo que has traído a un amigo. Me alegro. De un tiempo a esta parte me parece que pasas demasiado tiempo sola, jovencita. —Papá, éste es Adam —le explica Mary—. Se sienta detrás de mí en la clase de Historia de Estados Unidos. Vamos a ir a mi habitación a hacer los deberes. —Qué bien —juzga el padre de Mary. Por lo visto, no se le ocurre pensar que lo último que un chico de mi edad haría con una chica en una habitación a las dos de la madrugada es ponerse a hacer los deberes—. No estudiéis demasiado, niños. —Descuida —contesta Mary—. Vamos, Adam. —Buenas noches, señor —le digo al padre de Mary, que me dedica una sonrisa antes de volver a concentrarse en su humeante cubeta—. Pues vale —le digo a Mary mientras volvemos a recorrer el pasillo, esta vez para dirigirnos a su habitación... la cual, curiosamente, es bastante espartana para tratarse del cuarto de una chica, pues sólo cuenta con un cama grande, un armario y una mesa. A diferencia de la habitación de Verónica, no hay nada a la vista, excepto un portátil y un reproductor de MP3. Mientras se ausenta en el lavabo por unos instantes, aprovecho para examinar los títulos de la lista de reproducción. Rock en su mayor parte, un poco de rythm & blues y otro poco de rap. Pero nada de emo. Menos mal—. ¿Qué pasa en esta casa? ¿Qué hace tu padre con todos esos chismes? —Busca una cura —responde Mary desde el baño. Cruzo la ornamentada alfombra persa y me acerco a la cama. Hay una foto enmarcada en la mesilla de noche. En ella veo a una mujer muy hermosa, sonriente y bañada en luz solar. La madre de Mary. No sé por qué lo sé. Sólo que lo sé. —¿Una cura para qué? —pregunto, tomando la foto entre las manos para inspeccionarla de cerca. Sí, helos aquí. Los labios de Mary. Los cuales, según no he podido dejar de fijarme, se tuercen hacia arriba en los extremos. Incluso cuando se cabrea. —Vampirismo —me informa Mary. Sale del baño portando un vestido largo de color rojo, todavía metido en el envoltorio plástico de la lavandería. —Ah —articulo—. Lamento tener que decirte esto, Mary, pero los vampiros no existen. Ni tampoco el vampirismo. Ni nada que se le parezca. —¿Ah, sí? —los labios de Mary se curvan aún más.

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—Los vampiros son una invención del tío ese —se ríe de mí. Pero me da igual, porque es Mary. Prefiero eso a que me ignore, que es lo que ha hecho la mayor parte del tiempo desde que la conozco—. El que escribió Drácula, ¿no? —Bram Stoker no inventó los vampiros —dice Mary mientras su sonrisa va languideciendo—. Ni siquiera a Drácula, quien, por cierto, es un personaje histórico. —Sí, bueno, pero ¿me estás hablando de un tío que bebe sangre y se convierte en murciélago cuando le apetece? Por favor. —Los vampiros existen, Adam —me asegura Mary. Me gusta cómo pronuncia mi nombre. Me gusta tanto que tardo en darme cuenta de que está mirando la foto que todavía tengo entre las manos—. Y también sus víctimas. Sigo la dirección a la que apunta con los ojos. Me falta poco para que se me caiga la fotografía. —Mary —digo. Eso es todo lo que puedo decir por el momento—. Tu... tu madre. Ella... ¿está...? —Sigue viva —contesta Mary, que se vuelve y deja el vestido sobre la cama—. Si es que a eso se le puede llamar vida —añade, casi como si hablara para sí misma. —Mary —insisto, cambiando el tono de voz. No puedo creerlo. Y, no obstante, lo creo. Hay algo en su expresión que me convence de que dice la verdad. Algo, también, que me hace tener ganas de estrecharla entre los brazos. Maniobra que Verónica calificaría de sexista. En fin, vamos allá. Dejo de morderme el labio. —Por eso tu padre... —Antes no era así —afirma sin mirarme—. Cuando estaba mamá, era diferente. Está... convencido de que puede descubrir una cura —se deja caer en la cama, junto al vestido—. No está dispuesto a creer que sólo hay un modo de hacerla volver. Consiste en matar al vampiro que la convirtió. —Drake —aventuro, sentándome junto a ella. Las cosas empiezan a tener sentido. Supongo. —No —me corrige Mary, sacudiendo la cabeza—. Su padre. Quien, por cierto, pertenece a la familia de Drácula. Pero su hijo es de la opinión de que «Drake» resulta menos pretencioso y más acorde con los tiempos. —Así que... ¿por qué querías matar al vástago de Drácula, si fue su padre el que...? —no soy capaz de terminar la frase. Por suerte, no hace falta que lo haga. La espalda de Mary se encorva.

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—Si matar a su único hijo no provoca que Drácula salga de su escondrijo para que también pueda matarlo a él, no sé qué otra cosa puede hacerlo aparecer. —¿Y eso no es un poco... peligroso? —le pregunto. Me resulta increíble encontrarme hablando de este tema. También es increíble encontrarme en la habitación de Mary, la de Historia de Estados Unidos—. Porque, claro, ¿no es verdad que Drácula es el mandamás de todo esto? —Sí —admite Mary, mirando la fotografía, que he dejado entre nosotros—. Y cuando haya desaparecido, mamá recuperará su libertad. «Y el padre de Mary no tendrá que preocuparse por hallar una cura para el vampirismo», pienso, pero no me animo a decirlo. —¿Y por qué Drake no decidió convertir a Lila esta misma noche? —se me ocurre preguntar. Es una de las muchas cosas que no acabo de entender—. En la discoteca, sin ir más lejos. —Porque le gusta jugar con la comida —responde Mary sin un atisbo de emoción en su voz—. Igual que a su padre. Me estremezco. No puedo evitarlo. A pesar de que no sea mi tipo, no es agradable imaginarse a Lila transformada en piscolabis nocturno de un vampiro. —¿No te preocupa —le pregunto con la esperanza de cambiar el cariz de la conversación— que Lila le diga a Drake que no se presente en el baile porque vamos a estar esperándolo? He utilizado el plural y no el singular porque tengo muy claro que no voy a permitir que Mary vaya a por ese tipo ella sola. Lo cual, no hay duda, Verónica también lo calificaría de sexista. Pero Verónica no conoce la sonrisa de Mary. —¿Me tomas el pelo? —replica Mary. No parece haber prestado atención a lo del plural—. Eso es justo lo que espero que haga. De ese modo, es seguro que Drake decidirá acudir. La miro durante un momento. —¿Y por qué? —Pues porque matar a la hija de la exterminadora lo catapultará al estrellato en la jerarquía de la cripta. Me quedo parpadeando. —¿La jerarquía de la cripta? —Claro —dice, pasándose una mano por los cabellos—. Es como la jerarquía de una banda callejera. Sólo que entre los no muertos.

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—Ah —por extraño que pueda parecer, tiene sentido. Tanto como cualquiera de las muchas cosas que he oído esta noche—. ¿Y a tu padre lo llaman «exterminadora»? —me cuesta un poco imaginar al padre de Mary blandiendo una ballesta como su hija. —No —responde, y su sonrisa se desvanece—. A mi mamá. Al menos... así era. Y además no sólo exterminadora de los vampiros, sino también de cualquier ser maligno: demonios, licántropos, duendes, fantasmas, hechiceros, genios, sátiros, trasgos, grifos, quimeras, titanes, leprechauns... —¿Leprechauns? —mascullo, desconcertado. Pero Mary se limita a encogerse de hombros. —Si era perverso, mi madre lo mataba. Tenía un don para eso... Un don —agrega a media voz— que ojalá haya heredado yo. Me quedo allí sentado durante un rato. Tengo que admitir que lo que ha ocurrido en las últimas dos horas me tiene anonadado. ¿Ballestas, vampiros, exterminadoras? ¿Se puede saber qué es un leprechaun? No estoy seguro de querer enterarme. Oye. Espera. Sí sé que no quiero saber. Noto un zumbido en la cabeza que a buen seguro no va a detenerse. Lo raro es que hasta creo que me gusta. —Y bien —dice Mary, alzando la vista para mirarme a los ojos—. ¿Me crees ahora? —Te creo —contesto. En realidad, lo único que no me creo es que me lo esté creyendo. Es decir, que me esté creyendo lo que dice. —Bien —celebra—. Es mejor que no se lo cuentes a nadie. Ahora, si no te importa, me conviene empezar a prepararlo todo... —Genial. Dime qué debo hacer. El rostro se le nubla. —Adam —me dice. Y hay algo en el modo en que coloca los labios para pronunciar mi nombre que hace que me vuelva un poquito loco..., que me entren ganas de abrazarla y correr por la habitación al mismo tiempo—. Te agradezco el gesto. De verdad. Pero es demasiado arriesgado. Si mato a Drake... —Cuando lo mates —corrijo. —... lo más probable es que se presente su padre —continúa diciendo— con ganas de venganza. Puede que esta noche no. Y a lo mejor ni siquiera mañana. Pero pronto. Y cuando eso ocurra... las cosas van a ponerse feas de verdad. Va a ser espantoso. Una pesadilla. Un auténtico... —Apocalipsis —apostillo, y un leve escalofrío me recorre la espina dorsal.

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—Sí. Exacto. —No te preocupes —afirmo, ignorando el escalofrío—. Estoy preparado para todo. —Adam —me hace un gesto negativo—. No lo entiendes. No puedo... en fin, no estoy segura de poder protegerte. Y, desde luego, no estoy dispuesta a que arriesgues tu vida. En mi caso es diferente, porque... bueno, por mi madre. Pero tú... La interrumpo. —Tú dime a qué hora quieres que pase a recogerte. Se me queda mirando. —¿Cómo? —Lo siento —le digo—, pero no vas a ir al baile sola. Fin de la historia. Y he debido tener un aspecto amenazador mientras lo decía, porque, tras hacer ademán de discutir, guarda silencio, me mira y dice: —Vale. Está bien. Aun así, se ve en la necesidad de añadir: —Ha llegado tu último día. Quería tener la última palabra, imagino. A mí me parece bien. La última palabra es suya. Porque sé lo que he descubierto en Mary: la compañera que arrimará el hombro en la inevitable lucha por la supervivencia que habrá de producirse en el Estados Unidos postapocalíptico.

Mary El corazón me late al ritmo de la música. Noto el bajo en el pecho: pum, pum. A causa de la neblina producida por la nieve carbónica y los haces de luz intermitente que caen desde el techo de la discoteca, es difícil distinguir algo en la estancia, plagada de cuerpos que se contorsionan. Sin embargo, sé que él está aquí. Lo percibo.

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Y luego lo veo, acercándoseme a través de la pista de baile. Trae dos vasos llenos de un líquido color sangre, uno en cada mano. Cuando llega junto a mí, me ofrece uno de los vasos y dice: —No te preocupes. No es de garrafón. Me he cerciorado. Prefiero no contestar. Bebo un sorbo del ponche y el líquido —a pesar de su dulzor excesivo— me alivia la sequedad de la garganta. De todas maneras, sé que estoy cometiendo un error. Me refiero a haber accedido a que Adam esté aquí. Sin embargo... hay algo en él. No sé qué es. Algo que lo diferencia del resto de los cachas tontuelos que pueblan el instituto. Tal vez tenga que ver con el modo en que me salvó en la discoteca, cuando me habían vencido las circunstancias, cuando le disparó a Sebastian Drake —retoño del mismísimo diablo— con una pistola de agua cargada con salsa de tomate. O tal vez esté relacionado con lo sensible que fue con respecto a lo de mi padre, con el hecho de que no haya bromeado diciendo que se parece a Doc, el de Regreso al futuro, y que, lo que es más, lo haya tratado de usted. O con cómo sostenía la fotografía de mi madre y cómo reaccionó cuando le conté lo ocurrido con ella. O a lo mejor todo se reduce al aspecto con que se presentó esta noche, a las ocho menos cuarto, increíblemente guapo con su esmoquin —y hasta con un ramillete de rosas rojas para regalarme—, a pesar de que hacía menos de veinticuatro horas ni siquiera supiera que iba a asistir al baile (menos mal que vendían entradas en la puerta). En fin. Papá estaba extasiado y, por una vez, actuó como un padre normal: sacó un sinnúmero de fotos —«Para que las vea tu madre cuando esté mejor», decía sin cesar— e intentó que Adam le aceptase varios billetes de veinte dólares mientras le susurraba: «Después de la fiesta, quiero que la trates como a una reina». Lo cual, con franqueza, me hizo comprender que prefiero los momentos en que papá no sale del laboratorio. Y aun así. Sabía que era una equivocación no mandar a Adam a paseo. Este no es un trabajo para aficionados. Es... es... ... hermoso. O sea, me refiero a la sala de baile. Cuando entré del brazo de Adam casi me quedé sin aire. (Insistió en ese detalle. Para parecer una «pareja normal» en el caso de que Drake estuviese mirando.) Este año, el comité del baile de fin de curso del instituto Saint Eligius se ha superado a sí mismo. Lo de que hayan conseguido un salón enorme en el Waldorf Astoria es un auténtico hito, pero lo verdaderamente milagroso es que lo hayan convertido en un romántico y reluciente país de las maravillas.

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Sólo espero que todas esas escarapelas y serpentinas sean ignífugas. Lamentaría que se quemaran con las llamas que prenderán cuando, una vez haya apuñalado a Drake en el pecho, su cadáver se incendie. —Y bien —dice Adam mientras nos mantenemos al borde de la pista de baile, bebiendo ponche en medio de un silencio que, la verdad, se estaba volviendo un poco incómodo—. ¿Qué es lo que vas a hacer? No veo la ballesta por ningún lado. —Me llega con una estaca —le respondo, dejándole ver una pierna a través de la abertura del vestido. En ella llevo una pieza de fresno tallada a mano, que he guardado en la vieja funda de pistola de mamá—. Sencillo y eficaz. —Ah —exclama Adam, tras ahogarse un poco en su ponche—, vale. Me doy cuenta de que sigue mirándome el muslo. Sin perder un instante, vuelvo a colocarme la falda en su sitio. Y se me ocurre —por vez primera— que es posible que Adam esté en esto por razones distintas a la de querer contribuir a que la novia de su mejor amigo se libere del encantamiento con que la retiene un demonio succionador de sangre. Sin embargo... ¿cómo va a ser eso posible? Es decir, se trata nada menos que de Adam Blum. Y yo soy la chica nueva. Le caigo bien, eso sí, pero no le gusto. No puede ser. Es probable que sólo me resten diez minutos de vida. A no ser que algo cambie lo que a buen seguro está por ocurrir. Azorada, me ocupo en observar las parejas que dan vueltas frente a nosotros. La señora Gregory, de Historia de Estados Unidos, es una de las carabinas. Se pasea por la estancia con la intención de que las chicas no se rocen demasiado con sus parejas. A lo mejor hasta intenta que no salga la luna. —Creo que sería mejor que te dedicaras a distraer a Lila —digo, con la esperanza de que no note que las mejillas se me han puesto tan encarnadas como el vestido— mientras yo esté con la estaca. No quiero que se le ocurra salvarlo y se entrometa. —Para eso he traído a Ted hasta aquí —responde Adam, señalándome a Teddy Hancock con un gesto de cabeza. Está sentado junto a una mesa cercana y contempla la pista de baile con expresión de aburrimiento. Como nosotros, está esperando a Lila (y a su acompañante). —Da igual —afirmo—. No quiero que estés a mi lado cuando... Ya sabes. —Me ha quedado claro después de que lo hayas dicho nueve millones de veces — murmura Adam—. Sé que puedes cuidar de ti misma, Mary. Me lo has asegurado por activa y por pasiva. No puedo evitar responderle con una mueca. Es evidente que no se lo está pasando demasiado bien.

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Bueno, ¿y qué? ¡Si está aquí no es porque yo se lo haya pedido! ¡Se ha invitado a sí mismo! Además, ¡no hemos venido a bailar! ¡Nada de eso! Lo sabe desde el primer momento. Es él quien quiere cambiar las normas, no yo. O sea, ¿quién engaña a quién? Yo no puedo tener novio. Tengo un legado que perpetuar. Soy la hija de la exterminadora. Debo... —¿Te apetece bailar? —me pregunta Adam. —Oh —exclamo, un tanto estupefacta—. Me encantaría. Pero, en realidad, tendría que... —Genial —dice interrumpiéndome, y, tras tomarme del brazo, me conduce hacia la pista de baile. Estoy tan abrumada que no soy capaz de hacer nada para detenerlo, la verdad. Bueno, cuando empiezan a pasárseme los efectos de la sorpresa inicial, descubro que no me apetece detenerlo. Pasmada, me doy cuenta de que... en fin, de que me gusta lo que siento estando en brazos de Adam. Me siento bien. Me siento a salvo. Me siento cómoda. Me siento... vamos, casi como si, por variar, fuese una chica corriente. No la chica nueva. No la hija de la exterminadora. Sólo... yo. Mary. Es una sensación a la que podría acostumbrarme. —Mary —dice Adam. Es mucho más alto que yo y su respiración agita los mechones que se me han soltado del moño. Pero no me importa, porque el aroma que exhala es agradable. Lo miro, como si estuviera en un sueño. Es increíble que nunca me haya fijado en lo guapo que es. Bueno, ayer por la noche empecé a darme cuenta. Es decir, tomé nota por primera vez, pero hasta ahora no lo había valorado en su justa medida, porque ¿qué pinta un chico como él con alguien como yo? Ni en un millón de años se me habría ocurrido pensar que acabaría yendo a la fiesta de fin de curso con Adam Blum... Y sí, cierto, me lo pidió sólo porque siente pena por mí por lo de que mi madre sea un vampiro y todo eso. Pero aun así. —¿Mmm? —digo, sonriéndole. —Eh... —por algún motivo, Adam parece un poco incómodo—. Pues me estaba preguntando... ya sabes, cuando todo esto termine, y tú hayas acabado con Drake, y Lila y Ted vuelvan a estar juntos... querrías, esto... Dios. ¿Qué está pasando? ¿No estará pidiéndome lo que creo que está pidiéndome? O sea, ¿salir conmigo? ¿Sin que haya objetos afilados y punzantes de por medio, como ahora?

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No. Esto no está sucediendo. Es un sueño o algo parecido. Dentro de un minuto, me voy a despertar y todo habrá desaparecido. Porque ¿cómo iba a ser posible algo así? Mejor no respirar, para que no se esfume el hechizo que nos envuelve a ambos... —¿Qué, Adam? —le pregunto. —A ver —ya no es capaz de mirarme a los ojos—. Si querrías, no sé, que fuésemos por ahí a dar una vuelta... —Discúlpame —conozco demasiado bien esa voz grave que interrumpe a Adam— . ¿Te importa si bailo un poco con ella? Cierro los ojos, frustrada. Como mi vida siga así, jamás lograré que un chico quiera salir conmigo. Nunca, jamás de los jamases. Voy a ser una rarita —hija de raritos— el resto de mi vida. ¿Por qué alguien como Adam Blum querría salir conmigo, vamos? ¿Con la niña de un vampiro y un científico pirado? Las cosas como son. Es imposible. Y ya me he hartado. Hasta aquí podíamos llegar. —Oye, mira —digo, volviéndome hacia Sebastian Drake, cuyos ojos se agrandan como consecuencia de la rabia que lee en mi expresión—. ¿Pero cómo te atreves a...? Me quedo sin habla. De repente veo esos ojos... ... esos hipnotizadores ojos azules, que me llaman de pronto para sumergirme en ellos y que su calor me meza con olas dulces y suaves. No se parece en nada a Adam Blum, no hay duda. Pero el modo que tiene de mirarme me da a entender que lo sabe, que lo lamenta, que va a hacer todo lo posible para caerme bien... e incluso más allá... Al recuperar el sentido me veo en brazos de Sebastian Drake, que me está llevando, con delicadeza infinita, hacia una cristalera tras la que se insinúan la noche y un jardín bañado por la luz titilante de los farolillos y la luna... El lugar perfecto al que llegar de la mano del rubio descendiente de un conde transilvano. —Me alegra mucho que al fin hayamos tenido oportunidad de conocernos —me dice Sebastian con una voz que parece acariciarme como el borde de una pluma. Todo y todos quedan atrás: las demás parejas, Adam, una estupefacta Lila, que nos dedica una mirada celosa, Ted, que le dedica una mirada celosa a Lila, e incluso las escarapelas y las serpentinas... Las cosas se funden como si todo lo que existiese en el mundo se redujera a mí, a este jardín en el que me encuentro y a Sebastian Drake. Me aparta de la frente los mechones sueltos con un gesto fluido.

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Desde un rincón oscuro y profundo de mi mente una voz me dice que debería temerlo... hasta odiarlo. Pero no recuerdo el porqué. ¿Cómo odiar a alguien tan guapo, dulce y sensible? Quiere hacer que me sienta mejor. Quiere ayudarme. —¿Lo ves? —dice Sebastian Drake mientras me levanta una de las manos y se la lleva tiernamente a los labios—. No soy tan terrible, ¿a que no? En realidad, soy como tú. El hijo, reconozcámoslo, de una persona formidable, alguien que pretende encontrar su lugar en el mundo. Tenemos nuestros problemas, tú y yo, ¿verdad? Tu madre te envía saludos, por cierto. —¿Mi... mi madre? —tengo la cabeza sumida en niebla, la misma que campa por el jardín. Porque, a pesar de que puedo recordar el rostro de mi madre, he olvidado que Sebastian Drake la conozca. —Sí —comenta Sebastian, que me recorre con los labios la piel del brazo hasta llegar al codo. Siento que ese contacto es como fuego líquido—. Te echa de menos, como te imaginarás. No entiende por qué no estás con ella. Ahora es muy feliz... Ya no padece el dolor de la enfermedad... o la indignidad de la vejez... o la congoja de una existencia solitaria —sus labios me tocan el hombro. Me falta el aire, pero me siento bien—. Vive en medio de la belleza y el amor... tal y como podrías vivir tú, Mary, si quisieras —me acaricia el cuello con la boca. Su aliento, tan cálido, ha provocado que la espina dorsal se me quede sin fuerzas. Pero no pasa nada, porque me sostiene por la cintura con un brazo firme, y es que el cuerpo, como si hubiera cobrado voluntad propia, se me arquea y le ofrece una perspectiva despejada del desnudo cuello—. Mary —susurra con la boca pegada a mi piel. Me siento inundada por tal calma, por tal serenidad —algo que no he sentido desde hace años, desde que mi madre se marchó—, que los párpados se me cierran... De pronto, noto que algo frío y húmedo me golpea el cuello. —¿Qué...? —exclamo, abriendo los ojos y tanteándome la zona del impacto... Al examinarme los dedos veo que están húmedos. —Lo siento —anuncia Adam, que está a unos pocos metros con los brazos extendidos, encañonándome con su Beretta de nueve milímetros—. He fallado. Un segundo después, una espesa nube de humo acre y abrasador me golpea el rostro y me deja sin aire. Tosiendo, trastabillo para apartarme del hombre que, hace tan sólo unos momentos, me había estado sosteniendo con tanta ternura, pero que ahora se está agarrando el pecho, en llamas. —¿Cómo...? —inquiere Sebastian Drake entre jadeos, manoteando para apagar el fuego que le sale del pecho—. ¿Qué es esto? —Pues un poquitín de agua bendita, tío —le responde Adam mientras continúa disparándole—. No creo que te moleste. A no ser, claro, que seas un no muerto. Lo cual, por desgracia para ti, es lo que empiezo a pensar que eres.

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Tardo un momento en recuperar el juicio y busco la estaca bajo la falda. —Sebastian Drake —siseo al tiempo que el vampiro se arrodilla frente a mí, aullando de dolor y también de ira—. Esto es por mi madre. Y, con todas mis fuerzas, le clavo la estaca de fresno tallada a mano en donde debió de haber tenido un corazón. Si es que alguna vez lo tuvo.

—Ted —dice Lila con voz melosa, sentada en un banco de plástico con la cabeza de su novio en el regazo. —¿Sí? —pregunta Ted, adorándola con la mirada. —No —le corrige Lila—. Me refiero a que eso es lo que voy a poner en el tatuaje, la próxima vez que vaya a Cancún. En la base de la espalda. La palabra «Ted». De modo que, desde ese momento en adelante, todo el mundo sepa que te pertenezco. —Ah, cariño —dice Ted, antes de darle un beso en la boca. —Dios mío —exclamo, apartando la mirada. —Te entiendo —Adam acaba de lanzar una bola de seis kilos en la pista de la bolera, iluminada como si de una discoteca se tratara—. Casi la prefiero cuando estaba bajo el hechizo de Drake. Aunque supongo que es mejor que las aguas hayan vuelto a su cauce. Ted es bastante más inofensivo que Sebastian. Por cierto, acabo de hacer un pleno, por si no te habías dado cuenta —se sienta en el banco, a mi lado, y, a la luz de una lámpara que tengo sobre la cabeza, examina la hoja en que llevamos cuenta de las puntuaciones—. ¿Qué te parece? Voy ganando. —No te hagas el chulo —le digo. Sin embargo, tiene bastante de lo que presumir. Y no sólo por ir ganando, la verdad—. Déjame preguntarte algo —le pido, cuando al fin se acomoda y se afloja la pajarita. Adam está irresistible aun bajo la extraña iluminación del Bowlmor Lanes, la bolera a la que nos hemos retirado tras la fiesta, a sólo unos nueve dólares en taxi desde el Waldorf—. ¿Dónde conseguiste el agua bendita? —Le diste una buena cantidad a Ted —dice Adam, mirándome con expresión de sorpresa—. ¿No te acuerdas? —¿Pero cómo se te ocurrió cargar la pistola con esa agua? —insisto. Los acontecimientos de la noche todavía me dan vueltas en la cabeza. Jugar a los bolos a estas horas está muy bien, claro. Pero no hay nada que pueda compararse con borrar del mapa a un vampiro de doscientos años de edad en el baile de fin de curso.

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Lástima que quedase reducido a cenizas en el jardín, en donde sólo nos encontrábamos Adam y yo. De otro modo, nos habrían elegido rey y reina del baile en lugar de a Lila y Ted, quienes todavía llevan puestas las coronas... de medio lado, eso sí, después de tanto besuqueo. —No sé, Mare —dice Adam, que apunta sus tantos—. Me pareció una buena idea y ya está. Mare. Nadie me ha llamado Mare hasta ahora. —¿Y cómo te diste cuenta? —le pregunto—. ¿Es decir, de que Drake me había... bueno, eso? O sea, ¿cómo pudiste estar seguro de que yo no estaba fingiendo? ¿No se te ocurrió que podría estar dándole una falsa sensación de seguridad? —¿Contando con que estaba a punto de morderte en el cuello? —Adam alza una ceja—. ¿Y también con que tú no estabas haciendo nada para remediarlo? Pues sí, lo cierto es que era bastante evidente lo que estaba ocurriendo. —Yo ya me había librado del hechizo —le aseguro, con una confianza que no me queda más remedio que simular—. En cuanto sentí sus dientes. —No —persevera Adam, sonriéndome, iluminado tan sólo por la luz de la mesa de puntuaciones. El resto de la bolera está en penumbra, a excepción de las bolas y bolos, de los que emana una fluorescencia sobrecogedora—. No te habías librado. Admítelo, Mary. Fue necesario que yo acudiera. Está muy cerca de mí, mucho más de lo que lo estuvo Sebastian Drake. Sin embargo, en lugar de tener ganas de sumergirme en sus ojos, me derrito bajo su mirada. El corazón me late con fuerza. —Sí —digo, incapaz de dejar de mirarle los labios—. Supongo que tienes razón. —Somos un buen equipo —dice Adam. Advierto que tampoco él deja de mirarme los labios—, ¿no te parece? Sobre todo, cuando tengamos que hacerle frente al apocalipsis por venir, cuando el papá de Drake se entere de lo que hemos hecho esta noche. La idea me corta la respiración. —Es verdad —grito—. ¡Ah, Adam! No sólo va a venir a por mí. ¡También querrá vérselas contigo! —Ya, bueno —dice Adam, recorriéndome con los ojos—. Pero a mí me gusta mucho tu vestido. Y va a juego con los zapatos para bolos. —Adam —rezongo—. ¡Esto es muy serio! Drácula puede dejarse caer por Manhattan en cualquier momento, ¡y nosotros perdiendo el tiempo en la bolera! ¡Tendríamos que empezar a prepararnos ya! Es necesario que ideemos una estrategia de contraataque. Hace falta...

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—Mary —me interrumpe Adam—, Drácula puede esperar. —Pero... —Mary —insiste—. Cállate. Y yo me callo. Porque estoy demasiado ocupada besándolo como para pensar en cualquier otra cosa. Además, tiene razón. Drácula puede esperar.

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EL RAMILLETE

Lauren Myracle

¡Atención, lectores! El siguiente cuento se basa en La pata de mono, escrito por W. W. Jacobs y publicado por primera vez en 1902, relato que, en mi adolescencia, me puso los pelos de punta. ¡Tened cuidado con lo que se os ocurra desear! Lauren Myracle

El viento azotaba la casa de Madame Zanzíbar y hacía que un caño suelto golpease los tablones. Pese a que sólo fuesen las cuatro de la tarde, el cielo estaba oscuro. En la sala de espera, decorada con escaso gusto, había tres lámparas irradiando una luz brillante, todas ellas envueltas en sendos pañuelos de fantasía. Los tonos verde rubí bañaban el redondo rostro de Yun Sun mientras que los reflejos azules y púrpuras le daban a la cara de Will el aspecto jaspeado de alguien recién fallecido. —Cualquiera diría que te acabas de levantar de la tumba —observé. —Frankie —me dijo Yun Sun con tono de regañina. Inclinó la cabeza en la dirección de la oficina de Madame Z, cuya puerta estaba cerrada. Supongo que temió que nos oyera y se ofendiese. Del pomo colgaba un mono de plástico rojo que servía para indicar que Madame Z se encontraba atendiendo a un cliente. Nosotros éramos los siguientes. Will puso los ojos en blanco. —Soy un ladrón de cuerpos —gimió. Extendió los brazos hacia nosotros—. Dadme vuestros corazones y vuestros hígados. —¡Oh, no! El ladrón de cuerpos ha tomado posesión de nuestro querido Will —me aferré al brazo de Yun Sun—. Rápido, dale tú lo que pide; ¡así a mí me dejará en paz!

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Yun Sun sacudió el brazo. —No me hace gracia —dijo con un tono de voz cantarín y a la vez amenazador—. Y si os seguís metiendo conmigo, acabaré por marcharme. —Vamos, no seas idiota —respondí. —Pues mírame bien, porque mis muslos y yo nos largamos de aquí. Debido al ajustadísimo vestido de noche que llevaba, que enseñaba un poquito demasiado, Yun Sun estaba obsesionada con que tenía las piernas rechonchas. Pero al menos no le faltaba el vestido de noche. Ni tampoco la oportunidad para llevarlo. —¡Bah! —exclamé. Sus malos humos estaban amenazando la buena marcha de nuestros planes, los cuales, por cierto, constituían la única razón para hallarnos en aquel lugar. La noche del baile de fin de curso estaba cada vez más cerca, y yo, desde luego, no iba a ser la típica muermo que se quedaba en casa mientras las demás chicas se rebozaban en purpurina y salían a bailar subidas a unos espectaculares y aparatosos taconazos de más de siete centímetros de altura. De ninguna manera porque, además, muy en el fondo, sabía que Will quería pedirme que fuese su pareja. Para que lo hiciese sólo le hacía falta un empujoncito. Bajé la voz y le dediqué una sonrisa a Will con la que quise decirle algo como «Bla, bla, bla... Cosas de chicas. ¡Nada importante!». —Haber venido hasta aquí fue idea de las dos, Yun Sun. ¿Recuerdas? —No, Frankie. La idea fue tuya —respondió ella. Y, por añadidura, en voz alta—. Yo ya tengo con quién ir, aunque se me vaya a asfixiar entre los muslos, el pobrecillo. Tú eres la única que necesita un milagro de última hora. —¡Yun Sun! —miré a Will, que se había puesto colorado. Pero qué mala, Yun Sun. Mira que soltarlo así, de buenas a primeras. ¡Yun Sun era perversa! —¡Ay! —gritó. Le acababan de dar un porrazo, yo. —Estoy bastante cabreada contigo —le informé. —Basta de andarse por las ramas. Tú lo que quieres es que él te pida que vayáis juntos al baile, ¿o no...? ¡Ay! —Oye, calma —intervino Will. Estaba haciendo eso que hacía cuando se ponía de los nervios, lo de bajar y subir la nuez, qué adorable. Aunque, claro, también qué perturbador. Me hacía pensar en cosas que, por el momento, quedaban un paso más allá de lo probable. En cualquier caso, Will estaba en posesión de una nuez y, cuando la movía arriba y abajo, me parecía delicioso. Le daba aspecto de vulnerabilidad.

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—Me ha pegado —se quejó Yun Sun. —Se lo merecía —contraataqué. Sin embargo, prefería no seguir con el tema, que, a aquellas alturas, se había vuelto demasiado indiscreto. Así que le di una palmada en la pierna y añadí—: Pero te perdono. Ahora, cállate. Lo que Yun Sun no acababa de entender —o, mejor dicho, lo que entendía perfectamente pero se negaba a llevar a la práctica— era que no todas las cosas deben decirse en voz alta. Sí, yo quería que Will viniera conmigo al baile, y deseaba que no tardase demasiado en pedírmelo, porque sólo quedaban dos semanas para «La primavera es del amor». Y sí, el nombre que le habían puesto a la fiesta era estúpido, pero no por ello menos cierto. La primavera, indiscutiblemente, era del amor. Tampoco era menos cierto que Will era mi príncipe azul, siempre, claro, que dejase atrás aquella persistente timidez suya y, de una vez por todas, se atreviera a dar el paso. ¡Ya valía de tanta palmada amistosa en el hombro, tanta risita y tanta guerra de cosquillas! ¡Bastaba de toqueteos y grititos aprovechando el visionado de copias para alquiler de Los ladrones de cuerpos o Bajaron de las colinas! ¿Cómo no se daba cuenta de que, si me quería, allí me tenía? El fin de semana anterior, había faltado muy poco para que me hiciera la pregunta; estaba segura al noventa y cinco por ciento. Habíamos estado viendo Pretty Woman, un empalague de tomo y lomo que, aun así, no deja de ser entretenido. Yun Sun se había ido a la cocina en busca de comida. Estábamos solos. «Oye, Frankie —había dicho Will. Golpeteaba el suelo con los pies y se retorcía las manos en el interior de los bolsillos—. ¿Te importa si te hago una pregunta?» Cualquier memo sabría de qué iba el asunto, y si lo único que quería era que subiese el volumen, pues con haber dicho «Eh, Franks, sube el volumen» habría sido suficiente. Natural. Directo al grano. Sin necesidad de comentarios introductorios. Sin embargo, dado que los comentarios introductorios estaban allí... pues ¿qué otra cosa querría preguntarme que no fuese «¿Vienes al baile conmigo?» El gozo eterno estaba al alcance de la mano, a sólo unos segundos. Pero entonces metí la pata. Su evidente nerviosismo hizo que yo también perdiera los papeles, y en lugar de dejar que las cosas siguieran su curso, resolví cambiar de tema por puro y simple capricho. Qué idiota. —Fíjate, ¡eso sí que es de libro! —exclamé, señalando el televisor. Richard Gere iba galopando en su caballo blanco, que en realidad era una limusina, hacia el castillo de Julia Roberts, que en realidad era un edificio de ladrillo bastante cochambroso. Bajo nuestra atenta mirada, Richard Gere salió por el techo solar del coche y remontó la escalera de incendios, todo ello para ganarse el favor de su amada.

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—Nada de ñoñerías del tipo «Es que creo que me gustas» —recalqué. Estaba cometiendo un error grave, y lo sabía—. Ahí tienes una verdadera prueba de amor, y lo demás son cuentos. Will tragó saliva. —Ah —se limitó a decir. Y se quedó embobado con Richard Gere, pensando, estoy segura, que jamás podría estar a su altura. Mientras, sabedora de que acababa de sabotearme a mí misma, de que había echado a perder una fiesta de fin de curso feliz, seguí con la vista fija en la tele. A mí no me importaban las «verdaderas pruebas de amor»; a mí lo que me importaba era Will. Pero, sin embargo, había sido tan lista como para espantarlo. Aquello demostraba, sin ningún género de dudas, que si él era un poca cosa, yo lo era aún más. Qué se le iba a hacer. Todo ello explicaba que nos encontrásemos en la casa de Madame Zanzibar. Ella nos diría qué nos deparaba el futuro y, siempre que no estuviese ciega, nos indicaría lo que cualquier observador imparcial: que Will y yo estábamos hechos el uno para el otro. Oírlo con todas las letras le valdría a Will para juntar fuerzas y hacer un segundo intento. Me pediría que fuese con él al baile y, en esta ocasión, yo le diría que sí, aunque me fuese la vida en ello. El mono de plástico colgado del pomo de la puerta comenzó a agitarse. —Mirad, se mueve —susurré. —Vaya —exclamó Will. Salió de la oficina un hombre negro de cabellos plateados. No tenía dientes, de modo que el labio inferior se le arrugaba como una pasa. —Niños —dijo, tocándose el borde del sombrero. Will se levantó y le abrió la puerta principal. Así era él. La ráfaga de viento que se coló por el vano estuvo a punto de tirar al anciano, y Will lo ayudó a tenerse en pie. —¡Guau! —soltó Will. —Gracias, hijo —dijo el anciano. Lo de los dientes también se notaba en que farfullaba un poco—. Acuérdate de salir pitando antes de que se desate la tormenta. —Creí que eso ya había ocurrido —repuso Will. Más allá de la entrada, las ramas de los árboles crujían y se revolvían. —¿Cómo? ¿Te refieres a este vientecito de nada? —se mofó el anciano—. Pero si esto no es más que un bebé que todavía no ha empezado a crecer. Empeorará bastante antes de que acabe la noche. Acuérdate de lo que te digo —nos lanzó una mirada a todos—. De hecho, niños, ¿no deberíais estar en casa, a salvo y calentitos?

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No había por qué ofenderse si una persona mayor y desdentada nos llamaba «niños». Claro que aquélla era la segunda vez en veinte segundos. —Estamos a punto de acabar el instituto —le expliqué—. Sabemos cuidar de nosotros mismos. La risotada que profirió me recordó el sonido que producen las hojas secas. —Está bien —concedió—. Seguro que no te equivocas. Dio un paso inseguro para trasponer la puerta. Tras agitar la mano sin mucho entusiasmo, Will la cerró. —Pobre loco —dijo una voz, detrás de nosotros. Nos dimos la vuelta y vimos a Madame Zanzibar aguardando junto a la puerta de la oficina. Vestía unos pantalones de chándal de Juicy Couture y una chaqueta a juego de color rosa fucsia, que llevaba abierta hasta la clavícula. Tenía los pechos redondos y firmes, y, puesto que no parecía llevar sujetador, sorprendentemente respingones. Se había pintado los labios de color naranja claro, el mismo que el de la laca de uñas y el del filtro del cigarrillo que sostenía entre dos dedos. —Y bien. ¿Vamos a pasar o nos vamos a quedarnos fuera? —inquirió, mirándonos a todos—. ¿Desvelamos los misterios de la vida o los dejamos para mejor ocasión. Me levanté de la silla y tiré de Yun Sun. Will vino detrás. Madame Z nos hizo pasar a su oficina y, tras hacernos una señal para que nos sentáramos, los tres nos apretujamos en un sillón que acusaba un exceso de relleno. Will advirtió que la cosa no marchaba y se acomodó en el suelo. Yo me contoneé un poco para que Yun Sun me dejara más espacio. —¿Ves? Son como chorizos —dijo, en referencia a sus muslos. —Aparta —le ordené. —Bueno, bueno —dijo Madame Z sentándose tras la mesa, no sin antes pasarnos revista. Le dio una chupada al cigarrillo—. ¿En qué puedo ayudaros? Me mordí el labio. ¿Cómo decirlo? —Tú eres vidente, ¿no? Madame Z exhaló una bocanada de humo. —Bravo, Sherlock. ¿Te dio pistas el anuncio de las páginas amarillas? Me subieron los colores, y también se me pusieron los pelos de punta. Mi pregunta iba con intención de romper el hielo. ¿Tenía ella algún problema con lo de romper el hielo? En todo caso, si de verdad era vidente, ¿no debería saber qué me llevaba a estar en su oficina?

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—Ah... vale. En fin. El caso es que me estaba preguntando... —¿Sí? Dispara. Hice un esfuerzo. —Bueno... pues me estaba preguntando si cierta persona especial va a hacerme cierta pregunta especial —evité, a propósito, mirar a Will, pero si oí su exclamación de sorpresa. No lo había visto venir. Madame Z ge presionó la frente con dos dedos y puso los ojos en blanco. —¡Ejem! —dijo—. Mmm... Mmm... Está todo bastante confuso. Sí, pero aquí hay pasión —Yun Sun soltó una risita, y Will tragó saliva—. Sin embargo, también capto... ¿Cómo diría? Algunos factores que complican la situación. «Bravo, Sherlock —pensé—. ¿Qué tal si te esfuerzas un poco y me das algo más trabajado, eh?» —Pero esa pasión va a hacer que él... o sea, que la persona... ¿actúe? —pese al nudo en el estómago, le estaba echando mucha cara. —Actuar o no actuar... ¿es ésa la cuestión? —preguntó Madame Z. —Sí, ésa es la cuestión. —Ya veo. Esa es siempre la cuestión. Y lo que nos tenemos que preguntar a nosotros mismos es... —no continuó la frase. Detuvo la mirada en Will y palideció... —¿Qué? —inquirí. —Nada —respondió ella. —No. Algo —repuse. Su numerito de entrar en contacto con los espíritus no me estaba impresionando. ¿Creía que nos íbamos a tragar que algo la había poseído de repente? ¿Que su visión llegaba al más allá? Y qué más. ¡Lo único que debía hacer era contestar a la maldita pregunta! Madame Z hizo como que se estaba recomponiendo y, con mano temblorosa, le dio una larga calada al pitillo. —Si se cae un árbol en el bosque y no hay nadie allí para oírlo, ¿hace ruido? —¿Cómo? —Eso es todo. O lo tomas o lo dejas —parecía inquieta, así que decidí tomarlo. Pese a ello, aprovechando que Madame Z no miraba, le hice una mueca a Yun Sun. Will afirmó no tener ninguna pregunta concreta que plantear, pero, por algún motivo, Madame Z insistió en obtener un mensaje para él. Paseó las manos sobre el aura de Will y le instó severamente a evitar las alturas, lo que, puesto que a Will le encantaba escalar, resultaba ser de lo más apropiado. No obstante, lo curioso fue la

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reacción de Will. Primero, alzó las cejas y, acto seguido, pareció sentir algo muy distinto, como una especie de placer secreto por anticipado. Me miró y se sonrojó. —¿Qué pasa aquí? —pregunté—. Tienes cara de guardarte un as en la manga. —Pero qué dices —contestó él. —¿Qué nos ocultas, Will Goodman? —Nada, ¡lo juro! —¡No seas tonto, chico! —le espetó Madame Z—. Haz caso de lo que te digo. —Bueno, no tienes que preocuparte por él —le recomendé—. Es la prudencia en persona —miré a Will—. En serio, ¿es que has descubierto un sitio para escalar distinto y fantástico? ¿Tienes un mosquetón nuevecito? —Es el turno de Yun Sun —afirmó Will—. Venga, Yun Sun. —¿Sabes leer la mano? —le preguntó Yun Sun a Madame Z. Madame Z suspiró. Sin fijarse mucho en lo que estaba haciendo, palpó la palma de la mano de Yun Sun. —Serás tan bella como te permitas ser —juzgó. Punto y final. Allí acababan sus perlas de sabiduría. Yun Sun quedó tan anonadada como yo. Me dispuse a protestar en el nombre de todos los presentes. Porque, ¡por favor!, ¿un árbol en el bosque? ¿Ten cuidado con las alturas? ¿Serás tan bella como te permitas ser? Aun a pesar de su puesta en escena, hasta cierto punto sobrecogedora, tenía claro que nos la estaba jugando a los tres. Sobre todo a mí. Pero antes de que tuviese oportunidad de abrir la boca, el teléfono móvil que estaba sobre la mesa comenzó a sonar. Madame Z lo cogió y pulsó el botón de descolgar con una de aquellas uñas de color naranja. —Madame Zanzibar, a su servicio —dijo. A medida que escuchaba la voz que le hablaba desde el otro lado de la línea, su expresión empezó a cambiar. Se volvió brusca e irritable—. No, Silas, no. Se llama... Sí, muy bien, candidiasis. Candidiasis. Yun Sun y yo intercambiamos una mirada de espanto, pero lo cierto es que yo había empezado a divertirme. No tanto por la candidiasis que, por lo visto, afectaba a Madame Z. Aunque, por otra parte, menuda guarrada. Sino por el hecho de que estuviese hablando de ello con el tal Silas delante de nosotros. Estábamos comenzando a obtener algo sustancial a cambio de nuestro dinero. —Dile al farmacéutico que ya es la segunda vez este mes —protestó Madame Z—. Necesito algo más fuerte. ¿Cómo? Para el picor, ¡imbécil! ¡O que venga a rascarme él! —se revolvió en la silla y colocó una de aquellas piernas embutidas en el chándal Juicy Couture sobre la otra.

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Will me miró con ojos alarmados. —Yo no pienso rascarle nada —susurró—. ¡Me niego! Me reí. Era un buen síntoma que se envalentonara delante de mí. El proyecto Madame Z no marchaba según lo planeado, pero ¿cómo acabaría? Tal vez tuviese, al fin, el efecto deseado. Madame Z me apuntó con la brasa del cigarrillo y yo bajé la mirada con aire arrepentido. Para distraerme, me concentré en la extraña y variada quincalla que se amontonaba en los estantes. Había un libro que se llamaba La magia de lo convencional y otro Qué hacer cuando los muertos hablan... pero no se los quiere escuchar. Le di un golpe con la rodilla a Will y le señalé mis descubrimientos. El gesticuló como si estuviese asfixiando a un pobre desgraciado, y yo tuve que contener una carcajada. Encima de los libros vi lo siguiente: un bote de matarratas, un monóculo a la antigua, un tarro lleno de lo que parecían ser restos de uñas, una taza de Starbucks mellada y una pata de conejo. Y encima de todo había... Ah, qué maravilla. —¿Es eso una calavera? —le pregunté a Will. —Fíjate —exclamó tras emitir un silbido. —Vale, vale —dijo Yun Sun, apartando la mirada—. Si hay una calavera de verdad, yo prefiero no saberlo. ¿Nos podemos marchar ya? Le tomé la cabeza con ambas manos y se la orienté en la dirección apropiada. —Mira. ¡Todavía tiene cabello! Madame Z colgó el teléfono. —Ineptos. No hay ni uno que se salve —concluyó. Su palidez había desaparecido. Por lo visto, conversar con Silas le había avivado el ánimo—. ¡Ah! Ya veo que habéis descubierto a Fernando. —¿La calavera es de él? —pregunté—. ¿De Fernando? —Dios mío —lamentó Yun Sun. —Afloró a la superficie después de un corrimiento de tierras, en el cementerio de Chapel Hill —nos contó—. Bueno, con el ataúd y todo. La madera se encontraba en bastante mal estado; debía de ser de principios del siglo veinte. Como nadie le prestaba atención, me apiadé de él y me lo traje aquí. —¿Abriste el ataúd? —inquirí. —Sí —respondió, orgullosa. Me habría gustado saber si llevaba el Juicy Couture mientras se dedicaba a asaltar tumbas. —Es desagradable. Esa cosa todavía conserva el cabello —dije. —No es una cosa —rezongó Madame Z—. Ten un poco de respeto, por favor.

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—Bueno, pero es que no sabía que los cadáveres tuviesen pelo. —Pero no piel —afirmó Madame Z—. La piel se pudre al principio y desprende un olor más bien insoportable. Lo del cabello es distinto. A veces, semanas después de que el difunto haya pasado a mejor vida, todavía sigue creciendo. —Increíble —comentó Will. —¿Y eso? —preguntó Yun Sun en referencia al recipiente de plástico transparente que contenía una especie de órgano rojizo flotando en un líquido indeterminado—. Dime que eso no pertenece a Fernando, por favor. Dímelo. Madame Z se mofó de aquella posibilidad con un gesto desdeñoso. —Es mi útero. Le pedí al buen doctor que me lo diese después de hacerme la histerectomía. —¿Tu útero? —Yun Sun parecía a punto de desmayarse. —No iba a permitir que lo incinerasen —protestó Madame Z—. ¡De ninguna manera! —¿Y aquello de allá? —le señalé una especie de cosas resecas amontonadas en el estante más alto. El jueguecito del veo-veo demostraba ser más entretenido que la adivinación por medio de las manos. Madame Z siguió la dirección que le indicaba. Abrió la boca, pero luego la cerró. —Eso no es nada —sentenció con firmeza, aunque advertí que le costaba dejar de mirar los misteriosos objetos—. Bien. ¿Hemos terminado? —Venga —junté las manos como si estuviera rezando—. Dinos qué es. —No creo que lo queráis saber —repuso ella. —Yo sí —dije. —Pues yo no —terció Yun Sun. —Sí, ella también —resolví—. Y Will también. ¿A que sí, Will? —No puede ser peor que el útero —convino Will. Madame Z apretó los labios. —Por favor —le rogué. Murmuró algo apenas inteligible sobre adolescentes estúpidos y sobre que no pensaba considerarse responsable, pasara lo que pasase. Después, se levantó y se aproximó a la estantería en cuestión. En lugar de bambolearse, el pecho de aquella mujer se mantuvo firme e inamovible. Recogió el bulto y lo dejó frente a nosotros.

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—Ah —recuperé el aliento—. Un ramillete —capullos de rosa, parduscos y quebradizos; espigas de gisófila grisáceas, tan secas que sus fibras formaban copos que se esparcían por la mesa, y una flácida cinta roja rodeando los tallos. —Una campesina francesa le echó un maleficio —afirmó Madame Z con un tono de voz indescifrable. Daba la impresión de que algo la obligaba a pronunciar las palabras sin que ella quisiese hacerlo. O al revés. A lo mejor, sí quería contarlo pero trataba de resistirse—. Quería demostrar que el amor verdadero va de la mano del destino, y que cualquiera que intente interferir se expone a un riesgo que debe asumir. Se dispuso a devolver el ramillete a su lugar. —¡Espera! —grité—. ¿Cómo funciona? ¿Qué es lo que hace? —No te lo voy a contar —respondió ella, obstinada. —¿«No te lo voy a contar»? —me burlé—. ¿Es que tienes cuatro años? —¡Frankie! —intervino Yun Sun. —Tú eres como todas las demás, ¿no es cierto? —me dijo Madame Z—. Estás dispuesta a cualquier cosa con tal de conseguir un novio. Necesitas enamorarte hasta el tuétano, cueste lo que cueste. Las mejillas me ardían. Pero el tema ya estaba encima de la mesa. Novios. Amor. Creí ver un rayo de esperanza. —Haz el favor de contárselo —rogó Yun Sun—, o de lo contrario no vamos a conseguir marcharnos. —No —insistió Madame Z. —No te extrañe que se lo calle. Es una invención suya. Los ojos de Madame Z relampaguearon. Yo la había provocado, y aquello no estaba bien, pero algo me dijo que, fuera lo que fuese aquel ramillete, no era ninguna invención. Mi curiosidad fue en aumento. La vidente puso el ramillete en el centro de la mesa, en donde se quedó sin que pudiera apreciársele nada especial. —Tres personas, tres deseos cada una —informó Madame Z—. Ésa es su magia. Yun Sun, Will y yo nos miramos los unos a los otros, y nos dio un ataque de risa. Era absurdo y al mismo tiempo perfecto: la tormenta, el vejete y, como colofón, aquel anuncio lanzado de un modo tan siniestro. Sin embargo, la mirada de Madame Z provocó que cortáramos las carcajadas de inmediato. En concreto, la mirada que le dirigió a Will. Will intentó recuperar el ambiente desenfadado.

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—Bueno, ¿y por qué no la utilizas? —le preguntó con la actitud del buen chico que pretende mostrarse atento y cortés. —Ya lo hice —contestó Madame Z. El pintalabios naranja parecía una mancha. —Y... ¿se cumplieron los tres deseos? —quise saber. —Punto por punto —respondió ella, lacónica. Ninguno supo qué decir a aquello. —¿Hay alguien más que lo haya hecho? —intervino Yun Sun. —Una señora. Desconozco la naturaleza de los dos primeros deseos que formuló, pero el último duró hasta su muerte. Así es como el ramillete llegó a mis manos. Nos quedamos embobados, sin saber qué hacer. La situación se había tornado irreal, pero, aun así, allí estábamos nosotros, y no era un sueño. —Espeluznante —juzgó Will. —Entonces... ¿por qué te lo quedas? —pregunté—. Si ya se han cumplido tus tres deseos... —Buena pregunta —repuso Madame Z después de quedarse unos segundos observando el ramillete. Se sacó del bolsillo un mechero color turquesa y lo encendió. Cogió el ramillete con determinación, como si se preparase para llevar a cabo una acción hacía tiempo pospuesta. —¡No! —chillé, arrebatándole el ramillete de las manos—. Si tú no lo quieres, ¡dámelo a mí! —Nunca. Debo quemarlo. Cubrí los pétalos de rosa con los dedos. Su textura era semejante a la de la arrugada mejilla de mi abuelo, que yo solía acariciarle cuando iba a visitarlo al hogar de ancianos. —Estás cometiendo un error —me avisó Madame Z. Me quitó las flores con cierta brutalidad. Percibí la misma lucha interna que me había parecido notar en ella al insistirle para que hablara del ramillete, como si habitara en éste un poder con capacidad para dominarla. Lo cual era absurdo, desde luego—. Todavía queda tiempo para cambiar tu destino —afirmó. —¿Y qué destino es ése? —inquirí. Se me quebró la voz—. ¿El de que un árbol se cae en el bosque y, pobre de mí, llevo puestos tapones en los oídos? Los ojos de Madame Z, enmarcados en unas gruesas pestañas, se clavaron en mí. La piel que los rodeaba era tan fina como el papel pinocho, y comprendí que aquella mujer era mayor de lo que había creído en un principio.

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—Eres una jovencita maleducada e irrespetuosa. Te hacía falta una buena zurra — se acomodó en la silla giratoria que ocupaba y tuve la impresión momentánea de que se había librado de la malsana influencia del ramillete. Podría ser, también, que fuera el ramillete el que la hubiese librado—. Quédatelo, si eso es lo que quieres. No me hago responsable de lo que pueda suceder a partir de ahora. —¿Cómo funciona? —le pregunté. Ella soltó un bufido. —Por favor —le rogué. No era mi intención ponerme pesada. Pero el asunto tenía muchísima importancia—. Si no me lo cuentas, seguro que me sale mal. Yo qué sé... Seguro que destruyo el mundo. —Frankie... déjalo ya —susurró Will. Sacudí la cabeza. Era superior a mis fuerzas. Madame Z chasqueó la lengua con actitud desdeñosa. Bueno, y a mí qué. —Sostenlo en la mano derecha y pronuncia tu deseo —explicó—. Sin embargo, te lo digo una vez más: te vas a arrepentir. —No es necesario que me asustes —dije—. No soy tan estúpida como crees. —No, lo eres aún más —convino ella. Will decidió intervenir para reconducir la conversación. Le molestaban las desavenencias. —Así que... ¿no volverías a utilizarlo si tuvieras la oportunidad? Madame Z alzó las cejas. —¿Tengo aspecto de necesitar que se me cumplan más deseos? Yun Sun profirió un sonoro suspiro. —Ya, pues a mí sí que me vendría bien. ¿Por qué no pides que me sean concedidos los muslos de Lindsay Lohan? Me encantan mis amigos. Son fantásticos. Levanté el ramillete, y Madame Z, con un grito ahogado, me aferró la muñeca. —¡Por tu bien, niña! —gritó—. ¡Si vas a pedir un deseo, al menos que sea razonable! —Estoy de acuerdo, Frankie —afirmó Will—. Piensa en la pobre Lindsay... ¿Quieres que pierda los muslos? —Todavía le quedarían las pantorrillas —repuse. —¿Y con qué las sostendría? ¿Y qué productor de cine contrataría a una actriz de la que sólo se puede filmar el torso?

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Noches de baile en le infierno

Me dio la risa, y Will pareció quedarse satisfecho consigo mismo. —Sois de lo que no hay —juzgó Yun Sun. La respiración de Madame Z se había vuelto agitada. Tal vez fuera cierto que no se sentía responsable de mis actos, pero el susto que se había llevado al verme alzar el ramillete no era fingido. Deposité el ramillete en mi bolso teniendo cuidado de no dañarlo. Y, tras sacar la cartera, le pagué a Madame Z el doble de lo acordado. No me molesté en dar explicaciones. Sencillamente, le puse los billetes en la mano. Ella los contó y, con hastío y labios color naranja incluidos, se permitió darme unos consejos. Por su actitud deduje que se daba por vencida... pero insistió en que tuviese mucho cuidado.

Siguiendo el ritual de la noche de los viernes, fuimos a mi casa a tomar una pizza. Un ritual que, por cierto, solía repetirse los sábados y los domingos. Mis padres estaban en Botsuana, adonde habían ido a pasar un semestre sabático, y eso implicaba que «Casa Frankie» era nuestra sala de fiestas particular. Claro que tampoco hacíamos fiestas. La casa, alejada de la ciudad, situada junto a un descuidado camino de tierra y sin vecinos alrededor que pudieran quejarse, se prestaba a ello. Pero preferíamos estar los tres solos o, a lo sumo, aceptar la presencia ocasional de Jeremy, el novio de Yun Sun. Aun así, Jeremy consideraba que Will y yo éramos raros. No le gustaba la pifia en la pizza y no compartía nuestros gustos cinematográficos. La lluvia se estrellaba con fuerza contra el techo de la furgoneta de Will, ocupado con las serpenteantes curvas de Restoration Boulevard. Dejamos atrás la bollería Krispy Kreme y la carnicería Piggly Wiggly, y pasamos junto al solitario depósito de agua del condado, que elevaba su gloria hacia los cielos. Íbamos bastante apretados, pero a mí no me importaba. Ocupaba el asiento de en medio. Cada vez que cambiaba de marcha, Will me rozaba la rodilla con la mano. —Ah, el cementerio —anunció cuando vimos aparecer por el costado una verja de hierro forjado—. ¿Qué os parece si guardamos un minuto de silencio por Fernando? El resplandor de un relámpago iluminó las sucesivas filas de lápidas, y comprobé lo espeluznantes y perturbadores que son los cementerios. Huesos. Piel putrefacta. Ataúdes, algunos de los cuales, a veces, salían a la superficie.

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Respiré aliviada cuando llegué a casa. Mientras Will llamaba a la pizzería y Yun Sun examinaba lo que el videoclub nos había deparado para la semana, fui encendiendo las luces de todas las habitaciones. —Algo agradable, ¿vale? —dije, desde el vestíbulo. —Entonces nada de Night Stalker, ¿no? —respondió Yun Sun. Me uní a ella en el estudio e inspeccioné la pila de películas. —¿Qué tal High School Musical? Es lo menos horripilante que se me ocurre. —Estás de broma —afirmó Will, colgando el teléfono—. Piensa en Sharpay y su hermano haciendo ese baile sexy con maracas. ¿No te parece eso horripilante? Me reí. —Pero adelante, chicas —dijo—. Elegid la que os venga en gana. Tengo que ir a hacer un recado. —¿Te vas? —le preguntó Yun Sun. —¿Y la pizza? —inquirí yo. Abrió su cartera y dejó un billete de veinte dólares sobre la mesa. —Estaré de vuelta en media hora. Lo prometo. Yun Sun sacudió la cabeza. —Te lo voy a volver a preguntar: ¿te vas? ¿Ni siquiera te quedas a cenar? —Es que tengo que ir a hacer una cosa —repuso él. Se me encogió el corazón. Deseaba que se quedase, aunque sólo fuera un poquito más. Corrí a la cocina y saqué del bolso el ramillete de Madame Z o, mejor dicho, el mío. —Bueno, pues, al menos, espera a que haya pedido mi deseo —le dije. Mi ocurrencia le hizo gracia. —Está bien. Anda, pide el deseo. Titubeé. El estudio era cálido y acogedor, la pizza venía de camino y me encontraba con los mejores amigos del mundo. ¿Qué otra cosa podría querer? La parte avariciosa de mi cerebro protestó. El baile, desde luego. Yo quería que Will me pidiese que fuéramos juntos. Tal vez fuese muy egoísta de mi parte tener lo que tenía y querer más, pero decidí no pensarlo demasiado. «Porque míralo», me dije. Los amables ojos castaños, la sonrisa torcida, los rizos angelicales, toda la dulzura y bondad que, en suma, lo caracterizaban. Will simuló el ruido de un redoble de tambor. Levanté el ramillete.

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—Quiero que cierto chico me invite a ir al baile con él —pronuncié. —¡Acaban de oírlo, queridos amigos! —gritó Will. Estaba eufórico—. ¿Y quién no soñaría con acompañar a nuestra fabulosa Frankie al baile? Tendremos que esperar unos momentos para ver si su deseo... —¿Frankie? —intervino Yun Sun, interrumpiendo a Will—. ¿Frankie, estás bien? —Se ha movido —dije, lanzando el ramillete al suelo. Me invadió un sudor frío—. Os lo juro por Dios. Se movió en el momento en que pedí el deseo. ¡Y esta peste! ¿No la oléis? —No —me respondió Yun Sun—. ¿Qué olor? —Tú sí lo hueles, ¿no, Will? Will sonreía, todavía de aquel extraño humor que había manifestado desde que... en realidad, desde que Madame Z le había aconsejado mantenerse alejado de las alturas. Restalló un trueno, y él me dio un empujón en el hombro. —Ya, y ahora vas a decir que la tormenta es cosa del maleficio de tu deseo, ¿no? — se mofó—. O, aún mejor, mañana, cuando te levantes, dirás que has encontrado una criatura jorobada y maliciosa escondida en el edredón, ¡a que sí! —Como a flores podridas —dije—. ¿De verdad que no lo oléis? ¿No me estaréis tomando el pelo? Will extrajo las llaves del bolsillo de su pantalón. —Nos vemos en el segundo acto, compañeras. Oye, Frankie. —¿Qué? Un nuevo trueno sacudió la casa. —No pierdas la ilusión —afirmó—. Lo bueno se hace esperar. Lo observé desde la ventana caminar hacia la furgoneta. Caían cortinas de agua. Luego, mientras una idea penetraba en mi cabeza y apartaba todo lo demás, me volví y miré a Yun Sun. —¿Has oído lo que acaba de decir? —le agarré las manos—. Dios mío, ¿crees que significa lo que creo que significa? —¿Y qué otra cosa iba a significar? —repuso Yun Sun—. ¡Te va a pedir que vayas al baile con él! Es sólo que... No sé. ¡Está intentando que sea una gran sorpresa! —¿Qué piensas que va a hacer? —Ni idea. ¿Alquilar una valla publicitaria? ¿Enviarte una banda de música? Chillé. Ella chilló. Nos pusimos a saltar como locas.

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—Tenías razón. Lo del deseo ha sido una gran idea —dijo—. Era lo que faltaba para darle a Will el último empujón... ¿Y lo de las flores podridas? ¡Emocionante! —Lo del olor era cierto, de verdad —insistí. —Ya, claro. —En serio. Me miró con expresión burlona y meneó la cabeza. —Pues, entonces, supongo que habrán sido imaginaciones tuyas —aventuró. —Puede ser —convine. Recogí el ramillete del suelo sujetándolo cautelosamente con el dedo gordo y el índice. Lo llevé a la estantería y lo coloqué detrás de una fila de libros. Deseaba apartármelo de la vista.

A la mañana siguiente, bajé trotando por la escalera con la estúpida esperanza de encontrar... No lo sé. ¿Cientos de M&Ms formando las letras de mi nombre? ¿Corazones de serpentina adornando las ventanas? Nada más lejos de eso. Encontré un pájaro muerto. Su cuerpecito yacía en el felpudo, como si, durante la tormenta nocturna, se hubiese abierto la cabeza contra la puerta. Lo envolví en una servilleta de papel y lo llevé al contenedor de basura intentando no sentir su levísimo peso. —Lo siento mucho, pajarito lindo y dulce —dije—. Vuela hacia el cielo —tiré el cadáver, y la tapa del contenedor se cerró con gran estruendo. Regresé de inmediato. El teléfono estaba sonando. Debía de ser Yun Sun, con el propósito de que la pusiera al día. La noche anterior, se había marchado con Jeremy a eso de las once, pero antes me había hecho prometerle que la avisaría en el momento en que Will diese el paso. —Hola, cielo —dije, después de ver que no me había equivocado—. Todavía no tengo noticias... Lo siento. —Frankie... —dijo Yun Sun. —Pero he estado pensando en Madame Z. En esa obsesión suya con lo de no jugar con el destino. —Frankie...

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—En fin, ¿cómo va a perjudicarme que Will me pida que vaya con él a la fiesta? — me acerqué al congelador y saqué la caja de gofres helados—. ¿Por el intercambio de fluidos, tal vez? ¿Me va a traer flores, y una abeja va a salir de ellas y va a picarme? —Frankie, cállate. ¿No has visto las noticias esta mañana? —¿Un sábado? Qué va. Oí que Yun Sun tragaba saliva. —Yun Sun, no me digas que estás llorando. —Anoche... Will escaló el depósito de agua —dijo. —¿Cómo? —el depósito de agua podría tener unos cien metros de altura, y al pie había un cartel que prohibía subir. Will siempre había hablado de ascender hasta la parte alta, pero, dado que era un amante de las normas, nunca lo había hecho. —Podría ser que el pasamanos estuviese mojado... o, tal vez, un relámpago. Todavía no lo saben... —Yun Sun, ¿qué ha ocurrido? —Estaba pintando algo en el depósito con un spray, el muy zopenco, y... —¿Un grafiti? ¿Will? —Frankie, ¿me dejas hablar? ¡Se cayó! ¡Se cayó del depósito! Apreté el teléfono. —Dios. ¿Está bien? Yun Sun se limitó a sollozar. Yo lo comprendía, claro. Will también era amigo suyo. Pero necesitaba más información. —¿Lo han ingresado en el hospital? ¿Puedo ir a visitarlo? ¡Yun Sun! Oí un gimoteo, y después crepitaciones. Quien habló fue la señora Yomiko. —Will ha muerto, Frankie —me dijo—. La altura, la caída... Era imposible que saliera con vida. —¿Qué? ¿Me lo puedes repetir? —Chen ha ido a buscarte. Te quedarás con nosotros, ¿vale? Tanto tiempo como quieras. —No —respondí—. Quiero decir... Yo no... —la caja de gofres fue a parar al suelo—. Will no ha muerto. Will no puede morir. —Frankie —insistió ella con infinita tristeza. —Por favor, no me digas eso —le rogué—. Por favor, no pongas esa voz tan... —no era capaz de pensar con claridad.

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—Sé que lo querías. Igual que todos nosotros. —Oye, espera —dije—. ¿Haciendo un grafiti? Will no hace graffitis. Un descerebrado sí, pero no Will. —Antes de nada, vendrás a casa. Hablaremos entonces. —¿Y qué grafiti? ¡No entiendo nada! La señora Yomiko guardó silencio. —Pásame a Yun Sun, ¡por favor! —supliqué—. ¡Ponme con Yun Sun! Oí unas voces amortiguadas. Yun Sun volvió al otro lado de la línea. —Te lo voy a decir —me prometió—, pero no creo que quieras saberlo. Me invadió el frío y, de pronto, me di cuenta de que no quería saberlo. —Era un mensaje. Estaba allí arriba escribiendo un mensaje —titubeó—. Decía: «Frankie, ¿vendrás al baile conmigo?». Me dejé caer al suelo, junto a la caja de gofres. ¿Por qué había una caja de gofres en el suelo de la cocina? —¿Frankie? —oí a Yun Sun desde muy lejos—. Frankie, ¿estás ahí? No me gustó aquella lejanía. Colgué para dejar de sentirla.

Will fue enterrado en el cementerio de Chapel Hill. Pasé la ceremonia sentada, adormecida. El ataúd se mantuvo cerrado, pues el cuerpo de Will estaba tan mutilado que era preferible no verlo. Quería despedirme de él, ¿pero cómo despedirse de un ataúd? En el lugar en el que le dieron sepultura, vi a la madre de Will lanzar un puñado de tierra al agujero en el que descansaba su hijo. Fue horrible, pero también irreal, lejano. Yun Sun me apretó la mano. Hice como si no me hubiese dado cuenta. Aquella tarde cayó un suave aguacero primaveral. Me imaginé la tierra, húmeda y fresca, rodeando el ataúd de Will. Pensé en Fernando, cuya calavera Madame Zanzíbar había recuperado después de que el suelo empapado devolviese su ataúd a la superficie. Recordé que el costado oriental del cementerio, en donde Will estaba enterrado, era más moderno y contaba con pulcras zonas ajardinadas. Por no hablar de los métodos actuales para excavar tumbas, mucho más eficientes que los de los simples enterradores pertrechados con palas. El ataúd de Will no se desenterraría. De ningún modo.

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Estuve en casa de Yun Sun cerca de un par de semanas. Mis padres recibieron la noticia y se ofrecieron a volver de Botsuana. Les dije que no. ¿De qué me iba a valer? Su presencia no serviría para traer a Will de vuelta. En el instituto, durante los primeros días, los alumnos hablaban en voz baja y se me quedaban mirando al verme pasar. Algunos consideraban romántico lo que Will había hecho. Otros pensaban que era una estupidez. «Una tragedia», fue la valoración más repetida, y siempre con voz lúgubre. En cuanto a mí, me paseaba por los pasillos como un muerto viviente. Habría hecho novillos, pero ocurrió que el tutor me acorraló en una esquina y me obligó a contarle cómo me sentía. Perdía el tiempo. Mi dolor era mío, un esqueleto que me revolvería las entrañas para siempre. Una semana después de la muerte de Will, y exactamente una semana antes del baile de fin de curso, las conversaciones sobre Will empezaron a escasear en favor de las que giraban en torno a vestidos, reservas para cenar y limusinas. Una chica pálida de la clase de Química a la que había ido Will se enfadó y dijo que el baile debía suspenderse, pero los demás mostraron su desacuerdo y defendieron que la fiesta debía tener lugar. Eso era lo que Will habría querido. Se requirieron los consejos de Yun Sun y los míos, dado que ambas habíamos sido sus mejores amigas (y también, aunque no lo dijeron, dado que yo era la chica por la que había muerto). Yun Sun comenzó a llorar, pero, tras unos instantes de tembleque, dijo que sería un error arruinarle los planes a todo el mundo, que quedarse en casa y lamentar lo ocurrido no iba a servir de nada. —La vida sigue —agregó. Su novio, Jeremy, hizo un gesto de asentimiento. La rodeó con un brazo y la estrechó. Lucy, presidenta de la comisión que organizaba el baile, le puso la mano en el corazón. —Así es —afirmó, y después me miró con actitud solícita y teatral—. ¿Y cómo estás tú, Frankie? ¿Podrás olvidarlo? Me encogí de hombros. —Da igual —le respondí. Ella me abrazó. Me tambaleé. —Bien, chicos, ¡seguimos adelante! —exclamó, mirando a quienes nos rodeaban—. Trixie, vuelve a ponerte con las flores de cerezo. Jocelyn, dile a la señora de Paper Affair que queremos cien serpentinas azules, ¡y no aceptes un no por respuesta! Al mediodía de la jornada del baile, dos horas antes de que, según lo planeado, Jeremy fuese a buscar a Yun Sun, empaqueté mis cosas en la mochila y le dije a mi amiga que me marchaba a mi casa.

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—¿Qué? —exclamó—. ¡No! Dejó la plancha para el cabello con la que se estaba afanando. Para mayor goce, había desplegado ante sí todo lo que iba a adornarla: la purpurina Babycakes, el pintalabios Dewberry y el vestido, que estaba colgado en el pomo de la puerta de su aseo. La tela era de color lila, y el escote tenía forma de corazón. Era una hermosura. —Ha llegado el momento —afirmé—. Gracias por haber permitido que me quedase tanto tiempo... pero ya es hora de que me vaya. Cerró la boca. Quería discutir, pero sabía que yo tenía razón. Ya no estaba cómoda. No importaba demasiado, ya que no habría estado cómoda en ningún lugar, pero, pese a ello, lo de andar lloriqueando por la casa de los Yomiko hacía que tuviese la sensación de estar encerrada y que Yun Sun se sintiera cada vez más frustrada y culpable. —Pero si el baile es hoy —repuso—. ¿No es un poco raro que pases la noche del baile sola en tu casa? —se me acercó—. Quédate hasta mañana. No haré ruido cuando llegue; lo prometo. Y también te prometo no soltarte el rollo... Ya sabes. Lo que pasó después de la fiesta, quién se enrolló con quién y los nombres de los que se desmayaron en el baño de mujeres. —Pues deberías —contesté—. Y deberías quedarte por ahí tanto como te apetezca, y hacer todo el ruido que quieras al llegar, y emocionarte, hablar por los codos y todo eso —sin previo aviso, los ojos se me llenaron de lágrimas—. Deberías, Yun Sun. Me tocó el brazo. Me aparté con toda la delicadeza de que fui capaz. —Y tú también, Frankie —dijo. —Sí... bueno —me eché la mochila al hombro. —Llámame a cualquier hora —ofreció—. Tendré el móvil encendido, incluso durante la fiesta. —Vale. —Y si cambias de opinión, si resulta que prefieres quedarte... —Gracias. —¡O incluso si decides venir a la fiesta! A todos nos gustaría que estuvieras allí... ¿Lo sabes, no? Que vayas sola no tiene importancia. Me estremecí. Yun Sun no había tenido intención de herirme, pero lo cierto era que sí me importaba tener que ir sola, ya que Will era quien me tendría que haber acompañado. Will faltaba a su cita no por haberse interesado en otra chica o por padecer una gripe tremenda, sino porque había muerto. Por mí. —Oh, Dios —lamentó Yun Sun—. Frankie...

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La aparté de mí. No quería que nadie me tocase. —No pasa nada. Nos quedamos calladas, en el interior de una burbuja de torpeza. —Yo también lo echo de menos —afirmó. Asentí. Luego, me marché. Volví a mi deshabitada casa para descubrir que no había corriente. Genial. Pasaba con demasiada frecuencia: las tormentas vespertinas derribaban árboles que iban a derrumbarse sobre transformadores, y barrios enteros se quedaban sin electricidad durante horas. A veces, el suministro cesaba sin que hubiera un motivo claro. Tal vez fuese demasiada la gente que tenía conectado el aire acondicionado y, por esa razón, se producían sobrecargas en la red; ésa era mi teoría. La de Will tenía que ver con fantasmas, uuuh. «Quieren que se te estropee la leche», me había dicho con voz sombría. Will. Se me puso un nudo en la garganta. Intenté no pensar en él, pero, como era imposible, lo dejé existir en mi cabeza, junto a mí. Me preparé un bocadillo de manteca de cacahuete, que no fui capaz de comer. Subí al piso de arriba y me tumbé en la cama, sobre la colcha. Las sombras ganaron terreno. Una lechuza ululó. Estuve mirando el techo hasta que dejé de divisar la malla de las telas de araña. En la oscuridad, mis pensamientos se encaminaron hacia lugares siniestros. Fernando. Madame Zanzibar. «Tú eres como todas las demás, ¿no es cierto? Estás dispuesta a cualquier cosa con tal de conseguir un novio.» Había sido aquel mismo anhelo el que me había llevado a idear la estúpida visita a Madame Zanzibar y a formular el deseo, aún más estúpido si cabe. Eso era lo que le había dado el empujoncito a Will. ¡Ojalá no hubiese tocado el maldito ramillete! Me puse en pie de un salto. ¡Dios... el ramillete! Cogí el móvil y pulsé el tres, la tecla que tenía asignada al número de Yun Sun. El uno era para mamá y papá, y el dos para Will. Todavía no había borrado su nombre y acababa de descubrir que no iba a tener que hacerlo. —¡Yun Sun! —grité en cuanto oí que descolgaban. —¿Frankie? —dijo ella. De fondo, oí a Rihanna vociferando: «¡S.O.S.!»—. ¿Estás bien? —Sí, bien —contesté—. ¡Mejor que bien! Es decir, no hay luz, la oscuridad es total y estoy sola, pero qué más da. No va a durar mucho —me reí y fui caminando hacia el vestíbulo.

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—¿Ah, sí? —dudó Yun Sun. Su voz apenas se sobreponía al ruido y a las risotadas—. Frankie, casi no te oigo. —El ramillete. ¡Todavía me quedan dos deseos! —bajé las escaleras a toda velocidad, alegre como unas castañuelas. —Frankie, ¿qué estás...? —Puede traerlo de vuelta, ¿te enteras? Todo volverá a ser como antes. ¡Hasta podremos ir al baile! La voz de Yun Sun se volvió autoritaria. —Frankie, ¡no! —Qué idiota soy... ¿Por qué no se me habrá ocurrido antes? —Espera. No lo hagas, no... —se interrumpió. Oí un «¡Ay!» seguido de una serie de disculpas de borracho, y después a alguien que decía: «¡Me encanta tu vestido!». Al parecer, se lo estaban pasando en grande. Pronto me reuniría con ellos. Fui hasta el estudio y me aproximé a la estantería en que había dejado el ramillete. Tanteé entre los libros y toqué algo suave, como un pétalo. —Ya estoy aquí —anunció Yun Sun. El escándalo del ambiente había disminuido, de modo que supuse que había salido al exterior—. Oye, Frankie. Sé que estás sufriendo. Lo sé. Pero lo que le sucedió a Will fue tan sólo una coincidencia. Una espantosa coincidencia. —Llámalo como quieras —repliqué—. Voy a pedir mi segundo deseo —rescaté el ramillete, hasta entonces escondido tras los libros. El nerviosismo de Yun Sun era cada vez más evidente. —Frankie, no. ¡No puedes hacer eso! —¿Por qué no? —¡Sufrió una caída de cien metros! Su cuerpo quedó... Dicen que quedó irreconocible y... Por eso lo del ataúd cerrado, ¿recuerdas? —¿Y? —¡Lleva treinta días pudriéndose en una caja de madera! —chilló. —Eso que acabas de decir me parece de muy mal gusto, Yun Sun. Seguro que si tuviésemos que resucitar a Jeremy en lugar de a Will, no estaríamos teniendo esta conversación —me acerqué las flores al rostro, tanto que los pétalos me rozaron los labios—. Escucha. Tengo que colgar. ¡Pero toma un ponche a mi salud! ¡Y también a la de Will! Sí, que sean muchos por Will... ¡Seguro que está como loco de sed! Y colgué el teléfono. Alcé el ramillete en el aire.

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—¡Deseo que Will vuelva a la vida! —grité, exultante. Un aroma putrefacto colmó la estancia. El ramillete se erizó, como si los pétalos estuviesen plegándose sobre sí mismos. Sin pensarlo dos veces, lo lancé lejos de mí, del mismo modo que hubiera hecho con una tijereta despistada. Pero qué más daba. El ramillete ya no tenía importancia. Lo importante era Will. ¿Dónde estaba Will? Miré alrededor con la ridícula esperanza de verlo sentado en el sofá, observándome y burlándose de que me asustara por culpa de unas flores secas de nada. Sin embargo, el sofá estaba vacío y no era más que un bulto lúgubre y amenazador pegado a la pared. Corrí a la ventana y escudriñé el paisaje. Nada. Sólo el viento, agitando las hojas de los árboles. —¿Will? —dije. Otra vez nada. El desconsuelo comenzó a abrirse paso en mi interior a marchas forzadas, y me dejé caer en el sillón de cuero de mi padre. «Idiota, Frankie. Idiota, patética...» Pasaron los minutos. Las cigarras chirriaban. «Idiotas cigarras.» Y

luego, débilmente, un golpe. Y luego otro. Me enderecé.

Algo removía la gravilla de la carretera... o del sendero del jardín. El sonido estaba cada vez más cerca. Un ritmo lento y desacompasado, como de algo que cojeara o que se arrastrase. Agucé el oído. Ahí estaba: otro golpe, esta vez muy cerca del porche. Y estaba claro que no era humano. Las palabras de Yun Sun se me agolparon en la mente, casi hasta asfixiarme. «Irreconocible», había dicho. «Podrido.» No había prestado atención y ya era tarde. ¿Qué había hecho? Me erguí y salí volando hacia el vestíbulo, en donde nadie —ni nada— podría divisarme si se asomaba a las amplias ventanas del estudio. ¿Qué era exactamente lo que había traído de vuelta a la vida? Aporrearon la puerta. Se me escapó un gemido. Me tapé la boca con las manos. —¿Frankie? —dijo una voz—. Estoy... ¡Caray! Estoy un poco confuso —oí una carcajada, tan irónica como familiar—. Pero aquí me tienes. Eso es lo único que cuenta. ¡He venido a llevarte al baile!

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Noches de baile en le infierno

—No tenemos por qué ir al baile —repuse. ¿Era yo la que tenía aquel tono de voz tan estridente?—. ¿A quién le hace falta un baile? Es decir, ¡por favor! —Ya, claro. Eso lo dice la misma que mataría con tal de conseguir la perfecta velada romántica —el pomo de la puerta gimió—. ¿No me vas a dejar entrar? La respiración se me aceleró. Oí una serie de chasquidos, como de fresas pasadas estrellándose en el fondo del cubo de la basura, y luego: —Vaya, tío. Qué mal. —¿Will? —susurré. —Me da un poco de vergüenza, pero... ¿No tendrás por ahí un quitamanchas? «Mierda, mierda y mil veces mierda.» —No estarás cabreada, ¿no? —me preguntó Will. Parecía preocupado—. He venido tan pronto como he podido. Pero es que esto es todo muy raro, Frankie. Porque, vamos a ver... Me imaginé un ataúd bajo tierra, sin aire. «No, por favor», pensé. —Da igual. Fue raro... Dejémoslo ahí —intentaba reconducir la situación—. Entonces, ¿me vas a dejar pasar o no? ¡Aquí no me voy a quedar! Me pegué a la pared del vestíbulo. Las rodillas me fallaban, los músculos no me respondían, pero sabía que, mientras me mantuviese tras la sólida puerta de entrada, estaba a salvo. No sabía en qué se había convertido Will, pero sí que era de carne y hueso. En parte, al menos. En resumidas cuentas, nada de fantasmas que atraviesan paredes. —Will, tienes que marcharte —afirmé—. Esto es un error, ¿vale? —¿Un error? ¿A qué te refieres? —su desconcierto me rompió el corazón. —Yo sólo... Dios —rompí a llorar—. Ya no podemos estar juntos. Lo entiendes, ¿verdad? —No, no lo entiendo. Tú querías que te pidiese ir conmigo al baile, y yo te lo pedí. Y ahora, sin ningún motivo... ¡Ah! Ya entiendo. —¿Sí? —¡No quieres que te vea! Eso es, ¿a que sí? ¡No estás muy segura del vestido que te has puesto! —Mmm... —¿Debía seguirle el juego? ¿Debía decirle que sí para que se marchara?

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—Frankie, vamos. No hay nada que deba preocuparte —se rió—. En primer lugar, eres guapísima. Y en segundo lugar, en lo que a mí respecta, es imposible que no parezcas... un ángel caído del cielo. Parecía haberse tranquilizado, como si hubiese tenido la engorrosa impresión de que algo estaba fuera de sitio y no lograra identificar de qué se trataba. Sin embargo, ya lo había entendido: Frankie tenía problemas de autoestima, ¡sin duda! ¡La tonta de Frankie! Oí que rebuscaba en el suelo, y luego el crujido de una tapa de madera. Me quedé tiesa. Conocía ese crujido. «La caja de la leche... Horror. Ha recordado que hay una llave en la caja de la leche.» —Voy a pasar —anunció, acercándose a la puerta a trompicones—. ¿Te parece, Franks? De repente, por alguna razón, ¡me muero por verte! Se rió, alborozado. —Bueno, no quería decir eso... pero, en fin, parece que es la tónica de la noche. Todo está saliendo mal... pero que muy mal. Volví al estudio y me puse a caminar a gatas, palpando el suelo. ¡Si al menos hubiese un poco de luz! El cerrojo estaba atascado, y las llaves, en la mano de Will, tintinearon. Su respiración era espasmódica. —¡Ya voy, Frankie! —anunció. Más tintineos—. ¡Ya casi estoy ahí! Sentí tal pánico que apenas sabía dónde me encontraba. Oía mis propios jadeos y chillidos como si fueran de otra persona. Me centré en las sensaciones que me enviaban las manos, dedicadas a toquetear y arañar. El cerrojo se descornó con un golpe seco. —¡Al fin! —celebró Will. La puerta se abrió rozando la desgastada alfombra en el mismo instante en que aferré el precario ramillete. —¿Frankie? ¿Por qué están las luces apagadas? ¿Y por qué no te has...? Cerré los ojos y formulé mi último deseo. Cesaron todos los sonidos, a excepción de los susurros del viento que pasaba entre las hojas. La puerta continuó su parsimonioso movimiento hasta topar con la jamba. Me quedé en el suelo, sin moverme. Estaba sollozando, pues se me estaba rompiendo el corazón. Más bien, ya se me había roto.

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Después de unos momentos, las cigarras volvieron a retomar su ansioso cántico. Me puse de pie, atravesé la habitación y, temblorosa, me detuve en el vano. En el exterior, el pálido resplandor de la luna brillaba sobre la carretera desierta.

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MADISON AVERY Y LOS CARONTES

Kim Harrison

«Henos aquí: un general británico, una damisela y un pirata haciendo su entrada en un gimnasio», pensé mientras observaba los cuerpos moverse en medio del desconcertante caos resultante de la inexperta y reprimida lujuria adolescente. Nada como dejar que el instituto Covington convirtiese el baile de fin de curso en un mal chiste. Por no hablar de mi decimoséptimo cumpleaños. ¿Qué estaba haciendo allí? Se suponía que los bailes consistían en vestidos de verdad y una banda de música, y no en vestidos alquilados, música en lata y serpentinas. Y se suponía que mi cumpleaños iba a ser... cualquier cosa menos aquello. —¿Seguro que no quieres bailar? —me gritó Josh en el oído, empapándome con su aliento dulzón. Intenté no responderle con una mueca. Mantuve la vista fija en el reloj situado junto al marcador del gimnasio mientras calculaba si una hora más de fiesta sería tiempo suficiente para que mi padre no me interrogara. La música era machacona: un mismo pulso rítmico que se repetía sin cesar. Nada nuevo en los anteriores cuarenta minutos. Y el bajo estaba demasiado alto. —Sí —contesté, apartándome al compás de la música al notar que intentaba tomarme por la cintura—. Sigo sin querer bailar. —¿Qué tal algo de beber? —insistió él, y, tras ladear la cadera, crucé los brazos para ocultarme el escote. A pesar de que mi desarrollo no fuese, en lo referente a los pechos, nada espectacular, el corsé del vestido me los levantaba de un modo artificial y exagerado, y estaba cohibida. —No, gracias —contesté con un suspiro. Pese a que no debió de oírme, captó el mensaje y recorrió con la mirada la estancia. Los vestidos de noche y los recortadísimos disfraces de tabernera se mezclaban con bravucones piratas y marineros. Aquél era el tema al que se había

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dedicado la fiesta: los piratas. ¡Dios! Yo había estado dos meses trabajando en el comité organizador de mi antiguo instituto. La fiesta iba a ser el no va más, con una barcaza a la luz de la luna y un conjunto musical, pero nooo. Mamá había dicho que a papá le venía bien pasar un tiempo conmigo. Que estaba atravesando la crisis de los cuarenta y que necesitaba rescatar algo de su pasado con lo que no hiciese falta discutir. Creo que se había asustado al verme escabulléndome de casa para ir a tomar un capuchino tardío y, por eso, me había enviado de vuelta a Dullsville y a papá, sabiendo que yo le hacía más caso a él. Vale, pasaban de las doce. Y era probable que fuera en busca de algo más que simple cafeína. Y, sí, ya estaba castigada por haber llegado tarde la semana anterior; precisamente por ese motivo me estaba escapando. Toqueteando el recio encaje de mi vestido colonial, me pregunté si aquella gente tenía siquiera una idea de lo que era una verdadera fiesta. Quizá les daba igual. Josh estaba frente a mí, meneando la cabeza al son de la música y, por lo visto, con muchas ganas de bailar. No muy lejos, junto a la mesa en donde la comida estaba dispuesta, se encontraba el tipo que se había colado detrás de nosotros. Miraba en nuestra dirección, y yo le clavé los ojos sin saber si se interesaba por Josh o por mí. Al verme observándole, se dio la vuelta. Volví la mirada hacia Josh, que había empezado a bailar tímidamente, a medio camino entre el lugar en donde me hallaba yo y la masa de danzarines. Mientras saltaba y se agitaba, pensé que, en realidad, su vestimenta —el típico traje de general británico, rojo y blanco, más charreteras y una espada de juguete— le sentaba bien a su complexión, delgada y torpe. Seguro que había sido idea de su padre, el más gordo de entre los peces gordos del centro de investigación, que había conservado a su personal cuando la base militar se había mudado a Arizona. Aun así, se complementaba muy bien con mi recargado vestidito. —Vamos, venga. Todo el mundo baila —insistió al descubrirme mirándolo, pero yo, casi sintiendo pena por él, le dije que no con la cabeza. Me recordaba a uno de esos tipos del club de fotografía que cerraban la puerta del cuarto oscuro con idea de aprovecharse un poco de la situación. Menuda injusticia. Me había pasado tres años tratando de ponerme al nivel de las chicas guapas, tras los cuales allí me encontraba, comiendo pastelitos en un gimnasio. El día de mi cumpleaños, encima. —No —contesté. Lo que quería decir era, en realidad: «Lo siento, no me interesas. Convendría que me dejaras en paz». Incluso Josh, el gafotas terco y patoso, supo entenderlo. Dejó de bailotear y me clavó dos ojos muy azules. —Dios, eres una bruja, ¿sabías? Te pedí que vinieras conmigo porque mi padre me obligó a hacerlo. Si quieres bailar, estaré por allí.

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Me quedé sin respiración, boquiabierta, como si me hubiese dado un puñetazo en el vientre. Él alzó las cejas con vehemencia y se alejó con las manos en los bolsillos y la barbilla bien alta. Dos chicas se apartaron para dejarle pasar y, tras perderlo de vista, me miraron y comenzaron a cotorrear. «Oh, no. Soy una pareja de baile desastrosa.» Parpadeé varias veces y aguanté la respiración, decidida a que los ojos no se me humedecieran. Qué calamidad. No sólo era la nueva, ¡sino también una acompañante fatal! Mi padre se había portado muy bien con su jefe, y éste le había dicho a su hijo que viniera conmigo al baile. «Mierda y gusanos podridos», susurré, preguntándome si de verdad todo el mundo me estaba mirando o si eran imaginaciones mías. Me coloqué tras la oreja un mechón de cabello y me retiré a la pared, en la que me apoyé con los brazos cruzados fingiendo que Josh se había ido a buscar unos refrescos. Pero la procesión iba por dentro. Acababan de dejarme tirada como una colilla. No. Un cretino me había dejado tirada como una colilla. «Lo que te queda por delante, Madison», me dije, dolida, ante la sola idea de los cotilleos del lunes. Divisé a Josh en las cercanías de la mesa, ignorándome a propósito. El chico disfrazado de marinero que había entrado detrás de nosotros estaba hablando con él. Yo no sabía si eran amigos. El marinero le daba codazos para señalarle los cortísimos vestidos que apenas cubrían a las chicas que bailaban frente a ellos. Era de esperar que no lo reconociese, pues, por la sencilla razón de que no estaba contenta en mi nuevo hogar y que no me importaba que los demás se diesen cuenta, había estado evitando a todo el mundo. A pesar de que había pertenecido al club de fotografía en el lugar del que procedía, no era una pija ni tampoco una estrecha. Mis esfuerzos no habían dado resultado y no había logrado estar a la altura de las verdaderas triunfadoras. Y tampoco era gótica, pastillera, un cerebrito ni una de esas que jugaban a ser científicos imitando lo que hacían papá y mamá en el centro de investigación. No encajaba en ningún sitio. «Error —me dije mientras Josh y el marinero se reían—. Encajo con las brujas.» El marinero hizo que Josh se fijara en otro grupo de chicas, que profirieron risitas por algo que les dijo. El marinero en cuestión llevaba los castaños y rizados cabellos apretados bajo el gorrito, y el blanco nuclear de su indumentaria le daba el mismo aspecto que tenían todos los que habían rechazado el disfraz de soldado en favor del de marinero. Era alto, y había una elegancia sutil en sus gestos que revelaba que había dejado de ser un niño. Parecía mayor que yo, pero no debía de serlo por mucho. Al fin y al cabo, él también había venido al baile. «Y yo no tengo que estar aquí», pensé de repente, apartándome de la pared con los codos. Josh debía acompañarme a casa, pero mi padre vendría a recogerme si lo llamaba.

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La preocupación hizo que mi viaje a través del gentío hasta las puertas de salida perdiese fuelle. Mi padre me preguntaría por qué no me había llevado Josh. Podía soportar su sermón sobre la obligación de ser agradable e integrarme, pero la vergüenza era demasiado. Al levantar la mirada, topé con los ojos de Josh. El marinero trataba de ganarse su atención, pero Josh me observaba a mí. Se burlaba. Con eso fue suficiente. No iba a llamar a mi padre de ninguna manera. Y tampoco iba a subirme en el coche de Josh. Iría andando. Los ocho kilómetros enteros. Con tacones. Una húmeda noche de abril. Embutida en el vestido. ¿Qué era lo peor que me podría pasar? ¿Encontrarme con una vaca despavorida? Cuánto echaba de menos mi coche. —Hora de irse —murmuré, aferrándome a mi resolución y también al vestido, con la cabeza baja mientras golpeaba con los hombros a quienes me entorpecían el camino. No pintaba nada en aquel lugar. La gente hablaba entre sí, pero me daba igual. No necesitaba tener amigos. Los amigos estaban sobrevalorados. La música aceleró el ritmo y la gente, con cierta torpeza, trató de amoldarse a él. Salí de mi ensimismamiento cuando advertí que estaba a punto de chocar con alguien. —¡Perdona! —grité, intentando hacerme oír, y luego me quedé pasmada. «Vaya, vaya. Aquí tenemos al señor Capitán de los Piratas. ¿Dónde habrá estado estas últimas tres semanas y, sobre todo, habrá más como él en algún lugar?» Nunca lo había visto. En ninguna ocasión desde que estaba empantanada en aquel pueblo. De lo contrario, me acordaría. Y no era así, por mucho que me esforzara. Sonrojándome, solté la falda y me cubrí las clavículas con la mano. Así vestida, me sentía como una fulana pechugona. Él llevaba un disfraz de pirata, negro y ceñido, y un colgante color pizarra en el pecho, a medias descubierto. Una careta semejante a la del Zorro le cubría el rostro. Colgaban de ella unos flecos de seda que se mezclaban con el cabello, oscuro, ondulado y exuberante. Era unos cuantos centímetros más alto que yo y, mientras recorría su prieto cuerpo con la mirada, me pregunté dónde se había estado escondiendo aquel monumento. «Desde luego, no en el aula de música ni en la clase de Política de Estados Unidos que imparte la señora Fairel», pensé mientras las luces proyectaban su intermitencia sobre él. —Disculpa —dijo, tomándome de la mano. Se me cortó la respiración, no tanto por el contacto como por su acento, que no pertenecía al Medio Oeste: una especie de cadencia lenta y suave en la que se intercalaba la tajante exactitud del buen gusto y la sofisticación. Casi podía distinguir en él los tintineos del cristal y la armonía de la risa, los mismos sonidos reconfortantes

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que tantas veces me habían ayudado a conciliar el sueño mientras las olas rompían en la playa. —No eres de por aquí —le espeté mientras me acercaba para oírlo mejor. Vi crecer una sonrisa en medio del bálsamo que constituían aquella piel morena y los cabellos oscuros, tan familiares en medio de las caras pálidas y las cabelleras rubias que dominaban la prisión del Medio Oeste. —He venido a pasar una temporada — explicó—. Estoy de intercambio, digamos. Igual que tú —le lanzó una mirada desdeñosa a la gente de alrededor, que se movía con escaso sentido del ritmo y aún menos originalidad—. En este lugar hay demasiadas vacas, ¿no crees? Me reí y, al tiempo, rogué no parecer una esnob descerebrada. —¡Sí! —celebré casi a gritos, tirando de él hacia abajo para hablarle al oído—. Pero no estoy aquí de intercambio. Me mudé de Florida. Mi madre vive allí, no lejos de la costa, pero ahora he venido a la casa de mi padre. Estoy de acuerdo contigo. Esto es espantoso. Pero, al menos, tú puedes irte a casa. «¿Y dónde está tu casa, señor Capitán de los Piratas?» Un tenue indicio de marea baja y canales de agua vino hasta mí, como un recuerdo, procedente de él. Y, aunque a algunos no les pareciese agradable, hizo que se me saltaran las lágrimas. Echaba de menos mi antiguo instituto. Echaba de menos el coche. Echaba de menos a mis amigos. ¿Por qué mamá se había puesto así? —Cierto —convino él, con una sonrisa irresistible. Se pasó la lengua por los labios y se irguió—. Deberíamos salir de la pista de baile. Estamos en medio del... jolgorio. Se me aceleró el corazón. No quería moverme. Corría el riesgo de que se marchara o, aún peor, de que alguien se lo adjudicase pasándole el brazo por los hombros. —¿Te apetece bailar? —le pregunté, nerviosa—. No es que se me dé muy bien, pero esta música tiene ritmo. Su sonrisa se amplió, y mi pulso por poco se desboca. «Oh, Dios. Creo que le gusto.» Me soltó la mano, asintió y, tras alejarse un paso, comenzó a moverse. Por un momento, olvidé acompañarlo y me dediqué a regalarme la vista con su figura. No hacía extravagancias. Por el contrario, su estilo era otro... Con aquellos movimientos lentos, resultaba mucho más impactante que si se hubiese puesto a girar como una peonza. Al advertir que lo miraba, me sonrió por debajo de la misteriosa máscara, y sus ojos, de un color a medio camino entre el gris y el azul, me devolvieron la mirada y me invitaron a aproximarme. Tomé aire, deslicé la mano en la calidez de la suya y permití que me pusiera en movimiento.

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Bailaba siguiendo los matices de la música, y yo me ofusqué tratando de imitar sus pasos. Nos cimbreábamos, notábamos el cambio de cada sonido. Me permití relajarme un poco y dedicarme sencillamente a bailar, lo que resultó ser más fácil si dejaba de pensar en ello. Sentía cada uno de los golpes de cadera y cada giro de los hombros, y la ilusión de algo nuevo comenzó a tomar forma en mi interior. Mientras quienes nos rodeaban seguían efectuando abruptos y rápidos aspavientos, nosotros danzábamos con lentitud, cada vez más cerca el uno del otro, mirándonos con intensidad creciente a medida que yo tomaba confianza. Él me guiaba a través del ritmo de la música, al que pronto se me amoldaron los latidos del corazón. —Por aquí casi todos me llaman Seth —anunció, casi arruinando el momento, pero después me rodeó la cintura y me atrajo hacia sí. Oh, sí. Aquello estaba mejor. —Madison —le respondí, disfrutando de lo que sentía al bailar más despacio que los demás. Y, sin embargo, la música aceleraba y hacía que la sangre se me apurase por las venas. Cuanto más extremo era el contraste, más atrevido se me antojaba lo que hacíamos—. Nunca te había visto. ¿Estás en el último año? Los dedos de Seth apretaron el fino algodón de mi vestido, o tal vez me condujeron más cerca de él. —El primero de la clase —respondió, agachándose para no tener que gritar. Las luces de colores jugueteaban sobre su piel, y a mí me pareció flotar. Por mí, Josh podía irse a freír espárragos. Esto sí era lo que un baile debía ser. —Comprendo —dije, mirándole a los ojos con el propósito de reconocerlos—. Yo estoy en un curso inferior. Me sonrió sin separar los labios, y me sentí pequeña y protegida. Mi sonrisa iba creciendo. Notaba que la gente empezaba a mirarnos, que dejaban de bailar y se volvían. Deseé que Josh estuviese entre ellos. Seguro que seguía llamándome bruja, ¿a que sí? Alcé la barbilla y me atreví a salvar la exigua distancia que todavía me separaba de Seth. Nuestros cuerpos se tocaban y volvían a apartarse. El corazón estaba a punto de salírseme por la boca, pero yo quería que Josh sufriese. Quería los cotilleos del día siguiente, que lo tomasen por idiota por haberme dejado plantada. Quería... algo. Las manos de Seth, jamás impertinentes o acuciantes, se me paseaban suavemente por la cintura sin por ello impedirme bailar a mi aire, y me dejé llevar hacia una dimensión sensual que todos aquellos paletos simplones no habían visto sino en la televisión. Los labios se me crisparon al ver a Josh y al marinero con el que había estado hablando hasta entonces. El rostro de Josh estaba lívido de ira, y le dediqué una sonrisa afectada.

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—¿Quieres que se entere de que no estás con él? —dijo Seth, pensativo, y lo miré— . Te ha hecho daño —agregó, dándome una caricia en la barbilla que me dejó hormigueos—. Deberías mostrarle lo que ha perdido. Sabía que era producto del rencor, pero, aun así, estuve de acuerdo. Seth se quedó quieto y me abrazó con un gesto continuo y fluido. Iba a besarme. Lo supe. Todos sus movimientos tenían aquel algo especial. Con el corazón palpitándome bajo las costillas, incliné la cabeza hacia arriba justo en el momento en que posaba los labios en los míos y las rodillas se me quedaron tiesas. Alrededor, la gente se detenía a observar, algunos riéndose y otros con envidia. Cerré los ojos y me balanceé para continuar el baile mientras nos besábamos. Aquello era todo lo que yo podría desear. Allí donde me tocaba, surgía una ola de calor que me recorría, cada vez más ardiente a medida que sus caricias subían de intensidad. Nadie me había besado de aquel modo, y, de tanto miedo que me daba estropearlo, apenas podía respirar. Le rodeaba la cintura con las manos, y se la estreché aún más cuando él me tomó la cara y me la sostuvo como si fuera a rompérseme. Sus besos tenían un sabor parecido al del humo de la madera. Yo quería más... de aquello que no había conocido. Un sonido grave se elevó desde detrás de él, tan leve como el rumor de un trueno distante. Apretó las manos, y la adrenalina me inundó de arriba abajo. Los besos se habían vuelto diferentes. Alarmada, retrocedí un paso. Pese a haberme quedado sin resuello, me sentía entusiasmada e impaciente. Los temperamentales ojos de Seth me miraban con aquella expresión un tanto burlona que yo había alejado de mí. Aparté la vista de él, pero seguí apoyándome en su cintura para mantener el equilibrio. Las mejillas de Josh estaban encendidas, y su expresión era de enfado. Alcé las cejas. —Vamos —dije, tomando a Seth del brazo. Se me antojó imposible que alguien se presentara con ánimo de arrebatarme el puesto. No después de aquel beso. Confiada, eché a caminar con Seth a mi lado. Se nos abrió un pasillo por delante, y me sentí como una reina. A pesar de que la música retumbaba y resonaba, todos nos observaron caminar sin impedimento hasta las puertas, decoradas con papeles para que pareciesen los portones de roble de un castillo. «Plebeyos», pensé cuando Seth empujó la puerta y recibí la fresca corriente de aire del pasillo. La puerta se cerró detrás de nosotros y la música dejó de atronarnos. Arrastrando los tacones por las baldosas, fui reduciendo la marcha hasta detenerme. Junto a la pared había una mesa cubierta con un mantel de papel a la que se sentaba una mujer de aspecto cansado, la encargada de las entradas. Más lejos, en la entrada, tres chicos remoloneaban junto a la puerta principal. El recuerdo de nuestros besos se

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abrió paso en mi mente y, de pronto, me puse nerviosa. Aquel chico era increíble. ¿Por qué estaba conmigo? —Gracias —murmuré, mirando hacia arriba y luego más allá. Cuando advertí que podía pensar que lo había dicho por los besos, me sonrojé—. Es decir, por sacarme de allí con el orgullo a salvo —agregué, notando ardor en las mejillas. —Vi lo que hizo —Seth me invitó a reanudar la marcha y recorrimos el pasillo hasta llegar al aparcamiento—. O eso o le acabarías tirando el ponche por encima. Y tú... —esperó a que nuestras miradas se encontraran—... tú querías una venganza fría, sutil. No pude evitar una sonrisa un tanto ñoña. —¿Tú crees? Actuando como alguien mucho mayor, inclinó la cabeza. —¿Tienes cómo volver a casa? Me detuve. El dio un paso más antes de darse la vuelta y mirarme con ojos alarmados. Sentí frío. —Lo... lo siento —dijo, parpadeando—. No quería decir que... Me quedaré contigo hasta que alguien venga a buscarte. No me conoces de nada. —No, no es eso —me apresuré a decir, avergonzada por el repentino malentendido. Observé que la mujer encargada de las entradas nos estaba mirando con perezoso interés—. Es que debo llamar a mi padre. Contarle lo que ha pasado. La sonrisa de Seth dejó a la vista una blanca hilera de dientes. —Por supuesto. Hurgué en el bolso que había comprado junto con el vestido. Mientras sacaba el teléfono y trataba de recordar el número de mi padre, él aguardó a unos metros. No respondía nadie, y los dos nos volvimos al oír el ruido que la puerta del gimnasio hizo al abrirse. Era Josh. Apreté la mandíbula. Saltó el contestador automático, y, apresurada, farfullé: «Hola, papá. Soy Madison. Me va a llevar a casa Seth...». Le hice una seña para que me dijera cómo se apellidaba. —Adamson —respondió él a media voz, mirando fijamente a Josh tras la máscara y unas largas y voluptuosas pestañas. «Seth Adamson —dije—. Resulta que Josh es un imbécil. Estaré en casa en unos minutos, ¿vale?» Sin embargo, dado que en mi casa no había nadie, difícilmente iba a obtener una respuesta de mi padre. Esperé un momento, como si me hubiera parado a escuchar. Luego, añadí: «Yo estoy bien. Josh es imbécil. Nada más. Nos vemos enseguida».

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Satisfecha, plegué el teléfono y lo guardé. Me enganché al brazo de Seth y ambos nos volvimos en la dirección de la puerta del gimnasio, a la espera de que Josh, taconeando con sus zapatos de fiesta, llegase a nuestra altura. —Madison... —estaba disgustado, lo cual contribuyó a incrementar mi satisfacción. —¡Hola, Josh! —dije con alegría. Se colocó a mi lado y noté la tensión que emanaba de él—. Ya tengo con quien ir a casa, gracias —«por nada», añadí para mis adentros como consecuencia del enfado que todavía me duraba. Tanto por su culpa como por la de mi padre, quien, al fin y al cabo, había montado todo aquello. —Madison, espera. Me tocó el hombro y me di la vuelta. Josh se quedó helado y me soltó. —Eres un imbécil —le espeté, echándole un vistazo a su indumentaria, que entonces juzgué pobre—. Y yo no soy una bruja. Por mí, te puedes ir... por ahí — agregué, conteniéndome para que Seth no pensara que era una malhablada. Tras alargar un brazo, Josh me tomó de la cintura y tiró de mí. —Escúchame —me ordenó, y el miedo que le leí en los ojos me impidió responderle—. No conozco a ese tío. No seas idiota. Déjame llevarte a casa. A tus amigos puedes contarles lo que quieras. A mí me da igual. Traté de bufar para expresar con ello mi desdén, pero, como el corsé no me lo permitía, alcé la barbilla. Él sabía que no tenía amigos. —He llamado a mi padre. No pasa nada —afirmé, mirando, más allá de él, al alto marinero, que había seguido a Josh hasta allí. Sin embargo, Josh no estaba por la labor de dejarme marchar. Picada, giré el brazo y, cuando estaba por agarrarle la muñeca para defenderme, él lo adivinó y me soltó de pronto. Cariacontecido, retrocedió un paso. —Pues entonces os seguiré hasta que estés en casa —prometió, dirigiéndole a Seth una mirada fugaz. —Haz como quieras —repuse sacudiéndome el pelo, feliz al comprobar que, después de todo, Josh no era tan mal tío—. Seth, ¿tienes el coche en el aparcamiento trasero? Seth se acercó con una gracia y un refinamiento que contrastaban con el anodino aspecto de Josh. —Por aquí, Madison. Al tomarme del brazo, creí distinguir en sus ojos un brillo de satisfacción. No me extrañó. Obviamente, había venido solo al baile y, vistas las cosas, Josh sería el que saldría solo.

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En un gesto de feminidad confiada, me ocupé de hacer sonar los tacones mientras recorríamos el vestíbulo hacia las puertas del extremo opuesto. El vestido me hacía sentir elegante, y Seth estaba fantástico. Josh y su silencioso compañero trotaron detrás de nosotros como los extras de una película de Hollywood. Seth abrió la puerta y me dejó pasar, pero los otros dos tuvieron que esperar a que él la transpusiera. El aire refrescaba, y deseé haberle pedido a mi padre otros cincuenta dólares que invertir en un chal a juego con el conjunto. Barajé la posibilidad de quejarme para que Seth me ofreciese su abrigo. La luna era una mancha difuminada tras las nubes y, mientras Seth me escoltaba escaleras abajo, oí a Josh hablándole a su compañero con un tono furtivo y burlón. Apreté las mandíbulas y seguí a Seth hasta un estilizado automóvil de color negro que estaba aparcado sobre el bordillo. Era descapotable y, al imaginarme en el asiento, bajo el nublado cielo, no pude evitar una sonrisa de oreja a oreja. Tal vez pudiéramos dar un paseo antes de ir a mi casa. Pese al frío, quería que me viesen sentada en aquel coche, junto a Seth, mientras el viento me agitaba los cabellos y sonaba música por los altavoces. Seguro que Seth tenía un gusto musical excelente. —Madison... —dijo Seth, abriendo la portezuela. Sintiéndome torpe y especial a la vez, me acomodé en el asiento del copiloto y noté que el algodón del vestido resbalaba sobre el cuero. Seth aguardó a que yo introdujese el resto del vestido en el interior y luego cerró la portezuela con suavidad. Me coloqué el cinturón de seguridad mientras él rodeaba el automóvil. Las luces de emergencia arrancaban un brillo tenue de la negra carrocería. Sonreí al ver a Josh correteando hacia su coche. Seth me asustó, pues apareció de repente en el asiento del conductor sin que la puerta hiciera ningún ruido. Arrancó el motor, y me agradó el potente bramido que éste emitía. Por la radio empezó a sonar algo contundente. La letra era extranjera, y eso le añadía atractivo. Josh encendió las luces de su coche, y Seth, con una sola mano en el volante, se puso en marcha. Mientras le miraba en la penumbra el pulso se me aceleró. El aire fresco se me pegaba a la piel y, a medida que ganábamos velocidad, el viento comenzó a colárseme por entre los cabellos. —Mi casa está hacia el sur —le comuniqué cuando llegamos a la carretera principal, y él tomó la dirección correcta. Los haces de luz del coche de Josh giraron detrás de nosotros, y yo me arrebujé en el asiento lamentando que Seth no me hubiese ofrecido el abrigo. Sin embargo, desde que estábamos en el coche, no me había mirado ni me había dicho nada. Su confianza y audacia habían dejado paso... ¿a la ansiedad? Sin saber a qué se debía, una sensación de alarma empezó a crecer lentamente en mi interior.

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Como si lo hubiese advertido, Seth me miró. Conducía sin atender a la carretera. —Ya es tarde —me dijo a media voz, para mi sorpresa—. Ha sido fácil. Les dije que sería más sencillo mientras fueses joven y estúpida. Casi no ha merecido la pena el esfuerzo. Desde luego, no ha sido divertido. Se me quedó la boca seca. —¿Cómo? Tras inspeccionar la carretera, Seth volvió a dirigirme la mirada. Estaba acelerando, y me agarré al asidero de la puerta, tratando de apartarme de él. —No es nada personal, Madison. Es sólo que tu nombre aparece en una lista. Digamos, que de almas que deben ser robadas. Un nombre importante, el tuyo, pero, a fin de cuentas, nada más que un nombre. Decían que era imposible, pero vas a ser la llave que me abra las puertas de una corte más alta; tú y tu pequeña vida, que ha llegado a su fin. ¿Qué diablos era aquello? —Josh —dije, volviéndome, mientras Seth seguía pisando el acelerador—. Nos sigue. Además, mi padre sabe dónde estoy. Seth sonrió, y el rayo de la luna que se le reflejó en los dientes me hizo estremecerme. Todo lo demás estaba perdido en sombras neblinosas y en el chillido del viento. —¿Insinúas que eso supone algún impedimento? Dios mío. Estaba en un buen lío. Se me agarrotaron las entrañas. —Para el coche —le exigí, aferrándome a la puerta con una mano y apartándome los mechones de cabello de la cara con la otra—. Detén el coche y déjame bajar. No puedes hacer esto. ¡La gente sabe dónde estoy! ¡Para el coche! —¿Qué pare el coche? —se mofó—. Pararé el coche. Seth clavó los frenos y dio un volantazo. Chillé y me sujeté como pude. El mundo daba vueltas. Vacié los pulmones de un grito cuando percibí un gran estruendo acompañado de una sensación de ingravidez. Nos habíamos salido de la carretera. La gravedad se había invertido. Me pudo el pánico cuando comprendí que el coche estaba dando una vuelta de campana. Mierda. Era un descapotable. Me encogí, me cubrí la nuca con las manos y empecé a rezar. Recibí una fuerte sacudida y la oscuridad me envolvió. El golpe me había dejado sin aire. Me pareció estar cabeza abajo. Después, salí despedida en la dirección contraria. Volví a ver el gris del cielo y tuve el tiempo suficiente de tragar una bocanada de aire antes de que el coche, cayendo por el terraplén, diese un nuevo vuelco.

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La negrura se me echó encima y el coche chocó contra el suelo. —¡No! —aullé, desesperada, y luego gemí cuando, con una última sacudida, el coche se detuvo y descansó sobre las cuatro ruedas. Salí catapultada hacia delante, y el cinturón de seguridad se me hincó en el torso. Me quedé inmóvil. Me dolía respirar. Dios, me dolía todo y, mientras resollaba, observé el parabrisas, hecho pedazos. El resplandor de la luna titilaba en las astillas, y seguí con la mirada la quebrada línea de cristales hasta descubrir que Seth no estaba en su asiento. Sentía un dolor interno. No veía sangre, pero pensé que debía de haberme roto algo. ¿Estaba viva? —¡Madison! —oí a una voz llamar en la distancia—. ¡Madison! Era Josh, y agucé la vista tratando de distinguir algo en la cima del terraplén, en el que brillaban dos puntos de luz. Una figura emprendía el descenso: Josh. Tomé aire preparándome para llamarlo, pero alguien me tomó la cabeza y me la volvió en la dirección opuesta. —¿Seth? —susurré. Parecía haber salido indemne. Estaba de pie, junto al coche destrozado, vestido con su traje de pirata. La luna le arrancaba destellos plateados de los ojos y el colgante. —Sigo vivo —dijo, y las lágrimas me resbalaron por las mejillas. No podía moverme, pero como el dolor era agudo y generalizado, me pareció que no me había quedado paralítica. Menudo cumpleaños. Papá iba a matarme. —Me he hecho daño —anuncié con un hilo de voz y, de inmediato, pensé que lo que acababa de decir era una estupidez. —No tengo tiempo para esto —contestó Seth, exasperado. Espantada, vi cómo sacaba una hoz de entre los pliegues de su vestimenta. Quise chillar, pero él levantó la hoja como si fuese a asestarme un mandoble y me faltó la respiración. El filo, manchado de sangre, refulgía. Fabuloso. Allí me encontraba yo con un psicópata. Había salido del baile con un psicópata armado con una hoz. Desde luego, me había lucido con la elección. —¡No! —grité, levantando los brazos, pero la hoja, siseando, cayó sobre mí y me atravesó sin hacerme daño. Me miré el cuerpo, incrédula. El vestido no estaba roto y no manaba sangre por ningún lado, pero, no obstante, sabía que la hoz me había traspasado. De hecho, había llegado hasta el asiento. Sin comprender, alcé la mirada y vi a Seth, que me observaba tras haber retirado la hoz. —¿Qué...? —inquirí, advirtiendo que el dolor físico había desaparecido. Pero me había quedado sin voz. Él enarcó las cejas con menosprecio. Me quedé estupefacta al

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sentir el primer indicio de la nada más absoluta, a la vez desconocida y familiar como un recuerdo hacía tiempo perdido. Aquella aterradora sensación fue ganando terreno, devorando todos los pensamientos que le salían al paso. Esponjoso y confuso, el vacío comenzó a operar desde los límites de mi existencia y se movió hacia dentro. Se llevó la luna, luego la noche, después mi cuerpo y, por último, el coche. Los gritos de Josh se desvanecieron en un sordo silencio rasgado en el que sólo persistieron los plateados ojos de Seth. Seth se dio la vuelta y se alejó. —¡Madison! —oí débilmente, y luego sentí una levísima caricia en la mejilla. Pero también eso se evaporó, tras lo cual no quedó nada. 2 La nada fue retrayéndose poco a poco de mi ser, para ser sustituida por una dolorosa serie de pinchazos y el clamor de dos personas que discutían. Me sentía mal, no tanto por el dolor de espalda, que apenas me dejaba respirar, sino por el miedo que las voces, quedas y huidizas, convocaban entre mis recuerdos. Casi pude oler la enmohecida pelusa de mi conejo de peluche cuando me ovillé para escapar de aquellas voces, que me aterraban más allá de lo imaginable. Que me hubiesen dicho que no era culpa mía no habría aliviado mi pesar. Un pesar que me proponía almacenar en mi interior hasta que se convirtiese en parte de mí. Un dolor que calaba los huesos. Llorar en brazos de mi madre significaría que la quería más. Llorar en el hombro de mi padre significaría que lo quería más. Menuda forma de crecer tan chunga. Sin embargo, aquello... aquello no era una discusión entre mis padres. Parecía tratarse de una pareja de chicos jóvenes. Descubrí de pronto que respiraba mejor. Los últimos jirones de niebla desaparecían dejando algún hormigueo a su paso, y los pulmones, doloridos como si alguien se hubiese sentado sobre ellos, volvían a moverse. Tras comprender que tenía los ojos cerrados, los abrí y me encontré con una mancha oscura. Olía a plástico. —Tenía dieciséis cuando se subió al coche. Es culpa tuya —dijo una acalorada voz joven y masculina en la distancia. Tuve la impresión de que la discusión había comenzado hacía un rato, pero de ella sólo conseguía recordar retazos inconexos e intercalados entre molestos pedazos de nada. —No vas a conseguir echarme la culpa de esto —afirmó otra voz, esta vez de una chica, y tan resuelta y amortiguada como la anterior—. Tenía diecisiete en el momento de entregar el óbolo. El problema es tuyo, no mío. Vamos, ¡si ocurrió delante de tus narices! ¿Cómo pudiste no darte cuenta?

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—¡No me di cuenta porque no tenía diecisiete! —rezongó la voz masculina—. Cuando él la recogió, tenía dieciséis. ¿Cómo saber que iba a por ella? ¿Cómo es posible que tú no estuvieses allí? Fue una metedura de pata gigantesca, pero fue tuya. La chica bufó, ofendida. Hacía frío. Tomé aire y me sentí un poco mejor. Los hormigueos iban a menos, y los dolores a más. Me encontraba en un ambiente sofocante, envuelta en mi propio aliento. Aquella oscuridad no era natural: había algo que la provocaba. —¡Eres un cabeza hueca! —le espetó la chica—. No me digas que metí la pata. Murió con diecisiete años. Por eso yo no estaba allí. Ni siquiera me fue notificado. —Los dieciséis no son asunto mío —repuso él con ira—. Creí que estaba ligando con ese tipo. De repente, advertí que el velo de oscuridad que retenía mi respiración era, en realidad, una lámina de plástico. Alcé las manos y, presa del miedo, la arañé. El pánico me abocó a incorporarme. ¿Estaba sobre una mesa? En cualquier caso, me hallaba sobre algo bastante duro. Me quité el plástico de encima. Vi a dos chicos junto a unas puertas blancas y descascarilladas mirándome con gesto sorprendido. El pálido rostro de la chica se sonrojó, y el chico dio un paso atrás, avergonzado, como si lo hubiesen descubierto discutiendo con ella. —¡Ah! —exclamó la chica, echando hacia atrás la larga trenza que formaban sus oscuros cabellos—. Estás despierta. Bueno, pues hola. Soy Lucy, y éste es Barnabas. El chico se miró los pies y levantó una mano pudorosa para saludarme. —¿Qué? —dijo—. ¿Cómo te va? —Tú eras el que estaba con Josh —afirmé, señalándole con un dedo tembloroso. El asintió, aunque siguió sin dirigirme la mirada. Su disfraz desentonaba al lado de los pantalones cortos y la camiseta sin mangas que llevaba ella. Ambos llevaban colgada del cuello una piedra de color negro. Esta no tenía nada de especial, pero, como era lo único común en su aspecto, me llamó la atención. En todo caso, también coincidían en estar enfadados y en mirarme con expresión estupefacta. —¿Dónde estoy? —pregunté, y Barnabas golpeó las baldosas del suelo con el pie—. ¿Dónde está Josh? —agregué, notando que debía de encontrarme en un hospital, pero... Un momento. ¿Estaba metida en una bolsa para cadáveres?—. ¿Esto es una morgue? —inquirí—. ¿Qué hago yo en una morgue? Con movimientos espasmódicos, saqué las piernas de la bolsa y me puse en pie. Los talones emitieron un chasquido al tocar el suelo. Tenía una etiqueta sujeta a la muñeca con una banda elástica, y me la arranqué con violencia. Se me había roto la

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falda, que, además, estaba cubierta de manchas de grasa. Mi cuerpo estaba salpicado de pegotes de hierba y mugre, y apestaba a antisépticos y a sudor. Aquello era demasiado. —Esto es un error —dije mientras me guardaba la etiqueta en el bolsillo. Lucy resopló. —De Barnabas —señaló, y el aludido dio un respingo. —¡No es culpa mía! —se defendió, gesticulando—. Ella tenía dieciséis cuando se subió a ese coche. ¿Cómo iba yo a saber que aquel día era su cumpleaños? —Mira, no sé. Pero lo que cuenta es que murió con diecisiete, ¡de manera que es tu problema! ¿Muerta? ¿Estaban ciegos? —¿Sabéis qué? —exclamé, recomponiéndome—. Por mí, podéis seguir discutiendo hasta el fin de los tiempos, pero yo tengo que llamar y decir que estoy bien. Dicho lo cual, me encaminé a la puerta, taconeando. —Madison, espera —dijo Barnabas—. No puedes hacer eso. —Conque no puedo —respondí—. Pues mira. El cabreo de mi padre debe de ser monumental. Seguí caminando, alejándome de ellos, y, cuando me encontraba a unos cuantos metros, me asaltó la impresión de estar desconectándome. Mareada y confusa, apoyé una mano en una mesa de metal cercana, pero el contacto con ella me la acalambró, como si la frialdad de su superficie me hubiese llegado hasta el hueso. Me sentía... esponjosa. Ligera. El suave rumor del sistema de ventilación comenzó a apagarse. Incluso los latidos de mi corazón se volvieron distantes. Me volví, sujetándome el pecho en un vano intento por hacer que la extraña sensación desapareciese. —¿Qué...? Barnabas, en el otro extremo de la habitación, se encogió de hombros. —Estás muerta, Madison. Lo siento. Si te alejas demasiado de nuestros amuletos, empezarás a perder sustancia. Señaló la camilla. Me quedé sin respiración. Me fallaron las piernas y estuve a punto de caerme. Yo estaba allí. Es decir, seguía en la camilla. Yacía en la bolsa de plástico, pequeña y pálida, con el vestido arremangado en un elegante despliegue de gracia atemporal y olvidada. ¿Estaba muerta? ¡Pero si el corazón seguía latiéndome!

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Noté que iba a desplomarme. —Estupendo. La señorita va a desmayarse —observó Lucy con sequedad. Barnabas se adelantó de inmediato para sostenerme. Me rodeó con los brazos, y la cabeza se me ladeó. Sin embargo, su contacto trajo de vuelta la actividad: los sonidos, los olores, incluso el pulso cardiaco. Los párpados se me contrajeron. Los apretados labios de Barnabas se hallaban a escasos centímetros de mí. Estaba muy cerca, y emanaba de él un aroma que me hizo pensar en girasoles. —¿Por qué no cierras el pico? —le sugirió a Lucy mientras me ayudaba a sentarme en el suelo—. ¿Qué tal si ejercitas un poco la sensibilidad, eh? No olvides que es tu trabajo. El frío de las baldosas me recorrió el cuerpo y me aclaró la vista. ¿Cómo iba a estar muerta? ¿Desde cuándo se desvanecían los muertos? —No estoy muerta —afirmé, titubeante, y Barnabas me ayudó a apoyar la espalda en una de las patas de la mesa. —Sí, has muerto —se acuclilló a mi lado y me inspeccionó con preocupación. Con preocupación sincera—. Lo siento muchísimo. Creí que su objetivo era Josh. No es normal que dejen pruebas, como la de ese coche destrozado. Tu caso debe de ser de los pocos descuidos en su historial. Rememoré el accidente, y me llevé una mano al estómago. Josh había estado presente. Me acordaba de eso. —El también cree que estoy muerta. Es decir, Josh. —Es que estás muerta —intervino Lucy, cáustica. Dirigí la mirada hacia la camilla, pero Barnabas se interpuso para impedirme ver. —¿Quiénes sois? —le pregunté, al tiempo que el mareo se me iba pasando. Barnabas se levantó. —Pues, bueno, somos Cuadros de Avistamiento, Recuperación, Organización y Normalización de Tránsitos Erróneos. Medité sobre ello. Cuadros de avistamiento, recuperación, organización... ¿CARONTE? ¡Horror! La adrenalina se me disparó. Me puse en pie de un salto y miré a la parte de mí que estaba en la camilla. —¡Trabajáis para la muerte! —grité, situándome detrás de la mesa. Noté que las puntas de los dedos comenzaban a entumecérseme y, tras clavar los ojos en el amuleto de Barnabas, me detuve—. Dios mío, estoy muerta —susurré—. No puede

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ser. Todavía no estoy preparada. ¡Me queda mucho por hacer en la vida! ¡Sólo tengo diecisiete años! —Oye, nosotros no somos carontes grises —se defendió Lucy, de brazos cruzados—. Somos carontes blancos. Los carontes oscuros matan a las personas antes de que les dé tiempo a entregar su óbolo, los blancos tratan de salvarlas y los grises son unos traidores peligrosos y fanfarrones que tienen los días contados. Barnabas parecía avergonzado. —Los carontes grises son, en realidad, carontes blancos que cayeron en la trampa y se pasaron... al otro lado. No hacen mucho daño, ya que los carontes blancos no les dejamos, pero si se produce una crisis de mortalidad repentina y aguda, siempre pasa que aparecen y se llevan a unas cuantas almas antes de tiempo, de la manera más trágica posible. Son unos piratas. Carecen de honor —concluyó con voz amarga. Seguí apartándome de ellos, paso a paso, sin entender la rivalidad de la que hablaban, hasta que volví a sentirme mal. Miré los amuletos, me acerqué un poco a ellos y la sensación se evaporó. —Asesináis a la gente. Eso es lo que dijo Seth. ¡Habló de robar almas! ¡Sois unos asesinos! Barnabas se acarició la nuca. —Pues no. Casi nunca asesinamos a nadie —intercambió una mirada con Lucy—. Seth es un caronte oscuro, un caronte oscuro. Nosotros sólo nos presentamos cuando ellos apresan a alguien demasiado pronto o cuando se produce un error. —¿Un error? —alcé los ojos, esperanzada. ¿Significaba aquello que podían devolverme al mundo? Lucy dio unos pasos para aproximarse. —A ver, tú no ibas a morir. Pero un caronte oscuro te atrapó antes de que te hubiese llegado el momento de entregar el óbolo. Nuestro trabajo consiste en detenerlos, pero, a veces, fallamos. Hemos venido a presentar una disculpa formal y a conducirte a donde debes ir —miró a Barnabas—. Y tan pronto como él reconozca que todo ha sido culpa suya, yo podré largarme de aquí. Traté de no mirar mi cuerpo, tendido en la camilla, y me enderecé. —Yo no voy a ninguna parte. Se trata de un error, ¿no? Pues no pasa nada. ¡Devolvedme a mi lugar! Quiero recuperar mi vida —aterrada, di un paso al frente—. Porque podéis hacerlo, ¿verdad? El rostro de Barnabas se contrajo. —Es que ya es un poco tarde para eso. Todo el mundo sabe que has muerto.

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—¡Me da igual! —grité. De pronto, palidecí. Mi padre. Él creía que yo estaba...—. Papá... —murmuré con espanto. Tomé una bocanada de aire y, tras volverme en la dirección de las puertas, eché a correr. —¡Espera! ¡Madison! —bramó Barnabas, pero yo embestí las puertas con todas mis fuerzas y logré, a duras penas, atravesarlas a pesar de que no se hubiesen abierto lo suficiente para permitirme el paso. Llegué a otra estancia. Acababa de atravesar unas puertas. Era como si mi cuerpo no existiese. Había un señor gordo sentado a una mesa, quien se sobresaltó al oír el leve chirrido que emitieron los goznes de las puertas. Abrió sus ojillos de rata y suspiró. Me señaló con un dedo. —Se trata de un error —le espeté, preparándome para seguir mi camino a través de un tenebroso pasillo abovedado—. No estoy muerta. Sin embargo, la misteriosa sensación estaba volviendo a adueñarse de mí. Me sentí ingrávida y difusa. Estirada. Los sonidos me llegaban deformados, y una cortina gris comenzaba a empañarme la visión. A mis espaldas, Barnabas empujó las puertas y entró. Todo volvió a la normalidad como por ensalmo. Mis fuerzas dependían del amuleto. Tenía que conseguir uno para mí. —Sí que está muerta —corrigió él, que no se detuvo hasta que me agarró de la muñeca—. Esto es una alucinación. Ella no está aquí. Y yo tampoco. —¿De dónde habéis salido? —preguntó el tipo, con los ojos como platos—. ¿Cómo habéis entrado? Lucy entró dándole un golpetazo a las puertas que provocó que el tipo de la mesa y yo diésemos un respingo. —Madison, basta de tonterías. Tienes que ponerte en marcha. Aquello fue demasiado para el tipo de la mesa, que alargó un brazo para levantar el auricular del teléfono. Pese a mis intentos de zafarme, Barnabas seguía asiéndome de la muñeca. —¡Tengo que hablar con mi padre! —protesté, y él me empujó. —Nos vamos —dijo con ojos amenazadores—. Ahora mismo. Frenética, le di un pisotón. Barnabas aulló y, doblándose de dolor, me soltó la muñeca. Lucy se rió de él, y yo salí disparada por el corredor. «Intentad detenerme», pensé, pero, acto seguido, tropecé con algo grande, cálido y que desprendía un olor sedoso. Reculé, asustada, al reconocer a Seth. Tras intentarlo lanzando el coche por

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un terraplén, había conseguido matarme con una hoz que no causaba heridas. Era un caronte oscuro. Era mi muerte. —¿Por qué habéis venido dos? —inquirió mirando a Barnabas y a Lucy. La cadencia de su voz me resultaba familiar, pero, al tiempo, me hacía daño oírla. Además, el olor a mar se había podrido—. Muy bien —agregó, mirándome de nuevo—. Falleciste el día del aniversario de tu nacimiento. Dos carontes. Ay, ay, ay. Eres la reina del drama, Madison. Me alegra verte de pie. Es hora de irse. Apocada y aprensiva, me retiré. —No me toques. —¡Madison! —gritó Barnabas—. ¡Corre! Claro, pero sólo podía correr hacia la morgue. Lucy se colocó delante de mí con los brazos extendidos, como si se creyese capaz de detener a Seth con la sola fuerza de su voluntad. —¿Qué haces tú aquí? —le dijo con voz trémula—. Ella ya está muerta. No puede entregar el óbolo dos veces. Confiado, Seth se le acercó arrastrando los pies. —Yo he recibido su óbolo, como dices, así que puedo hacer con ella lo que me plazca. Barnabas palideció. —Vosotros nunca volvéis a buscarlos, vosotros... —en ese momento, se fijó en la piedra que colgaba del cuello de Seth—. Pero tú no eres un caronte oscuro, ¿verdad? Seth sonrió como si acabaran de contarle un chiste. —No. Soy un poquito más que eso. Algo a lo que no puedes enfrentarte. Márchate, Barnabas. Limítate a irte. De ese modo, no saldrás malparado. Impotente, miré a Barnabas. El comprendió que estaba aterrada y se envalentonó. —¡Barnabas! —chilló Lucy—. ¡No! Pero Barnabas se lanzó contra la oscura figura vestida de seda negra. Con horrible indiferencia, Seth le propinó una bofetada tal que hizo que Barnabas saliera despedido por el aire hasta chocar contra la pared. Resbaló hasta el suelo, inconsciente. —¡Corre! —insistió Lucy, empujándome hacia la morgue—. No te apartes del sol y cuídate de que te toquen los alas negras. Pediré ayuda. Alguien irá a buscarte. ¡Vete de aquí! —¿Cómo? —exclamé—. Él está taponando la única vía de salida.

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Seth volvió a moverse, esta vez para golpear a Lucy. Esta se derrumbó, de modo que sólo quedaba yo, ya que el tipo de la mesa debía de estar muerto o escondido en algún rincón. Me erguí en toda mi estatura —que no era mucha— y me alisé el vestido. La cosa iba de mal en peor. —Ella te estaba intentando decir —explicó Seth, con una voz a la vez conocida y ajena— que corrieras a través de las paredes. Tienes más oportunidades al sol, con los alas negras, que conmigo, bajo tierra. —Pero si no puedo... —dije, y en ese instante recordé lo ocurrido con las puertas. Las había atravesado, estaba segura. ¿En qué me había convertido? ¿En un fantasma? La sonrisa de Seth me heló la sangre. —Me alegro de verte, Madison, ahora que puedo... verte tal como eres —se quitó la máscara y la dejó caer. Su rostro era hermoso, como de piedra cincelada. Me lamí los labios y me quedé helada al acordarme de que lo había besado. Abrazándome el pecho, comencé a alejarme con el propósito de distanciarme lo bastante de la influencia de Lucy y Barnabas. De aquel modo, podría atravesar las paredes. Si aquel espantajo pensaba que podía hacerlo, sería porque era cierto. Seth, no obstante, me vigilaba de cerca. —Nos marcharemos juntos —dijo—. Nadie creerá que robé tu alma si no te llevo hasta ellos. Pero yo seguí reculando. Miré fugazmente a Barnabas y a Lucy, ambos tirados sobre las baldosas. —Prefiero quedarme aquí, gracias —le contesté. Topé con el muro, casi con el corazón en la boca. Se me escapó un chillido. Había salido del radio de acción de los amuletos, pero, aun así, no ocurría nada. Observé a Seth y vi la piedra negra que llevaba colgada. Eso lo explicaba todo. ¡Maldición! —No tienes alternativa —afirmó—. Yo te maté. Eres mía. Me sujetó por la muñeca. Me inundó una oleada de adrenalina, y me revolví. —Y una mierda —le espeté, tras lo cual le di una patada en la espinilla. Él gimió y se inclinó, pero seguía teniéndome presa. Pese a ello, había puesto el rostro a mi alcance y, tras cogerle del cabello, le aplasté la nariz de un rodillazo. Sentí los cartílagos romperse, y el estómago me dio un vuelco. Tras proferir una maldición en una lengua que me provocó un estremecimiento, me soltó y se cayó.

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Tenía que salir de allí. Y necesitaba estar en condiciones, o nunca lo conseguiría. Con el corazón en un puño, le quité el colgante, que me quemó la mano como si fuese fuego. Dispuesta a sufrir cuanto fuese necesario, lo apreté entre los dedos. Desde el suelo y con la cara ensangrentada, Seth me miraba sin salir de su asombro. Debía de pensar que se había dado de bruces con una pared transparente. —Madison... —Barnabas arañó el suelo. Su mirada, atenazada por el sufrimiento y perdida, miraba en mi dirección. —Corre —masculló. Con el amuleto de Seth en la mano, encaré el pasillo... y corrí.

—¡Papa! Junto a la puerta, abierta, agucé el oído para descubrir algo en el silencio que reinaba en la casa, pulcra y ordenada como le gustaba mantenerla a mi padre. Detrás de mí, una cortacésped zumbaba con los primeros albores de la mañana. El resplandor dorado corría por los suelos de madera y el pasamanos de la escalera que conducía al piso superior. Había llegado hasta allí en tacones, todavía ataviada con aquel vestido repugnante. Había sido objeto de las miradas de quienes se cruzaban conmigo. Me sorprendía no estar exhausta; el pulso acelerado se debía al miedo y no al esfuerzo. —¿Papá? Entré, y se me empañaron los ojos con la emoción cuando, desde el piso de arriba, me llegó la voz de mi padre, incrédula y agitada: —¿Madison? Subí por la escalera saltando los escalones de dos en dos, tropezando con la falda y sirviéndome de las manos, hasta llegar a la parte alta. Con un nudo en la garganta, corrí hasta el pasillo al que se abría la puerta de mi habitación. Mi padre estaba sentado en el suelo, entre cajas abiertas, todavía sin desempaquetar. Tenía el rostro avejentado y marcado por el dolor. Me quedé quieta, sin saber qué hacer. Me miró con los ojos muy abiertos, sin dar crédito a lo que veía. —Nunca vaciaste las cajas —susurró.

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Una lágrima cálida e imprevista me atravesó la mejilla. Al verlo en aquel estado me di cuenta de que necesitaba que yo le alegrase la vida. Nadie me había necesitado de aquel modo hasta entonces. —Lo... lo siento, papá —logré decir, presa de la impotencia. Suspiró. La emoción le iluminaba la cara. Se levantó de repente. —¿Estás viva? —me preguntó, jadeante, y, con un grito ahogado, me abandoné en sus brazos—. Me dijeron que habías muerto. ¿De verdad estás viva? —Estoy bien —respondí, entre sollozos, desahogándome al fin. Olía como el laboratorio en el que trabajaba, a aceites y tintas, y me pareció el olor más agradable del mundo. No podía dejar de llorar. Estaba muerta... o eso creía. Tenía el amuleto, pero el temor de no saber si podría quedarme con mi padre me carcomía por dentro—. Estoy bien —repetí, con la voz quebrada—. Pero ha habido un error. Medio riéndose, me apartó de él para poder observarme. Las lágrimas le brillaban en los ojos y me sonrió como si estuviese sonriendo por primera vez. —Estuve en el hospital —afirmó—. Te vi —el recuerdo de la impresión de la que hablaba se le atravesó en la expresión y, como si quisiera comprobar que yo era real, me pasó por los cabellos una mano temblorosa—. Pero estás bien. Intenté hablar con tu madre. Va a pensar que estoy loco. Más loco de lo normal. No pude dejarle un mensaje en el contestador diciéndole que habías tenido un accidente. Así que colgué. ¿Pero de verdad estás bien? El llanto apenas me dejaba respirar. Jamás perdería el amuleto. Jamás. —Perdóname, papá —le dije, llorando—. No debí irme con ese chico. Nunca. Perdóname. ¡Perdóname! —Está bien —volvió a abrazarme y comenzó a mecerme, pero yo lloré aún con más fuerza—. Tranquila. Estás bien —murmuró, acariciándome las mejillas. Sin embargo, él no sabía que estaba muerta. De pronto, tras reflexionar un segundo, mi padre contuvo la respiración y retrocedió un paso. El frío que me invadió mientras él me observaba de arriba abajo hizo que dejara de llorar con un último sollozo. —Estás perfectamente —indicó, maravillado—. No tienes ni un rasguño. Sonreí, nerviosa, y él dejó caer los brazos. —Papá, tengo que contarte muchas cosas. Yo... Algo rascó la puerta. Mi padre miró en aquella dirección, y yo me volví para ver a Barnabas junto a un hombrecillo vestido con una indumentaria suelta, semejante a la que se estila en las artes marciales, aparatosa y nada funcional. Era de tez morena, delgado y nervudo, y sus facciones trazaban ángulos marcados. Tenía los ojos de co-

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lor castaño oscuro, rodeados de arrugas, y los rizados cabellos blanqueados en las sienes. —Discúlpenme —dijo mi padre, colocándose a mi lado—. ¿Han traído ustedes a mi hija a casa? Muchas gracias. No me gustó la expresión de Barnabas, y tuve que hacer un verdadero esfuerzo para no esconderme detrás de mi padre. Todavía me rodeaba con un brazo y yo no quería apartarme de él por nada del mundo. Maldición. Deduje que Barnabas había venido con su jefe. Yo deseaba quedarme como fuera. Dios, no quería estar muerta. ¡No era justo! El hombre de tez morena adoptó una expresión arrepentida. —No —dijo con voz vigorosa—. Ha llegado aquí por sus propios medios. No imagino cómo. Me froté los ojos, asustada. —Ellos no me han traído a casa —le expliqué a mi padre con nerviosismo—. No los conozco. He visto al más joven —agregué—, pero no al otro. Sin embargo, mi padre trató de mostrarse imparcial con una sonrisa de circunstancias. Deseaba comprender lo ocurrido. —¿Vienen del hospital? —les preguntó, y luego su expresión se endureció—. ¿Quién es el responsable de que se me haya comunicado el fallecimiento de mi hija? Este error le va a costar muy caro. Barnabas se encorvó un poco, y su jefe inclinó la cabeza para mostrar su acuerdo. —Tiene usted toda la razón, señor. Recorrió la estancia con la mirada, fijándose en las paredes pintadas de rosa, en los muebles blancos y las cajas repletas de enseres. Habían dado conmigo, y yo no conocía sus propósitos. Dado que mi vida había terminado de un modo tan abrupto, me había convertido en algo parecido a mi habitación: las cosas estaban allí, pero metidas en cajas. Además, resultaría sencillo volver a cerrar las cajas y guardarlas en un armario, evitando, con ello, que lo que había en su interior saliese al mundo y se realizara. Aún me quedaba mucha vida por delante. Me tensé al verlo entrar en mi habitación, alzando una mano delgada con intención apaciguadora. —Tenemos que hablar, jovencita —me dijo. Me quedé fría. Dios. Quería que me fuese con ellos. Apreté el amuleto, y mi padre me abrazó con más fuerza. Había leído el miedo en mis ojos y captaba que algo iba mal. Se adelantó para protegerme de los recién llegados.

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—Madison, llama a la policía —me ordenó, y yo alargué una mano en busca del teléfono que estaba en la mesilla de noche. Eso sí que lo había sacado de la caja. —No se apure. Sólo será un momento —adujo el hombre. Agitó la mano de un modo extraño, como si fuese un personaje de ciencia ficción. Al instante, el tono de la línea telefónica se cortó, y la cortacésped dejó de zumbar. Pasmada, miré el teléfono y luego a mi padre, que estaba de pie, frente a los dos hombres. No se movía. Me temblaron las rodillas. Tras devolver el auricular del teléfono a su sitio, me concentré en mi padre. No había nada raro. Excepto, claro, por su inmovilidad. El superior de Barnabas suspiró. «Mierda y gusanos podridos», pensé, aterrada. No iba a ser tan sencillo. —Dejadle en paz —les dije, conmocionada—. O haré que... haré que... Los labios de Barnabas se crisparon, y su jefe alzó las cejas. Tenía los ojos de color azul grisáceo, pero, por alguna razón, habría dicho que eran marrones. —¿Qué vas a hacer? —preguntó, plantándose sobre la alfombra con los brazos cruzados. Miré a mi padre, que seguía como antes. —Gritar, por ejemplo —afirmé. —Adelante. Nadie va a oírte. Tu grito transcurrirá tan rápido que ningún oído podrá captarlo. Tomé aire preparándome para cumplir mi amenaza, y él sacudió la cabeza. No pude retener la respiración por más tiempo y vacié los pulmones, pero, cuando lo vi venir hacia mí, volví a hincharlos. Sin embargo, él se olvidó de mí, tomó una silla y se sentó apoyando los codos sobre las rodillas. Era una estampa extraña para encontrársela entre mis cosas, en mi habitación. —¿Por qué todo tiene que ser tan complicado? —lamentó a media voz, toqueteando mis cebras de porcelana—. ¿Es esto una broma? —inquirió mirando el techo—. ¿Te lo estás pasando en grande, verdad? Seguro que te estás divirtiendo de lo lindo. Eché un vistazo a la puerta, y Barnabas me previno con un gesto. Bien. También estaba la ventana... aunque, con aquel vestido, era probable que me matase. Sin embargo, ya estaba muerta, ¿no? —¿Mi padre está bien? —pregunté, atreviéndome a tocarle el codo.

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Barnabas asintió, y su jefe volvió a posar los ojos sobre mí. Contrayendo el gesto como si estuviese tomando una decisión, extendió una mano. Yo la miré, pero no le correspondí con la mía. —Es un placer conocerte —dijo, impertérrito—. Madison, ¿verdad? A mí todos me conocen por Ron. Tardó un rato en bajar la mano. Volvía a tener los ojos de color marrón. —Barnabas me ha contado lo que hiciste —explicó—. ¿Me lo enseñas? Inquieta, solté el brazo de mi padre. Todo aquello era... horripilante, como si el mundo se hubiese detenido, pero, claro, teniendo en cuenta que yo estaba muerta, el hecho de que mi padre se hubiese quedado petrificado no tenía demasiada importancia. —Enseñarte ¿qué? —La piedra —respondió Ron, y el matiz de ansiedad que percibí en su voz me puso en guardia al instante. Pretendía quedársela, la piedra, lo único que me mantenía viva. O, al menos, medio viva. —Me parece que no —repuse, tomando nota del valor del objeto al ver la expresión alarmada de Ron. La sujeté con la mano y palpé su fría superficie. —Madison —dijo—. Sólo quiero echarle una ojeada. —¡No, la quieres para ti! —estallé—. Esa piedra es lo que me permite estar aquí, y no quiero morir. Vosotros habéis montado este lío. ¡Yo no iba a morir! ¡Es culpa vuestra! —Sí, pero resulta que estás muerta —afirmó Ron, extendiendo una mano ante mis bufidos—. Déjame verla. —¡No pienso perderla! —grité, y el miedo se instaló en la mirada de Ron. —¡No, Madison! ¡No digas eso! —bramó, abalanzándose sobre mí. Con la piedra bien apretada en la mano, me aparté de la escasa protección que me ofrecía el cuerpo de mi padre. —¡Es mía! —chillé, tropezando contra la pared. Consternado, Ron se detuvo. Las cosas parecían haberse equilibrado, para variar. —Madison —murmuró—. Te estás equivocando. Sin saber por qué se había parado, lo miré, y después me tensé al notar que un estremecimiento me le corría de parte a parte. Un frío helado nacido de la mano y la piedra se propagó por todo mi cuerpo y me agarrotó los miembros. Era como si me estuviera electrocutando. Oía los latidos de mi corazón, que nacían bajo la piel y

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llenaban el espacio hasta... el infinito. Tan sólo un instante después, la sensación dio marcha atrás, y noté una oleada cálida que contrarrestaba el frío... hasta que todo se detuvo. Me quedé sin respiración, quieta y apoyada en la pared, con el corazón encogido. La expresión de Ron era de desasosiego, de frustración. Noté un cambio en el amuleto. Sentía que irradiaba pequeñas chispas e, incapaz de hacer otra cosa, abría la mano y lo contemplé. Me quedé con la boca abierta. No era el mismo amuleto. —¡Mirad! —dije estúpidamente—. Es distinto. Con los hombros caídos, Ron se dejó caer en la silla profiriendo murmullos ininteligibles. Estupefacta, dejé que el amuleto cayese hasta donde se lo permitía la longitud de la cadena. En el momento de arrebatárselo al caronte oscuro, era una piedra sencilla, gris, pulida como un canto rodado. Pero se había vuelto completamente negra, un punto vacío colgado de la cadena. Y la cadena, que emitía una luz plateada que colmaba la estancia, había sido, en origen, un cordón negro. Mierda. Tal vez lo hubiese estropeado. Sin embargo, era hermoso. ¿Cómo iba a estar estropeado? —No tenía este aspecto cuando llegó a mis manos —dije, y la mirada de tristeza que me dirigió Ron me dejó paralizada. Tras él, Barnabas, lívido y atento, presenciaba la escena casi con terror. —Qué perspicaz —juzgó Ron con amargura—. Teníamos la esperanza de que esto tuviese un final feliz, pero nada de eso, lo querías para ti. Pues ahora es tuyo —nuestras miradas se encontraron, y la suya destilaba ironía y repugnancia—. Felicidades. Dejé caer la mano. El amuleto era mío. Había dicho que era mío. —Era la piedra de un caronte oscuro —señaló Barnabas, y capté el miedo que había en su voz—. Quien la tenía no era un caronte, pero tenía la piedra. ¡Ahora se ha convertido en un caronte oscuro! —Oye, espera —le dijo Ron. —¡Es un caronte oscuro! —gritó Barnabas y, para mi sorpresa, extrajo de su camisa una hoz igual a la de Seth. Se situó entre Ron y yo de un salto. —¡Barnabas! —bramó Ron, apartándolo de una bofetada—. No es un caronte negro, ¡estúpido! Ni tampoco un caronte blanco. Claro que no. Es humana, aunque esté muerta. ¡Y guarda eso antes de que lo convierta en óxido! —Pero la piedra es la de un caronte oscuro —protestó Barnabas—. Yo la vi. —¿Y de quién es culpa que ella conozca la naturaleza del amuleto, Barnabas? —se mofó Ron, y Barnabas, bajando la cabeza con evidente vergüenza, se dio por vencido.

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Yo seguía arrinconada y con el corazón en un puño, aferrando la piedra con tanta fuerza que me dolían los dedos. Ron nos dedicó a ambos una mirada cargada de desprecio. —No es la piedra de un caronte negro a no ser que haya un caronte negro lo bastante poderoso para dejar pruebas físicas de su existencia o... —explicó, alzando una mano para indicarle a Barnabas que no lo interrumpiese— que tenga una razón para volver a por el alma de alguien a quien haya eliminado. Lo que ella tiene es algo mucho más importante que una piedra de un caronte negro, y vendrán a recuperarlo. No lo dudes. Genial. Era lo que me faltaba. Barnabas recuperó la compostura, aunque el miedo y la preocupación seguían presentes en su expresión. —Dijo que no era un caronte, pero pensé que nos tomaba el pelo. Pero si no es un caronte, entonces ¿qué es? —Todavía no lo sé. Pero se me ocurren algunas ideas. Que Ron admitiese su ignorancia en aquel punto fue peor que cualquier otra cosa que hubiese podido decir. El miedo se me aposentó en las entrañas y me sacudió un escalofrío. Mirándome, Ron suspiró. —Tendría que haberlo previsto —murmuró, tras lo cual, dirigiéndose al cielo, añadió—: ¿No te parece que ya es suficiente? Su voz reverberó por la estancia acentuando el vacío en que se envolvía el mundo. Tras recordar que aquellos dos seres no eran humanos, miré a mi padre, tan inmóvil como un maniquí. No irían a hacerle daño, ¿verdad? ¿Ni siquiera para tapar el error que habían cometido conmigo? —Qué se le va a hacer —convino Ron a media voz—. Intentaremos adaptarnos a la situación lo mejor que sepamos. Se levantó profiriendo un sonoro suspiro. Al ver que se ponía en movimiento, salí de mi rincón para defender a mi padre. Ron observó la mano que yo acababa de levantar con una indiferencia total. —No voy a ninguna parte —le dije, plantada delante de mi padre como si, en verdad, pudiera protegerlo—. Y tú no vas a hacerle nada a mi padre. Tengo una piedra. Tengo un cuerpo. ¡Estoy viva! Ron me miró a los ojos. —Tienes una piedra, pero no sabes usarla. Y no estás viva. No te aconsejo que te mientas a ti misma. Sin embargo, dado que tienes la piedra y ellos tienen tu cuerpo... Miré a Barnabas y, por su gesto de intranquilidad, supe que aquello era cierto.

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—¿Seth? ¿El tiene mi cuerpo? —pregunté, repentinamente amedrentada—. ¿Por qué? Ron se me acercó y me puso una mano en el hombro. Di un respingo. Era cálida, y pude notar su buena disposición... aunque, claro, no tenía capacidad para serme de ayuda. —Para evitar que hagas el tránsito y que, en consecuencia, puedas cedernos a nosotros la piedra —respondió con ojos apenados—. En tanto estén en posesión de tu cuerpo, tú tendrás que permanecer aquí. Esa piedra tuya tiene que ser muy poderosa. Se ha transformado para adaptarse a tu condición de mortal. No conozco muchas piedras con la misma capacidad. Por lo general, cuando un humano reclama para sí una piedra, ésta lo desintegra. Me quedé con la boca abierta. Ron, a su vez, hizo un gesto de asentimiento. —Adjudicarse lo divino no siendo divino es un modo infalible de lograr que tu alma se convierta en polvo. Cerré la boca y luché por mantener la calma. —Si la piedra cayese en nuestras manos —explicó Ron—, es probable que ellos queden en desventaja. Pero en este momento la piedra está en el limbo, como tú... y no es más que una moneda apoyada en el canto, dando vueltas sobre sí misma. Retiró la mano. Me sentí más sola y, pese a superarlo en altura, también más pequeña. —Mientras conserves tu parte corporal, ellos tienen posibilidades de encontrarte —concluyó, y se acercó a la ventana, desde la que contempló un mundo casi detenido. —Pero Seth sabe dónde estoy —le indiqué, confusa, y Ron se dio la vuelta con lentitud. —Saben dónde estás físicamente, pero se marchó de aquí llevándose tu cuerpo con bastantes prisas. Hizo el tránsito sin contar con una piedra con la que registrar el momento en el que te encuentras. Será difícil que vuelva a encontrarte. En especial, si no haces nada que pueda llamar la atención. La señora Anonimato. Sí, eso sí podía hacerlo. Sin problemas. Me dolía la cabeza y, tras cruzarme de brazos, intenté comprender lo que Ron acababa de decirme. —Pese a todo, acabará por llegar hasta ti. Y por recuperar esa piedra negra, desde luego. ¿Qué pasará entonces? —sacudiendo la cabeza, Ron regresó a la ventana, y la luz del exterior bañó de oro el perfil de su figura—. Son capaces de todo, de lo terrible, de lo inimaginable, con tal de perpetuarse.

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Seth tenía mi cuerpo. Me sentí palidecer. Viéndolo, Barnabas carraspeó para llamarle la atención a Ron, quien me miró y parpadeó como si entendiese las consecuencias de sus palabras. —En fin, puedo estar equivocado —dijo, sin que ello me alegrara demasiado—. A veces me pasa. Se me aceleró el pulso y el pánico me sacudió. Antes del accidente, Seth había dicho que yo era su salvoconducto para una corte más alta. No era que me quisiese muerta. Me quería a mí. Tampoco la piedra que le había robado, sino a mí. Abrí la boca para contárselo a Ron, pero, de repente, asustada, cambié de opinión. Barnabas interpretó que mi conmoción se debía a que les estaba ocultando algo, pero Ron ya había comenzado a cruzar la habitación y le hacía gestos para que saliese. En silencio y meditabundo, Barnabas se retiró hasta el vestíbulo, tal vez con la preocupación de que mi ocultamiento le trajese más problemas. Me invadió una sensación de alarma. ¿No iban a marcharse, verdad? —Lo único que podemos hacer ahora —afirmó Ron— es mantenerte como estás hasta que descubramos el modo de disolver la influencia que la piedra ejerce sobre ti sin que ello implique la destrucción de tu alma. —Pero si acabas de decir que no me puedo morir —protesté. ¿Adonde se estaban yendo? ¿Y si volvía Seth? Ron se detuvo en el umbral de la puerta. Barnabas se quedó detrás de él, barruntando su preocupación por una mera chica de diecisiete años. —No vas a morirte, porque ya estás muerta —dijo Ron—. Sin embargo, pueden pasarte cosas peores. «Genial», pensé mientras recordaba el baile con Seth, los besos que me había dado, la sensación de romperle la nariz con la rodilla y la mirada de odio que me había lanzado. «Lo que te queda por delante, Madison.» No sólo había echado a perder mi reputación en el nuevo instituto, sino que había insultado al mismísimo ángel de la muerte. Estaba en su punto de mira. —¿Barnabas? —dijo Ron, sacándome de repente de mi ensimismamiento. —¿Sí? —respondió Barnabas, también él tomado por sorpresa. —Felicidades. Acabas de ser ascendido a ángel de la guarda. Barnabas se quedó horrorizado. —Eso no es un ascenso. ¡Es un castigo! —En parte es culpa tuya —repuso Ron con una voz ruda que desentonaba con la sonrisa que me estaba dirigiendo—. O más que en parte, quizá —adoptó una expresión adusta—. Cumple con tus obligaciones. Y no la tomes con ella.

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—¿Y Lucy? ¡La responsabilidad era suya! —protestó con una rebeldía que lo hacía parecer más joven. —Madison tiene diecisiete años —le indicó Ron con un tono de voz que no admitía réplica—. Los diecisiete son tu campo. Es pan comido —se volvió con los brazos en jarras—. Además de tu condición de caronte blanco, ejercerás de ángel de la guarda a cargo de Madison. Imagino que el asunto estará solventado en el plazo de un año —su mirada se tornó distante—. Ya sea de un modo u otro. —¡Pero...! —objetó Barnabas, que tropezó con la pared del vestíbulo cuando Ron, dirigiéndose hacia las escaleras, lo apartó de en medio. Yo los seguí, incrédula. ¿Iba a tener un ángel de la guarda?—. ¡Pero no es posible! —insistió, haciéndome sentir como una carga indeseable—. ¡No puedo hacer mi trabajo y cuidar de ella al mismo tiempo! ¡Si me alejo demasiado, la apresarán! —Entonces haz que te acompañe cuando salgas a trabajar —resolvió Ron, descendiendo por la escalera—. Es necesario que aprenda a utilizar esa cosa. Aprovecha tu tiempo libre, que, por lo que sé, no te falta, para enseñarle algo. Además, no tendrás que preocuparte de que siga viva. Se trata solamente de que no abandone el limbo. Espero que esta vez hagas un buen trabajo —afirmó. Barnabas farfulló algo, y Ron me dedicó una sonrisa atribulada. —Madison —me dijo con intención de despedirse—. No te separes de ese colgante. Te protegerá de algún modo. Si te lo quitas, los alas negras podrán encontrarte, y los carontes oscuros nunca se alejan demasiado de los alas negras. Los alas negras. Ya era la segunda vez que oía aquellas palabras que, de por sí, bastaban para convocar en mi mente pensamientos funestos. —¿Los alas negras? —pregunté. Ron se detuvo en el último escalón. —Buitres inmundos, apartados de la creación. Captan el olor de las muertes erróneas antes de que ocurran e intentan robar un pedazo del alma olvidada. No permitas que te toquen. Pueden percibir tu presencia, dado que estás muerta, pero con esa piedra creerán que eres un caronte y te dejarán en paz. Asentí con fruición. Mantenerme lejos de los alas negras. Comprendido. —¡Crono! —rogó Barnabas, mientras Ron volvía a ponerse en movimiento—. Por favor. ¡No me hagas esto! —Busca un poco de viento y sácale todo el partido que puedas —murmuró Ron, acercándose a la puerta principal—. Es sólo un año. Se internó en el chorro de luz solar que entraba por el umbral. Y desapareció, no de repente, sino poco a poco, internándose en la luz. El ambiente de la casa pareció reanudarse, y la cortacésped volvió a funcionar en la distancia.

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Respiré. El mundo había recomenzado su devenir y los pájaros cantaban, el viento soplaba y en algún lugar sonaba una radio. Estaba perpleja. —¿Qué ha querido decir con eso? —le pregunté a Barnabas—. ¿Un año es todo lo que me queda? Él me miró de arriba abajo, molesto. —¿Cómo voy a saberlo? —¿Madison? ¿Eres tú? —oí decir a mi padre con voz sobresaltada, desde mi habitación. —¡Papá! —exclamé, y, en cuanto lo vi aparecer, corrí hacia él. Me recibió con un abrazo, feliz. Miró a Barnabas con una sonrisa. —Tú debes de ser el chico que anoche trajo a Madison a casa. Seth, ¿no? «¿Qué está pasando?», me pregunté, pasmada. Él ya conocía a Barnabas. Y además, ¿qué había sido de su ira protectora? ¿Cómo se había convertido en padre simpático en tan poco tiempo? ¿Ya no se acordaba del accidente? ¿O del hospital? ¿O del coche destrozado? ¿Y de que yo estuviese muerta? Barnabas, hasta entonces con una actitud un tanto avergonzada, se recompuso para lanzarme una mirada reprobatoria con la que me recomendaba cerrar la boca. —No, señor. Soy Barnabas, uno de los amigos de Madison. Anoche también estuve con ella, después de que Josh se marchase. Me alegro de conocerle, señor. Sólo he venido a... a ver si a Madison le apetecía hacer algo. Mi padre estaba orgulloso porque yo hubiese hecho un amigo sin su ayuda, pero, por encima de todo, estaba confuso. Tras carraspear como si estuviese meditando la manera de tratar al primer amigo de su hija que él tenía oportunidad de conocer, optó al fin por darle la mano. Yo me quedé asombrada, mirándolos mientras se saludaban de aquel modo. Barnabas se encogió ligeramente de hombros, y eso me bastó para empezar a relajarme. Por lo visto, los últimos acontecimientos habían sido eliminados de la mente de mi padre y sustituidos por el recuerdo de una noche sin contratiempos. ¿Qué más podría pedir una adolescente? En fin, lo único que debía hacer consistía en descubrir cómo lo había hecho Ron. Vamos, por si me hacía falta en el futuro. —No habrá nada de comer por aquí, ¿verdad? —dijo Barnabas, rascándose la nuca con una mano—. Tengo un hambre de lobo. Como por arte de magia, mi padre, decidido a agradar al supuesto recién llegado, sugirió que tomáramos unos gofres y se apresuró a ir a buscarlos. Barnabas iba a seguirlo, pero yo lo retuve por el brazo. —Así que, entonces, lo que ocurrió ayer fue que Seth me trajo a casa y que luego estuve viendo la tele, ¿no? —sugerí, ansiosa por saber en qué iba a consistir mi coar-

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tada. Él asintió—. ¿Y no ha habido ningún accidente de coche? —agregué—. ¿Hay alguien que se acuerde de lo ocurrido ayer por la noche? —Nadie que esté con vida —respondió él—. Ron invierte mucho tiempo en atar todos los cabos sueltos. Debes de haberle caído bien —miró la piedra que yo llevaba colgada del cuello—. O, tal vez, se ha enamorado de esa preciosa piedra tuya. De nuevo nerviosa, lo dejé marchar, y él corrió detrás de mi padre, quien ya se encontraba en la cocina, preguntándonos a voz en grito si Barnabas iba a quedarse a desayunar. Me alisé el vestido, me pasé una mano por los cabellos y fui andando hacia la cocina con pasos lentos y cautelosos. Todo me resultaba muy raro. Un año. Al menos tenía un año. Podría ser que no estuviese viva, pero lo cierto era que tampoco me iba a morir. Descubriría cómo usar la piedra y me quedaría en el lugar al que pertenecía: mi casa, junto a mi padre. Lo tenía claro.

Inquieta, me senté en el tejado para lanzarle piedras a la noche y, de paso, reflexionar un poco. No estaba viva, pero tampoco había muerto del todo. Como me había temido, un cuidadoso interrogatorio efectuado a mi padre había revelado que además de haber olvidado la visita al hospital, no sabía nada del accidente. Creía que había plantado a Josh al darme cuenta de que era un impresentable, que había vuelto a casa con Seth y Barnabas, y que, fiel a mis costumbres, me había pasado la noche pegada al televisor. Por otra parte, no le hacía ninguna gracia que hubiese estropeado el disfraz de alquiler. A mí me había hecho menos gracia que restase de mi paga el dinero para pagarlo, pero no se me había ocurrido quejarme. Allí estaba yo, más o menos viva, y eso era lo importante. Le había costado dar crédito a mi sumisa aceptación del castigo y, tras digerirlo, me había dicho que me estaba haciendo mayor. Ah, si él supiera. Había dedicado el día a observar a mi padre y, además, había desempaquetado mis cosas y las había colocado en sus cajones y estantes correspondientes. Me daba la impresión de que él sabía que algo no encajaba, pero nada más. No había dejado de vigilarme en ningún momento, y su constante ir y venir desde la cocina a mi habitación para traerme chucherías y refrescos había llegado a hartarme. Más de una vez había descubierto en su cara una expresión de terror, que ocultaba al adivinar que le estaba mirando. La cena había consistido en una forzada conversación sobre chuletas de cerdo y, tras picotear del plato durante veinte minutos, me había disculpado diciendo que la fiesta de la noche anterior me había dejado baldada.

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Sí. Tendría que estar cansada, pero no lo estaba. Por el contrario, eran las dos de la mañana y me encontraba en el tejado, lanzando piedras al vacío, cuando debería estar en la cama. Tal vez ya no necesitara dormir. Para relajarme, arranqué otro trozo de alquitrán de entre las tablillas y lo lancé a la chimenea. Golpeó el metal con un sonoro tintineo y, tras rebotar, se precipitó en la oscuridad. Me arrastré por la lisa superficie del tejado para sentarme un poco más arriba y luego me coloqué los vaqueros en su sitio. Una leve inquietud comenzó a extendérseme por el cuerpo, desde las puntas de los dedos, a modo de hormigueo, hasta el interior más hondo, en donde cobró mayor intensidad. Me asaltó de pronto la sensación de estar siendo observada y, con un grito ahogado, me di la vuelta en el momento en que Barnabas se dejaba caer desde el árbol que se arqueaba sobre el tejado. —¡Oye! —grité mientras él aterrizaba en el tejado y se agachaba como un gato—. Podrías haberme avisado. Se irguió con los brazos en jarras. Su figura resplandecía con una luz trémula procedente de la luna, y su expresión indicaba exasperación. —Si hubiese sido un caronte negro, ahora estarías muerta. —Sí, claro, pero es que ya estoy muerta, ¿no es cierto? —repuse, tirándole una piedra. Erré el disparo por muy poco, pero él no se movió—. ¿Qué quieres? —le pregunté con hosquedad. En lugar de contestarme, se encogió de hombros y miró hacia el este. —Quiero saber qué es lo que no le has contado a Ron. —¿Cómo? Imperturbable, cruzó los brazos y me miró fijamente. —Seth te dijo algo en ese coche. Fue la única situación en la que yo no estuve vigilando. Quiero saber qué te dijo. Podría ser lo que incline la balanza entre que sigas adelante con esta farsa de estar viva o que seas conducida a una corte oscura — sus gestos se tornaron severos y airados—. No voy a cometer un nuevo error contigo. Tú ya eras importante para Seth antes de robarle la piedra. Por ese motivo fue hasta la morgue a buscarte. Quiero saber por qué. Observé la piedra, en la que refulgían los rayos de la luna, y después me miré los pies. La pendiente del tejado me hacía daño en los tobillos. —Dijo que mi nombre había sido mencionado en muchas ocasiones, y que se proponía robar mi alma. Barnabas se sentó bastante lejos de mí.

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—Eso ya lo ha hecho. Estando muerta, has dejado de ser una amenaza. ¿Por qué volvió a por ti? Más tranquilo y cómodo, Barnabas me miró y me pareció entrever la luna en sus ojos. —¿Qué razón se te ocurre a ti? —le pregunté con ánimo de confiar en él. Necesitaba hablar con alguien, pero lo que tenía que contar me impedía llamar a mis antiguas amistades y hablarles como si tal cosa, de estar muerta, por ejemplo. Barnabas titubeó. —No lo sé, pero creo que es mejor que me lo cuentes tú. Tomé aire y me dispuse a hablar. —Dijo que el ponerle fin a mi patética vida iba a permitirle entrar en una corte más alta. Volvió para poder demostrar que me había... eliminado. Esperé a oír su respuesta, pero ésta no se produjo. Después de un rato, cansada de aquel silencio, alcé la vista y me encontré con los ojos de Barnabas, que me escudriñaban como si ello sirviese para desentrañar el verdadero sentido de mis palabras. Tras quedar claro que no sabía qué pensar, dijo: —Opino que tendrás que quedarte con la piedra un tiempo. No sé qué habrá querido decir con eso. Tal vez nada. Olvídalo. Emplea el tiempo en intentar adaptarte. —Sí—dije con una risotada sarcástica—. Cambiarse de instituto implica una gran labor de adaptación. —Me refería a pasar desapercibida en el mundo de los vivos. —Ah. Fantástico. Iba a aprender a adaptarme, pero no al nuevo instituto, sino al mundo de los vivos. Fenomenal. Recordé de pronto la desastrosa cena con mi padre, y me mordí el labio. —Oye, Barnabas, ¿debo comer o no? —Claro. Siempre que quieras. Yo no como casi nunca —dijo con algo semejante a la melancolía—. Si eres como yo, te aseguro que nunca tendrás hambre. Me coloqué los mechones de cabello rebeldes tras las orejas. —¿Y dormir? Sonrió. —Inténtalo. Yo jamás lo consigo, a no ser que me venza el aburrimiento.

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Volví a desprender un fragmento de alquitrán de entre las tablillas y lo lancé, una vez más, contra la chimenea. —¿Y cómo es posible que no tenga que comer? —inquirí. Barnabas me miró. —Esa piedra te está dando energía que tú estás absorbiendo, que estás tomando. Ten cuidado con los videntes. Creerán que estás poseída. —Mmm —murmuré, meditando si debía preguntarle qué debía hacer respecto a la iglesia. Claro que, como en la iglesia estaban bastante equivocados con la muerte, era probable que no supiesen tanto como creían. Suspiré. Me encontraba sentada en el tejado de mi casa junto a un caronte blanco... mi ángel de la guarda. ¿Sería posible que mi vida —o, más bien, que mi muerte— pudiera torcerse aún más? Palpé con cuidado la piedra que, de algún modo, me permitía existir, preguntándome qué iba a hacer yo a partir de aquel momento. Ir al instituto. Estudiar. Estar con mi padre. Buscarle un sentido a lo que hacía y a mi identidad. Concretando: si se exceptuaba lo de no comer ni dormir, no iba a ser tan distinto de mi vida anterior. Por una parte, había un caronte negro que quería raptarme. Pero también estaba mi ángel de la guarda. Fuera como fuese, la vida continuaba, aunque yo hubiese dejado de formar parte de ella. Barnabas se puso en pie de un salto. Sobresaltada, levanté la mirada para ver qué se proponía. —Vamos —dijo, extendiendo una mano—. No tengo nada que hacer esta noche y estoy aburrido. ¿No tendrás vértigo, no? Mi primer pensamiento fue: «¿Vértigo?». Y el segundo: «¿Vamos adonde?». Sin embargo, lo que dije fue algo diferente y bastante anodino. —No puedo. Estoy castigada hasta que haya pagado el disfraz. No puedo poner un pie fuera de la casa si no es para ir al instituto. Pese a ello, sonreí y permití que me ayudara a levantarme. Si Ron era capaz de hacer que mi padre olvidara que su hija había muerto, seguramente Barnabas lograría borrar de su memoria que me había escapado de casa durante un par de horas. —Comprendo. No puedo ayudarte en lo del castigo, pero, en todo caso, no vas a poner el pie en ningún sitio. —¿Qué? —balbucí, y me enderecé al ver que se colocaba detrás de mí—. ¡Oye! — grité, al comprobar que me rodeaba con un brazo. Mis ganas de protestar cesaron cuando nos ciñó una sombra gris, una sombra palpable, que olía como la almohada de plumas de mi madre. Barnabas me sujetó

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con más fuerza, la gravedad se invirtió y dejé de tener los pies en el suelo. Me quedé sin aire. —¡Vaya! —grité, mientras el mundo se extendía por debajo de nosotros, en tonos oscuros y plateados—. ¿Tienes alas? Barnabas se rió y, mientras mi estómago se estremecía, subimos más alto. Tal vez... tal vez no lo fuese a pasar tan mal, después de todo.

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VERDADES

Michele Jaffe

—Siento que no sea un final demasiado novelesco —dijo el hombre que la estaba estrangulando con ambas manos, sonriendo y mirándola. —Ya que vas a asesinarme, ¿te importaría acabar de una vez? Está siendo desagradable. —¿Te refieres a lo que te hago con las manos? ¿O tiene que ver con la sensación de que fracasas... —No estoy fracasando. —… una vez más? Ella le escupió en la cara. —Sigues teniendo agallas. Eso es lo que admiro de ti. Creo que tú y yo habríamos llegado lejos, pero, por desgracia, ya no hay tiempo para eso. Ella presentó batalla una última ocasión, arañándole las manos con que le atenazaba el cuello, los antebrazos, cualquier parte de su cuerpo, pero él no se inmutó. Desesperanzada, dejó caer las manos. Él se le acercó tanto que ella pudo olerle el aliento. —¿Unas últimas palabras? —Pues sí: Listerine contra el mal aliento. Te hace mucha falta. El se rió y le presionó el gaznate hasta que se le cruzaron las manos. —Adiós. Por un segundo, ella sintió que la mirada de su ejecutor le quemaba los ojos. Después, oyó un fuerte chasquido y, mientras las tinieblas la envolvían, notó que se desplomaba.

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OCHO HORAS ANTES

Las chicas sexis saben que el silencio puede ser oro puro... aunque sólo durante cuatro segundos. Si se alarga más, entonces es que no vas por el buen camino —leyó Miranda, frunciendo el entrecejo—. Si notas que el tiempo se te escapa de las manos, ¡hazle una oferta! Un simple "¿Te apetecen unos frutos secos?" acompañado de una sonrisa servirá para romper el hielo en un segundo. Recuerda: «estar sexy es ser sexy.» Con profunda desconfianza, Miranda estaba leyendo las primeras páginas de Cómo conseguir un chico ¡y besarlo! Apoyada en el costado de la limusina de color negro aparcada en la zona de carga y descarga del aeropuerto municipal de Santa Bárbara, una tarde de junio, recordó la emoción que le había provocado encontrar aquel libro en la librería. Parecía el sueño de vivir felices y comer perdices convertido en libro —¿quién no querría aprender «los cinco gestos faciales que te cambiarán la vida» o «los secretos del tantra de la lengua que sólo los expertos conocen»?—, pero, tras haber hecho todos los ejercicios, no estaba demasiado convencida del poder transformador de la Sonrisa Encantadora ni de pasarse media hora al día chupando una uva. No era la primera vez que un libro de autoayuda le salía rana —No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy y Haz una amistad verdadera habían sido auténticos fracasos— y, sin embargo, en aquella ocasión le resultó deprimente, dadas las grandes esperanzas que le había inspirado en un principio. Otro motivo consistía en que, como su mejor amiga, Kenzi, había observado hacía poco, cualquier estudiante de último curso del instituto que pretendiese ligar del mismo modo que Miranda, estaba pidiendo ayuda a gritos. Lo intentó con otro pasaje. «Plantéale una de sus preguntas eligiendo otras palabras y añadiéndole el toque de insinuación que da levantar una ceja. O, mejor aún, ¡mete la directa y atrévete con una indirecta! Tú: "¿No estás mareado?". El: "No, ¿por qué?". Tú: "Porque te has pasado el día dándome vueltas en la cabeza". Si los mareos no van contigo, prueba con lo siguiente; ¡nunca falla! Tú: "¿Llevas puesto el pantalón de astronauta?". El: "¿Cómo?". Tú: "Es que tienes un culo que se sale de órbita"...» —Hola, señorita Kiss.

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Miranda alzó la mirada y descubrió ante sus ojos la barbilla partida y la cara bronceada del sargento Caleb Reynolds. Debía de estar muy distraída para no haber oído los latidos de su corazón cuando se le acercó. Eran inconfundibles, con un pequeño retintín al final semejante al del un, dos, tres, chachachá (había aprendido el ritmo del chachachá en ¡Bailar es fácil!, otra experiencia de autoayuda con final catastrófico). Seguro que iba a tener problemas cardiacos al llegar a la vejez, pero, a sus veintidós años, dicho fenómeno no parecía impedirle ir al gimnasio, a juzgar por sus pectorales, bíceps, hombros, antebrazos, muñecas... «Deja ya de mirar.» Dado que sufría un ataque de Boca Atolondrada cada vez que intentaba hablar con un chico guapo —y mucho peor aún si se trataba, como era el caso, del empleado más joven de la oficina del sheriff de Santa Bárbara, individuo que sólo era cuatro años mayor que ella, que iba a hacer surf todas las mañanas antes de ir a trabajar y que era lo bastante sofisticado para llevar gafas de sol al anochecer—, dijo: —Hola. ¿Sueles venir por aquí? El frunció el ceño. —No. —Claro, ¿por qué ibas a venir? Yo tampoco vengo mucho. O, bueno, no tanto. Una vez a la semana. En fin, no lo bastante como para saber dónde están los baños. ¡Ja, ja! Pensó de inmediato, y no por primera vez, que en la vida todo el mundo debería tener una trampilla por la que escabullirse. Es decir, una pequeña vía de escape por la que desaparecer cada vez que hacías el ganso de un modo tan estrepitoso. O cada vez que te salía un grano inesperado. —¿Está bien el libro? —preguntó, quitándoselo de la mano para leer el subtítulo en voz alta—. «Una guía para buenas chicas que (de vez en cuando) quieren ser malas.» Pero en la vida no había trampillas. —Es para un trabajo del instituto. Deberes. Sobre, bueno, sobre rituales de apareamiento. —Creía que te gustaban más los de crímenes —le dedicó una de sus medias sonrisas, pues una sonrisa de oreja a oreja hubiera sido impropia de él—. ¿Piensas desbaratar algún otro atraco a un colmado? Aquello había sido un error. No detener a los tipos que estaban asaltando el veinticuatro horas de Ron, sino quedarse el tiempo suficiente para que los policías la viesen. Por alguna razón, les había costado creer que se hubiese apoyado en la farola y que ésta se hubiera caído sobre el coche de los ladrones, que aceleraba para salir al

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cruce. Era triste que la gente fuese tan suspicaz, sobre todo la que se dedicaba a la ley y el orden. O la de la administración del instituto. Pero, desde entonces, Miranda había aprendido mucho. —Ahora sólo intervengo en un atraco al mes —dijo, con el deseo de que su actitud fuera la de las chicas que están sexis y son sexis, que gastan bromas y no se despeinan—. Ahora me dedico a lo de siempre: recoger vips en el aeropuerto. Miranda percibió que el chachachá del corazón del sargento se aceleraba un poco. A lo mejor lo de los vips le parecía interesante. —Ese internado al que vas... ¿la Chatsworth Academy? ¿Te dejan salir del recinto cada vez que te apetece o sólo algunos días? —Las tardes de los miércoles y de los sábados, si estás en el último curso, porque no hay clase —le explicó ella, y notó que el pulso de él se apuraba aún más. ¿Es que la iba a invitar a salir? No. Imposible. Imposible, imposible, imposible... ¡IMPOSIBLE! «¡Liga! —se ordenó a sí misma—. ¡Sonrisa Encantadora! ¡Di algo! ¡Cualquier cosa! ¡Sé sexy! ¡Ahora!» —Y tú, ¿qué haces en tu tiempo libre? —le preguntó, reformulando su pregunta y alzando la ceja que daba aquel toque de insinuación. Él se quedó un tanto desconcertado. —Yo siempre trabajo, señorita Kiss —repuso, muy formal. «Por favor, reciban con un gran aplauso a Miranda, la diosa del amor, nuestra nueva campeona de la estupidez del año», pensó ella. —Claro —afirmó—. Igual que yo. O sea, siempre estoy llevando a clientes en el coche o entrenando con el equipo. Soy una de las Bee Girls de Tony Bosun, ¿te suenan? Es un equipo de roller derby. Por eso trabajo en esto —dijo, aporreando la limusina cuando en realidad sólo pretendía señalarla—. Tienes que trabajar en la empresa de Tony, 5Ds Luxury Transport, para que te admitan en el equipo. Los partidos suelen jugarse los fines de semana, pero entrenamos los miércoles y, de vez en cuando, algún otro día... —así chachareaba Boca Atolondrada. —He visto jugar a las Bees. Pero el suyo es un equipo profesional, ¿me equivoco? ¿Permiten jugar a alguien de tu edad. Miranda tragó saliva. —Ah, pues claro. Sí, sí. Él la miró por encima de la montura de sus gafas de sol. —Vale, vale —corrigió—. Tuve que mentir para entrar en el equipo. Tony cree que tengo veinte años. ¿No vas a decirle nada, verdad?

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—¿De verdad se ha tragado que tienes veinte? —Necesitaba una nueva delantera. El sargento profirió una risita sofocada. —Así que tú eres la delantera. Pues se te da muy bien. Entiendo que haya hecho una excepción contigo —volvió a observarla—. Nunca te habría reconocido. —Bueno, ya sabes. Nos ponemos pelucas y máscaras, así que es difícil distinguirnos. Era una de las cosas que le gustaban del roller derby: el anonimato, que nadie supiese quién eras ni cuál era tu nivel. La hacía sentirse invulnerable, segura. Nadie podía señalarla y recriminarle... nada. Reynolds se quitó las gafas para mirarla mejor. —¿Así que te pones uno de esos conjuntos rojos, blancos y azules, con falda corta y camiseta ceñida y sin mangas? Me gustaría verte alguna vez. Sonrió mirándola a los ojos, y ella, con temblores en las rodillas, comenzó a imaginárselo sin camisa y con un tarro de sirope de arce y un enorme... —Ah, aquí está la señorita a quien estaba esperando —dijo—. Nos vemos —y se alejó. ... montón de tortitas. Miranda lo vio acercarse a una mujer de unos veintitantos — rubia y delgada, pero fibrosa—, abrazarla y darle un beso en el cuello. La clase de mujer cuyos sujetadores tenían etiquetas en las que podía leerse: «Talla treinta y seis. Absténganse mocosas». Le oyó decir, excitado: «Espera a que lleguemos a casa. Tengo juguetes nuevos, increíbles, especiales para ti». Hablaba con voz ronca, y el pulso se le había disparado. Al pasar junto a Miranda, levantó la barbilla y dijo: —No te metas en problemas. —Lo mismo digo —repuso Boca Atolondrada. De tan zopenca que se sentía, Miranda quiso darse de cabezazos con el techo del coche. Había querido ensayar la Risita (expresión número cuatro del libro), pero había obtenido la humillación. Mientras la feliz pareja atravesaba el aparcamiento, oyó que la mujer le preguntaba a Reynolds quién era ella, y él le respondió: —Trabaja conduciendo esa limusina. —¿Es chófer? —preguntó la mujer—. Pues parece una de esas niñas de Hawanan Airlines con las que te gustaba salir, pero más joven. Y también más guapa. Ya sabes

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cómo te pones con las niñas guapas. ¿Estás seguro de que no tengo que preocuparme por nada? Miranda lo oyó reír y hablar con franco asombro. —¿Ella? Vamos, nena. Es sólo una cría que va al instituto. Le gusto y nada más. Confía en mí: no tienes que preocuparte por nada. Y pensó: «Tram... pilla... ahora... por favor». De vez en cuando, tener un superoído era un supersuplicio.

Miranda adoraba el aeropuerto de Santa Bárbara. Con sus muros imitando el adobe, el fresco suelo de terracota, los extravagantes azulejos azules y dorados, y las buganvillas, más parecía una de esas cantinas de Acapulco que un edificio oficial. Como su tamaño era reducido, los aviones se detenían en la propia pista y esperaban a que se les acercaran las escaleras. Una cadena era lo único que separaba a quienes acababan de bajar del avión de los que esperaban a alguien. Tras sacar de la limusina el cartel de bienvenida, en el que leyó el nombre de la persona que debía recoger —Cumean—, lo levantó para mostrárselo a los pasajeros que estaban desembarcando. Mientras aguardaba, oyó a una mujer que estaba en un Lexus todoterreno situado cuatro coches más allá hablando por teléfono: «Si se baja del avión, la veré. Más le vale a ése tener el talonario preparado». Luego, inclinó la cabeza para escuchar el chupeteo de un caracol que reptaba a través de los recalentados adoquines hacia unas hojas de hiedra. Todavía recordaba el momento en que se había dado cuenta de que no todo el mundo oía los sonidos que ella podía oír, que ella no era normal. Había transcurrido la mitad del séptimo curso en el colegio Saint Bartolomeo —marcada por la proyección del vídeo Tu cuerpo está cambiando: la feminidad— y estaba pasmada con la cantidad de cambios de los que no se hablaba, como las aceleraciones descontroladas, los objetos que se aplastaban sin motivo cuando iba a cogerlos, golpearse la cabeza con el techo del gimnasio cuando saltaba con los brazos en cruz o la repentina capacidad para distinguir las partículas de polvo en la ropa de la gente. Sin embargo, desde que la hermana Anna le respondió a todas sus preguntas con un «Déjate de bromas, niña», Miranda había concluido que la película pasaba por alto aquellas cosas por considerarlas obvias. Pero cuando trató de ganarse las simpatías de Johnnie Voight avisándole de que no debía volver a copiarle a Cynthia Riley ya que, a juzgar por el ruido que hacía el lápiz de ésta, sentada cinco filas más allá, erraba todas las

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respuestas, Miranda había comprendido hasta qué punto era diferente de los demás. En lugar de arrodillarse frente a ella para adorarla como a una diosa, Johnnie le había dicho que era un bicho raro, una bruja entrometida, y después había querido pegarle. Así había advertido lo peligrosos que eran sus poderes, que podían convertirla en una paria. Y también que los chicos de su edad no encontraban atractivo y ni siquiera beneficioso que ella los superase en fuerza física. La administración del colegio, por cierto, era de la misma opinión. Desde entonces, se había convertido en una experta en pasar desapercibida, en ser cuidadosa. Dominaba sus poderes. O eso había creído hasta que, hacía seis meses... Miranda se deshizo de aquel recuerdo y se concentró en la gente que pululaba por el aeropuerto. En su trabajo. Vio a una niñita rubia con tirabuzones a hombros de su padre, que, al ver a una mujer que iba hacia ella, gritó: «¡Mami, mami, te he echado de menos!». Observó a la feliz familia abrazarse y se sintió como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago. Una de las ventajas de estar en un internado, pensó Miranda, consistía en que nadie la invitaba a ir a la casa familiar, nunca veía a sus compañeros en su entorno doméstico, desayunando con sus padres. Por alguna razón, siempre que pensaba en familias felices de verdad, las imaginaba desayunando. Aparte de que la gente con una familia normal no iba a Chatsworth Academy, «la mejor experiencia educativa integral del sur de California». O, como a Miranda le gustaba decir, el Almacén Infantil, el lugar en que los padres (en su caso, los tutores) dejan en depósito a sus hijos hasta que les convenga. Todo ello con la posible excepción de su compañera de habitación, Kenzi Chin. Vivían juntas desde hacía cuatro años, que casi era más tiempo del que Miranda hubiese convivido con nadie. Kenzi procedía de una de esas familias perfectas que se juntan a la hora del desayuno, tenía una piel perfecta, notas perfectas y todo perfecto, y de no ser porque, además, le ofrecía una amistad sincera y sentida —y también, un poquito alocada—, Miranda habría tenido que odiarla. Lo demostraba lo ocurrido aquel mismo mediodía, cuando Miranda entró en la habitación que compartían y se la había encontrado encima de la cama, vestida tan sólo con ropa interior y con el cuerpo untado en un barro reseco y verdoso. —Voy a tener que pasarme el resto de mi vida yendo a terapia para poder olvidar esta imagen —le había dicho Miranda. —Vas a tener que ir a terapia, sí, pero para digerir tu desastre familiar. Te voy a dar material RS para que reflexiones un poco. Kenzi sabía más de la historia familiar de Miranda que cualquier otra persona en Chatsworth, casi toda ella inventada, por lo demás, a excepción de su carácter desas-

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troso. Aparte, era muy amiga de los acrónimos y siempre tenía uno en la punta de la lengua. Mientras dejaba caer el bolso y se tiraba sobre la cama, Miranda le preguntó: —¿RS? —Ropero selecto —respondió Kenzi, y agregó—: No puedo creer que no vengas al baile. Siempre pensé que iríamos las dos juntas. —No creo que eso vaya a hacerle mucha gracia a Beth. Ya sabes, encontrarse con una carabina. Beth era la novia de Kenzi. —Ni una palabra sobre esa criatura —dijo, fingiendo un estremecimiento—. El espectáculo de Beth y Kenzi ha quedado oficialmente anulado. —¿Desde cuándo? —¿Qué hora es? —Las tres y treinta y cinco. —Hace dos horas y seis minutos. —Ah, o sea que hay tiempo para que solventéis vuestras diferencias antes de la fiesta. —Pues claro. Las «anulaciones» de Kenzi tenían lugar una vez por semana y nunca duraban más de cuatro horas. Opinaba que la tragedia de las rupturas y la emoción de las reconciliaciones contribuían a preservar la frescura de la relación. Y, por algún motivo extraño, su teoría parecía funcionar, puesto que Beth y ella eran la pareja más feliz que Miranda conociera. Otra de las perfecciones de Kenzi. —En cualquier caso, no cambies de tema. Creo que es un error que no vengas al baile. —Sí, apuesto a que voy a arrepentirme. —Lo digo en serio. —¿Por qué? ¿Dónde está el problema? Si consiste en bailar al ritmo de una cancioncilla cutre, nada más. Ya sabes que soy una bailarina horrorosa y que es más que probable que no se me permita salir a la pista delante del resto de la gente. —Vamos, vamos. La movida no es cutre. Y, además, no se te da tan mal. —Yo creo que Libby Geer no estaría de acuerdo contigo. Si pudiera hablar, claro. —Da igual. No se trata sólo de un baile. Es un rito de tránsito, un momento en que abandonamos nuestro estado actual para internarnos en el vasto mundo de los

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adultos en que vamos a convertirnos, deshaciéndonos de todas nuestras inseguridades juveniles para... —... emborracharnos, con suerte. Y dependiendo de lo que entiendas tú por «suerte». —Lo lamentarás si no vienes. ¿De verdad quieres crecer deprimida y llena de resentimiento? —¡Sí, ojalá! Además, tengo trabajo. —LDS, vaya. Vuelves a excusarte con lo de tu trabajo. Seguro que puedes tomarte libre la noche del sábado. Al menos, dime por qué no quieres venir. Miranda adoptó la expresión Ojos Inocentes, indicada en el libro con el número dos. —No me mires como si fueses Mi Pequeño Poni. Escucha estas letras: WILL —Ya, pues tú atiende a éstas: NO. Ah, y también a éstas: DEP. Pero Kenzi, que era toda una maestra en ello, pasó olímpicamente de Miranda y continuó insistiendo. —Vale, es posible que Will tenga que ponerse unas vacunas o que hacerse unos análisis después de haber estado con Ariel, pero no me puedo creer que te rindas de este modo. Will Javelin protagonizaba el noventa y ocho por ciento de los sueños de Miranda. Había intentado olvidarse de él en cuanto supo que iba a la fiesta con Ariel —«Le he puesto a mis nuevos pechos los nombres de las dos casas de campo de mi familia. Y tu familia, ¿tiene casas de campo? Ah, claro, lo olvidaba. Eres huérfana»— West, hija de los riquísimos dueños de la azucarera West, pero le resultaba casi imposible. Para alejar el mal karma, Miranda dijo: —Ariel no tiene nada de malo. —Sí, en efecto, nada que un buen exorcismo no pueda curar —Kenzi saltó al suelo y cogió su toalla—. Al menos, prométeme que vendrás después de la fiesta a la casa de los padres de Sean, en la playa, ¿sí? Pensamos quedarnos por allí hasta que amanezca. Tendrás oportunidad de hablar con Will fuera del colegio. Por cierto, ¿cuándo vas a contarme qué pasó entre vosotros dos aquella noche? ¿Por qué estás tan BC en ese tema? A Miranda no se le escaparon las siglas en aquella ocasión. —No estoy en plan «boca cerrada» —dijo, estirando un brazo para ordenar unos folios que estaban en la estantería, entre las camas de ambas.

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—Volvemos a las andadas. Ya estás haciéndote la santa ama de casa para evadirte de la discusión. —Puede ser —Miranda observó los papeles, que en realidad eran fotocopias de artículos de periódico pertenecientes a los anteriores seis meses. «Un misterioso buen samaritano detiene a un carterista y lo deja atado a una verja con un yoyó», decía el más reciente. «Atraco frustrado: un testigo afirma que un paquete de caramelos Pez salido de la nada hizo que el atracador perdiera su arma», rezaba otro, más antiguo. Un tercero, de hacía unos meses, narraba: «Asalto de una tienda de comestibles frustrado por el derrumbamiento de una farola; dos detenidos». Los ánimos de Miranda se resintieron. Se dijo que sólo eran tres de los más o menos, doce incidentes en que había tomado parte. Pero eso no hizo que se sintiera mejor. Nadie debía descubrir un hilo conductor entre aquellos casos. Jamás. El de la tienda veinticuatro horas había sido el primero. La niebla había entrado desde el mar, y las farolas colmaban el aire de difusos halos. Miranda se dirigía en coche hacia el entrenamiento de roller derby cuando oyó unos gritos en el interior del establecimiento y... actuó. No sabía lo que hacía, como si fuese un sueño, pues era su cuerpo el que tomaba las decisiones, el que preveía los movimientos de los atracadores y descubría cómo detenerlos. Algo semejante al modo en que se recuerda la letra de una canción que hace tiempo que no suena. Pero ella no sabía de dónde procedía la canción. Después, se había pasado tres días en la cama, ovillada y temblorosa, siguiendo la última hora del incidente de la tienda. Le había dicho a Kenzi que tenía gripe, pero lo que en verdad la aquejaba era el terror. Estaba aterrorizada por aquellos poderes que no podía refrenar. Aterrorizada, también, porque utilizarlos le había sentado muy bien. Pero que muy bien. Como si hubiese salido al mundo por primera vez. Aterrorizada, además, porque sabía lo que podría pasar si la gente se enteraba. Lo que podía pasarle a ella. Ya... Le enseñó las fotocopias a Kenzi. —¿Qué haces tú con esto? —inquirió. —Atención, la sargento Kiss ha entrado en el edificio —se mofó Kenzi, haciéndole un saludo marcial—. Con el debido respeto, señora, va usted DMEP. No vas a conseguir cambiar de tema por mucho que pongas esa voz de enfado. DMEP significaba «de mal en peor». Miranda tuvo que reírse. —Si quisiera cambiar de tema, soldado de pacotilla, diría que esa cosa que te has puesto en el cuerpo está poniendo perdida la alfombrilla que el decorador de tu

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madre estuvo buscando en tres continentes porque, supuestamente, pertenecía a Lucy Lawless. Sé sincera, ¿por qué diablos te interesa tanto el tema del crimen callejero en Santa Bárbara? Kenzi dejó de pisar la alfombrilla. —No cualquier crimen callejero en Santa Bárbara, sino el crimen callejero frustrado. Es para mi proyecto de periodismo. Hay quien dice que una fuerza mística anda por ahí haciendo el bien. Quizá se trate de la mismísima Santa Bárbara. —¿Y no puede deberse todo a una simple coincidencia? Los criminales son cada vez más torpes. —A la gente no le gustan las coincidencias. Tampoco es coincidencia que estés intentando que hable de este tema para no tener que decirme qué ocurrió entre Will y tú. Todo iba a pedir de boca y, de repente, estás aquí, de vuelta en la habitación. Tirando por la borda una maravillosa velada romántica sólo por acompañarme. —Ya te lo dije —gruñó Miranda—. No pasó nada. Nada.

Apoyada en la limusina mientras se desvanecían las últimas luces del día, Miranda pensó que aquel «nada» no era exacto. Porque, en realidad, había sido peor que nada. Will había adoptado aquella expresión, que basculaba entre el «tienes una cosa verde entre los dientes» y el «he visto un fantasma», una mezcla de horror y, bueno, horror, cuando ella, al fin, había logrado armarse de valor para... Se le iluminó la bombilla. Los artículos de Kenzi eran de los jueves, e informaban de lo ocurrido —de lo que ella había provocado— los miércoles. Y rememoró sus palabras, que Caleb había oído: «Las tardes de los miércoles y los sábados libres». Pintaba mal. La cosa pintaba fatal. Iba a tener que andarse con ojo. El Lexus todoterreno se puso en marcha y Miranda oyó, mezclada con el sonido del aire acondicionado, la discusión que mantenía la pareja que iba en su interior. Al volante, la mujer le gritaba a su marido —«¡No me mientas! ¡Sé que has estado con ella!»— y pisaba el acelerador a fondo, y, entretanto, la niña de los tirabuzones y su familia se disponían a cruzar el paso de cebra que estaba justo... Más tarde, nadie supo decir qué había pasado exactamente. El coche iba directo hacia la familia y su pequeña pero, un segundo después, se produjo un torbellino y la niña y sus padres aparecieron en el bordillo, perplejos pero sanos y salvos.

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Mientras observaba al todoterreno alejarse, Miranda sintió la inyección de adrenalina que siempre la invadía cada vez que actuaba sin pensar y salvaba a alguien. Era adictivo como una droga. Y peligroso como una droga, se recordó. «Me parece que deberías comprarte un diccionario. Esto no es lo que "andarse con ojo" significa.» Pero no había sido para tanto. Tan sólo una voltereta y un pequeño empujón. Nada que ver con una gran maniobra estratégica. «No deberías haberlo hecho. Era demasiado arriesgado. No eres invisible, ¿sabías?» Pero nadie se había percatado de nada. Todo en orden. «Por esta vez.» A Miranda le habría gustado saber si todo el mundo tenía una voz en la cabeza que reproducía permanentemente el canal Autocrítica. «De todas formas, ¿qué pretendes? ¿Te parece que puedes salvar a todo quisque? ¿Recuerdas que ni siquiera pudiste...?» A callar. —¿Perdona? —preguntó una voz de niña, y, asustada, Miranda se dio cuenta de que estaba hablando a viva voz. La niña era tan alta como Miranda pero más joven, de catorce años, tal vez, e iba vestida como si hubiese estado estudiando los vídeos de Madonna para asegurarse de que, en caso de que volvieran a ponerse de moda las camisetas de malla, los guantes cortados, el pelo alborotado, la raya gruesa en los ojos, las pulseras de goma, las faldas cortas con medias de red y las botas de caña alta, ella estaría preparada. —Disculpa —le dijo Miranda—. Hablaba para mí. Lo cual no se correspondía con el comportamiento de la persona madura y trabajadora que se suponía que era. —Ah —la niña le dio el cartel en el que se leía «Cumean»—. Pues esto es tuyo. Y esto también —agregó, ofreciéndole una cajita. Miranda aceptó el cartel pero no la cajita. —Eso no es mío. —Yo creo que sí es tuyo. Y yo. Es decir, porque yo soy Sibby Cumean —señaló el cartel.

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Miranda se metió la cajita en el bolsillo y le abrió la puerta trasera del coche a la niña. ¿Qué clase de padres permitían que una extraña recogiese a su hija de catorce años a las ocho de la tarde? —¿Puedo ir delante? —Los clientes prefieren ir detrás —contestó Miranda, con voz profesional. —Ya. Lo que quieres decir es que tú prefieres que vayan detrás. ¿Pero qué pasa si a mí me apetece ir delante? Los clientes siempre tienen razón, ¿no? La empresa 5Ds Luxury Transport debía su nombre a una serie de principios que su dueño, Tony Bosun, había prefijado: diligencia, discreción, deferencia, disposición y, lo más importante, dinero. A pesar de que Miranda sospechase que se debían a una noche de borrachera, trataba de seguir aquellas normas a pies juntillas. Interpretó como una deferencia acceder a la petición de su dienta y le abrió la puerta delantera del coche. La niña sacudió la cabeza. —Da igual. Iré detrás. Miranda se esforzó en sonreír. ¡Menudo día estaba teniendo! Su clienta vip era un diablo enano, el chico de sus sueños iba a presentarse al baile con otra y el sargento que le gustaba no sólo lo sabía, ¡sino que bromeaba con su novia sobre el tema! Inmejorable. Al menos, se dijo, las cosas no podían ir peor. «No tientes a la suerte.» A callar.

Sibby Cumean empezó a hablar tan pronto como abandonaron el aeropuerto. —¿Desde cuándo trabajas en esto? —le preguntó a Miranda. —Desde hace un año. —¿Eres de aquí? —No. —¿Tienes hermanos? —No. —¿Y hermanas?

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—Eh... tampoco. —¿Te gusta conducir? —Sí. —¿Tienes que llevar siempre puesto ese traje oscuro tan soso? —Sí. —¿Cuántos años tienes? —Veinte. —No me lo creo. —Vale, dieciocho. —¿Has hecho el amor alguna vez? Miranda carraspeó. —No me parece que ésa sea una pregunta apropiada. Sus propias palabras le recordaron al señor Trope, el subdirector del internado, quien, con una voz parecida, solía decirle que no estaba dispuesto a oír una nueva excusa que explicase por qué llegaba tarde al recinto, que las normas tenían su razón de ser y esa razón no era que ella pudiese saltárselas cuando le viniera en gana. Hablando de lo cual, ¿pensaba decidirse de una vez respecto a qué iba a hacer el año siguiente o, dejándose llevar por la irresponsabilidad, iba a despreciar la plaza que le habían ofrecido diversas universidades de primera línea y provocar con ello que el internado quedase mal y ella aún peor? Y ya que estaba con ello, ¿qué le estaba pasando, dónde estaba aquella Miranda Kiss que iba a estudiar medicina y a salvar el mundo, que era un orgullo para el internado y para sí misma, en lugar de una perdida que iba por el camino de ser expulsada? ¿Era eso lo que quería, la jovencita? Miranda conocía bien aquella voz. Desde noviembre, la oía una vez por semana como mínimo —Eres virgen —resolvió Sibby, como si hubiese comprobado algo que sospechaba hace tiempo. —Eso no... —¿Y tienes novio, al menos? —En este momento... —¿Y novia? —No. —¿Amistades? No se te da muy bien hablar, por lo que veo.

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Miranda empezaba a entender por qué los padres de la niña habían preferido no ir al aeropuerto a buscarla. —Muchas amistades. —Ya. Te creo. ¿Qué haces cuando tienes tiempo? —Contestar preguntas. —Por favor, no vuelvas a intentar ser graciosa, ¿vale? —Sibby se inclinó hacia delante—. ¿Nunca has pensado en pintarte los ojos? Mejorarías bastante. ¡Deferencia! —Gracias. —¿Puedes avanzar un poco más? —Estamos en un semáforo. —Ya. Sólo un poco... Así está bien. Por el espejo retrovisor lateral, Miranda vio que Sibby había bajado la ventanilla y asomado por ella medio cuerpo para conversar con los jóvenes ocupantes de un Jeep que estaba al lado. —¿Adonde vais? —les preguntó Sibby. —A hacer surf a la luz de la luna. ¿Te vienes, preciosidad? —No soy una preciosidad. ¿Crees que parezco una preciosidad? —Ah, no sabría decir. A lo mejor, si te quitaras la blusa. —A lo mejor, si me dieras un beso. Miranda aplastó el botón que cerraba la ventanilla abierta. —Pero ¿qué haces? —protestó Sibby—. Casi me rompes la mano. —Ponte el cinturón, por favor. —Ponte el cinturón, por favor —repitió Sibby con tono burlón, mientras volvía a sentarse—. Pero venga ya; sólo intentaba ser sociable. —Bueno, pues hasta que lleguemos al destino, se acabaron las socializaciones. —¿Tú te oyes hablar? Parece que tuvieras ochenta años en lugar de dieciocho — Miranda vio por el espejo que Sibby tenía el ceño fruncido—. Diría que eres una carcelera más que una conductora. —Mi trabajo consiste en que llegues en punto y de una pieza. Si quieres, puedes consultar el folleto que está en el bolsillo del asiento para comprobarlo. —¿Y qué tiene de arriesgado que me besen unos chicos?

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—Millones de riesgos. ¿Y si tuviesen hongos invisibles en la boca? ¿Y si te diesen el beso de la muerte? —No existe eso del beso de la muerte. —¿Estás segura? —A ti lo que te pasa es que estás celosa porque yo sé divertirme y tú no. Virgen. Miranda bizqueó pero logró mantener la serenidad y centrarse en las conversaciones que tenían lugar en otros coches, en una mujer que le decía a alguien que el jardinero estaba de camino, y en un chico que afirmaba con voz mística: «Distingo a una persona misteriosa y desconocida que viene a buscarte; no sé si es una mujer o un hombre». Por último, un tipo decía que iba a sacarse del medio a aquella bestia inmunda, y que no le importaba que fuese el perro favorito de su madre... La interrumpieron los gritos de Sibby. —¡Jolines, hamburguesas! Tenemos que parar. ¡Disposición! Miranda accedió a que Sibby pidiera lo que quisiese sin bajarse del coche, y luego se arrepintió cuando oyó que Sibby le decía al tipo que la atendía: —¿Tengo descuento si te doy un beso? —Oye, dime la verdad: ¿a ti dónde te educaron? ¿Por qué quieres besar al primer desconocido que se te ponga delante? —le preguntó Miranda. —No hay muchos chicos en el sitio del que vengo. Además, ¿qué más da que sean desconocidos? Besarse es genial. En el avión, me besé con cuatro chicos. Espero llegar a los veinticinco antes de que acabe el día. Cuando le dieron la hamburguesa, añadió a esa lista a los dos empleados que se la habían servido. —¿Están todas las hamburguesas así de ricas? —dijo, una vez que volvieron a la carretera. Miranda la observó por el espejo retrovisor. —¿Es que nunca has tomado una hamburguesa? ¿Dónde vives? —En las montañas —respondió Sibby apresuradamente, y Miranda captó un leve incremento de su ritmo cardiaco que la llevó a pensar que mentía y, aún más, que no estaba acostumbrada a hacerlo. Lo cual, pensándolo bien, era bastante improbable, en especial, lo de que no estuviese acostumbrada, teniendo en cuenta que estaba como loca con los integrantes del sexo masculino. Sus padres no debían de dejarla salir y...

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«No es asunto tuyo», se recordó Miranda. Discreción. Mientras duró el viaje, Sibby quiso los besos de otros cuatro chicos. Les quedaba un kilómetro para llegar al lugar convenido, y Miranda ya estaba soñando con que se acabara aquella carrera. Sin embargo: —¡Jolines, donuts! —chilló—. ¡Una pastelería que vende donuts! Siempre he querido probar los donuts. ¿Podemos parar? ¡Por favor, por favor, por favor, por favor! Acumulaban un retraso que se acercaba a la hora, pero Miranda no podía negarle a nadie un donut. Ni siquiera a alguien que decía aquello de «jolines, donuts». Al aparcar divisó a un grupo de chicos sentados en el interior y decidió que sería peligroso permitir que Sibby se les acercara, ya que ello supondría perder otros cuarenta minutos. —Iré yo. Tú espérame aquí —dijo. Pero Sibby también los había visto. —Ni de broma. Yo también voy. —Mira, o te quedas sentadita en el coche, o los donuts se quedarán sentaditos en la pastelería, ¿estamos? —No creo que ése sea un modo correcto de hablarle a una clienta. —Tienes todo el derecho de usar mi teléfono para poner una queja mientras me esperas. ¿Te vale así? —Bueno. Pero, al menos, podrías bajar la ventanilla de mi puerta. Miranda no supo qué hacer. —Abuelita, te prometo que me quedaré sentadita en el coche, pero es que no quiero asfixiarme aquí dentro. Jolines. Cuando Miranda volvió al coche, Sibby estaba sentada en el vano de la ventanilla con las piernas fuera, consagrada a besarse con un chico rubio. —Perdona un momento —dijo Miranda, dándole una palmada en el hombro al chico en cuestión. Él se volvió y la miró de arriba abajo. —Qué pasa, guapa. ¿Tú también quieres un beso? Con esos labios que tienes, seguro que conseguimos algo que valga la pena. Fíjate: ni siquiera tendrás que pagarme un dólar. —Gracias, pero no —y miró a Sibby—. Creía que habíamos quedado en que... —... me quedara sentadita en el coche. Si me miras bien, te darás cuenta de que no te he desobedecido.

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Miranda se volvió para que Sibby no la viese sufrir una crisis nerviosa. Al rato, le dio los donuts y se sentó en el asiento del conductor. Una vez que Sibby estuvo sentada en su asiento, Miranda la miró a los ojos a través del retrovisor. —¿Le has dado dinero para que te diera un beso? —¿Y qué? —replicó Sibby—. A muchas no nos caen los besos gratis —se había enfadado—. Y tú apenas tienes tetas. Hasta yo tengo más que tú. No tiene sentido. Tras lo cual guardó silencio y hasta olvidó los donuts. De vez en cuando, profería un suspiro trágico. Miranda comenzó a apiadarse de ella. A lo mejor se había portado como una abuelita. Observó la tapa de Cómo conseguir un chico ¡y besarlo!, que estaba en el asiento del copiloto. «Puede ser que estés celosa porque ella, siendo cuatro años más joven que tú, ha besado a más chicos en un solo día que tú en toda tu vida, aun en el caso de que te pongas silicona y vivas varios siglos.» A callar, canal Autocrítica. Se esforzaría en ser agradable, en darle conversación. —¿Cuántos besos has logrado hasta ahora? Sibby seguía con la vista fija en el regazo. —Diez —respondió, y levantó la mirada para añadir—: Pero pagué por seis, nada más. Y a uno sólo le di un cuarto de dólar. —Bien hecho. Miranda advirtió que Sibby adoptaba un gesto de sospecha, como si creyese que le estaban tomando el pelo y luego desestimara la idea y prefiriese contentarse con los donuts. —¿Te importa si te hago una pregunta? —dijo después de un rato. —¿Y me pides permiso a estas alturas? —Oye, no te hagas la graciosa. Se te da fatal. —Gracias por sincerarte. ¿Querías preguntarme algo más o...? —¿Por qué no has querido darle un beso al chico de antes? ¿Al que quería besarte? —Supongo que porque no era mi tipo. —¿Y tu tipo cuál es? Miranda pensó en el sargento Reynolds: ojos azules, barbilla partida, cabellos abundantes y rubios, y surf matutino a diario. El tipo de chico que siempre llevaba gafas de sol o que, en su defecto, te miraba con los ojos entrecerrados, el tipo de chico demasiado sofisticado para sonreír. Luego se imaginó a Will con su piel morena, co-

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lor sirope de arce, el cabello negro y rizado, la enorme sonrisa aniñada, y aquellos músculos abdominales, que se tensaban cada vez que, tras haberse sacado la camiseta, hablaba con sus compañeros de equipo después del entrenamiento de lacrosse, brillando al sol, propagando su risa por el ambiente y haciendo que Miranda sintiese lo mismo que sentía cuando veía la mantequilla fundirse sobre unos gofres cocinados en su punto. Tampoco era que sistemáticamente se encaramase al tejado del laboratorio de biología marina para presenciar aquello. (Una vez por semana.) —No tengo un tipo definido. Creo que me importa más lo que siento —dijo Miranda, al fin. —¿Con cuántos te has besado? ¿Con cien? —Oh, no. —¿Doscientos? Miranda notó que se le subían los colores y deseó que Sibby no lo percibiera. —A ver si lo adivinas. Llegaron al lugar en que Sibby debía bajarse una hora y quince minutos tarde. Fue la primera vez que Miranda acumulaba tanto retraso en una sola carrera. Cuando le abrió la puerta, Sibby le preguntó: —¿Crees que darle un beso al chico que es tu tipo es muy distinto de dárselo a cualquiera? —No sabría qué decir. Miranda se quedó sorprendida de lo mucho que la aliviaba saber que ya no tendría que seguir contestando preguntas, que no le haría falta reconocer delante de aquella niña que, en realidad, no tenía ni idea. El lugar parecía una residencia segura para testigos amenazados puesta por el gobierno, pensó Miranda, llevando a Sibby hacia la puerta. Era la viva imagen de la definición que dan los diccionarios de «soso», emparedada como estaba entre una casa en la que Blancanieves y los siete enanitos representaban la natividad, y otra que tenía un juego de columpios en colores rosas y naranjas. Lo único que llamaba la atención de la casa eran las gruesas cortinas que cegaban las ventanas del frente y la robusta valla de madera, de un metro ochenta de altura, que cerraba el jardín. La calle estaba llena de ruidos —Miranda oyó el chisporroteo de las barbacoas, conversaciones, la versión china de la película La Bella y la Bestia—, pero ninguno procedía de la casa, como si ésta estuviese aislada. Captó un leve zumbido que procedía del costado, semejante al del aire acondicionado pero no igual. Levantó la vista y descubrió que el tendido eléctrico no

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pasaba por aquella casa. Ni tampoco la línea de teléfono. El zumbido se debía a un generador. Quienquiera que viviese allí, no se había conectado al mundo. En resumidas cuentas: era un lugar bastante íntimo, siempre que íntimo implique también escalofriante y reconcentrado en sí mismo. ¿Y la mujer que abrió la puerta? Exactamente eso, escalofriante y reconcentrada en sí misma, pensó Miranda. Llevaba los canosos cabellos recogidos en un moño flojo e iba vestida con una falda larga y un jersey suelto. Podría tener cualquier edad comprendida entre los treinta y los sesenta años, y las aparatosas bifocales con montura plástica que le aumentaban el tamaño de los ojos y le cubrían la mitad de la cara no hacían más que reforzar esa indefinición. Parecía completamente inofensiva, como una profesora que hubiese dedicado su vida a cuidar a un pariente mayor y que, en secreto, soñara con los brazos del señor Rochester, de Jane Eyre. O algo parecido. Como si aquél fuese el aspecto que deseaba tener. Sin embargo, había gato encerrado, un pequeño detalle que no encajaba, que no estaba bien. «Y-A-Ti-Qué-Te-Importa.» Miranda se despidió, aceptó la propina de un dólar —«Habéis tardado demasiado, querida»— y se alejó de allí. Cuando estaba a media manzana de distancia, clavó los frenos, viró en redondo y volvió a toda velocidad.

«¿Pero tú qué estás haciendo?», se preguntó a sí misma. Pero en vano, porque ya se encontraba en lo alto del árbol que se levantaba en el jardincillo en que Blancanieves y los siete enanitos representaban la escena del nacimiento de Jesús, mirando la casa en la que había dejado a Sibby. «Ya oigo lo que le vas a contar a la poli: "Sí, oficial, sabía que me estaba metiendo en propiedad privada, pero la mujer me pareció muy sospechosa porque llevaba pestañas postizas".» A lo cual se añadía aquel disfraz, escalofriante y reconcentrado en sí mismo. Aquello olía mal. Y además, el agujero en la nariz, para un pendiente. Y, como colofón, la manicura sutil. «¡Tal vez no sea un agujero, lo de la nariz, sino un poro muy grande! ¿Y por qué no iba a hacerse la manicura?» Aquella mujer no era quien parecía ser.

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«¿Esto va de ayudar a alguien o de tener una excusa para no aparecer en la fiesta y, de ese modo, no tener que ver a Will con la cara metida en el voluminoso y suave...?» A callar, Autocrítica. «Iba a decir cabello.» No tenía ninguna gracia, la vocecita de marras. «Y tú no tienes valor.» Había dos chicos en el jardín trasero, sentados a una mesa de picnic con un libro entre ellos, ambos vestidos con camiseta, pantalones color caqui y sandalias Teva, uno con gafas de montura negra y el otro con barba de tres días. Parecían dos cretinos de universidad jugando a Dragones y mazmorras, impresión que ganó enteros cuando uno de ellos dijo: —Así no es. El libro de normas dice que ella no puede ver su propio futuro, sólo el de los demás. Ya sabes, como los genios, que no pueden cumplir sus deseos. Sin embargo, desentonaba el hecho de que cada uno de ellos tuviese un enorme rifle automático apoyado en la mesa, así como las dianas dispuestas a lo largo de la valla. «¿Y qué? Están armados, pero son unos cretinos. A lo mejor son los guardaespaldas de Sibby. Vete a casa. A Sibby no le haces falta. Se encuentra perfectamente.» Si se encontraba perfectamente, ¿por qué no estaba allí fuera, intentando besar a los cretinos? Miranda hizo un esfuerzo para distinguir cualquier sonido que procediera de la casa, pero le quedó claro que las paredes tenían que estar aisladas. En aquel momento, una pareja, formada por una mujer que fumaba espasmódicamente y un hombre, salió por una puerta corredera y se quedó en el patio, lejos de los cretinos. Miranda estuvo a punto de caerse del árbol cuando comprobó que aquélla no era otra que la mujer reconcentrada en sí misma, sólo que sin las gafas, la falda y el jersey, y con los cabellos sueltos. «Lo que no tiene por qué significar nada.» —Todavía tenemos que lograr que la niña nos indique el lugar, Byron —susurró la mujer. —Nos lo dirá. —Pues todavía no lo ha hecho. —Ya te lo he dicho. Aunque yo no pueda obligarla a hablar, el jardinero sí podrá. Es muy bueno en ese tipo de cosas.

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—No me gusta que haya venido con un socio. Ese no era el trato —repuso la mujer—. ¿Con la niña van a...? El hombre llamado Byron la interrumpió. —Olvida eso y cállate. Tenemos compañía —señaló a los cretinos, que se les estaban acercando. La mujer aplastó el cigarrillo contra la suela del zapato y le dio una patada. —¿Ella está bien? —preguntó el cretino barbado, sin aliento, pronunciando «ella» con gran énfasis. —Sí —le aseguró el hombre—. Ella está recuperando fuerzas después de la terrible experiencia. Oh, no era posible que estuviesen hablando de Sibby. ¿Terrible experiencia? No podía ser. —¿Ella ha dicho algo? —preguntó el cretino con gafas. —Ella se limitó a trasladar lo agradecida que está por encontrarse en este lugar — afirmó el tal Byron. Miranda resopló. —¿Podremos verla, a ella? —quiso saber el cretino barbado. —Sí, una vez que haya tenido lugar la transición. En una especie de modorra feliz, los dos cretinos se alejaron a ritmo de paseo, y Miranda juzgó que aquélla era la situación más estrafalaria con la que se hubiese encontrado. Pero, en cualquier caso, parecía demostrarse que Sibby no corría peligro. Estaba claro que aquella gente la adoraba, a ella. Lo que significaba que había llegado el momento de... —Sí, al jardinero se le da bien arrancar cosas. —¿Qué cosas? —Dientes, uñas..., articulaciones. Así logra que la gente hable. ... el momento de ir en busca de Sibby.

—Ponlas arriba —dijo el cretino con gafas—. Es decir, las manos.

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Al tipo le temblaban tanto las manos que Miranda temió que se le disparara el arma. No le quedaba otro remedio que obedecer. —¿Quién eres? ¿Qué estás haciendo aquí? —inquirió él con un tembleque en la voz igual al de las manos. —Sólo quería verla a ella un poco —contestó, con la esperanza de que sus palabras no desentonaran con lo que había visto. El entrecerró los párpados. —¿Cómo sabías que ella está aquí? —Me lo dijo el jardinero, pero escalé al árbol para descubrir en qué lugar exacto se encuentra ella. —¿A qué organización perteneces? «Sabía que esto iba a acabar mal. ¿Y ahora qué, listilla?» Miranda alzó una ceja y dijo: —¿Que a qué organización pertenezco? —repuso, y luego tiró el anzuelo—. Oye, te recordaría si te hubiese visto alguna vez. ¡Había funcionado! El se quedó como si estuviese a punto de atragantarse. Jamás volvería a dudar de Cómo conseguir un chico ¡y besarlo!, ¡nunca! —Yo también me acordaría de ti —contestó él. Acto seguido, Miranda le insufló una buena dosis de Sonrisa Encantadora y vio que el pobre hombre volvía a tener problemas para tragar saliva. —Si te doy la mano para saludarte, ¿me dispararás? —le preguntó. Él se rió muy contento y bajó el arma. —No —afirmó, tan contento, ofreciéndole una mano—. Me llamo Craig. —Hola, Craig. Yo soy Miranda —respondió ella, tomándosela. Luego, con un solo movimiento y sin hacer ni un ruido, lo tumbó y lo dejó fuera de combate. Se quedó asombrada, mirándose la mano. Eso había estado muy bien. «Ya que eres idiota y vas a jugártela, deberías hacer lo que has venido a hacer. O sea que deja de mirar al tipo que acabas de dejar KO, ¿vale?» Miranda se inclinó sobre el yaciente. —Lo siento —murmuró—. Toma tres aspirinas cuando te levantes; te ayudarán a sentirte mejor. Dicho lo cual, bordeó la casa franca.

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Tenía que haber una ventana abierta, pues estaba oyendo voces, la de Byron diciendo: —¿Estás cómoda? Y la de Sibby respondiéndole: —No. No me gusta este sofá. Y no me creo que ésta sea la mejor habitación de la casa. Parece el cuarto de la abuelita. ¡Vaya con la niña! Miranda siguió el sonido de la voz de Sibby y se arrimó a una de las ventanas del frente para espiar por entre las cortinas. Allí, en lo que parecía ser un cuarto de estar, había un sofá, una silla y una mesa baja. Sibby estaba en la silla, de perfil, frente a un plato de galletas de chocolate. Tenía buen aspecto. El hombre se encontraba en el sofá, mirando a Sibby con una sonrisa. —Y bien, ¿dónde se supone que vamos a dejarte? —le preguntó. Sibby se comió una galleta. —Te lo diré más tarde. El hombre no perdió la sonrisa. —Me gustaría saberlo, para poder planificar la ruta. No podemos ser excesivamente cuidadosos. —¡Jolines! Todavía faltan horas para que nos marchemos. Además, me apetece ver la tele. Miranda percibió que el corazón del hombre se aceleraba y vio que apretaba los puños. Pese a ello, su tono de voz fue amable. —Desde luego —dijo, y agregó—: Siempre y cuando me digas adonde te llevamos. Sibby lo miró con el ceño fruncido. —¿Es que eres sordo? He dicho que más tarde. —Lo mejor que puedes hacer es decírmelo ahora. De otro modo, siento decirte que tendrá que venir otra persona. Alguien un poco más... enérgico. —Vale. Mientras le espero, ¿puedo ver la tele? Dime que tenéis tele por cable. Si no veo la MTV, esto va a ser un horror, ¡jolines! El hombre tenía expresión de querer romper algo, y se volvió de repente. Miranda oyó pasos que se aproximaban a la habitación desde el pasillo y, con ellos, el clásico pulso chachachá. Dos segundos después, el sargento Caleb Reynolds entró por la puerta.

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«¿Lo ves? Sibby no corre peligro. Está aquí la policía. ¡Lárgate!» —¿Por qué nos retrasamos? —le preguntó Reynolds al hombre. —Se niega a hablar. —Estoy seguro de que cambiará de opinión —el ritmo cardiaco de Reynolds iba en aumento. Sibby lo miró. —¿Quién eres tú? —El jardinero —contestó Caleb. Miranda decidió que aquello se estaba poniendo feo de verdad. —Pues no me parece que el jardín esté muy allá —repuso Sibby. —No soy un jardinero de ese estilo. Me llaman así porque... —Mira, no me interesa lo más mínimo. Lo que sea que hagas, mago de las plantas, me... —Jardinero —corrigió él, cada vez más rojo. —... me da igual, pero, como sabrás, tiene que venir a buscarme el capataz, de modo que estás obligado a mantenerme con vida, ¿comprendes? Así que no se te ocurra amenazarme con la muerte. —No, no con la muerte. Con el dolor —se dirigió al otro hombre—. Ve a buscar mis herramientas, Byron. Mientras el aludido abandonaba la estancia, Sibby dijo: —No voy a decirte nada. El sargento Reynolds se le acercó y se inclinó sobre ella. Estaba de espaldas a la ventana. —Escúchame bien... —le dijo, y su pulso cardiaco se redujo de pronto. Miranda atajó la situación: entró rompiendo el cristal y lo dejó inconsciente de una certera patada en la nuca, tras lo cual le susurró en el oído que lo sentía por él, decidió que no merecía que le diese el consejo de las aspirinas, cogió a Sibby, corrió con ella hasta el coche, lo arrancó y salió a todo gas.

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—Ni siquiera le dio tiempo a saber que estabas allí —dijo Sibby—. Jamás sabrá quién lo atacó. —De eso se trataba. Miranda había aparcado el coche en las cercanías de un edificio de mantenimiento abandonado, perteneciente a las líneas ferroviarias Amtrak, situado junto a unas vías viejas. Era imposible verlo desde la calle. Aquél era el lugar al que Miranda había empezado a ir hacía siete meses para probar sus alocados superpoderes e intentar maniobras que jamás podría practicar en ningún otro lado... El roller derby estaba bien para ganar agilidad, equilibrio, potencia y fuerza, pero en los entrenamientos no se estilaba el judo avanzado. Ni tampoco el uso de armas. Divisó las marcas que había dejado en su último ejercicio con la ballesta en la pared lateral del edificio, y también, en el suelo, el trozo de vía al que le había hecho un nudo el día después de que Will la rechazase. Nunca había visto a nadie por allí, y estaba segura de que, mientras estuvieran en el coche, nadie iba a molestarlas. —¿Dónde has aprendido a dejar a la gente fuera de combate de esa manera? — preguntó Sibby, repantigada en el asiento trasero—. ¿Me enseñas? —No. —¿Por qué no? Sólo un movimiento de nada. —Ni de broma. —¿Por qué le dijiste que lo sentías después de tumbarlo? Miranda se dio la vuelta para mirarla. —Ahora es mi turno de hacer preguntas. ¿Quién quiere matarte y por qué? —¡Jolines, no lo sé! Podrían ser mil personas distintas. No es como crees que es. —¿Y entonces cómo es? —Complicado. Pero si esperamos hasta las cuatro de la madrugada, tendré un sitio en el que esconderme. —Todavía faltan seis horas. —Sí, lo que significa que aún tengo tiempo para diez besos más. —Sí, claro. ¿Qué otra cosa ibas a hacer cuando alguien intenta asesinarte que salir por ahí y darte el lote con todos los extraños que te encuentres por la calle? —No querían asesinarme, sino raptarme. Estás equivocada. Pero vamos, quiero divertirme. Divertirme con chicos. —No es el momento para eso.

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—Oye, que seas miembro fundador de Abajo la Diversión S.A. no implica que el resto del mundo lo sea. —No soy miembro fundador de Abajo la Diversión S.A. Me gusta divertirme. Pero... —Aguafiestas. —... como comprenderás, la idea de pasear por ahí mientras miles de personas distintas están intentando raptarte no me suena a divertido. Me suena, por el contrario, a manera inmejorable de entrar en el Libro Guinness de los records bajo el título de «Las más estúpidas del mundo». Por no hablar de los inocentes viandantes que podrían verse envueltos en el asunto en el momento en que te secuestren. —Si es que me secuestran. Además, a los viandantes yo no les importo. Miranda volvió a mirar hacia delante, frustrada. —Por eso precisamente son inocentes viandantes. Andan por la calle sin saber quién eres tú, y eso puede resultar peligroso. —Entonces está claro que deberías alejarte de mí. En serio, aunque no haya nada que me guste más que pasarme seis horas en un baño apestoso teniéndote a ti por única compañía, opino que sería más seguro para ambas que fuésemos a algún lado. A la heladería por la que pasamos hace un rato, por ejemplo. ¿Te fijaste en los labios del chico que atendía la barra? Era un verdadero monumento. Déjame allí, y asunto arreglado. —No irás a ninguna parte. —¿Ah, no? ¿Oyes este sonido? Soy yo, abriendo la puerta. —¿Ah, sí? ¿Y tú oyes este otro? Soy yo, poniendo el seguro. Miranda miró por el retrovisor y vio que los ojos de Sibby relampagueaban. —Eres muy mala —le dijo Sibby—. Seguro que te ocurrió algo horrible que explica que seas tan mala. —No soy mala. Sólo intento mantenerte a salvo. —¿Estás segura de que lo haces por mí? ¿No será que escondes un esqueleto en el armario? Como cuando te... Miranda encendió la radio y subió el volumen. —¡Apaga eso! Estaba hablando yo, y además soy la clienta. —Ya no. —¿Qué le pasó a tu hermana? —gritó Sibby a pleno pulmón. —No sé de qué me hablas —gritó Miranda por toda respuesta.

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—Mentira. Miranda no dijo nada. —Antes te pregunté si tenías una hermana y casi te pones a llorar —le gritó Sibby en el oído—. ¿Por qué no me hablas un poco de eso? Miranda bajó el volumen de la radio. —Tendrás que darme tres buenas razones. —Te aliviará. Nos dará un tema de conversación mientras estamos aquí. Y si no me lo cuentas, intentaré adivinarlo. Miranda apoyó la cabeza en el respaldo del asiento, consultó su reloj y miró por la ventanilla. —Ya puedes empezar. —¿Le diste tanto el coñazo que se marchó? ¿La aburriste tanto que se marchó? ¿O la espantaste con el palo gigantesco que te guardas en el trasero? —Venga, anímate, sigue así, dando donde duele. —A lo mejor he sido mala. Perdona —dijo Sibby. Miranda guardó silencio. —No tienes un palo guardado en el trasero. Porque, si lo tuvieras, no podrías conducir, ¿verdad? ¡Ja, ja! Silencio. —Quiero decir, que eres tú la que ha empezado. Con lo del seguro de la puerta. Tengo catorce años y no tenías por qué hacer eso. Más silencio. —Ya te he pedido perdón —Sibby suspiraba, se revolvía—. Pues bueno. Sigue callada. El silencio continuó. Luego, de pronto y sin motivo, Miranda dijo: —Murieron. Sibby se enderezó al instante y se pegó al asiento delantero. —¿Quiénes? ¿Tus hermanas? —Todos. Toda mi familia. —¿Por algo que hiciste? —Si. Y por algo que no hice. Eso creo.

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—Vaya, eso que dices no tiene mucho sentido. ¿Cómo puede ser que no hacer algo...? Espera un momento: ¿que eso crees? No sabes muy bien lo que ocurrió, ¿no? —No recuerdo nada de esa época de mi vida. —De ese día, querrás decir. —No. De ese año. Ni tampoco del año siguiente. Entre los diez y los doce años, lo cierto es que apenas conservo ningún recuerdo. Y también tengo otras lagunas. —¿Quieres decir que te duele demasiado como para recordarlo? —No... sencillamente que no está. Sólo me quedan impresiones. Y las pesadillas. Pesadillas espantosas. —¿Cómo qué, por ejemplo? —Como que no estaba donde debía estar y pasó algo y le fallé a todo el mundo... —se interrumpió y agitó la mano. —Es decir, ¿que crees que podías haber evitado lo que les sucedió? ¿Tú sola? ¿Con cuatro años menos que yo? Miranda notó que se le estaba formando un nudo en la garganta. Nunca le había contado a nadie ni un detalle de la verdadera historia, ni de pasada, ni siquiera a Kenzi. Jamás. Tragó saliva. —Podría haberlo intentado. Sé que podría haberlo intentado. —¡Jolines! Esto se está convirtiendo en una especie de fiesta de la lástima. ¡Uf! Despiértame cuando hayas acabado. Miranda le clavó la mirada por el retrovisor. —Te he dicho que no quería tocar el tema, pero tú has seguido insistiendo hasta hacerme hablar, y ahora resulta que te pones en plan «no me cuentes tus rollos» — protestó, tragando saliva de nuevo—. Eres una especie enana de... —¡Pero si ni siquiera sabes lo que pasó! ¿Por qué tienes que sentirte tan mal por ello? Además, no entiendo de qué modo llegas a la conclusión de que fue culpa tuya. No estabas allí y sólo tenías diez años. Opino que deberías dejar de obsesionarte con esos misterios de la antigüedad y vivir el momento a tope. —Disculpa, ¿acabas de recomendarme que viva el momento... a tope? —Sí, ya sabes. Entierra el pasado e intenta concentrarte en el presente. Como, por ejemplo, en la canción que está sonando ahora mismo por la radio. Da asco. O, también, en el hecho de que estamos en una ciudad abarrotada de chicos guapos a los que no estoy besando —Miranda tomó una ruidosa bocanada de aire, pero, antes de que pudiera hablar, Sibby continuó—: Ya sé, ya sé que les pides perdón a los tipos

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a los que noqueas porque nunca pudiste pedírselo a tu familia, y también que quieres protegerme a mí porque no pudiste protegerlos a ellos. Lo he captado. —Las cosas no son así. Yo... —Bla, bla, bla. No me vengas con evasivas. Por otra parte, ¿por qué protegerme tiene que significar quedarme sentada aquí durante toda la noche? ¿Es que no podemos ir a algún lado en lugar de escondernos? Se me da muy bien pasar desapercibida. Puedo ser casi invisible, si quiero. —Ah, sí, casi invisible, lo que me faltaba por oír. Sobre todo con esa pinta de «ha llamado Madonna y quiere que le devuelvan el vestido que llevó en el vídeo de Borderline». —Bravo, aguafiestas. Anda, vamos a algún sitio. La cabeza de Miranda giró ciento ochenta grados. —A ver si te queda claro. Alguien-Está-Intentando-Matarte. —Eso-No-Es-Cierto. Puedes repetirlo tantas veces como quieras, pero no es verdad. No pueden matarme. En serio que te hace falta pulir esa obsesión que tienes con gente que se mata. Voy a serte muy sincera: me aburro. ¿Qué emisora es esa que tienes en la radio? ¿Los Cuarenta Machacones? Mira, yo no voy a aguantar seis horas aquí metida ni de broma. Miranda tenía que darle la razón. Si se quedaban allí, sería ella misma la que asesinaría a Sibby. En ese momento se le ocurrió el sitio perfecto al que podían ir. —¿Quieres pasar desapercibida? —le preguntó. —Sí. Entre chicos. —Tíos —replicó Miranda. —¿Cómo? —Una mujer normal que viva en este siglo los llama tíos, no chicos. Adelante, pasa desapercibida, anda. Sibby se quedó impactada. Luego, sonrió. —Desde luego. Sí. Tíos. —Y no digas «desde luego», di «claro, guay» o algo así. A no ser que estés hablándole a un adulto. —Claro, guay. —Y lo de «jolines» es mejor que lo olvides. —¿He dicho yo...?

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—Pues claro que sí. Y también algo aún más nefasto: «a tope». Eso es de paletos. —Oye, espera. —Yo no espero nunca. Ah, y tampoco les ofrezcas dinero a los tíos para que te den un beso. Besarte ya es regalo suficiente. Sibby frunció el ceño. —¿Por qué has decidido ayudarme? Ni siquiera te caigo bien. —Porque sé lo que es estar lejos de casa, sola, intentando encajar en algún lado. Y también lo que es no poder contarle a nadie lo que eres de verdad. Puso el coche en marcha y lo sacó a la calle. —¿Alguna vez has matado a alguien con tus propias manos? —le preguntó Sibby, tras unos minutos de silencio. Miranda la miró por el retrovisor. —Todavía no. —Ja, ja.

—Estás loca —dijo Sibby cuando entraron. Tenía los ojos como platos—. Dijiste que iba a ser un rollo. Pero esto no es un rollo. Es fantástico. Miranda se estremeció. Se habían colado en el Grand Hall de la Sociedad Histórica de Santa Bárbara por una puerta de emergencia, abierta para que quienes habían ido a la fiesta pudiesen salir a colocarse, y, tras echar un vistazo general, Miranda pudo comprobar los resultados de aquellos desvaríos. Las paredes de la sala estaban cubiertas con una tela brillante de color azul con estrellas bordadas, las cuatro columnas del medio tenían un sinnúmero de cintas rojas y blancas que las envolvían, las mesas, arrinconadas y ocultas bajo banderas estadounidenses, estaban ocupadas por peceras cuyos pececillos habían sido teñidos de rojo y azul, y, al fin, rodeándolo todo, había una serie de reconstrucciones de los principales hitos del paisaje estadounidense —como el monte Rushmore, la Casa Blanca, la estatua de la Libertad, la Campana de la Libertad y el geiser Old Faithful— hechas a base de terrones de azúcar. Cortesía del padre de Ariel West. El día anterior, Ariel había anunciado en la reunión que, después de la fiesta, donarían el decorado a «la gente pobre de Santa Bárbara, tan necesitada de azúcar». Miranda no sabía por qué, si se debía a los globos que colgaban del techo y se movían a un lado y a otro o a un presentimiento, pero empezó a sentirse intranquila.

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En cambio, Sibby había descubierto el paraíso. —Recuerda: la mayoría de los tíos que ves por aquí han venido con sus respectivas parejas, así que intenta ser sutil con el temita de los besos —dijo Miranda. —Claro, guay. —Y si te llamo, vienes. —¿Qué soy ahora? ¿Tu perro? —viendo la mirada glacial de Miranda, Sibby agregó—: Claro, guay, aguafiestas. —Y si tienes la más mínima impresión de que algo va mal, entonces... —... vengo y te lo digo. Entendido. Ahora ve a divertirte un poco. Ah, claro, pero si no sabes cómo. En fin, el consejo que te doy es que, cuando no sepas qué hacer, pregúntate: «¿Qué haría Sibby en mi lugar?». —No tengo ganas de hacer el ridículo, ¿sabes? Sibby estaba demasiado entretenida inspeccionando la sala como para responderle. —¡Vaya! ¿Quién es ese pedazo de hombre que está en aquella esquina? — preguntó—. El que lleva gafas de sol. Miranda buscó un pedazo de hombre alrededor, pero sólo encontró a Phil Emory. —Se llama Philip. —Holaaa, Philip —dijo Sibby, enfilando hacia allá. Miranda escondió su bolsa de deporte debajo de una mesa y se mantuvo cerca de una pared, entre la Casa Blanca y el geiser Old Faithful, en parte para tener a Sibby a la vista pero también para evitar que nadie la reconociera. Se había cambiado de ropa en el cuarto de baño para ponerse lo único que traía consigo, pero, pese a ser rojo, blanco y azul, no creía que el uniforme del equipo de roller derby fuese una indumentaria apropiada para la fiesta. En la bolsa siempre llevaba dos uniformes: el de jugar en casa —camiseta sin mangas y escotada por la espalda, de color blanco brillante, gorra azul y falda a rayas rojas, blancas y azules (si es que se le podía llamar falda a algo que tenía escasos centímetros de largo y que había que llevar con pantys)— y el de jugar fuera, que era igual pero con la camiseta de color azul. Había optado por el blanco, que le parecía más formal, pero estaba segura de que no combinaba demasiado bien con los zapatos negros del traje de chófer, los únicos que tenía. Llevaba un rato allí de pie, preguntándose por qué todos menos ella eran totalmente capaces de moverse en la pista de baile sin horrorizar a nadie, cuando oyó un par de corazones latiendo en los que reconoció a Kenzi y a Beth, que se le estaban acercando.

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—¡Has venido! —exclamó Kenzi, dándole un gran abrazo. Una de las cosas que Miranda adoraba de Kenzi consistía en que su amiga siempre actuaba como si hubiese tomado éxtasis y era muy cariñosa, daba abrazos y nunca se avergonzaba de nada—. Qué bien que estés aquí. Me daba mucha pena que no vinieras. Bueno, ¿estás preparada para desembarazarte de las inseguridades de la juventud? ¿Lista para adueñarte del futuro? Kenzi y Beth se habían vestido como para adueñarse de lo que se les antojara, pensó Miranda. Kenzi llevaba un ceñido vestido de color azul que le dejaba la espalda al aire, y en ella se había pintado un ojo color zafiro. Por su parte, Beth lucía una minifalda de satén rojo y, en el antebrazo, a modo de brazalete, una serpiente dorada con rubíes en los ojos (o, al menos, Miranda asumió que eran rubíes, dado que los padres de Beth eran dos grandes estrellas del panorama cinematográfico de Bollywood). Mirándolas a ambas, la mayoría de edad parecía una maravillosa y sofisticada fiesta con un pinchadiscos excelente y una restringidísima lista de invitados. Miranda estudió su uniforme de roller derby. —Debería haber previsto que, en el momento de adueñarme de mi futuro, iba a estar vestida como un espantajo. —Qué va. Estás estupenda —dijo Beth, y de no ser porque Beth era una de esas personas que no conocían el sarcasmo, Miranda habría tachado aquel comentario de sarcástico. —Es cierto —confirmó Kenzi—. Estás claramente en la liga de las NPL —lo cual significaba «nacidas para ligar»—. Preveo grandes cosas en tu madurez. —Y yo preveo que tienes una miopía galopante —profetizó Miranda. A lo lejos, divisó a Sibby, que tiraba de Philip Emory para conducirlo a la pista de baile. Miranda se volvió hacia Kenzi. —¿Me consideras divertida o te parezco una aguafiestas, una abuelita, un coñazo? —¿Aguafiestas? ¿Coñazo? —inquirió Kenzi—. ¿Pero qué dices? ¿Has vuelto a golpearte la cabeza en el partido de roller derby. —No, esto es serio. ¿Soy divertida? —Sí —afirmó Kenzi, solemne. —Sí —coincidió Beth. —Excepto cuando te pones en plan BC —matizó Kenzi—. Y cuando tienes la regla. Y cuando falta poco para tu cumpleaños. Bueno, pero recuerdo una vez que... —Da igual —Miranda volvió a buscar a Sibby con la mirada y la descubrió liderando una conga.

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—Era una broma —dijo Kenzi, tomando a Miranda del brazo—. Pues claro que eres divertida. O sea, ¿qué otra persona se disfrazaría de Magnum en Halloween? —Acuérdate de cuando entretuviste a los niños de la planta de oncología representando Dawson Crece con figuritas de porcelana —agregó Beth. Kenzi asintió. —Es verdad. Hasta los niños enfermos de cáncer te consideran divertida. Y no son los únicos. Algo en el tono de voz de Kenzi hizo que Miranda empezara a preocuparse. —¿Qué has hecho? —Ha estado genial —dijo Beth. Miranda se asustó. —Dime. —Nada, investigar un poco —contestó Kenzi. —Investigar ¿qué? Miranda se dio cuenta en aquel momento de que había palabras escritas en el brazo de Kenzi. —A Will y a Ariel —respondió Kenzi—. No están juntos. —¿Se lo preguntaste? —Hice una entrevista, digamos —repuso Kenzi. —No, por favor. Dime que es una broma —de vez en cuando, tener por compañera de habitación a alguien que aspiraba a ser periodista resultaba peligroso. —Tranquila. Él no sospecha nada. Yo hice como si la cosa no fuera conmigo — afirmó Kenzi. —Magistral —juzgó Beth. Miranda empezó a pensar en trampillas una vez más. —En fin, el caso es que le pregunté por qué creía él que Ariel le había pedido que la acompañase a la fiesta —consultó lo que tenía escrito en el brazo—. Dijo: «Para que cierta persona tuviese celos». Por supuesto, yo le pregunté quién y él respondió: «Qué más da. A eso es a lo que aspira, a dar celos». ¿No te parece muy agudo teniendo en cuenta que es un tío? —Es listo —terció Beth—. Y agradable. Miranda les dio la razón con un gesto de cabeza y buscó a Sibby por la pista de baile. Acabó por divisarla en una esquina oscura, con Philip. Pero hablando con él y no besándolo. Por algún motivo, eso provocó que Miranda sonriera.

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—Gracias por haber averiguado todo eso —dijo Miranda—. Es... —Pero todavía te queda por oír la mejor parte —contestó Kenzi—. Le pregunté por qué pensaba venir a la fiesta con Ariel si no eran pareja y él dijo... —de nuevo, tuvo que repasar las notas que tenía en el brazo—. Dijo: «Porque nadie me hizo una oferta mejor». —Con esa sonrisa tan bonita que tiene —le recordó Beth. —Sí, lo dijo con esa sonrisa. Y me miraba a los ojos mientras lo dijo. ¡Estaba claro que se refería a ti! —Clarísimo —Miranda quería a sus amigas a pesar de sus delirios. —Deja de mirarme como si acabara de hacer una paradita en la tienda de lobotomías, Miranda —rezongó Kenzi—. No me equivoco. Le gustas y está libre. Deja de pensar y ve a por él. Suerte y VAT. —¿VAT? —Vive a tope —señaló Beth. Miranda se quedó sin aire. —No puede ser —masculló. —¿Qué? —preguntó Kenzi. —Nada —Miranda meneó la cabeza—. Aunque esté solo, ¿qué te hace pensar que Will quiere salir precisamente conmigo? Kenzi la miró de reojo. —Bueno, pues pasando por alto todas esas bobadas de que eres estupenda y lista que tengo que decirte como tu mejor amiga que soy, ¿hace mucho que no te miras al espejo? —Ja, ja. Venga... —¡Adiós! —intervino Beth, interrumpiéndola y llevándose a Kenzi consigo—. ¡Nos vemos más tarde! —¡No lo olvides, VAT! —le recomendó Kenzi, alejándose—. ¡Cómetelo con patatas! —Pero ¿adonde...? —Miranda cerró la boca al oír un latido que venía de muy cerca y se dio la vuelta. A punto estuvo de darse de bruces contra el pecho de Will.

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—Hola —dijo él. —¡Epa! —dijo ella. Dios. DIOS. ¿Es que no podía saludar de un modo más normal? Gracias, Boca Atolondrada. El levantó una ceja. —No sabía que fueras a venir a la fiesta. —Esto... Cambié de opinión a última hora. —Estás muy guapa. —Tú también —y mucho más, la verdad. Estaba como una ración doble de pasteles de manzana y canela acompañada por un extra de beicon y croquetas de patata y cebolla (supercrujientes). Era lo mejor que habían registrado los ojos de Miranda. Se dio cuenta de que estaba mirándolo con excesiva fijeza y, azorándose, apartó la vista. Se produjo un momento de silencio. Y luego otro más. «No permitas que supere los cuatro segundos», se recordó a sí misma. Debía de haber transcurrido al menos un segundo, de manera que quedaban tres segundos, dos segundos... «¡Di algo! Di...» —¿Llevas puesto el pantalón de astronauta? —le dijo Miranda. —¿Qué? ¿Cómo continuaba? Ah, ya se acordaba. —Es que te has pasado el día dándome vueltas en la cabeza. Will se la quedó mirando como si estuviese calculando qué talla de camisa de fuerza le sentaría mejor. —Me parece... —dijo, titubeando. Carraspeó varias veces y continuó—: Me parece que la segunda parte de la frase es: «Es que tienes un culo que se sale de órbita». —Ah. Así tiene sentido. Ya decía yo. Claro, es que leí en un libro que trata sobre cómo gustarle a los tíos que esa frase nunca falla, pero entonces tuve que dejar de leer y la frase anterior hablaba de mareos o algo así, de ahí lo de dar vueltas, así que supongo que he mezclado la una con la otra... —él continuaba mirándola, y Miranda, recordando otro de los consejos del libro («en caso de duda, hazle una oferta»), cogió el primer cuenco que encontró a mano, se lo puso bajo la barbilla y le preguntó—: ¿Unos frutos secos? Él estuvo a punto de sufrir un ataque. Volvió a carraspear vanas veces, tomó unos cuantos frutos secos, devolvió el cuenco a la mesa, se le acercó casi hasta tropezar con ella y dijo: —¿De verdad has leído un libro sobre eso?

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Con tanto barullo, Miranda apenas podía percibir el sonido que producía el corazón de Will. —Sí, lo he leído. Porque, como es evidente, no se me da muy bien el tema. O sea, si le das un beso a un tío y él se aparta de ti y te mira como si fueras un montón de mocos, entonces es que no hay duda de que tienes que dedicarle tiempo a la sección de autoayuda de las... —Eres muy habladora cuando estás nerviosa —señaló él, todavía muy cerca. —No, no es verdad. Eso es absurdo. Sólo estoy intentando explicarte que... —¿Te pongo nerviosa? —Pero si no estoy nerviosa. —Estás temblando. —Tengo frío. Apenas llevo ropa. Los ojos de Will le recorrieron los labios y luego volvieron a mirarla de frente. —Ya veo. Miranda tragó saliva. —Oye, tengo que... El le agarró la muñeca antes de que pudiera levantar el vuelo. —Ese beso que me diste fue el más excitante que me hayan dado nunca. Me aparté de ti porque tuve miedo de perder el control y empezar a arrancarte la ropa a lo salvaje. No me parecía que fuesen maneras de terminar nuestra primera cita. No pretendía que te quedaras con la idea de que habías dejado de interesarme. Ella estudió su expresión. Se produjo un nuevo silencio, pero esta vez Miranda no se preocupó por su duración. —¿Y por qué no me lo dijiste? —le preguntó, después de un rato. —Lo intenté, pero, después de aquello, cada vez que te veía, tú te escapabas. Pensaba que me estabas evitando. —No quería pasar por una situación incómoda. —Claro, porque no fue nada incómodo que, el miércoles, te escondieras detrás de una planta cuando entré en el comedor. —No me estaba escondiendo. Estaba... respirando. Ya sabes, oxígeno. El de la planta. Es que emiten un aire muy oxigenado, la verdad. «Mete la cabeza en un horno sin perder un instante.» —Claro. No sé cómo no se me ocurrió pensarlo.

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—Es saludable. No hay mucha gente que lo sepa. «Mete la cabeza en un horno, porque todavía la tienes A MEDIO HACER.» —Entiendo. Estoy seguro de que... —¿Hablabas en serio? —lo interrumpió Miranda—. ¿Decías en serio que te gustó el beso? —Sí. Me gustó mucho. Las manos de Miranda temblaban. Se puso de puntillas y lo atrajo hacia sí. En aquel instante, la música dejó de sonar, se encendió la luz de la salida de emergencia y una vocecilla anunció por un altavoz: «Por favor, vayan ordenadamente a la salida más cercana y abandonen el edificio de inmediato». La muchedumbre que buscaba la puerta, guiada por cuatro hombres ataviados con trajes protectores, empujó a Will y a Miranda hacia lados distintos. La voz de la megafonía seguía repitiendo el mensaje, pero Miranda no le hacía caso, ni tampoco a Ariel West, quien gritaba que alguien iba a tener que pagar el haberle estropeado la noche, ni a un individuo que exclamaba que tío, aquél era el mejor modo de ponerle la guinda a la fiesta, y que además estaba que se salía, macho. Miranda estaba atenta al un, dos, tres, chachachá del corazón del sargento Reynolds, un tanto amortiguado por el protector que le cubría el pecho. Aquello no era un simulacro. —Es por nosotras, ¿verdad? —le preguntó Sibby, que había aparecido al punto junto a Miranda—. Por eso han venido estos soldados de asalto. Por nosotras. —Sí. —Tenías razón. Debí haberme quedado escondida. Esto es culpa mía. No quiero que le pase nada a nadie. Iré junto a esos tipos y me entregaré, y ellos tendrán que... —¿Cómo? —estalló Miranda—. ¿Después de todo lo que he pasado? ¿Ahora que sólo faltan tres horas? ¿Con lo bien que te has integrado en la fiesta? Ni de broma. Esto no va a quedar así. Vamos a salir de aquí, ya lo verás. Trataba de inspirar confianza, pero, en realidad, estaba aterrorizada. «¿Qué diablos crees que vas a hacer?», inquirió el canal Autocrítica. No tenía ni idea. Sibby la miró, esperanzada. —¿De verdad? ¿Tienes un plan de fuga? Miranda tragó saliva, tomó aire y le contestó: —Sígueme. Y a sí misma se dijo: «Por favor, no me falles».

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Salió a la perfección. O casi. Había seis guardias bloqueando las salidas y otros cuatro en la entrada principal, todos ellos registrando a la gente que abandonaba la sala. Diez en total. Pertrechados con trajes protectores y máscaras, explicaban a todo el mundo que se había producido una amenaza de bomba y que debían evacuar el edificio a la mayor brevedad posible. Nadie se preguntó por qué llevaban armas automáticas que, además, empleaban para empujar a la gente. Nadie excepto el señor Trope, que se acercó a uno de ellos y le dijo: —Oiga, joven, le ruego que, con mis chicos delante, oculten esas armas. Eso fue suficiente para que el guardia se distrajera y que Miranda y Sibby se infiltraran en el medio de la multitud. Ya habían dejado atrás a la primera pareja de soldados y sólo les quedaban otros dos por delante. En ese momento, Ariel gritó: —¿Señor Trope? ¿Señor Trope? Mire, allí está ella, Miranda Kiss. Ya le dije que se había colado en la fiesta. Está justo en el medio, allí. Tiene que... —¿Dónde está? —preguntó el señor Trope, detrás de Miranda—. ¿Adonde ha ido? No pienso abandonar aquí a nadie. —Por favor, señor —le respondió un soldado—. Deben evacuar la sala sin pérdida de tiempo. La encontraremos. No se preocupe. Miranda, que lo había oído todo, pensó que si lograba salir con vida de allí se portaría mucho mejor con el señor Trope. Claro, sólo si salía con vida. Arrastró a Sibby hasta el geiser Old Faithful. —Métete ahí. Ya —le ordenó. —¿No será mejor que me esconda en la Casa Blanca? ¿Por qué me tengo que meter en esta especie de volcán? —Porque a lo mejor necesito parte de la Casa Blanca. Por favor, haz lo que te digo. Si te metes ahí, no podrán encontrarte, aun en el caso de que tengan visión nocturna. —¿Y tú qué vas a hacer? Vas vestida de un blanco muy visible. —Que es el mismo blanco que el de la decoración. —¡Vaya! Qué bien se te da. Esto sí que es estrategia. ¿Dónde has aprendido a...? Miranda se estaba haciendo la misma pregunta. ¿Por qué, tan pronto como había oído el anuncio de evacuación, su mente había empezado a medir la distancia que la

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separaba de las vías de salida, a identificar las armas o a vigilar la entrada principal? Que sus sentidos funcionaran en piloto automático era un alivio, ya que significaba que sus poderes estaban cooperando. Sin embargo, ¿era lo bastante fuerte para enfrentarse a diez hombres armados? Hasta el momento, su mejor marca estaba en tres atacantes, y sin ametralladoras. —Dame tus botas —le dijo a Sibby. —¿Para qué? —Para quitar de en medio a unos cuantos enemigos y que podamos salir de aquí. —Pero me gustan mucho estas... —Dámelas. Y la pulsera de goma también. Miranda colocó la trampa y, al ver que un guardia se acercaba, contuvo la respiración. —Columna sudoeste —le oyó decir por la radio portátil—. Tengo a una. Luego, vio cómo el guardia apartaba las cintas con la culata de su arma. —¿Pero qué es lo que...? —inquirió el guardia. Entonces, Miranda le disparó el trozo de azúcar que había constituido la nariz de George Washington sirviéndose del tirachinas que había construido con la pulsera de Sibby y un tenedor. El tiempo que había invertido en afinar la puntería había dado sus frutos, ya que el proyectil había alcanzado al guardia y lo había hecho echarse hacia delante. Cayó de bruces y se quedó desorientado y atontado, suficiente para que ella lo atase de pies y manos con las cintas de la columna. —Lo siento muchísimo —le dijo, dándole la vuelta para taponarle la boca con un panecillo, y luego sonrió—. Ah. Hola, Craig. No es tu día, ¿eh? Espero que no te duela mucho la cabeza. ¿Cómo? ¿Que te duele? No te preocupes, el dolor remitirá. Más tarde, cuando te desaten, frótate las muñecas y los tobillos con agua caliente. Adiós. Recogió las botas, que había situado en la base de la columna a modo de reclamo, y advirtió que otro guardia venía en su dirección a toda prisa. Le lanzó una de las botas a modo de disco, y sonrió satisfecha cuando oyó el ruido que hizo el cuerpo del guardia al chocar contra el suelo. Dos fuera de combate. Todavía faltaban ocho. Mientras se disculpaba con el segundo, que había perdido el conocimiento — resultaba esperanzador que las botas de caña alta sirviesen para algo—, la radio de éste emitió el sonido de una voz: —León, aquí el jardinero. ¿Dónde estás? Manten la posición. ¿Me recibes?

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Miranda estudió la radio y optó por hablar. —Creía que te llamabas Caleb Reynolds, sargento. ¿A qué viene ese rollo del jardinero? ¿No te gusta más «mago de las plantas», como te llama alguna amiga mía? La radio chisporroteó. Luego se oyó la voz del sargento Reynolds. —¿Miranda? ¿Eres tú? ¿Dónde estás? ¿Miranda? —Aquí mismo —le susurró en el oído. Se había deslizado hasta allí sigilosamente y, mientras él se volvía, le agarró el cuello con una mano y le presionó la garganta con el tacón de la bota de Sibby. —¿Con qué pretendes acuchillarme? —inquirió él. —Lo único que te interesa saber es que va a dolerte mucho y que la herida se te va a infectar si no me dices cuántos amigos han venido contigo y cuáles son vuestros planes. —Hay diez aquí y otros cinco en el exterior, vigilando las salidas. Pero yo estoy de tu lado. —¿Qué me dices, jardinero? No me llevé esa impresión cuando te vi en la casa. —No me diste tiempo a hablar con la niña. —Vas a tener que esforzarte un poco más. A mí no me engañas con esas tonterías. —¿Tienes idea de quién es ella? —¿Que quién es? Pues no. El pulso de Reynolds se aceleró. —Es una profeta de carne y hueso. La sibila cumana. Es una de las diez personas que, uniendo sus fuerzas, pueden conocer y controlar el futuro del mundo. —¡Vaya! Y yo que la creía una adolescente insoportable, un hervidero de hormonas. —La sibila actúa a través de diferentes cuerpos. O eso es lo que cree la gente con la que trabajo. Delincuentes. Dicen que quieren protegerla, evitar que personas sin escrúpulos se aprovechen de sus profecías, pero yo creo que su propósito es la extorsión. Le oí decir a uno de ellos que, si la raptaban, podrían pedir una cifra de ocho ceros en concepto de rescate —a medida que hablaba, su corazón iba latiendo más despacio—. Mi trabajo consistía en averiguar dónde la iban a recoger, de modo que ellos pudieran mandar a alguien allí con una pertenencia de la niña para demostrar que estaba con nosotros y hacer que el capataz pagase el rescate. A Miranda le pareció siniestro aquello de «una pertenencia de la niña». —Pero tus planes eran otros —aventuró.

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—Están utilizando la vertiente religiosa del asunto como una tapadera bajo la que esconder su codicia. Es asqueroso. Yo me preparé para desbaratar sus planes, pero entonces —dijo, con voz agitada y el pulso cardiaco alcanzando cotas máximas— apareces tú y lo complicas todo. Miranda comprendió que el enfado de Reynolds no era fingido. —¿Cómo pensabas desbaratar sus planes? —Se suponía que yo debía lograr que la niña me dijese en qué lugar iban a recogerla, ¿comprendes? Cuando tú te presentaste, yo iba a explicarle a la niña que tenía que decir que iban a recogerla en cierto lugar que el destacamento encargado del caso había elegido para detener a los tipos esos en cuanto aparecieran por allí. Entretanto, debía conducir a la sibila a un lugar seguro en el que se produciría el verdadero intercambio. Pero, insisto, llegaste tú y lo echaste a perder. Meses de trabajo policial tirados por el retrete —sus latidos habían recuperado el ritmo normal. Miranda lo soltó. —Lo siento —le dijo. Él se volvió con una expresión airada que pronto reemplazó por una media sonrisa al ver la indumentaria de Miranda. —Qué arreglada te has puesto —se mofó, y después añadió—: Oye, todavía podemos reconducir la situación. ¿Tienes otro traje como ése? —¿Otro uniforme de roller derbi? Claro. Pero no es del mismo color. Tira al azul. —Eso no importa con tal de que se le parezca. Si las dos vais vestidas igual, podremos convencerlos de que la sibila eres tú y, así, utilizarte de cebo y llevarla a ella a lugar seguro. Le explicó el resto del plan con rapidez. —Aún sería mejor si nos pusiéramos las pelucas y las máscaras. Para redondear el disfraz. —Me parece bien. Perfecto. Ve a la entrada de servicio, por la que os colasteis. Hay un guardia vigilando la puerta exterior, pero hay otra puerta a la izquierda que está libre. Da a una oficina. Me encargaré de estos tipos y luego iré... Dejó de hablar, levantó el arma y disparó una ráfaga. Volviéndose, Miranda vio que había derribado a uno de los guardias. —Nos ha visto juntos —se justificó él—. No puedo permitir que uno de esos cabrones te capture o les cuente nuestro secreto a los demás. Los tendré distraídos por aquí. Tú ve con la sibila, cambiaos y esperadme en la oficina. Ya se había puesto en marcha cuando se le ocurrió una idea y se detuvo.

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—¿Cómo nos has encontrado? —le preguntó. El ritmo cardiaco de Reynolds se ralentizó. —Tu coche es fácil de seguir. —Comprendo —repuso Miranda, y se marchó mientras oía a Reynolds decir por la radio: «Una baja. Repito. Una baja». Sibby estaba frenética. —¿Qué ha ocurrido? ¿Te han disparado? —No. Creo que ya sé cómo saldremos de aquí. —¿Cómo? Miranda se lo explicó al tiempo que se cambiaban y, luego, ambas bordearon la sala para dirigirse a la oficina. Mientras caminaban, oyó al sargento Reynolds dándole órdenes a los guardias, manteniéndolos ocupados en rincones apartados de la estancia, aconsejándoles cosas como: «¡No encendáis las luces! La oscuridad es nuestra ventaja». En cierto momento, captó un gruñido de dolor, como si alguien hubiese derribado a uno de los guardias. Estaba impresionada. Llegaron a la oficina sin encontrarse con nadie. Sibby se sentó en la silla situada tras la mesa. Miranda empezó a dar paseos cortos al ritmo que le marcaba el enorme reloj de pared que presidía la oficina, a toquetear y sopesar objetos tales como un cuenco de cristal, una caja con enseres de escritorio o una fotografía en la que podía verse a un hombre, una mujer, dos niños pequeños y un perro, todos sentados en un embarcadero con el crepúsculo de fondo. El perro llevaba puesta una gorra, como si fuese uno más de la familia. Una mano tapó el retrato. —Miranda... Estoy aquí... Te estoy hablando... Miranda dejó la fotografía sobre la mesa. —Lo siento. ¿Qué me decías? —¿Cómo sabes que no te ha engañado? —Lo sé. Confía en mí. —Pero si te equivocas... —No me equivoco. El reloj chasqueó. Miranda retomó sus paseos. —Odio ese reloj —dijo Sibby. Chasquido. Paseo. Sibby: —No estoy segura de poder lograrlo.

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Miranda se detuvo y la miró. —Pues claro que vas a lograrlo. —Yo no soy valiente como tú. —¿Cómo? Pero si eres tú la que ha besado ya a... ¿a cuántos? ¿Veintitrés? —Veinticuatro. —Has besado a veinticuatro en un solo día. Tienes valentía de sobra —Miranda dudó un momento y agregó—: ¿Sabes a cuántos he besado yo en toda mi vida? —¿A cuántos? —A tres. Tras dar un gritito, Sibby se echó a reír. —¡Jolines! Ya sé por qué estás tan reprimida. O progresas un poco, o vas a tener una vida muy triste. —Gracias.

Dieciocho minutos después, el sargento Caleb Reynolds estaba junto a la puerta de la oficina, espiándolas por una rendija. Le había costado un poco más de lo previsto poner todo en orden, pero se sentía bien, confiado, y no le cabía duda sobre lo que estaba a punto de suceder. Sobre todo viendo a las dos jóvenes vestidas con los uniformes de las Bees, con aquellas faldas mínimas y las camisetas sin mangas, y hasta con las máscaras y las pelucas. Eran idénticas entre sí, de no ser porque una iba de azul y la otra de blanco. Como si fueran muñecas; sí, le gustaba considerarlas de aquel modo. Eran sus muñecas. Muñecas caras. —¿Estás segura de que tus ganas de darle un beso no te están nublando el juicio, Miranda? —estaba diciendo la muñeca azul. —¿Y quién ha dicho que yo quiera darle un beso, eh, ladrona de besos? — respondió la muñeca blanca. —¿Y quién ha dicho que yo quiera darle un beso? —se burló la muñeca azul—. Por favor. Deberías aprender a divertirte un poco. Vivir a tope. —Seguro que aprendo en cuanto pueda librarme de ti, Sibby.

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La muñeca azul sacó la lengua, y estuvo a punto de hacer que Reynolds soltara una carcajada. Eran muy guapas, aquellas muñecas, sobre todo cuando estaban juntas. —Ahora en serio —dijo la muñeca azul—. ¿Cómo sabes que podemos confiar en él? —Tiene sus propios planes —le explicó la muñeca blanca— y apuntan en la misma dirección que los nuestros. En aquel momento, Reynolds tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para contener una risotada. No sabía la muñeca hasta qué punto estaba en lo cierto, en especial, en lo referente a sus propios planes. Y tampoco sabía lo equivocada que estaba con respecto al resto. Empujó la puerta hasta abrirla y las vio volverse con la ilusión de estar contemplando a su salvador pintada en la expresión. —¿Estás preparada, señorita Cumean? La muñeca azul asintió. —Cuida de ella —le recomendó la muñeca blanca—. Ya sabes lo importante que es. —Descuida. La dejaré en lugar seguro y regresaré a participar en la segunda parte de la operación. No le abras la puerta a nadie que no sea yo. —Entendido. Reynolds regresó al cabo de un minuto escaso. —¿Todo bien? ¿Sibby ya está a salvo? —Ha ido a pedir de boca. Mis hombres estaban en donde debían estar. No ha habido ningún problema —Vale, pues ¿cuánto tenemos que esperar hasta que yo pueda salir de aquí? El se le acercó y la arrinconó contra la pared. —Cambio de planes —dijo. —¿Cómo? ¿Es que has añadido una parte en la que me besas antes de que, haciéndome pasar por Sibby, conduzca a los guardias a la emboscada que los SWAT les tienen preparada? A Reynolds le gustó el modo en que Miranda le sonreía mientras hablaba. Le dio una caricia en la mejilla y dijo: —No exactamente, Miranda —siguió acariciándola hasta tocarle el cuello. —¿Pero qué estás dic...?

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Antes de que pudiera terminar, el sargento la aplastó contra la pared y la alzó en vilo sujetándola por el cuello. —Ahora sólo estamos tú y yo —dijo Reynolds, apretándole la garganta con más fuerza—. Lo sé todo sobre ti. Quién eres. Qué es lo que puedes hacer. —¿De verdad? —barbotó ella. —De verdad, sí, princesa —Reynolds observó que los ojos de Miranda se dilataban, que su víctima empezaba a atragantarse—. Sabía que lograría llamar tu atención. —No sé de qué estás hablando. —Sé que tu cabeza tiene un precio. Miranda Kiss: se busca, viva o muerta. Mi plan primigenio consistía en dejarte vivir durante un tiempo y capturarte más tarde, pero, por desgracia, a ti se te ocurrió la gran idea de intervenir. Si te hubieras preocupado de tus asuntos en vez de fijarte en los míos, princesa. Pero ahora no puedo permitir que vuelvas a entorpecerme el camino. —¿Te refieres a lo que te propones hacer con Sibby? Tú eres el que quiere apropiarse del dinero. Tú traicionaste a esos tipos y les hiciste creer que compartías su causa, al igual que has hecho con nosotras. —Pero qué chica tan lista. —¿Entonces me matas, la secuestras a ella y te quedas con el dinero? ¿Eso es todo? —Sí. Como en el Monopoly, princesa. Permiso de paso y recaudación de doscientos dólares. Sólo que en este caso son cincuenta millones. Por la niña. —¡Vaya! —la sorpresa de Miranda no era fingida—. ¿Y cuánto te darán por mí? —¿Muerta? Cinco millones. Pero viva vales más. Por lo visto, hay quien piensa que eres una especie de supermujer, que posees superpoderes. Sin embargo, ahora ya no hay tiempo para eso. —Eso ya lo has dicho —balbució ella. —No me digas que te estás aburriendo, Miranda—Reynolds cerró los dedos un poco más—. Siento que no sea un final demasiado novelesco —afirmó, sonriente, mirándola a los ojos mientras la estrangulaba. Advirtió que a ella comenzaba a faltarle el aire. —Ya que vas a asesinarme, ¿te importaría acabar de una vez? Está siendo desagradable. —¿Te refieres a lo que te hago con las manos? ¿O tiene que ver con la sensación de que fracasas... —No estoy fracasando.

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—... una vez más? Ella le escupió en la cara. —Sigues teniendo agallas. Eso es lo que admiro de ti. Creo que tú y yo habríamos llegado lejos, pero, por desgracia, ya no hay tiempo para eso. Ella presentó batalla una última ocasión, arañándole las manos con que le atenazaba el cuello, los antebrazos, cualquier parte de su cuerpo, pero él no se inmutó. Desesperanzada, dejó caer las manos. Él se le acercó tanto que ella pudo olerle el aliento. —¿Unas últimas palabras? —Pues sí: Listerine contra el mal aliento. Te hace mucha falta. Él se rió y le presionó el gaznate hasta que se le cruzaron las manos. —Adiós. Por un segundo, ella sintió que la mirada de su ejecutor le quemaba los ojos. Después, él oyó un fuerte chasquido y notó que algo le golpeaba en la cabeza por detrás. Trastabilló, soltó a la chica y perdió la consciencia antes de aterrizar en el suelo. Todavía sosteniendo el reloj, la muñeca azul pensó que él nunca sabría quién le había golpeado.

Vestida con el uniforme azul, Miranda se deshizo del hombre al que le había atizado con el reloj y corrió hacia Sibby. A sus muñecas todavía se abrazaban los aros de unas esposas, y de cada uno de ellos colgaba un trozo de cadena. Le temblaban las manos y los brazos. Con sumo cuidado, levantó a la niña, inconsciente. —Vamos, Sibby, abre los ojos. No debía haber tardado tanto. El plan era sencillo: Sibby y ella intercambiarían su identidad cambiándose los uniformes. Cuando, como Miranda esperaba, el sargento Reynolds las traicionase, sería Miranda, disfrazada de Sibby, la que él entregaría a sus hombres. Miranda acabaría con ellos y luego volvería a rescatar a Sibby. Al menos, así debía haber sido. —Venga, Sibby, arriba —dijo Miranda, tomando a la niña en brazos y echándose a correr.

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Notaba el pulso de Sibby, pero era débil e irregular. Cada vez más débil. «Esto no estaba previsto.» —Despierta, Sibby —dijo, con voz quebrada—. Ya ha salido el sol. Miranda no había calculado que se encontraría con los cinco gorilas de Reynolds esperándola —¿no tendría que haber estado uno de ellos esperando fuera con el coche en marcha?—, pero, en especial, no había previsto que la mujer a la que el sargento había ido a buscar al aeropuerto tuviese los nudillos cubiertos de anillos de metal. El puñetazo que ésta le había propinado a Miranda les había dado tiempo para esposarla a una tubería mientras ella se recuperaba, así que había tenido que noquearlos con una serie de certeras patadas y romper la cadena de las esposas para liberarse, y eso había hecho que se retrasara más de la cuenta. Dándole al sargento más tiempo del planeado para que se ensañara con el esófago de Sibby. Mucho más. Los latidos eran cada vez más frágiles, casi inaudibles. —Lo siento muchísimo, Sibby. Tendría que haber llegado antes. Lo he dado todo, pero no era capaz de romper las esposas, estaba muy atontada y... —Miranda no veía con claridad y se dio cuenta de que estaba llorando. Tropezó, pero se recuperó y siguió corriendo—. Sibby, no puede pasarte nada. No puedes dejarme así. Si no te despiertas, te juro que jamás volveré a divertirme. Ni una sola vez —el pulso de la niña era poco más que un rumor, y estaba pálida como un fantasma. Miranda sofocó un sollozo—. Dios, Sibby, por favor... Un temblor sacudió los párpados de Sibby, quien, al poco, recuperó el color en las mejillas y el soniquete del ritmo cardiaco. —¿Ha ido bien? —murmuró. Miranda contuvo las ganas de abrazarla con todas sus fuerzas y tragó el aparatoso nudo que le atenazaba la garganta. —Sí, bien. —¿Le has...? —Le he dado con el reloj, como pedías. Sibby sonrió, le acarició la mejilla y cerró los ojos. No volvió a abrirlos hasta que estuvieron en el coche y empezaron a alejarse del edificio de la Sociedad Histórica. Se incorporó y miró alrededor. —¡Eh! Estoy en el asiento de delante. —Sólo por esta vez —le explicó Miranda—. No te acostumbres.

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—Vale —Sibby estiró el cuello y giró la cabeza a un lado y a otro—. Era un plan estupendo. Cambiarnos los uniformes de modo que te confundieran conmigo y no se anduvieran con contemplaciones. —Todavía no deben de saber qué ha ocurrido —Miranda se arremangó—. He roto la cadena, pero no puedo quitarme los aros de las esposas. Por algún motivo, Miranda pensó en lo que le había dicho Kenzi durante el baile: «¿Estás preparada para desembarazarte de las inseguridades de la juventud? ¿Lista para adueñarte del futuro?». —¿Qué ha pasado con el mago de las plantas? —He dejado un mensaje anónimo en el contestador de la policía diciendo dónde pueden encontrarle a él y a los guardias a los que les disparó. A estas alturas, estará yendo de camino a la cárcel. —¿Cómo estabas tan segura de que él intentaba engañarnos? —Siempre sé cuándo alguien está mintiendo. —¿Cómo? —Fijándome en varias cosas. Pequeños gestos. Pero, en esencia, fijándome en el ritmo al que les late el corazón. —¿Porque, cuando mienten, el corazón les late a más velocidad? —Depende del caso. Primero debes fijarte en cómo reaccionan cuando están siendo sinceros, y luego podrás saber en qué momento mienten. Al sargento se le reducía el rimo cardiaco cada vez que mentía, como si su corazón quisiese ir con más cuidado. Sibby la miró con atención. —¿Puedes oír los latidos del corazón de cualquiera? —Oigo muchas cosas. Sibby estuvo un rato meditando. —Cuando el mago de las plantas me estaba estrangulando me llamó princesa. Y dijo algo así como que había gente que te cree una especie de supermujer. Miranda notó que se le hinchaba el pecho. —¿Eso dijo? —Y también que tu cabeza tenía precio. Que te buscan, viva o muerta. Sin embargo, siento decir que valgo diez veces más que tú. —No fanfarronees. —¿Entonces es cierto? ¿Eres una supermujer?

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—A lo mejor resulta que te has quedado sin oxígeno en el cerebro, pero lo cierto es que las supermujeres sólo están en los cómics. Son una invención. Yo soy real, soy una persona como otra cualquiera. Sibby resopló. —Perdona pero tú no eres nada normal. Eres una neurótica y no tienes remedio — hizo una pausa—. Pero no has contestado a mi pregunta. ¿Eres o no eres una princesa con superpoderes? —¿Y tú eres una profetisa sagrada que sabe todo lo que va a ocurrir? Sus miradas se encontraron. Ninguna de las dos dijo nada. Sibby se desperezó y se despatarró sobre el asiento, y Miranda subió el volumen de la radio. Ambas sonreían. Tras unos cuantos kilómetros, Sibby dijo: —Me muero de hambre. ¿Por qué no paramos a tomar una hamburguesa? —Sí, pero como tenemos un horario que seguir, nada de besar a desconocidos. —Sabía que dirías eso.

Sentada en el coche, Miranda observó cómo la lancha motora desaparecía en el horizonte. Sibby se había marchado. «No tienes tiempo para relajarte —se dijo a sí misma—. Es posible que el sargento Reynolds vaya a la cárcel, pero todavía puede hablar, porque sabes que te mintió cuando le preguntaste cómo te había encontrado, lo que implica que hay alguien en el internado que sabe algo, y además está lo de la recompensa que se ofrece por tu captura...» Su teléfono móvil comenzó a sonar. Alargó un brazo, cogió la chaqueta del traje, que estaba en el asiento del copiloto, e intentó introducir la mano en el bolsillo interior, pero descubrió que el aro de las esposas que tenía en la muñeca le dificultaba la operación. Así las cosas, levantó la chaqueta y la sacudió. Descolgó en el último momento. —Hola. —¿Miranda? Soy Will. El corazón se le paró. —Hola —sintió un súbito pudor—. ¿Te lo... pasaste bien en la fiesta? —Sí, por lo menos hasta cierto momento. ¿Y tú?

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—Pues también, por lo menos hasta cierto momento. —Te estuve buscando tras lo de la amenaza de bomba, pero no te encontré. —Ya, es que me encontré en una situación un tanto peliaguda. Se produjo un silencio, que ambos rompieron a la vez. —Tú primero —dijo él. —No, tú —repuso ella, y ambos se troncharon de risa. —Oye —dijo él—, no sé si pensabas venir a la casa de Sean para seguir la fiesta. Está aquí todo el mundo. Hay mucho ambiente. Pero... —¿Pero qué? —Me preguntaba si no preferirías ir a desayunar unos gofres. ¿En Waffel House? ¿Tú y yo? Miranda olvidó que le hacía falta respirar. —Eso sería fantástico —respondió, pero, recordando de pronto que no debía mostrar tanto entusiasmo, agregó—: Sí, eso estaría bien, supongo. Will se rió con aquella risa capaz de fundir la mantequilla. —Yo también creo que sería fantástico —dijo. Tras colgar, Miranda comprobó que le temblaban las manos. Iba a desayunar con un chico. Y no sólo con un chico, sino con Will. Un chico que se salía de órbita y que la consideraba excitante. «Y también una loca. No sé qué dirá cuando te vea con esas esposas.» Intentó, una vez más, arrancarse los aros con la mano, pero todo fue imposible. O bien no eran esposas corrientes, o tumbar a diez tipos en una sola noche —o, más bien, a ocho, dado que a dos de ellos los había tumbado dos veces— la había dejado sin fuerzas. Qué interesante, aquello de que pudiese quedarse sin fuerzas. Tenía mucho que aprender de sus poderes. Pero más tarde. En aquel momento, tenía media hora libre para ingeniárselas y quitarse los aros de las esposas. Comenzó a devolver a su lugar todas las cosas que habían caído de la chaqueta y, al parar el coche, vio una cajita que no recordaba. Era la que Sibby le había dado al conocerse... ¿De verdad que sólo habían pasado ocho horas desde entonces? Le había dicho algo extraño, que Miranda recordó de repente. «Yo creo que si es tuyo», había dicho, enfática, entregándole la caja y el cartel que llevaba su nombre. Miranda abrió la cajita. En su interior, envuelta en un trozo de terciopelo negro, estaba la llave de las esposas.

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«¿Lista para adueñarte del futuro?» Sí, iba a intentarlo.

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EL INFIERNO EN LA TIERRA

Stephenie Meyer

Gabe miró hacia el otro extremo de la pista de baile y frunció el ceño. No sabía muy bien por qué le había pedido a Celeste que fuese con él a la fiesta, y menos aún por qué ella le había respondido que sí. Verla en aquellos momentos, tan abrazada a Heath McKenzie que éste debía de tener dificultades para respirar, no hacía más que aumentar sus dudas. Los cuerpos de ambos se habían fusionado dando lugar a una masa indivisible que se agitaba siguiendo un ritmo propio, que poco tenía que ver con el de la música que colmaba la sala. Las manos de Heath erraban por el deslumbrante vestido blanco de Celeste con notable audacia. —Mala suerte, Gabe. Gabe apartó la mirada del espectáculo que su pareja estaba dando y observó a su amigo, que se le acercaba. —Hola, Bry. ¿Cómo te va la noche? —Mejor que a ti, tío, mejor que a ti —repuso Bryan, sonriente. Levantó la copa, llena a rebosar de un ponche de color bilioso, como para brindar. Gabe llevó la botella de agua que tenía en la mano hasta la copa de su amigo y suspiró. —No tenía ni idea de que Celeste sintiese algo por Heath. ¿Qué pasa? ¿Es su ex o algo así? Bryan bebió un sorbo de aquel líquido siniestro, esbozó una mueca y sacudió la cabeza. —No, que yo sepa. Ni siquiera los había visto hablando antes de esta noche. Ambos miraron a Celeste, quien, al parecer, había perdido algo muy querido en el interior de la boca de Heath. —¡Up! —dijo Gabe.

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—Tal vez se deba al ponche —aventuró Bryan con ánimo de alentar a su amigo—. No sé si alguien le habrá echado algo en la copa, pero ¡ay! Es probable que no sea consciente de que está con alguien que no eres tú. Bryan bebió otro sorbo y su expresión volvió a contraerse. —¿Por qué bebes eso? —inquirió Gabe. Bryan se encogió de hombros. —No lo sé. A lo mejor porque espero que, después de haberme tragado el vaso entero, la música empiece a parecerme un poco menos patética. Gabe asintió. —Sí, el oído no perdona. Debí haberme traído el iPod. —Me gustaría saber dónde está Clara. ¿Existe alguna ley femenina que les exija pasarse un tanto por ciento de la noche reunidas en el cuarto de baño? —Así es. Y quienes no la cumplen se arriesgan a sufrir castigos ejemplares. Bryan soltó una carcajada, pero fue momentánea. La sonrisa se le desvaneció, y estuvo un rato jugueteando con la corbata. —En cuanto a Clara... —dijo —No tienes por qué decir nada —afirmó Gabe—. Es una chica estupenda. Estáis hechos el uno para el otro. Estaría ciego si no lo viera. —¿Seguro que no te importa? —Te dije que la invitaras a venir contigo al baile, ¿no? —Sí, me lo dijiste. Sir Galahad se anota otro tanto. Pero ahora en serio, tío, ¿es que tú nunca piensas en ti y sólo en ti? —Claro, de vez en cuando. Oye, pero hablando de Clara... Más te vale que se lo pase muy bien esta noche o tendré que romperte la nariz —Gabe sonrió—. Ella y yo todavía somos buenos amigos, así que no creas que no voy a llamarla para preguntarle qué tal. Bryan suspiró, pero, de pronto, notó un nudo en la garganta. Si Gabe Christensen pretendía romperle la nariz, no le iba a costar demasiado. A Gabe no le importaba arañarse los nudillos o ganarse un borrón en su expediente si ello servía para enderezar algo que, a su juicio, estaba torcido. —Cuidaré de Clara —dijo Bryan, con la esperanza de que sus palabras no fuesen interpretadas como un compromiso. Había algo de Gabe y sus penetrantes ojos azules que le hacía sentirse... como si tuviera que dar lo mejor de sí mismo. De vez en cuando, se le hacía irritante. Con gesto asqueado, Bryan vació el resto de lo que

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quedaba en el vaso sobre un musgo seco que adornaba la base de una higuera artificial—. Si es que llega a salir del servicio. —Buen chico —aprobó Gabe, pero la sonrisa se le aguó. Celeste y Heath habían desaparecido entre la gente. Gabe no sabía qué se debía hacer cuando a uno lo dejaban plantado en el baile de fin de curso. ¿Cómo iba él a responsabilizarse de que ella llegara a su casa sana y salva? Y ese Heath, ¿a qué se dedicaba? De nuevo, Gabe se preguntó por qué había tenido que pedirle a Celeste que fuese con él a la fiesta. Era una chica muy guapa, espectacular. Cabello rubio platino —tan poblado y suave que parecía pelusa—, ojos castaños y separados, y labios curvos y siempre tocados por un leve rubor. Los labios no eran la única parte curva en ella. Con aquel vestido ceñido y corto que se había puesto, hacía que Gabe perdiese la cabeza. Sin embargo, él no se había fijado en ella por su aspecto. La razón había sido otra muy distinta. Una razón estúpida, por cierto, y vergonzosa. Gabe jamás se lo contaría a nadie, pero lo cierto era que, de vez en cuando, percibía que una persona necesitaba ayuda. Que lo necesitaba a él, en particular. Había notado aquella inexplicable sensación al conocer a Celeste, como si, en algún lugar, bajo el inmaculado maquillaje, la estilizada rubia estuviera escondiendo a una doncella en apuros. Una razón muy estúpida y, obviamente, equivocada. En aquel momento, Celeste no parecía necesitar la ayuda de Gabe. Volvió a escudriñar la pista de baile sin distinguir su brillante cabellera y suspiró. —Hola, Bry. ¿Me echabas de menos? —Clara, que llevaba el pelo, rizado y oscuro, lleno de purpurina, se separó de un grupo, de chicas y se unió a ellos, junto a la pared. El resto de sus amigas se dispersó—. ¿Qué pasa, Gabe? ¿Y Celeste? Bryan le pasó un brazo por los hombros. —Creí que te habías marchado —le dijo—. Imagino que tendré que cancelar la noche loca que acabo de planear con... El codo de Clara aterrizó sobre el vientre de Bryan. —La señora Finkle —dijo Bryan para concluir, jadeante, señalando a la vicedirectora, que vigilaba la estancia con ojos feroces desde la esquina más alejada de los altavoces—. Íbamos a clasificar suspensos a la luz de las velas. —¡Oye, pues por mí no te lo pierdas! Creo que he visto al entrenador Lauder junto a las galletas. Tal vez me acerque a convencerle de que nos vayamos a hacer flexiones.

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—O a lo mejor podríamos ir a bailar —sugirió Bryan. —Claro. Eso tampoco estaría mal. Riéndose y abrazados, ambos se marcharon hacia la pista de baile. A Gabe lo alegró que Clara no esperase respuesta a la pregunta que le había hecho. No habría sabido qué decirle, y eso le parecía un tanto embarazoso. —Hola, Gabe. ¿Dónde está Celeste? Gabe hizo una mueca y se dio la vuelta para encontrarse con Logan. Por el momento, Logan también estaba solo. Tal vez se debía a que su pareja también había ido a reunirse con sus amigas. —Pues no lo sé —admitió Gabe—. ¿La has visto? Logan apretó los labios durante un momento como si estuviese debatiéndose entre hablar o callarse. En un gesto de nerviosismo, se pasó la mano por los oscuros cabellos. —Bueno, creo que sí. Pero no estoy muy seguro... Lleva un vestido blanco, ¿no? —Sí. ¿Dónde está? —Creo que la vi en la entrada. No podría asegurártelo. Costaba verle la cara... Porque la cabeza de David Alvarado se la cubría por completo... —¿David Alvarado? —exclamó Gabe, sorprendido—. ¿No te confundirás con Heath McKenzie? —¿Con Heath? Qué va. Era David, seguro. Heath era un fornido defensa de fútbol americano, rubio y más bien pálido. David apenas sobrepasaba el metro cincuenta de estatura, era moreno y tenía el cabello de color negro. No había manera de confundirlos. Logan sacudió la cabeza con pesar. —Lo siento, Gabe. Menudo asco. —No te preocupes. —Al menos no estás solo en el club de los solteros —se lamentó Logan. —¿En serio? ¿Qué ha ocurrido con tu pareja? Logan se encogió de hombros. —Está por ahí, en algún lugar de la fiesta, mirando con cara hosca a todo el mundo. No quiere bailar, no quiere hablar, no quiere ponche, no quiere sacar fotos y tampoco quiere estar conmigo —fue contando con los dedos cada una de aquellas negativas—. Es que no entiendo por qué ha querido venir al baile conmigo.

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Probablemente, lo único que le apetecía era presumir de vestido, el cual, tengo que reconocer, es el no va más.... Ojalá hubiera venido con otra persona. Logan paseó una mirada soñadora por un grupo de chicas que bailaban entre ellas en un área libre de hombres. Gabe tuvo la impresión de que Logan se fijaba en una de ellas en particular. —¿Qué tal con Libby? Logan suspiró. —No sé. Creo... creo que me habría dicho que sí si se lo hubiera pedido, pero... Qué más da. —¿Cómo se llama la chica con la que has venido? —Es la nueva, Sheba. Es un poco temperamental, pero guapísima, casi exótica. Cuando me insinuó que quería venir conmigo, me quedé tan pasmado que no pude negarme. Pensé que ella sería... que nos lo pasaríamos... bien... —la voz de Logan fue perdiéndose en dudas hasta cesar. Lo que en realidad había pensado cuando Sheba le había ordenado, y no pedido, que la acompañase a la fiesta no era algo de lo que pudiese hablar en voz alta, y mucho menos con Gabe. Había muchas cosas que se volvían inapropiadas cuando estaba en las cercanías de Gabe. Con Sheba sucedía justamente lo contrario. Cuando había visto el enloquecedor vestido de cuero rojo que ella pensaba ponerse, se le había llenado la cabeza de ideas que de ningún modo juzgaba inapropiadas si ella lo miraba con aquellos ojos oscuros. —Me parece que nunca he hablado con ella —dijo Gabe, interrumpiendo la breve ensoñación de Logan. —Si lo hubieras hecho, te acordarías. Pero Sheba no había tardado mucho en olvidar a Logan una vez habían llegado a la puerta, ¿no era cierto? —Oye, ¿crees que Libby habrá venido sola? No me suena que nadie le haya pedido... —Eh, pues con Dylan. —Ah —musitó Logan, cariacontecido. Luego, sonrió con desgana—. La noche es lo bastante nefasta como para no torturarse con estos temas... ¿Pero no iban a traer a un grupo de música? Ese pinchadiscos es... —Tienes razón. Parece que nos estuviera castigando por nuestros pecados —juzgó Gabe, y profirió una carcajada. —¿Pecados? ¿Pero qué pecados puedes haber cometido tú, Galahad el Puro?

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—¿Me tomas el pelo? Por poco me expulsan y me quedo sin permiso para estar aquí esta noche —claro que, vistas las cosas, Gabe no acababa de ver en qué medida le favorecía encontrarse allí—. He tenido mucha suerte. —El señor Reese se lo merecía. Nadie lo duda. —Sí, cierto —dijo Gabe, tensándose de pronto. En el instituto, todos recelaban del señor Reese, pero poco pudieron hacer hasta que el profesor de Matemáticas cruzó una línea que no debía haber cruzado. Los de los últimos cursos también conocían bien al señor Reese y, sin embargo, Gabe no iba a permitir que acorralara a aquella novata de primer año... Con todo, noquear a un profesor era un poco radical. Seguro que podía haber solventado la situación de un modo mejor. De todas maneras, sus padres, como siempre, le habían prestado su ayuda. —Podríamos irnos, si te apetece —dijo Logan, interrumpiendo sus pensamientos. —Ya, pero no querría que Celeste se quedase sin que nadie la acompañe a casa... —Mira, Gabe, esa tía no es tu tipo —«es perversa, una fulana en toda regla», podría haber añadido Logan, pero aquélla no era la clase de palabras que decir cuando se estaba en compañía de Gabe—. Ya la acompañará el tío que le está metiendo la lengua hasta la garganta. Gabe suspiró y meneó la cabeza. —Esperaré hasta que sepa que no hay problema. Logan soltó un bufido. —Es increíble que se lo hayas pedido justo a ella. Vale, ¿y si nos escapamos un rato para ir a buscar un par de discos decentes? Luego podríamos secuestrar ese montón de basura con el que el pinchadiscos nos está castigando... —Bien pensado. Me pregunto qué opinará el conductor de la limusina sobre un viajecito extra... Logan y Gabe acabaron por enzarzarse en una discusión sobre cuáles eran los mejores discos a escoger —los cinco primeros eran evidentes, pero de ahí en adelante la lista se volvía subjetiva— y, mientras duró, pasaron un rato muy divertido. Tenía gracia que, mientras bromeaban sobre el tema, Gabe tuviera la impresión de que ellos eran los únicos que se lo estaban pasando bien. El resto de la gente que ocupaba la sala tenía aspecto de estar irritada por algo. Y en la esquina, junto a las galletas rancias, parecía que una chica estaba llorando. ¿No era Evie Hess? Y otra chica, Úrsula Tatum, tenía los ojos enrojecidos y el maquillaje corrido. Quizá el ponche y la música no eran las únicas cosas repugnantes en aquella fiesta. Clara y Bryan parecían felices, pero, a excepción de ellos dos, de Logan y de Gabe —teniendo en cuenta que estos últimos habían sido humillados y rechazados hacía muy poco—, el resto del personal no estaba pasando un buen rato.

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Menos perspicaz que Gabe, Logan no captó la negatividad que reinaba en el ambiente hasta que Libby y Dylan comenzaron a discutir. Libby salió de la pista de baile a grandes trancos, y entonces se dio cuenta. Logan se revolvió, intranquilo, y fijó la vista en Libby, que se alejaba. —Oye, Gabe, ¿te importa si te dejo? —Para nada. Adelante. Logan salió corriendo tras ella. Gabe se quedó sin saber qué hacer. ¿Debía buscar a Celeste y preguntarle si no le importaba que se marchase? Sin embargo, lo incomodaba la idea de interrumpirla por el único motivo de hacerle aquella pregunta. Decidió ir a por otra botella de agua y buscar el rincón más tranquilo de la sala en el que poder sentarse a esperar a que la noche se arrastrara hasta su final. Y entonces, mientras iba en busca de aquel rincón tranquilo, Gabe notó de nuevo aquella sensación extraña, pero con una intensidad que desconocía. Era como si alguien se estuviese ahogando en aguas tenebrosas y le estuviese pidiendo ayuda a gritos. Frenético, miró alrededor con la intención de discernir la procedencia de la llamada. La viveza y la urgencia de su angustia lo abrumaban. No se parecía a nada que hubiera sentido hasta entonces. Por un momento, fijó la mirada en una chica... en su espalda, que se alejaba de él. La chica tenía el cabello oscuro y brillante, con un brillo de lentejuelas. Llevaba un espectacular vestido largo del color de las llamas. Mientras Gabe observaba, sus pendientes emitieron un destello rojo. Casi sin proponérselo, Gabe fue tras ella, atraído por el aura de necesidad que captaba a su alrededor. Ella se volvió a medias, y Gabe pudo divisar una palidez singular, un perfil aguileño —labios carnosos de marfil y cejas oscuras e inclinadas—, que quedó oculto en cuanto la chica transpuso la puerta del baño de mujeres. Gabe tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no seguirla hasta aquel territorio, para él, vedado. Notaba que el anhelo de ella lo succionaba como si fuera un pozo de arenas movedizas. Se apoyó en la pared en la que se abría la puerta del baño, se abrazó el pecho con fuerza y trató de convencerse de que debía aguardar a que la chica saliera. Aquel insano instinto suyo era un desvarío. ¿No era Celeste suficiente prueba de ello? No era más que un producto de su imaginación. Tal vez debía marcharse de allí sin perder un minuto. Pero Gabe no fue capaz de alejar los pies ni siquiera un paso más allá de aquel lugar.

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A pesar de que la chica, tacones de aguja incluidos, medía poco más de un metro cincuenta, había algo en su figura —estilizada y envarada como un florete de esgrima— que la hacía parecer más alta. No obstante, las paradojas iban más allá de la altura: el oscuro de los cabellos que contrastaba con la lividez de la piel, la delicadeza y la rudeza de las facciones, pequeñas y afiladas, y las fuerzas de atracción y de repulsión que emanaban de las hipnotizadoras ondulaciones que trazaba su cuerpo y de la hostilidad abierta que caracterizaba su expresión. Sólo había una cosa que no caía en la ambigüedad. Su vestido, sin duda, era una obra de arte: unas lenguas brillantes y rojas de cuero incendiado que le descubrían los hombros, lamían sus sinuosas curvas y acababan besando el suelo. Mientras cruzaba la pista de baile, muchos pares de ojos femeninos la siguieron con envidia, y muchos pares de ojos masculinos, con deseo. Pero a su paso también se producía otro fenómeno: mientras la chica del vestido explosivo rodeaba a quienes estaban bailando, se producían súbitos y mínimos estallidos de horror, dolor y vergüenza, formando remolinos que sólo podían deberse a una coincidencia. Un tacón alto se rompía y el talón que se apoyaba en él se doblaba. Un vestido de satén se descosía por la costura hasta la altura de la cintura. Una lentilla se caía y se perdía en la mugre del suelo. Una cinta de un sujetador se partía en dos y ocasionaba un desaguisado. Una cartera se caía de un bolsillo. Un calambre inesperado anunciaba una temprana llegada de la regla. Un collar prestado se convertía en una lluvia de cuentas que se diseminaban por el suelo. Y todo era así: desastres leves en torno a los que giraban pequeños círculos de desgracia. La chica pálida de cabello oscuro sonrió para sí misma como si, de algún modo, pudiese sentir los destrozos que provocaba y disfrutara con ellos... y tal vez, también, como si los saborease, pues se pasó la lengua por los labios en señal de satisfacción. Tras lo cual frunció el ceño, y unas arrugas reconcentradas le surcaron la frente. La única persona que la estaba observando vio un extraño resplandor rojizo junto a los lóbulos de sus orejas, como de chispas rojas que salieran despedidas. En ese momento, todo el mundo se volvió para mirar a Brody Farrow, quien se asía el brazo y gritaba de dolor; se había dislocado el hombro con el mero movimiento del baile. La chica del vestido rojo sonrió excesivamente. Taconeando sobre las baldosas del suelo, recorrió el vestíbulo hasta llegar al cuarto de baño de señoras. La siguieron débiles lamentos de dolor y desazón. En el interior del baño, un puñado de chicas revoloteaban frente a los espejos que cubrían la pared hasta el suelo. Sólo tuvieron un momento para quedarse boquiabiertas ante el despampanante vestido y para advertir que la menuda chica que

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lo llevaba tiritaba por un momento, pese al asfixiante y viciado calor de la estancia, antes de que el caos subsiguiente las distrajera. Comenzó por Emma Roland, quien se clavó en el ojo el cepillo del rímel. Con la impresión, hizo un aspaviento y derribó el vaso de ponche que Bethany Crandall tenía en la mano, y el líquido empapó a Bethany y alcanzó otros tres vestidos en los lugares menos indicados. La temperatura del ambiente se elevó de pronto cuando una de las chicas —que lucía una ignominiosa mancha verdosa que le cruzaba el pecho— acusó a Bethany de haberle tirado el ponche encima a propósito. La chica pálida de cabello oscuro se limitó a sonreír ante la pelea que se fraguaba, tras lo cual caminó hasta el excusado más alejado y cerró la puerta. No aprovechaba la intimidad de un modo convencional. En lugar de ello, sin miedo a la escasa esterilización del medio en que se hallaba, la chica apoyó la frente en la pared de metal y cerró los ojos con fuerza. Sus manos, apretadas en pequeños y tenaces puños, también descansaron sobre el metal, como buscando soporte. Si alguna de las chicas que se encontraban en el cuarto de baño de señoras hubiese estado atenta, se habría preguntado qué era lo que provocaba el resplandor rojizo que se filtraba por la rendija abierta entre la puerta y la pared. Pero todas ellas tenían la cabeza puesta en otra cosa. La chica del vestido rojo apretó las mandíbulas con fuerza. De entre ellas brotó un borbotón ardiente e incendiado que dejó unas marcas oscuras en la delgada capa de pintura que protegía la pared de metal. Empezó a resollar, luchando contra un peso invisible, y el fuego, avivándose, envió gruesos dedos rojos a estrellarse contra la fría superficie de la pared. Las llamas le envolvieron el cabello, pero no le quemaron los suaves y oscuros mechones. Un humo tenue, a modo de jirones, empezó a salirle por la nariz y los oídos. Y, al fin, sus oídos expulsaron una lluvia de chispas cuando ella pronunció entre dientes una única palabra: —Melissa.

En la atestada pista de baile, Melissa Harris levantó la vista con aire distraído. ¿Era que alguien acababa de llamarla? No encontró a nadie que estuviese lo bastante cerca como para ser dueño de aquella voz susurrante. Sería cosa de su imaginación. Melissa devolvió la vista a su pareja y trató de concentrarse en lo que ésta le estaba diciendo.

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Se preguntó por qué había aceptado ir al baile con Cooper Silverdale. No era su tipo; un chico menudo, consumido por los aires que se daba, con demasiado por demostrar. No había dejado de hablar en toda la noche, sobre su familia y sus posesiones, y Melissa estaba cansada de ello. Otro susurro captó la atención de Melissa, que se dio la vuelta. Allá, demasiado alejado para que la voz procediera de él, Tyson Bell la estaba mirando a los ojos mientras bailaba con otra chica. Estremeciéndose, Melissa bajó la vista de inmediato e intentó no adivinar con quién estaba Tyson y, sobre todo, no mirar. Se acercó más a Cooper. Era aburrido y superficial, sí, pero mejor que Tyson. Cualquiera era mejor que Tyson. «¿Ah, sí? ¿En serio crees que Cooper es la mejor opción?» Las preguntas se abrieron paso por entre los pensamientos de Melissa como si provinieran de una persona ajena. Sin querer, alzó la mirada y se encontró con las pestañas pobladas y los ojos oscuros de Tyson. Continuaba observándola. Pues claro que Cooper era mejor que Tyson, y que el segundo fuese muy guapo no tenía nada que ver. El atractivo físico no era más que parte de la engañifa. Cooper perseveraba en su cháchara, atragantándose con las palabras en un vano intento por ganarse el interés de Melissa. «Cooper pertenece a una liga inferior a la tuya», le susurró la voz. Melissa sacudió la cabeza, avergonzada por pensar de aquel modo tan vanidoso. Cooper era tan bueno como cualquiera, tan válido como ella misma. «No tanto como Tyson. Recuerda cómo era...» Melissa intentó sacarse de la mente aquellas imágenes: los cálidos ojos de Tyson, llenos de añoranza... sus manos, rugosas y dulces, recorriéndole la piel... su voz vibrante, que hacía que las palabras cotidianas se transformaran en poesía... el modo en que le hervía la sangre cada vez que él le besaba los dedos... Sintió que el corazón se le descompasaba de deseo. Deliberadamente, Melissa convocó otros recuerdos para combatir aquellas imágenes intempestivas. El puño brutal de Tyson estrellándosele en la cara de repente, los puntos negros nublándole la mirada, el suelo al que se aferró con las manos, el vómito obstruyéndole la garganta, el dolor agudo que le recorrió todo el cuerpo... «Lo sintió muchísimo. Lo sintió de verdad. Te lo prometió. Nunca más.» La imagen de los ojos color café de Tyson anegados en lágrimas se le instaló en la cabeza sin que ella lo pretendiera.

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Meditabunda, Melissa buscó a Tyson con la mirada. Allí estaba, escrutándola. Tenía la frente arrugada y las cejas crispadas, contraídas por el pesar... Melisa sufrió un nuevo estremecimiento. —¿Tienes frío? ¿Quieres mi...? —Cooper se desembarazó de la chaqueta de su esmoquin y de pronto, azorándose, se quedó paralizado—. No puedes tener frío. Aquí hace un calor espantoso —dijo sin mucha convicción, volviendo a enfundarse la chaqueta. —Estoy bien —le aseguró Melissa. Se obligó a observar tan sólo la aniñada y amarillenta cara de Cooper. —Este lugar apesta —lamentó Cooper, y Melissa asintió, feliz por la coincidencia de sus opiniones—. Podríamos ir al club de campo de mi padre. El restaurante es excelente, o sea que si te apetece un postre, es el lugar indicado. No tendremos que esperar por la mesa. En cuanto oigan mi nombre... Melissa volvió a perder la concentración. «¿Por qué estoy aquí con este petimetre enano? —le dijo la extraña voz de sus pensamientos, que, curiosamente, era la suya propia—. Es un pelele. ¿Qué más da que no haya matado una mosca en su vida? ¿Es que la seguridad es lo único que el amor puede ofrecer? No siento esa necesidad en el vientre al ver a Cooper que si siento junto a Tyson... No debo mentirme a mí misma. Todavía quiero estar con él. Sí, quiero estar con él. ¿No es eso amor?» Melissa deseó no haber bebido tanto de aquel ponche infame y aguardentoso. No le permitía pensar con claridad. Vio cómo Tyson dejaba a su pareja plantada y atravesaba la pista de baile hasta situarse a su lado; allí lo tenía, al perfecto modelo de héroe de los deportes, ancho de hombros y viril. Le pareció que Cooper, todavía allí, se volvía invisible. —Melissa —le dijo Tyson con voz melosa mientras la aflicción le retorcía las facciones—. Melissa, por favor —ignorando las quejas que Cooper farfullaba, alargó una mano hacia ella. «Sí, sí, sí, sí», gritaba la voz en su cabeza. La invadieron un millar de recuerdos lujuriosos, y su mente, confusa, capituló. Titubeante, Melissa asintió. Tyson sonrió, aliviado, jubiloso, y, tras hacer a Cooper a un lado, la abrazó. Era tan sencillo dejarse llevar por él. Melissa sintió que la sangre, ardiente, le recorría las venas a gran velocidad.

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—¡Sí! —siseó la chica pálida de cabello oscuro, oculta en el excusado, y una lengua viperina de fuego le tiñó la cara de rojo. Las crepitaciones de la combustión generaban un fragor que cualquiera habría oído de no ser por las irritadas voces que disputaban en el cuarto de baño. Las llamas remitieron, y la chica inhaló una bocanada de aire. Se le agitaron los párpados por un instante, y después cerró los ojos. Apretó los puños con tal fuerza que la piel se le tensó casi hasta rasgársele en la zona de los nudillos. Su esbelta figura comenzó a temblar, como si estuviese acarreando una montaña. La tensión, la determinación y la expectación formaban a su alrededor un halo casi visible. Cualquiera que fuese el cometido que se había propuesto, saltaba a la vista que llevarlo a cabo era cuestión de suma importancia. —Cooper —siseó, y el fuego se le asomó por la boca, la nariz y los oídos. Tenía el rostro bañado en llamas.

«Como si fueras insignificante. Como si fueras invisible. ¡Como si no existieses!» Cooper vibraba de furia, y las palabras que sonaban en su cabeza alimentaron su rabia, la llevaron al extremo. Automáticamente, se llevó una mano hacia el bulto que ocultaba en la chaqueta, en la zona de la espalda. La impresión de contemplar la pistola desvirtuó su ira y lo hizo parpadear, como si acabara de despertarse de un mal sueño. El vello del cuello se le erizó. ¿Qué estaba haciendo en la fiesta con un arma? ¿Estaba loco? Aquello era una barbaridad, pero, por otra parte, ¿qué otra cosa podía hacer si Warren Beeds le había dicho que era un fanfarrón descerebrado? Vale, quedaba claro que el sistema de seguridad del instituto era un chiste, que cualquiera podría colarse llevando lo que le viniese en gana. Lo había demostrado, ¿no? Sin embargo, ¿valía la pena tener aquella pistola en el baile por la sencilla razón de poder enseñársela a Warren Beeds? Observó a Melissa. Tenía los ojos cerrados y la cabeza apoyada en el hombro de aquel forzudo imbécil. ¿Es que se había olvidado de él de golpe y porrazo? La furia volvió a revolvérsele en las entrañas, y se llevó las manos a la espalda.

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Esta vez, Cooper sacudió la cabeza con vigor. Qué locura. No había traído la pistola para aquello... Era tan sólo una broma, una travesura. «Pero mira a Tyson. ¡Mira esa sonrisa de superioridad, de engreimiento que le cruza la cara! ¿Quién se habrá creído que es? ¡Si su padre no es más que un jardinero sobrevalorado! Se confía creyendo que no voy a hacer nada ante el hecho de que me haya robado la pareja. Ni siquiera se acuerda de que ella vino conmigo. Y si se acordara, tampoco le importaría. Y Melissa; Melissa ha olvidado que existo.» Cooper apretó las mandíbulas, presa del resentimiento. Imaginó cómo desaparecería la mueca de superioridad de la cara de Tyson, cómo se transformaría en miedo y terror en cuanto se enfrentase al cañón de la pistola. Pero, como si recibiera una bofetada, Cooper volvió a la realidad. «Ponche. Me hace falta más ponche. Es barato y malo, pero por lo menos es fuerte. Después de unos buenos tragos de ponche, tomaré una decisión.» Inhalando aire para recomponerse, Cooper se encaminó a la mesa en la que se servían las bebidas.

Contrariada, la chica de cabello oscuro, en el cuarto de baño, frunció el ceño y sacudió la cabeza. Respiró hondo unas cuantas veces y, luego, con voz gutural, susurró: —Hay tiempo de sobra. Un poco más de alcohol que le nuble la mente, que se apodere de su voluntad... Paciencia. Hay muchos otros a los que prestarles atención, multitud de detalles que aguardan su turno... Apretó las mandíbulas y pestañeó de nuevo, varias veces, durante largo rato. —Primero, Matt y Louisa, y después, Bryan y Clara —se dijo, como si estuviera elaborando una lista—. ¡Ah, y luego ese entrometido, Gabe! ¿Por qué aún no sufre? —volvió a tomar aire—. Es momento de que mi pequeña ayudante vuelva al trabajo. Se apretó las sienes con los puños y cerró los ojos. —Celeste —masculló.

La voz que le invadió la cabeza a Celeste era conocida, casi deseada. Últimamente, sus mejores ocurrencias llegaban por aquella vía. «Mira qué cómodos están Matt y Louisa.»

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Celeste le dedicó una sonrisa a la pareja en cuestión. «Se lo pasan bien, ¿verdad? Ahora, ¿es eso justo?» —Debo irme... —intentando recordar su nombre, Celeste escudriñó el rostro de quien estaba con ella—... Derek. Los dedos del chico, que le ascendían por las costillas, se quedaron paralizados. —Ha estado bien —le aseguró Celeste, frotándose los labios con el dorso de la mano como para borrar cualquier rastro que hubiera podido quedar de él. Se apartó. —Pero Celeste... Yo creía que... —Ya, hasta luego. Celeste se dirigió hacia Matt Franklin y su chica, aquel ratoncillo de nombre prescindible, con una sonrisa tan afilada como una hoja de afeitar. Durante un segundo, se acordó de su pareja oficial para el baile —el casto y puro Gabe Christensen— y le entraron ganas de reír. ¡Qué bien se lo debía de estar pasando aquella noche! La humillación a que lo estaba sometiendo hacía que valiese la pena que hubiera ido a la fiesta con él, si bien no acababa de ver el motivo que la había llevado a decirle que sí. Celeste sacudió la cabeza para desprenderse de aquel recuerdo exasperante. Gabe la había mirado con aquellos ojos azules e inocentes y — durante unos treinta segundos— ella había querido decirle que sí. Había querido acercársele. En aquel breve instante, había barajado la posibilidad de aplazar sus refinados planes y dedicarse a pasar un rato agradable con un chico agradable. ¡Uf! Cuánto se alegraba de haber rechazado aquel horrible pensamiento bonachón. Celeste se lo estaba pasando como nunca. Le había estropeado la noche a la mitad de las chicas que estaban en la sala y había logrado que la mitad de los chicos se pelearan por ella. Los hombres eran todos iguales, y además eran todos para ella, sus conquistas. Había llegado el momento de que el resto de chicas se dieran cuenta de ello. ¡Aquella estrategia de dominación general de la fiesta había sido una verdadera genialidad! —Hola, Matt —saludó Celeste con voz zalamera, dándole una palmadita en el hombro. —Ah, hola —respondió Matt, mirándola con expresión confusa. —¿Te importa si te rapto un momento? —le preguntó Celeste, aleteando con las pestañas y echando los hombros hacia atrás para que las luces le iluminaran las clavículas—. Hay algo que... quiero enseñarte —Celeste se lamió los labios. —Ah —Matt tragó saliva, visiblemente conmocionado. Celeste notó que los ojos del chico con el que acababa de estar se le clavaban en la espalda, entre otras cosas, adivinó, porque Matt era su mejor amigo. Ahogó una risita. Más que perfecto.

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—¿Matt? —intervino la chica que lo acompañaba con voz herida al ver que él le soltaba la cintura. —Será sólo un segundo... Louisa. ¡Ja, ja! ¡Ni siquiera él se acordaba del nombre del ratoncillo! Celeste aprovechó para deslumbrarlo con su sonrisa. —¿Matt? —insistió Louisa, estupefacta y dolida, mientras Matt tomaba de la mano a Celeste y la seguía hacia el centro de la pista de baile.

El excusado de la esquina del cuarto de baño se había quedado a oscuras. La chica que lo ocupaba estaba apoyada en la pared, esperando mientras recuperaba el aliento. A pesar de lo caldeado del ambiente, la chica estaba temblando. La disputa entre chicas se había acabado y había entrado una nueva remesa, que estaba en aquel momento frente al espejo, repasándose el maquillaje. La chica del vestido rojo se recompuso un poco y, luego, un nuevo chispazo rojo brilló junto a sus orejas. Quienes estaban frente al espejo se volvieron para mirar la puerta del baño, pero la chica del vestido rojo salió del excusado y, sin que nadie lo notara, se escabulló por una ventana. Ellas continuaron observando la puerta, a la espera del sonido que las había hecho darse la vuelta. La pegajosa y húmeda noche de Miami era tan desagradable como el clima del infierno. Vestida con su grueso vestido de cuero, la chica sonrió con alivio y se frotó los brazos. Se permitió relajar el cuerpo apoyándose en un contenedor de basuras cercano, y se asomó por la abertura superior, de la que procedía un olor pestífero a comida podrida. Cerró los ojos, inhaló aquel aire con energía y recuperó la sonrisa. Otro olor, aún más corrupto, semejante al de la carne rancia y requemada o todavía peor, surgió en medio de aquella sofocante atmósfera. Con una sonrisa más amplia, la chica respiró aquel nuevo aroma como si se tratara del perfume más preciado. Y, después, abrió los ojos y el cuerpo se le quedó tenso y recto. Una risita se elevó desde la oscuridad aterciopelada. —¿Añorando el hogar, Sheeb? —inquirió una voz femenina. La chica, viendo aparecer a quien acababa de hablar, gruñó. Se trataba de una mujer hermosísima, de cabello oscuro, que parecía ir ataviada con una especie de

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niebla oscura que giraba perezosamente alrededor. No era posible verle los pies ni las piernas... tal vez porque no tuviese. En su frente prorrumpían dos pequeños y pulidos cuernos de ónice. —Chex Jezebel aut Baal-Malphus —ladró la chica del vestido rojo—. ¿Qué estás haciendo aquí? —¿Tan formal te pones, hermanita? —¿A mí qué me importan las hermanas? —Comprendo. Somos miles y miles las que compartimos ese mismo parentesco... Un ejército difícil de manejar. Mira, si te contentas con llamarme Jez, yo resumiré el Chex Sheba aut Baal-Malphus y te llamaré Sheeb. Burlona, Sheba bufó. —Creí que te habían asignado a Nueva York. —Sí, pero me estoy tomando un descanso... como tú, por lo que veo —Jezebel señaló el lugar en el que estaba Sheba—. Nueva York es fabulosa, casi tan perversa como el mismo infierno, por si te interesa, pero incluso los asesinos se van a dormir de vez en cuando. Estaba aburrida, así que he venido a ver si os lo estabais pasando bien en la fiesssta —profirió una carcajada. La niebla oscura la rodeaba bailando. Sheba frunció el ceño, pero guardó silencio. Inquieta, había vuelto a concentrarse en los confiados adolescentes que se encontraban en el interior de la sala de baile del hotel. Buscaba interferencias. ¿No habría venido Jezebel a entorpecerle sus propósitos? La mayoría de las diablesas se alejaban kilómetros de su camino por la única razón de molestar a una competidora de menor envergadura, hasta el punto de que, a veces, con tal de fastidiar, llevaban a cabo buenas acciones. Hacía una década, Balan Lilith Hadad aut Hamon se había hecho pasar por un ser humano para introducirse en uno de los institutos a cargo de Sheba. Esta había comenzado a notar, extrañada, que todas sus perversas maquinaciones acababan en un final feliz. Luego, al descubrir lo que sucedía, se había quedado pasmada ante la audacia de Lilith, quien había orquestado tres casos distintos de amor verdadero simplemente para que la descendieran de categoría. Por suerte, Sheba había logrado sacarse de la manga una buena traición que, a última hora, se había llevado por delante dos de los enamoramientos. Sheba tomó aire. Entonces, ¡había estado muy cerca de volver al instituto de diablesas! Sheba le hizo una mueca a la voluptuosa diablesa que tenía frente a sí, flotando. Si tuviese un trabajo tan fantástico como el de Jezebel —¡era una diablesa homicida, casi lo mejor a lo que se podía aspirar!—, Sheba se limitaría al progreso del caos y se olvidaría de aquellas trivialidades.

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Los pensamientos de Sheba, en busca de traiciones, se retorcían como un humo invisible por entre la gente que bailaba en la sala. Pero todo marchaba como debía. La desgracia estaba alcanzando nuevas cotas. El sabor de la infelicidad humana le llenaba la mente. Delicioso. Sabedora de las actividades de Sheba, Jezebel soltó una risa sofocada. —Tranquila —le recomendó Jezebel—. No he venido para causarte problemas. Sheba bufó. Pues claro que había venido a causarle problemas. A eso se dedicaban las diablesas. —Bonito vestido —juzgó Jezebel—. Piel de sabueso del infierno. No hay nada mejor para incitar a la lujuria y a la envidia. —Sé cómo hacer mi trabajo. Jezebel volvió a reírse y Sheba, guiada por su instinto, se inclinó para recoger el sabor sulfuroso del aliento de la visitante. —Pobre Sheeb, todavía anclada a un cuerpo semihumano —se mofó Jezebel—. Recuerdo lo bien que huele todo. Repulsivo. ¡Y sobre todo la temperatura! ¿Es que los seres humanos tienen que congelarlo todo con el maldito aire acondicionado? La expresión de Sheba se había tornado sobria y relajada. —Ya. Hay muchas desgracias que quedan por provocar. —¡Ése es el espíritu que se debe tener! Con sólo unos cuantos siglos más de experiencia, estarás a mi altura, pasándotelo en grande. Sheba sonrió con satisfacción. —O tal vez no falte tanto. Jezebel alzó una ceja, que se elevó sobre su lívida frente hasta rozar uno de los cuernos. —¿Pero qué me dices? ¿Te guardas en la manga algo particularmente maligno, hermanita? Sheba calló y se volvió a tensar al percibir que Jezebel estaba enviando sus propios pensamientos hacia la fiesta que tenía lugar en el interior del hotel. Preparándose para devolver el golpe si Jezebel hacía ademán de deshacer alguno de sus entuertos, Sheba apretó la mandíbula. Sin embargo, Jezebel se limitó a mirarlo todo sin tocar nada. —Mmm —murmuró Jezebel—. Mmm. Sheba cerró las manos cuando la inspección de Jezebel se acercó a Cooper Silverdale, pero, una vez más, aquella hermana suya se contentaba con observar.

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—Bien, bien —murmuró Jezebel—. ¡Vaya! Tengo que admitirlo, Sheeb: estoy impresionada. Has introducido una pistola, nada menos. Y una mano, tan colmada de motivos como de alcohol, ¡que debilitará el juicio de ese desdichado! —la diablesa más vieja sonrió con algo parecido a la franqueza—. Esto sí que es perverso. Es decir, una diablesa media dedicada a homicidios, alborotos o disturbios podría montar algo parecido en una fiesta de estas características, ¿pero una niña medio humana que trabaja en desgracias? Increíble. ¿Cuántos años tienes? ¿Doscientos, trescientos? —Ciento ochenta y seis —repuso Sheba, todavía recelosa. Jezebel sacó una lengua de fuego por entre los labios. —Estoy impresionada, insisto. Ya veo que no desatiendes lo que se te encomienda. Tienes ahí a una muchedumbre desgraciada —Jezebel se rió—. Has acabado casi con todas las relaciones prometedoras, has roto varias docenas de amistades largas, has creado nuevas enemistades... y tres, cuatro, cinco, nada menos, cinco peleas avecinándose —enumeró Jezebel, con la mente puesta en la fiesta—. ¡Incluso el pinchadiscos está bajo tu influencia! Eso es cuidar los detalles, desde luego. Puedo contar con los dedos de la mano a los miserables que aún no lo son del todo. Sheba sonrió con sorna. —Ya les llegará su turno. —Horrendo, Sheeb. Infame de verdad. Eres un orgullo para las de nuestra estirpe. Si todas las fiestas de instituto tuviesen a una diablesa como tú, el mundo sería nuestro. —Vaya, Jez, vas a hacer que me sonroje —ironizó Sheba. Jezebel soltó una risotada. —Claro que tienes un poco de ayuda, ¿verdad? Los pensamientos de Jezebel rodearon a Celeste, que acababa de arrinconar a otro chico más. Las chicas plantadas lloraban y, entretanto, los chicos a los que Celeste se había quitado de en medio cerraban los puños y le lanzaban miradas iracundas a sus competidores. Ardiendo de lujuria, todos y cada uno habían resuelto que Celeste acabaría la noche junto a ellos y no con los demás. Aquella noche, Celeste estaba encargándose de la mitad de la labor. —Me sirvo de las herramientas que están a mi alcance —explicó Sheba. —¡Qué nombre tan cargado de ironía! ¡Qué mente corrupta! ¿Pero es humana de verdad? —Me acerqué a ella al entrar, sólo para cerciorarme —admitió Sheba—. Huele a humano, puro y auténtico. Horripilante.

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—Entiendo. Pues hubiera jurado que había un diablo entre sus ancestros. Todo un hallazgo. Sin embargo, Sheba, ¿qué es eso de que te hayas citado con alguien? No es muy profesional entablar contacto físico de esa manera. Sheba alzó la barbilla en señal de agravio, pero no respondió. Jezebel tenía razón; servirse de la forma humana en lugar de la mente diabólica era burdo y poco fructífero. Aun así, lo único que importaba era el resultado. La puntual intervención de Sheba había logrado que Logan no descubriese al amor de su vida. —En fin, en cualquier caso, eso no disminuye la altura de tus logros — contemporizó Jezebel—. Si terminas tu labor a este nivel, saldrás en los libros de texto de las futuras generaciones de diablos. —Gracias —respondió Sheba. ¿Acaso Jezebel pensaba que adulándola de aquel modo lograría que bajase la guardia? Jezebel sonrió, y los vapores que la rodeaban se torcieron por los bordes para imitar su sonrisa. —Sólo un consejo, Sheba. Mámenlos sumidos en la confusión. Si no logras que Cooper apriete el gatillo, haz que alguno de esos pandilleros en potencia crea que le están disparando —Jezebel estaba encandilada—. Percibo que esa fiesta es muy proclive al alboroto. Si bien es cierto que enviarán a una diablesa de los motines si la cosa se pone tensa, nadie podrá quitarte el honor de haber sido la que lo fraguó. Sheba asintió, y las chispas relampaguearon junto a sus oídos. ¿Qué hacía Jezebel? ¿Dónde estaba la trampa? Recorrió con la mente una y otra vez a todos los que participaban en la fiesta, pero no pudo encontrar ni rastro del sabor sulfuroso característico de Jezebel. Allí sólo había desgracia, la que ella misma había causado, y un puñado de focos de felicidad que pronto sofocaría. —Me estás sirviendo de mucha ayuda, Jezebel —dijo Sheba con un tono deliberadamente ofensivo. Jezebel suspiró, y algo en el modo en que sus vapores se replegaron le dio aspecto de estar... avergonzada. Por primera vez, Sheba tuvo dudas sobre las pretensiones de Jezebel. Sin embargo, consideró que, por fuerza, tenían que ser malvadas. No podía ser de otro modo tratándose de una diablesa. Con expresión arrepentida, Jezebel le preguntó a media voz: —¿Tanto te cuesta creer que a mí me interese que te asciendan? —Sí. Jezebel volvió a suspirar. Y, una vez más, la niebla que la vestía se retorció de disgusto e hizo que Sheba titubease. —¿Por qué? —inquirió Sheba—. ¿Por qué te interesas en mis asuntos?

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—Sé que está muy mal, o muy bien, según se mire, que yo te dé consejos que te ayuden en tu trabajo. No es muy perverso de mi parte. Sheba asintió con cautela. —Forma parte de nuestro carácter natural la tendencia a ponerle la zancadilla a todo el mundo, así se trate de diablos, humanos... e incluso ángeles, si se nos presenta la oportunidad. El mal es nuestra meta. Desde luego, también nos vengamos, así nos haya perjudicado la ofensa o no. No seríamos diablesas si no nos dejáramos guiar por la envidia, la gula, la lujuria y la ira —Jezebel añadió a sus palabras una risita—. Recuerdo que hace no sé cuantos años, Lilith estuvo a punto de lograr que bajaras varios puestos en el escalafón, ¿verdad? Acicateados por aquel recuerdo, los ojos de Sheba se incendiaron por un momento. —A punto. —Lo supiste llevar con más eficacia que la mayoría. Eres una de las mejores de entre las que se dedican a la desgracia, como ya sabes. ¿Volvían las adulaciones? Sheba se tensó. Con un dedo, Jezebel hizo que sus vapores se elevaran y que luego trazasen círculos en el cielo nocturno. —Pero hay algo aún más importante, Sheba. Las diablesas como Lilith no ven más allá del mal que tienen delante. Pero el mundo es muy grande y está plagado de seres humanos que están constantemente tomando millones y millones de decisiones. Nosotras podemos torcer una mínima parte de esas decisiones. Y, a veces, visto desde mi perspectiva, da la impresión de que los ángeles nos aventajan... —¡Jezebel! —protestó Sheba, fuera de sí—. Es nuestro bando el que va ganando. Fíjate en las noticias de todos los días... Es evidente que los superamos. —Lo sé, lo sé. Pero a pesar de todas las guerras y la destrucción... por alguna extraña razón, Sheba, todavía queda por ahí demasiada felicidad. Cada vez que convierto un atraco en un homicidio, hay un ángel del otro lado de la ciudad que hace que un testigo salte sobre el atracador y lo detenga. ¡O que convence al atracador para que deje la mala vida! ¡Bah! Perdemos terreno. —Pero los ángeles son débiles, Jezebel. Todo el mundo lo sabe. Están tan llenos de amor que no se pueden concentrar. En la mitad de las ocasiones, los muy frívolos se enamoran de un ser humano y venden las alas a cambio de conseguir un cuerpo humano en el que materializarse. ¡Qué necios! —Sheba examinó su propio cuerpo, asqueada—. Nunca he comprendido la necesidad de llevar un cuerpo durante medio milenio. Supongo que es sólo para torturarnos, ¿no? Los señores oscuros deben de disfrutar viendo cómo nos retorcemos.

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—Su propósito es más elevado. Pretenden que aprendáis a odiar a los seres humanos. Sheba se la quedó mirando. —¿Por qué me iba a hacer falta aprender? El odio es a lo que me dedico. —A veces pasan cosas —repuso Jezebel—. Los ángeles no son los únicos que tiran la toalla. También hay diablesas que han trocado sus cuernos por un humano. —¡No! —en un principio sorprendida, Sheba pronto albergó sospechas—. Exageras. Hay diablesas que de vez en cuando se arriman a algún humano, pero sólo para atormentarlo. Se trata, simplemente, de un poco de diversión maligna. Jezebel se estremeció y retorció los vapores hasta darles forma de ocho, pese a lo cual guardó silencio. Eso hizo que Sheba creyera en lo que había dicho. —¡Vaya! —exclamó Sheba tras tragar saliva. Nunca lo habría imaginado. Reunir aquella malignidad deliciosa y tirarla por la borda. Sacrificar un par de cuernos laboriosamente ganados —unos cuernos por los que Sheba, en aquel momento, destruiría cualquier cosa— para quedarse encerrada en un débil y mortal cuerpo humano. Sheba le echó un fugaz vistazo a los refulgentes cuernos de ónice de Jezebel y frunció el entrecejo. —No me explico cómo es posible que alguien sea capaz de una cosa así. —¿Te acuerdas de lo que has dicho sobre los ángeles? ¿Que el amor los distrae? — le preguntó Jezebel—. Bueno, pues el odio también puede ser una distracción. Piensa en Lilith y en sus buenos actos, cargados de malas intenciones. Tal vez sólo sea un modo de meterse con las diablesas inferiores, pero ¿adonde puede llevarla? La virtud corrompe. —No comprendo de qué modo jugarle una mala pasada a otra diablesa puede llevarte a ser tan estúpida como un ángel —murmuró Sheba. —Sheba, no subestimes a los ángeles —la reprendió Jezebel—. Déjalos en paz, ¿me oyes? Incluso una poderosa diablesa media como yo evita enzarzarse con uno de esos pajarracos emplumados. Ellos respetan la distancia, y nosotras también debemos respetarla. Deja que sean los Señores Diabólicos los que se encarguen de los ángeles. —Ya lo sé, Jezebel. No fui engendrada hace diez años. —Lo siento. He vuelto a intentar ayudarte —Jezebel se estremeció—. ¡Es que á veces me frustro tanto! ¡Con tanta bondad y luz como hay por todas partes! Sheba sacudió la cabeza.

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—No estoy de acuerdo. Es la desgracia la que abunda. —Igual que la felicidad, hermana. Está por doquier —repuso Jezebel con tristeza. Se produjo un largo silencio. La pegajosa brisa se paseaba por la piel de Sheba. Miami no era un infierno, pero, al menos, era confortable. —¡No en mi fiesta! —sentenció Sheba, con súbita fiereza. Jezebel sonrió, y sus dientes, negros como la noche, quedaron al descubierto. —Ya lo comprendo, ya sé por qué quiero ayudarte. Nos hace tanta falta que haya más diablesas como tú luciendo el mal. Necesitamos a las peores en primera fila. Dejemos que las Lilith vayan con sus pequeñas travesuras al embrollo del infierno. Pero que las Sheba se pongan de mi lado. Quiero a mil como Sheba. Así podremos ganar la batalla de una vez por todas. Sheba dedicó un rato a sopesar lo que acababa de oír. —Eso que dices es perverso, pero de un modo extraño, hasta el punto de que parece beneficioso. —Sí, sé que es retorcido. Ambas se rieron juntas por primera vez. —En fin, vuelve a lo tuyo y destruye esa fiesta. —Estoy en ello. Vete al infierno, Jezebel. —Gracias, Sheeb. Lo mismo digo. Jezebel le guiñó un ojo y luego sonrió hasta que los dientes parecieron cubrirle la cara. Se evaporó en la noche. Sheba se demoró en el sucio callejón hasta que el arrebatador aroma del azufre se hubo disuelto del todo, y luego decidió que se había terminado el tiempo de descansar. Animada por la posibilidad de unirse a la primera línea de diablesas, Sheba volvió a toda prisa a atender sus desgracias.

La fiesta estaba en su momento álgido, y las piezas iban encajando una a una. Celeste, muy metida en su perverso juego, estaba ganando muchos puntos. Se adjudicaba un punto por cada chica que se iba a lloriquear a un rincón de la sala, y dos por cada chico que le daba un puñetazo a su rival.

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Las semillas que Sheba había plantado crecían por toda la sala. El odio estaba floreciendo y, con él, la lujuria, la ira y el desasosiego. Era un jardín venido del infierno. Sheba disfrutó de todo ello oculta tras el tiesto en el que se levantaba una palmera. Ella no podía obligar a los humanos a que hiciesen algo en particular. Ellos gozaban de libertad de elección desde su nacimiento, de modo que sólo podía tentarlos, sugerirles. Había pequeñas cosas —tacones altos, costuras, músculos menores— que sí podía manipular, pero su poder no bastaba para alterar el funcionamiento de un cerebro. Sus víctimas debían optar por escuchar lo que les insinuaba. Y aquella noche lo estaban escuchando. Sheba estaba lanzada y no quería dejar cabos sueltos, así que antes de volver a su proyecto más ambicioso —Cooper iba intoxicándose poco a poco y estaba casi preparado— hizo que sus pensamientos recorrieran la estancia en busca de aquellas pequeñas y exasperantes burbujas de felicidad que todavía resistían. Nadie iba a salir de aquella fiesta sin un rasguño. No mientras a Sheba le quedase una chispa en el cuerpo. Allá... ¿Qué era aquello? Bryan Walker y Clara Hurst se miraban el uno al otro con ojos soñadores, totalmente ajenos a la ira, el desasosiego y la pésima música que los rodeaba, y dedicados a pasar el rato en buena compañía. Sheba consideró las alternativas existentes y decidió que Celeste debía intervenir. Aquella humana iba a disfrutarlo: nada mejor que hacer alarde de tu poder frente al amor verdadero. Además, Celeste seguía a pies juntillas todas las indicaciones que le sugería Sheba y podía adaptarse a cualquier plan diabólico. Sheba continuó con su labor de análisis antes de pasar a la acción. No muy lejos, descubrió que había cometido un error imperdonable. ¿No era aquél su supuesta pareja, Logan, pasándoselo en grande? Imposible. Parecía que había encontrado a la tal Libby y que ambos eran horrorosamente felices. En fin, no iba a ser muy difícil rectificar aquel detalle. Iría a recuperar a su pareja y haría que Libby se marchara corriendo a sollozar en una esquina. Sí, actuar de una manera tan física no dejaba de ser poco profesional y burdo, pero, con todo, siempre era mejor que permitir que la felicidad ganase la más mínima batalla. La evaluación de Sheba llegaba a su fin. Sólo restaba un pequeño foco de paz, y, para variar, no se trataba de una pareja, sino de un chico que pululaba por el extremo opuesto de la sala. El insufrible Gabe Christensen. Sheba frunció el ceño. ¿Y por qué tenía ése que estar feliz? Lo habían rechazado y estaba solo. Su pareja era el azote de la fiesta. En sus circunstancias, cualquier chico del montón estaría a rebosar de rabia y dolor. ¡Pero él insistía en hacerla trabajar!

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Sheba inspeccionó la mente de Gabe con mayor atención. Mmm. Lo suyo no era verdadera felicidad. De hecho, en aquel momento estaba muy preocupado y buscaba a alguien. Tenía a la vista a Celeste, quien se retorcía en compañía de Rob Carlton al son de una canción lenta (Pamela Green asistía al espectáculo con estupefacción, y era una delicia ver cómo su despecho se desparramaba alrededor), pero ella no era el motivo de su turbación. Era otra la persona a la que buscaba. Así que Gabe no era feliz, pero, no obstante, la felicidad no era el sentimiento que estaba transgrediendo la atmósfera de desgracia que Sheba había creado. Se trataba, muy al contrario, de la bondad que aquel chico exudaba. O incluso algo peor. Sheba se agachó tras la palmera y continuó sumida en sus pensamientos. Comenzó a salirle humo por la nariz. —Gabe.

Gabe sacudió la cabeza con aire ausente y retomó la búsqueda. Había estado esperando durante media hora, y había visto a multitud de chicas salir del cuarto de baño, unas detrás de las otras. De vez en cuando sentía algo, pero nada que se pareciera a la exasperada y vehemente necesidad de aquella chica en particular. Una vez que tres grupos de chicas distintos hubieron entrado y salido del baño, Gabe detuvo a Jill Stein y le preguntó si sabía algo de ella. —¿Cabello negro y vestido rojo? No, no he visto a nadie con ese aspecto. Además, creo que el baño está vacío. La chica debía de habérsele escapado. Gabe volvió a la pista de baile, reflexionando sobre la joven misteriosa. Por lo menos, Bryan y Clara, por una parte, y Logan y Libby, por la otra, se estaban divirtiendo. Bien por ellos. En lo que concernía al resto, la noche parecía estar siendo espantosa. Y entonces, volvió a asaltarle aquella sensación. Sintiendo la desesperación que había estado buscando, Gabe levantó la cabeza. ¿Dónde estaba ella?

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Frustrada, Sheba resopló. La mente de aquel chico estaba sobria y se resistía como ninguna otra a su insidiosa influencia. Pero aquello no bastaba para detenerla. Conocía otros caminos. —Celeste. Era hora de que la chica mala atormentase a su propia pareja. Sin tener que esforzarse, Sheba le indicó a Celeste los pasos a seguir. Al fin y al cabo, a juzgar por los criterios humanos, Gabe poseía un evidente atractivo. Desde luego, un atractivo suficiente para Celeste, cuyos criterios dejaban bastante que desear. Gabe era alto y fibroso, con cabello oscuro y facciones proporcionadas. Tenía los ojos de color azul claro, rasgo que Sheba, personalmente, encontraba un poco repulsivo —eran tan puros, tan elevados, ¡ay!— y que, no obstante, encandilaba al resto de las mortales. A aquellos ojos claros se debía que Celeste hubiese aceptado la invitación del santurrón. Y menudo santurrón. Sheba entrecerró los ojos. Gabe ya había estado en su punto de mira en otras ocasiones. Había sido él el que había desbaratado los planes que le tenía reservados al lascivo profesor de Matemáticas, los cuales habían constituido una especie de preparativo de la fiesta donde Sheba se ocupó de que cada persona eligiese a la pareja equivocada. Si Gabe no se hubiese enfrentado al señor Reese en aquel momento crítico de tentación... Sheba apretó la mandíbula y empezó a expulsar chispas por los oídos. Habría logrado arruinar a aquel tipo y también a la pequeña, tan inocente. En todo caso, el señor Reese no había estado tan cerca de caer, pero habría sido un escándalo fenomenal. Fuera como fuese, el profesor de Matemáticas se había vuelto extremadamente cauteloso, pues estaba preocupado con aquellos dichosos ojos claros. Había llegado a sentirse culpable. Qué demencial. Gabe Christensen le debía la resolución de cierto misterio. Y Sheba obtendría lo que le correspondía. Miró a Celeste y se preguntó por qué no iniciaba el acoso a su pareja. Celeste seguía colgada de Rob, disfrutando del dolor de Pamela. ¡Bastaba ya de entretenimiento! Había estragos que causar. Sheba susurró en la mente de Celeste una serie de consejos y la encaminó hacia Gabe. Celeste se desentendió de Rob y miró a Gabe, quien todavía continuaba escudriñando la multitud. Las miradas de ambos se encontraron durante un segundo y, acto seguido, Celeste regresó a los brazos de Rob, acobardada. Curioso. Los ojos claros de Gabe parecían repeler a la rubia despiadada tanto como a ella misma. Sheba volvió a intentarlo, pero, por primera vez, Celeste sacudió la cabeza y perseveró en su intento de olvidar a Gabe por medio de los ansiosos labios de Rob.

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Desconcertada, Sheba recorrió la sala con el pensamiento en busca de otra persona con capacidad para eliminar a aquel renegado, pero, de repente, le surgió una ocupación mucho más importante. Cooper Silverdale estaba temblequeando de ira a un lado de la pista de baile. Miraba a Melissa y a Tyson con los ojos desencajados. Melissa apoyaba la cabeza en el hombro de Tyson y no advertía la sonrisa vehemente que éste le dirigía a Cooper. Era el momento de actuar. Cooper estaba decidiendo si debía tomar otro vasito de ponche para ahogar sus penas, pero estaba tan cerca de desmayarse que Sheba no se lo permitió. Se concentró en él y Cooper, aturdido, se dio cuenta de que el ponche era repugnante. Ya estaba harto. Tiró el vaso medio vacío al suelo y volvió a clavar la mirada en Tyson. «Ella me considera patético —dijo la voz en la mente de Cooper—. Qué va, ni siquiera piensa en mí. Pero puedo lograr que no vuelva a olvidarse de mí en su vida...» Con el sentido alterado por el alcohol, Cooper se llevó una mano a la espalda y acarició el cañón de la pistola que ocultaba bajo la chaqueta. Sheba contuvo la respiración. Las chispas le salían a borbotones por los oídos. Y luego, en el instante crucial, Sheba perdió la concentración al notar que alguien la estaba mirando con desusada intensidad.

Allí estaba, en la sala, aquella necesidad absorbente, tirando de él... como si alguien se estuviera ahogando y chillase pidiendo ayuda. Tenía que ser la misma chica. Gabe jamás había percibido una llamada tan urgente en su vida. Desesperado, escudriñó la pista de baile, pero no la divisó. Caminó por los bordes, repasando las caras de quienes no estaban bailando, pero tampoco la encontró entre ellos. Vio a Celeste con un nuevo chico, pero no se detuvo en eso. Si Celeste le pedía que la llevase a casa en aquel momento, tendría que decirle que no era posible. Había alguien que lo necesitaba más que ella. La sensación se intensificó tanto que Gabe creyó por un momento que se estaba volviendo loco. A lo mejor, la chica del vestido rojo era un producto de su imaginación. Tal vez, la febril sensación de necesidad no era más que el principio de un delirio.

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Noches de baile en le infierno

En aquel instante, los denodados ojos de Gabe encontraron lo que habían estado buscando. Tras rodear al voluminoso y enfurruñado Heath McKenzie, Gabe se fijó en un destello de luz roja, pequeño pero brillante. Allí estaba —medio oculta tras una palmera artificial, con aquellos pendientes en los que chispeaban las centellas— la chica del vestido rojo. Sus oscuros ojos, profundos como el pozo en el que él se la había imaginado ahogándose, se encontraron con los de Gabe. La necesidad formaba un aura que vibraba alrededor de ella. Ni siquiera tuvo que decidir acercársele. Pensó que, de haberlo querido, no habría sido capaz de detenerse. Estaba seguro de que, antes de aquella noche, nunca había visto a aquella chica. Era una perfecta extraña. Sus ojos, oscuros y almendrados, eran serenos y cautelosos, pero, al mismo tiempo, lo estaban llamando a gritos. De ellos partía la necesidad que él sentía. Ya no podía resistirse a su súplica, aun en el caso de que el corazón se le parase. Ella lo necesitaba.

Desconfiada, Sheba vio que Gabe Christensen caminaba hacia ella. Vislumbró su propia cara en la mente de aquel chico y comprendió que había estado... buscándola a ella. Se permitió disfrutar de aquella breve distracción —sabiendo que Cooper se había convertido en su esbirro y que unos pocos minutos de demora no cambiarían nada— y regodeándose con la deliciosa ironía. ¿Conque Gabe deseaba que Sheba se ocupara de él en persona? Bien, pues le haría el favor de complacerlo. Ello haría que su desgracia fuese aún más dulce, ya que él iba a ser quien la elegiría. Se enderezó cuanto pudo y permitió que el vestido de cuero le acariciase la figura de modo provocativo. Sabía lo que cualquier varón humano sentía cada vez al examinar aquel vestido. Pero el insolente la miraba a los ojos. Era peligroso mirar a los ojos a una diablesa. Los humanos que se quedaban mirando demasiado tiempo podían quedarse atrapados. Se quedaban prendidos a la diablesa por toda la eternidad, y ardían por ella... Reprimiendo una sonrisa, Sheba, a su vez, lo miró a los ojos con toda la intensidad de que fue capaz. Pobre necio.

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Gabe se detuvo a escasa distancia de la chica, lo bastante cerca para no tener que hablar a gritos. Sabía que estaba mirándola con demasiada deliberación; ella iba a juzgarlo un maleducado o un tipo raro. Pero, por el contrario, ella le devolvía la mirada con la misma deliberación, sondándole los ojos. Abrió la boca con intención de presentarse, pero, de pronto, la chica adoptó una expresión de pasmo. ¿De pasmo? ¿No sería de horror? Entreabrió los labios y profirió un leve jadeo que Gabe oyó. La abandonó la rigidez y comenzó a desplomarse. Gabe saltó hacia ella y la sujetó antes de que llegara al suelo.

Cuando el fuego la abandonó, Sheba notó que le fallaban las piernas. Su llama interna se apagó, se desecó, desapareció como tragada por un tornado. Había dejado de hacer frío en la estancia, y allí no olía más que a sudor, a colonia y a aire viciado. Ya no podía saborear las deliciosas desgracias que había creado. Lo único que podía saborear era su propia boca, reseca. Pero sentía los poderosos brazos de Gabe Christensen que la estaban sosteniendo.

El vestido de la chica era blando y cálido. Tal vez ése fuera el problema, pensó Gabe mientras la sujetaba. A lo mejor, lo caldeado del ambiente y el vestido bastaban para explicar su desfallecimiento. Ansioso, Gabe le apartó de la cara los sedosos mechones de pelo que se la ocultaban. La frente estaba fresca, y la piel no estaba pegajosa de sudor. Pese a todo, ella no apartaba los ojos de él. —¿Te encuentras bien? ¿Te tienes en pie? Perdona, pero no sé cómo te llamas. —Estoy bien —contestó la chica con voz suave, ronroneante y, sobre todo, sorprendida—. Me... me tengo en pie. Se incorporó, pero Gabe prefirió no soltarla. No quería. Y ella tampoco hacía ademán de apartarse. Había apoyado las menudas manos en sus hombros, como si fueran una pareja de baile. —¿Cómo te llamas? —le preguntó ella con aquella voz sibilante. —Gabe... Gabriel Michael Christensen —dijo, armando una sonrisa—. ¿Y tú? —Sheba —respondió ella, con los oscuros ojos cada vez más abiertos—. Sheba... Smith.

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—Bueno, pues ¿te apetecería bailar, Sheba Smith? Si te sientes bien, claro. —Sí —susurró ella, casi para sí misma—. Sí, ¿por qué no? Seguía mirándolo a los ojos. Sin moverse de donde estaban, Gabe y Sheba se adaptaron al compás de un nuevo adefesio de canción. Sin embargo, en aquel momento Gabe no encontró que la espantosa música fuese tan molesta. Gabe hizo un resumen mental de la situación. Chica recién llegada. Vestido impresionante. Había venido con Logan, a quien, tras pedirle que la acompañara a la fiesta, había dejado plantado. Durante medio segundo, Gabe dudó sobre si estaba mal que estuviera dejando a su amigo sin pareja. Pero la duda no tardó en disiparse. En primer lugar, Logan estaba disfrutando de la noche en compañía de Libby. ¿Por qué iba a interrumpir algo que estaba destinado a ser como era? Y en segundo lugar, Logan y Sheba no pegaban ni con cola. Gabe siempre había estado en posesión de un instinto muy fino para aquella clase de cosas: para los caracteres que se compenetraban, para las personalidades que armonizaban entre sí. Había sido el blanco de muchas bromas que lo tachaban de casamentero, pero a él no le importaba. A Gabe lo que le importaba era que la gente fuese feliz. Y aquella chica en particular —Sheba—, con su intensidad y aquellos pozos que se le abrían en los ojos, no casaba con Logan. Al tocarla, aquel desesperado sentimiento de necesidad había comenzado a remitir. Gabe se sentía mucho mejor ahora que la tenía entre los brazos, como si aquello amortiguase la urgencia de la extraña súplica. Ella estaba a salvo; ya no se ahogaba ni se perdía. Gabe temía separarse de ella, pues le preocupaba que la apremiante sensación se reprodujese. Para Gabe, era extraño sentirse en el lugar apropiado y en el momento justo, con total comodidad. No era la primera vez que estaba con una chica; tenía cierto éxito entre sus compañeras y había pasado por diversas relaciones esporádicas que, en cualquier caso, nunca habían durado. Siempre había otra persona que resultaba ser más apropiada que él y, por otra parte, ninguna de ellas había necesitado a Gabe de verdad, a no ser como amigo. Lugar en el que, por cierto, siempre se había mantenido. Nunca le había ocurrido algo parecido a lo que le estaba pasando en aquel momento. ¿Es que pertenecía a aquella chica, cuya esbelta figura estaba abrazando y protegiendo? Consideró una tontería pensar de un modo tan fatalista y se propuso esforzarse en actuar con normalidad.

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—No hace mucho que has llegado a Reed River, ¿verdad? —le preguntó. —Hace sólo unas semanas —contestó ella. —Me parece que no coincidimos en ninguna asignatura. —No. Me acordaría si alguna vez hubiese estado cerca de ti. Era una extraña manera de expresarlo. Ella se le sumergía en los ojos con la mirada, y sus manos continuaban apoyándosele en los hombros. Instintivamente, Gabe se le acercó un poco más. —¿Te lo estás pasando bien? —le preguntó. Ella profirió un suspiro procedente de lo más íntimo de su ser. —Ahora sí —respondió con inexplicable tristeza—. Muy bien.

¡Atrapada! ¡Como una idiota, como una cachorra recién salida del infierno, como una novata, como una debutante! Incapaz de resistirse, Sheba se acomodó entre sus brazos. Observó aquellos ojos celestes y experimentó la ridícula necesidad de suspirar. ¿Cómo era posible que no hubiese identificado indicios de lo que iba a ocurrir? La bondad rodeaba a aquel chico como si fuera un escudo. Su influencia sobre él se había estrellado sin hacerle mella. Las únicas personas que habían estado a salvo de su malicia—aquellas pequeñas burbujas de felicidad que escapaban a su control— eran las que trataba y tocaba, eran sus amigos. ¡Por sí solos, aquellos ojos debían haberla puesto sobre aviso! Celeste había demostrado ser más inteligente que ella. Por lo menos, sus instintos la habían mantenido apartada de aquel peligroso espécimen. Una vez libre de la intensidad de la mirada de Gabe, había sabido preservar una distancia prudencial. Y además estaban los motivos que habían llevado a Gabe a elegir a Celeste. ¡Estaba claro por qué se había sentido atraído por ella! Las piezas del puzzle encajaban a la perfección. Sheba se balanceó siguiendo la pulsión que retumbaba en el ambiente, al calor de la protección y la seguridad que le ofrecía el cuerpo de Gabe. Unos finos hilos de felicidad comenzaban a infiltrársele en su desolado interior. ¡No! ¡Cualquier cosa menos la felicidad! Si ya comenzaba a alegrarse, entonces otras cosas más beneficiosas no se harían esperar. ¿Es que no había modo de evitar la horrible maravilla del amor?

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No, si una se encontraba en brazos de un ángel. Pero Gabe no era un ángel verdadero. Carecía de alas y tampoco era uno de esos bobos angelotes que entregaban las plumas y la vida eterna a cambio del amor humano. Sin embargo, había alguien en su familia que sí lo había sido. Gabe era una suerte de ángel a medias que, además, desconocía su condición. Si lo hubiese sabido, Sheba lo habría oído en su mente y habría escapado a su divino horror. Pero, como Sheba estaba teniendo ocasión de comprobar, era evidente; podía paladear el aroma de los asfódelos que emanaba de su piel. Además, saltaba a la vista que había heredado los ojos de un ángel, los mismos que deberían haberla prevenido, de no haber estado tan centrada en estrategias perversas. Había una razón para que diablesas tan experimentadas como Jezebel desconfiaran de los ángeles. Si para un humano resultaba arriesgado mirar a los ojos a un diablo, mucho más arriesgado era para un diablo caer embrujado bajo la mirada de un ángel. Cuando un demonio le mantenía la mirada a un ángel durante demasiado tiempo, el demonio quedaba atrapado en los fuegos del infierno hasta que el ángel se diese por vencido en su pretensión por salvarlo. Porque ésa era la misión de los ángeles. Los ángeles salvaban. Sheba era un ser inmortal, y se quedaría empantanada durante tanto tiempo como Gabe conservara su pretensión de estar con ella. Un ángel común habría identificado al instante la verdadera naturaleza de Sheba, y la habría echado de allí si fuese lo bastante poderoso, o la habría evitado en caso contrario. Sin embargo, Sheba tenía una idea exacta de lo que su presencia provocaría en los sentidos de alguien con la vocación salvadora de Gabe. Inocente por carecer de una experiencia que necesitaba comprender, la condición maldita de Sheba debía de haberlo atraído como el canto de una sirena. Impotente, contempló el hermoso rostro de Gabe y notó que la invadía una oleada de felicidad. Se preguntó hasta cuándo duraría aquella tortura. Hasta entonces, lo bastante para haberle aguado una fiesta que se anunciaba perfecta. Desposeída de su fuego infernal, Sheba ya no ejercía ninguna influencia sobre los mortales que estaban en la sala. Sin embargo, a su pesar, era muy consciente de que su trabajo se estaba viniendo abajo. Cooper Silverdale soltó un grito de espanto al ver que tenía una pistola en la mano. ¿En qué había estado pensando? Devolvió el arma a su lugar, bajo la chaqueta, y corrió al baño, en donde, acometido por violentas arcadas, vomitó el ponche que había bebido.

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Los desórdenes estomacales de Cooper interrumpieron la pelea en la que se habían enzarzado Matt y Derek a puño limpio y que estaba teniendo lugar en el cuarto de baño de hombres. Los dos amigos se miraron las caras amoratadas. ¿Por qué se peleaban? ¿Por una chica que no le gustaba a ninguno de los dos? ¡Qué tontería! Tal era su necesidad de pedirle disculpas al otro, que estuvieron interrumpiéndose durante un rato. Al fin, con una sonrisa en los labios partidos y pasándose el brazo por los hombros, ambos regresaron a la pista de baile. David Alvarado había desestimado su proyecto de atacar a Heath después de la fiesta, ya que Evie le había perdonado que desapareciera con Celeste. Ambos estaban bailando, mejilla con mejilla, al parsimonioso compás de una canción romántica, y él no conocía motivo que pudiese llevarle a abandonarla. Pero David no era el único que se sentía de aquel modo. Como si la canción que sonaba fuese mágica en lugar de insípida, las personas que estaban en la sala se dirigieron, cada una, hacia el chico o la chica con los que debían haberse emparejado desde un principio, y de ese modo transformaron el misterio de la noche en felicidad. El entrenador Lauder, solitario y deprimido, dejó de mirar las galletas, bastante poco apetecibles, y observó la tristeza que le pesaba en los ojos a la vicedirectora Frinkle. Ella también se sentía sola. Con una sonrisa dubitativa en la cara, el entrenador se le acercó. Sacudiendo la cabeza y pestañeando como si acabara de despertarse de una pesadilla, Melissa Harris empujó a Tyson y se fue corriendo hacia la salida. Buscaría al conserje y pediría un taxi... Como una cinta elástica demasiado estirada, el ambiente de la fiesta de Reed River inició su lenta venganza. Si Sheba no hubiese dejado de ser quien era, habría tirado de aquella cinta hasta romperla en pedazos. Pero la situación era otra, y la desgracia, la ira y el odio iban desvaneciéndose. Las mentes que habían sido sus prisioneras volvían a relajarse, a buscar la alegría, a darse amor a manos llenas. Incluso Celeste se cansó del alboroto. Se quedó con Rob, estremeciéndose ligeramente al recordar unos ojos azules perfectos, mientras una canción lenta se fundía con la siguiente. Tampoco Sheba y Gabe advertían que las canciones terminaban y que empezaban otras. ¡Toda la desgracia y todo el dolor destruidos! Aun en el caso de que lograra liberarse, Sheba caería muy bajo en el escalafón diabólico. ¿Cuál era la verdadera injusticia? ¡Y Jezebel! ¿Acaso lo tenía todo planeado? ¿Habría intentado distraer a Sheba para que no advirtiera que un medio ángel campaba a sus anchas por la fiesta? Ya no tenía

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modo de saberlo, pues había perdido la capacidad de ver a Jezebel —ya estuviese riéndose o rezongando— al extinguirse su fuego infernal. Descontenta consigo misma, Sheba suspiró de felicidad. Gabe era balsámico. Hacía que ella se sintiera realmente bien, como nunca hasta entonces. ¡Sheba debía escabullirse antes de que la felicidad y el amor acabaran con ella! ¿Se quedaría atrapada para siempre junto al celestial retoño de un ángel. Gabe le sonrió, y ella volvió a suspirar. Sheba sabía lo que Gabe debía de estar sintiendo en aquellos momentos. Los ángeles nunca eran más felices que cuando hacían felices a los demás, y cuanto mayor fuese la felicidad inspirada, mayor era la felicidad sentida. Teniendo en cuenta lo desgraciada y miserable que había sido Sheba, Gabe tenía que estar que no cabía en sí de gozo, como si tuviera alas y pudiese volar. El jamás desearía que ella se marchara. A Sheba sólo le quedaba una última oportunidad de regresar a su lamentable, desgraciado, requemado y apestoso hogar. Que Gabe le ordenase volver en aquel mismo instante. Sopesando aquella posibilidad, Sheba se sintió aún peor, notó que su desgracia previa seguía dispuesta a recibirla de nuevo. Al notar que ella se desmoronaba, Gabe la abrazó con más fuerza, y la desgracia de Sheba naufragó en la satisfacción. Con todo, mantuvo la esperanza. Contempló aquellos ojos angelicales y llenos de amor y sonrió en alas de los sueños que le inspiraban. «Eres la encarnación del mal —se recordó a sí misma. Tienes verdadero talento para la desgracia. Conoces todas las vertientes del sufrimiento. Podrías escaparte de esta emboscada y recuperar tu existencia anterior.» Vistas las cosas, con todo el dolor y el perjuicio que Sheba era capaz de provocar, ¿sería posible que aquel chico angelical la mandase al infierno?

Fin

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