CUANDO LOS PUENTES CAEN

CUANDO LOS PUENTES CAEN El Hastío: Sobre la muerte. Por Néstor Grossi EL CÍRCULO MALDITO En algún lugar leí que el hastío es una tristeza sin amor. To

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Construyendo puentes,
Construyendo puentes, conectando personas. El punto de encuentro entre inversores y emprendedores con proyectos innovadores llenos de presente, futur

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CUANDO LOS PUENTES CAEN El Hastío: Sobre la muerte. Por Néstor Grossi EL CÍRCULO MALDITO En algún lugar leí que el hastío es una tristeza sin amor. Todo bien. Pero, ¿qué mierda es el amor? y lo más importante, ¿quién dijo semejante pavada? Mientras tanto, tenemos frascos llenos de marihuana, botellas de vino acumuladas y la ilusión que se nos muere entre las manos; entonces, comenzamos a soportarlo todo. Si del odio al amor hay un paso, ese puente se llama hastío.

SOLO Y MAL ACOMPAÑADO

Llegó un momento en que ya no podía caretearle a la vida nada. No me molestaba perder a los amigos que me habían quedado porque siempre fueron de paso. Para colmo, venía de una relación espantosa con una mujer hermosísima, nunca iba a poder comprometerme con alguien de verdad. No podía vivir con otro ser bajo mi techo. Dormir con la misma persona más de dos noches seguidas se me hacía insoportable: amarla sí, eso, eso puedo. Pero nada más. Desterré el mito de la amistad. Arranqué el amor de mi vida, no había otra forma de atravesar el camino. Eso que yo buscaba solo se encontraba en las

películas y en la narrativa, nada más. Así que, en ese terreno, iría a buscarlo. Yo tenía una historia que terminar, mi primera novela: “Hasta las estrellas”. Una novela futurista en tiempos de pos guerra y una historia de amor del carajo entre una oficial del ejército, un cadete y una adolescente que había llegado a cantar a la ciudad. Toda la historia sucede bajo un clima de tensión militar entre dos estados, que obliga a nuestro héroe, Luca, a robar un arma al ejército para, después, traicionar a su propio estado y tener que cerrar ese triángulo de una forma fatal. Entonces, elegí la soledad, elegí dedicarle mi vida por completo a la escritura. No me interesaba otra cosa. Ya había creado un mundo, tenía un equipo de personajes que esperaban todos los días sentados en el banco a que yo apoyara mi maldito culo en nuestro escritorio y los pusiera en acción. Había invertido tantos años en esa historia, que soñaba verla terminada. Sí, no había tiempo para nada y no vi a nadie más. Escribía. Me levantaba y me acostaba pensando en mi historia. De seis y media a cuatro de la tarde, atendía un bar sobre la colectora en Gral. Paz. Después de las dos, me ponía a beber y llegaba puesto a mi casa desesperado por llegar a Ciudad Central y encontrarme con Luca, Erika, Marzia y Rahiz. Por aquel entonces, mi concepto de la escritura era escapar a la realidad, simplemente me drogaba con ella. A los 35 años, descubrí que nunca había estado lúcido y centrado como a los 20. La vida no apestaba de la misma manera, pero seguía siendo una mierda. Tampoco volvería a tomar una postura punk, ya estaba crecidito para eso y tenía un arma letal: había aprendido algo solo, como escribidor, sin la ayuda de nadie: la historia de fondo no importaba, solo era un recurso para llevar el paso del tiempo. Entonces empecé a escribir de verdad.

HIJO DE PUTA

Una tarde, mi vieja dijo que tenía que hablarme:segunda cadera, tardaría más tiempo en recuperarse. En paralelo a la operación, su enfermedad avanzaba y ya se sabía que la invalidez era el final. Me pidió que dejara de trabajar, me ofreció mantenerme y pagarme el profesorado de literatura en el que me había anotado para justificar mi vida de escritor. ¿Mantenerme?, ¿para qué? Si, de todos modos, le hacía las compras y la llevaba al médico cuando lo necesitaba. Para la recuperación, la obra social le enviaba un enfermero diurno. De noche la cuidaría yo, como la primera vez. Pero no, ella quería compañía, quería algo que nunca le había podido dar. Empecé a visitarla dos veces por día, a la mañana y a última hora de la tarde. Yo no era la clase de hijo que se sienta a comer o tomar mate con su madre. Apenas si hablábamos del país o de Boca. Para ser hijo único, era bastante especial, o como decía ella: era un mal hijo y nada más. Un hijo de puta. Abandoné el profesorado, sólo necesitaba hacer billete y escribir. Tarde o temprano iba a hacerlo, además, otra no me quedaba. Yo estaba ahí, vivía a unos metros de la casa de mi vieja. Recibí la Navidad del 2010 con mi madre recién operada de su primera cadera, fue una de las peores que recuerdo. Los dos solos, ella y su pierna levantada brindando frente al televisor, mientras daban las doce en el mundo. Sin embargo, hubo una navidad todavía más terrible: la del 2011, la última que pasé con mi vieja a pesar de vivir tan sólo a unos metros de su casa. Y, hasta el día de hoy, ya no festejo nada más. Ese mismo año el rock me dijo basta… entonces comencé el descenso.

Y ENTONCES EL MUNDO TERMINÓ EN FLORES Como a comienzos de siglo, bebía de la noche a la mañana, podía emborracharme hasta dos veces por día y me armaba uno por hora o cada vez que me hartaba del tabaco. Y escribía, sólo me paraba de mala gana para ver si mi vieja necesitaba algo. Llegaba a escribir hasta diez horas diarias. Estaba a un paso de terminar mi novela, no iba a frenar justo en ese momento. Sin darme cuenta, perdí de a poco la noción del tiempo, mi parámetro eran los jueves, día en que iba a ver a mi puntero, aunque el frasco estuviera lleno. Muy colgado; tanto, que casi pierdo mi cumpleaños 40. Necesitaba aire. Necesitaba coger y empezar a tomar un poco de agua. Una cosa era elegir la soledad y otra muy distinta dejar que la puta vida te absorbiera hasta sentir asco por todo. Algo no estaba funcionando. Cuando terminé “Hasta las estrellas” empecé a salir otra vez. No tenía que ir muy lejos, el mundo del rock se reducía al barrio de Flores. Los viernes y sábados salía a escuchar bandas under ( bueno, “indie”, el under ya no existía). Nunca me costó acercarme a una mujer en un boliche o en cualquier situación, simplemente las había estado evitando. Pero ya me sentía listo para volver a buscar. Agité hasta que el rock me jubiló, dos veces. Y, una de esas dos, casi pierdo la vida de la forma más idiota. La noche en que tocaron las Pelotas, por primera vez después de la muerte de Sokol, fue en Ciudad del rock, en el estadio de tenis. Llegué tan ebrio y tan drogado que no me gustó la platea alta que me habían conseguido. La lógica indicaba que había lugar en el campo todavía, simplemente, tenía que saltar. Y eso hice, aunque no tuve en cuenta que estaba casi a la altura de un segundo piso. Caí en un techo, de ahí al pasillo de acceso al campo. Dos monos gigantes de seguridad se me abalanzaron, la fuerza del alcohol me levantó y corrí hacia el campo mezclándome con la gente. Encendí uno y busqué un vendedor de cerveza por sobre las cabezas.

Salí peor de lo que entré…me equivoque de puerta y de camino, terminé en la villa de Soldati tomando merca y birra en un kioskito ventana con gente desconocida. Estaba claro: esa noche era inmortal. La luna brillaba gigante y blanca sobre un cielo cruzado de antenas y de cables. De fondo, comenzaba a sonar el rallador de una cumbia que crecía entre las paredes de ese reino de ladrillos huecos y anunciaba que el único muerto era el rock, que yo volvería sano y salvo. Que la vida me tenía reservado algo peor.

EL VERDADERO ORIGEN DE LA TRISTEZA Tardé un par de cachetazos en entender que, para la obra social, no era negocio invertir en una persona de la edad de mi vieja y con una artrosis reumatoidea que ya le había tomado casi todo el cuerpo. Entonces, comprendí que, después de la operación, la cosa no terminaba para mí. Ni para ella, pobrecita. A partir de aquel día, comencé a vivir con la muerte respirándome en la nuca. Se siente. Uno sabe que está ahí, es como un vacío. Es la que cierra el triángulo mientras el cuidador y el enfermo luchan cada batalla. Ella es la única cuerda en una relación tan enfermiza. Sólo quien haya cuidado una persona hasta verla morir puede saber de qué hablo. Mi madre peleó contra la invalidez hasta el final. Se recuperaba de las operaciones como Palermo ante las gallinas, pero de esta última no zafó así nomás. Aunque podía pararse y moverse con ayuda de un andador, ya necesitaba asistencia para todo. Yo sabía qué era el encierro y estar sometido. Me rompía el alma pensar que tenía que meterla en un geriátrico. El mundo se convirtió en un infierno, todos los días volvieron a ser iguales y el tiempo corría diferente. De nuevo, no me quedaba otra que escribir. Y eso hice mientras la relación de

dependencia con mi madre se volvía insoportable, con visitas largas que terminaban en discusiones por pavadas. A medida que pasaban los días, ella perdía movilidad, pero no se entregaba. Sentía el dolor del mundo sobre sus huesos, pero, mientras le quedase un gramo de fuerza, se esforzaría para pararse…dos años después, intentando levantarse de la cama sin ayuda, se cayó por última vez. Pasó casi tres semanas internada, ni se le corrieron las prótesis, ni se rompió ningún hueso, increíblemente resistió el golpe en las piernas. Pero el de la cabeza, no. Además, traía un Alzheimer que aún no se había manifestado y entonces se precipitó, por el golpe: las horas que pasó a los gritos hasta que los bomberos llegaron, mientras yo estaba fisurado en mi departamento a unos metros de su casa, resultaron letales. Los días que siguieron fueron de un terror que no estoy capacitado para contar. Todavía recuerdo la mirada de mi vieja cuando el Alzheimer le ganó en el último round: sus ojos se transformaron en los de una nena, era ella pero a los doce. Vovió a sonreír. Esa fue la última vez que conversamos. Después, la escuché agonizar durante días, hasta que los médicos me pusieron en lugar de Dios: tenía que decidir yo si vivía o moría, había que desconectarla. Fue la decisión más difícil de mi vida. Pero ya no soportaba verla sufrir. Me recuerdo parado en la puerta de una clínica en Ciudad Evita, acompañado por cinco perros que andaban en banda y se tiraban ahí nomás, a mi pies. No lloraba, me fumaba un porro en la puerta sin que me importara un carajo: en unas horas más, vería a dos tipos de grafa azul que empujarían el cajón de mi vieja, mientras el cura de un cementerio privado me diría que, desde el cielo, ella me lo iba a perdonar todo. Estaba claro, mi vieja no perdonaría jamás. Por primera vez me sentí solo en el mundo de verdad. Soy huérfano, pensé. No la lloré nunca, ni siquiera la primera navidad que pasé solo veinte días después de su muerte. Ni tiempo tuve. Me habían quedado deudas, estaba sin laburo y con una casa para

alquilar. Durante un buen tiempo, la seguí puteando hasta que alquilé la casa. Cuando más o menos acomodé algo, me puse a escribir, tenía que encontrar un nuevo narrador. Un día, la soñé y me desperté agitado. Soñé que discutía con ella. Esa mañana la nombré, después de dos meses, volví a llamarla en voz alta…grité su nombre. Esa ausencia de respuesta me knoqueó por primera vez. Dejé de leer. Solo escribía, buscaba una historia nueva; algo real, no una novela futurista, mucho menos una de amor. Había llegado el momento de escribir de verdad, de meterme en las historias.

EL ESCRIBIDOR Empecé a beber más y a fumar como un condenado. Sabía que no quería volver a aislarme del mundo, menos cuando volvía a ser libre. Hice todo lo posible por no morir de tristeza, pero caí en una depresión silenciosa, de la cual no fui consciente hasta que saqué la cuenta del tiempo que llevaba sin bañarme. Cuando logré pagarme la vida, me puse a escribir de verdad. Esa historia de rock en los 90, en el parque Centenario me daba un nuevo narrador: era mi primer texto realista y en primera persona. Después de siglos, algo me motivaba. También comencé a escribir una sección de comics en esta revista. Sólo tenía que esperar mi momento. Fue en el tercer número, “el abuso”, cuando estrené mi narrador. Yo sabía algo del tema. Cuando terminé de escribir “Centenario Blues” sentí algo que imagino se llama felicidad. Encendí “Uno” y abrí el freezer. Lo había logrado. Me clavé media lata frente a la heladera y, mientras fumaba el porro más gordo que pude armar, saqué de la caja el calefón eléctrico que había comprado, lo coloqué y me quedé escuchando a La Renga” mientras el agua se calentaba. Después de seis meses me di un baño como un verdadero cabrón y cristiano. Las dos notas de comics y Centenario las escribí totalmente

sucio y pasado. ”Centenario” me salvó la vida, fue la antesala del final de un ciclo. Me habían leído todos mis amigos, me llegaron comentarios de gente ni conocida. Pero, de todos, el mensaje que terminó de levantarme fue el de una compañera de la primaria, una de esas personas que guardo en una cajita de sándalo. No podía pedir más. Sin embargo, lo que más disfruté fue la jugada planeada: faltaban dos días para entregar y el relato no explotaba. Entonces se me ocurrió utilizar el primer recurso de aspirante a novelista: la historia de amor, eso faltaba. Agradecí al cielo ser un lector de basura y, en unas cuántas imágenes que meché en el lugar justo, en el momento indicado, encendí el texto. Fue eso, Ella, la Rubia salvó la historia. Y, como le debía una, escribí “Centenario not dead”, el relato de un amor adolescente. Por el momento, de lo publicado, es mi preferido. Esas dos historias fueron botellas arrojadas al mar. A veces pienso que fue la Rubia, pero al otro lado de ese mar, el mensaje fue recibido. Entonces el Escribidor Negro conoció a la Lectora Blanca.

EL JUICIO DEL GANSO Quizás, el estúpido que dijo que el hastío es una tristeza sin amor tenía razón. Y, aunque sigo sin saber qué carajo es el amor, ahora sé de cuál y qué clase hace falta para atravesar ese puente, ese hastío que puede hacerse un infierno de hielo al andar. Es un amor del que uno no puede apropiarse; un amor que nace y renace del deseo, que explota en un big bang cuando cogemos sin pensarnos, solo necesitándonos, y sin más dependencia que ese segundo de silencio, cuando muero en tu

espalda.

PLOMO EN SANGRE La Celebración: Sobre los Plomos Por Néstor Grossi SEGÚN LOS MUCHACHOS Según el Consejo de Ancianos, el término Plomo no es cosa del rock; lo inventó el maestro Darienzo para bautizar a Carlitos, el camillero del Argerich que siempre andaba metido en medio de su orquesta, dándole letra a los músicos, mientras llenaba los vasos. Un hincha pelotas hasta en los ensayos. Para justificar al “pesado” lo empezaron a cargar con los instrumentos. Según los viejos, el primer Plomo fue tanguero: a la mierda con el rock.

PRIMER ASALTO No tengo la más puta idea cómo me decían los chicos de la banda antes de que Damián me diese el título de Moncho, a fines de los 80. Pero, a partir de aquel día, recibí más que un sobrenombre, recibí un rango de batalla, porque así se preparaba un plomo para el ritual: uno no lo tomaba como un

trabajo, uno estaba ahí porque era un fan de la banda, amigo de algún músico o, simplemente, un pibe del barrio. Todavía no existía el mercado casi monopólico de hoy. Por aquel entonces, la palabra “Stage” no significaba nada. Mi bautismo de fuego fue en Babilonia, una tarde de invierno y lluvia. Yo no sabía qué hacer parado en la puerta del boliche, mientras fumaba bajo el agua y me decía: solo debo manotear la primera caja que vea y después seguir a los demás. El resto sería ayudar con el armado de los equipos. Pero Mandrágora no era una banda muy normal para su época. En pleno nacimiento del rock barrial, Pombo y Cía hacían “rock sinfónico” y todavía no habían conseguido un violero en esa década de guitarras. Era claro: yo no sería un plomo corriente, mucho menos, normal. Bueno, pensé, mientras encendía el tercer pucho y ya me importaba un carajo el agua que comenzaba a entrarme por el cuello, al menos no tendría que afinar ni cambiar cuerdas. En eso, apareció una gastada F-100, un flete de barrio que rompía contra la lluvia incesante sobre una Guardia Vieja aún de adoquines. Cuando la camioneta se detuvo, el corazón se me pegó al pecho. Las puertas se abrieron y la magia comenzó. Todo era cuestión de convertirme en la bestia de carga de un tren que apenas comenzaba a elevarse, en un recorrido que nos llevaría por el sueño del under porteño.

BESTIAS DE CARGA

Somos los antihéroes, los hermosos perdedores entre cientos de cables, hasta mezclarnos con las sombras de unas escenario, todo.

bambalinas

vacías

mientras,

sobre

el

Somos los que encendemos y apagamos la luz, los primeros en llegar y los últimos en irse, somos los que nunca nos llevamos una presa. Somos los que, a las diez de la mañana, comienzan a llenar el camión para volverlo a descargar y cruzar pasillos y puertas, hasta llegar al vacío de una sala y a un escenario negro. Pero antes hablemos de rangos. Porque no es lo mismo Plomo que Stage. Y la diferencia es simple: el Stage se preocupa por los equipos, por los instrumentos. El Plomo, por el músico. El Plomo es parte de la banda, el quinto Stone y quien se lleva siempre la peor parte. Uno se convierte en Stage manager cuando la banda comienza a crecer. Un día te daban unos auriculares y te colgaban una credencial: comenzaban a pagarte y, entonces, hacían falta más brazos. Y, así como uno llegaba a una banda porque era alumno de algún músico o- simplemente- un amigo, uno tenía que comenzar a reclutar, porque ya no era un simple Plomo de barrio. Cuando una banda graba un disco y comienza a tocar en teatros con capacidades de quinientas a mil personas, ya necesita un buen sonido, iluminación y -al menos -un Stage por cada músico.

Y, así como las bandas tienen su formación, el equipo de Stages, también. Por Mandrágora desfiló tanta gente, que ya ni recuerdo sus nombres. Pero, de todos los equipos solo recuerdo dos: el que formé con Tito y con el primo de Damián en mis épocas de Plomo. Y sí, en lo que a mí respecta, esa fue la mejor parte de la historia; cuando todo el ritual era mío…Pero, mierda, eso fue hace mucho, todavía quedaba algo de rock en el mundo. Entonces, había nada que celebrar porque éramos parte de todo, una unidad conectada por ese lazo negro que formaba todo un continente.

EL VIEJO ROKE El Rock está muerto. Los Rituales no existen más, hoy solo son celebraciones vacías, copias piratas de un pasado incierto. Pero nada más. No sé cuándo la gente perdió el toque, cuándo carajo fue que se olvidaron de ellos mismos y decidieron abortar la misión. Sin el ritual, celebrar no vale nada. La primera puñalada que recibió el viejo Rock fue por la espalda. “El disco es cultura”, le escribieron en la frente, mientras el pobre agonizaba. Pero la estocada final se la asestó un imbécil al llamar “familia” a todo aquello, al institucionalizar y cortar todos los lazos, al convertir a todos los débiles en un ladrillo más. Lo que podría haberse convertido en un estado mental, en un verdadero paraíso artificial, terminó impreso en tarjetas de crédito o en las vidrieras de la estupidez…poetas, músicos, novelistas, dibujantes y pintores, nada ni nadie está conectado ya por aquel lazo. Pero, bueno, esa es otra historia.

La única forma de celebrar el rock hoy en día es individual. La otra, al menos hasta que aparezca un héroe o nos pongamos las pilas en otra dirección, es pura mierda y nada más. Es el caso perfecto donde el término “Celebración” se confunde al pasar de un estado a otro de la palabra. Hoy el rock es solo eso, una fiesta. No puede pedirse más…,¿o sí? Hablemos del “mundo Plomos”, mejor.

CERATI SE LA COME, EL INDIO SE LA DA Cuando me convertí en Stage, empecé a trabajar con otras bandas. Ahí me enteré que la mayoría de quienes habían sido mis héroes de la niñez y la pre adolescencia eran unos verdaderos tarados. Así que mi atención sólo debía apuntar a los equipos, al suelo del escenario y a nada más. Fue durante un parate de Mandrágora que duró casi dos años. Y yo aproveché una oferta de trabajar en el teatro Regio, durante un ciclo de Rock and Pop por los viejos teatros porteños. Entonces, jugué en Primera un tiempo. Nunca me tocaron bandas rockeras ni heavys. Quizás, fue la época, porque el rock barrial comenzaba a morirse y ya daba a luz a una segunda generación, que no serviría para mucho. La única banda de rock para la que trabajé fue también mi única experiencia con un grupo extranjero: El Tri, de México, banda de la que realmente fui un fan. La música de Centenario Blues podría estar a cargo de Alex Lora y su gente, sin dudarlo. Era la primera vez que iba a trabajar para unos de quienes me había comprado un disco original. Esa noche de abril en Cemento, entendí qué era ser un verdadero Stage Manager. De alguna manera, logré arrancarme el

corazón y no sentir demasiado. Simplemente, estaba concentrado en que a Alex Lora no le fallara ninguna cosa y que el guitarrista de la banda no tuviera problemas con mi equipo de guitarra. Además de todo, los solos de la primera viola del Tri en Argentina sonaron a través de mi Lab Series. Pero lo de “El Tri” fue después de aquel ciclo Rock and Pop. Volvamos al Regio, a finales del ’98, cuando descubría que mis héroes eran unos completos imbéciles y que, el chabón que había insultado más que al presidente durante los conciertos era el dueño del verdadero rock. Una noche, durante lo que sería la grabación de un disco en vivo de Los Siete Delfines, me tocó asistir al violero invitado. Ese laburo se lo dan siempre al Plomo nuevo. Y ahí estaba el Moncho, arrastrándose por el escenario, en un intento por entender por qué la viola del invitado acoplaba. “Es tu cable”, le dije a unas rodillas de jogging y a unas alpargatas con cordones. “Bancame”. Y me paré con destino al Anvil. De reojo, miré a mi “cliente” Naaaa, “¿será?” Pinta de músico no tenía, pensé al tiempo que revolvía entre los cables, con medio cuerpo dentro del Anvil. Tomé dos cables y volví a mi puesto de combate para confirmarle a mi estúpida cabeza que sí: estaba a punto de “cablear” al tipo que acababa de disolver a la banda más grande de Latinoamérica; ese chaboncito había grabado “Signos” y “Nada personal”. Nunca suelo deslumbrarme ante nadie, pero ahí estaba, era Cerati. Por un solo un segundo, dejé de ser el Moncho para comprender el calibre de la situación. Después, durante una hora y cuarto, fui el Stage del músico más grande que dio el país.

GRACIAS TOTALES Cuando terminó la prueba de sonido, me fui a la terraza del Regio. Ya conocía el lugar a la perfección después del ciclo de Mandrágora, así que junaba a todos los rincones donde

fumarme uno sin llamar la atención. Después salí por comida: dos pebetes de salame y una birra de litro, en un kiosko, unos

metros antes

de llegar a Lacroze.

Debían ser las siete y media ya, hacía frío y no había nadie sobre Córdoba. El teatro parecía vacío, salvo por la luces del hall. Me detuve a mientras destapaba mi antes de entrar”… En pegados sobre el vidrio

masticar el último pedazo de pebete, lata para empujar el bolo. “Un pucho ese momento, detrás de los afiches de las puertas, surgió una silueta:

-Uuuh, ¿me convidás uno? De nuevo, Cerati. Me limpié la boca con la manga, le di el atado de Phillips y, de un trago, maté la lata que dejé apoyada por ahí y le pasé fuego. Ni siquiera llegué a ofrecerle el encendedor, cuando apareció una mina con una pendejita de la mano y le pidió una foto. El chabón aceptó, me devolvió los puchos y me pidió que les tomase la foto. Habían venido al show porque sabían que él tocaba de invitado. Cuando la secuencia terminó, Cerati sacó el pucho que había metido en el bolsillo de la campera y le volví a pasar el fuego: -Mejor, entrá, loco; en cualquier momento, cae la gente, ¿viste? Esto parece un cementerio, pero tipo 8 y cuarto empieza a llenarse. – Pucho y adentro- me contestó- ¿Sabías que acá tocó Gardel?y me devolvió el encendedor. No recuerdo qué detalles me dio acerca de esa historia. Por

momentos giraba mi cabeza y era Gustavo Cerati quien me hablaba de Gardel. ¿Toda una ironía, no? Después, le pregunté por esa viola tan rara que usaba y me contó que se la había fabricado un luthier amigo. Me pidió que estuviera atento durante el show, si empezaban los problemas otra vez, tenía que pasarle una viola de Richard, sin dudar. No se parecía en nada al tipo que me imaginaba. De todos los personajes que conocí durante esos diez años, ese chaboncito que acababa de dejar la banda más grande de la Latinoamérica y de grabar a fuego el “Gracias totales” fue el único músico que vi comportarse sin amaneramientos de rock star. Le pedí perdón por haberlo insultado más que al pelotudo de presidente que teníamos. Si hubo una persona quien los rockeros puteamos durante los noventa, fue a él. Me disculpó con una sonrisa y nos quedamos terminando el pucho en silencio, mientras el tráfico del mundo rodaba sobre la avenida y el viento se adueñaba de las veredas, golpeaba las boleterías

y anunciaba la hora prevista.

ESE SEGUNDO DESPUÉS DEL SEGUNDO Cuando la batería queda armada y todos los equipos conectados, solo queda esperar al sonidista y a su único esclavo. Hay que microfonear todo y a conectar los monitores para cada músico. Después, llega la prueba de sonido con nosotros repartidos estratégicamente, con los ojos clavados en nuestro músico y dispuestos a morir en batalla. Se acerca el momento en que la banda comienza a pasar los temas casi completos, el trabajo está hecho. El Primero- quien fue Plomo alguna vez- lleva la banda de Stages abajo donde, en unas horas, estarán los celebrantes yentre mates y bizcochitos, cervezas y algún churro- empezará

el descanso previo al show. Entonces, el Primero junta a los Stages hacia Uggis, a buscar cerveza barata antes que todo comience. Hay que juntar fuerzas, porque falta lo peor: el desarmado, volver a llenar camiones de madrugada, mientras la gente vuelve a sus barrios y las parejitas se van de la mano, pelean sus instantes, para terminar cogiendo sus historias. Y, mientras toda la maquinaría de la noche llega a su todavía nos queda una batalla.

fin,

Hay una hora de la noche donde las sombras y un silencio de transistores se apoderan del lugar, las luces de los equipos brillan rojas, hundidas en la oscuridad de un vacío que late negro, que se prepara para mezclarse con la ciudad y su último aliento que cae a los pies del altar, cuando Buenos Aires está maldita y el escenario nos llama.

EL QUE CAMINA ENTRE DIOSES Por Néstor Grossi La celebración: Sobre el regreso del caballero de la noche HÉROE URGENTE, SE NECESITA

“The Dark Knight Returns” es una miniserie de cuatro libros, publicada entre febrero y junio de 1986 por DC Comics. Es considerada la mejor obra en la historia de Batman. Escrita y dibujada por Frank Miller, esta producción lo llevó a la cumbre de su carrera como autor y lo convirtió en un maestro de las ucronías.

La historia transcurre diez años después de que Bruce Wayne decidiera colgar el traje para convertirse en un alcohólico y en un casi sexagenario corredor de autos, que pisaba el acelerador para ahuyentar el recuerdo de Jason Todd (Robin), de las alucinaciones que padecía despierto sobre el asesinato de sus padres y esa fobia a los murciélagos que había soportado de chico. Mientras tanto, Ciudad Gótica estaba tomada por las mafias locales y las pandillas callejeras; James Gordon, casi a punto de jubilarse como jefe de policía, trazaba su plan final, al tiempo que Harvey Dent (Dos Caras) se redimía de todos sus crímenes para convertirse en el nuevo alcalde de Gotham. Una vez más, la Ciudad necesitaba un héroe. Algo viejo, medio panzón y con una petaca que besaba de a ratos, el Caballero de la noche volvió para un último asalto; volvió con una cintura que lo tenía a mal traer, con unas

manos que muy bien no le obedecían y más violento que nunca…

A 30 años de esta genialidad, a uno de la creación de esta sección, el Anartista celebra el regreso del caballero oscuro, del señor de la noche. PRIMERO LO PRIMERO Batman apareció por primera vez en mayo de 1939, en el número 27 de Detective Comics, creado por Bob Kane y Bill Finger. Se volvió tan popular entre los lectores de la revista que, en 1940, comenzaron a publicarse sus primeras aventuras de forma trimestral y con un propio formato. Más tarde, se convirtió en una serie bi-mensual, hasta llegar la década de 1950 y, de ahí en más, transformarse en una serie mensual hasta su final en el 2011.

Era el segundo súper héroe que DC publicaría y, a diferencia del granjerito de Kansas que había llegado del espacio exterior, Batman era un humano sin poderes. Bruce Wayne resultaba un experto en artes marciales y un escapista perfecto. El primer detective científico que utilizaba la tecnología para poder combatir al crimen. Hubo un periodo, entre 1965 y 1985, en que Batman había decaído en ventas. Toda la estupidez de los sesentas no le había olido bien a los lectores y el hombre murciélago comenzaba a ser olvidado, hasta que apareció Frank Miller, recién cocinadito como la nueva promesa de Marvel, para unirse a las filas de DC Comics y crear la obra que nos devolvería al verdadero Batman, el Señor de la noche.

VENCEDORES VENCIDOS “El Regreso del Caballero de la Noche” está formado, como dije antes, por cuatro libros que más tarde se editarían en una sola novela gráfica: 1) El regreso del caballero oscuro 2) El triunfo del señor de la noche

3) A la caza del señor de la noche 4) La caída del señor de la noche. Más tarde, en el 2002, saldría “El señor de la noche contraataca”, que no tendría la repercusión de la anterior.

En 2012 y el 2013, se publican dos películas animadas producidas por Warner, que adapta a la perfección obra de Miller.

toda la

No voy a spoilear, pero no puedo despedirme sin contarles que, a través de toda la historia, veremos a Bruce Wyne enfrentar todos sus demonios internos y también a sus viejos rivales: Superman y The Joker. Con los dos librará batallas épicas que, hasta ahora, ni siquiera en las películas pudieron lograrse. El regreso del caballero oscuro, partes 1 y 2 son las mejores películas de Batman que vi hasta el momento. Resultan un millón de veces mejores que la recién salida ” Batman v Superman”, basada en el mismo comic.

Veremos así, a un Joker que, con el pasar de la historia y tras haberse enterado del regreso de Batman, despierta de un estado catatónico que había durado 10 años y sale en busca de su amor, para jugar su última partida. Todavía tiene miles de ases bajo la manga…y es que su amorcito estaba viejo ya: tenía que ocuparse antes de que fuese tarde. Debía obligarlo a matar.

No piensen que voy a contarles el final de una historia de amor que reduce a basura Romeo y Julieta. En este final Frank Miller le pisa la mano al amigo William. ¿Que quién gana? Todos mueren, menos el único perdedor, el chico de Kansas, el granjerito inmortal.

Por supuesto, aparecerá Oliver Queen (Green Arrow) también retirado, para acudir en ayuda de Bruce Wayne contra Clark Kent en una batalla final. Y basta. No puedo seguir contando…pero las últimas palabras del Murciélago al morir lo dejan muy claro: “Quiero que me recuerdes… en todos los años por venir… en tus momentos más íntimos… como el único hombre que te derrotó”

En cualquier encuesta, en todos los foros donde se haga la pregunta “¿Cuál es tu héroe favorito?” siempre ganará Batman, incluso por sobre Superman. Porque el hombre murciélago es un ser humano, sin poderes, lleno de odio y resentimiento, de venganza y de una lucha interna con ese deseo de sangre que comienza a apoderarse de él con el transcurso de los años; y que, en The dark knight, se hace centro con un desenlace fatal. El caballero de la noche es el único mortal los dioses, por eso lo celebramos.

que camina entre

200 MIL GASTADAS

TOPPERS

PARES

DE

Por Néstor Grossi Desamor: BAJO SU PULGAR. No sé cuándo dejó de tener cara de gnomo y de rubia tarada. Ni siquiera sé si en verdad alguna vez llegué a amarla. Lo que puedo asegurar es que me enamoré de ella porque otra no me quedaba, porque el continente había desaparecido, yo tenía un sólo disparo y hay ofertas que no se podían rechazar. Ella tenía 19 y dos tetas enormes, era más blanca que Dios. Y, aunque se había cortado el pelo y se lo había pintado de negro, yo sabía: era otra rubiecita de Toppers sucias jugando a la revolución.

Hasta que se hizo imposible, traté de evitar relacionarme con actores, no los soportaba ni a ellos ni a toda su maquinaria sexointelectualoide. Así y todo, a mediados de los noventa, estaba rodeado de una mayoría de actrices. Under, claro está, aunque no tanto. La obra que hacían contaba con un apoyo decente en los suplementos culturales y tenía el sello de “aprobado” del Teatro San Martín. La banda se llamaba Mandrágora, la obra “Rictus” y el lugar donde se hacía, el Centro Cultural Recoleta. 25 actores en escena, 5 músicos, un ejército de muñecos y yo. EL CLUB DE LAS CINCO. Caí en la trampa por culpa de El Yoni, que aprovechaba sus casi dos metros para echarse una buena paja mental, mientras la Pendeja luchaba por un reemplazo sobre dos zancos. Me acerqué para boludearlo un rato. Además, era nuestro descanso antes del show y la hora de fumarnos un buen caño. El Yoni invitó a la Pendejita, entonces, los llevé a fumar a la terraza del Recoleta. Yo tenía esa llave que abría la puerta del último acceso a la azotea: el lugar más alto del Centro Cultural. Recién cuando ese churro nos silenció, nos dimos cuenta de que abajo, a un costado, estaba todo el cementerio derrumbándose frente a nuestros ojos y, hacia el otro el lado, el Elefante Blanco de los ricos: el Museo de Bellas Artes . —Y aquello era el Ital Park—, dijo Yoni, mientras señalaba la tarde que caía tan lenta sobre los árboles de la Recoleta. Cuando bajamos, todavía faltaba una hora para el show. Mi hora de estar solo y en paz antes de que todo comenzara. —Vayamos por una birra, ¿dale? —¿Sedienta?, yo voy para el quiosco. —Y yo por las empanadas del mediodía – dijo el Yoni- —te guardo un par, Negro.— Y se perdió entre la gente, bajo los tilos del centro cultural. La puta madre, Yoni. —Moncho, te invito un trago. La puta madre, pendeja. Y, a partir de aquel día, si no invitaba uno, invitaba el otro. Ese fue nuestro Club de las

Cinco y Media durante todo el ciclo del dos mil. VIDRIO PARA TODOS. Terminó convirtiéndose en mi amiguita de Mandrágora. Pero como ella pertenecía al grupo de las calienta pijas y por aquel entonces yo tenía dominio absoluto de mis pelotas, acepté la situación: una nenita me invitaba un trago y, algún día, podría regalarme una mamada con gusto a cerveza en el banco de la plaza. Después de todo, esa era su gracia, según varios del staff. Después de doce años en Mandrágora, este era el último ciclo: necesitaba llevarme una actriz, tenía que hacerlo, pero no iba a ser tan básico de llevarme a la Pendeja. Mejor la dejaba ahí y me retiraba de una manera digna. Bueno, faltaban dos semanas para el final y salí de caza. Durante la fiesta de fin de ciclo, en el patio del tanque, sólo apunté a la minita que me venía trabajando, hasta que todo el cóctel me subió a la cabeza y decidí arreglar mis asuntos pendientes con cierta parte del elenco de actores. Entonces, le di un último trago al vino, rompí la botella contra la parrilla, llené de vidrios los choris e invité a pelear a 25 personas al mismo tiempo. Eso sí, les pedí que hicieran fila, de dos en dos. La actriz que pensaba clavarme huyó espantada, diciéndome que estaba loco. De la Pendeja no me acuerdo ni haberme despedido, solo el momento que me sacó el pico de la mano y me dijo vamos. Y mientras salíamos del patio de tanque, le dije que se parecía a ella: ¿A quién? ¿Le habré dicho que a mi Rubia? A mi forma de ver las cosas, el último concierto de Mandrágora fue en el Centro Cultural Recoleta, a fines del 2000. Lo de Obras, después, sería un ataque suicida de Pombo contra todo, una forma de quemar las naves antes del exilio final. También era

mi última oportunidad para despedirme de una buena parte de mi vida, quizás, la mejor.

¡MUERE MONCHO, MUERE! Dos años después, volví a enfundarme en mi traje de Sancho para acompañar a la Gaviota Mayor en una última cruzada contra el señor de todos los Molinos. Y a la Pendeja volví a verla la tarde que los Chilipperpers tocaron en River y Mandrágora abría oficialmente Obras 2002, volanteando a morir todo el día. Íbamos a estar la banda y dos actrices. La verdad, en ningún momento pensé que podía ser ella. La había borrado de mi registro mental. Cuando llegó la noche, ya habíamos conocido gente suficiente para poder entrar gratis al concierto de los Chilippers. Yo dije, no. ¿Posta que no entrás? Que no me gustaban y que tenía un par de cosas que hacer, dije, pero insistí en que ella entrase sí o sí. Sin embargo, ella pensaba tomarse una cerveza conmigo después de tanto tiempo. Si todavía vivía en Caballito, podía ofrecerle que tomar el 55 juntos y comprar unas latas para el viaje. La verdad, me importaba un carajo, no quería quilombos, menos en ese momento en que estaba aprendiendo a escribir con una novela. Tenía cabeza solo para eso y nada más, no iba a dejar que me calentasen las pelotas de nuevo al pedo. Pero la Pendeja me dijo vamos, y otra vez volvimos al ritual del fasito y a la birra después de cada ensayo, al estúpido ritual de apareamiento hasta el día del último show. —Tenemos una heladera llena de cerveza gratis en camarines. Fue lo primero

que le dije al verla esa noche. Y ahí estábamos, a una hora de la última presentación de Mandrágora en los escenarios porteños, hablando lo de siempre: libros, música, ¿qué haríamos después de todo esto? Le conté: había dejado la música, había empezado a escribir de verdad. Ella me contó: seguía con el de siempre y, como siempre, lo estaba por dejar. Yo me inventé una minita para que no sintiera la presión de estar hablando con un tipo que debía pedirle permiso a sus huevos para poder sentarse. Como ya no estábamos en el Recoleta ni teníamos las cinco y media para salir a fumar a la plaza, quemamos ahí nomas, en las gradas, a espaladas de un escenario listo y a un campo que comenzaba, de a poco, a llenarse. Yo llevaba dos días despierto y esa era mi última oportunidad, porque después de aquella noche en el templo del rock, Mandrágora sonaría una vez más para desaparecer por siempre. Entonces la besé, porque el Moncho se moría, porque al salir el sol, el sueño se terminaba, porque si había un hora de traicionarse era esa. Desde 1988 hasta el 2002 mantuve mi palabra de no enroscarme con ninguna de las actrices. Pero estaba hecho ya. Cuando terminó el show, le anuncié que el juego se había terminado, yo tenía que saludar a mis amigos y ella despedirse de su novio. De alguna manera que ya no recuerdo, amanecimos tirados en el Parque Rivadavia, detrás de los puestos cerca de Rosario. Tomamos una cerveza caliente y fumamos el último en una pipa que ella había cargado toda la noche. Era un regalo del novio y ella me la regalaba. Mientras, yo la besaba y rezaba soportar, al menos, una hora más. Solo recuerdo que la tomé del brazo, paré un taxi y la llevé al telo del pasaje Escribano, mi lugar seguro: en la esquina de la que había sido mi casa, a metros de la casa de la Rubia. Cogimos horrible pero volvimos a vernos igual.

CIEGUITOS VOLADORES. Desde lo alto, Ella podía ver de nuevo el Centenario, podía escuchar la jauría que indicaba el camino al pasaje, a cientos de pasajes que volvían a revelarse ante mis ojos cuando todo comenzaba a hundirse. A la mierda, me había enamorado de una actriz que todavía se pisaba los pantalones con las Toppers grises y rotas. Con ella, se cerraba un círculo imperfecto: tenía un poco de todas la mujeres que me habían gustado pero, sin lugar a dudas, me hacía recordar siempre a la misma. Una tarde se me escapó un “Pasame la birra, Rubia”. Que no era rubia, me contestó, que era castaña, que el verano la ponía así. Pero igual empezó a llamarme Negro. Entonces, el Moncho y la Pendeja se tomaron el último trago. ¿Para qué seguía con ese tarado? Salíamos juntos, nos emborráchabamos y drogábamos, acabábamos juntos ¿Hasta cuándo iba a tener que seguir compartiéndola? A mí no me quedaba una puta carta para seguir careteándola de tipo abierto. La quería solo para mí. Entonces, le pedí que se dejara de joder y fuera mi novia. Basta para mí, rubiecita, basta para todos. Obvio, me contestó, me rogó, que no la presionara, que le hiciese el aguante al menos hasta la siguiente vez que se cruzara al chabón y pudiera cortarlo. Nadie la había amado como yo. Le creí, aunque nunca cumplió su palabra; jamás pudo dejarlo: una noche, el noviecito apareció para despedirse, se iba a vivir al sur. Recién ahí entendí que la había compartido por más de un año. El tipo le pidió despedirse a solas; no le bajé los dientes sin pensar porque pensé; y ella me pidió los diez minutos más humillantes que no estaba dispuesto a esperar. Simplemente, cuando tuvo que elegir, optó por el otro; porque aunque el tipo se iba, quedaba bien claro que yo sólo era una segunda opción segura. ¿Cómo había podido cederle el título de Rubia a una pendeja así de débil y de cobarde? ¿Saben?, por un segundo y solo por un segundo, había logrado volver al continente. Por un momento pude escuchar la voz del viento al encender los faroles del parque. Y, entonces, de nuevo el aullido de los perros y la luna blanca, siempre sobre el lago.

Pero no, ella era nada y su ser tan estándar. —Rubiecita, tenemos que hablar, le dije a la noche siguiente. No podía caretearla un segundo más. Pero no, la maldita Pendeja decidió- en una noche- que me amaba. Me lo decía por primera vez, entonces, como un idiota, me permití ser su segundo de una vez y para siempre. EL AMOR DESPUÉS DEL DESAMOR. Cuando por fin la Pendeja logró convencerme de que me amaba, todo empezó a derrumbarse, el dinero entró en nuestras vidas para resaltar nuestras vulgaridades de una manera violenta y repugnante. Un mediodía de invierno, llegamos a la conclusión de que era más barato alquilar un departamento, que pagar hoteles. Cualquiera de nuestros viejos podría salir de garante y asunto arreglado. Pero yo buscaba un lugar donde poder escribir y levantar campamento en segundos, si la situación lo requería. Sabía que la salud de mi madre empezaba a deteriorarse a pasos agigantados y, tarde o temprano, terminaría haciéndome cargo de ella. No estaba en condiciones de prometerle nada ni siquiera a la Pendeja que decía amarme. Si alguna vez nos amamos al unísono fue ese día y nunca más. Después, ella se puso a hacer planes que yo no podría solventar. Ya había vendido hasta la última caja de vhs que me quedaba y sobrevivía con trabajitos para dos sonidistas, para bandas y presentaciones. Dos noches por semana atendía una sala de ensayos. Estaba en quiebra absoluta, ya era un pelotudo grande y sin futuro que todos los días se volvía un poco más adicto. Ya podía oler a la muerte. Y la Pendeja planeaba, todo el tiempo encontraba objetivos diferentes y acumulaba títulos. Yo perdía trabajos, al tiempo que veía a mi vieja marchitarse en una silla, de a poco. No sé si todavía la amaba, pero los negros no dejamos rubias ni abandonamos madres. Igual, no sé cuánto tardó la Rubiecita en darse cuenta: no iba a ser yo quien le pudiese cumplir todos sus sueños. Una buena noche, la minita decretó que yo no tenía futuro, que usaba la excusa de escritor para rascarme bien

las pelotas, que usaba la enfermedad de mi vieja porque simplemente era un vago. Al principio, yo solo la escuchaba. Ya no era la actriz débil de Mandrágora, nos seguíamos queriendo, pero la rubiecita no se sentía mi amiga. Sin amistad, no quedó más nada. Solo esperar al fin de semana, a sabiendas de que alguno de los dos no podría quedarse callado y el escabio se nos subía y terminábamos a los gritos por Rivadavia cuando el sol salía. Después de dos películas, me ofreció dejar de beber. Y ese fue mi último acto de amor para con ella. Solo quince días soporté. Dos semanas me alcanzaron para entender que, al final, ella era tan alcohólica y adicta como yo. Al mes, ya estábamos de joda de nuevo.

ULTRAVIOLENTO. Llegó un punto en que, si salíamos a rockear, la cagábamos. Cada vez tenía menos plata así que esas birritas en paz, en mi casa o en la suya, eran económicamente viables. No me quedaban joyas para vender. Y, como ella se había hecho cargo de su adicción, me atrevía a pedirle plata para el faso. Desde que le tocó colaborar, empezó a tomar y a fumar a la altura de uno que le llevaba casi diez años en el asunto. A la hora de pisar el bar, sonaba la campana y empezaba con los proyectos que yo no podría compartir con ella y, cuando se daba cuenta, estallaba el despecho. El segundo round era en la calle, todo un espectáculo de insultos y reproches. El tercer round, en casa, cuando la Pendeja se quedaba con la mandíbula

trabada y entendía que su gracia ya no funcionaba. Se nos volcaba la birra, se caía el porro. Y, en el medio, el griterío y las puteadeas. Una vez me enterró las uñas, hasta sacar sangre. Un fuego eléctrico me recorrió todo el cuerpo. Le arrebaté el Phillips que tenia entre los dedos y mirándola directo a esos dos ojos azules, me hundí el pucho en el brazo mientras, de fondo, sonaban Los Redondos y el olor de mi carne flotaba en el altillo. Basta, Rubia. Nunca en la vida había pasado algo así con una mujer, menos con una novia. Me había flagelado por no matarla. Esa noche comenzó a tenerme a miedo; y yo también. Sin embargo seguimos y fueron unos meses donde no volvimos a pelear, donde volvimos a ser el Moncho y la Pendejita que acababan afinados, en una misma noche, en solo lugar…pero no confiaba en ella. Hasta que descubrí donde estaba el truco. Era evidente que andaba con uno de la Facultad. Yo sabía que no iba a dejarme jamás como nunca lo había hecho con su antiguo novio. De nuevo, la humillación por la que ya había pasado cuatro años atrás. PERRA BUENA, PERRO MALO. La última vez que la vi fue el día que cumplí 35 años. En mi casa, dos birras y unos porros. Me había enamorado de ella, había remado su necesidad de un padre, de un héroe que la bajara de esa puta torre y se cargara a todos los dragones. Y yo era el Moncho de Mandrágora. Me deseó feliz año, bebimos y cogimos tan mal, que tuve que decirle que ya lo sabía, que lo había visto con mis propios ojos. Que ya no podía careterala más. Le pedí perdón, después de todo, era mi culpa, ¿no?. Una cosa llevó a la otra y terminamos en la última de todas la batallas. Otra vez, el truco del pucho y el brazo. Pero no funcionó. Comenzó a gritar que era un enfermo hijo de puuutaaa, me revoleó lo que encontró a mano mientras me recordaba que era un vago de mierda. Empezó a patear, a revolear cosas. La sacudí y pateaba: “poco hombre, andáa a cuidar a tu mamita” ” Ponete las pilas” “A ver: ¡ Pegame, pegame, hijo de puta!”. Le había hecho perder cuatro años de

su vida y no dejaba de patear. Mientras, abajo, estaba mi vieja recién salida de la operación. Los golpes de la obra de al lado le hacían recordar a cuando el traumatólogo le martillaba la cadera. Como si eso hubiera sido poco, escuchaba a la Pendeja insultarla desde la habitación de arriba. La Pendeja estaba más poseída que otras veces y yo, a un paso de matarla. La tomé de los hombros “Paará, basta” y pedía perdón, mientras insultaba. Tenía que irse sí o sí. La bajé por las escaleras mientras mi veja amenazaba con llamar a la policía, decía que éramos unos drogadictos de mierda. Una vez en la puerta, terminé de rebajarme. En ese segundo, ella entendió mi mirada y se metió en su auto con un pedo que apenas si le permitió meter la llave y encender el motor. Entonces, dejé de controlarme y le agarré a trompadas el coche. De una patada, le rompí el giro trasero y salió andando. Sé que ella hizo todo lo posible, al menos por un rato lo intentó: pero nunca llegó a amarme. No volví a verla jamás. Y nunca volví a tener una novia, ni la tendría: no podría pagarlo. Ella me enseñó que el desamor podía volverse verbo, que era el puente entre el amor y el odio, un odio que se fundamenta hasta hacerse carne, se pudre hasta tomarnos de a poco y hasta arrebatarnos todas las palabras, entonces no pueden urdirse los sortilegios, entonces se pierden los pasajes, y, sin ciudades que bajar, no hay portales; sin portales, no quedan noches, sólo el recuerdo de un continente hundido, un destierro, un tajo en la cara, que en algunas noches de lluvia me hace recordarla. Muerto el amor, hundido el continente, solo queda el lado B de una ciudad que puede invocarse cuando la magia se vuelve las garras de un bosque seco y los perros no dejan de ladrar. Cuando la Luna Blanca nos dice: es la

noche de pagar por aquellas vacaciones.

PACTO ENTRE CABALLEROS Por Néstor Grossi Los anormales: Sobre El Guasón

Está bien, lo admito: de nuevo no voy a hablarles de la historieta Argentina ni del cómic europeo. Y agradezcan que, al menos, volvemos a este continente. Si fuese por mí, dejábamos nuestras tropas en tierra japonesa. Está bien, lo admito: después de leer Manga me resulta algo pesado el ritmo denso del Cómic yanqui. A mi gusto la diferencia está en la calidad narrativa…en fin, no sé por qué

les cuento esto. Hasta el momento vengo bien intentando esquivar ese problema. Además tenemos nuestro objetivo. Y la palabra de clave de este mes es “Anormal”. Bueno, no hay que pensar mucho, ¿no? No sé ustedes, pero yo ya estoy escuchando el eco de una risa que empieza a convertirse en una carcajada mortal. PRIMERO LO PRIMERO. La primera aparición fue en 1940, en el número 1 de Batman. Y no se trataba del estúpido payaso al que solo le gustaba robar y sacar de quicio al hombre murciélago. Tampoco era el Guasón. The Joker era un maníaco, un asesino despiadado y el único lo suficientemente inteligente como para lograr confundir y hasta sacar de quicio al detective más grande en la historia del cómic.

Fue el rival por excelencia de Batman, un antagonismo perfecto del Caballero de la Noche. Ninguno de los dos tenía súper poderes; el Guasón utilizaba toda su inteligencia para fabricar sus armas: el “gas de la risa” y otras, de fabricación personal. Pero nada como su navaja. Amaba los cuchillos más que ninguna cosa. Tanto, que a veces prefería no dejar el asunto en manos de su amado gas y ser él mismo quien dibujara de un tajo la sonrisa de sus víctimas. La creación del personaje estuvo a cargo de Bill Finger, los dibujos de Bob Kane y un colado: Jerry Robinson. Que lo explique Kane, mejor, ¿no?:

“Yo lo resumo así: Bill Finger y yo creamos al Joker. Bill fue el guionista. Jerry Robinson vino a verme con la carta de una baraja que tenía al Joker (comodín). Se parece a Conrad Veidt… ya sabes, el actor de “El hombre que ríe”, la película de 1928 basada en la novela, de Víctor Hugo (…. Bill Finger tenía un libro con una fotografía de Conrad Veidt y me lo mostró y dijo «Aquí está el Joker». Jerry Robinson no tuvo absolutamente nada que ver, pero dirá que sí hasta que muera. Él introdujo una carta de juego que usamos un par de números para que el Guasón la usara como su carta”. Nuestra generación conoció al payaso idiota y a un “Bruno Díaz” panzón, quienes bailaban al ritmo del Flower Power, mientras uno pensaba si el “chico mantequilla” se la comía o no. Hubo un motivo para eso, un motivo que hasta incluso no nació de las editoriales. Fue la pacatería barata derechista y asquerosa de la sociedad estadounidense de aquella época, que obligó a crear una ley para regular el contenido en la industria del Cómic. Esa ley se basaba en una inglesa que, a su vez, se basaba en una de un código de producción hollywoodense de los años 30. EN LA TIERRA DE LOS SUEÑOS. El ”’Comics Code Authority”’ (Autoridad del Código de Cómics) es parte de la Asociación de Revistas de Cómics de los Estados

Unidos. Fue creado para regular el contenido de cómic yanqui. Las editoriales- miembro mandaban sus comics a la CCA, donde los revisaban para comprobar que se ajustaran a las normas. Si cumplían con los requisitos, autorizaban el uso de su sello en la portada. Fue el censor de facto para la industria del cómic estadounidense.

Las editoriales no estaban obligadas. Pero, sin ese sello en la portada, no había negocio, ya que el único medio de distribución era a través de los Quioscos. A continuación voy a dejarles un resumen del código censor yanqui en 1954. Aquél, además de representar perfectamente a una sociedad asquerosamente conservadora, explica a la perfección por qué todos nuestros héroes y villanos comenzaron a convertirse en unos idiotas. Los crímenes nunca serán presentados de modo que creen simpatía por el criminal, promuevan desconfianza de las fuerzas de seguridad o inspiren a desear imitar a los criminales. Si el crimen es representado, lo será como una actividad sórdida y desagradable. Los criminales no serán presentados como glamurosos o que ocupen una posición que cree el deseo de emularlos. En cada momento, el bien triunfará sobre el mal y los criminales serán castigados por sus acciones. Las escenas de excesiva violencia serán prohibidas. Las escenas de tortura brutal, el excesivo e innecesario uso de pistolas y cuchillos, la agonía física y los crímenes sangrientos y truculentos serán eliminados. Ninguna revista de cómics usará la palabra horror o

terror en su título. Todas las escenas de horror, demasiado sangrientas o repelentes, la depravación, la lujuria, el sadismo y el masoquismo no serán permitidos. Las escenas que incluyan instrumentos asociados con muertos vivientes, tortura, vampiros y vampirismo, ghouls, canibalismo y licantropismo están prohibidas. La profanación, obscenidad, el lenguaje soez, la vulgaridad, las palabras o símbolos que puedan adquirir significados indeseables están prohibidos. La desnudez en cualquier forma está prohibida, así como las poses indecentes o inapropiadas. Las ilustraciones sugerentes o libidinosas son inaceptables. Las mujeres serán dibujadas realísticamente, sin exageración de ninguna cualidad física. Las relaciones sexuales ilícitas no serán retratadas ni insinuadas. Las escenas de amor violento, así como las anormalidades sexuales son inaceptables. La seducción y la violación nunca serán mostradas o sugeridas. La desnudez con intenciones de prostituir y las posturas soeces no serán permitidas en la publicidad de ningún producto. Las figuras vestidas nunca serán presentadas de modo tal que sean ofensivas o contrarias al buen gusto y a la moral. Recién en 1971 y gracias a varios autores que se empezaron a poner pesados con sus editores, el Código volvió a revisarse y un soplo de cordura ventiló las viejas oficinas de la CCA. Aunque tampoco fue para tanto. Sólo se retocaron las prohibiciones concernientes a lo relacionado con los excesos de violencia y las escenas simpáticas con delincuentes. Y es de no creer: en 1989 comenzó a revisarse el veto en lo referente al tema lésbico- gay.

Había que encontrar nuevas formas de distribución. Y así aparecieron las casas de cómics que uno veía en las series yanquis. En el 2000, comenzaron a poblar el centro porteño. La nueva generación de editoriales surgidas en los años 1980 y 1990 distribuyó únicamente a tiendas especializadas. No deseaban pertenecer al Comics Code, ni les interesaba su aprobación. Marvel y DC comenzaron a publicar títulos para adultos sin el consentimiento del Código. Después del abandono de Marvel, en el 2001, la CCA comenzó a debilitarse. DC siguió enviando sus comics hasta el 2007. Aunque ya nadie le preste atención, el estúpido código sigue existiendo. UNA OFERTA IMPOSIBLE DE RECHAZAR.

El tipo era un ayudante de laboratorio en una planta química. Un buen día decidió seguir sus sueños y convertirse en un comediante lo bastante famoso como para poder vivir de eso. Pero la suerte nunca estuvo de su lado. Jack Napier lo intentó hasta que su mujer quedó embarazada y, de una patada en el culo, fue enviado al mundo real.

A medida que la panza de su esposa crecía y las necesidades ahorcaban, Jack comenzaba a desesperarse: necesitaba una salida rápida. Y en Gótica ese deseo podía cumplirse. Simplemente, necesitaba un plan y mano de obra que, por supuesto, sobraba. Entonces se unió a la famosa banda de Red Hood o Capucha Roja: un grupo de asaltantes sin un líder fijo. El casco rojo solo era un símbolo que se intercambiaba entre atraco y atraco. De ese modo, la policía nunca capturaría al verdadero jefe de la banda, si es que lo tenían. Red Hood le hizo una oferta que Jack debía aceptar para ganarse la confianza de la banda. Tenían planeado asaltar la empresa Monarch, junto al laboratorio donde él antes trabajaba. Para legar allí, debía guiarlos a través de la planta química. El resto sería cosa de los muchachos. Y, como él los guiaría, debería llevar puesto el casco rojo. Así lo decidieron todos. Y ese fue el comienzo de todas sus desgracias. El día del robo, mientras se preparaban para dar el golpe, la policía le informó que su esposa había muerto electrocutada en un accidente casual. Ya no tenía sentido lo de Monarch, aunque era demasiado tarde para echarse atrás. Entonces se puso a guiar al grupo. En eso estaba, cuando un vigilante los descubrió y llamó a la policía. Allí comenzó un tiroteo donde cayó toda la banda. Jack quedó para el final: tenía la capucha roja, estaban a un instante de matarlo: era Red Hood y no había testigos para opinar lo contrario.

Que disparen de una vez la puta madre, pensó ¿qué importaba ya? Podía irse todo a la mierda, su vida había perdido sentido esa misma tarde. Cuando la policía estaba a punto de disparar, Batman lo impidió y Jack, en un intento por escapar, cayó a un

río cerca de las tuberías donde se vertían los residuos químicos. Al salir del río y sacarse la máscara roja, se dio cuenta de que había cambiado el color de su piel y sus facciones se habían trastocado. Le dolían las comisuras de los labios, una enorme ira lo invadía, ¡pero le causaba gracia! Esa noche, por primera vez, Ciudad Gótica escuchó una risa que comenzaba a crecer hasta transformarse en una carcajada maniaca. Así recorría las calles de la ciudad. ¿QUIÉN RIE AL ÚLTIMO? ¿Y RÍE MEJOR? Más o menos esta es la versión oficial, también está la otra, donde el Guasón cae directamente en el depósito de residuos tóxicos de la planta y después sale por una tubería que desembocaba en el río. Como sea, al salir de ese río, no volvió a ser el mismo jamás. Y el Guasón siempre culpó a Batman por su destino. Debería de haber muerto esa misma noche, pero no. Un estúpido gigante disfrazado de murciélago se había interpuesto entre él y las balas.

Entonces empezó el juego, el genio criminal contra el detective más grande de la historia, una saga de cadáveres con una mueca idiota dibujada… El Guasón sólo quería sacar de

quicio Batman, verlo desesperado y, por sobre todas las cosas, obligarlo a matar. Su némesis y más grande enemigo. Sin embargo, el caballero de la noche nunca mataría al Guasón. Entonces el comediante frustrado soltaría todo su sadismo y llevaría al murciélago a extremos insoportables. Dañaría a todos sus queridos. Mataría al segundo Robin; al tercero, lo torturaría hasta volverlo un pequeño demente, réplica de él. Mató a la esposa del comisionado Gordon y dejó paralítica a su hija Bárbara (Batichica), para después violarla mientras tomaba fotos que usaría más tarde, al momento de torturar hasta la locura al mismísimo jefe de la policía de Ciudad Gótica. Aun así, Batman no lo mataría jamás. Su moral siempre lo impediría, luchaba todo el tiempo por no convertirse en un asesino, aunque más de una vez debió controlarse para no terminar matando a su maldito payaso. Y el Guasón tampoco podía eliminarlo. ¿Qué hubiera sido de él? Era su mejor amigo y lo necesitaba. ¿Saben? Este asunto sí tiene un final. Y les aseguro que es un final tan digno como esta historia de amor. Sí, Batman muere. El Guasón también. Pero esta vez, no soy digno de contarlo, creo que no estaría a la altura de una muerte tan shakesperiana, ¿lo imaginan? ¿Y quién creen que gana esa eterna batalla? Les dejo el link del final, yo ya no puedo hacer más nada. EPÍLOGO KOMIQUERO. Ante todo, gracias. A todos y todas. Gracias de verdad a los que soportaron todos mis delirios y MI alcohólica manera de tratar de introducirlos en el mundo del Comic. Y espero haberlo logrado, caballeros. Abordé esta sección en un intento por evitar todo tipo de convencionalismos y teniendo en cuenta que el lector de esta revista no es asiduo del mundo de los

Comics y los Mangas. Espero haberles explicado, al menos, la diferencia entre ambos. Como sea, GRACIAS. Por sobre todas las cosas, gracias a El Anartista por publicarme y dejarme dar vida a esta sección, dentro de una revista de contra cultura general. Gracias, Diego Soria, por soportarme. A la Directora no tengo más que gracias para devolverle. A Mi Profe, trabajo. mandarle todos los ejercicios que le debo desde 1999. Y de ustedes me despido hasta el año que viene, como siempre, con mi constante promesa de hablarles de la historieta europea y de la argentina. Quizá les esté mintiendo. Decídanlo ustedes, si es que tengo algún lector. Ahí abajo pueden dejarse comentarios. De verdad: pidan, gente; o solo les daré Manga. Y, por supuesto y siempre, DC.

MONCHO´S BLUES Por Nestor Grossi, alias, “El Moncho” Los anormales: sobre la extrañeza de días que parecen finales. LA MAREA VA A ESTALLAR.

No existen las muertes buenas. El Centenario agonizó, se retorció durante siete largos años, mientras todos evacuaban y las sirenas comenzaban a sonar lentamente, hasta transformarse en un puente hacia otro siglo; en ese último blues, cuando la multitud saltaba a los botes y ya no quedaba nada. Los primeros en saltar fueron los arrepentidos y las embarazadas. Siguieron los traidores y los garcas; solo los locos, los enfermitos y los raros se quedaron a recibir el nuevo siglo, mientras la magia del viejo mundo se secaba y las aguas subían.

Dos años tardaron en evacuarse los anormales…los locos, no, ellos no lo harían jamás. Yo me quedé hasta el final, traté de aprender los conjuros, el verdadero nombre de Luna Blanca; traté de invocar al viento que recorría las calles del mundo, pero no. Nunca había tiempo, no lo hay. Metí cuanto pude en el morral, dejé todo mi porro a los locos… Muerto el amor, hundido el continente, abandoné el Centenario sin saber que ese sería mi propio Vietnam, nuestras eternas Malvinas.

YA NADIE VA A ESCUCHAR TU REMERA. No sé si no se buscaron o el error estuvo en llegar separados. Sólo sé que, a pesar de mantener los rituales, los viejos sortilegios no funcionaban. Así, de a poco, todos los pasajes comenzaban a cerrarse y entonces había que crear portales para poder robarle intentarlo.

otra

noche

al

Centenario;

o,

al

menos,

Cultivados en el individualismo, nunca tuvimos un plan: fin de la charla. Del resto se encargaron los templos y los centros de rehabilitación, la culpa, el temor a la soledad y a la muerte. Y entonces llegaron ellas, dispuestas a escuchar, a envolvernos entre sus brazos llenos de amor y de proyectos. Estaban listas a restablecer el orden, a respetar nuestros rituales hasta que el despertador natural se clavase para siempre en las doce y uno se convirtiera en eternas cenicienta. Es todo lo que necesita después de tanta muerte, ¿no? Pero de las guerras no se vuelve, mucho menos, después de haber visto cómo todo un continente se hundía tragándose las esquinas, desmantelando adoquín por adoquín, hasta que las ciudades se hicieron una. De a poco, se perdieron las palabras y la forma de andar. Ya no buscábamos la membresía del club

entre las miradas. Nadie buscaba nada porque no había qué encontrar. Las bandas sobrevivientes se habían perdido o llenaban estadios. No quedaba un solo pub, nada, no había un puto rincón donde los sortilegios volviesen a funcionar, aunque fuera por un rato. Uno salía a la calle solo para cruzarse con contenedores llenos de cajas y cassettes, de vheses y viejas Commodores 64, mujercitas que habían bajado el tiro de sus pantalones y pelotudos que llevaban colgando, a modo de verga, sus primeros celulares del cinturón. Un buen día, la leyenda urbana se hizo verdad: los Redondos se separaron en medio de una Argentina que olía a mierda y a gomas quemadas. En el 2004, el cadáver del rock dejó de moverse. La Renga en el ojo del Huracán fue el último concierto de rock and roll en la Argentina. Después, pagamos el precio de nuestros errores. Y entonces Cromañón se robó todas las noches. El estadio Obras le había cerrado las puertas al rock. El gobierno se adueñó de Cemento. Una noche, los últimos anormales volvieron a urdir el sortilegio: un falso ritual y la última de todas las traiciones. Entonces, invocaron las esquinas, recitaron el mantra bajo una luna falsa. Y, de un tajo, le cortaron el cuello a todos sus nahuales. DÍAS EXTRAÑOS.

Yo ya no soportaba a nadie, la gente cada día me daba más asco y no me molestaba en disimularlo para nada. Dejé de tocar la

guitarra en banda, ¿para qué?; sobre todo, ¿para quiénes? Además, cada día pasaba más horas con la escritura que con la Strato entre las manos. Mi relación con la música se convirtió, a penas, en una manera de sobrevivir. Lo mío era tirar claves, así que fui asistente de algunas bandas y de algunos disc- jockey barriales. Todo sumaba. Todo, menos seguir rodeado de hipócritas. Nunca más volví a formar una banda. Toqué con unos amigos de invitado, grabé un demo casero y no más. Mis sueños de grabar un disco y tener una banda reconocida habían quedado en el viejo continente. ¿Y qué mierda iba a hacer con todas esas canciones escritas? Eran historias, igual que las historietas que había dibujado hasta que me compré la primera guitarra. Y, entonces, empecé a tratar de escribir de verdad, con toda esa idiota parafernalia de los principiantes, esa mierdita de andar con la libreta en el bolsillo trasero del jean y de hacer poesía de cada pavada. Eso de sentirse más allá de maquinaria, de creer que

la la

palabra era una arma, como dignos caballeros de la palabra escarlata, que se pasearan por los patios de Puán con el premio Clarín entre los ojos y trataran de jugar a la rayuela con el Ángel Gris. Aunque en ese panal estaban las mejores culeadoras, conmigo la teoría Dolina no funcionaba: tenía control sobre mi verga y total conciencia de que bastaba solo un estornudo in door para terminar encadenado de por vida en un mundo de fábricas y hojas en blanco. Lo bueno de jugar a escribir era que no necesitaba a nadie. Y

yo ya no soportaba a nadie. Simplemente, caí en que había llegado el momento de estar solo, que ya no podía caretearla más. No era una persona apta para el consumo humano, nunca iba a encajar en ese mundo de imbéciles que se creían artistas sin entender siquiera que la literatura era otra mierda de institución; que escribir es otra cosa, una artesanía, algo tan barato y vulgar como un collar de macramé. Voy a publicar una novela, me juré. Y, entonces, cayó el látigo. SOLO. No hay otra forma de volver, ni de buscar. Uno no puede arrastrar a nadie. Bajar a la ciudad se baja solo, no puede haber testigos al invocar los portales que se abren en los pasajes. Nadie puede escuchar el nombre del Centenario en el lenguaje de la creación.

Hay que pagar el precio, antes. Intercambio equivalente, una noche por un viaje hacia el fin de los recuerdos, hacia la hoguera de todos los símbolos y estandartes; hasta cortar los lazos y volverse uno con todo. Sin Dios, sin Patria y sin hogar. Es el precio por cruzar, por haber dejado que el amor se independice del cuerpo para convertirse en el fuego sagrado; uno que encienda todos los faroles de una ciudad muerta; ésa, que me deja llegar hasta los pasajes y

arrodillarme solo ante el portal.

Entonces trazo el círculo en un suelo de adoquines, invoco a Lilith y a su luna blanca. Dejo caer mi sangre cuando la jauría aúlla y el viento huele a un sahumerio barato que llega desde otro universo, desde otro continente. Desde el parque. Y, al llamar a todos y a cada uno de los muertos, suena un coro de guitarras distorsionadas, mientras los pasajes del mundo comienzan a temblar, los portales se abren y Ella no aparece…nunca lo hace. — ¿Y si la Rubia no murió?

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