CONVERSIÓN Y GRACIA EN EL ANTIGUO TESTAMENTO

MARC-FRANÇOIS LACAN, O.S.B. CONVERSIÓN Y GRACIA EN EL ANTIGUO TESTAMENTO Conversion et grâce dans l'Ancien Testament, Lumière et Vie, 9 n. 47 (1960)

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MARC-FRANÇOIS LACAN, O.S.B.

CONVERSIÓN Y GRACIA EN EL ANTIGUO TESTAMENTO Conversion et grâce dans l'Ancien Testament, Lumière et Vie, 9 n. 47 (1960) 5-24. El Antiguo Testamento es el libro de un itinerario espiritual, la historia de una vocación, el equivalente de un catecumenado. En él son centrales los temas de la marcha y del camino. Pero seguir un camino no es solamente andar por él, sino andar por él en la buena dirección; y aquí aparecen los temas del pecado y de la conversión. El pecador se ha orientado en la dirección equivocada, por esto marcha en vano: La senda de los pecadores acaba mal (Sal 1,6). La salvación está condicionada a una vuelta sobre sí mismo, una conversión, que oriente la marcha del hombre hacia Dios. El Antiguo Testamento es la historia de la vocación del ho mbre, y al mismo tiempo la historia de su conversión. Pues, desde el principio, la llamada de Dios choca con la infidelidad del hombre; desde el principio, el hombre, habiendo dudado de Dios y de su amor, huye de su presencia en vez de buscarla. Para orientar de nuevo al infiel en la buena dirección, Dios debe hacerle caer en la cuenta de que ya no está en su sitio, dirigiéndole esta llamada: ¿Dónde estás? (Gén 3,9). Esta llamada es implícitamente una invitación a la vuelta, invitación al cambio de actitud interior, invitación a la conversión. A lo largo de la historia de la salvación, Dios enseña al hombre a convertirse; y gracias a esta conversión necesaria, y que deberá ser continuamente renovada, el hombre conseguirá responder a su vocación y a su misión. El AT nos revela cómo se lleva a término esta educación. Esbozando a grandes rasgos esta divina pedagogía, vamos a destacar sus principales enseñanzas: la conversión a la que Dios nos invita es una gracia; debemos recibirla como tal y hacernos testigos de ella.

UNA CONVERSIÓN EJEMPLAR: DAVID Tomemos como punto de partida la conversión de David narrada en el segundo libro de Samuel. Se trata de un hombre que se ha mostrado fiel a la misión que Dios le confió, y que acaba de recibir la promesa del favor divino sobre toda su descendencia (2 Sam 7). Pero David quebranta la ley divina tomando la mujer de otro y provocando la muerte del marido de esta mujer. Más aún, para cometer estas faltas abusa del poder que le confiere su misión real, misión que le imponía el deber de hacer reinar la justicia (2 Sam 11).

La revelación del pecado y el llamamiento a la conversión Estas faltas han permanecido secretas y no parecen haber turbado la conciencia de David. Es preciso que la palabra de Dios, por medio del profeta Natán, le haga caer en la cuenta de que ha pecado (2 Sam 12).

MARC-FRANÇOIS LACAN, O.S.B. David ha hecho lo que desagrada a Dios, sabiendo por qué tales actos le desagradan. Lo prueba su reacción ante el apólogo del profeta, por el cual Natán le hace dar un juicio que define su pecado y al mismo tiempo le condena. Pero sin la iniciativa divina que denuncia el pecado y anuncia el castigo, David permanecería en él, porque el pecado ciega al que lo comete, haciendo perder de vista a Dios.

La confesión del pecado y la humilde confianza de l convertido A esta iniciativa de Dios, David responde: He pecado contra Yahvé (2 Sam 12,13). Su respuesta subraya lo que es la esencia del pecado: David ha pecado porque ha obrado contra Dios. Luego no estaba ya con Él. Al caer en la cuenta de que se había apartado de Dios, vuelve a Él, gracias a esta confesión-conversión. Y el perdón, inmediatamente concedido, es el sello divino que garantiza la autenticidad de esta conversión. Esta conversión tiene otro aspecto. El pecado hace pender el sentido de Dios; el convertido lo recobra al acoger esta luz divina en la cual conoce al Dios que lo juzga, pero que también lo llama a la salvación. La confesión de su falta es también confesión de su Dios, proclamación de la bondad de este Dios, cuya piedad llama a la conversión y suscita la confianza. Y a su vez la confianza del convertido es una alabanza de la misericordia que lo ha llamado y lo ha devuelto al buen camino; la confianza de David prueba hasta qué punto es profundo su conocimiento de Dios y el grado de perfección de una conversión que ha producido tal conocimiento y tal confianza. En efecto, el perdón anunciado por Natán comporta un castigo; el hijo nacida del pecado morirá. Ante esta sentencia, David no desespera de salvar la vida del niño por una súplica ardiente unida a una penitencia severa. Y cuando el niño muere cesa en su penitencia y acepta esta muerte con sumisión perfecta a la voluntad de Dios (2 Sam 12,15-23). Así, pues, la conversión de David nos da los elementos esenciales de una conversión auténtica. Es Dios quien toma la iniciativa: la conversión es una gracia. Es una gracia de luz que revela al pecador su pecado y la bondad de aquel a quien ha ofendido su pecado. El convertido acoge la gracia confesando humildemente su pecado, abriéndose con confianza a la bondad que quiere perdonarlo.

LA GRACIA DE LA CONVERSIÓN Las lecciones que acabamos de extraer del caso típico de David, son inculcadas por Dios a su pueblo a lo largo de su historia. Los profetas le recuerdan sin cesar la ley de su Alianza; la conversión es el retorno a esta ley, retorno imposible si Dios no cambia el corazón del hombre; la gracia de este cambio inaugurará una nueva Alianza, anunciada por los profetas.

MARC-FRANÇOIS LACAN, O.S.B. La historia de Israel, iluminada por la predicación profética, dispone al pueblo a recibir la conversión como una gracia, ya que, por una parte, la inutilidad del llamamiento de los profetas a la conversión le hace consciente de su pecado y de su impotencia para salir de él; por otra parte, las promesas proféticas subrayan la fidelidad de Dios, que convertirá un pequeño resto para cumplir su plan de salvación. El pueblo comprende que la conversión será el don gratuito del amor de Dios.

La conversión, exigencia de la antigua Alianza Bien pronto se han desviado del camino que les prescribí (Ex 32,8). Esta queja de Dios a Moisés define la actitud constante del hombre. Es la de Adán al principio de la historia humana (Gén 3); es la de Israel al principio de su existencia como pueblo, inaugurada por la Alianza del Sinal; la adoración del becerro de oro (Ex 32) es una forma más expresiva de la infidelidad permanente denunciada por Moisés: Habéis sido rebeldes a Yahvé desde el día en que El empezó a poner en vosotros sus ojos (Dt 9,24). Pero Dios no se cansa de castigar a su pueblo para atraerlo a sí. En el libro de los Jueces la historia de Israel se desarrolla repitiendo siempre el mismo ciclo: el pueblo abandona a Yahvé (Jue 2,12) y Yahvé lo entrega a sus enemigos (Jue 2,14) ; clamaron a Yahvé los hijos de Israel, y suscitó Yalivé a los hijos de Israel un libertador (Jue 3,9; cf. 3,15;6,7;10,10-16). En tiempo de los Reyes la historia seguirá el mismo ritmo. Los castigos con que Dios intenta hacer volver a su pueblo quedan sin efecto. La evocación que hace de ellos el profeta termina siempre con la amarga constatación: Y no os habéis vuelto a mi, dice Yahvé (Am 4,6.8.9.10.11). Volverse a Dios no es acudir a los lugares de culto, como Bétel, Guilgal o Berseba (Am 5,5); es hacer reinar la justicia (Am 5,15). Este es el carácter moral de la conversión exigida por la Alianza; los ritos son vanos, si las costumbres no cambian. Y para que se muden las costumbres, el corazón debe cambiar: este pueblo se me acerca sólo de palabra y me honra sólo con los labios, mientras que su corazón está lejos de mí (Is 29,13; cf. Me 7,6). Lo que el Deuteronomio exigía era la circuncisión del corazón, es decir, una fidelidad total inspirada por un amor a Dios sin limites (Dt 10,12-17). Esto es lo que Jeremías ha predicado, al proclamar la inutilidad del culto, sin fidelidad a las exigencias morales de la Ley (Jer 7,8-11. 21-28). Pero Jeremías no sólo se encuentra ante la infidelidad y la corrupción. Choca además con el mismo obstáculo que encontrará más tarde Jesús: una concepción equivocada de la religión que confunde el sentido religioso con la fidelidad a las instituciones. El profeta debe hacer la crítica de todas estas instituciones para extraer, de la ganga de tradiciones humanas, las exigencias divinas de la Alianza. Es el único medio de devolver al pueblo el sentido del pecado y de abrirle a la gracia que es su única posibilidad de salvación. (Cfr. Jer 7,4.1011.13-14)

MARC-FRANÇOIS LACAN, O.S.B. Y el exilio pondrá el sello- divino a la palabra del profeta. Así, pues, ¿hay que desesperar de la conversión de este pueblo siempre infiel a la Alianza?

La conversión, gracia de la nueva Alianza La conversión es confiar en Yahvé, esperarlo todo de su gracia: Sáname, ¡Oh Yahvé! y seré sano; sálvame y seré salvo, pues tú eres mi esperanza (Jer 17,14). La pedagogía divina tiende a inculcar esta actitud al pueblo de la Alianza, para hacer de él un testigo de su gracia en medio de las naciones. Pero, de hecho, sólo un resto la adoptará (Is 10,20-22). La conversión de este resto, a causa del amor eterno de Yahvé a Israel (Jer 31,3; cfr. Os 6,1-2), será fruto del don que Dios les hará: un corazón nuevo, un corazón capaz de conocerle (Jer 24,6-7). Así, pues, el verdadero resto no son los que han escapado a la deportación y han permanecido en Jerusalén; son los que han sido preparados á la conversión por el exilio, aquellos cuyo corazón ha sido cambiado por efecto de un don gratuito, y cuyo carácter personal empieza a insinuarse. Por este don se inaugura una nueva Alianza y se constituye un nuevo pueblo. Este pueblo se sigue llamando "casa de Israel". Pero nada impide a las naciones entrar en esta casa, pues la única condición para poderlo hacer es el haber recibido de Dios un corazón nuevo. Entonces será llamada Jerusalén trono de Yahvé, y en el nombre de Yahvé vendrán a ella todas las gentes, y desde entonces no volverán ya más a irse tras los malos deseos de su corazón (Jer 3,17). Otra voz llama a la conversión, subraya su carácter personal y proclama que es una gracia. Su nombre es Ezequiel cuando anuncia: Os aspergeré con aguas puras y os purificaré de todas vuestras impurezas... Os daré un corazón nuevo y pondré en vosotros un espíritu nuevo; os arrancaré ese corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Pondré dentro de vosotros mi espíritu, y os haré ir por mis mandamientos y observar mis preceptos y ponerlos por obra... y seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios (Ez 36,25-28). Para Ezequiel, la conversión es una gracia, una gracia de resurrección. Para suscitar en sus oyentes la esperanza que acogerá esta gracia, el profeta les hace asistir a la dramática visión de los huesos secos, vivificados por el espíritu de Yahvé (Ez 37,1-14). Finalmente, Isaías explicita la universalidad de esta llamada; a todos se ofrece la gracia de la conversión (Is 45,22); todos, gracias a un misterioso servidor de Dios (Is 49,5-6), pueden acceder a la alianza eterna que une a Dios con su pueblo (Is 54,1-3; 55,5-7; 56,3-8). Sin embargo, el particularismo judío tendrá eco hasta la época apostólica (Act 10,45; 11,18). En el libro de Jonás, Dios perdona a Nínive, a pesar de que Jonás, tipo de Israel, quiere su muerte.

MARC-FRANÇOIS LACAN, O.S.B. LA CONVERSIÓN, RESPUESTA A LA GRACIA Dios tiene la iniciativa en la conversión del pecador y esta conversión es imposible sin la llamada divina que la suscita; pero si esta llamada implica el ofrecimiento de una gracia de transformación, también es cierto que nos encontramos ante una opción libre y que la gracia ofrecida debe ser acogida.

Urgencia de la conversión Las amenazas de los profetas subrayan la urgencia de la conversión. Cuando Dios habla, hay que apresurarse a responderle, si no, será demasiado tarde: Vienen dios, dice Yahvé, en que mandaré yo sobre la tierra hambre y sed; no hambre de pan ni sed de agua, sino de oír la palabra de Yahvé, y errarán de mar a mar y del norte al oriente en busca de la palabra y no la hallarán (Am 8,11-12). Para salvar a su pueblo, Yahvé no espera más que su conversión. Pero si esta conversión se hace esperar, el peligro es grave: ¡Oh si oyérais hoy su voz! "No endurezcáis vuestro corazón como en Meribá... Donde me tentaron vuestros padres... Cuarenta años anduve desabrido de aquella generación... Por esto juré en mi ira que izo entrarían en mi reposa" (Sal 95,7-11). Los sabios recogen la enseñanza de los profetas sobre la urgencia de la conversión. En los Proverbios es la misma Sabiduría quien enseña: Volveos a mis requerimientos. Yo derramaré sobre vosotros mi espíritu y os daré a saber mis palabras; Pues os he llamado y no habéis escuchado... y no accedisteis a mis requerimientos. También yo me reiré de vuestra ruina... cuando sobrevenga como huracán el espanto... Entonces me llamarán y yo no responderé; me buscarán, pero no me hallarán (Prov 1,23-28).

Oración y testimonio del convertido Esta conversión tan urgente consiste en abrirse a la gracia que renovará el corazón. El convertido es el hombre que confiesa humildemente que necesita ser perdonado y que pide confiado la gracia de su transformación. El Miserere, salmo típico de la conversión, contiene estos elementos. Ante todo la confesión: Reconozco mis culpas, y mi pecado está siempre ante mí... He hecho lo malo a tus ojos (Sal 51,5-6). Del corazón contrito (Sal 51,19) brota la plegarla confiada a un Dios rico en misericordia que quiere la salvación del pecador: Apiádate de mí, ¡Oh Dios!, según tus piedades; según la muchedumbre de tu misericordia, borra mi iniquidad. Lávame más y más de mi iniquidad y límpiame de mi pecado... Crea en mí, ¡Oh Dios!, un corazón puro, renueva dentro de mí un espíritu recto. No me arrojes de tu presencia y no quites de mí tu santo espíritu (Sal 51,3-4.12-13).

MARC-FRANÇOIS LACAN, O.S.B. El salmista espeta su salvación de la bondad de Dios y su oración confiada es ya un testimonio de esta bondad que le salva gratuitamente. Pero este testimonio no le basta. Convertido por tal bondad, no tiene más que un deseo, que los pecadores se conviertan y que el salvador de todos sea alabado: Yo enseñaré a los malos tus caminos, y los pecadores se convertirán a ti... Abre tú, Señor, mis labios, y cantará mi boca tus alabanzas (Sal 51,15.17). La gracia de la conversión manifiesta su eficacia haciendo del convertido un testigo. Su testimonio debe ser el de una vida de fidelidad, imitando al que ha dicho: Yo soy Yahvé, que hago misericordia, derecho y justicia sobre la tierra; pues en esto es en lo que me complazco, palabra de Yahvé (Jer 9,24). Para que todos los hombres puedan convertirse en imitadores de Dios, será necesario que venga el que sellará con su sangre la nueva y eterna Alianza.

Sufrimiento y conversión del justo En la conversión del pecador, el sufrimiento juega un doble papel. Es un castigo que despierta la conciencia del pecador; y es una pena impuesta al convertido en reparación de su ofensa y del escándalo causado (cfr. 2 Sam 12,14). Este doble papel de castigo y de expiación es aceptado por las liturgias y salmos penitenciales (Sal 119,67.71). Pero inversamente; el pueblo de Dios se asombra de su desgracia cuando ésta no le parece justificada por su infidelidad (Sal 44,10-23). Y el sufrimiento del justo escandaliza. Job preguntará al Dios que le hiere a pesar de su fidelidad. La respuesta de Dios será la pregunta que plantea a Job la creación: "¿Quién es él para dudar del Creador?" (Job 3841). Job confiesa que esta pregunta le impone silencio (Job 39,34-35), y se arrepiente de haber hablado (Job 42,6). Se convierte. No es que confiese haber sido infiel, pero comprende que su fidelidad no le da el derecho de pedir cuentas a Dios, y que Dios tiene derecho a que le "sirvan de balde" (Job 1,9). Aquí está la verdadera justicia, la justicia de la fe. Para que Job alcance esta justicia, Dios ha permitido que el sufrimiento probara su fe (Job 1,6-11; 2,1-5). Job es el hombre plenamente convertido, el justo que vive de la fe (cfr. Hab 2,4). La fuente de esta conversión es la gracia del Señor merecida por los sufrimientos del Justo (Act 3,14), el cual, según la profecía de Isaías, llevará a término el plan de Dios (Is 53,10), y justificará la multitud de los pecadores, suprimiendo sus pecados y soportando su castigo (Is 53,4-6.10-12). Y este Justo será el mismo Señor, el cual tomará, para salvarnos, la condición de siervo. Tradujo y extractó: JAVIER COMPTE

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