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Ampliación del campo de batalla / Laura Alcoba; por Patricio Pron Patricio Pron · Friday, July 10th, 2015

Laura Alcoba / Crédito de la imagen, de su autor 1 En El azul de las abejas (novela escrita en francés por Laura Alcoba y traducida al español por Leopoldo Brizuela) la narradora y protagonista del libro es una niña de entre ocho y once años de edad que tiene un padre encarcelado por motivos políticos y una madre exiliada en Francia; cuando viaja a ese país a reunirse con su madre, su principal preocupación es cómo disipar un acento argentino que entorpece la adquisición del francés: “Quisiera borrarlo, hacerlo desaparecer, arrancarlo de mí”, dice la narradora (34); cuando, poco antes, dice que le “gustaría de pronto desaparecer de allí, estar en cualquier otro lugar”, la identificación entre la huída a otra lengua y la desaparición propone una paradoja: se escapa para no desaparecer, pero se requiere de una cierta forma de desaparición para que el viaje no sea por completo una derrota. En el presente continuo que conforma casi toda la obra de Laura Alcoba (La Plata, Prodavinci

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1968), que es el de la memoria, en el que la voz infantil y la adulta se superponen, resulta patente que no hay derrota alguna, sin embargo, puesto que esa obra está escrita en su totalidad en francés; en El azul de las abejas, esa victoria íntima es tematizada. La domesticación de las vocales francesas, la adquisición del idioma (“Apenas sí conseguía aferrarme a las palabras que conocía intentando descubrir los lazos entre ellas, lazos que iluminaran un destino para todas las que iban quedando a la sombra”, 116), la lectura de Les Fleurs bleues de Raymond Queneau (“Me voy sin mirar atrás […], decidida a llegar hasta el final del libro. De éste y de muchos otros”, 75) ponen de manifiesto lo que la desaparición en el “otro” idioma tiene de triunfo personal, por cuanto permite al sujeto narrar más tarde su historia. 2 No importa cuántos años hace que observamos el fenómeno: todavía no sabemos qué hacer con los escritores que abandonan su lengua materna; son, en algún sentido, los más radicales entre aquellos que dejan su país por una circunstancia u otra (principalmente política, como pone de manifiesto la larga lista de autores hispanohablantes exiliados [1]), y al igual que estos (en mucha mayor medida, sin embargo) su relevancia no está sólo vinculada con la calidad de su literatura sino también con las preguntas que arroja acerca del modo en que leemos; más específicamente, acerca de la vinculación romántica entre lengua y territorio que preside el currículo universitario, con su distribución de los textos por su idioma de escritura y por el país de procedencia de su autor. ¿Qué deja afuera esta forma de leer? A autores como Armand o Armando Godoy (nacido en La Habana en 1880 y muerto en París en 1964; escritor en francés a partir de los cuarenta años de edad), Felipe Alfau (autor español que escribió prácticamente la totalidad de su obra en inglés), Agustín Gómez Arcos (escritor almeriense que abandonó el español para escribir en francés y sólo vio publicadas en vida dos obras suyas en su idioma natal: Un pájaro quemado vivo, en 1986, y Marruecos, en 1991), a los rumanos que escribieron en francés Emil Cioran, Dumitru Ţepeneag, Tristan Tzara, Benjamin Fondane, a los peruanos cuya lengua literaria fue también el francés (Flora Tristán y César Moro) o el inglés (el muy buen escritor contemporáneo Daniel Alarcón), a Juan Rodolfo Wilcock, a Copi y a los uruguayos “sustraídos” de la literatura de ese país: Isidore Ducasse, conde de Lautréamont, Jules Laforgue y Jules Supervielle. Entre otros. (La calidad de la obra de autores como Samuel Beckett y Vladimir Nabokov los salva de la exclusión, es cierto; pero su inclusión en una u otra literatura nacional es igualmente problemática.) 3 Que esta forma de leer es inapropiada para abordar los textos en un momento histórico de particular movilidad de las personas y el capital (también del intelectual) se pone de manifiesto, por ejemplo, en la dificultad de los estudios literarios para abordar lo que Raymond Williams llama la “aparición de una forma emergente” en las literaturas nacionales: la de la así llamada “tradición antiborgeana” en la literatura argentina (Osvaldo Lamborghini, César Aira, Rodolfo Enrique Fogwill, Alberto Laiseca, Sergio Bizzio, Daniel Guebel, Alan Pauls, etcétera) soslayó, por ejemplo, la importancia que tuvo en su constitución la obra de Copi, desdeñada hasta tiempos Prodavinci

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recientes en el ámbito argentino por haber sido escrita principalmente en francés (y en no menor medida, aunque se diga lo contrario, por haber sido su autor homosexual y travestí, así como por haber muerto de una enfermedad tan estigmatizada aún como el sida); en contrapartida, la recepción crítica francesa de la obra de Copi lo sitúa en el espacio del surgimiento del camp en esa literatura, soslayando su vinculación con las formas del sainete argentino principalmente cinematográfico y radial del que Copi decía sentirse deudor. 4 Al igual que la obra de otros autores de una tradición literaria argentina “ampliada” en la que cabría, por fin, Copi (así como María Cecilia Barbetta, autora de Änderungsschneiderei Los Milagros [Sastrería Los Milagros]; también Wilcock, Alberto Manguel, Héctor Bianciotti, se piense de este último lo que se piense, y en menor medida, los autores exiliados o radicados fuera de Argentina [2]), la de Laura Alcoba es una literatura aparentemente excluida en la que la exclusión es tematizada una y otra vez tanto como el problema subyacente a la misma, que es cómo contar Argentina en otra lengua y desde una exterioridad que es también exterior a las formas de narrar establecidas en la tradición. En Jardín blanco, por ejemplo, Ava Gardner admite sus dificultades en sus inicios como actriz debido a su acento, y Alcoba deposita en ese acento, en “cómo contar”, una atención sutil pero visible. En Los pasajeros del Anna C. importa, por ejemplo, tanto lo que se cuenta (la radicalización de los padres de la autora, sus meses de entrenamiento militar y político en Cuba entre 1966 y 1968, sus relaciones allí y el regreso) como la forma en que se lo hace: incorporando la incerteza y la duda, que diferencia a la obra de los libros testimoniales que están en su origen y que ésta podría haber sido. Asimilada a un rompecabezas, la historia de los padres de la autora no puede ser reconstruida, en realidad, mediante el testimonio de sus sobrevivientes (“Mi madre ya no puede recordarlo, y suele suceder que mi padre no recuerde mucho más”, 12); es sólo mediante la intervención de la autora que la historia adquiere sentido, o adquiere el sentido fragmentario que es todo lo que la historia puede tener. 5 En Jardín blanco, en Los pasajeros del Anna C. o en El azul de las abejas, pero también en La casa de los conejos, la pregunta es cómo contar cuando uno ha sido obligado a no hacerlo durante años (“Del altillo secreto que hay en el cielorraso no voy a decir nada, prometido. Ni a los hombres que pueden venir y hacer preguntas, ni siquiera a los abuelos”, 16, La casa de los conejos). “La afición por el secreto que cultivó toda una generación de revolucionarios; he aquí la primera valla a que me enfrento”, afirma la autora. Discreción y clandestinidad. Maestría en el arte de borrar las pistas. En toda circunstancia, ocultamiento, impostura y apariencias falsas. Podría decirse que lo lograron, sí. A fin de cuentas, los recuerdos de unos y otros parecen haberse perdido casi tanto como ellos hubieran querido. Pero yo también sé algo de este juego de claves y de máscaras; y puedo intentar reencontrar esta historia durante tanto tiempo escondida y muda. (14, Los pasajeros del Anna C.)

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No es un problema nuevo para quienes hemos intentado restablecer de una manera u otro los vínculos con la experiencia política de nuestros padres, pero resulta particularmente significativo en el caso de Alcoba porque supone la reapropiación de un pasado y de una lengua, así como su traducción a otra. En los libros de Alcoba (vale la pena decir, en “la obra” de Alcoba, ya que esta constituye un continuo en el que temas y elementos se replican de libro en libro, como en una habitación vacía: la nieve, las flores, la blancura, los juguetes, las versiones, el secreto, los juegos) las soluciones propuestas son el comentario metaficcional y la incorporación de la duda en la reproducción del lenguaje de sus personajes, que establece una distancia entre la historia y su narración y entre los personajes y el lector: cuando, en Los pasajeros del Anna C., Soledad afirma, por ejemplo, “Pero yo no he venido hasta aquí para hacer el papel de Penélope. ¡Ni para jugar a la enfermera, puta madre! ¡Yo he venido hasta aquí para entrenarme y combatir!” (170) y no, como sería más adecuado, dada su condición de argentina: “Pero yo no vine hasta acá para hacer el papel de Penélope. ¡Ni para jugar a la enfermera, la puta madre! ¡Yo vine hasta acá para entrenarme y combatir!”, la vacilación y el extrañamiento, irrumpen en la narrativa de una forma explícita que pone de manifiesto que el empoderamiento que tiene lugar allí donde la narradora arrebata el monopolio del pasado a sus padres para contar, y contar “mejor”, que sus padres lo que les sucedió, siempre permanece incompleto, como incompleta y provisoria es siempre la identidad [3]. 6 En la obra de Alcoba el procedimiento y el tema dominantes son, como en la de Jorge Luis Borges, la traducción: del pasado al presente, de la experiencia política de los padres a la existencia en una sociedad satisfecha de sí misma y profundamente desigual, del español al francés y del francés al español. (También la ausencia, como en Jardín blanco, donde las tres voces que narran proponen tres maneras de pensar en Eva Perón, la actriz, la sirvienta licenciosa, la voz fantasmal, en el momento en que Eva Perón “no está”, su cuerpo ha sido desaparecido y ocultado.) La traducción es, además, el procedimiento necesario para su incorporación a la tradición argentina a la que pertenece y de la que quedará excluida si no se revisa una forma de leer que, al articularse en torno a las invariables de la lengua y el territorio, impide leer algo de lo más interesante que se está produciendo en la literatura argentina en este momento u obliga a leerlo “mal”, como en el caso de Copi. Se trata de adherir a la opinión de Clara Obligado (otra escritora argentina que “vive afuera”), para quien “La literatura escrita a la intemperie es capaz de devolver a su propio país un nuevo registro cultural que, a su vez es concebido, por el propio autor, en clave nacional”; es decir, de pensar en la literatura argentina escrita fuera de Argentina como ampliación, enriquecimiento y beneficio; también, en la identidad con las palabras de otra argentina “afuera”, la magnífica poeta Juana Bignozzi, quien resumió su experiencia con estas palabras: “Soy una extranjera que vino y se fue”. * Laura Alcoba La casa de los conejos Prodavinci

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Trad. Leopoldo Brizuela Buenos Aires: Edhasa, 2008 Laura Alcoba Jardín blanco Trad. Jorge Fondebrider Buenos Aires: Edhasa, 2010 Laura Alcoba Los pasajeros del Anna C. Trad. Leopoldo Brizuela Buenos Aires: Edhasa, 2012 Laura Alcoba El azul de las abejas Trad. Leopoldo Brizuela Buenos Aires: Edhasa, 2014 [1] Entre ellos se pueden mencionar a los españoles Max Aub, Ramón J. Sender, Arturo Barea, Manuel Andújar, Rafael Alberti, Pedro Salinas, Luis Cernuda, Emilio Prados, Manuel Altolaguirre, Paulino Massip, Claudio Sánchez Albornoz, María Teresa León, Juan Ramón Jiménez, José Ortega y Gasset, Francisco de Ayala, Rosa Chacel y Ramón Gómez de la Serna; a los uruguayos Mario Benedetti, Carlos Rama, Eduardo Galeano, Juan Carlos Onetti, Cristina Peri Rossi, Fernando Ainsa, Ángel Rama, Emir Rodríguez Monegal y Carlos Manuel Varela; a los paraguayos Rubén Bareiro Saguier, Augusto Roa Bastos y Gabriel Casaccia; a los chilenos José Donoso, Jorge Edwards, Antonio Skármeta, Luis Sepúlveda, Isabel Allende, Roberto Bolaño, Ramón Griffero y Carlos Cerda; a los peruanos Alfredo Bryce Echenique, Manuel Scorza y Julio Ramón Ribeiro; a los cubanos Reynaldo Arenas, Heberto Padilla, Armando Valladares, Jorge Valls, Matías Montes Huidobro, Pedro R. Monge Rafuls, José Triana, Guillermo Cabrera Infante y Severo Sarduy. [2] Una lista provisoria de los cuales incluye o incluyó en los últimos cuarenta años y hasta el presente a Griselda Gámbaro, Roma Mahieu, Arnaldo Calveyra, Julio Cortázar, Edgardo Cozarinsky, Alicia Dujovne Ortiz, Arístides Vargas, Luisa Futoransky, Juan Gelman, Osvaldo Bayer, Copi, Mario Goloboff, Gregorio Manzur, Roberto Cossa, Rodolfo Rabanal, Juan José Saer, Osvaldo Soriano, Federico Undiano, Saúl Yurkievich, Vicente Battista, Antonio Di Benedetto, Juan Carlos Martini, Daniel Moyano, Hector Tizón, David Viñas, Pedro Orgambide, Tomás Eloy Martínez, Diana Raznovich, Aída Bortnik, Mempo Giardinelli, Manuel Puig, Humberto Costantini, Jorge Boccanera, Alicia Kozameh, Josefina Ludmer, Clara Obligado, Osvaldo Lamborghini, Ricardo Piglia, Alfredo Arias, Juana Bignozzi, Rodrigo Fresán, Juana Salabert, Sergio Chejfec, Ariana Harwicz, Ezequiel Zaidenwerg, Samanta Schweblin, Sylvia Molloy, Lázaro Covadlo, Eduardo Berti, Nora Catelli, Edgardo Dobry, Enrique Lynch, Graciela Montaldo, Reinaldo Laddaga, Andrés Neuman, Matías Capelli y Martín Caparrós. [3] “La identidad de la nena era apenas provisoria. Y a propósito, aquel nombre, Laura, ¿fue inscripto en algún lado? Hoy, Manuel y Soledad, no lo saben. ¿Pero lo supieron entonces y lo olvidaron después? No, no sabrían decirlo. Y además, ¿qué Prodavinci

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importa?” (243). Los pasajeros del Anna C. pone de manifiesto que sí importa, y mucho.

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