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Excelentísimo Señor Presidente del Cabildo de Gran CanariaNNNNNNNNNNNN Excelentísimas e Ilustrísimas autoridades Señoras y Señores Queridos amigos Aunque desde muy pequeño me enseñaron en la casa de mis padres que es de necesaria y buena educación contener en público las emociones personales, a las que podemos dar rienda suelta y hasta galopada en el coto doméstico de la privacidad, siempre que, tal como sucede hoy, tengo el honor de hablar en público para enaltecer a gentes ilustres, que se han ganado la admiración y el respeto de sus conciudadanos a lo largo de sus vidas; y siempre que, por añadidura, he tenido que hacerlo aquí, en Gran Canaria, en Canarias, el alma central de nuestra memoria y la tierra en la que hemos nacido, nunca he logrado evitar los nudos que me atan y bailan en la garganta y la sensación de añusgamiento que me provocan las palabras al querer salir todas juntas y no en su orden natural y exacto. Ese sentimiento a flor de piel es el que embarga, estoy seguro, a todos los grancanarios que recibimos hoy los honores y distinciones del Cabildo de Gran Canaria; a todos los ciudadanos que nos acompañan en este acto, y -por extensión- a toda la isla que exalta la memoria y la vida de grancanarios que lo son aquí, en esta isla, y en cualquier parte del mundo. El hecho cierto de la profunda emotividad sentimental de estos momentos no debe, sin embargo, impedir algunas reflexiones tal vez comprometidas que sobre la vida pública de la isla, sobre Gran Canaria en el contexto de todo el Archipiélago, venimos obligados a hacer oportuna, respetuosa y saludablemente en este acto, solemne e íntimo al mismo tiempo, ante la presencia de los homenajeados y las autoridades insulares. Desde hace bastantes años (créanme, ratos largos de muchos años, soledades y reflexiones a veces muy dolorosas), tengo la insistente y empecinada certidumbre de que es imposible que Canarias llegue a ser grande de verdad (grande en todos los sentidos sustanciales, que son los que informan el máximo respeto civil de una determinada sociedad libre y adulta por encima de cualquier otro interés); digo que me parece imposible que Canarias sea grande de verdad sin que Gran Canaria sea de verdad grande y asuma, con talento, inteligencia y respeto de sí misma y de sus gentes, su grande y grave responsabilidad en el contexto de estas islas. Por esa misma certeza, se me hace muy cuesta arriba imaginar una Gran Canaria grande de verdad sin que seamos nosotros, los grancanarios, quienes la hagamos crecer hasta convertirla en un espacio de libertades, madurez y convivencia pacíficas. Desgraciadamente, y a pesar de la gran mejoría que nos han traído los años, ustedes lo saben incluso mucho mejor que yo, no están los tiempos que viven estas islas nuestras muy cerca de la madurez política, el respeto civil y la solidaria convivencia que, hoy por hoy, se nos antojan un sueño imaginario, desgraciadamente tan lejano como utópico. Pero queremos

creer, y así lo entendemos, que quienes hoy son homenajeados y distinguidos por el Cabildo de esta isla lo son precisamente porque, con su didáctica civil, su trayectoria pública y su autoridad personal en nuestra sociedad, cada uno por su camino pero confluyendo en el cauce limpio de la convivencia en libertad, son identificados por esa misma sociedad nuestra y sus instituciones como referentes esenciales de aquel estado de cosas soñado para la solidaridad, el respeto y la madurez política, cultural y social de este país. Por eso nos congratulamos sobremanera por el hecho de que uno de los grandes maestros de la vida que hacen grande esta tierra, uno de sus historiadores y exegetas más notables, Antonio Bethencourt Massieu, nos acompañe a todos nosotros hoy como lo ha hecho siempre: con el mismo talante, la misma autoridad y el mismo jovial y lúcido sentido del humor y de la vida que nos ha regalado desde que lo conocemos. Y por esa misma razón, este acto, créanmelo, representa una doble celebración de alegrías y convicciones para todos nosotros. Primero porque el doctor Bethencourt Massieu es un maestro de la historia al que reconocemos y es reconocido como tal en cualquier lugar del mundo; y segundo, porque ha conseguido hacer grande el espacio de libertad, ilustración y respeto en esta isla; como lo han hecho el pintor Alberto Manrique, que en sus plásticas respiraciones ha dibujado el soplo originario de nuestra idiosincrasia, los colores y los perfiles limpios de la isla; la artista María Cristina del Pino Segura, la irrepetible “Pinito del Oro”, cuerpo de alpispa estética y alma de hormigón que flota sobre el aire; el economista Juan Marrero Portugués, memoria desarrollista de tiempos difíciles; el doctor Pedro Betancor León, lo que se dice un ciudadano verdaderamente integral; el arquitecto Manuel de la Peña Suárez y el botánico David Bramwell, de quien hay que decir que si no hubiera venido hasta la isla habríamos tenido que “inventarlo” aquí, para que la estudiara, conservara y nos descubriera tantas cosas con su paciente e impagable labor. Todos estos grancanarios nuestros han conseguido contra vientos encontrados y mareas tan altas como arbitrarias, entre calmas, silencios, bullas excesivas, tormentas y vacíos, ser dueños de cada una de las decisiones de su vida, y memorias estéticas y referentes éticos de nuestra sociedad, tantas veces dubitativa y pusilánime. Han conseguido ser parte de la vital y desinteresada hidalguía que esta isla sigue necesitando con sus tres tatuajes esenciales: la paciencia, la ciencia y la conciencia, que son, al mismo tiempo (y según el gran pensador cubano Fernando Ortiz), garantía de trabajo y fe en nosotros mismos y en la tierra que vivimos. De modo que en ningún punto de sus biografías, como tampoco en las señas de identidad de los artistas y maestros Felo Monzón y Antonio Padrón, podremos encontrar el penoso complejo de vasallaje colonial y hasta de vergonzosa y silente sumisión, tan irritantes y consuetudinarios en ciertas clases dirigentes de nuestra sociedad. No hubo ni hay en sus conductas y actitudes públicas un ápice de sometimiento. No encontrarán en sus hojas biográficas síntomas de temor o miedo que hayan lastrado sus vidas hasta hacerlas humo por las esquinas de la desidia. Todo lo contrario (y permítanme ahora parafrasear a Jonathan Franzen), sobre todo cuando la escena de nuestra vida contemporánea, también en esta isla, nos recuerda constantemente “lo tontas que se ponen las cosas cuando quienes se piensan artistas empiezan a predicar al coro”. Y lo absurda que se vuelve esa misma vida cuando los llamados a

ser los mejores de una sociedad determinada no sólo se vuelven predicadores embusteros, sino que son quienes se aprovechan de ella, la someten a sus intemperancias, abusos particulares e intereses personales, y laminan, con impúdica obscenidad moral, sus esperanzas y dignas ilusiones. Vivimos, en todo nuestro primer mundo occidental, en un calamitoso universo de exasperante publicidad que nos exige una glotonería delirante, un inmenso escenario lleno de focos y luces de colores en el que se interpreta una obra de texto de ínfima calidad con actores irrelevantes y torpes. La banalidad disfrazada de glamour, la grosería vestida de fiesta, la irresponsabilidad, la doblez y la retroalimentación de la estupidez colectiva son, según los criterios de Franzen que hago míos (que no son muy diferentes a los que pueden leerse en el testamento público de Pedro Lezcano), la más lamentable materia prima de nuestras conversaciones e, incluso, la causa sustancial de muchas de nuestras noches de insomnio. De esa manera tan burda hemos caído en la trampa de que sólo cuanto se resuelve con dinero es lo que genera el gran prestigio ciudadano y lo único, por tanto, que debe interesarnos. Estamos perdiendo nuestra placentera capacidad de abstracción. Parecemos resignados a que cada vez haya entre nosotros menos plata de verdad, pero mucho más fango. Como si hubiera dejado de importarnos que la luz personal de los mejores no pueda nada frente a las jaurías de las mediocridades dominantes. Sin embargo, la vida sigue y hay sorpresas buenas que nos hacen concebir, siquiera ilusoriamente, la existencia de espejos en los que mirarnos y recordarnos, en lugar de revolcarnos en los espejismos del facilismo y en la creciente tendencia al mínimo esfuerzo, tan de moda. Estos días he vuelto a leer los papeles de Manolo Millares y su relación con el maestro Felo Monzón. Y he llegado a la conclusión una vez más de que son, como lo fueron en el campo poético Morales y Quesada, dos memorias plásticas de primera magnitud universal en el espejo grancanario, donde nunca debemos dejar de mirarnos, recordarnos y encontrarnos cara a cara todos y cada uno de nosotros. Una de esas memorias vitales, la de Monzón, que nunca se preguntó si las condiciones para sus tareas eran buenas o malas, decidió que su trabajo pedagógico y artístico, su obra y su vida, estaban aquí, en Canarias, en Gran Canaria. Y lo que digo de Monzón hay que decirlo del espíritu libre, artístico y didáctico de Antonio Padrón. La otra gran conciencia plástica insular, la de Manolo Millares (como la de Kraus, en el ámbito de la alta música), entendió que debía vivir su aventura vital y artística en constante enfrentamiento y competencia creativa fuera de la isla. Digo fuera, pero no lejos ni ausente. Y a excepción de quienes siguen instalados en el maniqueísmo más retrógrado y cainita, nadie, con una visión seria y reflexiva del mundo insular y contemporáneo que vivimos, puede mantener con argumentos sólidos que, por un lado, la actitud crítica de Millares representaría algo parecido al desprecio del artista universal hacia la isla. Y que la determinación de Monzón, por el otro, sería resultado del desdén por el arte universal y sus consecuencias. ¿En qué lugar puede decirse con rigor y decencia que se excluyen el uno al otro o viceversa? La obra plástica y el pensamiento crítico e ideológico de ambos maestros forman parte viva y activa de nuestra conciencia y madurez civiles. Y no se excluyen, como algunos incluso han llegado a escribir,

sino todo lo contrario: se encuentran en el mejor espejo en el que hoy podemos seguir admirándolos y mirándonos. Cuanto afirmo de los ya citados, honrados por el Cabildo de Gran Canaria como hijos predilectos y adoptivos de la isla, cabe decir de quienes reciben la distinción del Can de Plata y el Roque Nublo de Plata, símbolos de nuestra iconografía mítica y geográfica, que aparecen en el mapa de la esperanza y se recortan en los horizontes y en las cumbres del mejor de los paisajes de nuestra isla. Tanto la pintora Jane Millares, como Sebastián Hernández y las hermanas Daida e Iballa Ruano Moreno, llenan sus envidiables biografías con la paciencia, la conciencia y la ciencia de las que hablábamos más arriba, virtudes de las que esta isla no está muy sobrada en estos tiempos, pero que hacen perdurables sus memorias personales y las transforman en ejemplos claros para todos nuestros conciudadanos. La tenaz tarea de una artista de vanguardia desde hace muchos años, el trabajo profesional de un maestro veterinario y el deporte de la mar y el viento, donde se fragua una parte de la juventud más firme de Gran Canaria, unen los nombres de sus protagonistas en estos honores que reciben hoy con todo merecimiento. Una sociedad política y civilmente madura y un país que de verdad se respete a sí mismo deben saber reconocer, con visión histórica y en cada tiempo exacto, la estela real de los que por ser precisamente nacidos en su seno y epicentro la vienen al final a definir tal cual es. Una sociedad madura y un pueblo respetuoso llegan a serlo de verdad cuando generan en lo más profundo de su alma de fuego no sólo personalidades individuales, que luchan por esos valores tan poco comunes, sino organismos e instituciones en los que nos honramos por su generosidad y raigambre social y cultural; organismos, instituciones y colectivos que desoyeron en su momento las voces del desaliento y las llamadas absurdas a la claudicación, y se enfrentaron a los gigantes fantasmales que les hacían frente hasta derrotarlos con las mejores armaduras de las que puede disponer el territorio de libertad al que pertenecemos: una generosa solidaridad y una inteligencia dialogante. Estoy seguro de que, como todos ustedes, puedo también decir que tengo para mí que la Ciudad de San Juan de Dios, tatuaje vivo del más sólido de nuestros valores humanos, la difícil solidaridad desinteresada; y la Orquesta Filarmónica de Gran Canaria, sintaxis a estudiar como ejemplo para nuestra hipótesis de inteligencia colectiva como isla, son dos de esas cumbres que nos honran como ciudadanos; dos instituciones ejemplares que representan acicates necesarios para nuestro sueño de madurez como sociedad y para nuestra inteligencia cultural, insular y universal, tan tolerante como mestiza e integracionista; dos ejemplos y dos instituciones que no pueden servirnos como coartada y subterfugio para la autosuficiencia, sino como benéficos resultados del esfuerzo y el trabajo que crecen desde la esperanza sobre el tiempo y desde la fe justa de todas nuestras posibilidades; dos instituciones y dos ejemplos que vienen a desmentir con toda rotundidad el tedioso tópico de nuestra desidia genética, el tan nefasto aplatanamiento insular, para situar la isla, la Gran Canaria, y todas las islas, las Canarias, en el mapa contemporáneo de la más alta dignidad humana. A veces por soñar se lucha. Y se gana. Y por eso mismo la Ciudad de San Juan de Dios

y la Orquesta Filarmónica son nuestro mejor paisaje para ese sueño de madurez y esa esperanza de libertades y respeto civil. Cada territorio del universo, cada reino de este mundo, genera más temprano que tarde su genius vocis que, por encima de los años, las costumbres cambiantes y las modas, logra codificar las señales exactas del habla popular de ese mismo lugar del reino de este mundo. Cierto: hablo del “habla popular” y, en bastante medida, de lo que se llama “literatura costumbrista” en su escala más llana y suave, que es la trascripción y traducción escritas de la fonética y la semántica de cuanto popularmente hablamos. Porque somos también lo que hablamos y cómo lo hablamos. Al “genio de la voz” que consigue con su talento y su perseverancia, con su paciente y sapiente oído, y con su mágica fantasía verbal, reproducir con pasmosa exactitud el sorprendente fenómeno del “habla popular”, que nadie antes de esa manera se había atrevido a cicatrizar en escritura literaria, lo llamamos académicamente costumbrista, para excluirlo de la alta cultura. ¡Como si la cultura popular, cuando es realmente genuina, no perteneciera al campo de la más alta cultura! Hablo de la cultura popular genuina, original, no de la importada por agentes política y socialmente interesados en su perversión y abuso, trasunto del secuestro inmoral de esa misma cultura popular, como si no fuera patrimonio de todos sino sólo de unos pocos que la tienen por arma arrojadiza a su servicio. Sucede que, por encima de los años, la obra de don Francisco Guerra Navarro, “Pancho Guerra”, posee en grado sumo la virtud de la eterna popularidad. Nadie ha podido secuestrarla, robarla o esconderla para sí, aunque lo haya procurado; nadie ha podido imitarla sin que se le note más de la cuenta en la primera esquina. Porque es una marca de eternidad en el tiempo insular de Gran Canaria. Y nos señala cómo somos, con nuestras intemporales carencias y exaltaciones localistas, con nuestras socarronerías y sentido del humor; con nuestras quejumbres y nuestras intuiciones populares, a veces tan exageradas como equivocadas, tan visionarias como inteligentes en tantas otras ocasiones. Somos también así: como “Pancho Guerra” nos retrató sin desmayo. Por eso, como estoy seguro de que a todos ustedes, a mí también a estas alturas de mis escrituras y lecturas, la memoria, el personaje y la obra de “Pancho Guerra”, me producen un respeto imponente.NNNNNNNNNN Quisiera terminar diciendo que me siento sumamente honrado al acompañar a las personalidades e instituciones distinguidas y honradas en el día de hoy por el Cabildo de Gran Canaria. Son personalidades y organismos que han dibujado por sí mismas su manera de ser isla, su forma de ser la mejor isla de solidaridad, inteligencia, respeto civil y libertad. Son, en fin, personalidades e instituciones que nos hacen sentirnos a todos, y a mí también entre quienes somos todos, grancanarios orgánicos: gentes que tienen la insularidad como un sentimiento de horizontes abiertos, generosos y libres. “Amar un horizonte es insularidad”, escribió hace rato el poeta Derek Walcott. Así es. Y estas personalidades e instituciones así nos lo siguen confirmando. Muchas gracias.

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