Cuentos y prosa no literaria + glosarios a cuentos, prosa no literaria y poesía* de R.Paasche**

Cuentos y prosa no literaria + glosarios a cuentos, prosa no literaria y poesía* de R.Paasche** Semesteremne i Spansk * Los poemas se incluyen en la

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Cuentos y prosa no literaria + glosarios a cuentos, prosa no literaria y poesía* de R.Paasche**

Semesteremne i Spansk

* Los poemas se incluyen en la lista del curso ** los glosarios a M.de Unamuno y R.Castellanos son de N.González-Ortega

Índice Cuentos: Bécquer, Gustavo Adolfo (España 1836-1870): "El monte de las ánimas" Alas, Leopoldo "Clarín" (España 1852-1901): "Adiós Cordera" Unamuno, Miguel de: "El marqués de Lumbría"

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Prosa no literaria: Martí, José (Cuba 1853-1895): "El Padre Las Casas" 21 Alonso, Dámaso (España 1898-1989): "Primer conocimiento de la obra 26 poética" Catellanos, Rosario: "La liberación del amor". 31 Glosario:

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Gustavo Adolfo Bécquer: El monte de las ánimas (Leyenda soriana) La noche de difuntos, me despertó a no sé qué hora el doble de las campanas. Su tañido monótono y eterno me trajo a las mientes esta tradición que oí hace poco en Soria. Intenté dormir de nuevo. ¡Imposible! Una vez aguijoneada, la imaginación es un caballo que se desboca y al que no sirve tirarle de la rienda. Por pasar el rato, me decidí a escribirla, como en efecto lo hice. Al las doce de la mañana, después de almorzar bien, y con un cigarro en la boca, no le hará mucho efecto a los lectores de El Contemporáneo . Yo la oí en el mismo lugar en que acaeció, y la he escrito volviendo algunas veces la cabeza con miedo, cuando sentía crujir los cristales de mi balcón, estremecidos por el aire frío de la noche. Sea de ella lo que quiera, allá va, como el caballo de copas. I - Atad los perros, haced la señal con las trompas para que se reúnan los cazadores y demos la vuelta a la ciudad. La noche se acerca, es día de Todos los Santos y estamos en el Monte de las Ánimas. - ¡Tan pronto! - A ser otro día, no dejara yo de concluir con ese rebaño de lobos que las nieves del Moncayo han arrojado de sus madrigueras; pero hoy es imposible. Dentro de poco sonará la oración en los Templarios, y las ánimas de los difuntos comenzarán a tañer su campana en la capilla del monte. - ¡En esa capilla ruinosa! ¡Bah! ¿Quieres asustarme? - No, hermosa prima. Tú ignoras cuanto sucede en este país, porque aún no hace un año que has venido a él desde muy lejos. Refrena tu yegua, yo también pondré la mía al paso, y mientras dure el camino te contaré esa historia. Los pajes se reunieron en alegres y bulliciosos grupos. Los condes de Borges y Alcudiel montaron en sus magníficos caballos, y todos juntos siguieron a sus hijos Beatriz y Alonso, que precedían la comitiva a bastante distancia. Mientras duraba el camino, Alonso narró en estos términos la prometida historia: - Ese monte que hoy llaman de las Ánimas1 pertenecía a los Templarios2 , cuyo convento ves allí, a la margen del río. Los templarios eran guerreros y religiosos a la vez. Conquistada Soria a los árabes, el rey los hizo venir de lejanas tierras para defender la ciudad 1

Está situado en una de las márgenes del Duero. Antiguamente era un lugar poblado de encinares: los sorianos acudían a él para recoger bellotas. (Clemente Sáenz García "Anecdotario geológico de los ríos sorianos" y "La hoz del Duero en Soria", en Celtiberia , IV y IX. 6 y 14, Soria 1953 y 1957. páginas 203 y 221-224.) 2 "En frente y a continuación del arroyo de Peñaranda, que procede del encinar o Monte de las Ánimas, los hospitalarios fraires de San Juan de Acre construyeron en la décimo segunda centuria el extraordinario claustro y capilla del santo titular...Estas ruinas sirvieron de inspiración a la leyenda de Gustavo Adolfo que lleva por título el (nombre) del bosque referido." (Sáenz García "La hoz del Duero..." págs. 221-222.) Otras tradiciones consideran que el convento fue fundado por los Templarios. (M.L.Casado: Conozca Soria capital , Soria 1963, pág. 58.) Pueden unirse ambas tradiciones, pues con la disolución de la orden sus bienes pasaron a los frailes de San Juan de Jerusalén.

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por la parte del puente, haciendo en ello notable agravio a sus nobles de Castilla, que así hubieran solos sabido defenderla como solos la conquistaron. Entre los caballeros de la nueva y poderosa orden y los hidalgos de la ciudad fermentó por algunos años y estalló al fin, un odio profundo. Los primeros tenían acotado ese monte donde reservaban caza abundante para satisfacer sus necesidades y contribuir a sus placeres. Los segundos determinaron organizar una gran batida en el coto, a pesar de las severas prohibiciones de los clérigos con espuelas , como llamaban a sus enemigos. Cundió la voz del reto, y nada fue parte a detener a los unos en su manía de cazar y a los otros en su empeño de estorbarlo. La proyectada expedición se llevó a cabo. No se acordaron de ella, las fieras. Antes la tendrían presente tantas madres como arrastraron sendos lutos por sus hijos. Aquello no fue una cacería. Fue una batalla espantosa: el monte quedó sembrado de cadáveres. Los lobos a quienes se quiso exterminar, tuvieron un sangriento festín. Por último, intervino la autoridad del rey: el monte, maldita ocasión de tantas desgracias, se declaró abandonado, y la capilla de los religiosos, situada en el mismo monte, y en cuyo atrio se enterraron juntos amigos y enemigos, comenzó a arruinarse. Desde entonces dicen que cuando llega la noche de difuntos se oye doblar sola la campana de la capilla, y que las ánimas de los muertos envueltas en jirones de sus sudarios, corren como en una cacería fantástica por entre las breñas y los zarzales. Los ciervos braman espantados, los lobos aúllan, las culebras dan horrorosos silbidos, y al otro día se han visto impresas en la nieve las huellas de los descarnados pies de los esqueletos. Por eso en Soria lo llamamos el Monte de las Ánimas, y por eso he querido salir de él antes que cierre la noche. La relación de Alonso concluyó justamente cuando los dos jóvenes llegaban al extremo del puente que da paso a la ciudad por aquel lado. Allí esperaron al resto de la comitiva, la cual, después de incorporársele los dos jinetes, se perdió por entre las estrechas y oscuras calles de Soria. II Los servidores acababan de levantar los manteles; la alta chimenea gótica del palacio de los condes de Alcudiel despedía un vivo resplandor, iluminando algunos grupos de damas y caballeros que alrededor de la lumbre conversaban familiarmente, y el viento azotaba los emplomados vidrios de las ojivas del salón. Solas dos personas parecían ajenas a la conversación general: Beatriz y Alonso. Beatriz seguía con los ojos y absorta en un vago pensamiento, los caprichos de la llama. Alonso miraba el reflejo de la hoguera chispear en las azules pupilas de Beatriz. Ambos guardaban hacía rato un profundo silencio. Las dueñas referían, a propósito de la noche de difuntos, cuentos temerosos, en que los espectros y los aparecidos representaban el principal papel; y las campanas de las iglesias de Soria doblaban a lo lejos con un tañido monótono y triste. - Hermosa prima - exclamó, al fin Alonso, rompiendo el largo silencio en que se encontraban - , pronto vamos a separarnos, tal vez para siempre; las áridas llanuras de Castilla, sus costumbres toscas y guerreras, sus hábitos sencillos y patriarcales, sé que no te gustan; te he oído suspirar varias veces, acaso por algún galán de tu lejano señorío. Beatriz hizo un gesto de fría indiferencia: todo un carácter de mujer se reveló en aquella desdeñosa contracción de sus delgados labios. - Tal vez por la pompa de la corte francesa donde hasta aquí has vivido - se apresuró a añadir el joven - . De un modo o de otro, presiento que no tardaré en perderte... Al separarnos, quisiera que llevases una memoria mía... ¿Te acuerdas cuando fuimos al templo a dar gracias a Dios por haberte devuelto la salud que viniste a buscar a esta tierra? El joyel que sujetaba la

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pluma de mi gorra cautivó tu atención. ¡Qué hermoso estaría sujetando un velo sobre tu oscura cabellera! Ya ha prendido el de una desposada: mi padre se lo regaló a la que me dio el ser, y ella lo llevó al altar... ¿Lo quieres? - No sé en el tuyo - contestó la hermosa - ; pero en mi país una prenda recibida compromete una voluntad. Sólo en un día de ceremonia debe aceptarse un presente de manos de un deudo..., que aún puede ir a Roma sin volver con las manos vacías. El acento helado con que Beatriz pronunció estas palabras turbó un momento al joven que, después de serenarse, dijo con tristeza: - Lo sé, prima; pero hoy se celebran Todos los Santos, y el tuyo entre todos; hoy es día de ceremonia y presentes. ¿Quieres aceptar el mío? Beatriz se mordió ligeramente los labios y extendió la mano para tomar la joya, sin añadir una palabra. Los dos jóvenes volvieron a quedarse en silencio, y volvióse a oír la cascada voz de las viejas que hablaban de brujas y de trasgos, y el zumbido del aire que hacía crujir los vidrios de las ojivas, y el triste monótono doblar de las campanas. Al cabo de algunos minutos, el interrumpido diálogo tornó a anudarse de este modo: - Y antes que concluya el día de Todos los Santos, en que así como el tuyo se celebra el mío, y puedes, sin atar tu voluntad, dejarme un recuerdo, ¿no lo harás? - dijo él, clavando una mirada en la de su prima, que brilló como un relámpago, iluminada por un pensamiento diabólico. - ¿Por qué no? - exclamó ésta, llevándose la mano al hombro derecho como para buscar alguna cosa entre los pliegues de su ancha manga de terciopelo bordado de oro. Después, con una infantil expresión de sentimiento, añadió: - ¿Te acuerdas de la banda azul que llevé hoy a la cacería, y que por no sé qué emblema de su color me dijiste que era la divisa de tu alma? - Sí. - ¡Pues... se ha perdido! Se ha perdido, y pensaba dejártela como un recuerdo. - ¡Se ha perdido! ¿Y dónde? - preguntó Alonso, incorporándose de su asiento y con una indescriptible expresión de temor y esperanza. - No sé... En el monte, acaso. - ¡En el Monte de las Ánimas! - murmuró, palideciendo y dejándose caer sobre el sitial -¡En el Monte de las Ánimas! - luego prosiguió, con voz entrecortada y sorda: - Tú lo sabes, porque lo habrás oído mil veces. En la ciudad, en toda Castilla, me llaman el rey de los cazadores. No habiendo aún podido probar mis fuerzas en los combates, como mis ascendientes, he llevado a esa diversión, imagen de la guerra, todos los bríos de mi juventud, todo el ardor hereditario en mi raza. La alfombra que pisan tus pies son despojos de fieras que he muerto por mi mano. Yo conozco sus guaridas y sus costumbres, yo he combatido con ellas de día y de noche, a pie y a caballo, solo y en batida, y nadie dirá que me ha visto huir el peligro en ninguna ocasión. Otra noche volaría por esa banda, y volaría gozoso como a una fiesta; y, sin embargo, esta noche... esta noche, ¿a qué ocultártelo?, tengo miedo. ¿Oyes? Las campanas doblan, la oración ha sonado en San Juan del Duero, las ánimas del monte comenzarán ahora a levantar sus amarillentos cráneos de entre las malezas que cubren sus fosas... ¡Las ánimas!, cuya sola vista puede helar de horror la sangre del más valiente, tornar sus cabellos blancos o arrebatarle en el torbellino de su fantástica carrera como una hoja que arrastra el viento sin que se sepa adónde. Mientras el joven hablaba, una sonrisa imperceptible se dibujó en los labios de Beatriz, que, cuando hubo concluido, exclamó en un tono indiferente y mientras atizaba el fuego del hogar, donde saltaba y crujía la leña, arrojando chispas de mil colores:

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- ¡Oh! Eso, de nigún modo. ¡Qué locura! ¡Ir ahora al monte por semejante friolera! ¡Una noche tan oscura, noche de difuntos y cuajado el camino de lobos! Al decir esta última frase la recargó de un modo tan especial, que Alonso no pudo menos de comprender toda su amarga ironía; movido como por un resorte se puso de pie, se pasó la mano por la frente, como para arrancarse el miedo que estaba en su cabeza y no en su corazón, y con voz firme exclamó, dirigiéndose a la hermosa, que estaba aún inclinada sobre el hogar, entreteniéndose en revolver el fuego: - Adiós, Beatriz, adiós. Hasta.. pronto. - ¡Alonso, Alonso! - dijo ésta, volviéndose con rapidez; pero cuando quiso o aparentó querer detenerle, el joven había desaparecido. A los pocos minutos se oyó el rumor de un caballo que se alejaba al galope. La hermosa, con una radiante expresión de orgullo satisfecho que coloreó sus mejillas, prestó atento oído a aquel rumor que se debilitaba, que se perdía, que se desvaneció por último. Las viejas, en tanto, continuaban en sus cuentos de ánimas aparecidas; el aire zumbaba en los vidrios del balcón, y las campanas de la ciudad doblaban a lo lejos.

III Había pasado una hora, dos, tres; la medianoche estaba a punto de sonar cuando Beatriz se retiró a su oratorio. Alonso no volvía, no volvía, y, a querer, en menos de una hora pudiera haberlo hecho. - ¡Habrá tenido miedo! - eclamó la joven, cerrando su libro de oraciones y encaminándose a su lecho, después de haber intentado inútilmente murmurar algunos de los rezos que la Iglesia consagra en el día de difuntos a los que ya no existen. Después de haber apagado la lámpara y cruzado las dobles cortinas de seda, se durmió; se durmió con un sueño inquieto, ligero, nervioso. Las doce sonaron en el reloj del Postigo. Beatriz oyó entre sueños las vibraciones de la campana, lentas, sordas, tristísimas, y entreabrió los ojos. Creía haber oído, a par de ellas, pronunciar su nombre; pero lejos, muy lejos, y por una voz ahogada y doliente. El viento gemía en los vidrios de la ventana. - Será el viento - dijo, y poniéndose la mano sobre el corazón procuró tranquilizarse. Pero su corazón latía cada vez con más violencia, las puertas de alerce del oratorio habían crujido sobre sus goznes con un chirrido agudo, prolongado y estridente. Primero unas y luego las otras más cercanas, todas las puertas que daban paso a su habitación iban sonando por su orden; estas con un ruido sordo y grave, aquellas con un lamento largo y crispador. Después, silencio; un silencio lleno de rumores extraños, el silencio de la medianoche; con un murmullo monótono de agua distante, lejanos ladridos de perros, voces confusas, palabras ininteligibles; eco de pasos que van y vienen, crujir de ropas que se arrastran, suspiros que se ahogan, respiraciones fatigosas que casi se sienten, estremecimientos involuntarios que anuncian la presencia de algo que no se ve, y que no obstante se nota su aproximación en la oscuridad. Beatriz, inmóvil, temblorosa, adelantó la cabeza fuera de las cortinas y escuchó un momento. Oía mil ruidos diversos; se pasaba la mano por la frente, tornaba a escuchar; nada, silencio. Veía, con esa fosforescencia de la pupila en las crisis nerviosas, como bultos que se movían en todas direcciones, y cuando dilatándolas las fijaba en un punto, nada; oscuridad, las sombras impenetrables.

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- ¡Bah! - exclamó, volviendo a recostar su hermosa cabeza sobre la almohada de raso azul del lecho -. ¿Soy yo tan miedosa como estas pobres gentes cuyo corazón palpita de terror bajo una armadura al oír una conseja de aparecidos? Y cerrando los ojos, intentó dormir...; pero en vano había hecho un esfuerzo sobre sí misma. Pronto volvió a incorporarse, más pálida, más inquieta, más aterrada. Ya no era una ilusión: las colgaduras de brocado de la puerta habían rozado al separarse, y unas pisadas lentas sonaban sobre la alfombra; el rumor de aquellas pisadas era sordo, casi imperceptible, pero continuado, y a su compás se oía crujir una cosa como madera o hueso. Y se acercaban, se acercaban, y se movió el reclinatorio que estaba a la orilla de su lecho. Beatriz lanzó un grito agudo, y rebujándose en la ropa que la cubría escondió la cabeza y contuvo el aliento. El aire azotaba los vidrios del balcón; el agua de la fuente lejana caía y caía con un rumor eterno y monótono; los ladridos de los perros se dilataban en las ráfagas del aire, y las campanas de la ciudad de Soria, unas cerca, otras distantes, doblaban tristemente por las ánimas de los difuntos. Así pasó una hora, dos, la noche, un siglo, porque la noche aquella pareció eterna a Beatriz. Al fin, despuntó la aurora. Vuelta de su temor, entreabrió los ojos a los primeros rayos de la luz. Después de una noche de insomnio y de terrores, ¡es tan hermosa la luz clara y blanca del día! Separó las cortinas de seda del lecho, tendió una mirada serena a su alrededor, y ya se disponía a reírse de sus temores pasados, cuando de repente un sudor frío cubrió su cuerpo, sus ojos se desencajaron y una palidez mortal descoloró sus mejillas; sobre el reclinatorio había visto, sangrienta y desgarrada, la banda azul que perdiera en el monte, la banda azul que fue a buscar Alonso. Cuando sus servidores llegaron, despavoridos, a notificarle la muerte del primogénito de Alcudiel, que a la mañana había aparecido devorado por los lobos entre las malezas del Monte de las Ánimas, la encontraron inmóvil, crispada, asida con ambas manos a una de las columnas de ébano del lecho, desencajados los ojos, entreabierta la boca, blancos los labios, rígidos los miembros, muerta, muerta de horror. IV Dicen que después de acaecido este suceso, un cazador extraviado que pasó la noche de Difuntos sin poder salir del Monte de las Ánimas, y que al otro día, antes de morir, pudo contar lo que viera, refirió cosas horribles. Entre otras, se asegura que vio a los esqueletos de los antiguos templarios y de los nobles de Soria enterrados en el atrio de la capilla levantarse al punto de la oración con un estrépito horrible y, caballeros sobre osamentas de corceles, perseguir como a una fiera a una mujer hermosa, pálida y desmelenada que, con los pies desnudos y sangrientos, y arrojando gritos de horror, daba vueltas alrededor de la tumba de Alonso.

( En "El contemporáneo ", anónimamente, 1861)

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Leopoldo Alas "Clarín": ¡Adiós, Cordera! Eran tres; siempre los tres! Rosa, Pinín y la Cordera . El prao Somonte era un recorte triangular de terciopelo verde, tendido, como una colgadura, cuesta abajo por la loma. Uno de sus ángulos, el inferior, lo despuntaba el camino de hierro de Oviedo a Gijón. Un palo del telégrafo, plantado allí como pendón de conquista con sus jícaras blancas y sus alambres paralelos a derecha e izquierda, representaba para Rosa y Pinín el ancho mundo desconocido, misterioso, temible, eternamente ignorado. Pinín, después de pensarlo mucho, cuando a fuerza de ver días y días el poste tranquilo, inofensivo, campechano, con ganas, sin duda, de aclimatarse en la aldea y parecerse todo lo posible a un árbol seco, fue atreviéndose con él, llevó la confianza al extremo de abrazarse al leño y trepar hasta cerca de los alambres. Pero nunca llegaba a tocar la porcelana de arriba que le recordaba las jícaras que había visto en la rectoral de Puno. Al verse tan cerca del misterio sagrado, le acometía un pánico de respeto y se dejaba resbalar de prisa hasta tropezar con los pies en el césped. Rosa, mucho menos audaz, pero más enamorada de lo desconocido, se contentaba con arrimar el oído al palo del telégrafo, y minutos y hasta cuartos de hora pasaba escuchando los formidables rumores metálicos que el viento arrancaba a las fibras del pino seco en contacto con el alambre. Aquellas vibraciones, a veces intensas como las del diapasón que, aplicado al oído, parece que quema con su vertiginoso latir, eran para Rosa los papeles que pasaban, las cartas que se escribían por los hilos, el lenguaje incomprensible que lo ignorado hablaba con lo ignorado; ella no tenía curiosidad por entender lo que los de allá, tan lejos, decían a los del otro extremo del mundo. ¿Qué le importaba? Su interés estaba en el ruido, por el ruido mismo, por su timbre y su misterio. La Cordera , mucho más formal que sus compañeros, verdad es que, relativamente, de edad también mucho más madura, se abstenía de toda comunicación con el mundo civilizado, y miraba de lejos el palo del telégrafo, como lo que era para ella efectivamente: cosa muerta, inútil, que no le servía ni siquiera para rascarse. Era una vaca que había vivido mucho. Sentada horas y horas, pues, experta en pastos, sabía aprovechar el tiempo, meditaba más que comía, gozaba del placer de vivir en paz, bajo el cielo gris y tranquilo de su tierra, como quien alimenta el alma, que también tienen los brutos; y si no fuera profanación, podría decirse que los pensamientos de la vaca matrona, llena de experiencia, debían de parecerse todo lo posible a las más sosegadas y doctrinales odas de Horacio. Asistía a los juegos de los pastorcicos encargdos de llindarla como una abuela. Si pudiera, se sonreiría al pensar que Rosa y Pinín tenían por misión, en el prado cuidar de ella, de que la Cordera no se extralimitase, no se metiese por la vía del ferrocarril, ni saltara a la heredad vecina. ¡Qué había de saltar! ¡Qué se había de meter! Pastar de cuando en cuando, no mucho, cada día menos; pero con atención, sin perder el tiempo en levantar la cabeza por curiosidad necia, escogiendo sin vacilar los mejores bocados, y, después, sentarse sobre el cuarto trasero con delicia, o rumiar la vida, o gozar el deleite del no padecer, del dejarse existir. Esto era lo que ella tenía que hacer, y todo lo demás, aventuras peligrosas. Ya no recordaba cuándo le había picado la mosca. "El xatu (el toro), los saltos locos por las praderas adelante... ¡Todo eso estaba tan lejos!"

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Aquella paz sólo se había turbado en los días de prueba de la inauguración del ferrocarril. La primera vez que la Cordera vio pasar el tren se volvió loca. Saltó la sebe de lo más alto del Somonte, corrió por prados ajenos, y el terror duró muchos días; renovándose, más o menos violenta, cada vez que la máquina asomaba por la trinchera vecina. Poco a poco se fue acostumbrando al estrépito inofensivo. Cuando llegó a convencerse de que era un peligro que pasaba, una catástrofe que amenazaba sin dar, redujo sus precauciones a ponerse en pie y a mirar de frente, con la cabeza erguida, el formidable monstruo; más adelante no hacía más que mirarle sin levantarse, con antipatía y desconfianza; acabó por no mirar al tren siquiera. En Pinín y Rosa, la novedad del ferrocaril produjo impresiones más agradables y persistentes. Si al principio era una alegría loca, algo mezclada de miedo supersticioso, una excitación nerviosa, que les hacía prorrumpir en gritos, gestos, pantomimas descabelladas, después fue un recreo pacífico, suave, renovado varias veces al día. Tardó mucho en gastarse aquella emoción de contemplar la marcha vertiginosa, acompañada del viento, de la gran culebra de hierro que llevaba dentro de sí tanto ruido y tantas castas de gentes desconocidas, extrañas. *** Pero telégrafo, ferrocarril, todo eso era lo de menos; un accidente pasajero que se ahogaba en el mar de soledad que rodeaba el prao Somonte. Desde allí no se veía vivienda humana; allí no llegaban ruidos del mundo más que al pasar el tren. Mañanas sin fin, bajo los rayos del sol a veces, entre el zumbar de los insectos; la vaca y los niños esperaban la proximidad del mediodía para volver a la casa. Y luego, tardes eternas, de dulce tristeza silenciosa, en el mismo prado, hasta venir la noche, con el lucero vespertino por testigo mudo en la altura. Rodaban las nubes allá arriba, crecían las sombras de los árboles y de las peñas en la loma y en la cañada, se acostaban los pájaros, empezaban a brillar algunas estrellas en lo más oscuro del cielo azul, y Pinín y Rosa, los niños gemelos, los hijos de Antón de Chinta, teñida el alma de la dulce serenidad soñadora de la solemne y seria Naturaleza, callaban horas y horas, después de sus juegos, nunca muy estrepitosos, sentados cerca de la Cordera , que acompañaba el augusto silencio de tarde en tarde, con un blando son de perezosa esquila. En este silencio, en esta calma inactiva, había amores. Se amaban los dos hermanos como dos mitades de un fruto verde, unidos por la misma vida, con escasa conciencia de lo que en ellos era distinto, de cuanto los separaba; amaban Pinín y Rosa a la Cordera , la vaca abuela, grande, amarillenta, cuya testuz parecía una cuna. La Cordera recordaría a un poeta la zavala del Ramayana, la vaca santa; tenía en la amplitud de sus formas, en la solemne serenidad de sus pausados y nobles movimientos, aires y contornos de ídolo destronado, caído, contento con su suerte, más satisfecha con ser vaca verdadera que dios falso. La Cordera, hasta donde es posible adivinar estas cosas, puede decirse que también quería a los gemelos encargados de apacentarla. Era poco expresiva, pero la paciencia con que los toleraba cuando en sus juegos ella les servía de almohada, de escondite, de montura, y para otras cosas que ideaba la fantasía de los pastores, demostraba tácitamente el afecto del animal pacífico y pensativo. En tiempos difíciles, Pinín y Rosa habían hecho por la Cordera los imposibles de solicitud y cuidado. No siempre Antón de Chinta había tenido el prado Somonte. Este regalo era cosa relativamente nueva. Años atrás la Cordera tenía que salir a la gramática , esto es, a apacentarse como podía a la buena ventura de los caminos y callejas, de los rapados y escasos praderíos del común, que tanto tenían de vía pública como de pastos. Pinín y Rosa, en tales días de penuria, la guiaban a los mejores altozanos, a los parajes más tranquilos y menos

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esquilmados, y la libraban de las mil injurias a que están expuestas las pobres reses que tienen que buscar su alimento en los azares de un camino. En los días de hambre en el establo, cuando el heno escaseaba y el narvoso para estrar el lecho caliente de la vaca faltaba también, a Rosa y a Pinín debía la Cordera mil industrias que la hacían más suave la miseria. ¡Y qué decir de los tiempos heroicos del parto y la cría, cuando se entablaba la lucha necesaria entre el alimento y regalo de la nación y el interés de los Chintos, que consistía en robar a las ubres de la pobre madre toda la leche que no fuera absolutamente indispensable para que el ternerillo subsistiese! Rosa y Pinín, en tal conflicto, siempre estaban de parte de la Cordera , y en cuanto había ocasión, a escondidas, soltaban al recental, que, ciego y como loco, a testarazos contra todo, corría a buscar el amparo de la madre, que le albergaba bajo su vientre, volviendo la cabeza agradecida y solícita, diciendo, a su manera: "Dejad a los niños y a los recentales que vengan a mí." Estos recuerdos, estos lazos, son de los que no se olvidan. Añádase a todo que la Cordera tenía la mejor pasta de vaca sufrida del mundo. Cuando se veía emparejada bajo el yugo con cualquier compañera, fiel a la gamella, sabía someter su voluntad a la ajena; y horas y horas se la veía con la cerviz inclinada, la cabeza torcida, en incómoda postura, velando en pie mientras la pareja dormía en tierra. *** Antón de Chinta comprendió que había nacido para pobre cuando palpó la imposibilidad de cumplir aquel sueño dorado suyo de tener un corral propio con dos yuntas por lo menos. Llegó, gracias a mil ahorros, que eran mares de sudor y purgatorios de privaciones, llegó a la primera vaca, la Cordera ; y no pasó de ahí; antes de poder comprar la segunda, se vio obligado, para pagar atrasos al amo, el dueño de la casería , que llevaba en renta, a llevar al mercado a aquel pedazo de sus entrañas, la Cordera, el amor de sus hijos. Chinta había muerto a los dos años de tener la Cordera en casa. El establo y la cama del matrimonio estaban pared por medio, llamando pared a un tejado de ramas de castaño y de cañas de maíz. La Chinta, musa de la economía en aquel lugar miserable, había muerto mirando a la vaca por el boquete del destrozado tabique de ramaje, señalándola como salvación de la familia. "Cuidadla, es vuestro sustento", parecían decir los ojos de la pobre moribunda, que murió extenuada de hambre y de trabajo. El amor de los gemelos se había concentrado en la Cordera ; el regazo que tiene su cariño especial, que el padre no puede reemplazar, estaba al calor de la vaca, en el establo, y allí, en el Somonte. Todo esto lo comprendía Antón a su manera, confusamente. De la venta necesaria no había que decir palabra a los neños. Un sábado de julio, al ser de día, de mal humor, Antón echó a andar hacia Gijón, llevando la Cordera por delante, sin más atavío que el collar de esquila. Pinín y Rosa dormían. Otros días había que despertarlos a azotes. El padre los dejó tranquilos. Al levantarse se encontraron sin la Cordera . "Sin duda, mío pa la había llevado al xatu ." No cabía otra conjetura. Pinín y Rosa opinaban que la vaca iba de mala gana; creían ellos que no deseaba más hijos, pues todos acababa por perderlos pronto, sin saber cómo ni cuándo. Al oscurecer, Antón y la Cordera entraban por la corrada mohínos, cansados y cubiertos de polvo. El padre no dio explicaciones, pero los hijos adivinaron el peligro. No había vendido, porque nadie había querido llegar al precio que a él se le había puesto en la cabeza. Era excesivo; un sofisma del cariño. Pedía mucho por la vaca para que nadie se atreviese a llevársela. Los que se habían acercado a intentar fortuna se habían alejado

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pronto echando pestes de aquel hombre que miraba con ojos de rencor y desafío al que osaba insistir en acercarse al precio fijo en que él se abroquelaba.. Hasta el último momento del mercado estuvo Antón de Chinta en el Humedal, dando plazo a la fatalidad. "No se dirá, pensaba, que yo no quiero vender; son ellos, que no me pagan la Cordera en lo que vale:" Y, por fin, suspirando, si no satisfecho con cierto consuelo, volvió a emprender el camino por la carretera de Candás adelante, entre la confusión y el ruido de cerdos y novillos, bueyes y vacas, que los aldeanos de muchas parroquias del contorno conducían con mayor o menor trabajo, según eran de antiguo las relaciones entre dueños y bestias. En el Nataoyo, en el cruce de dos caminos, todavía estuvo expuesto el de Chinta a quedarse sin la Cordera ; un vecino de Carrió que le había rondado todo el día ofreciéndole pocos duros menos de los que pedía, le dio el último ataque, algo borracho. El de Carrió subía, subía, luchando entre la codicia y el capricho de llevar la vaca. Antón, como una roca. Llegaron a tener las manos enlazadas, parados en medio de la carretera, interrumpiendo el paso... Por fin, la codicia pudo más; el pico de los cincuenta les separó como un abismo; se soltaron las manos; cada cual tiró por su lado; Antón, por una calleja que, entre madreselvas que aún no florecían y zarzamoras en flor, le condujo hasta su casa.

*** Desde aquel día en que adivinaron el peligro, Pinín y Rosa no sosegaron. A media semana se personó el mayordomo en el corral de Antón. Era otro aldeano de la misma parroquia, de malas pulgas, cruel con los caseros atrasados. Antón, que no admitía reprimendas, se puso lívido ante las amenazas de desahucio. El amo no esperaba más. Bueno, vendería la vaca a vil precio, por una merienda. Había que pagar o quedarse en la calle. Al sábado inmediato acompañó al Humedal Pinín a su padre. El niño miraba con horror a los contratistas de carnes, que eran los tiranos del mercado.La Cordera fue comprada en su justo precio por un rematante de Castilla. Se la hizo una señal en la piel y volvió a su establo de Puao, ya vendida, ajena, tañendo tristemente la esquila. Detrás caminaban Antón de Chinta, taciturno, y Pinín, con ojos como puños. Rosa, al saber la venta, se abrazó al testuz de la Cordera , que inclinaba la cabeza a las caricias como al yugo. "¡Se iba la vieja!", pensaba con el alma destrozada Antón el huraño. "¡Ella era una bestia, pero sus hijos no tenían otra madre ni otra abuela" Aquellos días, en el pasto, en la verdura del Somonte, el silencio era fúnebre. La Cordera, que ignoraba su suerte, descansaba y pacía como siempre, sub specie æternitatis , como descansaría y comería un minuto antes de que el brutal porrazo la derribase muerta. Pero Rosa y Pinín yacían desolados, tendidos sobre la hierba, inútil en adelante. Miraban con rencor los trenes que pasaban y los alambres del telégrafo. Era aquel mundo desconocido, tan lejos de ellos por un lado y por otro, el que les llevaba su Cordera . El viernes al oscurecer fue la despedida. Vino un encargado del rematante de Castilla por la res. Pagó; bebieron un trago Antón y el comisionado, y se sacó a la quintana la

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Cordera . Antón había apurado la botella, estaba exaltado; el peso del dinero en el bolsillo le animaba también. Quería aturdirse. Hablaba mucho, alababa las excelencias de la vaca. El otro sonreía, porque las alabanzas de Antón eran impertinentes. ¿Que daba la res tantos y tantos litros de leche? ¿Que era noble en el yugo, fuerte con la carga? ¿Y qué, si dentro de pocos días había de estar reducida a chuletas y otros bocados suculentos? Antón no quería imaginar esto; se la figuraba viva, trabajando, sirviendo a otro labrador, olvidada de él y de sus hijos, pero viva, feliz...Pinín y Rosa, sentados sobre el montón de cucho , recuerdo para ellos sentimental de la Cordera y de los propios afanes, unidos por las manos, miraban al enemigo con ojos de espanto. En el supremo instante se arrojaron sobre su amiga; besos, abrazos, hubo de todo. No podían separarse de ella. Antón, agitada de pronto la excitación del vino, cayó como en un marasmo; cruzó los brazos y entró en el corral oscuro. Los hijos siguieron por un buen trecho por la calleja de altos setos al triste grupo del indiferente comisionado y la Cordera , que iba de mala gana con su desconocido y a tales horas. Por fin hubo que separarse. Antón, malhumorado, exclamaba desde la casa: - ¡Bah, bah, neños , acá vos digo; basta de pamemas ! - así gritaba de lejos el padre, con voz de lágrimas. Caía la noche; por la calleja oscura que hacían casi negra los altos setos formando casi bóveda, se perdió el bulto de la Cordera , que parecía negra de lejos. Después no quedó de ella más que el tintán pausado de la esquila, desvanecido, con la distancia, entre los chirridos melancólicos de cigarras infinitas. - ¡Adiós, Cordera ! - gritaba Rosa, deshecha en llanto -. ¡Adiós, Cordera de mio alma! - ¡Adiós, Cordera ! - repetía Pinín, no más sereno. - ¡Adiós! - contestó, por último, a su modo, la esquila, perdiéndose su lamento triste, resignado, entre los demás sonidos de la noche de julio en la aldea... *** Al día siguiente, muy temprano, a la hora de siempre, Pinín y Rosa fueron al prao Somonte. Aquella soledad no había sido nunca para ellos triste; aquel día, el Somonte sin la Cordera parecía el desierto. De repente, silbó la máquina, apareció el humo, luego el tren. En un furgón cerrado, con unas estrechas ventanas altas, o respiraderos, vislumbraron los hermanos gemelos cabezas de vacas, que, pasmadas, miraban por aquellos tragaluces. - ¡Adiós, Cordera ! - gritó Rosa, adivinando allí a su amiga, a la vaca abuela. - ¡Adiós, Cordera ! - vociferó Pinín con la misma fe, enseñando los puños al tren, que volaba, camino de Castilla. Y llorando, repetía el rapaz , más enterado que su hermana de las picardías del mundo: - La llevan al matadero... Carne de vaca para comer los señores, los curas, los indianos. - ¡Adiós, Cordera ! ... - ¡Adiós, Cordera ! ... Y Rosa y Pinín miraban con rencor la vía, el telégrafo, los símbolos de aquel mundo enemigo, que les arrebataba, que les devoraba a su compañera de tantas soledades, de tantas ternuras silenciosas para sus apetitos, para convertirla en manjares de ricos glotones. - ¡Adiós, Cordera ! ... - ¡Adiós, Cordera ! ...

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*** Pasaron muchos años. Pinín se hizo mozo y se lo llevó el rey. Ardía la guerra carlista. Antón de Chinta era casero de un cacique de los vencidos; no hubo influencia para declarar inútil a Pinín, que, por ser, era como un roble. Y una tarde triste de octubre, Rosa en el prao Somonte, sola, esperaba el paso del tren correo de Gijón que le llevaba a sus únicos amores, su hermano. Silbó a lo lejos la máquina, apareció el tren en la trinchera, pasó como un relámpago. Rosa, casi molida por las ruedas, pudo ver un instante en un coche de tercera multitud de cabezas de pobres quintos que gritaban, gesticulaban, saludando a los árboles, al suelo, a los campos, a toda la patria familiar, a la pequeña, que dejaban para ir a morir en las luchas fratricidas de la patria grande, al servicio de un rey y de unas ideas que no conocían. Pinín, con medio cuerpo fuera de una ventanilla, tendió los brazos a su hermana; casi se tocaron. Y Rosa pudo oír, entre el estrépito de las ruedas y la gritería de los reclutas, la voz distinta de su hermano, que sollozaba exclamando como inspirado por un recuerdo de dolor lejano: - ¡Adiós, Rosa!... ¡Adiós, Cordera ! ... - ¡Adiós, Pinín! ¡Pinín del mío alma! ... Allá iba, con la otra, como la vaca abuela, Se lo llevaba el mundo. Carne de vaca para los glotones, para los indianos; carne de su alma, carne de cañón para las locuras del mundo, para las ambiciones ajenas. Entre confusiones de dolor y de ideas, pensaba así la pobre hermana, viendo al tren perderse a lo lejos, silbando triste, con silbido que repercutían los castaños, las vegas y los peñascos... ¡Qué sola se quedaba! Ahora sí, ahora sí que era un desierto el prao Somonte. - ¡Adiós, Pinín!... ¡Adiós, Cordera ! ... Con qué odio miraba Rosa la vía manchada de carbones apagados; con qué ira los alambres del telégrafo. ¡Oh! Bien hacía la Cordera en no acercarse. Aquello era el mundo, lo desconocido, que se lo llevaba todo. Y, sin pensarlo, Rosa apoyó la cabeza sobre el palo clavado como un pendón en la punta del Somonte. El viento cantaba, en las entrañas del pino seco, su canción metálica. Ahora ya lo comprendía Rosa. Era canción de lágrimas, de abandono, de soledad, de muerte. En las vibraciones rápidas, como quejidos, creía oír, muy lejana, la voz que sollozaba por la vía delante: - ¡Adiós, Rosa!... ¡Adiós, Cordera ! . (¡Adiós , Cordera! ca. 1893)

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Miguel de Unamuno: EL MARQUÉS DE LUMBRÍA La casona solariega de los marqueses de Lumbría, el palacio, que es como se le llamaba en la adusta ciudad de Lorenza, parecía un arca de silenciosos recuerdos del misterio. A pesar de hallarse habitada, casi siempre permanecía con las ventanas y los balcones que daban al mundo cerrados. Su fachada, en la que se destacaba el gran escudo de armas del linaje de Lumbría, daba al Mediodía, a la gran plaza de la Catedral, y frente a la ponderosa fábrica de ésta; pero como el sol bañaba casi todo el día, y en Lorenza apenas hay días nublados, todos sus huecos permanecían cerrados. Y ello porque el excelentísimo señor marqués de Lumbría, don Rodrigo Suárez de Tejada, tenía horror a la luz del sol y al aire libre. "E1 polvo de la calle y la luz del sol --solía decir-- no hacen más que deslustrar los muebles y echar a perder las habitaciones, y luego, las moscas..." E1 marqués tenía verdadero horror a las moscas, que podían venir de un andrajoso mendigo, acaso de un tiñoso. E1 marqués temblaba ante posibles contagios de enfermedades plebeyas. Eran tan sucios los de Lorenza y su comarca... Por la trasera daba la casona al enorme tajo escarpado que dominaba al río. Una manta de yedra cubría por aquella parte grandes lienzos del palacio. Y aunque la yedra era abrigo de ratones y otras alimañas, el marqués la respetaba. Era una tradición de familia. Y en un balcón puesto allí, a la umbría, libre del sol y de sus moscas, solía el marqués ponerse a leer mientras le arrullaba el rumor del río, que gruñía en el congosto de su cauce, forcejeando con espumarajos por abrirse paso entre las rocas del tajo. El excelentísimo señor marqués de Lumbría vivía con dos hijas, Carolina, la mayor, y Luisa, y con su segunda mujer, doña Vicenta, señora de brumoso seso, que cuando no estaba durmiendo estaba quejándose de todo, y en especial del ruido. Porque así como el marqués temía al sol, la marquesa temía al ruido, y mientras aquél se iba en las tardes de estío a leer en el balcón en sombra, entre yedra, al son del canto secular del río, la señora se quedaba en el salón delantero a echar la siesta sobre una vieja butaca de raso, a la que no había tocado el sol, y al arrullo del silencio de la plaza de la Catedral. E1 marqués de Lumbría no tenía hijos varones, y ésta era la espina dolorosísima de su vida. Como que para tenerlos se había casado, a poco de enviudar con su mujer, con doña Vicenta, su señora, y la señora le había resultado estéril. La vida del marqués transcurría tan monótona y cotidiana, tan consuetudinaria y ritual, como el gruñir del río en lo hondo del tajo o como los oficios litúrgicos de la Catedral. Administraba sus fincas y dehesas, a las que iba de visita, siempre corta, de vez en cuando, y por la noche tenía su partida de tresillo con el penitenciario, consejero íntimo de la familia, un beneficiado y el registrador de la Propiedad. Llegaban a la misma hora, cruzaban la gran puerta, sobre la que se ostentaba la placa del Sagrado Corazón de Jesús con su "Reinaré en España y con más veneración que en otras partes," sentábanse en derredor de la mesita dispuesta ya, y al dar las diez se iban alejando, aunque hubiera puestas, para el siguiente día. Entretanto, la marquesa dormitaba y las hijas del marqués hacían labores, leían libros de edificación --acaso otros obtenidos a hurtadillas-- o reñían una con otra. Porque como para matar el tedio que se corría desde el salón cerrado al sol y a las moscas, hasta los muros vestidos de yedra, Carolina y Luisa tenían que reñir. La mayor, Carolina, odiaba al sol, como su padre, y se mantenía rígida y observante de las tradiciones de la casa; mientras Luisa gustaba de cantar, de asomarse a las ventanas y los balcones y hasta de

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criar en éstos flores de tiesto, costumbre plebeya, según el marqués. "¿No tienes el jardín?", le decía éste a su hija, refiriéndose a un jardincillo anexo al palacio, pero al que rara vez bajaban sus habitantes. Pero ella, Luisa, quería tener tiestos en el balcón de su dormitorio, que daba a una calleja de la plaza de la Catedral, y regarlos, y con este pretexto asomarse a ver quién pasaba. "Qué mal gusto de atisbar lo que no nos importa...", decía el padre; y la hermana mayor, Carolina, añadía: "¡No, sino de andar a caza!" Y ya la tenían armada. Y los asomos al balcón del dormitorio y el riego de las flores de tiesto dieron su fruto. Tristán Ibáñez del Gamonal, de una familia linajuda también y de las más tradicionales de la ciudad de Lorenza, se fijó en la hija segunda del marqués de Lumbría, a la que vió sonreír, con ojos como de violeta y boca como de geranio, por entre las flores del balcón de su dormitorio. Y ello fué que, al pasar un día Tristán por la calleja, se le vino encima el agua del riego que rebosaba de los tiestos, y al exclamar Luisa: "¡Oh, perdone, Tristán!", éste sintió como si la voz doliente de una princesa presa en un castillo encantado le llamara a su socorro. --Esas cosas-- hija --le dijo su padre--, se hacen en forma y seriamente. ¡Chiquilladas, no! --Pero, ¿a qué viene eso, padre? --exclamó Luisa. --Carolina te lo dirá. Luisa se quedó mirando a su hermana mayor, y ésta dijo: --No me parece, hermana, que nosotras, las hijas de los marqueses de Lumbría, hemos de andar haciendo las osas en cortejeos y pelando la pava desde el balcón como las artesanas. ¿Para eso eran las flores? --Que pida entrada ese joven --sentenció el padre, y pues que, por mi parte, nada tengo que oponerle, todo se arreglará. ¿Y tú, Carolina? --Yo --dijo ésta-- tampoco me opongo. Y se le hizo a Tristán entrar en la casa como pretendiente formal a la mano de Luisa. La señora tardó en enterarse de ello. Y mientras transcurría la sesión de tresillo, la señora dormitaba en un rincón de la sala, y, junto a ella, Carolina y Luisa, haciendo labores de punto o de bolillos, cuchicheaban con Tristán, al cual procuraban no dejarle nunca solo con Luisa, sino siempre con las dos hermanas. En esto era vigilantísimo el padre. No le importaba, en cambio, que alguna vez recibiera a solas Carolina al que debía de ser su cuñado, pues así le instruiría mejor en las tradiciones y costumbres de la casa. * * * Los contertulios tresillistas, la servidumbre de la casa y hasta los del pueblo, a quienes intrigaba el misterio de la casona, notaron que a poco de la admisión en ésta de Tristán como novio de la segundona del marqués, el ámbito espiritual de la hierática familia pareció espesarse y ensombrecerse. La taciturnidad del marqués se hizo mayor, la señora se quejaba más que nunca del ruido, y el ruido era mayor que nunca. Porque las riñas y querellas entre las dos hermanas eran mayores y más enconadas que antes, pero más silenciosas. Cuando, al cruzuse en un pasillo, la una insultaba a la otra, o acaso la pellizcaba, hacíanlo- como en susurro, y ahogaban las quejas. Sólo una vez oyó Mariana, la vieja doncella, que Luisa gritaba: "Pues lo sabrá toda la ciudad, ¡sí, lo sabrá la ciudad toda! ¡Saldré al balcón de la plaza de la Catedral a gritárselo a todo el mundo¡" "¡Calla!", gimió la voz del marqués, y luego una expresión tal, tan inaudita allí, que Mariana huyó despavorida de junto a la puerta donde escuchaba.

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A los pocos días de esto, el marqués se fué de Lorenza, llevándose consigo a su hija mayor, Carolina. Y en los días que permaneció ausente, Tristán no apareció por la casa. Cuando regresó el marqués solo una noche, se creyó obligado a dar alguna explicación a la tertulia del tresillo. "La pobre no está bien de salud --dijo mirando fijamente al penitenciario-; ello la lleva, ¡cosa de nervios!, a constantes disensiones, sin importancia, por supuesto, con su hermana, a quien, por lo demás, adora, y la he llevado a que se reponga." Nadie le contestó nada. Pocos días después, en familia, muy en familia, se celebraba el matrimonio entre Tristán Ibáñez del Gamonal y la hija segunda del escelentísimo señor marqués de Lumbría. De fuera no asistieron más que la madre del novio y los tresillistas. Tristán fue a vivir con su suegro, y el ámbito de la casona se espesó y entenebreció más aún. Las flores del balcón del dormitorio de la recién casada se ajaron por falta de cuidado; la señora se dormía más que antes, y el señor vagaba como un espectro, taciturno y cabizbajo, por el salón cerrado a la luz del sol de la calle. Sentía que se le iba la vida, y se agarraba a ella. Renunció al tresillo, lo que pareció, su despedida del mundo, si es que en el mundo vivió. "No tengo ya la cabeza para el juego --le dijo a su confidente el penitenciario--; me distraigo a cada momento y el tresillo no me distrae ya; sólo me queda prepararme a bien morir." Un día, amaneció con un ataque de perlesía. Apenas si recordaba nada. Mas en cuanto fué recobrándose, parecía agarrarse con más desesperado tesón a la vida. "No, no puedo morir hasta ver como queda la cosa." y a su hija, que le llevaba la comida a la cama, le preguntaba ansioso: "¿cómo va eso? ¿Tardará?" "Ya no mucho, padre." "Pues no me voy, no debo irme, hasta recibir al nuevo marqués; porque tiene que ser varón, ¡un varón!; hace aquí falta un hombre, y si no es un Suárez de Tejada, será un Rodrigo y un marqués de Lumbría." "Eso no depende de mí, padre..." "Pues eso más faltaba, hija --y le temblaba la voz al decirlo--, que después de habérsenos metido en casa ese... botarate, no nos diera un marqués... Era capaz de..." La pobre Luisa lloraba. Y Tristán parecía un reo y a la vez un sirviente. La excitación del pobre señor llegó al colmo cuando supo que su hija estaba para librar. Temblaba todo él con fiebre expectativa. "Necesitaba más cuidado que la parturienta" -dijo el médico. --Cuando dé a luz Luisa --le dijo el marqués a su yerno--, si es hijo, si es marqués, tráemelo en seguida, que lo vea, para que pueda morir tranquilo; traémelo tú mismo. Al oír el marqués aquel grito, incorporóse en la cama y quedó mirando hacia la puerta del cuarto, acechando. Poco después entraba Tristán, compungido, trayendo bien arropado al niño. "¡Marqués!" --gritó el anciano-- "¡Sí!" Echó un poco el cuerpo hacia adelante a examinar al recién nacido, le dió un beso balbuciente y tembloroso, un beso de muerte, y sin mirar siquiera a su yerno se dejó caer pesadamente sobre la almohada y sin sentido. Y sin haberlo recobrado murióse dos días después. Vistieron de luto, con un lienzo negro, el escudo de la fachada de la casona, y el negro del lienzo empezó desde luego a ajarse con el sol, que le daba de lleno durante casi todo el día. Y un aire de luto pareció caer sobre la casa toda, a la que no llevó alegría ninguna el niño. La pobre Luisa, la madre, salió extenuada del parto. Empeñóse en un principio en criar a la criatura, pero tuvo que desistir de ello. "Pecho mercenario..., pecho mercenario..." Suspiraba "¡Ahora, Tristán, a criar al marqués" --le repetía a su marido.

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Tristán había caido en una tristeza indefinible y se sentía envejecer. "Soy como una dependencia de la casa, casi un mueble" --se decía. Y desde la calleja solía contemplar el balcón del que fué dormitorio de Luisa, balcón ya sin tiestos de flores. --Si volviésemos a poner flores en tu balcón, Luisa... --se atrevió a decirle una vez a su mujer. --Aquí no hay más flor que el marqués --le contestó ella. El pobre sufría con que a su hijo no se le llamase sino el marqués. Y huyendo de casa, dió en refugiarse en la Catedral. Otras veces salía, yéndose no se sabía adónde. Y lo que más le irritaba era que su mujer ni intentaba averiguarlo. Luisa sentíase morir, que se le derretía gota a gota la vida. "Se me va la vida como un hilito de agua --decía--; siento que se me adelgaza la sangre; me zumba la cabeza, y si aún vivo, es porque me voy muriendo muy despacio... Y si lo siento, es por él, por mi marquesillo, sólo por él... !Qué triste vida la de esta casa sin sol!... Yo creía que tú, Tristán, me hubieses traído sol, y libertad, y alegría; pero no, tú no me has traído más que el marquesito... ¡Tráemelo!" Y le cubría de besos lentos, temblorosos y febriles. Y a pesar de que se hablaban, entre marido y mujer se interponía una cortina de helado silencio. Nada decían de lo que más les atormentaba las mentes y los pechos. Cuando Luisa sintió que el hilito de su vida iba a romperse, poniendo su mano fría sobre la frente del niño, de Rodriguín, le dijo al padre: "Cuida del marqués. ¡Sacrificate al marqués! ¡Ah, y a ella dile que la perdono!" "¿Y a mí?" --gimió Tristán. "¡A ti? ¡Tú no necesitas ser perdonado!" Palabras que cayeron como una terrible sentencia sobre el pobre hombre. Y poco después de oírlas se quedó viudo. * * * Viudo, joven, dueño de una considerable fortuna, la de su hijo el marqués, y preso en aquel lúgubre caserón cerrado al sol, con recuerdos que siendo de muy pocos años le parecían ya viejísimos. Pasábase las horas muertas en un balcón de la trasera de la casona, entre la yedra, oyendo el zumbido del río. Poco después reanudaba las sesiones del tresillo. Y se pasaba largos ratos encerrado con el penitenciario, revisando, se decía, los papeles del difunto marqués y arreglando su testamentaría. Pero lo que dió un día que hablar en toda la ciudad de Lorenza fué que, después de una ausencia de unos días, volvió Tristán a la casona con Carolina, su cuñada, y ahora su nueva mujer. ¿Pues no se decía que había entrado monja? ¿Dónde, y cómo vivió durante aquellos cuatro años? Carolina volvió arrogante y con un aire de insólito desafío en la mirada. Lo primero que hizo al volver fué mandar quitar el lienzo de luto que cubría el escudo de la casa "Que le dé el sol --exclamó--, que le dé el sol, y soy capaz de mandar embadurnarlo de miel para que se llene de moscas." Luego mandó quitar la yedra "Pero, Carolina --suplicaba Tristán--, ¡déjate de antiguallas!" El niño, el marquesito, sintió, desde luego, en su nueva madre al enemigo. No se avino a llamarla mamá, a pesar de los ruegos de su padre: la llamó siempre tía. "¿Pero quién le ha dicho que soy su tía? --preguntó ella-. ¿Acaso Mariana?" "No lo sé, mujer, no lo sé -contestaba Tristán--; pero aquí, sin saber cómo, todo se sabe." "¿Todo?" "Sí, todo; esta casa parece que lo dice todo..." "Pues callemos nosotros."

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La vida pareció adquirir dentro de la casona una recogida intensidad acerba. El matrimonio salía muy poco de su cuarto, en el que retenía Carolina a Tristán. Y en tanto, el marquesito quedaba a merced de los criados y de un preceptor que iba a diario a enseñarle las primeras letras, y del penitenciario, que se cuidaba de educarle en religión. Reanudóse la partida de tresillo; pero durante ella, Carolina, sentada junto a su marido, seguía las jugadas de éste y le guiaba en ellas. Y todos notaban que no hacía sino buscar ocasión de ponerle la mano sobre la mano, y que de continuo estaba apoyándose en su brazo. Y al ir a dar las diez, le decía: "¡Tristán, ya es hora!" Y de casa no salía él sino con ella, del brazo de él y barriendo la calle con una mirada de desafío. * * * El embarazo de Carolina fué penosísimo. Y parecía no desear al que iba a venir. Cuando hubo nacido, ni quiso verlo. Y al decirle que era una niña, que nació desmedrada y enteca, se limitó a contestar secamente: "¡Sí, nuestro castigo!" Y cuando poco después la pobre criatura empezó a morir, dijo la madre: "Para la vida que hubiese llevado..." Tú estás así muy solo --le dijo años después un día Carolina a su sobrino, el marquesito--; necesitas compañía y quien te estimule a estudiar, y así, tu padre y yo hemos decidido traer a casa a un sobrino, a uno que se ha quedado solo... El niño, que ya a la sazón tenía diez años, y que era de una precocidad enfermiza y triste, quedóse pensativo. Cuando vino el otro, el intruso, el huérfano, el marquesito se puso en guardia, y la ciudad toda de Lorenza no hizo sino comentar el extraordinario suceso. Todos creyeron que como Carolina no había logrado tener hijos suyos, propios, traía el adoptivo, el intruso, para molestar y oprimir al otro, al de su hermana... Los dos niños se miraron, desde luego, como enemigos, porque si imperioso era el uno, no lo era menos el otro. "Pues tú qué te crees --le decía Pedrito a Rodriguín--, ¿que porque eres marqués vas a mandarme?... Y si me fastidias mucho, me voy y te dejo solo." "Déjame solo, que es como quiero estar, y tú vuélvete adonde los tuyos." Pero llegaba Carolina, y con un "¡niños!" los hacía mirarse en silencio. --Tío-- (que así le llamaba) fué diciéndole una vez Pedrito a Tristán--, yo me voy, yo me quiero ir, yo quiero volverme con mis tías; no le puedo resistir a Rodriguito; siempre me está echando en cara que yo estoy aquí para servirte y como de limosna --Ten paciencia, Pedrín, ten paciencia; ¿no la tengo yo?-- y cogiéndole al niño la cabecita se la apretó a la boca y lloró sobre ella, lloró copiosa, lenta y silenciosamente. Aquellas lágrimas las sentía el niño como un riego de piedad. Y sintió una profunda pena por el pobre hombre, por el pobre padre del marquesito. La que no lloraba era Carolina. * * * Y sucedió que un día, estando marido y mujer muy arrimados en un sofá, cogidos de las manos y mirando al vacío penumbroso de la estancia, sintieron ruido de pendencia, y al punto entraron los niños, sudorosos y agitados. ¡Yo me voy! ¡Yo me voy!" --gritaba Pedrito--. "¡Vete, vete y no vuelvas a mi casa!" --le contestaba Rodriguín. Pero cuando Carolina vió sangre en las narices de Pedrito, saltó como una leona hacia él, gritando: "¡Hijo mío! ¡Hijo mío!" Y luego, volviéndose al marquesito, le escupió esta palabra: "¡Caín!"

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--¿Caín? ¿Es acaso mi hermano? --preguntó abriendo cuanto pudo los ojos el marquesito. Carolina vaciló un momento. Y luego, como apuñándose el corazón, dijo con voz ronca: "¡Pedro es mi hijo!" --¡Carolina! --gimió su marido. --Sí--prosiguió el marquesito--, ya presumía yo que era su hijo, y por ahí lo dicen... Pero lo que no sabemos es quien sea su padre, ni si lo tiene. Carolina se irguió de pronto. Sus ojos centelleaban y le temblaban los labios. Cogió a Pedrillo, a su hijo, lo apretó entre sus rodillas y, mirando duramente a su marido, exclamó: --¿Su padre? Dile tú, el padre del marquesito, dile tú al hijo de Luisa, de mi hermana, dile tú al nieto de don Rodrigo Suárez de Tejada, marqués de Lumbría, dile quién es su padre. ¡Díselo! ¡Díselo, que si no, se lo diré yo! ¡Díselo! --!Carolina! --suplicó, llorando, Tristán. --¡Díselo! ¡Dile quién es el verdadero marqués de Lumbría! --No hace falta que me lo diga --dijo el niño. --Pues bien, sí: el marqués es éste, éste y no tú; éste, que nació antes que tú, y de mi que era la mayorazga, y de tu padre, sí, de tu padre. Y el mío, por eso del escudo... Pero yo haré quitar el escudo, y abriré todos los balcones al sol, y haré que se le reconozca a mi hijo como quien es: como el marqués. Luego, empezó a dar voces llamando a la servidumbre, y a la señora, que dormitaba, ya casi en la imbecilidad de la segunda infancia. Y cuando tuvo a todos delante, mandó abrir los balcones de par en par, y a grandes voces se puso a decir con calma: --Éste, éste es el marqués, éste es el verdadero marqués de Lumbría; éste es el mayorazgo. Este es el que yo tuve de Tristán, de este mismo Tristán que ahora se esconde y llora, cuando é1 acababa de casarse con mi hermana, al mes de haberse ellos casado. Mi padre, el excelentísimo señor Marqués de Lumbría, me sacrificó a sus principios, y acaso también mi hermana estaba comprometida como yo... --¡Carolina! --gimió el marido. --Cállate, hombre, que hoy hay que revelarlo todo. Tu hijo, vuestro hijo, ha arrancado sangre, ¡sangre azul!, no, sino roja, y muy roja, de nuestro hijo, de mi hijo, del marqués... --¡Qué ruido, por Dios! --se quejó la señora, acurrucándose en una butaca de un rincón. --Y ahora --prosiguió Carolina dirigiéndose a los criados--, id y propalad el caso por toda la ciudad; decid en las plazuelas y en los patios y en las fuentes lo que me habéis oído; que lo sepan todos, que conozcan todos la mancha del escudo. --Pero si toda la ciudad lo sabía ya --susurró Mariana. --¿Cómo? --gritó Carolina. --Sí, señorita, sí; lo decían todos... --Y para guardar un secreto que lo era a voces, para ocultar un enigma que no lo era para nadie, para cubrir unas apariencias falsas ¿hemos vivido así, Tristán? ¡Miseria y nada más! Abrid esos balcones, que entre la luz, toda la luz y el polvo de la calle y las moscas, mañana mismo se quitará el escudo. Y se pondrán tiestos de flores en todos los balcones, y se dará una fiesta invitando al pueblo de la ciudad, al verdadero pueblo. Pero no; la fiesta se dará el día en que éste, mi hijo, vuestro hijo, el que el penitenciario llama hijo del pecado, cuando el verdadero pecado es el que hizo hijo al otro, el día en que éste sea reconocido como quien es y marqués de Lumbría. Al pobre Rodriguín tuvieron que recogerle de un rincón de la sala. Estaba pálido y febril. Y negóse luego a ver ni a su padre ni a su hermano.

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--Le meteremos en un colegio --sentenció Carolina. * * * En toda la ciudad de Lorenza no se hablaba luego sino de la entereza varonil con que Carolina llevaba adelante sus planes. Salía a diario, llevando del brazo y como a un prisionero a su marido, y de la mano al hijo de su mocedad. Mantenía abiertos de par en par los balcones todos de la casona, y el sol ajaba el raso de los sillones y hasta daba en los retratos de los antepasados. Recibía todas las noches a los tertulianos del tresillo, que no se atrevieron a negarse a sus invitaciones, y era ella misma la que, teniendo al lado a su Tristán, jugaba con las cartas de éste. Y le acariciaba delante de los tertulianos, y dándole golpecitos en la mejilla: "¡Pero qué pobre hombre eres, Tristán!" Y luego a los otros: "¡Mi pobre maridito no sabe jugar solo!" Y cuando se habían ellos ido, le decía a él: "¡La lástima es, Tristán, que no tengamos más hijos... después de aquella pobre niña...; aquélla sí que era hija del pecado, aquélla y no nuestro Pedrín...; pero ahora, a criar a éste, al marqués!" Hizo que su marido lo reconociera como suyo, engendrado antes de él, su padre, haberse casado, y empezó a gestionar para su hijo, para su Pedrín, la sucesión del título. El otro, en tanto, Rodriguín, se consumía de rabia y de tristeza en un colegio. --Lo mejor sería --decía Carolina-- que le entre la vocación religiosa; ¿no la has sentido tú nunca, Tristán? Porque me parece que más naciste tú para fraile que para otra cosa... --Y que lo digas tú, Carolina... --se atrevió a insinuar suplicante su marido. --¡Sí, yo; lo digo yo, Tristán! Y no quieras envanecerte de lo que pasó, y que el penitenciario llama nuestro pecado, y mi padre, el marqués, la mancha de nuestro escudo. ¿Nuestro pecado? ¡El tuyo, no, Tristán; el tuyo no! ¡Fui yo quien te seduje, yo! Ella, la de los geranios, la que te regó el sombrero, el sombrero, y no la cabeza, con el agua de sus tiestos, ella te trajo acá, a la casona; pero quien te ganó fui yo. ¡Recuérdalo! Yo quise ser la madre del marqués. Sólo que no contaba con el otro. Y el otro era fuerte, más fuerte que yo. Quise que te rebelaras, y tú no supiste, no pudiste rebelarte... --Pero, Carolina... --Sí, sí, sé bien todo lo que hubo; lo sé. Tu carne ha sido siempre muy flaca. Y tu pecado fué el dejarte casar con ella; ése fué tu pecado. ¡Y lo que me hiciste sufrir! Pero yo sabía que mi hermana, que Luisa, no podría resistir a su traición y a tu ignominia. Y esperé. Esperé pacientemente y criando a mi hijo. Y ¡lo que es criarlo cuando media entre los dos un terrible secreto! ¡Le he criado para la venganza ¡Y a ti, a su padre... --Sí, que me despreciará... --¡No, despreciarte, no! ¿Te desprecio yo acaso? --¿Pues qué otra cosa? --¡Te compadezco! Tú despertaste mi carne y con ella mi orgullo de mayorazga. Como nadie se podía dirigir a mí sino en forma y por medio de mi padre..., como yo no iba a asomarme como mi hermana al balcón, a sonreír a la calle..., como aquí no entraban más hombres que patanes de campo... Y cuando entraste aquí te hice sentir que la mujer era yo, yo y no mi hermana... ¿Quieres que te recuerde la caída? --¡No, por Dios, Carolina, no! --Sí, mejor es que no te la recuerde. Y eres el hombre caído. ¿Ves cómo te decía que naciste para fraile? Pero no, no, tú naciste para que yo fuese la madre del marqués de Lumbría, de don Pedro Ibáñez del Gamonal y Suárez de Tejada. De quien haré un hombre. Y le mandaré labrar un escudo nuevo, de bronce, y no de piedra. Porque he hecho quitar el de

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piedra para poner en su lugar otro de bronce. Y en él una mancha roja, de rojo de sangre, de sangre roja, de sangre roja como la que su hermano, su medio hermano, tu otro hijo, el hijo de la traición y del pecado le arrancó de la cara, roja como mi sangre, como la sangre que también me hiciste sangrar tú... No te aflijas --y al decirle esto le puso la mano sobre la cabeza--, no te acongojes, Tristán, mi hombre... Y mira ahí, mira el retrato de mi padre, y dime tú, que le viste morir, qué diría si viese a su otro nieto, al marqués... ¡Conque te hizo que le llevaras a tu hijo, al hijo de Luisa! Pondré en el escudo de bronce un rubí, y el rubí chispeará al sol. ¿Pues qué creíais, que no había sangre, sangre roja, roja y no azul, en esta casa? Y ahora, Tristán, en cuanto dejemos dormido a nuestro hijo, el marqués de sangre roja, vamos a acostarnos. Tristán inclinó la cabeza bajo un peso de siglos.

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José Martí: El Padre Las Casas

Cuatro siglos es mucho, son cuatrocientos años. Cuatrocientos años hace que vivió el Padre Las Casas, y parece que está vivo todavía, porque fue bueno. No se puede ver un lirio sin pensar en el Padre Las Casas, porque con la bondad se le fue poniendo de lirio el color, y dicen que era hermoso verlo escribir, con su túnica blanca, sentado en su sillón de tachuelas, peleando con la pluma de ave porque no escribía de prisa. Y otras veces se levantaba del sillón, como si le quemase; se apretaba las sienes con las dos manos, andaba a pasos grandes por la celda, y parecía como si tuviera un gran dolor. Era que estaba escribiendo, en su libro famoso de la Destrucción de las Indias , los horrores que vio en las Américas cuando vino de España la gente a la conquista. Se le encendían los ojos, y se volvía a sentar, de codos en la mesa, con la cara llena de lágrimas. Así pasó la vida, defendiendo a los indios. Aprendió en España a licenciado, que era algo en aquellos tiempos, y vino con Colón a la isla Española en un barco de aquellos de velas infladas y como cáscara de nuez. hablaba mucho a bordo, y con muchos latines. Decían los marineros que era grande su saber para un mozo de veinticuatro años. El sol, lo veía él siempre salir sobre cubierta. Iba alegre en el barco, como aquel que va a ver maravillas. Pero desde que llegó, empezó a hablar poco. La tierra, si, era muy hermosa, y se vivía como en una flor; ¡pero aquellos conquistadores asesinos debían de venir del infierno, no de España! Español era él también, y su padre, y su madre; pero él no salía por las islas Lucayas a robarse a los indios libres; ¡porque en diez años ya no quedaba indio vivo de los tres millones, o más, que hubo en la Española!: él no los iba cazando con perros hambrientos, para matarlos a trabajo en las minas; él no les quemaba las manos y los pies cuando se sentaban porque no podían andar, o se les caía el pico porque ya no tenían fuerzas; él no los azotaba, hasta verlos desmayar, porque no sabían decirle a su amo dónde había más oro; él no se gozaba con sus amigos, a la hora de comer, porque el indio de la mesa no pudo con la carga que traía de la mina, y le mandó cortar en castigo las orejas; él no se ponía el jubón de lujo, y aquella capa que llamaban ferreruelo, para ir muy galán a la plaza, a las doce, a ver la quema que mandaba hacer la justicia del gobernador, la quema de los cinco indios. El los vio quemar, los vio mirar con desprecio desde la hoguera a sus verdugos; y ya nunca se puso más el jubón negro, ni cargó caña de oro, como los otros licenciados ricos y regordetes, sino que se fue a consolar a los indios por el monte, sin más ayuda que su bastón de rama de árbol. Al monte se habían ido, a defenderse, cuantos indios de honor quedaban en la Española. Como amigos habían recibido ellos a los hombres blancos de las barbas; ellos les habían regalado con su miel y su maíz, y el mismo rey Behechio le dio de mujer a un español hermoso su hija Higuemota, que era como la torcaza y como la palma real; ellos les habían enseñado sus montañas de oro, y sus ríos de agua de oro, y sus adornos, todos de oro fino, y les habían puesto sobre la coraza y guanteletes de la armadura pulseras de las suyas, y collares de oro; ¡y aquellos hombres crueles los cargaban de cadenas; les quitaban sus indias, y sus hijos; los metían en lo hondo de la mina, a halar la carga de piedra con la frente; se los repartían, y los marcaban con el hierro, como esclavos! : en la carne viva los marcaban con el hierro. En aquel país de pájaros y de frutas los hombres eran bellos y amables; pero no eran fuertes. Tenían el pensamiento azul como el cielo, y claro como el arroyo; pero no sabían matar, forrados de hierro, con el arcabuz cargado de pólvora. Con huesos de fruta y con gajos

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de mamey no se puede atravesar una coraza. Caían, como las plumas y las hojas. Morían de pena, de furia, de fatiga, de hambre, de mordidas de perros. ¡Lo mejor era irse al monte, con el valiente Guaroa, y con el niño Guarocuya, a defenderse con las piedras, a defenderse con el agua, a salvar al reyecito bravo, a Guarocuya! Él saltaba el arroyo, de orilla a orilla; él clavaba la lanza lejos, como un guerrero; a la hora de andar, a la cabeza iba él; se le oía la risa de noche, como un canto; lo que él no quería era que lo llevase nadie en hombros. Así iban por el monte, cuando se les apareció entre los españoles armados el Padre Las Casas, con sus ojos tristísimos, con su jubón y su ferreruelo. Él no les disparaba el arcabuz; él les abría los brazos. Y le dio un beso a Guarocuya. Ya en la isla lo conocían todos, y en España hablaban de él. Era flaco, y de nariz muy larga, y la ropa se le caía del cuerpo, y no tenía más poder que el de su corazón; pero de casa en casa andaba echando en cara a los encomenderos la muerte de los indios de las encomiendas; iba a palacio, a pedir al gobernador que mandase cumplir las ordenanzas reales; esperaba en el portal de la audiencia a los oidores, caminando de prisa, con las manos a la espalda para decirles que venía lleno de espanto, que había visto morir a seis mil niños indios en tres meses. Y los oidores le decían: "Cálmese, licenciado, que ya se hará justicia"; se echaban el ferreruelo al hombro, y se iban a merendar con los encomenderos, que eran los ricos del país, y tenían buen vino y buena miel de Alcarria Ni merienda ni sueño había para Las Casas; sentía en sus carnes mismas los dientes de los molosos que los encomenderos tenían sin comer, para que con el apetito les buscasen mejor a los indios cimarrones; le parecía que era su mano la que chorreaba sangre, cuando sabía que, porque no pudo con la pala, le habían cortado a un indio la mano; creía que él era el culpable de toda la crueldad, porque no la remediaba; sintió como que se iluminaba y crecía, y como que eran sus hijos todos los indios americanos. De abogado no tenía autoridad, y lo dejaban solo; de sacerdote tendría la fuerza de la iglesia, y volvería a España, y daría los recados del cielo, y si la Corte no acababa con el asesinato, con el tormento, con la esclavitud, con las minas, haría temblar a la Corte. Y el día en que entró de sacerdote, toda la isla fue a verlo, con el asombro de que tomara aquella carrera un licenciado de fortuna; y las indias le echaron al pasar a sus hijitos, a que le besasen los hábitos. Entonces empezó su medio siglo de pelea, para que los indios no fuesen esclavos; de pelea en las Américas; de pelea en Madrid; de pelea con el rey mismo; contra España toda, él solo, de pelea. Colón fue el primero que mandó a España a los indios en esclavitud, para pagar con ellos las ropas y comidas que traían a América los barcos españoles. Y en América había habido repartimiento de indios y cada cual de los que vino de conquista, tomó en servidumbre su parte de la indiada, y la puso a trabajar para él, a morir para él, a sacar el oro de que estaban llenos los montes y los ríos. La reina, allá en España, dicen que era buena, y mandó a un gobernador que sacase a los indios de la esclavitud; pero los encomenderos le dieron al gobernador buen vino, y muchos regalos, y su porción en las ganancias, y fueron más que nunca los muertos, las manos cortadas, los siervos de las encomiendas, los que se echaban de cabeza al fondo de las minas. "Yo he visto traer a centenares maniatadas a estas amables criaturas, y darles muerte a todas juntas, como a las ovejas". Fue a Cuba de cura con Diego Velázquez, y volvió de puro horror, porque antes que para hacer casas, derribaban los árboles para ponerlos de leña a las quemazones de los taínos. En una isla donde había quinientos mil "vio con sus ojos" los indios que quedaban: once. Eran aquellos conquistadores soldados bárbaros, que no sabían los mandamientos de la ley, ¡y tomaban a los indios de esclavos, para enseñarles la doctrina cristiana, a latigazos y a mordidas! De noche, desvelado de la angustia, hablaba con su amigo Rentería, otro español de oro. ¡Al rey había

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que ir a pedir justicia, al rey Fernando de Aragón! Se embarcó en la galera de tres palos, y se fue a ver al rey. Seis veces fue a España, con la fuerza de su virtud, aquel padre que "no probaba carne". Ni al rey le tenía miedo, ni a la tempestad. Se iba a cubierta cuando el tiempo era malo; y en la bonanza se estaba el día en el puente, apuntando sus razones en papel de hilo, y dando a que le llenaran de tinta el tintero de cuerno "porque la maldad no se cura sino con decirla, y hay mucha maldad que decir, y la estoy poniendo donde no me la pueda negar nadie, en latín y en castellano". Si en Madrid estaba el rey, antes que a la posada a descansar del viaje, iba a palacio. Si estaba en Viena cuando el rey Carlos de los españoles era emperador de Alemania, se ponía un hábito nuevo, y se iba a Viena. Si era su enemigo Fonseca el que mandaba en la junta de abogados y clérigos que tenía el rey para las cosas de América, a su enemigo se iba a ver, y a ponerle pleito al Consejo de Indias. Si el cronista Oviedo, el de la Natural Historia de las Indias , había escrito de los americanos las falsedades que los que tenían las encomiendas le mandaban poner, le decía a Oviedo mentiroso, aunque le estuviera el rey pagando por escribir las mentiras. Si Sepúlveda, que era el maestro del rey Felipe, defendía en sus "conclusiones" el derecho de la corona a repartir como siervos y a dar muerte a los indios, porque no eran cristianos, a Sepúlveda le decía que no tenían culpa de estar sin la cristiandad los que no sabían que hubiera Cristo, ni conocían las lenguas en que de Cristo se hablaba, ni tenían más noticias de Cristo que la que les habían llevado los arcabuces. Y si el rey en persona le arrugaba las cejas, como para cortarle el discurso, crecía unas cuantas pulgadas a la vista del rey, se le ponía ronca y fuerte la voz, le temblaba en el puño el sombrero, y al rey le decía, cara a cara, que el que manda a los hombres ha de cuidar de ellos, y si no los sabe cuidar, no los puede mandar, y que lo había de oír en paz, porque él no venía con manchas de oro en el vestido blanco, ni traía más defensa que la cruz. O hablaba, o escribía, sin descanso. Los frailes dominicanos lo ayudaban, y en el convento de los frailes se estuvo ocho años, escribiendo. Sabía religión y leyes, y autores latinos que era cuanto en su tiempo se aprendía; pero todo lo usaba hábilmente para defender el derecho del hombre a la libertad, y el deber de los gobernantes a respetárselo. Eso era mucho decir, porque por eso quemaban entonces a los hombres. Llorente, que ha escrito la Vida de Las Casas , escribió también la Historia de la Inquisición , que era quien quemaba; el rey iba de gala a ver la quemazón, con la reina y los caballeros de la corte; delante de los condenados venían cantando los obispos, con un estandarte verde; de la hoguera salía un humo negro. Y Fonseca y Sepúlveda querían que "el clérigo" Las Casas dijese en sus disputas algún pecado contra la autoridad de la Iglesia, para que los inquisidores lo condenaran por hereje. Pero "el clérigo" le decía a Fonseca: "¡Lo que yo digo es lo que dijo en su testamento la buena reina Isabel; y tú me quieres mal y me calumnias, porque te quito el pan de sangre que comes, y acuso la encomienda de indios que tienes en América!" Y a Sepúlveda, que ya era confesor de Felipe II, le decía: "Tú eres disputador famoso y te llaman el Livio de España por tus historias; pero yo no tengo miedo al elocuente que habla contra su corazón, y que defiende la maldad, y te desafío a que me pruebes en plática abierta que los indios son malhechores y demonios, cuando son claros y buenos como la luz del día, e inofensivos y sencillos como las mariposas." Y duró cinco días la plática con Sepúlveda. Sepúlveda empezó con desdén, y acabó turbado. El clérigo lo oía con la cabeza baja y los labios temblorosos, y se le veía hincharse la frente. En cuanto Sepúlveda se sentaba satisfecho, como el que hincó el alfiler donde quiso, se ponía el clérigo en pie, magnífico, regañón, confuso, apresurado. "¡No es verdad que los indios de México mataran cincuenta mil en sacrificios al año, sino veinte apenas, que es menos de lo que mata España en la horca!" "¡No es verdad que sean gente bárbara y de pecados horrribles, porque no hay pecado suyo que no lo tengamos más los europeos; ni somos nosotros quien, con todos nuestros cañones y nuestra avaricia, para

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compararnos con ellos en tiernos y amigables; ni es para tratarlo como a fiera un pueblo que tiene virtudes, y poetas, y oficios, y gobierno, y artes!" "¡No es verdad, sino iniquidad, que el modo mejor que tenga el rey para hacerse de súbditos sea exterminarlos, ni el modo mejor de enseñar la religión a un indio sea echarlo en nombre de la religión a los trabajos de las bestias; y quitarle los hijos y lo que tienen de comer; y ponerlo a halar de la carga con la frente como los bueyes!" Y citaba versículos de la biblia, artículos de la ley, ejemplos de la historia, párrafos de los autores latinos, todo revuelto y de gran hermosura, como caen las aguas de un torrente, arrastrando en la espuma las piedras y las alimañas del monte. Solo estuvo en la pelea, solo cuando Fernando, que a nada se supo atrever, ni quería descontentar a los de la conquista, que le mandaban a la Corte tan buen oro; solo cuando Carlos V, que de niño lo oyó con veneración, pero lo engañaba después, cuando entró en ambiciones que requerían mucho gastar, y no estaba para ponerse por las "cosas del clérigo" en contra de los de América, que le enviaban de tributo galeones de oro y joyas; solo cuando Felipe II, que se gastó un reino en procurarse otro, y lo dejó todo a su muerte envenenado y frío, como el agujero en que ha dormido la víbora. Si iba a ver al rey, se encontraba la antesala llena de amigos de los encomenderos, todos de seda y sombreros de plumas, con collares de oro de los indios americanos; al ministro no le podía hablar, porque tenía encomiendas él, y tenía minas, o gozaba los frutos de las que poseía en cabeza de otros. De miedo de perder el favor de la Corte, no le ayudaban los mismos que no tenían en América interés. Los que más lo respetaban, por bravo, por justo, por astuto, por elocuente, no lo querían decir, o lo decían donde no los oyeran; porque los hombres suelen admirar al virtuoso mientras no los avergüenza con su virtud o les estorba las ganancias; pero en cuanto se les pone en su camino, bajan los ojos al verlo pasar, o dicen maldades de él, o dejan que otros las digan, o lo saludan a medio sombrero, y le van clavando la puñalada en la sombra. El hombre virtuoso debe ser fuerte de ánimo, y no tenerle miedo a la soledad, ni esperar a que los demás les ayuden, porque estará siempre solo; ¡pero con la alegría de obrar bien, que se parece al cielo de la mañana en la claridad! Y como él era tan sagaz que no decía cosa que pudiera ofender al rey ni a la Inquisición, sino que pedía la bondad con los indios para bien del rey, y para que se hiciesen más de veras cristianos, no tenían los de la Corte modo de negársele a las claras, sino que fingían estimarle mucho el celo, y una vez le daban el título de "Protector Universal de los Indios", con la firma de Fernando, pero sin modo de que le acatasen la autoridad de proteger; y otra, al cabo de cuarenta años de razonar, le dijeron que pusiera en papel las razones por qué opinaba que no debían ser esclavos los indios; y otra le dieron poder para que llevase trabajadores de España a una colonia de Cumaná donde se había de ver a los indios con amor, y no halló en toda España sino cincuenta que quisieran ir a trabajar, los cuales fueron, con un vestido que tenían una cruz al pecho, pero no pudieron poner la colonia, porque "el adelantado" había ido antes que ellos con las armas, y los indios enfurecidos disparaban sus flechas de punta envenenada contra todo el que llevaba cruz. Y por fin le encargaron, como para entretenerlo, que pidiese las leyes que le parecían a él bien para los indios, "¡cuantas leyes quisiera, pues, que por ley más o menos no hemos de pelear!" y él las escribía, y las mandaba el rey cumplir, pero en el barco iba la ley, y el modo de desobedecerla. El rey les daba audiencia, y hacía como que le tomaba consejo; pero luego entraba Sepúlveda, con sus pies blandos y sus ojos de zorra, a traer los recados de los que mandaban los galeones, y lo que se hacía de verdad era lo que decía Sepúlveda. Las Casas lo sabía, lo sabía bien; pero ni bajó el tono, ni se cansó de acusar, ni de llamar crimen a lo que era, ni de contar en su "Descripción" las "crueldades", para que el rey mandara al menos que no fuesen tantas, por la vergüenza de que las supiera el mundo. El nombre de los malos no lo decía; porque era noble y les tuvo compasión. Y escribía como hablaba, con la letra fuerte y desigual, llena de

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chispazos de tinta, como un caballo que lleva de jinete a quien quiere llegar pronto, y va levantando el polvo y sacando luces de la piedra. Fue obispo por fin; pero no de Cuzco, que era obispado rico, sino de Chiapas, donde por lo lejos que estaba el virrey, vivían los indios en mayor esclavitud. Fue a Chiapas, a llorar con los indios; pero no sólo a llorar, porque con lágrimas y quejas no se vence a los pícaros, sino a acusarlos sin miedo, a negarles la iglesia a los españoles que no cumplían con la ley nueva que mandaba poner libres a los indios, a hablar en los consejos del ayuntamiento, con discursos que eran a la vez tiernos y terribles, y dejaban a los encomenderos atrevidos como los árboles cuando ha pasado el vendaval. Pero los encomenderos podían más que él, porque tenían el gobierno a su lado; y le componían cantares en que le decían traidor y español malo; y le daban de noche músicas de cencerro, y le disparaban arcabuces a la puerta para ponerle en temor, y le rodeaban el convento armados - todos armados, contra un viejo flaco y solo. Y hasta le salieron al camino de Ciudad Real para que no volviera a entrar en la población. Él venía a pie, con su bastón, y con dos españoles buenos, y un negro que lo quería como a padre suyo; porque es verdad que Las Casas, por el amor de los indios, aconsejó al principio de la conquista que se siguiese trayendo esclavos negros, que resistían mejor el calor; pero luego que les vio padecer, se golpeaba el pecho y decía: "¡con mi sangre quisiera pagar el pecado de aquel consejo que di por mi amor a los indios!" Con su negro cariñoso venía, y los dos españoles buenos. Venía tal vez de ver cómo salvaba a la pobre india que se le abrazó a las rodillas a la puerta de su templo mexicano, loca de dolor porque los españoles le habían matado al marido de su corazón, que fue de noche a rezarle a los dioses; ¡y vio de pronto Las Casas que eran indios los centinelas que los españoles le habían echado para que no entrase! ¡Él les daba a los indios su vida, y los indios venían a atacar a su salvador, porque se lo mandaban quienes los azotaban! Y no se quejó, sino que dijo así: "Pues por eso, hijos míos, os tengo que defender más, porque os tienen tan martirizados que no tenéis ya valor ni para agradecer". Y los indios llorando, se echaron a sus pies, y les pidieron perdón. Y entró en Ciudad Real, donde los encomenderos lo esperaban, armados de arcabuz y cañón, como para ir a la guerra. Casi a escondidas tuvo que embarcarlo para España el virrey, porque los encomenderos lo querían matar. Él se fue a su convento, a pelear, a defender, a llorar, a escribir. Y murió, sin cansarse, a los noventa y dos años.

(La Edad de Oro, 1889)

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Dámaso Alonso:

Primer conocimiento de la obra poética

Dos son los conocimientos normales de la materia literaria, digamos, en especial, de la poesía, puesto que el presente libro va a versar sobre poesía. No olvidemos una verdad de Pero Grullo: que las obras literarias no han sido escritas para comentaristas o críticos (aunque a veces críticos y comentaristas se crean otra cosa). Las obras literarias han sido escritas para un ser tierno, inocentísimo y profundamente interesante: "el lector". Las obras literarias no nacieron para ser estudiadas y analizadas, sino para ser leídas y discretamente intuidas. Ni el Quijote se creó para los cervantistas (aunque haya algún cervantista que piense de otro modo), ni el teatro de Shakespeare para la filología alemana. El árbol está ahí para recrearnos con su sombra o para alimentarnos con su fruto, o simplemente para ser una delicia de los ojos ahora que el viento graciosamente lo cimbrea. ¿Quién pensaría que nació para que desgarremos sus partes, para que las escudriñemos, para que apliquemos a su cerne el microtomo y sometamos las más secretas células a nuestra curiosidad microscópica? ¿Monstruoso, no? Pues este crimen intentan día a día, eruditos dieciochescos a palo seco y filólogos de los que tienen por lema "spiritus occidit". A ambos lados de la obra literaria hay dos intuiciones: la del autor y la del lector. La obra es registro, misterioso depósito de la primera, y dormido despertador de la segunda. La obra supone esas dos intuiciones, y no es perfecta sin ellas. Exagerando la dirección de nuestro concepto, diríamos que la obra principia sólo en el momento en que sucita la intuición del lector, porque sólo entonces comienza a ser operante. El primer conocimiento de la obra poética es, pues, el del lector, y consiste en una intuición totalizadora, que, iluminada por la lectura, viene como a reproducir la intuición totalizadora que dio origen a la obra misma, es decir, la de su autor. Este conocimiento intuitivo que adquiere el lector de una obra literaria es inmediato, y tanto más puro cuanto menos elementos extraños se hayan interpuesto entre ambas intuiciones. Intuición artística e intuición científica ¿Cómo es, en qué consiste la revelación de un contenido de arte, esa iluminación que una mente transmite a otra? Estas intuiciones (la del creador y la del lector) literarias, artísticas, se diferencian de la científica (mucho más simple) en que movilizan, por decirlo así, la totalidad psíquica del hombre: la memoria, a la cual llamamos fantasía cuando - en un estado lúcido, que tiene sin embargo relación con el ensueño - entremezcla con libertad sus datos, al par que los actualiza (realidad ilusoria: se trata de una intuición fantástica); la voluntad, que matiza afectivamente la imagen, deseada o repelida (aunque con "querencia" no práctica, es decir, sin finalidad posesoria1 : se trata de una intuición afectiva); y en fin - en 1

El lector de una novela goza y padece, en cuanto que, en cierto modo se encarna en los personajes, aunque sabe en cada momento que todo es ficción. Sin embargo, los límites son difíciles de señalar; a veces, el poder de sugestión es tan grande, que al lector se le mezclan ficción y realidad. Así ocurre precisamente en los más bajos géneros literarios o con público psicológicamente débil: Juanito (de ocho años), que está sentado a mi lado en la sala del cine, en el momento culminante de la película ha sacado su gran revólver de cow-boy y se ha puesto a disparar furiosamente contra la pantalla (¡verídico!), nuevo Don Quijote a mandobles contra las figuras del retablo.

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literatura - básicamente el entendimiento ( se trata de una intuición intelectual). Científicamante, intuimos con sólo una veta de nuestra psique (la intuición científica no es fantástica, ni es afectiva)2 . Estéticamente, intuimos con toda nuestra psique, puesta de modo automático en una especie de vía muerta, o de ensueño, o de momentánea infancia, o de día domingo, es decir, en un estado no hábil, no práctico, no comercial, puro, libérrimo, iluminado. La intuición literaria, la del ensueño y la del juego infantil, son fenómenos relacionados. Pero el lector sabe que sueña, sabe que sabe que juega. Este conocimiento (al que llamamos primer conocimiento literario, o del lector) tiene de característico, también, el ser intrascendente: se fija o completa en la relación del lector con la obra, tiene como fin primordia la delectación, y en la delectación termina. Intuiciones parciales e intuición totalizadora Pensemos ahora en una novela. Por el lector pasa como un rosario, una serie continua de intuiciones. Una impulsada quilla va dejando una estela de luz en la imaginación, y constantemente, durante la lectura, se abre más y más, rasgando una compacta oscuridad de no ser. Cada momento de ese avance o esa iluminación tiene su importancia. Pero cuando hablamos de la "intuición" de la obra, nos referimos a la visión, a la comprensión de la obra como conjunto, más exactamente, como organismo. Es una intuición que procede de toda esa serie de intuiciones parciales. La obra puede ser tan breve como una desnuda coplilla de la tradición castellana, tan larga como la Divina Commedia o el Quijote . La imaginación (es decir, ese espejo en el que se nos combinan formando como una nueva realidad datos - antes inconexos - de la memoria) ha podido ir reflejando sólo unas cuantas deliciosas o angustiosas imágenes o miles de ellas (intuiciones parciales); la intuición de la obra es una imagen total, no suma de las parciales, aunque elevada sobre ellas. Aunque de todas ellas necesita, la intuición totalizadora suele ser muy simple. Es también inexpresable, inefable. A veces, sin embargo, nos gusta ligarla a imágenes sensibles: siempre, por ejemplo, se me ha ligado la poesía de Dante a una gran blancura y he visto la Divina Commedia como una luz central, blanca, ondeante3 . Cada obra literaria ( y cada obra de arte) es un espacio abierto en nuestra imaginación, poblado allí para siempre, encendido allí para siempre, un día interior que luce en nuestra alma y que ya no se extinguirá sino con nuestra conciencia. Un ejemplo Tenemos un ejemplo sencillo: una obra literaria breve: un soneto. Allá en los últimos finales del siglo XIII, Dante (puesto que hemos mencionado a Dante), lleno de dulzura a la

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Hablo grosso modo : en el ser humano no es posible una intuición de la que estén del todo ausentes la fantasía y la afectividad. 3 Todo lo que se diga de la variedad, de la multiplicidad y contraste de la poesía del Alighieri será justo. Y yo repito, seguramente, el lugar común "unitario", habitual en el dantismo, contra el que se revuelve con razón Gianfranco Contini en el prólogo de su admirable edición de las Rime de Dante (2.a ed., Turín, 1946). (Con razón, desde el frío plano de la Razón.) Sin embargo, en todo creador hay un núcleo esencial a su arte; una raíz que nos lo explica. No dejo de creer, aunque tantos no lo crean, que la raíz principal de Dante es "stilnovista", y que la milagrosa criatura de la Vita Nuova , que hace suspirar las almas, es - estéticamente - la misma que, en última trascendencia, guía en la Commedia hasta los aledaños (sólo los aledaños, Par. XXXI 58-93) de Dios. Y así "siento" la poesía de Dante, maravillosamente una, a pesar de las contestaciones por los mismos consonantes, de las tenzones satíricas, de las Lisettas y de toda la riqueza de pormenor y aun de exactitud realista llena de complejidad la Commedia , a pesar de la pasión política y de su expresión poderosa, etc.

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contemplación de una mujer (¿realidad de hueso y carne o sueño sólo?), escribió el siguiente soneto... ...Pero esta maldición babélica (por la que somos hombres y por la que existe ese prodigio del intercambio literario, ¿podemos imaginarnos el hastío de una sola lengua y una sola literatura?), esta maldición babélica, digo, nos obliga aquí a meter una falsilla al discurso; la falsilla será una modestísima traducción - ancilla ostiaria- - que no pretende sino ser suficientemente fiel y volver en castellano el contenido del italiano verso a verso4: Tan gentil, tan honesta, en su pasar, es mi dama cuando ella a alguien saluda, que toda lengua tiembla y queda muda y los ojos no la osan contemplar, Ella se aleja, oyéndose alabar, benignamente de humildad vestida, y parece que sea cosa venida un milagro del cielo acá a mostrar Muestra un agrado tal a quien la mira que al pecho, por los ojos, da un dulzor que no puede entender quien no lo prueba. Parece de sus labios que se mueva un espíritu suave, todo amor, que al alma va diciéndole: suspira. He aquí el soneto original: Tanto gentile e tanto onesta pare la donna mia quando ella altrui saluta, ch'ogne lingua deven tremando muta, e li occhi non l'ardiscon di guardare. Ella si va, sentendosi laudare, benignamente d'umiltà vestuta e par che sia una cosa venuta di cielo in terra a miracol mostrare. Mostrasi si piacente a chi la mira, che da per li occhi una dolcezza al core che'ntender non la può chi non la prova, e par che de la sua labbia si mova un spirito soave pien d'amore che va dicendo a l'anima: sospira. El lector de este soneto, al avanzar por sus catorce versos, va pasando como por catorce cámaras, y cada una reserva una delicia. Son catorce criaturas individuales, peculiares por sí y por su mutua relación. Claro que tenemos entre ellas nuestras preferencias: unas veces se nos va el gusto tras el verso primero, tan claro con sus dos adjetivos que se reparten los acentos (de 4.a y 8.a sílaba). Otras, seguimos esas once sílabas ch'ogne lingua deven tremando muta , de un avanzar tan ligado como trémulo. Otras, el alejarse de ese prodigioso 4 No he vacilado en perder la continuidad de las rimas en los versos 6.o y 7.o, a fin de conservar fielmente el sentido. Para la traducción de los dos primeros versos, téngase en cuenta el comentario en prosa del propio Dante.

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verso 5.o (casi todo eses y eles ): ella si va, sentendosi laudare . ¿Cuándo el candor humano tuvo una transparencia como la de este tierno 6.o, benignamente d'umiltà vestuta ? A veces nos atrae la rápida precisión intelectual del verso 10.o, con su final ternura, che da per li occhi una dolcezza al core, completado por el verso 11.o che'ntender non la può chi non la prova , verso que sentimos con su pausa final como un gozne en la estructura del soneto. Nadie se habrá podido negar nunca al encanto del verso 13.o, con algo de levedades de pluma, un spirito soave pien d'amore . ¿Quién, al verso final, che va dicendo a l'anima : sospira , donde el sospira es ya como un susurro? Treinta y cinco años hace que este soneto de Dante es un compañero de mi vida. Un ángel bueno para refrenarme en la hora que nos empujaría a la maldad. Si alguna vez he mirado a lo mejor, a él se lo atribuyo. Si no se ha secado en mi alma la ingenuidad, si algo me queda del niño, a él creería que se lo debo. Y siento que no estoy solo. Somos miles y miles los hombres que hemos pasado por ese soneto y que hemos recibido por él un empujón hacia la altura. Eterna Beatrice, eterna meta ideal, amada de tantos desde la profundidad de las edades. Y el espíritu suave y lleno de amor que de ella emana, siglo tras siglo, va diciendo al alma del hombre: suspira . No hay gozo mayor que el de sentirnos peregrinantes anónimos, perdidos entre la multitud, hacia permanentes santuarios de belleza; besar humildemente las piedras desgastadas; las piedras seguras en donde se estriba nuestra fe. El muchacho, casi un niño - aspirante a matemático - , que por las avenidas del Retiro sacó de su bolsillo Le cento migliori liriche della lingua italiana , y por primera vez se puso en contacto con el soneto inmortal, leía con alguna dificultad el italiano y no tenía la menor idea de análisis estilísticos. Seguramente que no pudo discriminar mucho entre sus intuiciones parciales al pasar por cada uno de los versos. Intuyó una imagen simplísima. En el alma está aún: no ha cambiado. El hombre, casi un viejo, cansado y desilusionado, tiene aún en las entrañas del alma esta cámara intacta, de candor, de ilusión eterna. La misma que se abrió aquel día en el alma del niño. Es inefable; imagen inefable, cuya sensación, cuya sombra, cuyo accidente, expresaría así por imágenes exteriores: Es un ámbito - el alma sabe que es un ámbito milagroso - , es una luz blanca. Allí crece todo lo que en el mundo es delgado y blanco, tallos, tallos altos, apenas flexibles en luz blanca. Y todo es una forma femenina. Suspira el corazón. Esta imagen está traspasada de aire, y el corazón suspira. Después el hombre leyó este soneto dentro de la Vita nuova , a la cual pertenece; leyó la bellísima explicación en prosa, por el mismo Dante, que allí le rodea; leyó los comentarios al soneto; se detuvo o entretuvo en el análisis de versos, y analizó los de esta obrita; leyó sobre los problemas del dolce stil nuovo , el concepto de la mujer que de esta supuesta escuela procede, etc. La imagen primera - milagrosa, blanca, ascendente, encendida - es la que sigue abierta al fondo de una galería de su alma. La intuición del lector es insustituible La intuición del autor, su registro en el papel; la lectura, la intuición del lector. No hay más que eso: nada más. Si alguien hubiera abierto el presente libro pensando que aquí se daban intuiciones ya preparadas y explicadas, se habría equivocado completamente. Esa intuición del lector no es sustituible o excitable por medios exteriores (salvo la lectura misma). Pero no todo el que lee es "el lector". Esa intuición... se la tiene o no se la tiene, como en la mística los carismas y gracias especiales.

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¡Que nada se interponga - si es posible - entre el lector y la obra! Vamos, pues, a evitar desde ahora un equívoco: este libro no trata de interponerse entre un lector virginal y la poesía española. Se ha escrito pensando en el lector ya iluminado por el conocimiento intuitivo de la poesía, en ese hombre a quien la poesía le ha abierto ya las hondas cámaras de una segunda vida, en ese hombre que lleva clavada en el flanco la saeta que no perdona (piaga per allentar d'arco non sana ), estigmatizado y, en cierto modo, divinizado por leves, aéreas presencias que se cuajan en torno de él como un ámbito, vida abierta ya siempre a dimensiones irreales. Tal es el primer conocimento de lo poético ( y no lo hay más alto). (Poesía española, 1962)

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Rosario Castellanos La liberación del amor Usted, señora, abnegada mujercita mexicana; o usted, abnegada mujercita mexicana en vías de emancipación: ¿qué ha hecho por su causa en los últimos meses? Me imagino la respuesta obvia: repasar el texto ya clásico de Simone de Beauvoir, (a) ya sea para disentir o para apoyar sus propios argumentos o simple y sencillamente para estar enterada. Mantenerse al tanto de los libros que aparecen, uno tras otro, en los Estados Unidos: las exhaustivas descripciones de Betty Friedan, la agresividad de Kate Millet, la lúcida erudición de Germaine Greer.(b) Y, claro, usted sigue de cerca los acontecimientos con los que manifiesta su existencia el Women's Lib. Se hizo la desentendida, seguramente, cuando supo lo del acto simbólico de arrojar al fuego las prendas íntimas porque eso se prestaba a muchos y muy buenos chistes. Se ajustó bien las suyas recordando vagamente aquel grito de los españoles bajo el régimen de Fernando VII,(c) "¡Vivan las cadenas!", y no le pareció, en lo más mínimo, aplicable al caso que nos ocupa. Quizá se sintió de las que secuestraron al director de una revista pornográfica porque mostraba a las mujeres como un mero objeto sexual. Pero, de todas maneras, lamentó que el ejemplo de las norteamericanas sea imposible de seguir en México. ¡Nuestra idiosincrasia es tan diferente! Y también nuestra historia y nuestras tradiciones. El temor al ridículo nos paraliza y entendemos muy bien al poeta francés cuando confiesa que "por delicadeza, ha perdido su vida". Por lo que le pueda servir (a veces es bueno entrar en la casa de la risa y mirar nuestra imagen reflejada en los espejos deformantes) voy a pasarle al costo una información que acaso usted ya posee pero que, para mí, fue una verdadera sorpresa: la actitud que han adoptado en Japón para enfrentarse al problema de la situación de la mujer en la sociedad y de los papeles que tiene que desempeñar. Esa actitud que cristaliza en un Movimiento de Women's Love para oponerse al Women's Lib. Usted pudo enterarse porque a propósito del viaje presidencial al Lejano Oriente, las páginas de los periódicos y revistas mexicanas estuvieron llenas de datos sobre los diferentes aspectos de la vida en aquellas latitudes. Yo me enteré gracias a la visita que hizo a Israel la señora Yachiyo Kasagi que es periodista, maestra, conferenciante, experta en la rehabilitación de los sordomudos y, en sus ratos de ocio, apasionada lideresa del Women's Love. La señora Kasagi hizo la siguiente revelación: que una mujer graciosa, amable y, aparentemente, sumisa, puede conquistar al hombre, y, sin que él se entere, imponerle sus propios puntos de vista. Recuerde usted que las moscas se cazan con miel, no con vinagre, y que una mujer histérica y furiosa no alcanza a producir más que repugnancia entre los miembros del sexo opuesto y lástima o risa despiadada entre los miembros de su propio sexo. Cedo la palabra a la señora Kasagi, quien afirma que el hecho de enarbolar la bandera del amor y rechazar la militancia de las exigentes y violentas no hace más que reflejar su propia filosofía de la vida. Eso no quiere decir que no trabaje, y muy activamente, en la emancipación de la mujer japonesa, sólo que sus métodos son diferentes, más de acuerdo con la imagen femenina oriental en la que la mujer encarna los valores de la delicadeza y del encanto. ¿Por qué rechazar esta imagen para adoptar otra que les es profundamente extraña, como la que propone la actual cultura de occidente? Al contrario; la actividad de la señora

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Kasagi se dirige al rescate de una serie de técnicas que estuvieron a punto de perderse a raíz de la derrota japonesa al término de la Segunda Guerra Mundial. En la familia japonesa de antaño la madre transmitía a la hija los elementos para ser considerada una verdadera mujer. Es decir, le enseñaba a inclinarse de una manera correcta y graciosa en las reverencias debidas a sus mayores y superiores (que eran prácticamente todos); le mostraba la manera adecuada de lucir el quimono y de arreglar flores. Así también no deja de instruirla sobre la manera de comportarse en la mesa (y en otros muebles más privados) y de llevar al cabo la refinada ceremonia del té. ¿Qué ocurrió al final de la Segunda Guerra? Que las mujeres se echaron a la calle a trabajar y a ganar dinero y ya no tuvieron tiempo ni para practicar lo que habían aprendido ni mucho menos para enseñar a sus hijas a comportarse como damas. Como es natural, las hijas fueron incapaces de transmitir a sus propias hijas una serie de conocimiemtos que ya no constituían su patrimonio. La señora Kasagi se lanzó al rescate de tan importantes materias y ha abierto en Tokio algo que podría considerarse el equivalente de lo que entre nosotros es una "escuela de personalidad". Allí ese diamante en bruto que es una muchacha adolescente se pule hasta convertirlo en un objeto de lujo: muestra la riqueza y el gusto refinado de quien lo posee y constituye una inversión segura y que no cesa nunca de rendir dividendos. La formación que se adquiere en el plantel de la señora Kasagi es de tal manera completa que una mujer educada allí puede ser inteligente sin dar el menor signo de ello; puede ser ambiciosa sin que ahuyente a los hombres; puede, incluso, llegar a desempeãar puestos importantes, tanto privados como públicos, sin despertar ni el espíritu competitivo de sus oponentes sino más bien apelando a su espíritu caballeresco que ayuda y protege. En estos asuntos, ya usted lo sabe, e1 hombre japonés (a semejanza de algunos congéneres suyos de origen latino) es muy quisquilloso. Exige una subordinación absoluta y cuando algo se opone a su voluntad sabe castigar con mano dura. ¿No recuerda usted, por ejemplo, la confidencia hecha por la esposa del ex primer ministro Sato a un periodista en el sentido de que su marido acostumbraba pegarle? Esa confidencia no provocó ninguna crisis gubernamental ni deterioró la imagen pública del gobernante. Más bien habría que pensar lo contrario. Hay, pues que reconocer los hechos dados y comportarse de la manera más conveniente. La señora Kasagi puede servir de ejemplo a sus discípulas. Ella ha obtenido el permiso de actuar y aun de viajar sola, como lo prueba su estancia en Israel. Tal hazaña habrá que atribuirla no a su técnica, sino, según ella misma confiesa, a la circunstancia de que su marido es un hombre muy progresista y de criterio amplio. Tan amplio que la aguardaría hasta su regreso de una ausencia de cinco días en los que aprovechó una invitación de una compañía aérea para conocer un país del Medio Oriente. Y en cuanto a su hijo, que actualmente tiene 20 años, puede escoger entre las discípulas de su madre a la que obtenga la mejor calificación. (Tel Aviv, 20 de julio, 1972) (a) Simone de Beauvoir. Escritora francesa que luchó por los derechos de la mujer y quien escribió Le Deuxième Sexe (El segundo sexo, 1947), libro clásico del feminismo del siglo XX. (b) Betty Friedan, Kate Millet, Germaine Greer: Autoras feministas que escribieron, respectivamente, los libros: The Feminine Mystique (1963), Sexual Politics (1970), y The Female Eunuch (1970). (c) Fernando VII. Monarca absolutista español (1784-1833)

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Glosarios: Rosamaría Paasche y Nelson González

G.A.Becquer: El monte de las ánimas. a par: al lado de. a querer: de querer, de haber querido, si hubiera querido. acaecer: suceder. acotado: reservado para la caza. aguijonear: avivar, estimular, hacer ir de prisa. alerce: árbol abietáceo. ánimas: espíritus, fantasmas. batida: caza que se hace golpeando con fuerza el monte para que salgan las reses. bramar: gritar. breñas: maleza, matorral. bultos: cuerpos que se distinguen mal. cascada voz: voz que carece de sonoridad y entonación. conseja: cuento, patraña. coto: terreno acotado. desbocarse: dejar el caballo de obedecer al freno y correr sin rumbo. descarnados: sin carne, esqueletos. friolera: cosa sin importancia, trivialidad. goznes: bisagras. Piezas que sirven para armar o montar puertas y ventanas. guarida: madriguera, cueva. hidalgo: perteneciente a la baja nobleza. joyel: pequeña joya. monte: grande elevación de terreno, montaña nada fue parte: nada pudo. no se acordaron de ella, las fieras: no quedó en el recuerdo de los animales por haber sido para ellos insignificante; no notaron siquiera lo que pasaba. ojiva: figura formada por dos arcos cruzados en ángulo. osamenta de corceles: esqueletos de caballos. pompa: fausto, grandeza, suntuosidad. sitial: silla de espaldar alto, asiento de ceremonia. tañer: doblar las campanas. Templarios: orden militar religiosa fundada en 1119. Fue el modelo de casi todas las otras Ordenes de Caballería. Fue disuelta por el Papa Clemente V en 1312. traer a las mientes: recordar. trasgos: duendes. trompas: cuernos de caza. zarzal: lugar cubierto de zarzas, arbusto rosáceo cuya fruta es la zarzamora. Leopoldo Alas "Clarín": ¡Adiós Cordera ! abroquelarse: cubrirse con el broquel o escudo para defenderse. altozanos: elevación de poca extensión y altura sobre el terreno llano. camino de hierro: rieles del ferrocarril.

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campechano: de carácter llano y de buen humor. casería: conjunto de edificios de una finca rústica. corrada: camino que lleva al corral. cuarto trasero: parte posterior del cuerpo de algunos animales. diapasón: instrumento formado por una varilla doblada en U que al vibrar produce un tono determinado. esquila: campanilla o cencerro que se cuelga al cuello de cualquier res pequeña. esquilmar: agotar, dejar exhausta una fuente de riqueza. estrar: poner paja en el lecho de los animales. gamella: arco que hay a cada lado en el yugo de los bueyes. heredad: finca, hacienda. Horacio: poeta latino. jícaras: recipiente de porcelana que se ponía en los postes de telégrafo. "llindar" (bable): pastorear marasmo: inmovilidad, paralización. nación: animal recién nacido. narvoso: ¿narvaso? planta de maíz que después de quitada la mazorca se guarda para pienso. picar la mosca: exitar, alborotar. prao: prado. quintana: finca. quinto: recluta. Ramayana: libro sagrado del hinduismo. recental: animal recién nacido. sebe: cercado formado con plantas vivas. sofisma: razonamiento con que se hace ver como verdadero algo falso. testuz: nuca del toro, el buey o la vaca. trinchera: corte hecho en el terreno para el paso de una vía o línea de comunicación, particularmente una línea férrea. vespertino: del atardecer. Miguel de Unamuno: El marqués de Lumbría solariega: casa donde ha vivido una familia noble durante varias generaciones adusto: rígido, serio Lorenza: lugar imaginario, pero, puede representar un pueblo típico del sur de España arca: cofre, baúl dar al Mediodía: dar hacia el sur deslustrar: ponerse opaco, oscuro andrajoso: pobre y con ropa vieja y rota escarpado: lugar alto de difícil acceso yedra: o hiedra: nombre común de plantas trepadoras alimañas: animal (perjudicial a la caza menor o al ganado) umbría: lugar donde hace sombra estío: verano, tiempo de calor arrullar: canto (sonido) agradable y monótono que adormece enviudar: quedar sin esposo(a) a causa de la muerte de éste (a) Río Tajo: río español-portugués que nace en Teruel, pasa por Toledo y desemboca en Lisboa. liturgia: formas y ritos usados para celebrar cultos religiosos o misas tresillo: un juego de naipes

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penitenciario: sacerdote de una iglesia determinada que tiene la obligación de confesar libros de edificación: libros de contenido religioso, vidas de santos, etc. tedio: aburrimiento plebeyo: opuesto a lo noble, vulgar, propio del pueblo (despectivo) tiestos de flores: vasija o vaso de barro para las flores y plantas atisbar: espiar, vigilar, acechar, asomarse o mirar con curiosidad tenerla armada: ya empezaría la pelea que habían preparado ello fue que: y sucedió que... hacer el oso: hacer que se rían de uno(a), hacer el ridículo pelar la pava: estar enamorado(a) como un(a) tonto(a) de alguien oponerle: no tener nada en contra de él labor de punto: oficios relacionados con tejer, bordar y coser contertulios tresillistas: personas que se reunen para jugar a las cartas servidumbre: los criados de una casa segundón: hijo segundo que no tenía derecho a la herencia del padre taciturno: callado, silencioso, triste, melancólico, funesto, lúgubre inaudito: insólito, excepcional, incomún disensiones: riñas, querellas, pendencias, peleas reponerse: curarse de una enfermedad, ponerse bien de salud ajarse: estropearse, deteriorarse, deslustrarse perlesía: disminución de movimientos del cuerpo, parálisis parcial pues eso más faltaba: eso es lo último que podría pasar, eso es el colmo estar para librar: estar a punto de dar a luz dar de lleno: cubrir completamente. Los rayos del sol penetraban todo el escudo desistir: renunciar a un derecho o abandonar algo que se empezó a hacer derretir: fundir (convertir en líquido) con el calor una substancia blanda zumbar: ruido o sonido continuado reanudar: continuar, proseguir, renovar entrar monja: ingresar en un convento con el fin de hacerse religiosa o monja embadurnar: manchar, pintarrajear, embarrar acerbo: aspero, cruel, riguroso, desapacible preceptor: persona que enseña, maestro, mentor es acaso mi hermano: es realmente mi hermano apuñarse el corazón: oprimirse el corazón con el puño de la mano para expresar dolor erguirse: levantar la cara o el cuerpo con orgullo mayorazgo: derecho del hijo primero o mayor (primogénito) a heredar los bienes del padre acurrucarse: doblar o encoger el cuerpo para sentarse, ocupandoel menor espacio posible propalar el caso: contar a todos la noticia entereza varonil: energía, firmeza aplomo, supuestamente propios de los varones gestionar: hacer acciones o diligencias para lograr un negocio o deseo envanecerse: sentirse orgulloso de alguien o de algo rebelarse: protestar contra alguien o algo ser de carne flaca: ser débil compadecer: sentir lástima por alguien la caída: el pecado (original). La caída de la gracia. (Biblia: Génesis) chispear: echar chispas, algo que da reflejos de luz o brilla mucho. José Martí: El Padre Las Casas.

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acatar: obedecer. adelantado: primera autoridad política, militar y judicial de América durante el período de los descubrimientos y conquista. El título desapareció a fines del siglo XVI. Aragón, Fernando de: Fernando el Católico. arcabuz: arma de fuego antigua,semejante al fusil. armadura: conjunto de armas de hierro que vestían los que iban a combatir. audiencia: tribunal. Behechio o Behequio: Cacique de los tainos, impotante pueblo cubano a la llegada de los españoles. Carlos: El emperador Carlos V de Alemania y I de España. cencerro: campanilla que se cuelga algunas veces al cuello de las reses. Chiapas: Estado de México a orillas del Pacífico. cimarrón: esclavos que se escapaban y huían al monte. Ciudad real: ciudad de España, capital de la provincia de su mismo nombre. coraza: armadura que proteje el pecho y la espalda. Cumaná: ciudad de Venezuela. La primera ciudad establecida por los españoles en tierra firme. Cuzco: ciudad del Perú. desdén: desprecio. encomendero: el que tenía indios en encomienda, es decir, a su cargo. encomienda: pueblo de indios que estaba a cargo de un encomendero. ferreruelo: capa corta sin capilla o capucha. Fonseca, Juan Rodriguez de: 1451-1524. Prelado español, presidente del Consejo de Indias. Protegió a los encomenderos y fue enemigo de Colón, Cortés y el Padre Las Casas. gajo: división interior de varias frutas. guaantelete: pieza de la armadura que protegía la mano. iniquidad: maldad, injusticia. jubón: especie de chaleco ajustado al cuerpo. lirio: planta de la familia de las iridáceas. Lucayas: las Bahamas. mamey: árbol de la familia de las gutíferas, de fruto redondo de pulpa amarilla aromática y sabrosa. molosos: casta de perro procediente de Molosia que se utilizaba para la custodia del ganado. monte: campo, despoblado. oidores: magistrado que en las Audiencias del reino de España oía y sentenciaba las causas y los pleitos. ordenanzas reales: decretos de los reyes. Oviedo,Gonzalo Fernández de: 1478-1557. Historiador español, autor de una Historia General y Natural de las Indias. regañón: gruñón, refunfuñón. sagaz: listo, agudo, penetrante. Sepúlveda, juan Ginés de: 1490?-1573. Humanista que estudió los problemas jurídicos que planteaba el descubrimiento y la colonizació de América. tachuelas: clavo pequeño de cabeza grande. taino: perteneciente a la tribu taina, pueblo americano. torcaza: variedad de paloma silvestre. turbado: confuso.

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Velázquez, Diego: 1465-1524. Militar y colonizador español que emprendió la conquista de Cuba en 1511. Dámaso Alonso: Primer Conocimiento De La Obra Poética. aledaño: confín, término, límite. ámbito: recinto. ancilla ostiaria: criada que abre la puerta; portera. babélica: perteneciente a la torre de Babel a causa de la construcción de la cual se castigó a los hombres que antes hablaban un sólo idioma con la confusión de las lenguas, origen, según la Biblia, de los distintos idiomas. carisma: don gratuito que concede Dios a una criatura. cerne: parte más dura de una madera que forma el tronco de los árboles. cimbrar: mover una cosa flexible con movimiento trémulo. contestaciones: italianismo por contienda literaria. contestantes: italianismo por contendientes. cuajar: solidificar. dolce stil nuovo: la nueva forma de poesía, íntima, profunda y elegante del Dante. Se encuentra el nombre por primera vez en el canto XXIV del Purgatorio. ensueño: ilusión. estigmatizado: marcado. falsilla: Hoja de papel con líneas muy marcadas que se coloca debajo del papel en que se escribe para, guiándose por estas líneas, que se transparentan, no torcerse. flanco: lado. inefable: que no se puede explicar con palabras. Lisetta: nombre con el que aparece en uno de los sonetos de Dante, una jovencita que creía poder instalarse en el corazón del poeta a causa de su belleza, sin recordar que ahí estaba ya instalada Beatrice. Lisetta fue defendida en otro soneto por el poeta Aldobrandino Mezzabati de Padua. lúcido: claro, penetrante, inteligente. mandoble: cuchillada, tajo. micrótomo: instrumento para cortar en laminillas los objetos estudiados en el microscopio. palo seco, a: sin adornos. piaga per allentar d'arco non sana: llaga que no sana por venir de arco flojo. quilla: pieza de madera o de hierro que forma la base del barco y que sostiene toda su armazón. repeler. rechazar. retablo: figuras pintadas o talladas que representan una historia. saeta: flecha. spiritus occidit: "matemos el espíritu". suscitar: despertar, provocar, causar. tenzones: palabra italiana; composición de orígen provenzal en la cual dos poetas intercambiaban poesías y estrofas alternadas; corresponde al conflictus de la poesía latina. tierno: fino, delicado. Rosario Castellanos: La liberación del amor abnegada: que se sacrifica por los otros repasar: revisar, volver a leer disentir: no estar de acuerdo

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mantenerse al tanto: estar informado exhaustivas: completas que agotan el tema hacerse la desentendida: fingir no entender prendas íntimas: ropa interior secuestrar: encerrar a alquien en contra de su voluntad pasar al costo: transmitir algo literalmente sumisa: obediente enarbolar: levantar exigente: rígido secero rescate: acto de recuperar algo o a alguien a raíz de: a causa de de antaño: antigua lucir: vestir algo con gracia y elegancia diamante en bruto: diamante sin pulir rendir dividendos: hacer ganancia congéneres: del mismo origen discípula: estudiante plantel: establecimiento de educación ahuyentar: espantar, dar terror quisquilloso: irritable hazaña: acto heroico aguardar: esperar

José de Espronceda: Canción del pirata a todo trapo: a toda velocidad, a toda vela. aquilones: viento violento del norte. bajel: barco. banda: lado estribor o babor de los barcos. bergantín: buque de dos palos y vela cuadrada o redonda. entena: verga larga para la vela latina. rielar: brillar tremulamente. Rubén Darío: Letanías de Nuestro Señor Don Quijote adarga: escudo de cuero ovalado. Clavileño: caballo de madera que aparece en la segunda parte del Quijote. de manga ancha: indulgentes en extremo. malsines: que siembran cizaña, soplones. Orfeo: marido de Eurídice, hijo según algunos de Apolo y Clío. Fue el músico más famoso de la antigüedad y adormecía a las fieras con su música. Bajó a los infiernos en busca de Eurídice. orfeón: sociedad de canto para ejecutar música coral. paladines: caballeros valerosos famosos por sus hazañas. Pegaso: caballo con alas, nacido de la sangre de la Medusa. ristre: hierro del peto de la armadura donde se afianzaba la lanza. Rolando: Héroe de las canciones de Gesta francesas. Segismundo: personaje de "La vida es sueño" de Calderón de la Barca.

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Antonio Machado: A orillas del Duero adalides: líderes. ahincar: apresurar. ballesta: arma para disparar flechas y bodoques. barbacana: obra de defensa avanzada y aislada. comadreja: animal carnicero nocturno, de cuerpo prolongado y pelo pardo y rojizo. ganapanes: hombres que se ganan la vida haciendo mandados/ recados. Hombres rudos. Levante: la zona de Valencia. merino: oveja. palurdo: tosco, grosero. recamado: bordado de realce. recodo: ángulo o codo que hacen ciertas cosas. regato: charco. roquedas: sitio abundante en rocas. serrezuelas: sierras pequeñas. Alfonsina Storni: Bien pudiera ser antojos: caprichos. solar: casa antigua; cuna de una familia noble. Nicolás Guillén: Balada de los dos abuelos abalorios: cuentas de vidrio. gorguera: adorno de lienzo rizado o plegado para el cuello. ingenio: plantación de caña de azúcar y planta industrial destinada a moler la caña para obtener el azúcar. repujado: labrado de relieve. Taita: papá. Ernesto Cardenal: Salmo V blindado: revestido con acero. expedientes: conjunto de papeles concernientes a un asunto. Jaime Gil de Biedma: Contra Jaime Gil de Biedma cacaseno: inservible, inútil, tonto. chulo: persona de las clases populares con ciertas maneras de hablar y modales desenfrenados; bravucón; rufián. memo: bobo, tonto. pelmazo: persona fastidiosa por pesada. truculento: atroz, tremebundo, tremendo. visillos: cortina transparente que se pone detrás de los cristales de una ventana.

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