Cuando filósofos como Justino se refieren a la filosofía, están hablando concretamente de la tradición filosófica griega. Esto se manifiesta con

BIBLIA Y FILOSOFÍA La relación entre la fe, en cuanto conjunto de contenidos conceptuales en los que se cree, y el pensamiento humano en general ha si

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BIBLIA Y FILOSOFÍA La relación entre la fe, en cuanto conjunto de contenidos conceptuales en los que se cree, y el pensamiento humano en general ha sido objeto de preocupación y de estudio desde tiempos muy antiguos, desde antes del surgimiento del cristianismo. Ciertamente, tal preocupación no ha constituido, en la reflexión cristiana, ninguna excepción. El tema puede presentarse en diferentes contextos y desde diferentes perspectivas. En el Nuevo Testamento, por ejemplo, nos encontramos con que la palabra philosophia aunque aparece en una de las epístolas calificadas de deuteropaulinas, es un hapax legomenon, es decir, se usa una sola vez en todo el texto novotestamentario. En el siglo segundo, cuando se incorporan al cristianismo personas que se habían formado en alguna de las escuelas filosóficas activas o habían adquirido una sólida cultura, de acuerdo con los cánones de la época, antes de su conversión, el tema que discutimos cobra una importancia existencial de grandes magnitudes. Y ya, desde entonces, las posiciones que se asumen representan todas las imaginables, incluidas las que ocupan extremos excluyentes. Todo ello en nombre de la interpretación que cada pensador le daba a su personal experiencia de fe. Para Justino el filósofo (o Justino Mártir) y para los pensadores de la Escuela alejandrina (Clemente, Orígenes et alii), el pensamiento filosófico era, en el fondo, una propedéutica del cristianismo, es decir, el desarrollo de la filosofía era una preparación para la llegada del cristianismo. Pero, en las antípodas teológicas –al menos en lo que respecto a este punto–, Taciano, discípulo del propio Justino, sostenía que el estudio de la filosofía servía para mostrar la inutilidad de ella misma, porque hacía evidente que no había dos filósofos que estuvieran de acuerdo ya que sus doctrinas se contradecían unas a otras. Y entrada la Edad Media, si unos pensadores afirmaban que era necesario tener fe para comprender (Credo ut intelligam), otros replicaban que para poder creer se requiere primero entendder (Intelligo ut credam). (Y a modo de síntesis de ambas posiciones, siglos después dirá Erich Frank: «Uno no podría razonar, si no creyera; ni podría creer sin la razón; porque la razón es la única capaz de entender lo que uno cree»: La Nueva democracia, octubre, 1953; p. 56). No es nuestro propósito en esta ocasión hacer un recorrido histórico del tratamiento que se le ha dado a este tema en el desarrollo de la filosofía occidental y en relación con el cristianismo. Lo brevemente dicho respecto del mundo antiguo nos sirve para destacar algunas de las diferentes facetas que el planteamiento del tema, en tanto problema, nos ofrece. En las reflexiones que siguen vamos a mantenernos dentro del ámbito cristiano; es decir, nuestra referencia a la fe tendrá que ver con la tradición cristiana, por lo que no nos planteamos los problemas que puedan surgir en el seno de otras religiones. Dicho lo anterior debe reconocerse el carácter excesivamente general de la afirmación hecha, pues a menos que uno asumo posiciones estrechamente dogmáticas, tiene que tomar en cuenta que lo que denominamos «cristianismo» representa un conjunto muy abigarrado, en cuyo seno se sostienen y debaten doctrinas contradictorias.

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Cuando filósofos como Justino se refieren a la filosofía, están hablando concretamente de la tradición filosófica griega. Esto se manifiesta con claridad al considerar este ilustre pensador que, por ejemplo, Sócrates era un cristiano antes de Cristo; o al recurrir, de manera muy clara y específica, a las enseñanzas del efesino Heráclito y de la corriente estoica para formular su interpretación del pasado, sus concepciones cristológicas y su propia comprensión de la fe cristiana. El pagano Celso echa mano del argumento de que el cristianismo es una doctrina «de ayer»; es decir, que se trata de una enseñanza muy reciente y, por tanto, no puede ser verdadera, pues no goza de la autoridad que da la sabiduría de siglos. Para Celso, eso se hace evidente en el cristianismo cuando se lo compara con la filosofía griega. Esta era mucho más antigua, contaba con una tradición secular y tenía, por así decirlo, mucha más prosapia, con lo que, al parecer, se garantizaba su verdad. Debe recordarse que uno de los criterios vigentes en el mundo antiguo, al hacer este tipo de comparaciones, era que lo anterior es superior a lo posterior; o sea, que lo más antiguo tiene prioridad sobre lo más nuevo. Orígenes, ese prolífico pensador cuya vida transcurre entre los finales del siglo segundo y la primera mitad del tercero, padre de la crítica textual neotestamentaria y gran teólogo, no desprecia la argumentación, pero replica, en su obra Contra Celso, que los filósofos no pueden acusar al cristianismo de ser un movimiento (y un pensamiento) de apenas «ayer» o quizás de «anteayer», pues en sus orígenes es mucho más antiguo que la propia filosofía griega. En efecto, sostiene Orígenes, los filósofos griegos bebieron de la sabiduría judía, al aprender de los egipcios, allá donde había residido el gran maestro Moisés, más antiguo que el más antiguo de los griegos ilustres, pues «es anterior, no solo a Homero, sino también a la invención del alfabeto griego». (Véase, Contra Celsum IV, 21; véase también IV, 39, 11). En su breve tratado conocido como Diatriba contra los griegos (Logos pros Hellenas), traducido al latín como Oratio ad graecos), Taciano arremete con violencia contra la cultura helénica y lanza sus ataques especialmente contra la filosofía en las personas de sus representantes, los filósofos, que no solo se contradicen sino que, además, enseñan, decía, cosas necias. Estos dos ejemplos —que podrían adobarse con la conocida expresión de Tertuliano: «¿Qué tiene que ver Jerusalén con Atenas? ¿Qué tiene que ver la Academia con la Iglesia?»— , muestran que lo que les interesa a los pensadores cristianos de los primeros siglos es analizar la relación de la fe cristiana con la filosofía griega... o descartar que sea posible establecer algún tipo de relación. Y a su vez, este interés tenía, para los primeros, un propósito superior: evangelizar el ámbito de la cultura y dar respuesta a los problemas que se planteaban en el mundo no cristiano utilizando conceptos que fueran inteligibles para los pensadores de ese mundo. Pero problematizar la relación fefilosofía implica problematizar también, necesariamente, otros temas o subtemas estrechamente vinculados con estos. Si tomamos en cuenta que, como ya establecimos, hablamos desde una perspectiva cristiana de la fe, habrá que hacer referencia, insoslayablemente, al tema de la revelación, puesto que el cristianismo es una de las religiones del mundo que se afirman a sí mismas como

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religiones reveladas. Esto es en datum. No lo decimos respecto del hecho de la revelación en sí, sino de la asunción del cristianismo de ser una religión revelada. Los pensadores cristianos pueden elaborar —y, en efecto, las han elaborado— defensas apasionadas de la posibilidad, de la necesidad y de la realidad de la revelación y, de manera particular, de la revelación de Dios en Jesús el Nazareno, conocido como el Cristo. Y aunque entre los mismos cristianos podemos diferir en nuestras interpretaciones del hecho de la revelación, lo cierto es que, al margen de cómo se interprete esta, todos aceptan el hecho como tal. Pero, resulta, además, que el cristianismo, en general, ha afirmado a lo largo de los siglos que la multiforme revelación de Dios, que alcanza su cenit en Jesucristo, se ha concretado también en un libro. Considerado libro sagrado, ese conjunto de piezas literarias, algunas de las cuales ni siquiera alcanzan una extensión que les permita, según las leyes de imprenta que actualmente rigen, por ejemplo, en España, ser consideradas como folletos, ese libro, decimos, que se conoce como Biblia ha sido objeto de estudios y análisis de todo tipo. Aceptemos, en principio, que la Biblia encierra una revelación divina. Digo «en principio», porque deberemos volver sobre este asunto; y digo también «una revelación», porque la Biblia misma destaca claramente que la revelación suprema, por antonomasia, sin parangón, es la Palabra que en el principio estaba con Dios, y de quien el evangelista Juan afirmó categóricamente: Verbum caro factum est (o, transcrito del idioma en que lo escribió: Ho Logos sarx egeneto: la Palabra se hizo carne). Dicho de otra manera, los cristianos confiesan que una vida concreta, vivida en un rincón apartado en el oriente del Imperio Romano, durante lo que llamamos el siglo primero de la era cristiana o era común, es la revelación por excelencia. Tenemos, en consecuencia, que al hablar de la fe hablamos también de la revelación; y al hablar de esta, hablamos del libro sagrado en el que se contiene esa revelación. Dejemos de lado, por lo pronto, el tema de la Biblia y concentrémonos por un momento en lo que, desde el comienzo de estos apuntes, hemos puesto como el otro polo de los asuntos en discusión: la filosofía. Indicamos ya que, desde el encuentro inicial (o enfrentamiento) de los pensadores cristianos con el mundo de la cultura, en los primeros siglos de la era común, aquellos concentraron su atención en lo que conocemos como «filosofía griega». Se requiere ahora que nos detengamos aquí para hacer algunas puntualizaciones preliminares. Primero, la palabra «filosofía» (philosophia) tiene una larga historia. No solo no ha significado siempre lo mismo sino que, a lo largo de la historia de eso que llamamos «filosofía occidental» se han ofrecido múltiples definiciones. Los primeros usos tenían que ver con el significado etimológico de la palabra, según los dos términos que la componen: amor a la sabiduría, afición por el saber. Se aplicaba, por ejemplo, a los estudios de historia. Posteriormente, la palabra fue adquiriendo sentido especializado hasta llegar a aplicarse a un tipo particular de saber. Segundo, a aquellos a quienes conocemos como «primeros filósofos» o «filósofos presocráticos» no se les atribuyó específicamente el término de «filósofos» sino por

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pensadores que vivieron varios siglos después. Eran, según encontramos testimoniado en los escritos de Aristóteles, physikoi, o sea «físicos», estudiosos de la physis, de la naturaleza. Tercero, esos «físicos» incluían en su reflexión el todo, to pan, la totalidad en tanto tal, y, de muy diversa manera, como era de esperar, también el tema de Dios. Por eso, un especialista como Jaeger pudo escribir un libro con el título de La teología de los primeros filósofos griegos. Con este elemental vistazo a los comienzos de la filosofía occidental queremos destacar otro dato que no debemos perder de vista: la relación entre la fe y la filosofía tiene diversas ramificaciones o puede plantearse desde varias perspectivas, con diferentes matices, no solo desde el lado de la fe sino también desde el lado de la filosofía. En esencia, se trata, además, de la relación de la fe (la revelación, la Biblia) con todo saber humano, «no revelado», llámese filosofía en sentido lato o más riguroso, o ciencia (sea esta empírica o no). Para reflexionar sobre la relación de esos dos tipos de saberes se hace necesario que nos aboquemos a determinar cómo entendemos la Biblia y cómo la filosofía. La Biblia El título de esta conferencia menciona dos polos: Biblia y filosofía. Puesto que el primero de ellos es la Biblia, iniciemos con ella el tratamiento específico del tema. Ya indicamos que, hablando en términos generales, todos los cristianos aceptan que la Biblia es un libro revelado o contiene una revelación divina. Para efectos de esta conferencia, no hacemos de este hecho tema de discusión. Valga añadir, no obstante, que reconocemos con toda ingenuidad que hay otros sectores de seres humanos, no dignos de nuestra indiferencia, que tienen como revelados otros libros. El Corán, para los musulmanes; las Escrituras hebreas (o sea, nuestra Biblia sin los libros deuterocanónicos y sin el Nuevo Testamento), para los judíos; el Libro de Mormón, para la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días; etc. Los cristianos debemos abandonar cualquier expresión de desprecio hacia esos libros, pues tenemos la responsabilidad de expresar hacia ellos el mismo respeto que deseamos que muestren hacia la Biblia los seguidores de esas religiones. Por supuesto, el respeto no implica ni imposibilidad ni prohibición de crítica, con tal que esa crítica comience por nuestra propia casa y se haga con seriedad. El rechazo de toda forma de crítica bíblica por parte de ciertos cristianos (o grupos de cristianos) solo es indicación de mentalidad fundamentalista que antepone la teología propia al texto bíblico (o que identifica una interpretación particular del texto bíblico con la palabra de Dios). Los cristianos afirman que «la Biblia es la palabra de Dios». En mi modesta opinión, la discusión sobre si debe usarse, en esa aserción, el verbo «ser» o el verbo «contener» («la Biblia contiene la palabra de Dios») no tiene mucho sentido. En primer lugar, porque fue originalmente una discusión que se inició en otros lares y a partir de presupuestos particulares que dependían de otras discusiones teológicas; y en segundo lugar, porque la distinción misma resulta insostenible si se toma en cuenta el testimonio bíblico mismo. Pero tal afirmación —«la Biblia es la palabra de Dios»— es, por una parte, excesivamente general y puede, por ello, carecer de significado específico; y por otra, necesita consecuentemente explicación que delimite su significado. Tal explicación puede ser variada. A 4

la pregunta «¿en qué sentido es la Biblia palabra de Dios?» se le han dado diferentes respuestas. Una, la más ingenua y simplista de todas, es que Dios dictó a los hagiógrafos, o sopló a sus oídos, el conjunto de textos que hoy llamamos Biblia o Sagradas Escrituras. Ni el contenido del texto bíblico ni la historia de la transmisión de ese texto permiten sostener tal tesis. En efecto, crea muchísimos más problemas de los que pretende resolver. Esta es la llamada «teoría del dictado». Aun sin aceptar tal teoría, hay quienes sostienen que al decir que la Biblia es la palabra de Dios estamos afirmando que cada una de sus palabras ha sido inspirada por la divinidad (theopneystos). Algunos llevan este enunciado al extremo de sostener que «los estudios avanzados de la Crítica Textual y de la Numeración Bíblica han demostrado que, en el Texto Sagrado, no sólo los libros y las palabras y su orden, sino las sílabas y también las mismas letras se encuentran distribuidas por medida así como por peso y ubicadas con designio y propósito» [sic; documento de la Sociedad Bíblica de Venezuela, Sociedad que ya no existe. En la revisión de este documento, hecha por la Sociedad Bíblica Iberoamericana, fundada por quien fue presidente de la Sociedad Bíblica de Venezuela, se morigeró un tanto la afirmación, pero se mantuvo en su esencia]. Esa declaración, al margen de la ininteligibilidad de su última parte —que suena a cabalística—, no toma en cuenta todo lo que dice la primera parte de ese documento, que se resume, en otro texto publicado por la segunda institución mencionada, en estas palabras: «De los aproximadamente 5.000 manuscritos griegos del Nuevo Testamento conocidos hoy, no existen siquiera dos que coincidan en todos sus particulares». Y sí es así, ¿con qué fundamento se hace la declaración que hemos transcrito? Incluso cuando se asume una versión aun más moderada (¿diríamos hoy «light»?) de esta explicación, se echa mano, para salvar escollos, al recurso de afirmar que tales aserciones tienen validez referidas solamente a los manuscritos originales. Para comenzar, tal explicación le presta poca o ninguna atención al proceso de escritura de los diversos textos de la Biblia; y para continuar —permítasenos usar lenguaje de la teoría de conjuntos—, esa «aclaración» se nos presenta como un conjunto vacío: no se conocen hasta hoy tales manuscritos originales..., y lo más seguro es que ya ni siquiera existan. Lo que tenemos son copias de copias de copias. En otras palabras, la explicación se hace no con base en los textos mismos, sino fundamentada en una particular teología. Y digámoslo con toda franqueza, aquí la teología se ha colocado por encima de la realidad. Además —(este sería otro «para continuar»)—, se confunde una interpretación particular de ciertos pasajes bíblicos con su interpretación definitiva. Estamos en presencia de un tipo de «magisterio eclesiástico» semejante al que se le niega a la Iglesia Católica Romana. Descartadas estas teorías, ¿qué nos queda? Vayamos por partes y sigamos nuestras reflexiones con otras puntualizaciones preliminares sobre este asunto: Primero, aunque cuando se escribían los libros individuales que forman la Biblia no existía el concepto de «Biblia», podemos afirmar sin temor a equivocarnos que esta se presenta a sí misma, sobre todo, como un libro religioso. Las palabras con las que comienza el libro que ocupa el primer lugar en el orden canónico (que no es el primero en el orden cronológico), o 5

sea, las palabras «En el principio Dios creó los cielos y la tierra» (que son susceptibles de traducirse de varias maneras, como, por ejemplo: «Al principio Dios creó» o «En el principio, cuando Dios creó»), esas palabras, decimos, son una afirmación que podríamos calificar de religiosa (o, si así se prefiere, «teológica»). La Biblia no se preocupa por «demostrar» la existencia de Dios. Simplemente la afirma. Y cuando el salmista registra estas otras palabras: «Dijo el necio en su corazón: “No hay Dios”» (14.1; 53.1), no está hablando de los ateos, tal como entendemos actualmente este término..., y eso a pesar de que, en el siglo 11, San Anselmo de Canterbury usó tal categórica afirmación para desarrollar la prueba de la existencia de Dios conocida como «argumento ontológico». Segundo, contrario sensu, hay que destacar que no encontramos ningún texto de la Biblia que nos muestre que esta pretenda ser un texto de otra naturaleza: ni de ciencia en general ni de ninguna de las ciencias particulares. Tercero, en tanto libro religioso, la Biblia es para los cristianos el texto que contiene el testimonio divino que le indica al ser humano el camino de su salvación (como quiera que se interprete esta salvación), a la vez que le plantea también el camino de la sabiduría para vivir en esta tierra como hijos e hijas de Dios y en comunidad con las demás personas. En otras palabras, la finalidad de las Sagradas Escrituras es soteriológica, en el sentido pleno del término. Puede extenderse a toda la Biblia, el dictum que se encuentra casi al final del cuarto Evangelio. Dice el autor: «estas [señales] se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre» (Juan 20.31). Cuarto, la afirmación de que a Biblia es palabra de Dios debe ir necesariamente acompañada de la afirmación de que la Biblia es, concomitantemente, palabra humana. Fue escrita en un muy largo período de tiempo que abarca muchos siglos; fue escrita en un muy amplio espacio geográfico que incluye diversos lugares del Cercano oriente y de la cuenca del Mediterráneo; fue escrita en dos lenguas principales y, parcialmente, en una tercera; fue escrita en períodos históricos muy diferentes; fue escrita en contextos socioculturales y bajo imperios diversos; fue escrita por legisladores, sacerdotes, profetas de muy diverso origen, reyes, cronistas, poetas, y alguno de los escritores parece que fue médico. De muchos de sus textos no tenemos ni idea de quién haya sido su autor. Y entre todos cultivaron todos los géneros literarios imaginables. Este carácter polícromo del texto sagrado que estudiamos revela la mano de sus diversos autores y, al menos, algunas peculiaridades de aquellos cuya identidad se ha perdido en las brumas de la transmisión de esos escritos. El manejo de la lengua, las características del léxico, los recursos literarios (uso de figuras del lenguaje o de otros artificios redaccionales), etc., indican que los autores dejaron su propia impronta en el texto que salió de sus manos. Quinto, consecuencia natural de todo lo dicho es que el texto bíblico no puede interpretarse al margen del contexto en el que se produjo (o que lo produjo). De hecho, puesto que no manejamos las lenguas originales, tenemos que depender de traducciones, y estas, si no toman en cuenta ese contexto en toda su amplitud, pueden conducirnos a interpretaciones erróneas o, simplemente, dejarnos «en el aire». Pongamos ahora a un lado este tema y ocupémonos por un rato con el otro polo que se menciona en el título de esta conferencia: 6

La filosofía Con base en lo que ya hemos explicado en la primera parte, hagamos también algunas puntualizaciones para especificar a qué nos referimos cuando hablamos de filosofía. Primero, la palabra puede referirse, como queda claro por su uso, a un conjunto de ideas, coherentes (o al menos, que pretenden tener cohesión), más o menos sistematizadas, con las que se ofrece una interpretación del mundo del cual uno mismo y sus congéneres son parte. Ese conjunto de ideas puede estar referido a una persona, a una escuela o a un movimiento. Por eso hablamos de «la filosofía de Platón» o «de Kant»; de «la filosofía del epicureísmo»; o de «la filosofía del romanticismo» o «de la posmodernidad». Puede también referirse a otro conjunto de conocimientos, y por eso se habla de «la filosofía de la Física», por ejemplo. Segundo, en un sentido que es a su vez más lato y más limitado —aunque esta afirmación parezca paradójica— se ha llegado a hablar de «filosofía cristiana», para referirse al pensamiento de ciertos autores identificados con el cristianismo. A cierto tipo de la así denominada «filosofía cristiana» se lo ha calificado de philosophia perennis, calificación que este que les habla rechaza categóricamente. Siendo, como es, la filosofía una construcción humana, en tanto que es interpretación personal o grupal de la realidad, no puede haber ninguna filosofía que pretenda ser «perenne». Toda filosofía estará marcada por la temporalidad. En todos estos casos, la palabra «filosofía» tiene que ver esencialmente con los contenidos conceptuales provistos por el sistema correspondiente. La «Historia de la filosofía» vendría a ser aquel capítulo del currículum filosófico que se dedica a analizar y criticar el surgimiento y la evolución de esos sistemas. Tercero, la palabra «filosofía» puede entenderse también en otro sentido. Me voy a tomar la libertad de explicar esta otra vertiente del concepto de «filosofía» con tres anécdotas diferentes, distantes unas de otras en el tiempo y en el espacio, pero complementarias. Primera anécdota: cuando yo estudiaba el penúltimo año del colegio, en el curso de filosofía el profesor comenzó su clase haciendo la pregunta de rigor: ¿Qué es filosofía? Y entonces ofreció la siguiente explicación: Supongamos que voy caminando por una acera y, de repente, se produce un accidente de tráfico. Me acerco y pregunto qué pasó. Me explican, por ejemplo, que uno de los conductores se saltó una señal de tránsito. Entonces pregunto por qué se la saltó. Me dicen que, al parecer, se quedó dormido. No satisfecho, vuelvo a inquirir el porqué: ¿por qué se quedó dormido? Y me dicen que ese chofer estaba drogado. Siguiendo de «necio» (en el sentido costarricense del término), insisto preguntando por qué se había drogado ese hombre. Y así sucesivamente. Entonces, el profesor nos dijo, casi sentenció, que la filosofía es el estudio del porqué de los porqués. Y para la filosofía, no habrá un porqué final. Segunda anécdota: esta tiene que ver con aquel eximio español que se hizo costarricense y que se llamó Constantino Láscaris Comneno. El Dr. Láscaris vino a Costa Rica cuando se echaba a andar la reforma universitaria de 1957. Un día, lo escuché cuando conversaba con un estudiante. En el tono medio socarrón que lo caracterizaba, le decía al joven alumno de Estudios Generales que la filosofía no servía para nada; o, más bien, que solo servía para complicarle la vida a la persona, al hacer que quien había vivido tranquilo y sin preocupaciones 7

comenzara a problematizar todo lo que estaba a su alrededor, incluidos, de manera muy particular, su propio ser y su propia existencia. En ese sentido, la filosofía solo servía para provocar dolores de cabeza. Tercera anécdota: anteanoche se realizó, en la Facultad de Letras de la Universidad de Costa Rica, una mesa redonda en homenaje a otro español que también adoptó la nacionalidad costarricense y dio lustre a nuestra educación. El doctor Gerardo Mora Burgos, profesor de filosofía y miembro del panel, leyó algunos de los textos que en la prensa nacional había publicado el homenajeado, el Prof. Doctor Teodoro Olarte, fallecido hace ahora veinticinco años. Uno de esos artículos lo terminaba don Teodoro afirmando que había escrito lo que había escrito para mostrar que la filosofía se ocupa de cosas serias. En el diálogo que siguió, una de las profesoras presentes dijo que cuando era alumna de don Teodoro, este le había dicho que ella no iba a servir para los estudios de filosofía porque solo tenía respuestas (dadas desde su religión) y no tenía («no se hacía») preguntas. Con lo anterior deseo señalar que antes de ser un contenido específico de ideas elaboradas, la filosofía es una actitud que se asume ante la vida, y que consiste en cuestionarlo todo y en desarrollar la disciplina indispensable para hacer, y hacerse, las preguntas apropiadas, sabias y pertinentes, respecto de uno mismo, de los demás, de las interrelaciones con ellos y con el mundo alrededor, e incluso respecto de lo que tiene que ver con el mismo Dios. Para hacer eso, se requiere disciplina, honestidad intelectual y valor. Sin ellos no hay ni quehacer filosófico ni filosofía posible. Resultaría solo en un saber artificial o en mera gimnasia mental. Cuarto, no hay filosofía que parta de cero, del vacío. Todo pensar filosófico parte de presuposiciones que se aceptan como axiomas que se nos presentan como evidentes. Para seguir con el ejemplo de la primera anécdota, en el sucesivo repreguntar el porqué, se llegará a un porqué para el cual no haya respuesta. En caso contrario, la serie sería infinita y el saber imposible. Lo que pasa es que no siempre tenemos la disciplina —y, a veces, ni siquiera la honestidad— para analizar las presuposiciones que sirven de soporte de la estructura de nuestro pensamiento; y ni tenemos el valor necesario para cuestionar esas bases y determinar cuán sólidas son. A menos que se asuma como propia esta vida o actitud filosófica, nuestro pensamiento carecerá de la pasión y del agarre que informen todo nuestro ser y nuestro quehacer y le sirvan de columna vertebral a nuestra existencia. Pasemos ahora a la última parte de nuestra reflexión: Biblia y filosofía Como en el caso de lo filosofía, la aceptación de la Biblia como texto sagrado se nos presenta ante nuestro ser interior como axioma. No tengo modo de probar ese hecho de acuerdo con las exigencias de las ciencias positivas. Las pruebas que pueda dar se mantienen, sobre todo, en el plano testimonial. Y, para mi interlocutor, este plano tiene un alto contenido subjetivo, de naturaleza intransferible. 8

Hay exigencias fundamentales para entrar al estudio de la Biblia. La primera sería intentar despojarnos de nuestros prejuicios. Digo «intentar» porque es imposible deshacerse de todos ellos. Pero el intento implica la predisposición para someter a juicio nuestros propios pre-juicios (que son nuestros «juicios previos»). Veamos la Biblia como lo que ella pretende ser, y no como lo que nosotros quisiéramos que fuese. Si no es un libro de ciencia, no busquemos ciencia en la Biblia, haciendo malabarismos exegéticos para que sirva de apoyo a nuestras propias preconcepciones. Presenciamos hoy el resurgimiento, en los Estados Unidos de Norteamérica, de una vieja polémica cuyos postulados han permanecido soterrados por muchos decenios, pero que surgen a la superficie con nuevas formas. Es la polémica sobre evolucionismo y creacionismo. Ahora se presenta con la teoría, no nueva sino renovada, de lo que se ha designado con el nombre de «Diseño inteligente». Para dilucidar la polémica, algunos recurren a la Biblia, no toman en cuenta la naturaleza y el género literario de las narraciones bíblicas, y convierten el Libro sagrado en una especie de animal monstruoso al añadirle miembros que le son ajenos. Y se quieren presentar como ciencia, respuestas que están más allá del ámbito científico. No pretendemos aprender teología en los textos de matemáticas o de cualesquiera otras ciencias. Tampoco pretendamos aprender ciencia en un texto que es, por su propia naturaleza, religioso. No se nos malinterprete: la polémica es saludable. Pero el problema no es solo de estos defensores a ultranza de una muy particular comprensión del carácter sagrado de la Biblia, que incluso han introducido en la discusión conceptos que eran ajenos a la reflexión bíblica, como el de inerrancia. Tampoco debemos ser ingenuos respecto de la perspectiva opuesta, pues la misma actitud, que considero de un fundamentalismo pseudocientífico, la encontramos en aquellos que, en el nombre de la ciencia, niegan todo valor a la creencia en Dios y lo descartan, con cajas destempladas, como hipótesis innecesaria. Como si se pretendiese que a Dios se lo pueda meter en un tubo de ensayo, o como si Dios pudiera ser reducido a una simple o compleja fórmula matemática o física, o como si la fe en Dios tuviera su única razón de ser en la necesidad humana de encontrar una respuesta racionalmente satisfactoria a los interrogantes que la investigación científica nos plantea («el dios explicación»). Dios es más que un mágico ansiolítico para tranquilizar la desazón de la razón. Además, el ser humano no se agota en su pura racionalidad. Esta doble vertiente, cuando no se toma en consideración, es lo que hace que los teólogos se conviertan en pseudocientíficos y que los científicos se conviertan en pseudoteólogos. Lo cierto es que ni la ciencia ni la filosofía ni la teología tienen las respuestas definitivas para todos los problemas del ser humano ni para los múltiples interrogantes que nos plantea nuestra existencia como raza. Reconocer los límites del saber propio de cada una de esas y otras disciplinas es requisito fundamental para huir de posiciones propias de dogmatismos fundamentalistas Precisamente por ello, hemos de respetar el ámbito propio de esos saberes. Pero aún más: hemos de aprender a tomar en cuenta y a analizar con rigor las respuestas que proveen los otros saberes distintos del nuestro, y a aprender de ellas. Y así, en diálogo fecundo entre

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ciencia, filosofía y teología, andar en armonía —aunque haya discrepancias— en el utópico camino, siempre inacabado, que nos lleve más cerca de la verdad. Plutarco Bonilla A. Tres Ríos, Costa Rica (Presentado a un grupo de estudiantes de la Universidad Nacional, Heredia, el 02 de septiembre del 2005)

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