CRÍTICA DE LA REFORMA DE LA LEY CONCURSAL

CRÍTICA DE LA REFORMA DE LA LEY CONCURSAL MANUEL OLIVENCIA Revista Economistas, nº 33, Madrid, diciembre 2012, pp. 116-121. Resumen: La crítica de la

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CRÍTICA DE LA REFORMA DE LA LEY CONCURSAL MANUEL OLIVENCIA Revista Economistas, nº 33, Madrid, diciembre 2012, pp. 116-121.

Resumen: La crítica de la Ley de Reforma de la Ley Concursal se basa en dos motivos. El primero, de política legislativa, denuncia el error del legislador consistente en dictar normas reguladoras del concurso en tiempos de crisis, pero con vocación de permanencia. No se trata, pues, de un Derecho excepcional, urgente y transitorio, sino de una alteración del Derecho normal promulgado en 2003. El segundo motivo es la ruptura del equilibrio de intereses alcanzado en el sistema concursal de 2003, provocada por la excesiva protección que la reforma ha otorgado a los créditos públicos y a las entidades financieras, fundamentalmente a través de los acuerdos singulares del deudor con la Hacienda Pública y de los de refinanciación.

I.

INTRODUCCIÓN

La Ley 22/2003, de 9 de julio, Concursal (LC), y la Ley Orgánica para la Reforma Concursal (LORC), de igual fecha, han “sufrido” numerosas reformas a lo largo de sus escasos años de vigencia (desde el 1 de septiembre de 2004). Entrecomillo el participio pasivo del verbo “sufrir” porque lo empleo en su acepción de “experimentar un daño”. Adelanto así un primer diagnóstico de las reformas: en vez de mejorar o perfeccionar el texto primigenio, el resultado final ha sido el de empeorarlo. Lo afirmo con todas las reservas de un juicio generalizador, dejando a salvo aquellas normas concretas que constituyen excepciones a ese pronunciamiento; pero

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las reformas hay que valorarlas en su conjunto hacerlo así, la conclusión es claramente negativa.

y, al

Voy a centrar mi crítica en la Ley 38/2011, de 10 de octubre, de Reforma de la Ley Concursal (LRLC), reforma que su propio Preámbulo califica de “global” y de “integral”, aunque no sea “radical” ni “copernicana”, y que presenta dentro de un proceso “amplio y ambicioso”. Es cierto que para hacer un balance de las reformas “sufridas” habría que introducir en el análisis otras disposiciones, no ya las que sucesivamente han afectado a la adicional 2ª LC, de deficiente técnica legislativa, sino, sobre todo, al RD-Ley 3/2009, de 27 de marzo, de medidas urgentes en materia tributaria, financiera y concursal ante la evolución de la situación económica, y a la Ley 13/2009, de 3 de noviembre, sobre implantación de la Oficina judicial. Otras disposiciones posteriores, como la Ley 11/2011, de Reforma de la Ley de Arbitraje, que modifica los arts. 8.4 y 52.1 LC, también quedarán fuera de este análisis. Centrada la crítica en la LRLC, voy a limitar también los argumentos a los dos que creo esenciales: el primero, de enfoque, el error de política legislativa al valorar la LC en función de la crisis económica; el segundo, de resultado, la alteración del equilibrio de intereses conseguido por la LC.

II.

EL ERROR DE ENFOQUE

El legislador reformista comete un grave error de política legislativa al ponderar la relación entre Derecho concursal y crisis económica. El error es doble: en primer lugar, al achacar a la LC resultados “disfuncionales” por haber sido elaborada en una situación anterior al “deterioro de la situación económica” (eufemismo de “crisis”); en segundo lugar, por

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partir de “la situación económica actual” para adoptar y valorar las medidas de reforma. El Preámbulo (I y II) de la LRLC es suficientemente expresivo a este respecto. El reproche a la LC para justificar su reforma carece de base. Se equivoca el legislador al creer que las leyes concursales son instrumentos de política económica para luchar contra la crisis, error de apreciación en el que ya incidió el RD-Ley 3/2009, al imputar a la LC el defecto de haber sido dictada “en un entorno económico completamente distinto del actual”, y creer que ahí está el origen de la “inadecuación de algunas de sus previsiones” a la nueva realidad. Es cierto que la LC se elaboró en un clima de bonanza económica, de expansión, de creación de empresas y de puestos de trabajo, de fluidez del crédito y bajos tipos de interés; pero ese es precisamente el clima que favorece la serenidad de juicio con que deben dictarse las normas jurídicas sobre el tratamiento de la insolvencia de las personas. La crisis, por el contrario, es una situación extraordinaria y transitoria que reclama un Derecho excepcional, urgente y adecuado a la causa que lo justifica, al margen de las normas generales. Por eso su principal fuente es el RD-Ley. La confusión del legislador le lleva a no dictar normas excepcionales adecuadas a la urgencia y a la transitoriedad de la crisis económica, sino disposiciones de reforma de la LC con vocación de permanencia. De tal manera que, acosado por la gravedad de la crisis, introduce en el delicado mecanismo del sistema concursal normas que lo alteran para el futuro. No dicta un Derecho excepcional, sino que modifica el Derecho “normal”. En definitiva, la crisis ha sido una excusa para la reforma de la LC, no para ajustarla a las exigencias de una situación económica excepcional y transitoria, sino para modificar sustancialmente al sistema.

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Pero el legislador reformista no ha podido sustraerse al clima de crisis que afecta a la economía española y, como confiesa en su Preámbulo (II) la ha tomado como referencia “tanto para la adopción de las medidas como para la valoración de su implementación”, de tal manera que disposiciones dictadas en tiempos de crisis se injertan en el sistema general con aspiración de continuidad. Un error en la “evaluación económica de las normas” que el texto legal atribuye al Gobierno (socialista, a la sazón) y que califica en este caso de prioritaria. La clásica distinción Derecho normal/Derecho excepcional, caracterizado este último por su carácter extraordinario y transitorio, se desconoce en este caso, en detrimento del primero.

III. EL ERROR DE RESULTADO La consecuencia final de la reforma de la LC es muy negativa, porque altera el delicado equilibrio de intereses que hasta los más severos críticos de la LC de 2003 reconocen que esta consiguió. El concurso es un conjunto de conflictos de intereses, un “laberinto”, cada vez más intrincado que el que describió en el siglo XVII nuestro SALGADO DE SOMOZA; no ya sólo del deudor frente a sus acreedores, sino de éstos entre sí. La incapacidad del patrimonio del deudor para satisfacer todas las obligaciones que sobre él pesan (todas y en su totalidad) abre un conflicto que el Derecho concursal trata de resolver “ordenando” el tratamiento de los acreedores, es decir, poniendo orden, disponiendo de manera apropiada los criterios jerárquicos de su colocación ante un deudor insolvente. El principio general es el de la per condicio creditorum, pero en todo

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sistema concursal ese principio tiene excepciones, de privilegio, prioridad o preferencia sobre los créditos que se califican de “ordinarios”; a veces, también, como nuestro caso, de preterición o subordinación respecto de éstos. Por eso, en las “operaciones” del concurso no basta con saber quiénes (cuántos y en qué cuantía) son los acreedores del deudor común, sino que es necesario conocer a qué “clase” pertenecen dentro de la “clasificación” que el Derecho establece; en nuestra LC, “privilegiados, especiales o generales”, “ordinarios” y “subordinados”. A esas categorías ha de sumarse la de los “créditos contra la masa”; en principio, los originados por el concurso o con posterioridad a éste que el Derecho reconozca como tales (art. 84 LC). La clasificación no sólo produce efectos en orden al pago en caso de liquidación (art. 154 a 162 LC), sino, en general, en el tratamiento concursal de los créditos. Así, en caso de convenio, la clasificación influye en los límites de la quita y de la espera, o en las condiciones de la propuesta (art. 100.1 y 2 LC), o en la presentación de propuesta anticipada (art. 106.1 y 3), o en la revocación de la adhesión (art. 108 LC), o en el derecho de voto (art. 122 LC), o en la fijación de la mayoría (art. 124 LC), o en la extensión subjetiva de los efectos del convenio (art. 134 LC), o en su eficacia novatoria (art. 136 LC). Como señaló la E. de M. (V) LC, la regulación de esta materia “constituye una de las innovaciones más importantes que introduce la Ley”, consistente en reducir “drásticamente” los privilegios y preferencias y restablecer el “principio de igualdad de tratamiento de los acreedores” como “regla general del concurso” con “muy contadas y siempre justificadas” excepciones.

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Para ello, la LC hubo de llevar a cabo una verdadera “tala” de privilegios reconocidos en el Derecho anterior, en el que el principio de la “par condicio” había dejado de ser la regla general para degradarse en una solución residual del concurso a la que nunca se llegaba en la práctica porque el conflicto se debatía entre acreedores de la masa y privilegiados. Y no sólo una “tala”, que es corte de raíz, sino una “poda”, que es recorte de ramas, hubo de practicar el legislador de 2003. Me refiero, concretamente, a la limitación cuantitativa del cincuenta por ciento para los créditos tributarios y demás de Derecho público y los de la Seguridad Social (art. 91.4º LC).

1. El tratamiento de los créditos públicos La fórmula del Anteproyecto elaborado por la Sección Especial de la Comisión General de Codificación para la Reforma Concursal fijaba el límite en un porcentaje del pasivo (el 10%). El Anteproyecto del Gobierno elevó al 50% ese porcentaje; pero el Proyecto de Ley, si bien mantuvo el porcentaje, cambió la base al importe de los créditos. Así lo aprobó el Gobierno, así pasó por las Cortes y así quedó en la Ley. Sin entrar en cuestiones de interpretación sobre el cómputo en la aplicación de la norma, lo cierto es que ésta introdujo en nuestro Derecho un recorte de los privilegios de que gozaban esos créditos públicos, poniendo así coto a un funesto resultado práctico que normalmente consistía en que los créditos contra la masa, los de garantía real y los concursales públicos agotaban la masa activa del concurso. Más que de un sacrificio, se trata de una limitación cuantitativa del privilegio de

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estos créditos en aras de los intereses generales, que también están presentes en el concurso. La fórmula del recorte atenúa el rigor del “concurso sin clases” propio de los derechos germánicos (austriaco y alemán, Klasenloskonkurs), pero se basa en análoga justificación: el interés público no siempre coincide con el general; la satisfacción a ultranza de los créditos públicos en detrimento de los ordinarios puede producir, en definitiva, un daño superior para el Fisco, al elevar las pérdidas de los acreedores con repercusión en sus obligaciones tributarias, poner en peligro la conservación de empresas y de puestos de trabajo, aumentar los gastos sociales del desempleo y deteriorar la economía nacional y las cuentas públicas. Una fórmula socialista, introducida por el canciller austriaco KREISKY, consistente en que la satisfacción de los créditos públicos no debe obtenerse a expensas de los acreedores del concursado, sino mediante un reparto de la carga de créditos fallidos entre toda la comunidad (“socialización de las pérdidas”). La solución española no taló, pero sí podó los privilegios de los créditos públicos en aras de la finalidad esencial del concurso: la satisfacción de los acreedores, aunque se consiga a costa de sacrificios parciales, en una justicia distributiva de comunidad de pérdidas. Pero, también en este caso, la cuestión no es sólo de pago de los créditos, sino de tratamiento de éstos en el concurso, en aplicación lógica del principio de par condicio. Favorecer a los créditos públicos a expensas de los privados y, en definitiva, del interés del concurso, es romper esa regla sin razón que justifique la infracción. El carácter de “público” no supone fundamento bastante para otorgarle un favor discriminatorio en el concurso respecto de los créditos que carecen de esa

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condición y que, en definitiva, resultan perjudicados. Pero es que, además, a la larga, ese tratamiento favorable a los créditos públicos en la inmediatez de un concurso produce un efecto bumerán, que se vuelve en contra de los intereses generales causando daños mucho más graves que los que hubiese producido el trato igualatorio de los créditos públicos en un procedimiento. La miopía de favorecer a ultranza los créditos públicos en el corto plazo, cualquiera sean su cuantía y el efecto negativo que se produzca en la solución del concurso, es incapaz de captar las consecuencias que posteriormente se derivan de ese trato discriminatorio. La reforma se ha orientado en esa errónea política tuteladora en exceso de los créditos públicos, abogando por su defensa en el concurso y alterando así el equilibrio estable que había alcanzado la reforma de 2003. Veamos algunos ejemplos: La reforma del art. 55.1 LC permite la continuación, durante el concurso de los procedimientos administrativos de ejecución en los que se hubiera dictado diligencia de embargo sobre bienes que no resulten necesarios para la continuidad de la actividad profesional o empresarial del deudor. El apartado 2 del mismo artículo no se ha modificado y sigue disponiendo la paralización de las actuaciones en tramitación. Pero el 3 ha recibido una nueva redacción: “3. Cuando las actuaciones de ejecución hayan quedado en suspenso conforme a lo dispuesto en los apartados anteriores, el juez, a petición de la administración concursal y previa audiencia de los acreedores afectados, podrá acordar el levantamiento y cancelación de los embargos trabados cuando el mantenimiento de los mismos dificultara gravemente la continuidad de la actividad profesional o empresarial del concursado. El levantamiento y cancelación no podrá acordarse respecto de los embargos administrativos”.

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Es decir, el embargo administrativo, en razón de su carácter, prevalece no sólo respecto de los trabados por créditos privados sino aunque dificulte gravemente la continuidad de actividad profesional o empresarial del concursado, en contra del principio de conservación que el Preámbulo de la LRLC (V) dice favorecer. Se sacrifica la “solución conservativa” a la subsistencia de un embargo por el hecho de ser administrativo, cualquiera sea su cuantía. Es cierto que no puede recaer sobre bienes necesarios para la continuación de la actividad; pero otra cosa es que pueda dificultarla gravemente. El interés de la reforma es que, en definitiva, el procedimiento singular de embargo, sí es administrativo, prevalezca sobre el universal del concurso. Así resulta expresamente de la disposición final 11ª de la LRLC, que, modificando la Ley General Tributaria (art. 164) y la Ley General de la Seguridad Social (art. 24), otorga preferencia al procedimiento singular de apremio administrativo sobre el concursal (“universal”) cuando el embargo sea anterior a la declaración de concurso. Pero el ejemplo más palmario de protección de los créditos tributarios que ha introducido la LRLC es el de la admisión de acuerdos “singulares” suscritos por el deudor con la Administración, en los términos de la nueva redacción dada a la disposición final 11ª.4: “4. El carácter privilegiado de los créditos tributarios otorga a la Hacienda Pública el derecho de abstención en los procesos concursales. No obstante, la Hacienda Pública podrá suscribir en el curso de estos procesos los acuerdos o convenios previstos en la legislación concursal, así como acordar, de conformidad con el deudor y con las garantías que se estimen oportunas, unas condiciones singulares de pago, que no pueden ser más favorables para el deudor que las recogidas en el convenio o

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acuerdo que ponga fin al proceso judicial. Este privilegio podrá ejercerse en los términos previstos en la legislación concursal. Igualmente podrá acordar la compensación de dichos créditos en los términos previstos en la normativa tributaria”.

En análogos términos, se extiende esta norma a la Seguridad Social en la modificación de la disposición final 16ª.2, párrafo segundo, en la que sólo se suprimen las referencias finales a la compensación de créditos y a la autorización del órgano competente. La norma encierra una gravedad que el legislador parece haber ignorado. Introducir esa posibilidad de acuerdo sin más referencia al convenio concursal que la relativa a que las condiciones de aquél no pueden ser más favorables para el deudor que las de éste, sin regulación alguna del procedimiento, ni alusiones a la función del juez del concurso ni a la administración concursal, ni a la junta de acreedores sino sólo y exclusivamente a la Administración pública frente al deudor, supone otorgar a ésta facultades exorbitantes, en contra de los principios de universalidad del concurso, de unidad de procedimiento y de jurisdicción exclusiva y excluyente del órgano judicial, del que se prescinde en absoluto. Pero esos acuerdos, por “singulares” que sean no pueden producirse espontáneamente entre deudor y Administración pública, durante el concurso y en contra del interés de éste, del que siempre habrá de cuidar el juez. Así, “el establecimiento de las garantías que se estimen oportunas” no podrá pactarse entre las partes “libremente”. Además de que cuando no hay igualdad, no hay libertada, me refiero a la aplicación del art. 43.5 LC que exige la autorización judicial para gravar bienes de la masa antes de la aprobación del convenio o de la apertura de la liquidación.

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Los numerosos problemas que puede causar la nueva norma son previsibles, porque el sistema concursal, basado en el equilibrio de los intereses afectados, corre el riesgo de derrumbarse cuando en él se introducen alteraciones de este tipo. Considerar a la Administración pública como acreedor concursal no sólo privilegiado, sino dotada además del privilegio de acordar por separado con el deudor sus condiciones de pago, incluso con garantías, supone consentir un trato de favor en perjuicio de los demás acreedores. No es la única muestra, pero sí creo que es la más expresiva del desequilibrio creado por LRLC en el sistema concursal para favorecer a los créditos públicos. El legislador reformista ha cuidado minuciosamente de la suerte de esos créditos en el concurso a través de nuevas, numerosas y detalladas normas. Véanse, por ejemplo, la reforma del art. 58, sobre compensación; el nuevo art. 59.bis, sobre derecho de retención; el nuevo apartado 3 del art. 84, que prohíbe la postergación en el pago de estos créditos contra la masa; la modificación del art. 86.2 y 3, sobre reconocimiento de créditos; la del 92.1º, sobre excepciones a la subordinación; la del art. 97.3.2º, 3º y 4º, sobre modificación del texto definitivo de la lista de acreedores. La redacción de este precepto es reveladora de la forma en que se ha elaborado la reforma y del énfasis que ha puesto en los créditos públicos: 3. “El texto definitivo de la lista de acreedores, además de en los demás (sic) supuestos previstos en esta Ley, podrá modificarse en los casos siguientes: …

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2º Cuando después de presentado el informe inicial a que se refiere el artículo 74 o el texto definitivo de la lista de acreedores, se inicie un procedimiento administrativo de comprobación o inspección del que pueda resultar créditos (sic) de Derecho Público de las Administraciones públicas y sus organismos públicos” (sic).

La redacción gramatical es un claro índice de la calidad de las normas; la reiteración de lo público, un reflejo literal de la insistencia del legislador en su protección.

2. El tratamiento de las entidades financieras No es la protección de los créditos públicos en el concurso la única causa del desequilibrio en el tratamiento de los intereses en juego. En la reforma han pesado decisivamente los de las entidades financieras. A mi juicio, la regulación del instituto preconcursal de la “refinanciación”, introducido ya por el RD-Ley 3/2009 como figura extraña al sistema de la LC de 2003, tiende más a blindar a las entidades financieras y a salvar sus créditos en riesgo frente a un futuro concurso del deudor, en detrimento de otros terceros acreedores, que a facilitar a éste nuevos créditos. La novedad de la “homologación”, sobre la base de una mayoría cualificada (75%) del pasivo titulado por entidades financieras, que se impone a terceros, no deja de ser una forma de protección de los intereses de ese sector. La confianza en estos acuerdos ha llevado, además, a demorar la solicitud de concurso por el mero hecho de poner en conocimiento del Juzgado el inicio de negociaciones para alcanzarlos (art. 5 bis), en contra

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de la finalidad de no retrasar en el tiempo la declaración de concurso que anuncia el Preámbulo de la LRLC, una medida contraproducente y de graves consecuencias. El favor a las entidades financieras culmina con el “superprivilegio” y el privilegio general del fresh money (crédito contra la masa o privilegiado general, al 50%), que conceden los arts. 84.2.11 y 91.6º, reformados. La consideración de créditos contra la masa anteriores a la declaración de concurso era exclusiva a favor de los salariales, en cuantía limitada y sólo por los últimos treinta días de trabajo efectivo (art. 84.2.1º LC); ahora, la excepción se extiende a los de refinanciación sin más límite relativo que el cincuenta por ciento de su total importe y sin tope temporal (art. 84.2.11º). El apartado 3 de este precepto, introducido por la reforma, no aclara, sin embargo, cuándo se pagan estos créditos si están vencidos. Finalmente, veo otra protección desequilibrada a favor de las entidades sometidas a “supervisión financiera” en la nueva norma del art. 122.1.2º, que excluye de la privación del voto a los créditos adquiridos tras la declaración de concurso cuando la adquirente tenga esa condición. Podríamos seguir, para extender la denuncia de trato de favor a los deportistas (disposición adicional 2ª bis, cuya literalidad podría llevar a conclusiones de inconstitucionalidad, por infracción del principio de jerarquía de las normas); pero el tiempo de juego ha concluido y lo más importante está ya dicho.

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