Cosas que los nietos deberían saber
1ª edición: abril de 2011 © Mark Oliver Everett, 2008 © De esta edición, Ediciones Puntocero, 2011 © De la traducción, Leila Macor, 2011
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Ediciones Puntocero Caracas | Montevideo | Buenos Aires | Bogotá | Santiago de Chile e-mail: contac
[email protected] www.edicionespuntocero.com ISBN: 978-9974-8300-0-4 Diseño de colección Ediciones Puntocero Diagramación Ediciones Puntocero Fotografía de portada RockySchenck.com Traducción Leila Macor Corrección Magaly Pérez Campos Impresión Mastergraf Printed in Uruguay
Cosas que los nietos deberían saber Mark oliver everett
Para Liz, Hugh y Nancy, donde sea que estén
índice
Cómo estar vivo .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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1. El verano del amor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2. Los viejos tiempos / Cállate o muérete .. . . . . . . . . . . . . . . . . 3. Mi primera novia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 4. Una adolescencia difícil . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 5. Elizabeth en el piso del baño y papá en la basura . . . . . . . . . 6. Pinche de cocina .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7. Espero que te guste pasar hambre .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 8. Venta de garaje . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9. Siempre me enamoro de una loca .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 10. Un día en la playa / El huracán de Honolulú . . . . . . . . . . 11. Que te vaya bien .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 12. Herencia en venta .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13. Estoy furiosa contigo: murió Nina Simone .. . . . . . . . . . . 14. Tiempos de rock .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15. Luces intermitentes (para mí) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 16. Cosas que los nietos deberían saber . . . . . . . . . . . . . . . . . .
17 25 44 48 62 71 80 88 97 101 121 153 167 179 200 209
¿Y ahora qué?
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Agradecimientos .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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Cómo estar vivo por juan morris
Antes de ser un libro, Cosas que los nietos deberían saber fue una canción. En 2005, después de siete años de trabajar en un disco que iba creciendo y juntando polvo en el sótano de su casa y que siempre, inevitablemente, terminaba relegado detrás de otros proyectos musicales más urgentes, Mark Oliver Everett se decidió por fin a editar Blinking Lights and Other Revelations, el sexto disco de su banda, Eels. Y si en 1998 el álbum Electro-Shock Blues había sido un descenso al cuerpo frío de su hermana tirado en el piso del baño después de tragarse demasiados psicofármacos juntos en busca de un resplandor químico, o a la larga agonía de su madre bajo la radiación de un tratamiento estéril, tres discos después Everett revisitaba esos mismos lugares como si se tratara de la escena de un crimen ya prescripto, con menos crudeza y más sabiduría, en un intento por restituirle un sentido a todo eso. Una vez parado del otro lado de ese océano de oscuridad, intentaba encontrar un lenguaje en el parpadeo ciego de las estrellas en medio de la noche: la muerte como aprendizaje. Everett terminó el disco una mañana en la que se estaba lavando los dientes y, al mirarse en el espejo del baño, vio a su padre reflejado. Fue un gesto en la cara, pero fue mucho más 9
que eso. A veces ni nuestro propio inconsciente puede ahorrarnos ese tipo de metáforas. Tenía 42 años. Y así como en El primer hombre, la novela póstuma de Albert Camus, cuando el protagonista se encuentra por primera vez frente a la tumba de su padre y se da cuenta de que ese hombre ahí enterrado es más chico que él, la sombra indescifrable y perturbadora de un padre que no conoció se convierte de pronto en ternura y compasión por un joven muerto demasiado pronto, Everett vio en sí mismo ciertas cosas de su padre y encontró un principio de entendimiento con ese hombre que había muerto hacía más de veinte años y al que siempre había visto sentado en el sillón del living como a un extraño. En 1953, su padre, el científico Hugh Everett III, basándose en el principio de indeterminación de la mecánica cuántica, en su tesis doctoral había desarrollado la teoría de los universos paralelos. Como en la mecánica cuántica es imposible determinar la posición y la velocidad exactas de una micropartícula, el cálculo matemático sobre su trayectoria arroja una serie de resultados posibles que, mientras no se pruebe cuál de ellos es el verdadero, todos lo son. Everett padre fue más allá y en su tesis planteó que todos los diferentes resultados de ese cálculo eran verdaderos, solo que cada uno lo era en un universo paralelo. A mediados del siglo XX, esa teoría resultó demasiado poética para que alguien la tomara en serio y Hugh Everett se pasó el resto de su vida adulta frustrado, rumiando cálculos complejos en el living de su casa, desarrollando su teoría en cuadernos que tenía apilados en la mesa del comedor. Varios años después, en sus canciones, Mark Everett retomó de alguna forma la teoría de su padre y convirtió sus canciones en pequeños universos paralelos donde algunos momentos de su vida cobraban otro sentido. 10
Después de terminar de lavarse los dientes, bajó al sótano de su casa y compuso Things the Grandchildren Should Know, una hermosa y melancólica pieza de 4 minutos y medio, acompañada de violines, contrabajo y una slide guitar, que funciona como el testamento de un hombre que, en la madurez, con el rapto de sabiduría que nos da la muerte cuando nos pasa demasiado cerca, ofrece su vida como un objeto descifrado. Es conmovedora la necesidad de Everett de intentar explicarse a sí mismo, la declaración de un hombre maduro explicando que le gusta acostarse temprano, salir poco de su casa, estar rodeado de la menor cantidad de gente posible y no porque odie a la gente, sino porque es simplemente así, y enumerando las pequeñas verdades fundamentales que aprendió en su vida, que no son muchas y que son muy simples y que en realidad es casi una sola cosa: la canción de alguien que aprendió a estar en paz consigo mismo y con su vida, que perdonó a su padre, que puede mirar el sufrimiento que atravesó y sentirse bien porque sacó algo bueno de todo eso. «Nunca entendí del todo / lo que debió de ser para él vivir en su cabeza / ahora siento que está conmigo / por mucho que esté muerto», canta Everett hacia el final de Things the Grandchildren Should Know. Pero la vida de alguien no cabe en una canción, ni en un disco doble de treinta y tres canciones, así que en 2005, después de sacar Blinking Lights and Other Revelations y salir de gira por el mundo vestido de traje, con un sombrero negro, una larga barba, un habano humeante y el acompañamiento de un cuarteto de cuerdas, Everett decidió encerrarse en su casa de Los Feliz, en Los Angeles, y se pasó cuatro años escribiendo sus memorias. El testamento de alguien que después de pasar siete años de maldiciones y sed en el desierto vuelve al pueblo con algunas buenas noticias. 11
El libro empieza como empiezan todas las grandes narraciones americanas del siglo veinte, con nuestro protagonista cruzando el país a bordo de un auto destartalado, en el caso de Everett un Chevy Nova dorado, modelo 71, solo que enseguida ese viaje se pierde en sus distintas narraciones mentales y las imágenes, los viajes y las sensaciones comienzan a superponerse en una especie de collage sensorial dividido en breves capítulos que podrían ser canciones. Está su relación esquizofrénica con las discográficas, que aún hoy sigue siendo ríspida porque la carrera de Everett es lo más anticomercial posible: un disco doble de treinta canciones, cuatro años de silencio, tres discos en catorce meses, etcétera. Está su crecimiento como artista desde el comienzo, están sus primeros fracasos, están las mujeres que pasaron por su vida y que tienen un capítulo aparte en el libro (Siempre me enamoro de una loca) y están, sobre todo, las muertes que lo han rodeado siempre: su intento por reanimar el cuerpo ya rígido de su padre, la sobredosis de su hermana, la lenta agonía de su madre y, para darle más espectacularidad a toda esta cadena de catástrofes familiares, en la mañana del 11 de septiembre de 2001, su prima y el esposo viajaban en el avión que supuestamente se estrelló contra el Pentágono. El libro crece a partir de pequeños impulsos eléctricos que lo llevan a Mark a armar un relato zigzagueante en el que confluyen, en un solo párrafo, distintas épocas de su vida y distintos estados, arrastrándote por un torrente caótico de recuerdos con la certeza de que todo eso tiene una lógica, un sentido. ¿Y tiene sentido? Sí, lo tiene. Everett es un artista en carne viva, que primero busca ponerte en un lugar incómodo –guitarras crudas que parece que saturaran, una voz envejecida, una prosa aparentemente desnuda que te hace bajar la guardia– y que después de sacarte de un estado confortable y alterarte, te 12
da algo valioso. Everett tiene algo bueno para darte, pero antes te tenés que pinchar. David Foster Wallace, autor del gran libro Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer y uno de los mejores escritores norteamericanos de los últimos veinte años, decía que la función de la literatura es darle calma a los perturbados y perturbar a los que están en calma. Everett eso lo tiene claro, solo que también sabe que en nosotros conviven los dos estados y en sus canciones siempre trabaja en las dos direcciones, simultáneamente. Y, sobre todo, tiene el talento y la valentía de prestarle atención a esa conversación que solemos tener con nosotros mismos cuando no estamos pensando en nada, exhumar los cadáveres de nuestra conciencia y convertirlos en pequeños íconos religiosos que nos guíen: en canciones, en discos o en un precioso libro. Bienvenidos. Juan Morris, marzo de 2011
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Lo que sigue es una historia real. Solo se han modificado algunos nombres y colores de cabello
1. El verano del amor
Conducía en medio de la oscura noche de Virginia, por la autopista impecablemente asfaltada que tiempo atrás había sido una vía de tren. Cuando pasé sobre aquel puente que se elevaba sobre una quebrada, pensé con detalle en la forma en que una noche de esas me lanzaría por él. Estaba seguro de que no viviría hasta cumplir los dieciocho, así que nunca me molesté en hacer planes para el futuro. Los dieciocho habían llegado y se habían ido ya hacía un año y yo aún respiraba. Pero todo iba de mal en peor. Era verano de 1982. Hacía ese asqueroso, pegajoso y húmedo calor que te empapa de sudor la espalda de la camisa solo por hacer un corto trayecto en automóvil. Ya en pleno verano todo era un desastre. Al novio de mi hermana Liz se le cruzaron los cables en nuestra cocina una noche y me atacó con un cuchillo de carnicero. Poco después, Liz hizo el primero de sus muchos intentos de suicidio. Se tragó un montón de pastillas. Su corazón se detuvo en el momento en que llegamos al hospital, pero pudieron reanimarla. Muy poco después de aquello, Liz y mamá se fueron de viaje para visitar a unos parientes y yo me encontré con el cuerpo de papá, muerto, tirado ahí de lado en la cama de mis padres, 17
completamente vestido con sus usuales camisa y corbata, con los pies casi en el piso, como si se hubiera sentado para morirse. Tenía cincuenta y un años. Quise practicarle resucitación cardiopulmonar siguiendo las instrucciones de la operadora del 911 luego de colocar el cuerpo de mi padre, ya tieso, en el piso de la habitación. Fue raro tocarlo. Fue la primera vez que tuvimos contacto físico, al menos que yo pudiera recordar, además de la ocasional quemadura de cigarrillo en el brazo cuando me cruzaba con él apretujándonos en el angosto pasillo de casa. Pensé que lanzarme por el puente podía ser la mejor forma de lidiar con la aplastante, descarriada y vacía sensación de ser yo. Era una manera dramática de suicidarse, por supuesto, pero es que era muy joven todavía. Con el tiempo empecé a pensar más asiduamente en pegarme un tiro, o sea, evolucioné a una técnica menos espectacular que lanzar el automóvil por un puente de mi ciudad natal. De hecho, se puede trazar el desarrollo de mi vida de esa forma: por ejemplo, ahora lo que considero con frecuencia es tomar pastillas. Esas cuestiones dramáticas son cosa de niños. Ya maduré. Hacia el fin del verano, al que ya había empezado a referirme calificándolo como el «Verano del amor», me fui de la ciudad por primera vez con mi Chevy Nova dorado del 71. El automóvil, que llamé «Oro Viejo» y llevaba una señal de STOP como un parche en el piso oxidado, se lo compré por cien dólares a mi rubia prima Jennifer, que estaba buenísima y que años después moriría en el avión que se estrelló contra el Pentágono el 11 de septiembre de 2001. Era aeromoza. Esa mañana había enviado una postal desde el aeropuerto de Dulles que decía, con grandes caracteres al frente: «¿No es maravillosa la vida?». Mi padre trabajaba en el Pentágono en la época en que nací. Si creyera en maldiciones, me preguntaría si el avión destruyó 18
justo la parte del edificio donde estaba su oficina. Pero no creo en esas cosas. La vida está llena de altibajos. Ha habido algunos extremos en mi caso, pero considerando que yo no tenía un plan, y menos aún tenía autoestima de esa que se necesita para sobrevivir en este mundo, las cosas podrían haber sido peores. Solo estoy merodeando por este mundo, a ver qué pasa. No sé lo que sucede cuando morimos y no espero descubrirlo mientras viva. Probablemente nada, pero nunca se sabe. Por ahora sigo vivo y me he dado cuenta de que algunos de los momentos más horribles de mi vida me han conducido a algunos de los mejores, o sea que no soy un tipo que va a engullir los melodramas de los demás como si fueran tan interesantes. Cada día es solo otro día y ya. Fue difícil dejar a mamá y a Liz, pero era el momento de hacerlo. Desde hacía tiempo me había convertido en el hombre de la casa porque no había otra autoridad y la muerte de papá terminó por cimentar mi estatus. Pero sabía que si no salía de allí pronto, tal vez nunca lo lograría. Por muy difíciles que se pusieran las cosas, siempre podía aislarme en mi habitación en el sótano (que tenía las paredes pintadas de negro), leyendo El hombre invisible de Ralph Ellison y con los auriculares puestos a todo dar con Live at Leeds de The Who o Plastic Ono Band de John Lennon o lo que fuera que yo estuviera escuchando ese año. Incluso en aquella época terrible del «Verano del amor», conseguía huir de mí mismo cuando iba al volante del Oro Viejo y contemplaba la puesta de sol escuchando a Sly Stone cantar Hot Fun in the Summertime desde el reproductor de mierda que tenía pegado con cinta adhesiva debajo del tablero. Fui a Richmond y me inscribí en la universidad. No tenía el menor interés en estudiar, pero a todo el mundo parecía im19
portarle mucho eso y total yo no tenía ningún otro plan. Como mis notas de secundaria eran muy malas debido a mi absoluto desinterés, me aceptaron solo medio tiempo. Me sentía completamente solo y miserable. Una noche, caminaba por uno de los edificios del campus cuando escuché sonidos de piano. Entré y descubrí que estaba en la sección de música de la universidad. No me interesaba estudiar música allí, pero me moría por tocar algo, lo que fuera. Empecé a meterme a hurtadillas de día y de noche en uno de los salones de práctica de piano, siempre preocupándome de que me descubrieran porque se suponía que no podía estar allí. Pero eran los únicos momentos en que me sentía bien: aporreando las teclas, inventando cortas canciones sobre la marcha. Algunas veces me imaginaba que había un montón de gente escuchando y disfrutando lo que yo tocaba. Una noche me sumergí tanto en el toque que rompí una de las cuerdas graves del piano, que sonó como un disparo de escopeta. Me fui rápidamente del edificio para no meterme en problemas. Me hundía cada vez más en la desesperación. No tenía el más mínimo interés en ninguna de mis clases. La música era mi único alivio. Comencé a sentir algo que casi podría describirse como lujuria por escribir y grabar música. Caminaba aturdido por las calles de Richmond, soñando con recuperar el piano de mi madre y hacerme con una grabadora de cintas y un micrófono. *** Algunas noches, después de todos estos años, me siento aquí a recordar mi infancia y en lo maravilloso que era que las cosas marcharan bien y que estuviéramos todos juntos allá en 20
la casa: mi padre leía el periódico, Liz ponía Neil Young una y otra vez en su habitación, mamá se reía con su risa tonta, encantada por algo que ni siquiera era tan divertido. Cuando pienso en la sensación de estar en medio de todo eso, quedo abrumado por el anhelo; es como que daría cualquier cosa por pasar una noche allí otra vez. La vida está tan llena de impredecible belleza y de extrañas sorpresas. A veces siento que la belleza es tanta que no la puedo soportar, ¿conoces esa sensación? ¿Cuando algo es simplemente demasiado hermoso? ¿Cuando alguien dice algo o escribe algo o toca algo que te remueve hasta hacerte llorar, y tal vez hasta te cambia para siempre? Está bien que un no creyente tenga que cuestionar sus propias dudas. Eso podría ser lo que me condujo a la música en primer lugar. Fue como magia. De golpe podía trascender las situaciones de mierda en las que estaba inmerso e incluso convertirlas en algo positivo solamente poniéndoles música. Tal vez no me gusta la gente tanto como parece gustarle al resto del mundo. Da la impresión de que la raza humana está enamorada de sí misma. ¿Qué clase de ego necesitas para pensar que fuiste creado a imagen y semejanza de Dios? O sea, inventar la noción de que Dios debe ser como nosotros. Por favor. Como bien dijo una vez Stanley Kubrick: el descubrimiento de vida inteligente en el espacio exterior sería catastrófico para los humanos, por la simple razón de que no podríamos pensar más en nosotros mismos como el centro del universo. Creo que lentamente me estoy convirtiendo en uno de esos viejos cascarrabias que piensan que los animales son mejores que las personas. Pero de vez en cuando la gente me sorprende gratamente y hasta me enamoro de alguien, así que imagínate. ¿Y entonces qué clase de ego hay que tener para escribir un libro sobre tu vida y suponer que le interese a alguien? 21
¡Uno enorme! Pero no tan grande como para pensar que fui creado a imagen y semejanza de Dios. A menos que Dios sea un flacucho peludo y con mala postura (y no quiera Dios que olvide usar la todopoderosa «D» mayúscula). Y yo sé que no soy el tipo más famoso del mundo. La gente no se pone a inventar rumores sobre mí diciendo que tengo un hámster atascado en el culo o algo por el estilo. Algunos creen que deliberadamente saboteé mi fama debido a algunas de mis decisiones «profesionales», pero en realidad ese no es el caso. Nunca quise ser famoso por el solo hecho de serlo. Decidí intentar hacer algo bueno en el mundo, lo mejor que podía en cualquier caso, y ese fue mi único objetivo. Por lo tanto hago solamente lo que quiero hacer y paso buena parte de mi tiempo en la Tierra diciendo que «no» a todas las estupideces que me piden y que sé que no me convienen. No soy un tipo famoso, de los que usualmente escriben libros sobre sus vidas, pero he pasado por algunas situaciones extremas y decidí que es hora de escribirlas. Esta no es la historia de un famoso. Es solo la historia de un tipo que en ocasiones estuvo en situaciones similares a las de alguien famoso. Hay como un gran ego, una cosa que dice «YO SOY MUY IMPORTANTE» inherente al hecho de escribir este libro que me pone incómodo. Pero no lo haría si no pensara que se trata de una historia peculiar. En serio, no soy tan importante. Gracias a mi educación ridícula, a veces trágica y siempre inestable, me fue concedido el don de tener una aplastante inseguridad. Algo que se percibe en la gente con problemas mentales es su persistente aislamiento. Creo que se debe a que tienen que luchar tanto para ser quienes son, que encuentran muchas dificultades para salir de sí mismos. No soy la excepción. Pero por suerte encontré la forma de lidiar conmigo mismo y con mi 22
familia tratándolo todo como un constante proyecto artístico en marcha, para el disfrute de todos. ¡Gócenlo! ¡De nada! Además, dada mi historia familiar, bien puedo haber cumplido mi «mediana edad» hace tiempo. O sea, creo que tal vez es mejor que escriba todo esto ahora, solo por las dudas, en caso de que no consiga rebatir las estadísticas. Prefiero no esperar demasiado. Ahora bien, puedo hacerlo de diferentes maneras. Podría intentarlo con una onda «poética». Algo así: De pie ante el porche, noté el acre olor del césped recién cortado. Podía sentir el tenue zumbido de las cortadoras de césped por todo el vecindario. El aire acondicionado goteaba sobre mí mientras esperaba. Finalmente, Mary bajó. Nunca logré entrar. Rompió conmigo allí mismo. Caminé a casa escuchando el canto de las cigarras, ajenas a mi dolor. O podría subir la apuesta y ponerme en verdad muy florido. Como esto: En la distancia, escucho el tenue zumbido de las cortadoras de césped. Chicos con el pecho dorado, depilados con cera, sudan bajo el sol; es su última experiencia de genuino trabajo físico antes de que armen sus petates y se despachen para Yale o Brown. Puedo escuchar las pisadas de Mary bajando las escaleras, siento su vacilación. Noto un grillo –¡Oh, no! Es un saltamontes– en mi zapato. No sé lo que siente Mary por mí, pero este pequeñín me ve como lo que soy realmente. Nos conectamos durante un instante y luego da un brinco, allá lejos. Ahora estoy solo. Mary aparece. Romperá conmigo, lo veo en su cara. Tomará el amor desenfrenado y totalmente incondicional que le he ofrecido y lo lanzará al sue23
lo, lo destruirá hasta convertirlo en miles de pequeños fragmentos inútiles. Tengo que recobrar el equilibrio. Tengo que recobrar el equilibrio. (Fin del capítulo).
2. Los viejos tiempos / Cállate o muérete
O podría ser honesto contigo. Así: Un día de julio fui a casa de Mary a pasar un rato. Abrió la puerta, pero ni siquiera llegué a entrar. Rompió conmigo en el porche. No quiero que pierdas tu tiempo leyendo mierda florida, así que, por respeto a ti, gentil lector, me quedo con el estilo directo. Nunca había tenido interés en escribir un diario. Estaba tan ocupado intentando vivir la vida que me tocó, que nunca tuve uno. Además no me sentía preparado para revivir muchas de las cosas por las que pasé, pero eso fue exactamente lo que me entusiasmó de repente cuando mi amigo Anthony me insistió por enésima vez que escribiera un libro sobre mi vida. Tengo un extraño mecanismo que se activa cuando pienso que algo no es posible: debo conseguirlo. Aunque signifique revivir minuciosamente todos los momentos que mi memoria selectiva sea capaz de reunir. En primaria yo era un niño pequeño y flaco con pelo largo que a menudo confundían con una niña y que además era el último o penúltimo que elegían para participar en los equipos deportivos de la escuela. Ahora soy un hombre grande, que pasa la segunda mitad de su primera crisis de mediana edad escondiéndose detrás de guardaespaldas que intentan protegerlo en sus conciertos de rock del acosador obsesivo de turno. ¿Cómo llegué a esto? 24
Soy hijo de un humilde mecánico. Un mecánico cuántico. Mi padre, Hugh Everett III, autor de la teoría de los universos paralelos, fue un hombre tranquilo, al menos durante los más o menos dieciocho años que viví con él. Resulta que era depresivo por una infancia triste y luego fue despreciado por chiflado; pero fue reconocido después, aunque demasiado tarde, como un genio. Supe mucho más sobre él a través de libros y revistas luego de su muerte, de lo que jamás habría sabido a partir de las pocas docenas de frases que me dijo durante nuestros dieciocho años de convivencia. El padre de mi padre fue el coronel Hugo Everett Jr., del ejército estadounidense. Era un hombre imponente: alto, con una redonda calva y una chivita plateada cuidadosamente recortada en la barbilla. Como abuelo, era un viejito simpático que me llevaba a ver los trenes que pasaban por Berryville, Virginia, donde él vivía. En ocasiones nos encerraba a mi hermana y a mí en su centenario armario de los abrigos, apagaba las luces y nos anunciaba que un fantasma llamado «El Gazunk Real» se nos iba a aparecer. Algunos dirán que aquello era un maltrato aterrador, pero recuerdo que era divertido. No obstante, en los años cuarenta mi abuelo envió a mi padre a la escuela militar. 25