Cuidado, vamos a tirar el cuadro!! Qué cuadro?, quién ha puesto ahí ese cuadro? Nos está mirando todo el mundo. No es que me importe, pero es

CAPÍTULO I LA FIESTA NACIONAL. LUNES —¡¡Bésame, bésame!! —Eres preciosa. —¡¡Cuidado, vamos a tirar el cuadro!! —¿Qué cuadro?, ¿quién ha puesto ahí ese

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Composición en el cuadro
Composición en el cuadro. Composición: El espacio cuenta con tres dimensiones que al plasmarse en una pantalla se convertirán en una imagen bidimensio

Cuadro Médico A Coruña
A Coruña Cuadro Médico • 2014 CENTRO COORDINADOR DE URGENCIAS Y EMERGENCIAS 902 010 181 ASISA Información 24h. 365 días 902 010 010 ALF0015P Autori

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CAPÍTULO I LA FIESTA NACIONAL. LUNES —¡¡Bésame, bésame!! —Eres preciosa. —¡¡Cuidado, vamos a tirar el cuadro!! —¿Qué cuadro?, ¿quién ha puesto ahí ese cuadro? —¿La dueña de la casa? —Eres preciosa. —Vamos a esa habitación. —Aquí estamos bien. Eres preciosa. —Nos está mirando todo el mundo. No es que me importe, pero es mucho más cómodo hacerlo en la cama. Vamos..., ¿cómo te llamas? —Alfredo, me llamo Alfredo, y tú, preciosa, ¿cómo te llamas? —Macarena. Calla y bésame, ¡precioso! La puerta se cerró y en el salón continuaron las conversaciones. Aniceto no conocía a ninguna de las personas con las que estaba hablando. Asistía a aquella fiesta invitado por Yolanda. Una compañera de trabajo que, después de cuatro meses coincidiendo en el ascensor todas las mañanas sin ni siquiera saludarle, hacía dos días le había metido en el bolsillo de su traje una tarjeta invitándole a la Fiesta Nacional. —Soy Iván Castellanos de Rivas, director general de Castellanos de Rivas y Asociados, ¿tú quién eres?

Responder a aquella pregunta no era fácil. Aniceto no tenía muy claro quién era. Podía responder que era Aniceto López, jefe de departamento de Foodtasty España, pero ese título no era suficiente para emprender una conversación ante un director general. Además no era justo, faltaba solo un mes para que le ascendieran y pudiera responder que era Aniceto López, directivo de segundo nivel de Foodtasty España. Pero Iván esperaba la respuesta esa misma noche. Aniceto pensó en el calificativo de confidencial que tenía su ascenso hasta dentro de treinta días y concluyó que era una imprudencia desvelarlo y más ante un desconocido. —Soy Aniceto López, directivo de Foodtasty España. —Es verdad, me lo dijo Yolanda. La quiero mucho, ¡y qué buena está, verdad! La segunda respuesta de la conversación era todavía más complicada para Aniceto. Que Yolanda estaba buena era una obviedad, pero más imprudente que desvelar un ascenso confidencial hasta dentro de un mes en Foodtasty España, era ir analizando por ahí las cualidades físicas de las empleadas de la compañía. —Con ese nombre no me podía olvidar. Aniceto... Me dijo Yolanda que te van a ascender a directivo de segundo nivel. Aniceto... ¿De dónde coño has sacado ese nombre? La tercera respuesta era imposible de responder. Aniceto no sabía de dónde habían sacado sus padres su nombre. Tampoco entendía cómo

Yolanda conocía su confidencial ascenso y menos la ligereza con la que lo iba pregonando por ahí. Ante tanta incertidumbre decidió quitarse la pregunta de en medio y reconducir la conversación. —Me lo puso el cura. ¿A qué se dedica Castellanos de Rivas y Asociados? —Hacemos informes de mercado. Analizamos sectores y su posible implantación en zonas estratégicas donde puedan desarrollar sus proyectos con las máximas garantías de éxito. —Castellanos de Rivas se dedica a recibir mensajes guarros que le mando yo a su e-mail; y sus asociados, es decir, su padre y el mío, a poner la pasta. Hola, qué tal, me llamo Adolfo y soy director general de Looking Master, mi empresa se dedica a buscarme estudios de posgrado alrededor del mundo y la financiación, como en Castellanos de Rivas y Asociados, también corre a cuenta de mi padre. ¿Ya sabes en qué jungla te has metido?, ¿conoces a toda esta gente? Ven, que, con el permiso del director general, vamos a hacer una ronda de reconocimiento. —No dudes en llamarme cuando necesites asesoramiento. —Gracias Iván. Adolfo se apropió del hombro de Aniceto y le instó a iniciar un paseo por aquella sala en la que habría unas veinte personas. Antes de iniciar la rueda de presentaciones lo advirtió de que él tampoco conocía a la mitad de la gente que asistía a la fiesta.

—¿No te han presentado todavía a How Much? —¿A quién? —A How Much. —Vaya apodo, ¿a qué se debe? —Apuesto cinco talegos a que no tardas en descubrirlo más de un minuto. Aniceto y Adolfo se acercaron a tres personas inmersas en una intensa conversación. Fue How Much el que, al verlos llegar, les dio la bienvenida y los introdujo en la tertulia. Se llamaba Carlos Aguirre y se presentó como responsable de finanzas de Body’s Fibras. Una empresa, según la innecesaria información que él mismo aportó, que se dedicaba a comprar cosechas de trigo para transformar su cáscara en salvado y luego venderlo a las multinacionales de la alimentación que lo empaquetaban y lo vendían en forma de caja de cereales ricos en fibra como receta para que los estreñidos del mundo pudieran aliviarse. Junto al laxante director de finanzas estaba la prima de Adolfo, Ana, que se presentó como directora y presentadora de informativos de Canal 8. La tercera persona del grupo era el último novio de Ana, se llamaba Juan y, aunque guardó silencio en su presentación, su novia les informó que era el responsable de pediatría en el hospital del Niño Jesús. —Mi buen amigo Adolfito, ¿cómo estás? Les estaba contando a Ana y a Juan que ya he conseguido entrar en el club de los quince millones y

de ahí ya no bajo, no trabajo por menos de quince kilos. ¿Cuánto cobras tú, Juan? Juan empezó a calcular una cifra que parecía no haberle preocupado en exceso hasta ese momento mientras la cara de Adolfo reflejaba la victoria del pícaro y Aniceto y su cerebro se preguntaban si la apuesta de los cinco talegos iba en serio y la tenía que pagar. —No sé, nunca lo he calculado pero al mes doscientas cincuenta mil, más las guardias —contestó finalmente Juan. —¿Cuánto? —replicó sorprendido How Much—. Eso es una mierda. Yo por eso no abro la puerta del chalé ni aunque me espere un chófer para llevarme a trabajar. —Por eso tú no te dedicas a curar niños enfermos sino a ayudar a la gente a cagar —sentenció Ana lo más enojada que pudo, dado que el estado de felicidad total en el que transcurría su vida no le permitía alcanzar un enfado con solera. —Sin las plusvalías que generan las empresas a la sociedad no podría haber hospitales, ni médicos, ni niños —añadió How Much. —Ni retretes para que unos echen lo que les sobra mientras que a otros les falta. El contenido agresivo de las frases de Ana quedaba muy aliviado por el tono agudo de su voz. Lo intentaba solucionar con un coordinado movimiento de brazos que juntaba y separaba continuamente sus manos,

pero el ruido de las pulseras era un obstáculo insuperable para añadir prestancia al discurso. Antes de que Aniceto intentara mediar en el incipiente debate, Adolfo le hizo una señal y continuaron la ronda de reconocimiento. A tres pasos de distancia le aclaró que esa conversación era eterna y duraría toda la noche hasta que el médico mal pagado se hartarse de su etiquetada novia y decidiese devolverla y abandonar la velada. Era lo que había ocurrido, en anteriores Fiestas Nacionales, con un opositor a bombero al que How Much le espetó que era de imbéciles preparar unas oposiciones tan difíciles para trabajar con un disfraz echando agua al fuego y sin la posibilidad de tener nunca secretaria, o con un entrenador de delfines en el zoológico, al que le reprochó haber estado cinco años estudiando biología para dedicarse a bañarse con unos peces. Tras la aclaración, llegaron ante un fumador de pipa que curioseaba los títulos de los libros colocados en una estantería. —No busques a Víctor Hugo que son revistas de decoración encuadernadas. —Hombre Adolfo, ¡cómo me conoces! —Son muchas fiestas ya. Te presento a Aniceto. Es su primera vez. —Hola, mi nombre es Daniel Marrón y dentro de poco lo verás escrito en el lomo del libro más vendido. —¿Eres escritor? —¿Quién no es escritor?, aunque sea de facturas —apuntó Adolfo.

—Estoy trabajando en mi primer libro. Será un éxito, ya lo verás. —¿Lo tienes muy avanzado? —Tengo escritas seis páginas, pero ya he creado todos los personajes y llegaré hasta seiscientas. La gente compra los libros para regalarlos y que los lean los demás. Por eso tienen que tener muchas páginas. Si tiene pocas páginas, te ha costado poco dinero y no es un buen regalo. —En qué está basado. —Bueno, no os lo voy a desvelar, pero tiene todos los ingredientes para el éxito. La guerra de Irak, una periodista alemana encuentra un mapa que nos lleva a la antigua Constantinopla, allí conoce a un apuesto paleógrafo y descubren que el Santo Grial puede estar escondido en un convento en Ávila. —Su familia es que procede de Ávila, para él es un pequeño homenaje a sus orígenes. Tras la ilustrativa aclaración de Adolfo, David Marrón continuó con el esbozo de su novela. —Pero sólo si vuelven al siglo XII y siguen los pasos de la construcción del convento podrán descubrir en qué lugar está escondido el Santo Grial. —Creo que le falta un asesinato, un monje y una sociedad secreta. —Los hay, Adolfo, los hay. Desde que la preciosa periodista alemana y el apuesto paleógrafo llegan a Ávila se dan cuenta de que los

persigue una monja tuerta que lleva una mariposa negra tatuada en el antebrazo. Los miembros de la Sociedad de la Mariposa Negra llevan siglos asesinando a los que han curioseado sobre lo que hay enterrado en el claustro del convento. Debajo del musgo de las centenarias piedras yace un caballero medieval que, si no hubiera sido asesinado, habría cambiado la historia de España. Los Reyes Católicos, Isabel y Fernando, nunca se hubieran casado si aquel noble con sangre real no hubiese bebido una copa de vino envenenada. Y no os cuento más porque al final no vais a leer el libro. —Al ritmo que vas tampoco lo vamos a leer. Hace dos meses tenías tres páginas. —¿Ya tienes editor? —Tiene a su padre que es el dueño de la editorial Castaña y de la cadena de librerías Biblos. —No seas injusto, es cierto que en mi familia todos tienen publicado un libro. ¡Hasta mi sobrino que tiene dos años!, pero lo mío es diferente. Mi idea es original y no voy a contratar a un negro para que sea él quien escriba. —Pues no te iría mal. Eso es lo que hizo tu abuela cuando le dio por inventarse romances con toreros y ha sido uno de los libros más vendidos este año. —Coño, según ese libro yo soy nieto de Manolete.

El siguiente grupo al que Aniceto llegó acompañado de su cicerone era más amplio. Formaban un amplio círculo atado por el humo del porro que se iban pasando de mano en mano. Cuando la imaginaria cuerda se tensó un poco más para acogerlos, el cigarrero que lo había elaborado les informó del excelente costo con el que estaba hecho. Según dijo, lo encargaba él mismo a un contacto que tenía en Marruecos. La conversación se centraba en una patera que la noche anterior había llegado a la costa de Algeciras con unos doce inmigrantes. El número exacto era difícil de determinar porque las olas habían arrastrado hasta la orilla a cinco cadáveres y la Guardia Civil había detenido a siete africanos mientras corrían por la playa ante las cámaras de televisión, pero era imposible saber cuántos se había tragado el mar y cuántos habían conseguido escapar y lograr su sueño de llegar a Europa. Lo primero que logró escuchar Aniceto de la conversación era irrefutable. —Son personas. El moderador del debate era el porro. El juego consistía en que primero se daba una calada, después se disponía del turno de palabra y, por último, se pasaba el cigarro al tertuliano de la izquierda. —Solo pueden venir los que tengan trabajo. Faltaban tres caladas y tres opiniones para que fuera el turno de Aniceto.

—No hay derecho a que los atiendan los médicos con nuestro dinero, ni que sus hijos vayan al colegio. El porro pasó de una mano a otra sin que se apagara su sonrojo. —Es gente que sólo busca una oportunidad para vivir que en sus países no tienen. En África dejan a sus hermanos, a sus padres. Lo arriesgan todo, pueden morir y todo porque les paguen una mierda recogiendo tomates en Almería. El papel del cigarro se consumía rápidamente, como si quisiera acelerar su inevitable desaparición. —Sólo los que tengan papeles. A los demás que les pidan la documentación por la calle y a los que no la tengan que los manden a sus países. Una mano fría le entregó el cigarro a Aniceto. Era su turno. Tenía una frase preparada, demandaría un cambio en la ley para que fuera más exigente al tiempo que más generosa. Su idea era algo contradictoria, pero le evitaría definirse claramente a favor o en contra de la inmigración. Llevó el porro a su boca, dio una calada, tragó el humo y esgrimió su argumento. —La chica que viene a casa no tiene papeles, es ilegal pero es muy trabajadora y buena persona. Tiene seis hermanos y una madre en Ecuador. ¿Qué debo hacer?, ¿queréis que la denuncie para que la detengan? El costo había tenido el efecto del suero de la verdad. Cuando el mareo producido por la droga le bajó, Aniceto pensó que su sincero

reproche podía haber molestado a alguien, pero pronto se dio cuenta de que la luz del porro se había alejado y que allí casi nadie escuchaba ya lo que los otros decían. Después de haber consumido cuatro turnos de palabra decidió abandonar el círculo y sentarse en un sofá con la intención de que la casa dejara de dar vueltas a su alrededor. De la intensa niebla que cubría el salón surgió Yolanda, se sentó junto a Aniceto y le besó. —Tengo drogado a un directivo de segundo nivel en el salón de mi casa. ¿Qué debo hacer? —¿Cómo sabes lo de mi ascenso? —Ni echando humo de porro por las orejas te relajas. Me gustas. Ven si quieres que te lo cuente. Yolanda le cogió la mano y le llevó a una de las habitaciones de la casa. Cerró la puerta, desabrochó el único botón que unía su vestido y dejó que se deslizara por su cuerpo hasta caer al suelo.

Aniceto despertó de un sobresalto, miró hacia la ventana y la oscuridad del exterior le tranquilizó. Se levantó sin encender la lamparita de noche para no despertar a Yolanda y acercó su muñeca a la ventana. La luz que entraba de las farolas le iluminó lo suficiente. El reloj marcaba las cinco y media de la madrugada. Con el mayor sigilo que pudo fue recogiendo su ropa esparcida por la habitación, le faltaba por encontrar los calzoncillos.

—¿Me abandonas? —preguntó Yolanda, sin moverse de la postura en la que dormía. —Tengo una reunión a las ocho de la mañana. —Todavía no te he contado por qué sé lo de tu ascenso. —Tienes cinco minutos. —Me sobran cuatro. Ven y bésame. Quiero hacerlo otra vez. La sugerente invitación no era argumento de peso para poner en juego la reunión de las ocho de la mañana. Aniceto renunciaría a saber por qué aquella atractiva mujer conocía su confidencial ascenso, pero no podía perder más tiempo, tenía que ir a su apartamento, darse una ducha y vestirse de forma apropiada para estar sentado a las ocho de la mañana en una sala de reuniones del edificio inteligente. Vestido como un desarrapado, y sin calzoncillos, abrió la puerta para salir de la habitación. —Un minuto y te lo cuento. —Oyó a sus espaldas. —No me vaciles más. Era Yolanda la que había preparado aquel entremés y ella decidía cuándo ocurría cada escena. De debajo de las sábanas sacó los calzoncillos de Aniceto y los asió como un péndulo. —Te dejas tus Calvin Klein. Aniceto intentó quitárselos de la mano pero no pudo. Renunció a los calzoncillos y se dirigió a la puerta. Todavía no había logrado escapar cuando escuchó algo que le dejó paralizado.

—Voy a ser jefa de departamento bajo tu dirección. —¡Qué! Eso lo tendré que decidir yo. Yolanda salió de la cama y se acercó a Aniceto. Sus manos le rodearon la cara. Le besó, sonrió y habló al mismo tiempo. —Me encanta la ingenuidad de los meritorios. —No te voy a hacer jefa de departamento por estar contigo. —No te preocupes, me has echado un polvo porque me parecía una forma divertida de comunicarte mi ascenso. Además mi nuevo puesto no depende de ti. —¿De quién depende? —Ya lo sabrás.

La puerta del ascensor se abrió. Dentro había un hombre en pijama con un carro de bebé que explicó a Aniceto que bajaba a la calle a pasear a su hija porque era la única forma de que se durmiera. Los tres salieron juntos de la urbanización y en la puerta se despidieron. La niña dormía y los dos adultos se emplazaron hasta la próxima, a pesar de que ninguno de ellos aspiraba a repetir aquella situación. Aniceto anduvo veinte pasos hasta llegar donde había aparcado el coche, pero allí no estaba. Le habían robado su deportivo biplaza azul galvanizado. Su confusión fue mayor cuando se dio cuenta de que también habían robado el asfalto de la calle, que era de tierra, una tienda de golosinas que le había llamado la atención al llegar a la

Fiesta Nacional y el edificio entero que había enfrente. Un sudor frío recorría todo su cuerpo, no entendía lo que estaba sucediendo cuando una mano le tocó la espalda. Se dio la vuelta gritando y dio un paso atrás al ver que un chino le hablaba. No entendía lo que le decía pero instintivamente saco la cartera de su pantalón y le dio un billete. El chino lo rechazó. Asiendo su brazo le invitó a que le siguiera. Aniceto recordó una noticia que había escuchado esa misma tarde en la radio, el locutor hablaba de la proliferación de secuestros exprés. No tenía duda de que le había tocado a él, y de que se dirigían a un cajero automático, o todavía peor, a la trastienda de un local de esos que abrían veinticuatro horas, regentados por mafias orientales, donde los jóvenes compraban alcohol para sus botellones. Allí le esconderían hasta que alguien pagara un rescate. Llegado a este punto de sus elucubraciones sintió un nuevo escalofrío. ¿Quién iba a pagar un rescate por él? Su madre daría todo el oro del mundo para salvarle, pero sólo tenía su pensión y era final de mes. Miró al chino a los ojos y tuvo claro que no se iba a conformar con la pensión de viudedad. Pensó entonces en la empresa, no había duda de que, con la mitad de lo que había costado el aperitivo del último cumpleaños del director general, el chino se daría por satisfecho, pero tenía dudas de que el director de finanzas estuviera dispuesto a modificar el presupuesto de ese año por un secuestro imprevisto. Había una tercera posibilidad, pedir un crédito al consumo. Seis millones de pesetas serían suficientes para comprar su

libertad. Al chino le diría que era jefe de departamento y que no valía más de esa cantidad. Le ocultaría su confidencial ascenso porque no era oficial hasta dentro de un mes y así, el crédito al consumo de su rescate sería menor. Aliviado porque había encontrado una solución satisfactoria, no se dio cuenta de que habían llegado a su coche hasta que el chino dio un golpe en la chapa. —Tu coche, amigo. Lo que quería el chino era el coche y además tenía la desfachatez de llamarle amigo, pensó Aniceto. Valía más de ocho millones de pesetas pero tenía seguro a todo riesgo. Habría acuerdo, el secuestro estaba llegando a su fin. Lo que se preguntaba ahora Aniceto era cómo sabía el chino que aquel era su coche; por amplia que fuera su sabiduría oriental, emparejar a un hombre con un coche aparcado no es nada fácil. La noche era ya demasiado larga y Aniceto necesitaba llegar cuanto antes a su apartamento. Extendió su mano y le ofreció a su secuestrador las llaves. —Gracias, señor, pero yo no conduzco, no enfade porque no quiero dar una vuelta en su coche. Además yo tengo que vigilar la urbanización. Yo vigilante. —¡Vigilante! ¿Es legal? ¿Tiene papeles? —No, yo ilegal, buen vigilante, pero ilegal. ¿Usted policía? —No, no, no soy policía, no se preocupe.

—Yo vi llegar a usted con su bonito coche por la tarde a fiesta de señorita Yolanda. Mucho ruido, vecinos se enfadan. Cuando terminan, yo llevo a cada amigo de señorita Yolanda a su coche. ¡Nadie encuentra su coche! El hombre era propietario de una simpática sonrisa. Al verla Aniceto le abrazó mientras explotaba a llorar, el chino parecía acostumbrado a aquella escena. —Amigos de señorita Yolanda muy sentimentales. Todos abrazan y lloran. Estaba empezando a amanecer. Aniceto abrió la puerta de su deportivo biplaza azul galvanizado y se despidió de aquel hombre. —Adiós, amigo. La tienda de golosinas volvía a estar en su sitio y la calle asfaltada. Era una larga avenida, de unos cuatro kilómetros, donde convivía la luz de las farolas, todavía encendidas, con los primeros rayos del sol. Llegó a su apartamento con el tiempo justo para darse una ducha. Mientras se desnudaba y esperaba a que el agua caliente empezara a salir por el grifo, conectó el contestador automático para escuchar los mensajes. Sólo había dos. María, su novia, le pedía que le llamara cuando pudiera. El otro mensaje era de su madre. Le había llamado para felicitarle por su treinta cumpleaños y comunicarle que había aparecido la caja con los libros

perdidos que había estado buscando los últimos veinte años. El notario, en persona, los había llevado a su casa. Aniceto se metió en la ducha. Hacía mucho tiempo que se había olvidado de esos libros y ya no los buscaba. Eran la última entrega de una biblioteca que le dejó en herencia su abuelo. Mientras su ducha de hidromasaje le azotaba la espalda, se preguntó quién y cuándo habría llevado esos libros al notario. Permaneció quince minutos debajo del agua, el tiempo que le dedicó a recordar el día que recibió la primera entrega de su pequeña biblioteca.

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