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Artículos _____________________________________________________________________ Tren de sombras / revista de análisis cinematográfico – # 6 - verano 2006
Cinco películas de Nicolas Philibert por Jose Manuel López 1 / INTRODUCCION « Los documentales son un retorno a la escuela de la simplicidad y la modestia » (1) Agnès Varda En estos días extraños para la cinefilia, el cine documental muestra un vigor inusitado gracias a un heterogéneo grupo de cineastas que exploran los vastos terrenos de la no ficción. Desgraciadamente, el trabajo de estos espigadores de celuloide no se traduce en una cosecha digna en las yermas pantallas de las grandes corporaciones multimediáticas y abultadas gavillas de este cine invisible reposan en almacenes oscuros a la espera de una pantalla. Por ello, la aparición de una película como Ser y tener en nuestras carteleras se ha convertido en doble motivo de alborozo para los sufridos cinéfilos: como si poder disfrutar de un filme de estas características en pantalla grande no fuera acontecimiento suficiente, nos llega ahora un ciclo de cinco películas de Philibert promovido por el Ministerio de Asuntos Exteriores francés, en versión original subtitulada y copias nuevas de 35 mm. La notoriedad internacional obtenida por Ser y Tener, su último filme, ha propiciado la puesta en marcha de este ciclo itinerante destinado a ser exhibido en museos, cineclubes y alianzas francesas de medio mundo, de Hong Kong a Nueva York pasando por nuestra “vieja Europa”. Nicolas Philibert nació en Nancy, Francia, en 1951. Después de sus estudios de filosofía en la universidad de Grenoble comenzó a trabajar de asistente de dirección, escenógrafo e incluso debutó como actor en la película « Les Camisards » (René Allio. 1972). Su tránsito hacia la realización se produjo con « La voz de su amo » (La voix de son maître. 1978) de dirección compartida con Gérard Mordillat donde se retrata a doce directivos de grandes empresas y el vértigo de las alturas financieras en las que habitan. Tras varios cortos y un largo sobre personalidades del deporte llegarían las obras incluidas en este ciclo. De los nueve largometrajes dirigidos por Philibert hasta la fecha, cinco han sido los elegidos por el ministerio francés: « La ciudad Louvre » (La ville Louvre, 1990), « El país de los sordos » (Le pays des sourds, 1992), « Un animal, animales » (Un animal, des animaux. 1994), « Lo de menos » (La moindre des choses. 1996) y, finalmente, « Ser y tener » (Être et avoir. 2002). Cineasta sencillo, cercano, de celuloide suave, Philibert se aleja en sus documentales de la mirada intelectual —término cada vez más denostado usado aquí sin la menor intención peyorativa— que en otros cineastas nos ha regalado obras tan notables y dispares como « Noche y niebla » (Nuit et brouillard, Alain Resnais, 1955), « Sans soleil » (Chris Marker, 1983), « El sol del membrillo » (Víctor Erice, 1992), « Innisfree » (José Luis Guerín, 1997) o, por poner un ejemplo más reciente, « Los espigadores y la espigadora » (Les glaneurs et la glaneuse. 2000) y « Dos años
después » (Les Glaneurs et la glaneuse... deux ans après, 2002), primera y segunda parte del último impulso creativo —cámara DV en mano— de Agnès Varda. Ajeno al estilo reflexivo de estos cineastas, Philibert se mueve entre el documental de observación y el interactivo (atendiendo a la clasificación de Bill Nichols), sumergiéndose en el espacio líquido que media entre la intervención directa y el oteo distante. Es en esa lábil corriente de distancias donde el cineasta trata de pasar desapercibido sin renunciar, no obstante, a dejar constancia de su propia fisicidad, interaccionando con lo filmado. En sus películas la cámara parece asomarse constantemente al marco que ella misma define, buscando los cuerpos que lo pueblan, redefiniendo y cuestionando su situación, y por lo tanto la nuestra, respecto a ellos. Philibert huye del exhibicionismo en primera persona que parece poblar una facción del documental contemporáneo y nunca aparecerá en pantalla, al contrario que el interesante Michael Moore y sus filmes-manifiesto, Morgan Spurlock y su hipercalórica y aún no estrenada « Super size me » u Oliver Stone con su infecta Comandante. Pero sí acepta que su cámara-vigía recoja las miradas de aquellos que le buscan e incluso mantiene en el montaje final interpelaciones directas a su persona. En la ya citada Sans Soleil, Chris Marker nos preguntaba: «Con franqueza, ¿has oído algo más ridículo que decir a la gente, tal y como enseñan en las escuelas de cine, que no miren a la cámara?». Philibert, evidentemente, le respondería que no. Al igual que harían Truffaut y Godard, que asaltaron la modernidad enfrentando al espectador con las claras miradas de Jean-Pierre Léaud y Jean Seberg, en « Los 400 golpes » (Les quatre cents coups, 1959) y « Al final de la escapada » (À bout de souffle, 1960), respectivamente(2). Philibert mezcla con naturalidad técnicas documentales dispares y las afina con retazos de puesta en escena ficcional —especialmente notables en « Ser y tener », su último filme—, en una forma abierta de entender el cine que nace con la modernidad y que acepta el azar como materia susceptible de ser recogida por el discurso fílmico. En este sentido, Philibert afronta sus rodajes sin un guión previo y construye sus películas con la curiosidad por aquello que lo filmado puede ofrecernos, respondiendo de forma intuitiva a los avatares de unas personas que se supone que han de continuar naturalmente con sus vidas mientras son observados. Pero, ¿hasta qué punto es posible lograr la familiaridad necesaria para que el sujeto se comporte con cierta naturalidad, por así decirlo, como si la cámara no estuviese presente? Pregunta tan recurrente como fundamental para afrontar el cine de Philibert que ha sido revisitada intermitentemente desde el fundacional encuentro entre Flaherty y Nanook. Para Agnès Varda, la abuela digital del documental contemporáneo, el problema de la distancia se hizo patente tan pronto como encaró a sus espigadores: «Verlos me hizo querer filmarlos y más concretamente lo que no puede ser filmado sin su consentimiento. ¿Cómo puede uno dar testimonio de sus vidas y, al mismo tiempo, no obstaculizarles?»(3). Como buen documentalista directo, Philibert confía en la convivencia cotidiana y en los equipos de filmación portables como medio de aproximación natural a lo filmado. El cinéma verité entendía, al contrario que el cinema direct, que la presencia de las cámaras y el equipo de rodaje habrían de acabar, necesariamente, influyendo y transformando lo filmado. Así, el recientemente fallecido Jean Rouch —representante por excelencia del cinéma verité e “inventor” de la cámara al hombro y de los sistemas de sonido portátiles— consideraba que los hechos están siempre distorsionados por la presencia del que pregunta, pues «se distorsiona la pregunta con el sólo hecho de preguntar»(4). Lo cierto es que, a estas alturas de la Historia, resulta difícil creer en aquella supuesta espontaneidad propiciada por la presencia de la cámara defendida por el cinema direct,
pero lo importante en este punto es que estos cineastas trataban, en palabras de Gilles Marsolais, de «captar en directo el gesto y la palabra […] plantear el problema de la verdad al nivel de las relaciones humanas»(5). Y es en el retrato cercano de éstas donde Philibert alcanza sus mejores logros, especialmente en el trío de películas que constituye el núcleo destacado de las que hemos podido ver en este ciclo y en las que se acerca a comunidades bien definidas y, en cierta medida, aisladas, ya estén formadas por personas sordas (« El país de los sordos »), por el profesor y alumnos de una escuela rural de clase única (« Ser y Tener ») o por los pacientes de una clínica psiquiátrica (« Lo de menos »). Philibert se pronunciaba así sobre esta última: «Diría que se trata de una película que nos habla sobre aquello que nos conecta al otro; […] sobre lo que el otro, con todo lo extraño que pueda resultarnos, puede revelarnos sobre nosotros mismos»(6). Y es, precisamente, en el respeto por la figura de “el otro” y en el cuestionamiento humilde de algunos de los conceptos sobre los que se asienta nuestra convicción cotidiana donde reside la sensibilidad de este humanista disfrazado de director de cine que responde al nombre de Nicolas Philibert. NOTAS: (1) Conferencia de prensa concedida el 17-11-2000 durante el 41 Thessaloniki Film Festival. Enlace (La traducción es mía). (2) En palabras de Víctor Erice: «Una de las primeras y más radicales expresiones de [la modernidad] fue la mirada a la cámara —algo que el cineasta clásico evitó siempre—, como aquella que Jean Seberg dirigía al final de Á bout de souffle, la que ponía en evidencia al espectador, haciendo tambalear en él todas las identificaciones». Conferencia leída en Girona, en el Centre Cultura la Mercé, el 10 de noviembre de 1994, publicada en "Banda aparte", nº 9-10, Enero, 1998, págs 5-9. (3) Filming The Gleaners, de Agnès Varda.
Enlace (La traducción es mía).
(4) Entrevista a Jean Rouch realizada por Por Dan Georgakas, Udayan Gupta y Judy Janda. Enlace. (5) Citado en El documental y la cultura de la sospecha, artículo de Josep Lluis Fecé recogido en Imágenes para la sospecha. Falsos documentales y otras piruetas de la noficción; editado por Jordi Sánchez-Navarro y Andrés Hispano. (6) Del material promocional del ciclo (la traducción es mía). Las siguientes declaraciones de Philibert citadas en las siguientes páginas, salvo que se indique lo contrario, pertenecen también a esta fuente. El material está disponible en este enlace.
2 / « LA CIUDAD LOUVRE » : EL ARTE EMBALSAMADO « La imagen de las cosas es, de la misma manera, la imagen de la duración de éstas, modificadas, momificadas por así decirlo » (1) André Bazin Mientras esperamos la improbable oportunidad de acceder a « Une visite au Louvre » (2004), la última obra de los Straub —ejemplo paradigmático de cineastas invisibles debido a los parcos designios de la distribución—, « La ciudad Louvre » es una inmejorable ocasión para penetrar en el museo parisino, representante egregio de estas modernas ciudades-estado, y atisbar su compleja organización interna, la febril actividad de sus trastiendas o las variadas ocupaciones de sus legiones de empleados. Las primeras imágenes del filme de Philibert transcurren —elección que no parece casual— en la densa oscuridad de uno de los almacenes donde duermen gran parte de las 300.000 obras que el Louvre tiene en su catálogo mientras la linterna de un
operario va descubriendo para nosotros sus tesoros ocultos, casi olvidados. Los mouseion nacieron como templos consagrados a las caprichosas musas y parte del carácter sacramental de aquellos grandes edificios dedicados al estro y la sabiduría ha pervivido hasta nuestros días. A medida que durante la proyección más y más atestados almacenes nos eran mostrados, no pude evitar pensar que en pocas ocasiones habría resultado más pertinente la idea baziniana de la momificación de lo filmado provocada por el aparato cinematográfico que ante « La ciudad Louvre » y su celuloide repleto de obras dormidas, restos embalsamados doblemente fijados fuera del tiempo. Más allá de aspectos organizativos sobre el funcionamiento interno del museo, lo que llamó mi atención de « La ciudad Louvre » fueron las sugerencias que contiene sobre la descontextualización de la obra artística y el papel de los museos como albaceas del arte que atesoran obras a medio camino entre la necesaria conservación del patrimonio y el desaforado coleccionismo para finalmente privarlas, con demasiada frecuencia, de su único fin: el de ser mostradas. En la actualidad asistimos a una manifiesta “cosificación” del arte provocada por el pensamiento sustancialista que separa el producto de la corriente dinámica en la que fue creado. Personalmente, no entiendo el objeto artístico como el producto resultante expuesto en los museos sino como el constructo nacido de la azarosa mezcla entre aquel y la idea que le dio impulso, entre su contexto —esa corriente dinámica en la que se enmarca— y su manufactura. Para quienes así opinamos ya resulta difícil entender el arte como experiencia ceñida a un edificio que en la actualidad parece casi más importante que su contenido, pero si además pensamos en alguna de las casi 300.000 obras que reposan en los almacenes del Louvre hemos de preguntarnos si aún pueden seguir siendo consideradas objetos artísticos en el limbo en el que habitan. Este proceso de privación funcional se mueve en sentido contrario al que, a comienzos del pasado siglo, recorrieron Marcel Duchamp (1887-1968) y sus acólitos, que con el Ready-made despojaron objetos de su función original y/o los modificaron para darles una nueva existencia como objetos artísticos, ya fueran de uso cotidiano (el famoso urinario reconvertido en fontana) u objetos “elevados” privados por la acción del artista del peso de su trascendencia y significación cultural e histórica (la no menos conocida Gioconda con bigote). Con su irreverencia pretendían poner en discusión el papel del arte y los museos en la sociedad de la época aunque, paradójicamente, acabarían contribuyendo a su masificación. A este respecto, no estaría de más plantearse si el proceso de producción artística puede continuar hasta el infinito dado el ritmo endiablado que caracteriza a estos tiempos de democratización artística. Mientras veía « La ville Louvre » y las repletas catacumbas del museo parisino me asaltó la idea de la ilusoria seguridad en la que vivimos los seres humanos que consideramos nuestra vida falsamente estable, nuestras obras ilusoriamente eternas, preguntándome cuál sería el cataclismo —provocado o no por nuestra estupidez, ésta sí eterna— que borraría tantos siglos de Historia cuidados con mimo casi malsano, devastando así el saco sin fondo en que estos sacralizados templos contemporáneos del arte convierten sus colecciones. Al fin y al cabo, según han dicho recientemente los propios expertos del Louvre, a la Gioconda (sin bigote) le quedan, a lo sumo, otros cinco siglos de vida. ¿Existirá por aquel entonces el arte tal cual lo conocemos? NOTAS: (1) André Bazin. ¿Qué es el cine?. Rialp, 1990.
3 / EN « EL PAIS DE LOS SORDOS »
En 1983, un grupo de psiquiatras le ofreció a Nicolas Philibert la oportunidad de embarcarse en un proyecto sobre el lenguaje de signos que incluía la realización de varias películas educativas. Aunque la iniciativa nunca llegó a concretarse, el descubrimiento del particular y autosuficiente universo en el que desarrollaban sus vidas las personas sordas supuso una revelación para el cineasta francés y terminaría convirtiéndose en « El país de los sordos », la que se reveló como la mejor película del ciclo —junto a « Ser y Tener » (2002)— y la sorpresa del mismo, toda vez que esta última venía precedida por su inesperado éxito en taquilla y el revuelo crítico que había despertado. «Al descubrir la belleza del lenguaje de signos, el sorprendente arco de sus posibilidades, y la importancia de los detalles visuales para los sordos, la agudeza de su observación, la increíble memoria visual que poseen, comencé a pensar que un film sobre las personas sordas sería como trabajar con la esencia misma del cine »(1). Es difícil no sentir esa llamada primigenia durante la película de Philibert: los silencios, la gestualidad, el asombro ante un nuevo lenguaje, su desnudez —en suma— nos remiten a la infancia del cine y a la experiencia del primer espectador. « El país de los sordos » comienza con una auténtica declaración de principios: ¿pueden las personas sordas “escuchar” e interpretar música leyendo una partitura? La respuesta es afirmativa, como descubriremos en su escena de apertura: un cuarteto silente toca, sin otro instrumento que sus cuerpos, una pieza de cámara con los precisos movimientos de sus brazos, como directores de orquesta sin orquesta. Nunca habrá tenido mejor representación gráfica ese “ninguna-parte sonoro” con el que el insomne Ciorán definía en su « Breviario de los vencidos » ese lugar indefinido en el que nos encontramos bajo el hechizo de la música. Tras este primer impacto, « El país de los sordos » continuará invirtiendo calladamente nuestro concepto de “normalidad”, descubriéndose a golpe de revelación y sembrando un delicado clima de empatía con la comunidad sorda. Para ello, Philibert se sirve —al igual que haría diez años después en « Ser y tener » — de la figura central de un enseñante, el gran Jean-Claude Poulain, un profesor sordo de lenguaje de signos, que actuará de interlocutor pertinaz a lo largo del filme. Frente a la tradicional figura del contador de historias, en el material promocional del ciclo se define a Poulain como un “gesticulador de historias”, una denominación certera dada la capacidad comunicativa —y la pasión— del maduro profesor, que nos inunda con su gesticulante locuacidad. Poulain, que sufrió las consecuencias de una educación anquilosada y brutal que le ataba las manos a la espalda para obligarle a hablar, se ha convertido en un ferviente defensor de la enseñanza bilingüe de los lenguajes sonoros y los de signos. Un mundo silencioso Para entender la importancia de esta normalización, Philibert elige una clase de niños sordos que, con gran dificultad, dan los primeros pasos en su aprendizaje y entrevista a un amplio espectro de personas que nos transmiten, con desarmante naturalidad, parte de los problemas que han de afrontar por su condición a lo largo de su vida. Muchas de ellas viven, según nos dicen, una vida tan plena (o tan vacua) como puede ser la nuestra, pero lo hacen inmersos en un mundo silencioso, estanco e impermeable, en el que los sordos se casan con sordos y los padres desean que sus hijos nazcan privados del sentido del oído, pues no consideran su ausencia como una tara sino todo lo contrario. Como nos cuenta Poulain al respecto de su hija oyente: «Había soñado con tener una hija sorda, la comunicación hubiera sido más fácil. Pero la quiero
igualmente». Otro de los entrevistados nos explica la situación de su familia donde todos los miembros son sordos de nacimiento menos una “pobrecita” que tuvo la desgracia de nacer con su sentido del oído intacto y que se siente desplazada en medio de su familia. A pesar del cálido humor con el que están filmadas, estas declaraciones no dejan de provocar extrañeza y cierta tristeza, pues la deseada normalización nunca podrá realizarse si los sordos continúan desarrollando una existencia paralela y, en cierto modo, aislada a la del mundo exterior. Aunque, ¿quién puede culparles? Un aparte tranquilo siempre nos parecerá romo y acogedor frente a un mundo demasiado afilado. Vive la différence!… qué utópico grito. Pero no nos dejemos llevar por el pesimismo; nada más lejos de la intención de Philibert que el amarillismo o la zafia acumulación de anécdotas más o menos emotivas, más o menos tópicas, a los que nos tienen acostumbrados los reportajes televisivos “de investigación”. Casi sin darnos cuenta, el cineasta francés ha volteado con gesto decidido su tortilla de nitratos y su vivaz narración nos sitúa ante un grupo de amigos que recibe a unos estudiantes extranjeros de intercambio. Todos ellos son sordos. Poco a poco, comienzan a conocerse y a enlazar complicidades. En sus manos descubriremos que, al contrario de lo que se suele pensar, el lenguaje de signos no es internacional y existen diferencias entre los distintos países, variantes que en seguida se ven superadas por la ductilidad mimética de los signos. Llegado el momento, asistiremos a la emotiva despedida cuando los visitantes hayan de partir, pero Philibert se mantiene muy lejos de cualquier sentimentalismo. La sobriedad y la distancia del punto de vista elegido provocan una limpia pureza en la mirada que los espectadores dirigimos hacia estas personas, muy de agradecer ante la impudicia audiovisual que nos rodea en la actualidad. En « El país de los sordos »... Ante las muchas entrevistas realizadas por Philibert o las charlas entre personas sordas que se comunican entre ellas mediante signos, el espectador que desconozca este lenguaje comienza a sentir, con cierta extrañeza, que se está perdiendo algo. Philibert (que durante el rodaje logró aprender este lenguaje) mantiene concienzúdamente los planos mientras, en medio de un silencio plenamente consciente, un torrente de comunicación silenciosa nos asalta. Incapacitados para interpretar la desbordante gestualidad, nada comprendemos hasta que unos salvadores (y reticentes) subtítulos nos acercan sólo una parte del significado oculto de los signos que estábamos percibiendo. La banda de sonido original en francés permanece muda; Philibert reniega de la voz en off —que de haber sido usada aquí hubiera resultado abyecta— para crear en el espectador la necesidad de que los subtítulos “traduzcan” ese lenguaje desconocido. De esta manera, el cineasta francés consigue establecer, de manera didáctica y natural, una relación de igualdad entre el lenguaje de signos y nuestros lenguajes sonoros. A este respecto, mis sensaciones ante el filme de Philibert se vieron complementadas por el contexto en el que tuve la suerte de ver esta película, pues compartí auditorio con un grupo de personas sordas. En algunas escenas sus reacciones eran similares a las de los oyentes pero en otras respondían a estímulos imperceptibles para nosotros; y en todas se movían con varios gestos de ventaja al comprender, sin necesidad de subtítulos, lo que se decía en pantalla. Los oyentes estábamos incapacitados para
captar la variedad de matices que teníamos delante de nuestro(s) sentido(s). “Para oír, veo” dice el vivaraz Florent, uno de los niños de la película, una frase rotunda y una excelente manera de percibir la desazonante —y por lo tanto necesaria— sensación de sentirnos, por una vez, en clara inferioridad frente a los que no oyen con sus oídos, pero sí “escuchan”. Acostumbrados a la cotidianeidad de lo sonoro, la pulsión silente del lenguaje de signos logra despertar nuestra adocenada percepción. Alejadas de púlpitos y doctrinas —fílmicos o sociales—, modestas, las imágenes de Philibert se muestran limpias y rezumantes a quien quiera observarlas; no prentenden enseñarnos nada, pero aprendemos con ellas. « El país de los sordos » es una hermosísima película que debiera ser de obligada visión, aunque para ello necesitaría abandonar, claro está, los ignominiosos almacenes en los que duerme más allá ciclos como el que nos ocupa. NOTAS: (1) Declaraciones de Nicolas Philibert.
4 / « UN ANIMAL, ANIMALES » / « LO DE MENOS » En « Un animal, animales » — su quinto largometraje, el cuarto dirigido en solitario— Philibert lleva al extremo las sugerencias que poblaban « La ciudad Louvre », aunque con resultados menos interesantes. En esta ocasión el cineasta logra introducir su cámara en la galería zoológica del Museo Nacional de Historia Natural de París durante su proceso de reforma y acondicionamiento, que duró cuatro años, de 1991 a 1994. Tras 25 años cerrada al público, iba a ser reabierta con el nombre de “Galería de la evolución”. Durante ese cuarto de siglo, sus antiguos habitantes: peces, anfibios, pájaros, mamíferos, insectos... habían reposado en el limbo del olvido. La película se abre, en otra de esas excelentes escenas iniciales en las que parece especializado Philibert, con un grupo de estas estatuas animales —erguidas, ridículas en su gesto congelado— que es transportado por la campiña francesa en un camión sin capota. Si en el caso del Louvre me refería metafóricamente a las obras que duermen en sus bodegas como restos momificados, aquí nos encontramos ante verdaderas momias, ex seres vivos ahora rellenados y recosidos. Con pertinaz cadencia, Philibert intercala inquientantes primeros planos de algunos de estos mórbidos muñecos en su documentación de la restauración de la galería. En el París posapocalíptico de « La Jetée » (1962), Chris Marker llevaba a su pareja de amantes a una galería zoológica que, aunque no he podido comprobarlo, bien pudiera ser esta misma “Galería de la evolución”. En sus apenas 60 minutos, « Un animal, animales » no logra superar el carácter anecdótico de su propuesta pero la aparente coincidencia con el filme de Marker y su elección de este mismo escenario puede ayudarnos a entender la malsana inquietud que sentimos al observar esta obscena librería animal. Lo de menos Continuando su casi crónico interés por las comunidades e instituciones, en esta ocasión, Philibert accede al psiquiátrico de La Borde para filmar los ensayos de la obra de teatro que, como cada verano, será representada por internos y trabajadores del centro, reconocido por sus novedosos métodos, frente a un público formado por las familias, el personal y el resto de los pacientes. Este año la obra elegida es « Operetta » del modernista polaco-argentino Witold Gombrowicz, un musical
desenfadado cercano al teatro del absurdo en el que da la sensación que los locos (¡desechemos la perversión del eufemismo!) se sienten especialmente cómodos. Philibert filma detenidamente los ensayos —interesantes en algunos momentos, repetitivos en otros— mientras intercala entrevistas con los pacientes o imágenes de sus vagabundeos y actividades por los vastos e idílicos jardines de La Borde o por el interior del centro. Desde el comienzo de los ensayos hasta el final de la representación —el tiempo del filme— Philibert trata de acercarse a ellos con su habitual mezcla de respeto y curiosidad aunque, en este caso, no encuentre un interlocutor del calado de Poulain en « El país de los sordos » o de Lopez en « Ser y tener » —algo de lo que se resiente el filme— y haya de repartir su atención entre varios pacientes. A pesar de ello, uno en concreto destaca sobre los demás debido su charlatanería no exenta de momentos de lucidez, como el que cierra el filme y en el que se dirige a Philibert como representante de “la sociedad”, una sociedad que, como indica el propio paciente mientras señala los muros exteriores, se encuentra fuera y poco tiene que ver con él. Recientemente he podido ver « Nostalgia » (Nostalghia, Andrei Tarkovsky. 1983) que contiene más de un interesante apunte sobre la locura. En un concreto y brumoso momento, el poeta Gortchakov (Oleg Yankovsky) acaba de conocer a Domenico (Erland Josephson) —un loco demasiado lúcido, un oximorón necesario para esbozar una definición— y se plantea: «¿Qué es la locura? Los locos son problemáticos, inconvenientes. Nos negamos a comprenderlos. Están solos. Pero ellos están sin duda más cerca de la verdad».
5 / « SER Y TENER » : DIARIO DE UN MAESTRO RURAL « E sente saudade de si ante aquêle lugar-outono... » Fernando Pessoa, Hora absurda (Cancionero) Ser y tener. Dos verbos que han sido conjugados en multitud de lenguas y han llenado innumerables cuadernos y pizarras a lo largo de los años. Dos verbos elegidos, probablemente, al azar y que en alguna ocasión habrán sido escritos en la pizarra de la escuela de clase única de St.-Etienne-sur-Osson, un pequeño pueblo de doscientos habitantes en la región de Auvergne al que un día de otoño llegaron Nicolas Philibert y su reducido equipo de rodaje. Hoy en día, todavía es posible encontrar en Francia este tipo de escuelas —que tampoco fueron extrañas hasta hace unas décadas en la España rural— en las que un único maestro se hace cargo de la educación de todos los niños del pueblo. El profesor de St. Etienne, un hombre de suave decir e infinito mirar llamado Georges Lopez —monsieur López para sus alumnos—, tiene bajo su tutela a trece niños de entre cuatro y once años separados en tres grandes mesas: les grands, les moyens y les petits. « Ser y tener » comienza con un rebaño de vacas que pastan a la intemperie en medio de una confusión de nieve y viento. Un coqueto edificio de piedra es golpeado por la ventisca: es la escuela. En su interior unos inesperados habitantes, un par de tortugas, se deslizan sobre el deslustrado suelo de madera de una clase vacía y silenciosa. Pocas estancias se muestran más desorientadas y solitarias que un aula privada de su infantil rebumbio de gritos y carreras. En el exterior, una marea de ramas oscila al vaivén del viento. Estas concisas escenas de introducción cumplen la función dramática, en palabras del propio director, de situar la escuela en el mundo, en un contexto y un
tiempo concreto. Con ellas, además, Philibert plantea el contraste —tema recurrente en su filmografía— entre el inhóspito mundo exterior y la protección de las comunidades en las que los hombres tendemos a agruparnos. En el cálido interior de esta pequeña clase, entre tablas de multiplicar, dictados y ejercicios varios, surgirán los pequeños dramas provocados por la convivencia cotidiana: deberes inatendidos, roces con los compañeros o con los padres, problemas de adaptación, de timidez, etc., un rico anecdotario cotidiano al que el profesor Lopez responde de manera estricta pero conmovedoramente paciente. El efecto cámara En « Ser y tener » adquiere especial relevancia el viejo debate sobre la presencia de la cámara y su decisiva influencia en las personas que a ella se enfrentan. El principal problema al que hubo de enfrentarse Philibert fue el de captar las reacciones de este reducido grupo humano en el limitado espacio del aula sin interferir en su transcurso natural. Gran parte del metraje de « Ser y tener » transcurre en el interior de la pequeña clase de St. Etienne —nada que ver con las amplias salas de « La ciudad Louvre », los vastos jardines de la clínica de La Borde en « Lo de menos » o las dispares localizaciones de « En el país de los sordos » — lo que provocó que las cuatro personas del equipo de rodaje nunca pudieran refugiarse en una discreta distancia o en un recodo tranquilo y apartado. Philibert ha afirmado que la confianza fue determinante para filmar como si no hubiera extraños presentes: «Viendo la película, tenemos la impresión que los niños olvidan muy pronto la presencia [de la cámara]. […] Al cabo de tres dias, eramos casi parte del mobiliario. Naturalmente, desde el primer al último día, fuimos lo más discretos posible, para no frenar el desarrollo normal del grupo […]. De hecho, que un niño mirara a cámara no me molestaba. Durante todo el rodaje traté de guardar una especie de "neutralidad bonachona"»(1). Su intención era, por tanto, tratar de recoger de manera neutral la espontaneidad de lo cotidiano evitando adulterar lo filmado. Pero ¿lo ha conseguido? Mientras veía esta película jamás dudé de la naturalidad y sinceridad de lo que ocurría en pantalla. Ahora bien, he de reconocer que me encuentro entre aquéllos que opinan, siguiendo a Bill Nichols, que no se puede amar el documental si se busca la verdad como idea platónica puesto que hoy en día no es posible percibir la realidad si no es a través de su simulacro. No pretendo volver sobre este tema ya esbozado en la introducción pues me parece evidente y universalmente aceptado que cualquier respuesta de un sujeto ante la cámara estará siempre condicionada por ésta. Por ello considero perfectamente válido el término “actuación” para denominar el comportamiento de estas personas que representan su vida cotidiana ante la cámara. Al fin y al cabo, todos nosotros actuamos constantemente en nuestra vida diaria bajo múltiples máscaras por lo que, con mayor motivo, lo haremos ante una cámara. Sólamente en soledad, alejados del “gran ojo” social, parecemos ser capaces de abstraernos del entorno y poder ser la suma de fragmentos de otros que por mera convención hemos dado en llamar “yo”. A pesar de esta decisiva influencia de la cámara sí creo posible un variable grado de habituación, una trabajada confianza, una complicidad —términos bien conocidos por la antropología— que permitan obtener respuestas válidas y sinceras, en tanto que no fingidas; aunque siempre actuadas y diferentes a las que se obtendrían si no hubiera una cámara presente. Se podría poner el ejemplo de las cámaras ocultas pero, aún así, las respuestas ante la presencia y las preguntas del cineasta/investigador no serían del
todo verdaderas pues, retomando la frase de Rouch citada en la introducción, «se distorsiona la pregunta con el sólo hecho de preguntar». Philibert acepta, por lo tanto, el “efecto cámara” para ofrecerle a los espectadores la posibilidad de realizar de manera activa lo que de Javier Maqua describe como «una operación de restado que permita abstraer del conjunto lo que queda sin modificar del sujeto filmado »(2). Narración Del otoño al verano, el discurrir de las estaciones durante un año escolar marcará el ritmo lento y pausado, necesario, del filme. Durante siete meses Philibert rodó más de 60 horas de metraje que quedaron condensadas en un —brillante— montaje final de 104 minutos. Al igual que en sus anteriores películas, « Ser y tener » mantiene el gusto de Philibert por rodar sin guión previo y se construye en base a pequeños fragmentos dramáticos que el cineasta va incorporando a la historia, pero a la vez presenta una narración más ambiciosa. Puede ser que Philibert buscara conscientemente nuevas soluciones para esta película pero también es muy posible que sea el resultado de su natural maduración como cineasta. En este sentido, « Ser y tener » tiene un discurso más cinematográfico que sus predecesoras y construye una historia —en el sentido más clásico del término— que discurre por unos cauces narrativos bien definidos y acotados temporal y argumentalmente por la duración del curso escolar. Philibert ha logrado su película más compacta hasta la fecha, sin abandonar el territorio documental que ha hecho suyo pero incorporando a su discurso elementos de marcado carácter ficcional, puede que en parte obligado por su intencionada renuncia a la fórmula (típicamente documental) de la entrevista, usada intensivamente en películas anteriores. Elementos como el uso clásico de los contracampos para dotar de mayor espacialidad a las conversaciones (que en determinados momentos me hizo dudar de que se hubiera rodado con un sola cámara); o las pequeñas subtramas que contribuyen a dotar de un cierto suspense al filme, por ejemplo la expectación por las notas de los exámenes de acceso de los alumnos de último año o la momentánea desaparición de una alumna durante una excursión por el campo. Esta acumulación de recursos recuerda a otros acercamientos documentales promiscuamente ficcionales como « En construcción » (José Luis Guerín, 2001) o « Nanook el esquimal » (« Nanook of the North », 1922) a la que su director, Robert J. Flaherty, definió como «una combinación de cine dramático, educativo y de inspiración»(3), una frase a la que Ser y tener podría amoldarse sin dificultad. Pero el elemento que mejor define este nuevo carácter es el uso de escenas de transición en las que los alumnos se dirigen de la escuela a casa y viceversa a través de la potente y cambiante naturaleza de St. Etienne. Estos interludios actúan de engarce entre los dos ámbitos fundamentales en la vida infantil, el escolar y el doméstico, y le sirven a Philibert, además, para dejar bellamente reflejado el tránsito estacional como reflejo del paso del tiempo y de la propia evolución, más íntima y modesta, que viven los niños. Philibert matiza estas escenas con una hermosa música (las « Canciones de los niños muertos » [Kindertotenlieder, 1902] de Mahler, principalmente), un acompañamiento que redunda en su orientación ficcional. En otra de esas típicas (y arriesgadas) analogías en las que el observador de cine suele embarcarse, este uso de la música y de personas que caminan me recordó a una de las marcas de estilo más reconocibles de Kitano Takeshi. En el cine del japonés, estos desplazamientos no se limitan al plano físico del movimiento sino que sugieren el tránsito vital de los personajes, una sensación de pausadas reflexión y expectación, un mayor interés por el
viaje en sí que por la llegada. Son, por lo tanto y aunque no lo parezcan, plenamente narrativos. Los engarces kitanianos también suelen ser acompañados por música, normalmente compuesta por el gran Joe Hisaishi, excepto « Zatoichi » (Zatôichi, 2003), primera colaboración de Kitano con el compositor Keiichi Suzuki tras muchos años de inolvidable unión creativa con Hisaishi. Un tiempo en fuga En algunas ocasiones, y sin previo aviso, sentimos una extraña lejanía del tiempo presente, como proyectados en un tiempo blando donde sólo somos el antes de un después que no es sino ahora distante. El aparato cinematográfico es, en cierto modo, un dispositivo sin presente marcado por la fugacidad de sus fotogramas en tránsito, que nos obligan a sentir en pasado presos en un flujo continuo de fugas. « Ser y tener » maneja en sus 104 minutos toda la gama cromática de los ocres: el discurrir del tiempo, el desasosiego, un ambiente de pasado constante..., unos colores que parecen aflorar en los ojos del profesor Lopez ante el profundo cambio que está a punto de producirse en su vida. En sus dos películas anteriores centradas en comunidades — « Lo de menos » y « El país de los sordos » —, Philibert hacía un uso intensivo de la entrevista pero en « Ser y tener » sólo la utiliza en una ocasión, lo cual le otorga relevancia a su elección. El cineasta entrevista a Lopez, pero no lo hace en la escuela sino en el jardín de su casa donde, por primera vez, le vemos fuera del espacio comunitario donde realiza su trabajo. Y es este ambiente íntimo y recogido donde el maduro profesor enfrenta por primera vez con su mirada la cámara de Philibert y relata como la influencia de su padre agricultor, un emigrante español que no desea el mismo destino para su hijo, fue la que le llevó a hacerse maestro y como ahora —tras treinta y cinco años de profesión, veinte de ellos en esta misma escuela en Auvergne— ha de afrontar la inminencia de su jubilación. Puede que este sea el primer punto que nos ayude a entender esa capa de melancolía que recubre el filme de Philibert, pero no es el único. Algunos de los conflictos con los que ha de lidiar Lopez nacen del miedo de los niños de último año ante su paso a secundaria. Al igual que su profesor, están a punto de afrontar un cambio capaz de trastocar su pequeño mundo: una nueva escuela, nuevos compañeros, nuevos maestros… Aunque no es posible evitar la sensación de que, terminen o no su escolarización, nada cambiará en el futuro de muchos de estos niños. Una certeza que hace aún más admirable la dedicación del maestro. En la última escena del filme, llegado el final del curso, Lopez se despide uno a uno de sus alumnos en la puerta del aula mientras la cámara observa respetuosamente desde el exterior. El cariño que le demuestran muchos de los niños y la lucha del profesor por contener las lágrimas convierten en certeza lo que ya se había sugerido durante toda la película: Ser y tener no trata sobre la educación, ni siquiera sobre el mundo escolar; es, más bien, una película sobre el aprendizaje como proceso vital de descubrimiento y la enseñanza como acto de amor; una película que acaba convirtiéndose en una rendida oda al profesor Lopez, un héroe cotidiano armado con un lápiz, una mirada tranquila y una paciencia infinita. Si en « Los 400 golpes » (Les 400 coups, 1959) Truffaut se servía del despótico y amargado maestro de Antoine para darnos una visión devastada (aunque optimista, baste recordar ese congelado y libre plano final a pie de playa) de un país sin referentes en parte debido a un sistema educativo corrupto, Philibert le otorga a Lopez —maestro vocacional y entregado— parte del poder necesario si no para mejorar el mundo sí, al menos, para mantenerlo en marcha.
Porque « Ser y tener » no es en una película triste —¿quién ha dicho que la melancolía deba ser lo contrario de la alegría?— sino que se ofrece luminosa y sincera al público al tiempo que reflota el asombro que dejó en nosotros « El país de los sordos ». Un asombro, ciertamente, infantil que bien puede surgir de los ojos traviesos y curiosos de Jojo —el niño que en seguida se convierte en el favorito de Philibert por su desparpajo y naturalidad— o en los limpios y redondos de Ahmed, el niño iraní de « ¿Dónde está la casa de mi amigo? » (Khane-ye doust kodjast?, Abbas Kiarostami. 1987), con la que Ser y tener establece fuertes lazos. El primero y quizá más importante en este punto, es que tanto Philibert como Kiarostami —otro cineasta apegado al mundo de la escuela y los niños(4)— han sabido reconocer en ambos filmes la pureza documental de la infancia y su mirada limpia de ciertas ficciones que el tiempo trae siempre consigo. NOTAS: (1) Declaraciones extraídas del dossier de prensa de Ser y tener. (2) Javier Maqua El estado de la ficción: ¿nuevas ficciones audiovisuales? En VV.AA. Hª general del cine. Madrid: Cátedra, 1995, tomo XII (3) Del dossier de prensa de Nanook el esquimal difundido por el portavoz de La Sociedad de Asia, en el año 1932 (Citado en Documental y falso documental: las ficciones de la no ficción, Jurgen Ureña. Enlace) (4) Ambos elementos, escuela y infancia, recorren la filmografía de Kiarostami: de los cortometrajes educativos que realizó en los años 70-80 a ¿Dónde está la casa de mi amigo? o Los deberes (Mashgh-e Shab,1989). Para un completo recorrido por la vida y obra del cineasta iraní, la revista española Letras de Cine le dedica un extensivo monográfico en su número 7 (año 2003).