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La lectura puede ser un recurso para dar sentido a la experiencia de alguien, para darle la palabra a sus esperanzas, a sus miserias, a sus deseos; la lectura puede ser también un auxiliar decisivo para repararse y encontrar la fuerza necesaria para salir de algo; y finalmente, otro elemento fundamental, la lectura es una apertura hacia el otro, puede ser el soporte para los intercambios. Michele Pètit Objetivos del área de prácticas del lenguaje:
Conocer y comprender mejor el mundo y a nosotros mismos a través de nuestra lengua y la literatura. Construir una perspectiva lingüística personal que permita discernir los propios procesos de aprendizaje vinculados con la comprensión, la interpretación y la producción de textos orales y escritos. Formarse progresivamente como lectores independientes, capaces de elegir críticamente autores y obras según intereses personales y particulares. Interesarse en producir textos orales y escritos que se adecuen a las pautas de comunicabilidad que organizan nuestra cultura. Leer textos en diversos formatos y situaciones, según propósitos variados y empleando diferentes estrategias. Reflexionar acerca de la lengua en su aspecto normativo y gramatical. Valorar las posibilidades de la lengua oral y escrita como medio que permite expresar y compartir pensamientos, sentimientos y conocimientos.
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Contenidos para la evaluación de Prácticas del Lenguaje
La Lengua como sistema Clases de palabras
Sustantivos (Se espera que los alumnos conozcan la clasificación semántica y morfológica del sustantivo) Adjetivos (Se espera que los alumnos conozcan la clasificación semántica y morfológica del adjetivo) Verbos (Identificación de accidentes de persona, número, tiempo y modo. Reconocimiento de raíz y desinencia) Adverbios (Identificación de tipos de adverbios: de tiempo, modo, lugar, afirmación, negación, etc.) Preposiciones, conjunciones e interjecciones. Pronombres personales, demostrativos, posesivos y enfáticos. (Los alumnos deben identificar cada una de las clases de palabras y conocer sus respectivas funciones sintácticas) Gramática estructural:
La oración simple: la oración bimembre y la oración unimembre (sin verbo conjugado). El sujeto. Sujeto simple y compuesto. El sujeto expreso y el sujeto tácito. El predicado verbal simple y compuesto. Modificadores del sustantivo: modificadores directo e indirecto. Aposición. Partículas de relación sintáctica (coordinantes y subordinantes). Construcción comparativa. Modificadores del verbo. El objeto directo. El objeto indirecto. Los circunstanciales con conexión directa e indirecta. Reconocimiento de los objetos por medio del reemplazo pronominal. El complemento agente. Frase verbal de voz pasiva y de tiempo compuesto. Pasaje a voz pasiva. Normativa
Tildación general. Identificación de palabras según su acentuación (agudas, graves, esdrújulas, sobresdrújulas). Reglas de tildación general y diacrítica. Uso de mayúsculas y signos de puntuación. Verbos: paradigma de la conjugación regular. Formación de palabras (identificación de prefijos y sufijos) 2
Diptongo, triptongo y hiato. Sinónimos, antónimos, homónimos, homófonos, hipónimos e hiperónimos. Construcción de familias de palabras. Reglas ortográficas básicas (usos de B, V, G, J, S, Z, C, H, X) Dictado Tipologías textuales. Literatura y Teoría literaria.
Reconocimiento de tipos de textos: ficcionales y no ficcionales. Tramas textuales (trama narrativa, dialogal, descriptiva, expositiva, argumentativa, instruccional) e intención comunicativa. Identificación de clases de narrador según grado de conocimiento y persona de la enunciación (protagonista, testigo y omnisciente). Reconocimiento de personajes principales y secundarios. Identificación de núcleos narrativos. Capacidad para elaborar un resumen argumental a partir de un breve texto propuesto. Identificación de conceptos de texto, párrafo y oración. Identificación de tema, subtema e ideas principales. Capacidad para construir secuencias narrativas. Creación de textos cohesivos, coherentes y acordes a la normativa de la lengua española. Uso correcto de los tiempos verbales. La reescritura. Construcción de paráfrasis. Cambio del punto de vista en la narración. Redacción de textos de trama eminentemente narrativa. Comprensión lectora
Se propondrá una serie de textos a partir de los cuales, los alumnos realizarán actividades que permitirán medir el grado de comprensión lectora alcanzado. A la hora de evaluar este punto, se observará el cuidado y ajuste a la normativa, además de la correcta construcción textual.
ES IMPRESCINDIBLE QUE LOS ALUMNOS SE PRESENTEN AL EXAMEN HABIENDO LEÍDO EN PROFUNDIDAD TODOS LOS TEXTOS QUE FORMAN PARTE DEL CORPUS.
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Producción textual
Se propondrá la construcción de textos a partir de una consigna de escritura. Se espera que los alumnos tengan la capacidad de construir textos cohesivos y coherentes que respeten los aspectos solicitados en la consigna. Criterios de evaluación: A la hora de evaluar se tendrán en cuenta los siguientes criterios:
Comprensión de las consignas propuestas. Ajuste de la respuesta a lo solicitado en la consigna. Claridad y calidad de la producción textual escrita. Ajuste a la normativa de la lengua española. Reconocimiento de las diferentes clases de palabras y sus respectivas funciones sintácticas. Reconocimiento de los principios generales del sistema de la lengua y de la gramática textual y oracional. Capacidad de abstracción para la creación de resúmenes, mapas conceptuales y/o secuencias narrativas. Uso de un vocabulario adecuado. Dominio de la información. Pertinencia temática. Capacidad para comprender textos literarios e informativos. Reconocimiento de tipos textuales y capacidad de producción acorde a diferentes tipologías de textos.
NOTA: LOS ALUMNOS DEBERÁN PRESENTAR LA EVALUACIÓN EN TINTA. NINGUNA ACTIVIDAD (INCLUSO LAS DE SINTAXIS) PODRÁ PERMANECER EN LÁPIZ. SERÁ NECESARIO CUIDAR LA CALIGRAFÍA, YA QUE TODA RESPUESTA ILEGIBLE SERÁ CONSIDERADA INVÁLIDA.
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Corpus de textos Los textos que se encuentran a continuación proponen diferentes recorridos de lectura. Es necesario que los alumnos lean en profundidad los siguientes textos. Algunas actividades de la Evaluación Inicial se basarán en la lectura realizada. 1
Bajo el jacarandá
Márgara Averbach
Se llamaba Pedro. Era alto, muy flaco, de uñas siempre quebradas y sucias, los ojos hundidos en un universo de arrugas. Todos los sábados y martes, excepto en pleno invierno o en épocas de sequía, llevaba el carro hasta el borde de la feria, junto al puesto de Doña Rosita, la de las plantas, y vendía tomates, lechuga, rabanitos, manzanas, cebollas y zanahorias de la quinta. El carro era largo, destartalado y por alguna razón, hermoso. Había sido azul en su infancia, hacía siglos, y le quedaban jirones de esa piel anterior en los ejes de las ruedas y en el pescante. Era un carro fuerte y Pedro le tenía confianza. Tan viejo como él, funcionaba como él: con una tranquilidad profunda, que en lo esencial, nada había cambiado. El problema era Fosforito, el caballo. Pedro lo había comprado hacía dieciocho años, sin domar, en un remate de Chacabuco. En ese entonces, era un potro alto, colorado, con una estrella blanca en la frente y por eso, por ese cuerpo rojo y esa luz, lo había llamado Fosforito. Se lo había domado Javier, un chico morocho y fuerte que sabía acercarse a los animales con paciencia. Tal vez por eso había sido tan buen compañero para Pedro. Rápido, sereno, era capaz de llevar el carro azul (y después, ya no tan azul) sin bambolear los tomates ni arruinar el brillo de las manzanas. Y cuando Pedro lo ensillaba y lo llevaba hasta el almacén, tenía la boca blanda y fácil y el mundo era más ancho desde su lomo apacible. Todo eso, antes: desde hacía ya un año, Fosforito estaba cansado. Pedro no conseguía que trotara. Apenas el carro quedaba listo en el espacio entre Doña Rosita y la plaza, le ponía un bozal y lo soltaba y Fosforito se acomodaba a la sombra del jacarandá y bajaba la cabeza. Pero no comía. Cerraba los ojos como si el viaje de dos horas hasta la plaza lo hubiera dejado completamente agotado. Pedro estaba preocupado. Lo que conseguía en la feria le alcanzaba apenas para mantener la quinta y dar de comer a Esteban, su hijo, que había vuelto a vivir con él después de la Guerra de las Malvinas, y que lo ayudaba como podía con su única mano y su mirada triste. No podían comprar otro caballo sin vender a Fosforito y necesitaban un caballo que pudiera con el carro. Que no estuviera cansado (Pedro pensaba "cansado" para no pensar "viejo".) A Pedro le hubiera dolido vender a su colorado pero el caso era que no podía venderlo. ¿Quién iba a comprárselo? Tenía el pelo opaco, las rodillas torcidas, los cascos partidos, la cruz alta y los dientes amarillos. No le quedaba más que el matadero y los hombres de uniforme gris que atendían en la puerta de metal en la última cuadra del pueblo. Cualquier otra cosa era un sueño, una ilusión tonta. Terminaría ahí, Pedro estaba seguro. Mientras pudiera, lo seguía posponiendo. Los sábados y los martes, se levantaba a las cinco, buscaba a Fosforito en el corral, acomodaba los cajones en el carro con ayuda de Esteban, subía al pescante y se ponía a pensar mientras el viaje pasaba a su alrededor, siempre el mismo, siempre distinto: las hojas rojas de los robles en el otoño, las flores violeta de los paraísos
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Averbach, Márgara: “Bajo el jacarandá” en Imaginaria. Disponible en http: http://www.imaginaria.com.ar/13/5/jacaranda.htm
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de la entrada de la estancia grande en primavera; las ramas desnudas de los plátanos en las afueras de la ciudad a principios de junio; las espigas del verano en el último descampado en las brillantes madrugadas de enero. A Pedro le llevó un año decidirse, un año de largas conversaciones con Doña Rosita entre un mate y otro. Con Esteban no hablaba: no quería entristecerlo. Fosforito había sido el caballo de la familia desde hacía tanto tiempo... Cada vez que pasaba frente a la puerta de metal del matadero camino de la feria, desviaba la vista hacia el campo abierto y silbaba bajito para distraer al colorado que notaba el cambio leve en las manos de su dueño y apuraba el paso lerdo por unos metros. Una mañana de verano, Pedro terminó de acomodar los cajones en el puesto de la feria, se dio vuelta hacia el jacarandá donde ataba siempre a Fosforito y la vio: una nena gordita, de caballo negro y largo y manos grandes. Eran las seis y media. La feria ya estaba en movimiento: los madrugadores paseaban de puesto en puesto con changuitos de colores y caras nuevas, medio dormidas. A esa hora, en general, no había chicos, pero esta nena parecía despierta y decidida en sus zapatillas azules, a solas con Fosforito. Porque estaba hablando con él. En un momento, se inclinó hacia las crines como si le diera un beso. El caballo tenía las orejas atentas, la cabeza un poco más alta que siempre, la cola en el aire como defensa contra las moscas de diciembre. Esa primera vez, Pedro sonrió para sí, se sentó en su cajón de manzanas y esperó a los clientes. De vez en cuando, echaba una mirada a la nena, entusiasmada en una conversación que, desde lejos, era sobre todo una serie de dibujos que pintaban las manos sobre el pizarrón del aire. Tal vez se había mudado al barrio de casas bajas hacía poco, pensó Pedro: él nunca la había visto antes. Le preguntó a Doña Rosita, a Anselmo, el de las papas, pero ellos tampoco la conocían. No era de las que vienen un solo día, eso no: un mes después, en enero, seguía viniendo puntual a las seis, seis y media y charlaba horas con Fosforito bajo las hojas compuestas, delgadas, del jacarandá. Pedro se le acercó de a poco. No era muy diferente de los otros chicos del barrio, excepto por lo de los madrugones. Como todos los que aparecían nueve, nueve y media de la mano de madres con bolsas de plástico, tenía la ropa manchada de jugar, las zapatillas desatadas y desprolijas, las rodillas de los vaqueros raspadas y las manos sucias de barro, caramelos, helados. Se llamaba Anahí y tenía los ojos grandes y alegres. No hablaba mucho con las personas pero Pedro se fue enterando de algunas cosas con el tiempo: vivía con sus padres en una casa a tres o cuatro cuadras, no tenía hermanos, sus dos padres trabajaban en un hospital y la dejaban sola todo el día desde la muerte de la abuela. Le daban permiso para salir, para eso tenía la llave (un día se la mostró a Pedro, una llave antigua y chiquita que colgaba de un cordón verde), le gustaban mucho los caballos, tenía diez años. Al principio, Pedro no le contó mucho. Después, despacio, empezó a hablarle sobre Esteban, sobre la huerta, sobre el carro (que hacía ocho años había pintado de azul por última vez y que ahora debería estar pintando de nuevo). A veces, ella se acercaba a él y a Doña Rosita a la hora del mate aunque no tomaba. Le gustaba dulce, decía. De Fosforito no hablaron hasta el día en que el colorado dobló las patas y se echó bajo el jacarandá como se echan los caballos: en una maniobra torpe, difícil, que vista de afuera parece imposible. Pedro estaba unos pasos más allá, admirando la camioneta nueva de Anselmo, que había decidido que ya no eran tiempos de carro. —¡Ey! —dijo Anahí cuando Pedro se acercó casi a la carrera—. Nunca vi que hiciera eso. —Está cansado —dijo Pedro. Se retorcía las manos sin darse cuenta. —¿Por? —dijo Anahí y lo miró a los ojos mientras apoyaba una de sus manos sobre el cuello colorado de Fosforito. Pedro se arrepintió de haber abierto la boca, de haber empezado la conversación, pero no mintió. —Está viejo, Anahí —dijo y después bajó la cabeza. Iba a tener que venderlo pronto, si quería conseguir algo. Muertos, los caballos no valen nada, ni siquiera para el matadero. Tal vez hubieran seguido hablando de la vejez, del cansancio, pero en eso, Pedro vio que una señora de pollera larga lo llamaba desde el puesto. —Zanahorias, ¿a cuánto? —le gritó desde lejos. —Ya vuelvo —le dijo Pedro a la nena—, dale agua, ¿querés? Ahí está el balde.
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Así que Anahí tuvo que esperar hasta la hora de la vuelta para volver a sus preguntas. —Oíme, nena —le dijo Pedro mientras jadeaba bajo los cajones y convencía a Fosforito para que se levantara. Anahí le daba pena pero no tenía tiempo de ponerse a pensar en cómo decir lo que no quería decir. El futuro lo apuraba con los dientes al aire, como un perro rabioso—. Mejor que te despidas. El caballo no vuelve. Anahí lo miró como si no lo hubiera oído y después empezó a hablarle de Fosforito. De lo que le contaba el caballo cuando charlaban en la plaza. De un campo lleno de espigas altas y una yegua alazana (Anahí dijo "castaña") que había sido su madre. Pedro no le creyó pero eso no tenía importancia. La nena había hablado con Fosforito así que él tenía que explicarle. Suspiró, se sentó sobre la vereda y contó. Hacía muchos años que sólo hablaba con Esteban y Doña Rosita y Esteban no hablaba mucho. Había pensado que ya no sabía las palabras pero ahí estaban. Encontró las que necesitaba y habló: de la vejez, de la quinta, de la necesidad de dinero, hasta del matadero. Anahí se lo quedó mirando un momento, los ojos más oscuros de pronto. Levantó la mano y la puso sobre el cuello de Fosforito, que temblaba un poco en la brisa caliente, como si hiciera frío. —No se lo venda a otro —dijo en voz baja—. Se lo compro yo. Pedro sonrió. La sonrisa le dolió en la cara como duele un diente enfermo. Tal vez por eso no se dio cuenta de que Doña Rosita se les había acercado sin decir nada. —¿Y qué vas a hacer con él, Anahí? —preguntó Pedro—. Si no tenés dónde ponerlo... ¿Y tu mamá y tu papá? ¿Qué van a decir? Pero Anahí no veía fallas en su plan. —Mamá ya lo sabe —mintió. Así que el único problema era Pedro. —No, no, Anahí —la voz del hombre era tensa, dura como un martillo—. Las cosas no son así, vos no entendés. Mejor no vengas por unos días. Y en ese punto, como una brisa brusca en medio del calor, intervino Doña Rosita. Pedro cumplió: esperó hasta el fin de semana. El sábado, el último sábado, Fosforito se portó bien de ida. Parecía más joven, de pronto, alegre incluso. Hizo un intento de trote frente al matadero, como para mostrarse. Dos meses antes, Pedro se hubiera puesto a silbar: el ritmo del caballo le hubiera recordado tiempos, mejores tiempos en los que él y el carro azul y Fosforito eran jóvenes y Esteban, feliz. Los tiempos antes de la guerra cuando todo parecía posible. Pero ese sábado no había salida. Pedro necesitaba un caballo fuerte: no hubo silbidos. Llegaron temprano a la feria. Los pocos que ya estaban ahí acomodaban tablones, toldos y frutas. Doña Rosita era de las tempraneras y además, vivía cerca. Ya tenía sus cuatro estantes de plantas preparados y se cebaba un mate sentada en un cajón. Levantó la mano como en un saludo. Don Pedro vio alegría en el gesto pero no sonrió. No le gustaba la esperanza. Había aprendido a desconfiar de ella. Bajó del carro, empezó a acomodar al caballo y recién entonces vio a la nena. Eran las seis menos cuarto y ahí estaba Anahí, de pie junto a un señor alto, canoso, que miraba a Pedro con ojos un poco desvelados. Tenía las mismas manos que Anahí. —Ya lo arreglamos todo, Don Pedro —dijo la nena. Doña Rosita dio la vuelta al puesto de plantas y volvió con una yegua mora, flaca y alta. Pedro la conocía: era la que traía las papas de Anselmo antes de la camioneta. Así que la solución para Fosforito era algo que el caballo y Pedro le debían a media feria y a los padres de Anahí, preocupados por la soledad de la nena en esa ciudad nueva, tan lejos de Misiones, del resto de la familia, de la casa de siempre, con perros, gatos y caballos. Anselmo no quería mucho dinero por su yegua. Necesitaba sacársela de encima (dijo). Había habido colecta. Y ese mediodía a la hora de desarmar los puestos, Pedro puso a la mora adelante, para que llevara el carro y los cajones (no del todo vacíos: cada vez era más difícil vender) y ató a Fosforito atrás. En el pescante
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iban él, Anahí y su padre. Los dos querían ver el lugar donde viviría el caballo de la nena. Pedro quería que Esteban lo supiera todo y sabía que Anahí lo contaría mucho mejor que él. No hablaron mucho en el viaje. La nena y el padre miraban el verano más allá de la ciudad y el barrio. El verano del campo, del que habían venido hacía unos meses. Pedro pensaba en la lata de pintura azul que le había ofrecido el ferretero para pintar el carro. De pronto, tenía ganas de hacerlo.
Mirar la luna2 Adela Basch
Una noche de verano sumamente calurosa, una noche de fines de diciembre, salí a tomar aire afuera de la cabaña que ocupaba termporariamente. La noche era apacible y hermosa. A mi alrededor todo era quietud y en el aire flotaba un no sé qué extraño y fascinante. El cielo estaba totalmente despejado y me pareció un océano lleno de misterios. De pronto, sin saber por qué, me dieron unas ganas bárbaras de mirar la luna. La busqué y la busqué con la mirada, y nada. No se la veía por ningún lado. Me puse un par de anteojos, y nada. Me los saqué, los limpié cuidadosamente, me los volví a poner... nada. Recordé que tenía un potente telescopio portátil. Me pasé un rato largo mirando el cielo a través de su lente, pero la luna no aparecía por ningún lado. Ni siquiera opacaba por su presencia. Nubes no había ni una. Estrellas, un montón. Pero la luna no estaba. Me fijé en el almanaque. Era un día de luna llena. ¿Cómo podía ser que no estuviera? ¿Dónde se habría metido? En algún lugar tenía que estar. Decidí esperar. Esperé con ganas. Esperé con impaciencia. Esperé con curiosidad. Esperé con ansias. Esperé con entusiasmo. Esperé y esperé. Cuando terminé de esperar miré al cielo, y nada. Cuando pude sobreponerme a mi decepción, me serví un café. Lo bebí lentamente. Cuando lo terminé de tomar la luna seguía sin aparecer. Me serví otro café. Cuando lo terminé de tomar ya había tomado dos cafés. Pero de la luna, ni noticias. Después del décimo café la luna no había aparecido y a mí se me había terminado el café. Paciencia por suerte todavía tenía. Consulté las tablas astronómicas que siempre llevaba en la mochila. Eclipse no había. Pero de la luna, ni rastros. Volví a tomar el telescopio. Enfoqué bien, en distintas direcciones. El cielo nocturno era maravilloso y, como tantas otras veces, me sorprendió mucho encontrar algo que no esperaba ver. Mucho menos en ese momento y en ese lugar. Ahí a lo lejos, entre tantas galaxias con tantas estrellas y tantos cuerpos desconocidos que se movían en el espacio había un pequeño planeta con un cartelito que decía "Tierra". Le di mayor potencia al telescopio y pude ver claramente que en la terraza de mi casa todavía estaba colgada la ropa que me había sacado antes de ponerme el traje de astronauta. Adentro, en el comedor, mi esposo y los chicos comían ravioles con tuco y miraban un noticiero por televisión. En ese momento justo estaban mostrando una foto mía y el Servicio de Investigaciones Espaciales informaba que yo había alunizado sin dificultades. Me tranquilicé y me quedé afuera, disfrutando serenamente de la noche, mirando todo con la boca abierta, absorta en vaya a saber qué, tan distraída como siempre, totalmente en la luna.
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Basch, Adela: “Mirar la luna” en Imaginaria. Disponible en http: http://www.imaginaria.com.ar/01/1/basch3.htm#2
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La hermana de la Bella Durmiente3 Marcelo Birmajer
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Los padres de la Bella Durmiente celebraban el cumpleaños número quince de su segunda hija. Veinte años atrás, su primogénita, los mismos reyes y toda la población de Palacio se habían salvado, gracias al beso del príncipe, del sueño eterno en el que los había sumido la maldición de la bruja Agatha — también conocida como el Hada Mala—. Maldijo a Bella, la primogénita, en su cumpleaños número quince, precisamente por no haber sido invitada a la fiesta. La condenó a dormir por siempre en cuanto se pinchara con una aguja. De no ser por el beso en los labios del príncipe Romo, aún estarían durmiendo. Los reyes habían recibido el nacimiento de Bella como un milagro, puesto que por entonces llevaban muchos años de casados sin que la Providencia los hubiese bendecido con la llegada de un hijo. Y luego de que el príncipe anulara el hechizo, al poco tiempo dieron al reino la buena nueva de que un hijo más venía en camino. Fue una hermosa princesita a la que llamaron Sofía. Ahora cumplía quince años. Las horribles circunstancias del cumpleaños número quince de Bella habían escarmentado a los reyes, Flavio y Adriana. Ya sabían que no bastaba con todo el poder ni el dinero ni los guardias del mundo para garantizar la seguridad de sus hijas. Pero, aunque nada fuera suficiente, debían precaverse con inteligencia y astucia para que el destino de las jóvenes fuera lo más seguro posible. Por ello, para el cumpleaños número quince de Sofía convocaron al reino al profesor Strogonoff, quien estaba reputado en toda Europa como sabio prominente, experto en estrategia, seguridad y trato con los poderes extraterrenales. El profesor Emil Strogonoff era un hombre de cincuenta años, de muy buen ver, con una tupida barba blanca, y una mirada intensa y brillante. Llegó a Palacio en un carro tirado por dos caballos, acompañado por cuatro guardias del reino de Basilea, de donde provenía, y a llegar al sendero real se le sumaron cuatro guardias montados más, enviados por Flavio y Adriana. Luego de una opípara merienda, el sabio durmió una necesaria siesta, y por la noche, luego de la cena — porque mientras se come no se trabaja—, Flavio, Adriana y Emil Strogonoff se reunieron en la Sala de Conferencias real para debatir el tema: cómo asegurar el buen transcurrir de la fiesta de quince años de Sofía. Strogonoff pidió todos los documentos referidos al cumpleaños número quince de Bella, a Agatha y a las Hadas Buenas. —Es evidente —les dijo el sabio a los reyes— que vuestra preocupación deviene del mal trance vivido hace veinte años, cuando el cumpleaños número quince de vuestra primogénita. Lo primero que debemos evitar es que se repitan semejantes sucesos. Flavio y Adriana asintieron. Los tres conversaron horas sobre cada uno de los detalles que habían precedido a la ceremonia, a la aparición intempestiva de Agatha y a la maldición. El profesor Strogonoff leyó una vez más los documentos delante de los reyes y, no contento con ello, se llevó los papeles a la cama. —Mañana por la mañana —dijo el profesor—, luego del desayuno, les recomendaré un plan de acción. Los reyes pasaron una mala noche, aguardando con ansiedad la sugerencia del sabio. Al día siguiente, como había prometido, luego de los canapés de lengua de ruiseñor y la leche con licor que los reyes acostumbraban desayunar, Strogonoff presentó su plan de seguridad. II —Quizá mi idea les resulte pueril o infantil —dijo el profesor—. Pero a menudo los peligros más difíciles se alejan con las respuestas más simples. Lo sé por mi servicio a las órdenes de buena parte de los poderosos de la Tierra: reyes, emperadores y hombres ricos o ilustres. Por todo lo leído y conversado, tengo para mí que el único peligro real cercano que hoy afrontamos es la misma Agatha. Aún vive y ansía venganza. Es cierto que a lo largo de su vida la princesa Sofía enfrentará muchos otros peligros —no podemos prever la mayoría 3
Birmajer, Marcelo: “La hermana de la Bella Durmiente” en Imaginaria Disponible en http: http://www.imaginaria.com.ar/13/1/birmajer_ficciones.htm
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de ellos—, y para entonces, si la buena fortuna lo quiere, ella ya estará casada, protegida por un gran señoir, y será lo suficientemente grande como para saber precaverse o bien recurrir a mí de nuevo, que estaré siempre a vuestras órdenes. Pero el desafío de la presente hora es impedir que en la próxima fiesta, en la flor de su edad, la princesa Sofía sufra un destino semejante al de vuestra primera hija. Por lo tanto, mi consejo es invitar a la bruja Agatha a la fiesta. III El rey y la reina casi se caen para atrás en sus confortables sillones. Sabían que la bruja vivía, pero tenían la esperanza de no volver a verla por el resto de su vida. ¿Invitarla a la fiesta, nada menos... ¡a la responsable de la peor tragedia que habían vivido!? —Pero... pero... —tartamudeó el rey Flavio, que nunca tartamudeaba—. ¿Cuál es el sentido de invitar a nuestra peor enemiga a la más importante de nuestras fiestas? —Mis queridos reyes —respondió Strogonoff con la calma que lo había hecho célebre. Ustedes saben tan bien como yo que la bruja Agatha lanzó su maldición sobre Bella con motivo de no haber sido invitada a la fiesta. Pues... ¡prevengámonos! Invitémosla a la fiesta de Sofía y quitémosle todo motivo para atentar contra la familia real. Deben saber, vuestras majestades, que la paz se hace con los enemigos. No hace falta hacerla con los amigos, pues con ellos ya existe una relación pacífica. Les recomiendo invitar a Agatha, como si fuera otra de las brujas buenas. Más vale tenerla de invitada que de enemiga. Los reyes pidieron al profesor tiempo para meditar su consejo. Se retiraron a la alcoba real y regresaron cuando Strogonoff terminó su almuerzo. El profesor les pidió permiso para retirarse a su siesta diaria antes de recibir la respuesta real, y sus anfitriones se lo concedieron. Por la tarde, Flavio y Adriana respondieron que aceptaban el consejo: invitarían a Agatha a la fiesta. IV No se recordaba en el reino una fiesta tan fastuosa, elegante y cálida desde la boda de Bella. De todos los reinos, de todos los imperios, e incluso de aquellos países donde ya no había reyes ni emperadores concurrieron invitados: gentes de la corte, grandes dignatarios, científicos e historiadores de escasos recursos económicos. También, por supuesto, las tres hadas buenas: Marcia, Flora y Azulina. Como a todos los invitados, los reyes hicieron llegar a Agatha una tarjeta enmarcada y bordada en oro, convocándola al cumpleaños de quince de Sofía. Pero cuando ya el banquete promediaba, la bruja no se había hecho presente. Flavio la aguadaba con enfermiza ansiedad, pero Adriana comenzaba a concebir la esperanza de que no concurriera. Emil Strogonoff mantenía su impasible calma. Para los postres, poco antes de que Adriana se dispusiera a decir unas breves palabras y regalara a su hija una corona de oro y perlas, y una provincia oriental; poco antes de que las tres hadas buenas bendijeran a la quinceañera con dones sobrenaturales, un rayo siniestro atravesó el gigantesco salón y apareció Agatha flotando justo en el medio entre el piso de plata y el techo de mármol. —Malditos —gritó—. Malditos los reyes, malditos los invitados y maldita la homenajeada. Flavio tragó sin masticar el trozo de pastel que tenía en la boca: ¿acaso no le había llegado la invitación? ¡Tres pajes y dos guardias le aseguraron que la había recibido la bruja en persona! Strogonoff miró con severidad a la reina Adriana: ¿acaso no habían seguido su consejo, no la habían invitado? Fue Adriana, demostrando la profundidad de la oculta valentía de las mujeres, la que se atrevió a responderle con un grito de madre injuriada: —Te hemos invitado a nuestra fiesta, Agatha. Como a todos, te enviamos una tarjeta enmarcada y bordada en oro. ¿Por qué no ocupas tu lugar en la silla, lo que te ha sido ofrecido en buena ley, en lugar de amenazarnos sin sentido? —Claro que me habéis invitado, desdichados. He llegado un poco tarde, pero de todos modos antes de que termine la fiesta. A tiempo para condenar a tu hija a que duerma eternamente no bien se pinche con una aguja. Proferida la maldición, lanzó un nuevo rayo, sólo sobre Sofía, que la hizo brillar malsanamente durante un segundo. Las hadas, una vez más, nada podían hacer para romper ese hechizo.
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Flavio, alentado por la valentía de su esposa, gritó a la bruja: —¡Cómo te atreves, ingrata! En la fiesta anterior nos dijiste que tu furia se debía a que no te habíamos invitado... ¿Por qué nos atacas ahora? Agatha se tomó un instante para responder, como si lo pensara, y habló con indolencia: —He descubierto algo sobre mí misma y creo que tal vez ustedes debieron haberlo sabido antes que yo: soy mala porque sí. No me importa si me invitan o no a sus fiestas; maldeciré a cada una de sus hijas. —Tiene toda la razón, Majestad —dijo Strogonoff sin perder la calma—. Reintegraré vuestros honorarios y abandonaré mi profesión. Definitivamente, hace falta más que un estratega para vencer el enigma del Mal.
Amarillo4 Liliana Bodoc
Ye-Lou fue emperador de un vasto territorio ubicado al este del mundo conocido. El suyo era un imperio dorado donde las porcelanas lucían tan suaves y pálidas como las mujeres, las mujeres caminaban gráciles bajo el sol, y el sol picaba como un grano de mostaza. Este emperador, este Ye-Lou del que les hablo, tenía por costumbre dormir la siesta. Las siestas, no importa en qué lugar sucedan, huelen a papeles envejecidos y zumban como abejas. Y bien..., Ye-Lou las olía, las escuchaba, y se dormía de pronto en cualquier sitio donde estuviese. La mayoría de las veces, el sueño lo atrapaba durante su almuerzo; de modo que el plato de arroz con azafrán quedaba a medio terminar. Apenas el emperador empezaba a cabecear, su esposa le sugería que utilizara para su siesta la cama recubierta con escamas de oro. Su consejero le aconsejaba la cama torneada en bronce, y su médico le recetaba la cama tapizada con piel de leopardo. Pero Ye-Lou no escuchaba a nadie porque, fuese donde fuese, Ye-Lou ya estaba durmiendo y roncando. Cuando los sirvientes del palacio oían los ronquidos, se apresuraban a cubrir con lienzos las ciento cincuenta y cinco jaulas donde penaban y trinaban quinientos cincuenta y tres canarios. Las cubrían para que todo fuese silencio durante la siesta del emperador. Pero un día, las siestas del emperador dejaron de ser dulces y plácidas, y se pusieron agrias y difíciles. Como si dijésemos que las siestas de Ye-Lou pasaron de ser miel a ser limón. Todo comenzó durante una calurosa siesta de verano, cuando el durmiente emperador tuvo un horrible pesadilla. Horrible para un emperador de tan vasto imperio que debía creerse, por necesidad, el más grande, venerable y digno de amor de todo este mundo. Su pesadilla comenzó con la aparición de un punto de luz que fue creciendo, creciendo y creciendo hasta doblarlo en estatura. Después, la luz le habló con voz gigantesca: —Oye bien, emperador Ye-Lou. Hay en este mundo alguien más venerable, más grandioso y más amado que tú. Y en día muy cercano, todos mirarán su rostro mientras tú te arrastrarás derrotado bajo el peso de su esplendor. La primera vez, Ye-Lou no quiso darle demasiada importancia a su pesadilla, y la alejó de su pensamiento con el mismo ademán de espantar insectos. Sin embargo, la pesadilla regresó con mayor frecuencia. Finalmente, todas las siestas del emperador se estropearon con la presencia de aquella luz gigantesca que traía malas noticias: —Oye bien, emperador Ye-Lou. Hay en este mundo alguien más venerable, más grandioso, y más amado que tú. Y en día muy cercano, todos mirarán su rostro mientras tú te arrastrarás derrotado bajo el peso de su esplendor. 4
Bodoc, Liliana: “Amarillo” en Imaginaria. Disponible en http: http://www.imaginaria.com.ar/13/2/bodoc_ficciones.htm
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Casi desesperado, el emperador le preguntó a su esposa qué podía hacer para terminar con aquel desagradable sueño. Ella estuvo un buen rato revisando su Gran Libro de Remedios Caseros. —Tienes que beber una yema de huevo batida con vino blanco —le dijo su esposa—. Aquí dice claramente que bebiendo una yema batida con vino blanco se evitan las pesadillas. El emperador hizo lo que su esposa le aconsejaba. Pero, para su desdicha, la pesadilla no desapareció. Por el contrario, la luz parecía crecer con tan buen alimento. Desesperado, el emperador consultó con su médico. —Te lo diré claramente... —el médico acababa de hojear a escondidas el Gran Libro de Remedios Caseros—. Quien desee espantar pesadillas deberá frotar su frente, sus codos y sus pies con polvo de azufre. El emperador cumplió puntualmente con las recomendaciones del médico de palacio. Pero tampoco tuvo suerte... ¡El azufre solamente consiguió que la luz hablara con voz mineral! Entonces, verdaderamente desesperado, el emperador le preguntó a su consejero. El consejero movió la cabeza en señal de desaprobación, quería dejar claro que el Gran Libro de Remedios Caseros le parecía pura charlatanería. Luego carraspeó, y recitó su sabio consejo: para no sufrir pesadillas durante las siestas bastaba con no dormir la siesta. —El que no duerme no sueña, ¡oh, venerable!, ¡oh emperador! —dijo el consejero—. Si tú no duermes la siesta, ¡oh, emperador!, ¡oh, venerable!, tus pesadillas terminarán. Hay que decir y creer que Ye-Lou hizo lo imposible para seguir aquel consejo que, al fin y al cabo, parecía el más sensato de todos los que había recibido. A veces, sin embargo, ni lo imposible es suficiente. Cuando la siesta llegaba al reino de Ye-Lou con su olor a papeles envejecidos y su zumbar de abejas, el emperador se dormía por mucho que se esforzara en evitarlo. Se dormía aunque, por su expreso mandato, las jaulas no fuesen cubiertas y los quinientos cincuenta y tres canarios estuviesen trinando. Y en cuanto Ye-Lou se dormía, un punto de luz aparecía justo en el centro de la oscuridad del sueño. La luz crecía con asombrosa rapidez hasta ocupar todo el espacio de la pesadilla, y entonces hablaba: —Oye bien, emperador Ye-Lou, hay en este mundo alguien más venerable, más grandioso y más amado que tú... Las palabras se repetían idénticas. —Y en día muy cercano todos mirarán su rostro... Siesta tras siesta, las cosas se complicaban. Cada nuevo despertar, dejaba al emperador sumido en un triste ánimo. Luego se pasaba el resto del día y el resto de la noche deambulando por los pasillos del palacio, murmurando cosas que nadie entendía, y preguntándose quién sería aquel que iba a derrotarlo. Porque el emperador estaba convencido de que la luz de su pesadilla no hablaba en vano. Lo que esa mala luz le estaba advirtiendo era algo que en verdad sucedería. Y según sus propias palabras, en día muy cercano. ¿Quién podría ser el que lo obligaría a arrastrarse? Ye-Lou se tiraba de la cabellera, abría de par en par los ventanales y con los brazos abiertos gritaba a toda garganta: — ¡Seas quien seas, no permitiré que me derrotes!—. El grito del emperador atravesaba las inmesas plantaciones de cereales y frutos que rodeaban el palacio, salía a la ciudad, se metía en los templos, sacudía las chozas de paja de los campesinos, y desprendía las peras maduras de sus ramas. Las personas del reino lo oían y se lamentaban: — ¡Ay! —decían—. Nuestro pobre emperador ha enfermado. Ya no hace otra cosa que hablar de un poderoso enemigo que sólo existe en sus siestas. Ye-Lou enflaquecía ante los ojos de todos. Y sin cesar, repetía las palabras de la luz. —Alguien más venerable, más grandioso y más amado... La ira lograba que, a pesar de su fatiga, el emperador se mantuviera en pie: —Pero, ¡quién es! —gritaba—. ¿Quién es él? ¿Quién es...? Muchas veces, después de esos arranques de furia, Ye-Lou caía al suelo agotado. Permanecía así durantes largas horas, sin que nadie se atreviera a acercarse. Y así estaba el horrible día en que, de repente, alzó su rostro desfigurado por los insomnios. Y con el color de la envidia. — ¡Muy bien! —El emperador acababa de tomar una espantosa decisión— ¡No amanecerá el día de mi enemigo! ¡Mando la muerte para todos los que pretenden ser grandes en mi reino!
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Hasta aquel día fatal, Ye-Lou había compartido su vasto imperio con señores de señoríos, y príncipes que regían provincias opulentas. Ellos aceptaban a Ye-Lou como único emperador de todo el este. Y, en retribución a su lealtad, Ye-Lou respetaba sus territorios. Se aliaba con ellos en caso de necesidad, y compartía los frutos en tiempos de sequía. Pero una pesadilla estaba a punto de terminar con tan buena vecindad. El emperador estuvo la noche entera repasando el poder y las riquezas de cada uno de los príncipes y los señores de su reino. Perdido en el territorio de la locura, todos ellos le parecían enemigos. Cualquiera podía ser, en su afiebrada cabeza, el que intentara cumplir el presagio de la pesadilla. —Alguien más venerable, más grandioso y más amado que tú... Ye-Lou tomó una pluma, un trozo de pergamino, y escribió una larga lista de nombres. —Alguno de estos ha de ser el que pretende derrotarme —decía Ye-Lou, pasando los ojos por su lista de condenados a muerte. A la mañana siguiente, sus emisarios partieron en las cuatro direcciones a cumplir la peor orden que YeLou había dado hasta entonces. Y Ye-Lou se quedó esperando. Miraba hacia el norte y luego al sur, ansioso por verlos regresar. A mitad del otoño, los hombres que habían partido llevando dardos de oro envenenados comenzaron a llegar. Uno tras otro, y al galope, atravesaron los jardines cubiertos de hojas secas. Desmontaron e hicieron la reverencia obligada. —Emperador Ye-Lou, lo que ordenaste se ha cumplido. Eso significaba que otro dardo había sido disparado con buena puntería. Eso significaba que Ye-Lou tenía un enemigo menos a quien temer. Sin embargo, a pesar de tantos dardos y de tanto otoño, la pesadilla continuó apareciendo en las siestas del emperador y repitió la misma amenaza: —Oye bien, emperador Ye-Lou, hay en este mundo alguien más venerable, más grandioso y más amado que tú. Y en día cercano todos mirarán su rostro mientras tú te arrastrarás derrotado bajo el peso de su esplendor. Ye-Lou abrió de par en par uno de los ventanales más altos del palacio, y gritó con la voz enronquecida de dolor: — ¡Seas quien seas, jamás me arrastraré ante ti! El emperador alzó el puño en señal de amenaza. Pero, frente a su rabia, los trigales continuaron meciéndose al viento como si nada escuchasen. Fatigado, Ye-Lou dejaba caer su brazo y su voz: —Pero, ¿quién eres? Sólo debo saber quién eres... Para ese entonces, todos en su reino le temían. Ni su dulce esposa, ni su médico, ni siquiera su consejero conseguían devolverle la calma. Ye-Lou ya no comía. Iba de un lado al otro murmurando desgracias y odios. Y apenas si se acordaba de respirar. El otoño llegaba a su fin... Todos los emisarios habían regresado, todos los dardos de oro habían sido disparados con precisión. Ye-Lou ya no tenía vecinos poderosos... Pero, ¡ay, desdichas de todas las desdichas!, la pesadilla continuaba recitando su terrible presagio. Pocas siestas después, Ye-Lou despertó con la cabeza repleta de alaridos que le golpeaban dentro, y hacían que todo se nublara ante sus ojos. Sudoroso y golpeando los dientes, ordenó que lo vistieran con su mejor armadura y que le dieran las armas sagradas de sus antepasados. — ¡Tendré que ir a buscarlo yo mismo! —gritó frente sus sirvientes y sus soldados. El emperador salió del palacio. Miró hacia todos lados y avanzó lentamente. Giró de improviso, como para sorprender a alguien que estuviera a sus espaldas. Pero a sus espaldas sólo había soledad. Así caminó sin rumbo, tajeando el aire con su espada. Quienes lo vieron pasar, supieron que el venerable Ye-Lou había enloquecido para siempre. Ye-Lou caminó y caminó. Atravesó los trigales dando gritos amenazadores. — ¡Ponte frente a mí! —vociferaba para los campos—. Si en verdad crees que puedes derrotarme, ¡preséntate y dame pelea!
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Al cabo de varias horas, el calor comenzó a agobiarlo. Dentro de su armadura metálica, el debilitado emperador perdía las escasas fuerzas que le quedaban. Aun así, continuó andando a grandes pasos, blandiendo la espada y provocando a su enemigo. Ya había segado todo el trigal a filo de espada, porque imaginaba que entre las mieses podía estar oculto el que venía a derrotarlo. Como no encontró lo que buscaba, se dirigió al campo de mijo. De nuevo destrozó las plantas nuevas, y de nuevo no consiguió nada. Su enflaquecido cuerpo no podía continuar. La cabeza latía de calor dentro del casco. Ya casi no podía ver, y su rodillas se doblaban bajo el traje de metal. Con la fuerza que le daba la locura, Ye-Lou llegó hasta el campo de girasoles. Dio unos pocos pasos vacilantes y cayó al suelo. Sin embargo, con gran esfuerzo consiguió ponerse nuevamente de pie. Ante sus ojos fatigados, los girasoles se hacían enormes y diminutos, se iban, ondulaban, desaparecían... Todavía Ye-Lou intentó continuar hasta que, al fin, cayó de rodillas. Como pudo, se quitó el casco para respirar. Las lágrimas le quemaban desde los ojos al cuello. El emperador quiso levantarse; pero sus brazos, delgados como hebras de heno, no pudieron ayudarlo. Ye-Lou arrastraba su soledad y su locura bajo el esplendoroso sol del este. A su alrededor, los girasoles, indiferentes a su agonía, miraban al mismo punto del cielo. —Y en día cercano todos mirarán su rostro..., mientras tú te arrastrarás bajo el peso de su esplendor. El sol resplandeciente en el cielo. Los girasoles, mirándolo. Ye-Lou llorando su locura contra la tierra. En el lugar donde habitan los sueños, una pesadilla sonreía. Un amigo para siempre5 Marina Colasanti
Esta es una historia real. La historia de Luandino Vieira, escritor de Angola que luchó por la independencia de su país. Pero es una historia tan linda que a mí me gustaría haberla inventado. Porque pensaba diferente de los que gobernaban su país, aquel hombre estaba preso. Permanecía solo en una celda. Una vez por día iban a buscarlo y lo llevaban a tomar sol. Era importante que tomara sol, para no morir. Los que lo tenían preso no querían que muriese. Allá afuera había una especie de gran jardín rodeado de muros altos, y vigilado. En verdad, no era un jardín, porque no tenía canteros. Pero era, sí, un jardín en el pensamiento del hombre, porque tenía flores, los árboles diseñaban manchas de sombra en el suelo, y había pájaros. Todos los días, entonces, el hombre recogía la felicidad que era capaz de conseguir, y esperaba la hora de la salida. Estaba siempre sonriendo el alma que atravesaba la puerta mayor, y penetraba en la luz. El rostro no, no sonreía, porque no quería que sus carceleros lo supieran. Al comienzo, cuando salía, llevaba un libro, para quedarse leyendo acostado sobre la hierba, en aquel que era su pasatiempo. Después descubrió que el libro era innecesario porque aunque estaba abierto ante sí, él no lo leía; su mirada prefería posarse sobre las hojas, los tallos de hierba, las nubes, verde y azul que le hacían tanta falta al monótono ceniza del cielo. A partir de entonces, comenzó a llevar un pedazo de pan. El pan sí era importante para aprovechar mejor aquella hora. Se echaba un pedazo en la boca y se quedaba masticando, masticando. Primero era el gusto mismo del pan. Después, con la saliva, iba volviéndose gusto a trigo y, echado al sol, los ojos cerrados, el hombre podía imaginarse en un trigal, con algún agua cercana, de fuente o de arroyo, que manaba traslúcida y en la cual se mojaría la cara cuando tuviera ganas. Fue a causa del pan que un pajarito llegó más cerca. No mucho, claro. Pero un poco más que los otros. Lo suficiente como para que el hombre reparara en él y empezara a observarlo con atención. 5
Colasanti, Marina: “Un amigo para siempre” en Imaginaria. Disponible en http: http://www.imaginaria.com.ar/2008/07/dos-cuentos-ineditos-de-marina-colasanti/
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Quería las migas. Tenía una cabecita delicada y redonda que inclinaba hacia un costado como si pensase cosas importantes. Y tal vez las pensase… Los ojos también eran redondos, tan brillantes como duros. Y duro era ciertamente el pico con el que picoteaba el suelo sin descuidar la peligrosa proximidad del hombre. “Es”, pensó el hombre, “un pajarito valiente”. Y esparció las migas sobre el césped, retirándose algunos pasos para que él pudiera ir a buscarlas. Al día siguiente, apenas si recordaba al pajarito. Sin embargo nuevamente, en cuanto partía pedazos de pan para llevárselos a la boca, él se destacó entre los demás y se aproximó saltando, pronto a volar al menor peligro, aunque arriesgándose un poco más. Y nuevamente el hombre premió con migas su coraje. Así comenzaron a entenderse. Y a partir de entonces el hombre descubrió que la alegría de salir se juntaba con otra, la alegría de un encuentro. Ahora, cada vez que atravesaba la puerta mayor para zambullirse al sol, se preguntaba si el pajarito estaría allí, esperándolo. Y siempre estaba. Durante semanas, el hombre tuvo el cuidado de mantenerse quieto, casi inmóvil, cuando el pajarito se aproximaba. Después, moviéndose muy despacio, con gestos idénticos, dejaba caer las migas y retrocedía unos pasos. Siempre del mismo modo, para que el otro comprendiese que él no representaba riesgos. Y el pajarito llegaba, daba pequeños saltos, se detenía, volvía a saltar. Hasta llegar a picotear las migas, siempre atento a las actitudes del hombre. Ese era el modo que tenían de conversar. Y para el hombre, que no hablaba con nadie, era una larga conversación. Un día, retrocedió un paso menos. El pajarito vaciló pero se acercó. Descubriendo que había hecho una conquista, el hombre le dio tiempo a su pequeño amigo para que se acostumbrase. Después de muchos días, nuevamente acortó la distancia. Y el pajarito se acercó. Una alegría mayor afloró en el pecho del hombre. Sabía que era cuestión de tiempo y paciencia. Y él tenía mucho de ambas. Poco a poco, sin hacer nada que pudiera asustarlo, fue llevando al pajarito hacia sí. Retrocedía un poco menos. Dejaba caer las migas en dos tandas, contando con que, comidas las primeras y viendo otras tan a su alcance, el pajarito se aproximara más. En ese juego se pasaron meses. Y es probable que el corazón del pajarito ya no palpitara más rápido el día en que fue a buscar sus migas en medio de aquellos zapatos oscuros. Pero el del hombre palpitó. Faltaba mucho todavía. Porque la distancia entre los zapatos y la mano era tal vez más difícil de superar que los metros de hierba que ya habían sido vencidos. Pero el tiempo no parecía tener límites. Y la paciencia se hacía más grande a medida que aumentaba el amor. Así se fueron los meses. Algunos. Muchos, tal vez. Y, de murmullo en murmullo, se difundió en la prisión que aquel hombre había domesticado a un pajarito. Y que todos los días, cuando cruzaba la puerta mayor, llegaba el amigo entre cantos y batir de alas, a comer en su mano. Pronto, los hombres de las otras celdas quisieron ver. Algunos se quedaron mirando por las ventanas, entre las rejas. Otros, que salían con él, empezaron a acompañarlo en su paseo por el jardín. Y todos llegaban y comprobaban: había un pajarito que confiaba en un hombre y le hacía fiestas, y se posaba en sus dedos para comer migas en la palma abierta. Otros intentaron hacer la misma cosa, deseosos también de tener amigos. Pero a pesar del deseo y de las migas, ninguno lo consiguió. Entonces aquel único pajarito, que sólo reparaba en aquel hombre, se volvió un poco el pajarito de todos. Y fue tal vez por eso que, pese a que una luz de victoria ascendió a los ojos de todos ellos, ninguno hizo un gesto ni soltó una exclamación el día que el hombre tomó una miga entre los dientes y el pajarito fue a buscar la comida en su sonrisa. Pasó el verano. Llegó el invierno. Pero el invierno no era riguroso en aquel país, había flores, los pájaros no migraban.
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De ahí el espanto del hombre el día en que el amigo no fue a buscarlo a la entrada del jardín. No lo vio buscarlo, ni apareció ante sí. Por primera vez. Y la hora que tenía para ser feliz se extendió dilatada entre los árboles. Al día siguiente, una punta de angustia hirió al hombre en su celda, mientras esperaba salir. Caminando hacia la puerta mayor, intentó escuchar a lo lejos el canto de aquel pájaro, pero algo le decía que, además del sol, nada lo esperaba tras los pesados portales. El pajarito no fue aquel día. Ni al otro. Ni otro cualquiera. Al comienzo, el hombre quiso inventar justificaciones. Pensó que había sido cazado, o que había partido a hacer nido. Pensó que habría encontrado migas más suculentas o familiares. Pensó en cosas así, que disminuyesen su tristeza por la pérdida del amigo. Sólo después, cuando ella fue disminuyendo, él pensó en cosas más simples. Que el pajarito había seguido su destino fuera cual fuese. Un destino que lo llevaba lejos de ahí. Como el de él, alguna vez, también lo llevaría, lejos de aquel jardín, para siempre lejos de aquellos muros.
La inspiración6 Pablo de Santis
El poeta Siao, que vivía desde el otoño en el palacio imperial, fue encontrado muerto en su habitación. El médico de la corte decretó que la muerte había sido provocada por alguna substancia que le había manchado los labios de azul. Pero ni en las bebidas ni en los alimentos hallados en su habitación había huellas de veneno. El consejero literario del emperador estaba tan conmovido por la muerte de Siao, que ordenó llamar al sabio Feng. A pesar de la fama que le había dado la resolución de varios enigmas —entre ellos la muerte del mandarín Chou y los llamados "crímenes del dragón"— Feng vestía como un campesino pobre. Los guardias imperiales se negaron a dejarlo pasar, y el consejero literario tuvo que ir a buscarlo a las puertas del palacio para conducirlo a la habitación del muerto. Sobre una mesa baja se encontraban los instrumentos de caligrafía del poeta Siao: el pincel de pelo de mono, el papel de bambú, la tinta negra, el lacre con que acostumbraba a sellar sus composiciones. —Mis conocimientos literarios son muy escasos y un poco anticuados. Pero sé que Siao era un famoso poeta, y que sus poemas se contaban por miles —dijo Feng—. ¿Por qué todo esto está casi sin usar? —Sabio Feng: hacía largo tiempo que Siao no escribía. Como verá, comenzó a trazar un ideograma y cayó fulminado de inmediato. Siao luchaba para que volviera la inspiración, y en el momento de conseguirla, algo lo mató. Feng pidió al consejero quedarse solo en la habitación. Durante un largo rato se sentó en silencio, sin tocar nada, inmóvil frente al papel de bambú, como un poeta que no encuentra su inspiración. Cuando el consejero, aburrido de esperar, entró, Feng se había quedado dormido sobre el papel. —Sé que nadie, ni siquiera un poeta, es indiferente a los favores del emperador —dijo Feng apenas despertó—. ¿Tenía Siao enemigos? El consejero imperial demoró en contestar. —La vanidad de los poetas es un lugar común de la poesía, y no quisiera caer en él. Pero en el pasado, Siao tuvo cierta rencilla con Tseng, el anciano poeta, porque ambos coincidieron en la comparación de la luna con un espejo. Y un poema dirigido contra Ding, quien se llama a sí mismo "el poeta celestial", le ganó su odio. Pero ni Tseng ni Ding se acercaron a la habitación de Siao en los últimos días. —¿Y se sabe qué estaban haciendo la noche en que Siao murió? —La policía imperial hizo esas averiguaciones. Tseng estaba enfermo, y el emperador le envió a uno de sus médicos para que se ocupara de él. En cuanto a Ding, está fuera de toda sospecha: levantaba una cometa en el campo. Había varios jóvenes discípulos con él. Ding había escrito uno de sus poemas en la cometa. —¿Y dónde levantó Ding esa cometa? ¿Acaso se veía desde esa ventana? 6
De Santis, Pablo: “La inspiración” en Imaginaria. Disponible en http: http://www.imaginaria.com.ar/10/3/desantis2.htm
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Si, justamente allí, detrás del bosque. Honorable Feng: los oscuros poemas de Ding tal vez no respeten ninguna de nuestras antiguas reglas, pero no creo que alcancen a matar a la distancia. ¡Además, la cometa estaba en llamas! —¿Un rayo? —Caprichos de Ding. Elevar sus poemas e incendiarlos. Yo, como usted, Feng, tengo un gusto anticuado, y no puedo juzgar las nuevas costumbres literarias del palacio. Feng destinó la tarde siguiente a leer los poemas de Siao. A la noche anunció que tenía una respuesta. El consejero imperial se reunió con él en las habitaciones del poeta asesinado. Feng se sentó frente a la hoja de bambú y completó el ideograma que había comenzado a trazar Siao. —"Cometa en llamas" —leyó el consejero—. ¿La visión de la cometa le hizo a Siao recuperar la inspiración? —Siao trabajaba a partir de aquello que lo sorprendía. El momento en que se detiene el rumor de las cigarras, la visión de una estatua dorada entre la niebla, una mariposa atrapada por la llama. De estas cosas se alimentaba su poesía. Aquí en el palacio, ya nada lo invitaba a escribir: por eso su pincel nuevo estaba sin usar desde hacía meses. Ding puso allí el veneno, y con la suficiente anticipación como para que nadie sospechara de él. Sabía que Siao, como todos los que usan pinceles de pelo de mono, se lo llevaría a la boca al usarlo por primera vez, para ablandarlo. Los restos del veneno se disolvieron en la tinta. Esa fue una de las armas de Ding. —Imagino que la otra fue la cometa —dijo el consejero. —Ding sabía que al ver algo tan extraño como una cometa en llamas, la inspiración volvería al viejo Siao. Feng tomó el pincel de pelo de mono y escribió: Una cometa en llamas sube al cielo negro. Brilla un momento y se apaga. Así la injusta fama del mediocre Ding. —Mis dotes como poeta son pobres, pero acaso no esté tan alejado del tema que hubiera elegido Siao — Feng limpió con cuidado el pincel—. Como poeta Ding rechaza toda regla, pero como asesino acepta las simetrías. Para matar a un poeta eligió la poesía.
La tortuga y el cuervo7 Cuento tradicional del Norte Argentino
Dicen que una vez, hace mucho tiempo, los pájaros estaban organizando una fiesta en el cielo. Se los escuchaba hablar y comentar, contentos, lo lindo que iba a ser encontrarse todos a cantar juntos. Pasaban los días, corría el rumor de los preparativos. La tortuga quería ir, pero no sabía volar. No sabía cómo hacer. Pensó y pensó hasta que se le ocurrió una idea, averiguó quiénes irían, qué instrumentos llevarían y decidió que viajaría con el cuervo escondida adentro del bombo. Y llegó el día. Al atardecer la tortuga se metió adentro del bombo, aseguró la tapa y esperó hasta que el cuervo estuviera listo. El pájaro peinó sus plumas, sacudió las alas, cargó el bombo y emprendió el vuelo. Voló, voló bien alto. Anduvo un rato y le pareció que el instrumento estaba un poco más pesado que de costumbre, pero estaba tan entusiasmado y con tantas ganas de llegar a la fiesta que no prestó atención. Cuando llegó al cielo ya se oían las risas y la música. Buscó un lugar para dejar el bombo mientras saludaba a los amigos, y la tortuga aprovechó para salir y mezclarse por ahí con los invitados. Algunas aves, al verla, le preguntaron cómo había llegado, porque les pareció raro ver una tortuga en el cielo. Les dijo que la había llevado un amigo.
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Anónimo: “La tortuga y el cuervo” en Imaginaria. Disponible en http: http://www.imaginaria.com.ar/2010/01/dosrelatos-tradicionales-del-norte-argentino-contados-por-laura-roldan/
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La cosa es que bailaron y cantaron toda la noche. Los pájaros músicos acompañaron a los pájaros cantores y lo pasaron tan bien que quedaron en volver a encontrarse pronto. Al terminar la fiesta, mientras se despedían, la tortuga volvió a esconderse dentro del bombo. El cuervo saludó a sus amigos, cargó el instrumento y empezó a bajar. “¡Cómo pesa este bombo! —pensó—. Debo de estar muy cansado.” Y siguió volando y bajando. En una de esas, la tortuga se acomodó un poco y el cuervo sintió que el instrumento se sacudió. “Qué raro, me pareció que se movía”, pensó. Se quedó intrigado y decidió investigar qué pasaba. Destapó el instrumento y, al abrirlo, encontró a la tortuga ahí sentada lo más tranquila. Le dio mucha bronca encontrarla; tanta bronca que dio vuelta el bombo y la intrusa cayó volando, pesada como una piedra. La tortuga se salvó, pero desde entonces el caparazón le quedó con remiendos por los golpes que se dio al caer.
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