CULTURA, LIBERALISMO RADICAL E IGLESIA EN EL CARIBE COLOMBIANO DURANTE LA SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XIX

CULTURA, LIBERALISMO RADICAL E IGLESIA EN EL CARIBE COLOMBIANO DURANTE LA SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XIX SERGIO PAOLO SOLANO DE LAS AGUAS Profesor Asocia

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CULTURA, LIBERALISMO RADICAL E IGLESIA EN EL CARIBE COLOMBIANO DURANTE LA SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XIX SERGIO PAOLO SOLANO DE LAS AGUAS Profesor Asociado, Programa de Historia Universidad de Cartagena [email protected] “... a todos consta que entre nosotros se descuida por la mayor parte de los padres la educación religiosa de sus hijos....”1

(Joaquín F. Vélez) Presentación

Quienes nos dedicamos a reflexionar sobre el pasado con los métodos y conceptos rigurosos de las ciencias sociales, obligatoriamente trabajamos con la información que nos ha legado el pasado, representada en monumentos, escritura, las huellas de los hombres en la superficie terrestre, tradiciones orales, silencios, risas, símbolos sociales e individuales, gestos, amor, dolor… en fin, con todos los vestigios de la vida. Sabemos que toda información posee una intencionalidad y que los hombres leemos e interpretamos el mundo mediante los códigos culturales del medio en que nos formamos, y también con nuestras aspiraciones, expectativas, tradiciones, pasiones, indiferencias, intereses. Por eso en el ámbito de las relaciones humanas reconocemos que es inevitable la actitud de mirar a los demás a partir de nuestra propia experiencia.

Esto ha generado a lo largo de la historia del hombre los más diversos etnocentrismos, la insensatez y las más atroces intolerancias que llevaron a los poderosos a arrasar el mundo de los débiles, de los diferentes, de los que pensaban, sentían, actuaban, creían y vivían de una manera diferente. Esto sucedió y continua acaeciendo en medio de un mundo que desde hace varios siglos ha hecho de los principios de igualdad, fraternidad y libertad el norte de buena parte de la civilización.

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EL FARO. Cartagena, febrero 1° de 1873.

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Esta digresión es importante tenerla presente al momento de estudiar un país de regiones diferentes, pues las miradas de unas sobre las otras no han sido tan ingenuas, al estar cargadas de juicios valorativos que en muchas ocasiones no nos han permitido avanzar en la construcción de una nación moderna respetando las diferencias. Uno de los casos más ilustrativo es el de la región Caribe colombiana, el de la Costa.

En los dos últimos decenios asistimos a un esfuerzo colectivo por

racionalizar la experiencia colectiva que nos ha llevado a construir nuestra(s) identidad(es), y a resaltar que nos une y que nos diferencia del resto del país. Esto ha implicado empezar por desmostar un imaginario muy arraigado en la nación que gira alrededor de un estereotipo sobre la llamada “forma de ser costeña”, la identidad de los habitantes de la Costa. Y en ese desmonte hemos ido descubriendo que ese imaginario ha sido instrumentalizado y manipulado desde unos centros políticos y unos sectores sociales en unas direcciones específicas, buscando producir unos efectos determinados. Pero por vía contraria, de igual forma comenzamos a establecer que es lo específico, lo que marca nuestra manera de ser colectiva, aspectos a los que me referiré a continuación.

La Costa Caribe colombiana, al igual que todas las culturas marítimas del resto del mundo, fue terreno propicio para el desarrollo del libre pensamiento y en consecuencia de las actitudes laicas. Quienes nos deleitamos leyendo documentos, periódicos, libros y otros instrumentos de la información y del saber, nos sorprende y divierte lo que se cuenta de las generaciones que nos precedieron en el tiempo. Viajeros, autoridades y empresarios de otras latitudes que legaron sus memorias a la posteridad, son reiterativos en sus quejas contra una cultura que les parecía obscena, lasciva, irreverente e irrespetuosa de las jerarquías sociales y contra todo aquellos que acorde con sus valores representaba el orden, los fundamentos de la civilización y el progreso.

El científico francés Louis Striffler se lamentaba porque en algunas zonas de la región no existían las debidas distancias entre los miembros de las elites y el resto de la población. El sacerdote Eugenio

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Biffi, se quejaba en carta dirigida a su familia por el recibimiento que se le hizo en el puerto de Cartagena por los años de 1860, en el que vio un pretexto para beber licor y hacer fiestas. En Barranquilla un sacerdote se alarmaba porque en las fiestas patronales de San Roque la gente del común gritaba “vivas a Roquito”. Los sacerdotes de la región se quejaban por el predominio de las uniones libres, la inasistencia a los oficios religiosos, el no bautizo de los niños, los ritos fúnebres que parecían fiestas, los bailes “lascivos”, la presencia de credos religiosos distintos al católico, una vida carnal llevada sin ninguna mortificación, la indumentaria que dejaba ver algunas parte de las piernas y los brazos que permanecían bien cubiertos en otras latitudes, el lenguaje “procaz”. Para los años de 1850 los habitantes del barrio de San Roque (Barranquilla), ante la negativa de las autoridades eclesiásticas de Cartagena de erigir su capilla en parroquia, se movilizaron hacia el barrio contiguo de San Nicolás y durante varias noches apedrearon la iglesia, para luego separarse de la jurisdicción eclesiástica de Cartagena y adscribirse a la de Santa Marta, “cisma” que duró hasta los años de 1880. A comienzos del siglo XX el pueblo cartagenero se movilizó contra el arzobispo de la ciudad debido a que se había granjeado la animadversión de gruesos sectores de la población, protesta que terminó con varios muertos mientras que en las manifestaciones se coreaba “vivas a la masonería”. En otras ocasiones este arzobispo (Pedro Adán Brioschi), se vio envuelto en conflictos con sectores de la población, y excomulgó a personas prestante, mientras que algunas de estas lo golpearon en varias oportunidades.

Lo que quiere mostrar este ligero inventario es la existencia de unas actitudes inconcebibles para el mundo andino o para cualquier extranjero de paso por la región. En las páginas que siguen se exponen algunas ideas sobre los factores de esta actitud cultural como también sobre algunas de sus características. Más que una reflexión sobre el pensamiento intelectual laico, lo que presentamos es un análisis del conjunto de circunstancias sociales y culturales que hacen posible que en una determinada comunidad el laicismo encuentre un campo abonado, y de las expresiones políticas del mismo.

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1. La condición portuaria de sus principales epicentros urbanos.

En primer lugar está la condición portuaria de los principales epicentros urbanos de la región, lo que significa que la ciudad cuenta con un espacio público que se construye de manera democrática, de abajo hacia arriba y en él los mecanismos de control social se ven debilitados. Es un espacio público totalmente diferente a la plaza central de una población, sitio de residencia de las elites, la iglesia y de las autoridades, y desde donde se controla la vida de las gentes. Durante mucho tiempo mercado, talleres y astilleros y puerto constituyeron una sola entidad en el sentido espacial, económico y cultural.

En esos espacios abiertos se confundían marineros, bogas, pescadores, navegantes fluviales, pequeños, medianos y grandes comerciantes, comisionistas, vivanderos, jornaleros, braceros, artesanos, vagos, prostitutas. Era el sitio al que convergían flujos humanos de todas las condiciones sociales, espacios propicios para que en sus alrededores surgieran establecimientos de diversión, lo que se facilitaba mucho más en los puertos del siglo XIX carentes de obras de infraestructura y formados espontáneamente donde las condiciones naturales lo toleraban.

Ahí desembocaban y se reproducían

todas las necesidades y las pasiones, y por tanto, lugares de transacciones en el sentido más amplio, de competencia y de una negociación cultural regateada entre los sectores sociales que intercambiaban sus capitales simbólicos siempre con las miras puestas en sacar ventajas y en no perder sus autonomías. En ellos, la mentalidad transgresora alcanzaba su mayor expresión y se traducía en códigos culturales colectivos que mediatizaban las relaciones entre los grupos sociales y entre estos y las instituciones. Era una pequeña sicología que impregnaba los actos cotidianos y aún las relaciones entre los géneros hasta el punto de llegar a convertirse cierta “picardía y viveza” en un atributo de los hombres con éxitos entre las mujeres. En ese cuerpo social lo extraño era la ley, la que solo alcanzaba a medrar. Por tanto, la cultura del puerto contiene muchos elementos que están entre lo legal y lo ilegal, separados por una

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débil línea transgredida sin causar traumas, hecho que estimuló y reforzó el doble sentido del habla popular que violenta los códigos del buen hablar.

La singularidad de las ciudades portuarias radicaba en que permitía a sus habitantes unas relaciones culturales con personas de otras latitudes y con la tecnología, las que estaban ausentes en el mundo interiorano.

Esas relaciones dejan su impronta en el

refuerzo del “desarreglo de las conductas

sociales”, al marcarlo con un sincretismo cultural más intenso que alimentaba una actitud que podemos calificar de “libertaria”. Muchos elementos de las subculturas laborales de marineros y gentes de todas las procedencias eran asimilados y resignificados por los sectores populares. Como era lugar de confluencia de personas y tecnologías de diversas procedencias la cultura portuaria era abierta a la posibilidad de asimilaciones y adaptaciones. Por eso, y por muchas razones más, la cultura portuaria era por antonomasia iconoclasta, mundana e innovadora, si se le compara con el ideal católico de sociedad.

Sin embargo, el puerto también era un lugar de trabajo, el más amplio de todos, donde a pesar de las diferencias sociales y culturales casi todos se reconocían como personas que trabajaban. Él, más que cualquier otro espacio laboral y cultural, con sus muelles, astilleros, talleres y comercio familiarizaba con la tecnología, por muy rudimentaria que fuera.

Al igual que su relación con el mercado, puerto y

talleres y astilleros que atienden las necesidades de las embarcaciones eran uno y las dimensiones e importancia de éstos dependen de la intensidad del tráfico por aquél.

En el puerto la economía mercantil y monetaria era más desenvuelta y el sentido práctico de las relaciones económicas permitían el desarrollo de una mentalidad colectiva más pragmática y más proclive a la medición. Todas esas relaciones que los sectores populares entablaban con las múltiples culturas de personas de todas las procedencias y con la moderna tecnología, porque al puerto solo se

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le ha visto como puerta de entrada y de adaptación de la “civilización mayor”, más no como espacio de desarrollo de un cosmopolitismo popular, estructurado a partir de todas esas relaciones.

2. Mestizaje y estilos de vida

En la base de ese calidoscopio cultural estaba el intenso proceso de mestizaje vivido por la región a lo largo de varios siglos, con formas de vida independientes que dejaron una honda impronta en la formación sociocultural costeña. Recientes estudios sobre el mestizaje durante el siglo XVIII concluyen que este se abrió paso y reconocimiento en la sociedad demandando que en la consideración social de las personas, y por tanto para reconocer la condición de buen vecino, además de tenerse presente el nacimiento (blanco de buena familia, limpieza de sangre, temeroso de Dios y obediente del rey), también se tuviera en cuenta la proyección de una vida social virtuosa, atenida a la práctica de ciertos valores que la sociedad consideraba como las piedras axiales del honor.

En la siguiente centuria ese anhelo fue canalizado a través de la lucha por la ciudadanía, como lo señalan recientes investigaciones. La ciudadanía, la condición de iguales ante la ley era un anhelo colectivo muy fuerte en sociedades que poseían un marcado componente esclavista en su constitución, pues como lo demuestran los casos recientes de sociedades en conflictos por discriminación étnica, el interés de la población está centrado en el anhelo de igualdad jurídica y política frente a la ley, alcanzar los derechos civiles y políticos.

En efecto, las investigaciones sobre el siglo XVIII y la independencia permiten sugerir cierta continuidad entre las formas de resistencia y de protesta por parte de los esclavos, negros, mestizos y mulatos libres contra la injusticia y el diseño de estrategias de naturaleza individual y familiar como la huída hacia tierras de fronteras, a otras poblaciones, arrochelándose, el cimarronaje y el palenque, hasta

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llegar a la lucha por la ciudadanía y la participación en política en el siglo XIX, la que se convirtió en un canal de movilidad social para sectores de la población negra y mulata en la medida en que en éstos ya existía unas experiencias y expectativas de vida, de resistencia y de ascenso social que les antecede. Los trabajos de la historiadora suiza Aline Helg, señalan que en la provincia de Cartagena los problemas étnicos asumieron una marcada dirección hacia el diseño de estrategias familiares e individuales que permitieran la movilidad social. La aspiración a la ciudadanía estuvo en el centro de las discusiones y de las decisiones a favor de la independencia absoluta. Pese a que ese derecho se luchó por medio de guerras cruentas y en contiendas partidistas, o desde la “sociedad civil”, no podemos olvidar que para algunos sectores sociales ser ciudadano significaba construirse como un sujeto social que ejercitaban sus derechos y cumplían con sus deberes en un siglo en el que los mecanismos institucionales de participación ciudadana en los asuntos públicos no existían más allá de las contiendas electorales. Por eso, durante buena parte del siglo XIX la ciudadanía estuvo vinculada a la condición de vecino y a las prácticas de ciertas virtudes, las que solo cumplían ciertos sectores sociales.

La parte más visible de estos sectores eran las capas medias y algunas franjas de los estratos bajos de la sociedad, agrupados por medio de un estilo de vida en torno a la imagen social digna y honorable. Se trataba de un sector de procedencia diversa: en su mayoría estaba compuesto por mulatos y mestizos que al ser discriminados presionaron la búsqueda de un espacio y de un reconocimiento social gracias a que conjugaban unos factores que podían elevarlos a las capas intermedias de la sociedad, pero también la integraban blancos pobres venidos a menos, miembros de viejas familias aristocráticas caídas en desgracia. Muchos de ellos eran pequeños comerciantes que por tradición habían conservado el pequeño negocio familiar, tenderos. Los parientes pobres de la elite, maestros en los oficios de la sastrería, tipografía, platería, herrería, boticarios, carpinteros, ebanistas-torneros, maestros de obras, empleados de las casas comerciales y de las modernas empresas del transporte, oficialidad de vapores

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y ferrocarriles, mecánicos y técnicos, oficialidad media de las milicias, pequeños propietarios de bienes inmuebles urbanos, medianos ganaderos, funcionarios públicos medios y menores, profesionales de extracción humilde, tipógrafos, boticarios, maestros de escuelas y colegios y otras personas. En consecuencia, se trataba del sector más propicio para diseñar estrategias de movilidad social para la familia, gracias a la independencia laboral o el dominio de conocimientos y pericias que les garantizaba la independencia.

Por tanto, en la elaboración y difusión de una cultura política de corte popular, este sector tuvo mucho que ver en la medida en que la construcción de una vida digna y honorable en torno al trabajo convergió con algunas transformaciones en el campo de la ideología predominante en el centro peninsular como fue el caso del jansenismo religioso y la difusión que hizo de una visión más antropológica y económica del hombre, una especie de proyecto a crear.

3. La adscripción política liberal de la mayoría de la región

Esas características socioculturales descritas influyeron en el comportamiento político de gruesas franjas de la población costeña y su inclinación hacia el liberalismo. Al respecto se ha ensayado un modelo de análisis que al relacionar las adscripciones políticas de regiones, comarcas y localidades, con los patrones de poblamiento, la jerarquía político-administrativa y con sus respectivas formas de organización y cohesión social, permite concluir que las militancias colectivas sirvieron como mecanismos para reforzar sus respectivas identidades. Se trata de una hipótesis de gran valor heurístico por su capacidad para involucrar en el análisis variables fundamentales como son las relaciones entre el espacio y las formas de asentamientos humanos, la organización social y el poder, y aunque hasta este momento solo se ha ensayado para el caso de las adscripciones partidistas colectivas de localidades,

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comarcas y regiones, ofrece varios puntos de acercamiento con el tema que nos compete, los elementos constitutivos de la cultura política.

En la inclinación de la mayoría de la población costeña hacía el liberalismo se conjugaron factores como la precariedad de la vida institucional y de los mecanismos de control social ensayados por las elites, la iglesia y el Estado durante la colonia y la república, y al intenso proceso de mestizaje que se escenificó en la región costeña, que permitieron el desarrollo de un orden social alterno al construido desde arriba, favoreciendo entre gruesos sectores de la población el disfrute de estilos de vida independientes y por fuera de los estrictos controles sociales. Asimismo influyó la persistencia en los ámbitos sociales, culturales, urbano y político de la región costeña de las secuelas de la esclavitud y de arraigados hábitos sociales y culturales de discriminación y marginación social fundados en factores étnicos, sociales y culturales, tradiciones sobre las que la vida republicana y partidista no influyeron lo suficiente a lo largo de los siglos XIX y XX como para acabar con un orden social basado en las exclusiones. Aunque es un tema que apenas comienza a investigarse, desde la primera mitad del siglo XIX se puede establecer un hilo de continuidad entre la mayoría de una elite comúnmente autoidentificada como el partido del orden, y sectores de las capas medias y bajas, en su mayoría integradas por negros y mulatos y mestizos libres usualmente autoidentificados como el partido de la libertad. Así sucedió en los años 1820, durante la lucha contra la dictadura de Rafael Urdaneta (1830), durante la Guerra de los Supremos (1839-1842) y a mediados de la misma centuria cuando comenzaron a aplicarse las reformas liberales, en especial la abolición de la esclavitud.

Lo anterior se debió a un significativo hiato en la elite costeña -especialmente en la cartagenera-, entre el discurso republicano y un sentido y unas prácticas del orden social ancladas en el pasado colonial y con el que siguió identificada pues privilegiaba la exclusión y el sometimiento de la mayoría de la población.

Esta identificación se pronunció durante el último cuarto de esa centuria cuando se

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conjugaron, por una parte unas circunstancias internacionales adversas al liberalismo y favorables a un positivismo y al ultramontanismo católico que insistieron en el orden, y por otro lado el agotamiento del proyecto político de los radicales en el plano nacional, y por último unas condiciones favorables en lo regional y local para la acumulación de capitales que acentuaron la diferenciación social de la elite con relación a los demás estratos de la población.

En consecuencia, para el último cuarto del siglo XIX en muchas parte de la Costa la vida partidista de los sectores más influyentes en las decisiones colectivas guardó una relación casi directa con la división étnico-social, alinderándose la casi totalidad de la elite con el conservatismo y buena parte de sectores medios y bajos con el liberalismo. Esto se constata con la escisión de esta colectividad entre radicales e independientes, y con el tránsito al conservatismo de la mayoría de personajes de la elite pertenecientes al sector liberal que seguía a R. Núñez. Así, el liberalismo quedó como patrimonio político y social de profesionales de extracción social media y humilde y de artesanos y otros sectores de las capas medias de Cartagena, identificación debida a que estos sectores hallaron en el discurso liberal, tanto en su forma doctrinaria como por medio de la simbología, las acciones que lo movilizaban, los mitos igualitarios que construía y los canales de movilidad social que abrió, la satisfacción de sus expectativas, como a una actitud reactiva frente a una elite identificada con el conservatismo.

Ambos juicios apuntan a señalar que en esta ciudad las adscripciones partidistas en buena medida estaban sustentadas en la división social. La mencionada ligazón entre negro y mulato y militancia liberal fue también significativa durante los años a que hacemos alusión, pues dirigentes de esta colectividad como Lascario Barboza (médico mulato de origen humilde), Eduardo Miranda Fuentes (médico negro), Justiniano Martínez Cueto (médico mulato), Manuel F. Obregón y Manuel Lengua (médicos mulatos momposinos), Santiago Caballero Leclerc (médico mulato),

y muchos más,

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descollaron más en las filas de su partido que aquellos que de igual condición racial y profesional (con la sola excepción del médico mulato Manuel Pájaro Herrera) fueron miembros del conservatismo.

Así pues, el liberalismo se correspondió con unas formas de vida caracterizadas por cierta disipación de los mecanismos de cohesión social debido a la condición de centros portuarios y comerciales de sus principales epicentros urbanos en los que predominaba el desorden en los espacios públicos y en la vida individual. En este contexto sociocultural para la mayoría de los sectores populares, tanto raizales como recién llegados, el liberalismo se amoldó de manera más “natural” a sus comportamientos culturales, tanto porque creó un idioma político que satisfacía sus expectativas, acudió a la movilización popular para alcanzar sus fines, creyó en que la politización popular era condición de vida “civilizada” y concibió a esta última como resultado de los avances de la educación laica, insistiendo muy débilmente en la necesidad de una autoridad fuerte. La manera como operaba esa relación político-social aún está por estudiarse.

Cuando surgió la llamada “cuestión social” a comienzos del siglo XX, la relación del liberalismo costeño con los artesanos y profesionales de extracción humilde pasó a los nuevos trabajadores asalariados que surgieron gracias al desarrollo de un incipiente sector manufacturero y industrial. No eran prisioneros del discurso liberal oficial, sino que se articulaban al partido en calidad de constructores de una visión más social de la política y gracias a sus presiones ese partido asumió una actitud frente a la cuestión social, haciéndose proclive a ciertas reivindicaciones de los trabajadores, proceso que se coronó con la Convención liberal de Ibagué en 1922. Eran los políticos populares que gustaban de la solución negociada de los conflictos laborales; dieron vida a las primeras expresiones institucionales de la naciente clase obrera (mutuarias, cooperativas, periódicos, sedes, banderas y sindicatos) y desde los años veinte a nivel sindical se comportaban como militantes liberales y como tales comenzaron a enfrentarse a los dirigentes obreros de la izquierda radical. En parte el mundo

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mental de este sector ha sido reconstruido por algunas investigaciones que han mostrado que eran portadores de un discurso social de corte radical arraigado en viejas tradiciones decimonónicas, en la tradición social del cristianismo y en algunos valores de la Revolución Francesa, y desde los años veinte integró algunas ideas de un socialismo humanitario.

Sus simpatías políticas estaban inclinadas hacia un liberalismo de izquierda, que los llevaba en muchas ocasiones a comportarse como disidencias frente a las orientaciones oficiales de ese partido, al que al mismo tiempo se articulaba por medio de las redes políticas emergentes, y con una capacidad de negociación que estaba más allá del simple oportunismo que ha hecho creer cierta historiografía de los trabajadores. Ello fue así porque esta franja de liberales populares ligada a los intereses de los artesanos y trabajadores asalariados se mantuvo como un sector dirigente gracias a una tradición decimonónica que subordinó el descontento social a los canales políticos. Durante el primer decenio del siglo XX cifraron todas sus esperanzas en Rafael Uribe Uribe; después de la convención liberal de Ibagué, que acercó a ese partido al socialismo de esos años, simpatizaron con el general Benjamín Herrera; luego con López Pumarejo, más tarde con Gaitán. Los núcleos socialistas que surgen durante el segundo decenio del siglo XX y luego los comunistas surgidos en las postrimerías de los años de 1920, se ven obligados a luchar contra esa tradición planteando una independencia de clase que debía expresarse en la promoción de dirigentes salidos del seno de los trabajadores y con rotación periódica de los cargos para evitar el caudillismo.

La relación entre sectores populares costeños y un liberalismo de corte radical había sido percibida por dirigentes del liberalismo independiente cartagenero quienes desde 1875 comenzaron a seguir las orientaciones de Rafael Núñez, hasta el punto de que puede afirmarse que buena parte de la reorientación política y social de esta facción liberal y de la Regeneración en el Bolívar grande

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descansó sobre el reconocimiento de que la cultura popular costeña, al unirse con el discurso liberal radical suscitaba el desorden generalizado. De ahí que uno de los propósitos centrales de los regeneradores fue el lograr desliberalizar la cultura política popular, estableciendo fuertes controles sociales, y abriendo los espacios políticos para que las elites participaran de manera activa en la dirección de los asuntos públicos de las ciudades.

Se trataba de una cultura popular que en el transcurso del siglo XIX se politizó si se mide por la participación de amplios sectores de la población urbana y rural en los asuntos públicos y en la vida partidista. La libertad política que trajo la república, la formación y los conflictos de los partidos, la difusión de la palabra impresa, convergieron con ciertas expectativas que habían construido franjas de los sectores populares, las que comenzaron a expresarse de manera creciente en el espacio público. Los conflictos sociales y económicos la mayoría de las veces alcanzaban a expresarse por medio de la vida política.

Después vinieron las discusiones partidistas sobre como organizar la república, la definición de la soberanía popular, la representación política, las relaciones entre el Estado central y la región, las relaciones Estado-partidos políticos e iglesia, las conflictivas relaciones entre las localidades por motivos de la jerarquía político-administrativa, los problemas internos de cada región y sus distintas poblaciones, inveterados conflictos étnicos y viejos y nuevos conflictos sociales, entre muchos otros elementos de la agitada vida política nacional, regional y local, trazaron lasa líneas gruesas centrales y colaterales de los temarios sobre los que de alguna u otra manera se formaron opiniones los sectores medios y parte de los bajos de la sociedad que disfrutaban el derecho de ciudadanía. Las continuas campañas electorales, la vinculación a redes de clientela política, mítines, desfiles, reuniones, pronunciamientos armados, organización de sociedades; la presencia de la política cotidiana en los

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carnavales por medio de comparsas, disfraces, letanías, canciones, chistes, también ayudaban a que la política fuera un tema constante en la vida de los costeños.

Pues bien, la libertad política republicana, la formación y los conflictos de los partidos, la difusión de la palabra impresa, los conflictos sociales y jurisdiccionales, permiten observar que algunos aspectos centrales de las valoraciones, tradiciones y experiencias se referían directamente al gobernante, al que le otorgaban legitimidad o ilegitimidad en relación directa a su capacidad para concitar el consenso, el apoyo de la opinión pública y de realizar el bien común.

A su vez, esta idea descansaba sobre una manera de concebir los fundamentos del poder, en especial de las ideas de soberanía popular, pueblo y de representación popular, ejes centrales del discurso político de ese siglo. Pensar sobre la mejor forma de delegar y controlar la representación popular, de entender y ejercer la soberanía y de considerarse pueblo, fue el resultado de una compleja simbiosis entre las tradiciones políticas de origen colonial fundadas sobre la teoría pactista que había legitimado el poder durante tres centurias, y los principios de soberanía popular,

ciudadanía y representatividad,

expresado por vez primera en nuestro medio por el liberalismo español en la Constitución de Cádiz de 1812, carta política que al negar el derecho de ciudadanía a los mulatos y mestizos libres los inclinó por la independencia absoluta.

Según la tradición pactista la comunidad en condición de titular de la soberanía delegaba su ejercicio en el gobernante que debía respetar los términos del pacto. El incumplimiento llevaba al pueblo a resistir esta autoridad entendida entonces como injusta, y le daba legitimidad a la acción colectiva de romper el pacto contraído. Luego el poder delegado revertía en el pueblo que de nuevo y por decisión voluntaria delegaba el ejercicio del poder en otro gobernante mediante una elección popular o cualquier otra forma de delegación, estableciéndose de esta manera una nueva relación contractual. Durante el

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siglo XIX esta tradición política fue estimulada por la ideología liberal pues el empleo de lo que se consideraba el legítimo derecho a la insubordinación de los pueblos frente a una autoridad tiránica se reforzó novedosamente gracias a la influencia y a la afirmación de la soberanía popular. El derecho a la resistencia contra un gobierno al que se consideraba que había perdido su legitimidad, suponía una comprensión del poder de acuerdo con esos presupuestos políticos tradicionales, pues el liberalismo al concebir el contrato social como el

fundamento del poder, dicho derecho no tiene cabida y la

revolución es un acto ilegítimo e ilegal.

El pactismo como fundamento del poder justifica la legitimidad de la insubordinación y su carácter restaurador de una república representativa, produciendo como resultado el mantenimiento de la república liberal y de sus valores. Esto explica el porqué tras la celebración del pacto, los gobernados sólo cediesen “parte” o “algunos” de sus derechos, entre los que figuraba el de insurrección. Todos los planteamientos enunciados serían defendidos igualmente en Latinoamérica en el siglo XIX, a excepción de la defensa de la monarquía. Sin embargo, la diferencia fundamental es que ante la posibilidad de recurrir al derecho de insurrección, la mayoría de los autores tradicionales daba una respuesta negativa y conservadora. Aunque se reconocía este derecho, se afirmaba que si bien el rey debía respetar las condiciones establecidas en el pacto con la comunidad, una vez realizado la soberanía residía en aquel.

Bajo los mismos planteamientos pactistas, la respuesta otorgada por la tradición escolástica se invierte en el siglo XIX debido a la influencia de los nuevos presupuestos políticos. La aceptación de la soberanía popular es clave para explicar esta diferencia respecto al pasado. Bajo este moderno principio se asigna la titularidad absoluta de la soberanía al pueblo, aun después de efectuarse el pacto contractual. El pactismo se fusiona con los principios de un sistema representativo. Esta forma era establecida bajo el compromiso del gobernante de cumplir la constitución y leyes que emanen de ella, y

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del pueblo de obedecer y sostener los poderes constituidos por su voluntad y para su bien. Este compromiso recíproco donde se expresan derechos y obligaciones de ambas partes no era igualitario. Era un contrato en el que el pueblo, antes y después del mismo, era soberano y superior. En efecto, la superioridad otorgada a los pueblos por el principio de soberanía popular legitimaba que rompieran el pacto contraído con el gobernante si incumplía lo acordado.

La identificación de la voluntad popular con el pueblo de la república hizo imprescindible su manifestación en toda iniciativa y acto político para proporcionarle legitimidad. De acuerdo a esta necesidad, el pueblo obtuvo una nueva forma de participación política, dado que en su nueva condición de soberano poseía un poder que, cuando tuvo oportunidad, empleó en su provecho, reinterpretando los nuevos valores legales y políticos de acuerdo a sus propias concepciones políticas. La competencia por conseguir el apoyo del pueblo le entregó a este un margen de negociación que utilizó de acuerdo a sus propios intereses. Pero la soberanía popular, el poder concedido al pueblo, no significa que no aceptara los mandatos y la autoridad de los gobernantes de la república y de su administración. El pacto contractual que vinculaba al gobernante con el pueblo también imponía obligaciones a éste. Por otra parte, a pesar de ser “soberano” ello no significa que siempre actuara con absoluta libertad, pues podía llegar a ser obligado a firmar actas. Los revolucionarios animaron al pueblo a firmar actas para unirse a la revolución y los gobernantes a que firmaran otras para que se desvinculara de la misma. Sin embargo, es difícil pensar que en todas las ocasiones la manifestación del pueblo estuviera motivada por la imposición. No parece posible movilizar a todo el pueblo de una República con relativa frecuencia únicamente mediante la coacción. No obstante, aun en los casos de imposición, el pueblo conservaba cierto margen de maniobra para evadirse y aprovechar las oportunidades que les proporcionaba la lucha entre gobernantes y revolucionarios para mejorar su posición ante el que finalmente venciera.

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La incorporación del principio de la soberanía popular invirtió la relación de poder establecida en el pacto entre el pueblo y el gobernante y generó una situación histórica inédita. Sin embargo, a pesar de este cambio radical favorecido por los nuevos presupuestos liberales, los conceptos de soberanía y de pueblo empleados en las revoluciones poseen un significado que no coinciden con la doctrina liberal. Empleando los mismos términos, el contenido y la idea de soberanía y de pueblo dominantes en Latinoamérica en el siglo XIX estaban en absoluta oposición a la idea abstracta y unitaria de estos conceptos, sobre los que se construía la teoría del Estado liberal.

Como en la teoría liberal, en Latinoamérica el fundamento del poder político bajo la república se basó en un contrato e igualmente la soberanía se atribuyó al pueblo. Sin embargo, la similitud es sólo aparente. Con respecto al contrato, ya se ha visto que se interpretó bajo una lógica contractual pactista. Por el contrario, en la teoría liberal, el contrato social que explica el origen del poder político parte de unos supuestos diferentes, posee una estructura distinta y las partes implicadas tampoco coinciden. Estas diferencias determinan una caracterización concreta de la soberanía y del pueblo en un contrato y otro.

En oposición a esta concepción, las actas de adhesión en toda revolución ponen en evidencia la capacidad directa de los pueblos para deponer una autoridad y restablecer un nuevo pacto. La titularidad de la soberanía, en este caso, no se atribuye a un tercero, un sujeto ideal y abstracto, sino directamente al pueblo real, parte integrante del pacto, integrado por todos los pueblos de las repúblicas. El poder resultante no puede ser absoluto sino limitado y condicionado. De no cumplirse los requisitos establecidos, el pueblo real, como titular de la soberanía, apelará al derecho de resistencia. En la sociedad tradicional, como en la latinoamericana, no hay una separación entre la sociedad civil y la política. Esta separación no es posible cuando se concibe, como es el caso, que la sociedad y el poder político son previos al pacto contractual. De esta forma se explica que la sociedad posea derechos

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irrenunciables, aun después de la celebración de dicho pacto. Igualmente se puede entender la legítima y necesaria actuación directa de los pueblos en cada revolución, puesto que ellos, de acuerdo a la naturaleza física asignada al pueblo, son soberanos y por tanto superiores a cualquier poder.

La afirmación empírica y no abstracta de pueblo implica necesariamente que éste no pueda comprenderse de forma unitaria sino plural. De este modo, la soberanía nacional no era más que el resultado de un proceso de agregación de unidades singulares soberanas, haciendo imposible la existencia del principio de soberanía nacional bajo los presupuestos de la doctrina liberal. La existencia de un poder único, supremo e indiscutible, concentrado en un único centro, es imprescindible para la construcción de un Estado liberal. Su poder implica negar la existencia de entidades con poderes propios. En este caso, los poderes soberanos de los pueblos eran incompatibles con el poder soberano del Estado.

Las actas no simbolizan la ruptura de un único pacto contractual entre los pueblos en su conjunto con el gobernante, sino la ruptura de los pactos que el gobernante había establecido de forma particularizada con cada pueblo o “unidad singular soberana”. Por este motivo, las actas, aunque prácticamente idénticas, son reproducidas y firmadas por cada pueblo. La existencia de un pacto particular con cada pueblo es más evidente, si cabe, cuando un departamento, ciudad o pueblo en particular, al margen del resto de los pueblos de la república, llegado el extremo, llegaba a desconocer al presidente y se desvinculaba de la república. Esto sólo era posible porque el gobernante había establecido con cada pueblo un contrato, y por ello, cuando se consideraba que éste no cumplía los términos del mismo, un pueblo o varios podía romper su pacto, en coherencia con su condición de soberano y con el derecho de resistencia. Entretanto, habría otros pueblos que, al entender que el gobernante respetaba y cumplía el contrato con ellos, carecían de motivos para rebelarse y se desmarcaban de la revolución. Ante la tiranía y el sometimiento violento, el “pueblo soberano” se rebelaba, porque no reconocía autoridad

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humana superior. De acuerdo a esta condición, tras desconocer al tirano, el reconocimiento y la obediencia a un nuevo gobernante estarían igualmente condicionados al cumplimiento de los términos del pacto.

4. Regeneración y despolitización de la vida popular

El tránsito del modelo político liberal al conservador durante el último cuarto del siglo XIX en cierta forma refleja, además de las discusiones sobre proyectos de desarrollo económico o políticosinstitucionales,

maneras distintas de concebir al hombre en sus relaciones con la sociedad, las

instituciones, el conocimiento y lo sagrado. En términos diferentes, ambos proyectos políticos representaron, aunque de manera parcial y no sistemática, programas culturales encaminados a intentar generar una segunda naturaleza humana acorde con lo que conciben como la civilización o la sociedad deseable.

Dilucidar este aspecto es importante pues de los logros, así fuesen parciales, o fracaso del proyecto cultural regenerador dependieron hasta cierto punto las políticas de los gobiernos conservadores de comienzos del siglo XX, sus actitudes gubernamentales encaminadas a integrar al naciente sector de trabajadores asalariados en un proyecto social y, como colofón, las características del trabajador urbano costeño formado durante esos años. Pero a la vez, esos alcances y fracasos así como las características del trabajador moderno en formación estuvieron mediatizados de manera directa por los conflictos, resistencias y negociaciones desarrolladas por la cultura de los de abajo, como también los desarrollados entre las diferentes fracciones políticas de la elite.

En efecto, en el centro de muchas de las discusiones y de las medidas gubernamentales para controlar y encuadrar a las clases subalternas en el proyecto político social regenerador, estaba planteado de

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hecho un temor creciente a la posibilidad de que en nuestro medio surgiera lo que en Europa se conocía con el nombre de la “cuestión social”, es decir, la emersión de viejos y nuevos sectores pauperizados en la lucha social. Núñez fue consciente de ello y lo planteó en varios artículos publicado en el periódico cartagenero El Porvenir y compilados después de su muerte en la obra La Reforma Política, especialmente cuando planteó la necesidad de otorgarle al artesanado la función de las modernas clases medias para que cumpliera el cometido de una especie de algodón entre dos vidrios que amortiguara los choques entre los polos extremos de la sociedad, o entre los de abajo y el gobierno. También es de esos años la forma como se comenzó a calificar la protesta social urbana, verbigracia la del artesanado bogotano en 1893, acudiendo a conceptos tales como “anarquista” y “comunista”, los que desglosados de sus contextos ideológicos terminaron siendo asimilado a “terrorista y ateo”, actitud que buscaba cerrarle de antemano el paso a la posibilidad de que irrumpieran los movimientos sociales a los que el Estado les negó cualquier posibilidad de tratarlos como interlocutores válidos. El estilo excluyente que desarrollaron los gobiernos de la hegemonía conservadora con relación a los movimientos sociales urbanos tuvo su antecedente en el período que va de 1886 a 1899, como también el temor enfermizo a todo aquello que despidiera un ligero tufo a pueblo.

Frente a tales amenazas los regeneradores acuñaron una ideología en algo parecida a lo que Jacques Le Goff ha llamado la “comunidad sagrada” para el caso de la edad media francesa, pues pretendieron encuadrar a todos los hombres y grupos sociales en una especie de comportamiento comunitario construido sobre la base de la moral católica y la tradición cultural española, excluyendo a todo aquello que proviniendo de su seno o del exterior, colocara en entredicho el orden social y cultural que se deseaba levantar. De ahí la expedición de muchas normas penales, la edición de nuevos códigos de policía y la organización de esta institución, el intento de estimular corrientes migratorias consideradas deseables (de origen católico) y la oposición a la presencia de jamaicanos (peyorativamente denominados "yumecas") y chinos los que intentaron ser introducidos en 1892 por la compañía inglesa

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que construyó el ferrocarril de Cartagena-Calamar, la llegada de numerosas comunidades religiosas y el apoyo dado a la iglesia, y muchas otras medidas.

Comencemos por afirmar que la mencionada disparidad de los proyectos liberal y regenerador en torno a esta concepción era el reflejo de lo que estaba al orden del día en las discusiones a nivel internacional (con sus epicentros en Francia, España y Alemania), a su turno expresión de los cambios políticos y económicos escenificados en Europa a finales del siglo XIX, concretamente después de la derrota de la Comuna de París y de la realización de la unidad nacional en Italia y Alemania. Algunos regeneradores costeños con Núñez a la cabeza, pero también Joaquín F. Vélez, José Manuel Goenaga y Manuel Dávila Flórez, debido a los años que permanecieron en El Vaticano, estuvieron al tanto de las discusiones planteadas por la iglesia y ciertas tendencias políticas y filosóficas conservadoras europeas en torno a las supuestas secuelas nefastas que había dejado el racionalismo con su exaltación de la razón, del conocimiento y de la ciencia en el espíritu del hombre. El antipositivismo en su variable espiritualista que recorría a Europa a fines del siglo XIX tuvo acogida en nuestro ambiente, pues en medio de la crisis económica y social que asolaba al país se creyó hallar en él la solución a los problemas del desorden institucional y social.

La combinación de la crisis de los años 1870 y de las transformaciones internacionales enunciadas permite preguntarse, en primer lugar, si los regeneradores del Caribe colombiano elaboraron un proyecto cultural dirigido a modificar el comportamiento de los estratos populares, y en segundo lugar, y estrechamente vinculado con lo anterior, si intentaron controlar las disidencias intelectuales en la medida en que estas representaran un obstáculo para el primer objetivo señalado al promulgar ideas que se consideraban atentatorias contra el orden deseado. La existencia de ese proyecto cultural se patentiza de alguna manera en las controversias entre los pensadores, especialmente los líricos y escritores, las

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que permiten aclarar cómo se aclimató ese debate en nuestro medio y las enseñanzas extraídas para elaborar el modelo cultural a aplicar a toda la población.

Aunque reconocemos que si es difícil -más no improbable- hallar de manera explícita en la obra de los regeneradores costeños un modelo cultural coherente encaminado a modificar la cultura de los de abajo, no sucede lo mismo cuando centramos nuestra atención en las abundantes discusiones que giraron alrededor de temas líricos y literarios, pues a su sombra se encontraban ideas sobre cuáles eran los modelos literarios que debían corresponderse con nuestro estadio de desarrollo y con la supuesta naturaleza del hombre costeño, ideas vinculadas al propósito de contrarrestar lo que era visto como las funestas consecuencias del período liberal radical.

La obra de Miguel A. Caro, Antonio José Restrepo y otros pensadores del interior del país, así como los artículos de Núñez sobre temas filosóficos o literarios escritos en las postrimerías de su existencia, están llenos de reflexiones sobre temas culturales que giraban alrededor de la búsqueda de los mecanismos que permitieran ejercer un mejor control sobre la población y sobre las disidencias intelectuales. Las argumentaciones para controlar a los intelectuales, de manera indirecta nos permiten comprender las ideas sobre las que descansaban muchas medidas dirigidas a "corregir" y reprimir los comportamientos de la mayoría de la población, haciéndose de esta forma más claro las actitudes de los regeneradores frente a esta cultura.

No desconocemos que el análisis de este problema tiene muchos obstáculos debido a que, por una parte requiere estudiar la conformación del Partido Nacional (liberales independientes y conservadores) en esta región, realizar trabajos prosopográficos para conocer el pensamiento de sus militantes, ver las obras de las diferentes administraciones públicas de Bolívar durante los años de 1886 a 1899; por otra parte se necesita conocer el mundo intelectual de la región, como también los comportamientos de los

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estratos bajos de la población para determinar que se logró y que no se pudo controlar por parte del Estado y el clero.

En el estudio del período distinguimos la fase regeneradora de la hegemonía conservadora propiamente dicha, dado que las actitudes frente a los intelectuales y a la cultura popular variaron significativamente en algunos casos, en matices en otros, o hubo continuidad. De hecho, el siglo XX se inauguró en nuestro país bajo el dominio del partido conservador, pero múltiples factores que después enunciaremos nos presentan unos decenios iniciales en los que amplios sectores de la sociedad se asoman a un rápido proceso de secularización, abandonando dicho partido, no sin la reticencia de algunos de sus sectores, cualquier pretensión de reformar y controlar la cultura de los de abajo. Es en este doble contexto en que surgieron los primeros núcleos de trabajadores asalariados modernos en las principales ciudades de la Costa.

Usualmente el movimiento regenerador costeño siempre se ha visto ligado a la personalidad de Rafael Núñez sobre quien abunda un sinnúmero de biografías, escaseando los estudios sobre sus partidarios en esta región. Un buen punto de partida es reconocer que en los albores de la propuesta nuñista, el término regeneración tuvo varias interpretaciones, las que despertaron un hondo entusiasmo que muy pronto se desvaneció debido a lo que se consideró "la traición de Núñez al liberalismo". En 1878 Federico Castro Rodríguez, joven abogado oriundo de Sabanalarga y Procurador del Estado de Bolívar en ese año, veía el proyecto regenerador como una necesidad para ahondar las conquistas democráticas, para acabar con el gamonalismo y para modificar “... la moral práctica, moral del pueblo...”, los comportamientos de los estratos bajos de la población.

Otros, como fue el caso del político y

empresario sabanalarguero Avelino Manotas, lo concebían en ese mismo año como la formación de un Estado cuya función era la de estimular nuevas formas de asociación de capitales para abrir las puertas al desarrollo económico moderno. Esas diversas interpretaciones originaron que algunos liberales que

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en un comienzo siguieron a Núñez en su proyecto del liberalismo independiente, pronto se desilusionaron y el Partido Nacional se convirtió en un reducto del conservatismo bolivarense (los independiente que continuaron cerca de Núñez se pasaron al conservatismo) en el cual tuvo la hegemonía lo que hemos dado en llamar el “círculo del Colegio de La Esperanza”, con Joaquín F. Vélez y Abel M. de Irisarri a la cabeza y algunos militares de carrera como los también generales Juan B. Aycardi, Juan B. Tovar y Antonio Araújo de León, así como personajes como Lácides Segovia, José F. Insignares Sierra, Henrique L. Román y otros.

Para adelantar el estudio nos hemos basado en ese círculo, pues la condición intelectual de algunos de sus miembros y el haber ejercido cargos oficiales, hasta cierto punto facilita analizar su pensamiento. Aún así, corremos el riesgo de hacer generalizaciones apresuradas pues si el pensamiento de J. F. Vélez y de Manuel Dávila Flórez aparece transparente en sus escritos, lo que denota cierta persistencia temática en sus reflexiones e inquietudes, no podemos decir lo mismo de otros de sus copartidarios, quienes aunque comulgaban con la idea de la base católica del conservatismo, mantuvieron una actitud abierta frente a los problemas intelectuales de su momento, como fue el caso de Pedro Vélez Racero, sobrino de J. F. Vélez y contemporáneo con M. Dávila F., hombre de mundo y alejado de las preocupaciones religiosas que embargaban a este último.

Otro recurso para analizar la actitud de los regeneradores frente a la cultura "culta" son las disposiciones oficiales sobre educación

y algunos folletos y libros publicados por intelectuales

durante el período de la hegemonía conservadora. Para el caso de la cultura de los de abajo utilizamos las disposiciones legales que pretendían reforzar los mecanismos de control social y de las observaciones de la prensa sobre lo que usualmente se denomina "desorden generalizado".

Nos

interesa en estos preceptos legales más que su aplicación real las intenciones que expresan una actitud

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mental, una manera particular de ver a los de abajo y de sugerir o aplicar correctivo, como también porque era la disipación de las conductas las que motivaban la expedición de esas normas.

Muchos de esos controles trazados por los regeneradores para hacerle frente a los grupos intelectuales disidentes y a la cultura del común se fueron elaborando acorde con las circunstancias políticas y sociales, a la vez que estuvieron signados por las especificidades de la cultura de esta región. De ahí que se deba evitar las generalizaciones apresuradas, pues no es lo mismo la actitud de los regeneradores del centro del país y de Pasto, en especial de Miguel A. Caro y el beato Ezequiel Moreno, cuyas obras están llenas de alusiones sobre la cultura que deseaban desarrollar, desempeñando la religión un papel de primer orden, a los de la Costa. Basta señalar como un elemento diferenciador que el pensamiento de Núñez distaba mucho de Caro y sería injusto acusarlo de clerical, pues aquel estaba pensando en el orden como condición indispensable para el desarrollo material y de manera pragmática reconoció la importancia de la iglesia católica para

imponerlo. También, por la influencia del pensamiento

sociológico de Spencer y el haber conocido la realidad social inglesa, sabía -como ya se anotó- de la importancia del surgimiento de una especie de clase media (formada por artesanos honorables) para alcanzar el orden deseado.

Muerto Núñez la hegemonía política en el Bolívar grande la mantuvo Joaquín F. Vélez y sus seguidores (Dávila F., A. de Irisarri y otros) y fueron estos personajes quienes esbozaron los elementos de un proyecto cultural oficial, aunque fuese una especie de reflexión tardía, elaborada de forma orgánica en algunas obras que se publicaron o compilaron en el siglo XX. En efecto, el desarrollo de los acontecimientos acaecidos pocos antes y después de la muerte de Núñez, tales como la división en 1891 del llamado Partido Nacional entre conservadores nacionalista (en el poder) y los conservadores históricos (en la oposición), el peso de la figura de Núñez en la vida política nacional que favoreció para que muchos de sus partidarios en esta región establecieran vínculos con los políticos del centro del

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país y de otras regiones -en especial con Caro-, las revoluciones liberales de 1895 y 1899-1902, el creciente papel desempeñado por la iglesia después de 1886 y la llegada de Monseñor Pedro A. Brioschi y el opacamiento del liberalismo radical en esta sección del país debido a la presencia de Núñez, fueron factores que ayudaron para que las figuras cartageneras de segundo orden en la regeneración lograran un acercamiento con ciertas expresiones del pensamiento social de la iglesia, como fue el caso de Manuel Dávila Flórez, el conservador más prominente de Bolívar en la política nacional después de J. F. Vélez. Esta aproximación había ensanchado sus horizontes gracias a la estadía de J. F. Vélez y M. Dávila F. en El Vaticano por varios años. Veamos pues algunos elementos de esa política.

5. Política, religión e intelectuales

El medio más propicio para analizar la actitud de los regeneradores frente a la cultura en general y la moderna en particular es la Universidad de Cartagena. Una aclaración se hace indispensable para no cometer en errores: desde la época del liberalismo radical en aquélla institución enseñaron personas adscritas a los dos partidos tradicionales, situación que no cambió durante la hegemonía conservadora, por lo que no puede imaginarse a unos regeneradores “barriendo” de sus cargos docentes a todos los que se oponían a sus credos (en 1898 regentaban cátedras en la Universidad los liberales Eloy Pareja G. y Pablo J. Bustillo). De hecho, los liberales pudieron continuar divulgando las doctrinas de sus afinidades sin ningún problema, siempre y cuando las ideas no se tradujeran en acciones calificadas en contravía del orden establecido. Este centro educativo, durante el período liberal radical fue epicentro de divulgación de ideas modernas, las que en un medio muy politizado y de búsqueda de crear espacios de legitimidad para el liberalismo originó procesos de movilidad social favorable para algunos profesionales provenientes de los estratos bajos de la población. Basta observar que muchos jóvenes,

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recién graduados en Derecho y Medicina rápidamente eran designados o elegidos para desempeñar cargos públicos de significativa importancia.

Aunque todavía no poseemos una investigación que aclare qué se leía y cómo se asimilaban las lecturas, las lecturas de autores liberales estaban al orden del día, al tiempo que también se leía mucha literatura de los románticos y simbolistas franceses, hasta tal punto que en 1899 Luís C. López llamaba a abandonar las imitaciones de los poetas galos. De hecho, el epicentro de la vida intelectual y política regional era la Universidad de Cartagena, por lo que los regeneradores se plantearon la necesidad de controlarla.

El control sobre esta institución comenzó a ejercerse con base en el Decreto 403 de 1888 expedido por José Manuel Goenaga, gobernador de Bolívar, el que con base en la Ley 41 de 1887, ordenó que los textos de filosofía y literatura a emplearse en las clases no eran de libre decisión de los catedráticos sino que debían someterse a los dictámenes de la Junta de Inspección de Instrucción; esta Junta también vigilaría los métodos y las doctrinas desarrollados por los profesores, con el fin de “corregir cualquier abuso”. Al rector se le encomendó “cuidar que los alumnos observen una conducta y moralidad intachable en todos los actos de la vida, enseñándoles buenos modales y severidad en las costumbres”.

El temor a la difusión de ideas que colocara en entredicho la precaria estabilidad lograda con el ascenso de Núñez al poder llevó a profundizar los controles sobre cierto tipo de lecturas, especialmente las filosóficas y literarias. En este sentido sobresale un decreto expedido en 1894 que prohibió la lectura de ciertas obras por parte de los estudiantes de la Universidad de Cartagena, formando una especie de index de libros censurados, bajo la consideración de “Que la lectura de novelas en general, no es conveniente para los jóvenes; que lo es menos la de aquellas que pertenecen a la moderna escuela naturalista, y que las pornográficas no deben ponerse jamás en manos de la juventud”, y en la parte

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resolutoria dictaminaba la formación de una sección de reserva con esas novelas y con los libros de filosofía contrarios a la doctrina católica, agregando:

Queda prohibido en absoluto dar a leer las obras de las dos secciones expresadas arriba, a menores de edad, y a los alumnos de la Universidad o de cualquiera otro establecimiento de educación, aunque sean mayores. Art. 6: Las personas mayores de edad que no sean estudiantes y que deseen leer obras de las que forman las secciones reservadas de la Biblioteca deben ocurrir a la Gobernación del Departamento en solicitud verbal o escrita, y la Gobernación no accederá a la solicitud, sino en los casos de que se persuada de que el solicitante tiene una solidez de criterio, de conocimientos y costumbres que le pongan a cubierto de los malos efectos de la lectura de la obra que solicita.

Asimismo, los estatutos que regían la vida de los estudiantes en la Universidad de Cartagena se fueron haciendo cada vez más drásticos, aumentando el número de inspectores y subinspectores (especie de prefectos de disciplina), introduciendo la obligación de asistir a misa, rezar oraciones al inicio de la jornada, castigos corporales y presidio en la misma institución para los contraventores de las normas, suspensiones, expulsiones, etc. Aún a la vuelta de siglo, a Luís C. López, Julio Betancourt Román, Aquiles Arrieta y José de la Vega se les intentó sancionar porque en la revista literaria Líneas publicaron un artículo en el que se mofaban de los profesores, especialmente de los dos más sobresalientes y pilares del conservatismo: M. Dávila F. y Luís Patrón Rosano.

Todo los indicios que poseemos nos hacen dudar de la eficacia y permanencia de este control por la ausencia de continuidad en los planes gubernamentales. En 1911 fue nombrado rector de la Universidad Antonio José de Irisarri, quien en informe datado ese mismo año señala que su primer objetivo fue el de restablecer el orden y la disciplina severa, procediendo a uniformar a los estudiantes internos, seguimiento a la conducta de la población estudiantil, concluyendo que el gobierno, antes que dedicarse a difundir la enseñanza de las ciencias, debía preocuparse por el “perfeccionamiento moral si aspira a impulsar al país por las vías del progreso saludablemente entendido y para ello tengo en cuenta la superioridad y preeminencia de las facultades morales del hombre sobre las físicas e intelectuales”.

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Esa discontinuidad se manifiesta en otros hechos; por ejemplo, una medida que reglamentó la prostitución expedida por la administración de J. F. Vélez en 1894, al poco rato fue olvidada y cuando la restableció el general Juan B. Aycardi, el periódico El Porvenir lo felicitaba al revivir disposiciones que habían regido "... durante la administración Vélez sobre mujeres públicas y casas de tolerancia... [agregando que] La sociedad cartagenera aplaudirá... al general Aycardi si se apresura a darle un feliz año nuevo resucitando aquellas disposiciones". Si era difícil controlar esta práctica que dejaba en entredicho a la "moralidad pública" por la presencia de fámulas en cualquier sitio de la ciudad vendiendo sus favores a jóvenes y viejos, es de suponerse que otras medidas dirigidas a vigilar los comportamientos colectivos y las inclinaciones intelectuales también carecieron de solidez y de drasticidad en su aplicación.

A más de ello, los intentos para controlar el pensamiento se vieron contrarrestados por la libertad comercial que permitía a las librerías vender las obras prohibidas. De ahí que no sea dudable las denuncias realizadas en 1897 por los conservadores históricos sobre lo que llamaban la “existencia de tendencias positivistas entre los estudiantes” de la Universidad, sospecha confirmada por la respuesta del rector de dicha institución al decir que él no podía conocer las “inclinaciones morales e ideas religiosas de los alumnos...”. Además, un elemento que desvertebró los intento de control cultural sobre los intelectuales de Cartagena fueron los viajes que algunos de estos hicieron al extranjero, entrando en contacto, la mayor de las veces epidérmico, con manifestaciones culturales de países que estaban a la vanguardia de la cultura occidental. Tal fue el caso de Pedro Vélez R. (1859-1909), quien al igual que Ernesto O. Palacio, viajó en sus años juveniles por los Estados Unidos y Europa. Los biógrafos del primero nos lo presentan como un hombre de vida intensa, llena de emociones, de sensualidad: “Ocupa en la historia de nuestro poeta señalado lugar el amor, no aquel sentimiento tranquilo y casto que sólo experimenta su total satisfacción en las fruiciones del hogar; más la pasión arrolladora, febril, nunca saciada que convierte en deidad pagana a la mujer amada, y tiene a ocasiones resplandores de

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incendio". Las cartas de amor que citan los autores nos presentan a este poeta como un hombre desgarrado por las encrucijadas planteadas por una voluptuosidad propia de los habitantes del Caribe y de quien ha viajado y el medio cultural de la elite de la que formó parte, lleno de exigencia de autocontroles sobre las pasiones. En una de sus carta a la mujer amada dice: “Hace mucho tiempo que me hastía todo en la vida... pedía al cielo o al infierno con que llenar ese espantoso vacío, que era mi desgracia; me sentía joven, pleno de vida y de ánimo varonil, capaz de cosas nobles, con un inmenso raudal de ternura en mi pecho, sin objeto en que emplearse...”. Ese desgarramiento, que dibuja linderos que están más allá de los pasional, radicado en el centro de una vida que se siente abrumada por el medio, al tener que cumplir roles que tienden a perpetuarlo dado la posición social y política de quien la vive, sólo se supera en la pasión, en la intimidad, en el acto que no trasciende a lo público y que por tanto no cuestiona el orden. Pero fue un desgarramiento que terminó consumiéndolo.

Según el mencionado decreto la filosofía y la literatura fueron los frentes intelectuales que ocuparon la atención de los regeneradores, pues pensaban que sus expresiones modernas hacían daño entre la juventud. Aunque fueron argumentos en los que se esgrimieron ideas filosóficas y artísticas vulgarizadas, no por ello dejaron de producir consecuencias -o al menos intentaron hacerlo- entre las jóvenes generaciones de intelectuales que se educaban. En el campo de la filosofía rechazaban las consecuencias políticas, religiosas y sociales de la Ilustración, y del positivismo su exaltación del evolucionismo visto como atentatorio contra los fundamentos del catolicismo. Aparte de la obra del cartagenero Manuel María Madiedo, intelectual prolífico adscrito al conservatismo, quien desarrolló su obra en el ambiente cultural de Bogotá, ningún otro intelectual de la región se había ocupado del tema de la religión hasta que, en 1872, a raíz de la llegada a Cartagena de la misión pedagógica alemana, el problema religioso salió a relucir como tema de debate público, aflorando en las discusiones sus aspectos filosóficos.

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Fue J. F. Vélez (1832-1906), cartagenero, abogado del Colegio del Rosario de Bogotá, quien abanderó en Bolívar la defensa del catolicismo como fundamento del orden social y de las acciones morales de los hombres. Su doble condición de pedagogo y máximo dirigente del conservatismo bolivarense, le permitió formar jóvenes de esta vertiente política en las obras del catolicismo ultramontano, siendo el trabajo de Dávila F. ya citado un simple eco sus enseñanzas. En varios artículos en los que descalifica la presencia de la misión pedagógica alemana afirmó ideas como estas: “... el más vigoroso sentimiento impulsivo que hace obrar bien al hombre: la religión”; la ausencia de la enseñanza religiosa no es útil “... para dotar a la Patria de los hombres rectos, virtuosos y morales que ella necesita”. "Las cuestiones científicas y literarias, las políticas e históricas, se ligan íntimamente con las cuestiones religiosas". Llegada la misión alemana, J. F. Vélez fundó el periódico quincenal El Faro, con el único propósito de defender a la iglesia de los ataques de los liberales, exigiendo que se conociera la posición de éstos frente a aquella. En una de las primeras ediciones anotaba que los pedagogos teutones podían formar científicos, pero que “... en ningún caso servirán para dotar a la patria de hombres rectos, virtuosos y morales que ella necesita. ... en una escuela en que no se habla de Dios y de su santa ley, tiene que producir los funestos resultados de la indiferencia religiosa, aniquilando el más vigoroso sentimiento impulsivo que hace obrar bien al hombre: la religión.

Continúa anotando que ninguna cuestión científica, literaria, política o histórica puede desligarse de la religión y negarlo es dejar a los alumnos a merced de las creencias del maestro, en este caso, de los alemanes protestantes, concluyendo que “... no aceptamos escuelas alemanas sino regidas por maestros católicos; ni queremos en ellas otra enseñanza religiosa que la que el Gobierno haga dar por ministros de la ley y de acuerdo con el Prelado diocesano”.

Este tipo de mentalidad, (algunos decían que J. F. Vélez “era honrado por maldad”), explica el que el período de la regeneración esté marcado por la censura de prensa, exacerbada en los momentos en que

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la vida institucional se sentía en entredicho; pero la censura también se ejerció en el campo de las ideas artísticas,

literarias y filosóficas hasta tal punto que de todos los periódicos, libros y revistas que

llegaban a las oficinas de la gobernación, sólo sobrevivieron las publicaciones adictas al gobierno o las que este consideraba inofensivas. Además, no hallamos durante los años 1886-1899 un intelectual de nombradía desafecto al gobierno y mucho menos de origen humilde (muchos de estos dedicados al oficio de la tipografía) que descuelle, y quienes sobresalieron tuvieron que irse al extranjero, como fue el caso de Juan Coronel G. (1868-1904) y Pedro Sondereguer, al considerar que el ambiente local era asfixiante.

¿Cómo fue posible que un costeño se planteara estos temas, si hipotéticamente el contexto cultural regional no se caracterizaba por un predominio de la iglesia católica y si por cierto ambiente de tolerancia? Una razón posible fue la búsqueda por parte de los conservadores de elementos ideológicos diferenciadores con relación a los liberales, pues cuando los problemas nacionales que distanciaban pasaban a un segundo plano, se disipaban las fronteras partidistas, quedando reducida a puntos de vistas y acciones diferentes en las formas de ejercitar la política.

Hasta mediados de los años de 1860 los conservadores poco contaron en la vida política regional y sus preclaros hombres se formarían de ahí en adelante.

En efecto, el conservatismo bolivarense

prácticamente había desaparecido como organización con aspiraciones a ser partido de poder después de 1859, cuando se llevó a cabo el derrocamiento de Juan A. Calvo, presidente del Estado de Bolívar. La actitud de los notables de este partido frente a la vida política refleja claramente el temor a la “canalla popular”, tal como lo expresaron en la correspondencia que dirigieron a José E. Caro los conservadores bolivarenses Bartolomé Calvo, Federico Nicanor Porras, Joaquín Posada Gutiérrez y del ocañero Diego Caro, radicado en Cartagena, expresándole el primero, en 1851, que la desorganización y el abatimiento de los conservadores en Cartagena “... se debe ... a las impresiones que nos dejó la

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revolución de 1840. Los hombres de virtud, los hombres patrióticos no pueden pensar sin horror en la renovación de aquellas horribles escenas”.

Su reorganización data de 1866, año en que el liberalismo se hallaba dividido entre los seguidores del ya fallecido Juan José Nieto, los de Manuel González Carazo y los de Ramón Santodomingo Vila, en ese entonces presidente del Estado de Bolívar. En medio de esas circunstancias Joaquín F. Vélez regresó de Costa Rica, dándose a la tarea de restructurar su colectividad política, propósito en el que estuvo acompañado por Francisco de Zubiría, Manuel Román Picón, José Calvo, Juan Manuel Grau y otros. A finales de marzo de ese año, Vélez comenzó a editar el periódico decenal La República en la que expuso el propósito de su partido de volver a luchar por el poder, planteando un programa de regeneración (concepto muy usual en el siglo XIX) de la vida republicana en Bolívar, entendida como la reducción de la burocracia, control a la oficialidad militar y orden en la tropa, reducción de las contribuciones económicas y restablecimiento del orden. No hay en ese programa referencia alguna al tema de la iglesia ni a la desamortización de bienes de manos muertas, llevada a cabo apenas tres años antes.

En parte ello se debió a que durante los años de 1860 los conservadores de la región no vieron la cuestión religiosa como un problema, quedando confinada a un simple principio o como una escueta referencia al ejemplo dado por el Estado de Antioquia dominado por los conservadores, quienes se resistieron a la venta en remate de los bienes desamortizados a la iglesia desde 1863. Además, las medidas asumidas por el liberalismo radical contra la iglesia católica eran tenidas como cosas del pasado y no suscitaban discusiones dado que hasta 1872 en la Universidad de Cartagena continuaba impartiéndose enseñanzas sobre el dogma católico como se puede leer en los programas de estudios compilados por el historiógrafo Pastor Restrepo en su obra inédita Documentos para la Historia de la Universidad de Cartagena. Una de las razones de esa tolerancia por parte de los conservadores era que

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se daba por aceptado que en el Caribe colombiano las formas de practicar la religiosidad se daban por fuera de los canales institucionales de la iglesia. En 1873 J. F. Vélez reconocía que en Cartagena, “... a todos consta que entre nosotros se descuida por la mayor parte de los padres la educación religiosa de sus hijos...”.

Sin embargo, la simple profesión de fe del dogma católico como un principio del programa conservador, comenzó a transformarse en una actitud militante a partir de 1872 cuando llegó el pedagogo alemán Julio Walner con la misión de crear la Escuela Normal, pues la "entrega" de la formación de maestros a un protestante fue muy mal vista, aunque en el contrato que éste suscribió a comienzos de 1872 en la ciudad alemana de Bremen lo obligaba a mantener una actitud imparcial frente al tema religioso. Ya para 1874 la polémica sobre el objetivo de la educación y su relación con la religión era ácida en Cartagena y los liberales radicales defendían la idea de que la función de la primera no era el crear católicos sino buenos ciudadanos.

Este ambiente ideológico fue cruzado por la guerra de 1876, conocida con el nombre de la Guerra Religiosa, la que al terminar dejó como secuela la desorganización social y económica, lo que llevó a algunos liberales a reconocer la necesidad de moderar los espíritus y las doctrinas, achacando al hiato existente entre estas y la realidad cultural la causa de muchos desmanes entre la población civil. Estas ideas fueron expresadas por algunos liberales en un debate en torno a la aprobación de un proyecto de ley sobre el divorcio, arguyendo que la disolución del matrimonio atentaba contra la familia, la que comenzó a ser considerada como la principal célula de la sociedad, dejando de lado el principio de que dicha forma primaria la constituía el individuo. A esto se sumó el asesinato de varios notables conservadores en 8 de diciembre de 1876 a manos de un grupo de extracción popular avecindado en el barrio San Diego, baluarte del liberalismo, quedando varios días la ciudad en una especie de crisis de autoridad.

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Aprovechando la aludida división del liberalismo bolivarense el primer paso que dio el conservatismo fue reforzar su proyecto educativo representado por el colegio La Esperanza al que se trasladaron muchos jóvenes provenientes de familias pudientes y militantes del conservatismo (los Martínez Camargo, Vélez Vega, Pasos C., Noguera, Benedetti, Zubiría, Pombo, Stevenson, Prettelt, Bonoli, Vélez Racero, Pinedo), estudiantes hasta ese momento del Colegio de la Universidad. El modelo pedagógico allí aplicado lo había aprendido Joaquín F. Vélez en su época de estudiante en los colegios bogotanos San Bartolomé y del Rosario: férrea disciplina y enseñanza del dogma católico; por eso, en su pensum de estudio aparecen áreas como doctrina cristiana, historia sagrada, fundamentos de la fe y latín. En la fundación de este proyecto educativo lo acompañó el costarricense Abel Mariano Irisarri, cuya semblanza de educador nos la presenta uno de sus discípulos en los siguientes términos:

Su fe religiosa era tan viva como ilustrada; en él se ocultaba un apologista por la fuerza que lucía en defensa del dogma; un teólogo por la comprensión certera de muchas cuestiones abstrusas, enojosas para todos e inaccesibles a los profanos; un mártir si la hora del sacrificio le hubiese exigido el de su existencia; y casi, casi un inquisidor que "odiaba la herejía no como un error, sino como un crimen", para recordar la frase de Bourget acerca de Pascal, si el sentimiento de la verdadera misericordia y una tendencia ingénita hacia el perdón no aquietaran en su ánimo los ciegos ardores de rancias edades. Pero su fe exhibía una fase sobremodo atrayente: la absoluta fidelidad en obedecer tan severas normas y en no desviarse un ápice del camino de perfección.

Fue tan duradera la formación que dieron Vélez e Irisarri a algunas jóvenes generaciones conservadoras que en 1939, Fernando de la Vega Vélez (1892-1956), sobrino del primero y educado en el mencionado colegio,

señalaba en una conferencia leída en el Teatro Municipal que aunque ambos partidos

tradicionales se originaban en la Declaración de los Derechos del Hombre emitida por la Revolución Francesa, se diferenciaban en que los conservadores rechazaban el racionalismo,

... el sistema de filosofía que niega las verdades de orden sobrenatural ... la existencia de Dios, el desconocimiento del poder espiritual de la iglesia católica, la moral cristiana..., [agregando que en Colombia] La fe religiosa se confunde... con la patria misma, con sus costumbres, con sus recuerdos familiares... El sentimiento democrático, el que une... es la emoción religiosa católica. Esta ley moral rige para todos, sin distingos de posición o

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de raza. Ser católico en Colombia equivale a ser demócrata, acercarse al pueblo; practicar la república, en una palabra.

Este ejemplo, que expresa la imposibilidad de una moral laica fundamentada el doctrinas jurídicas jusnaturales, refleja el pensamiento de buena parte de quienes se habían educado en dicho colegio a finales del siglo XIX, plantel que produjo a casi toda la dirigencia conservadora que dominó en Bolívar durante la hegemonía de ese partido. Sin lugar a dudas que los partidarios de este pensamiento se sintieron estimulados por las nuevas ideas de Núñez, especialmente por su interés en solucionar el distanciamiento entre la iglesia y el Estado, una de las espinas dorsales de su programa de gobierno. De ahí en adelante lo que se observa es una iglesia haciendo esfuerzos denodados por recuperar el espacio perdido durante las administraciones liberales radicales, espacio considerado condición indispensable para intentar controlar las almas, propósito que siempre había dado resultados magros en la Costa.

Efectivamente, hubo escaso control de parte de la iglesia sobre las expresiones culturales y políticas de los estratos bajos de la población, lo que facilitó su rápida politización hacia las tendencias liberales radicales (muchos de ellos inspirados en la masonería). Algunos sectores populares habían estudiado en colegios (como los de Dionisio H. Araújo y Juan P. Jiménez) cuyos profesores creían en el poder de la razón y eran partidarios de principios preconizados por la Revolución Francesa. Además, el ambiente escolar, el de la plaza pública y aún el de la prensa, estaba cargado de una fe inquebrantable en el papel de la educación como único elemento para acceder a la civilización.

Durante años esta fe fue compartida por la elite, pero cuando reorientó su discurso hacia una ideología de influencia positivista, la que resaltaba al progreso material y dejaba de lado los aspectos sociales y políticos del discurso moderno, insistiendo en un orden social fundamentado en principios religiosos, el discurso liberal casi quedó como patrimonio exclusivo de los núcleos de artesanos y de algunos

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profesionales. Extrañada la elite de este discurso, las categorías políticas de efectos movilizatorios que permitían construir las utopías (pueblo, democracia, humanidad, civilización, etc.), fueron asimiladas a, y al mismo tiempo por los estratos sociales bajos. Por eso, sintiéndose herederos del liberalismo auténtico, los artesanos, otros estratos populares y aún profesionales de condición baja acudieron a los tradicionales mecanismos legitimadores de la protesta y de la acción directa: considerar a un gobierno ilegítimo en la medida en que no realizaba el principio del bien común, o por que se aparta de normas constitucionales.

La presencia de este ambiente ideológico y simbólico, aún entre las capas sociales más bajas de la población, se combinaba con sus expresiones culturales desritualizadas, obstaculizándose la intromisión de la iglesia más allá de lo estrictamente religioso. Esta especificidad cultural regional, no significaba la ausencia de esfuerzos por parte de la iglesia encaminados a controlar a la población (recordemos las quejas que levantó desde el período colonial contra las formas de poblamientos y las expresiones culturales que les eran congénitas), los que dependieron de las circunstancias políticas. Durante los primeros decenios de la república la iglesia había quedado descuadernada, y luego, durante el período del liberalismo radical su presencia en la vida pública nacional se redujo considerablemente.

Pero con el ascenso de la Regeneración al poder ella tuvo la situación propicia para intentar retomar el control de la vida pública y privada del país. El sacerdote más influyente en Barranquilla durante la primera mitad del siglo XX, señalaba que en un lapso de ocho años de poder regenerador (1886-1894) la iglesia había logrado consolidar muchos avances en esta ciudad. Materialización de esta ofensiva en Barranquilla fue la ampliación locativa de la iglesia de San Nicolás, la edificación de la iglesia del Rosario, el auge que tomó el colegio de La Presentación regentado por la congregación religiosa del mismo nombre, la fundación del colegio San Miguel del Rosario en 1892, la llegada de la Misión de los padres Capuchinos, la organización en la parroquia de San Roque de la Hermandad del Santísimo

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Sacramento, la fundación de la sociedad de la Juventud Católica integrada por jóvenes personalidades de la elite, el cierre del colegio Nacional de Bachillerato (institución laica) y la apertura de los colegios Biffi y San José, la llegada de los Hermanos de las Escuelas Cristianas y la creación de la Junta de Instrucción Católica.

Con el fin de evitar la presencia entre la población de las corriente ideológicas consideradas “heréticas”, la iglesia y algunos sectores conservadores agruparon a los artesanos y obreros en las Sociedades de Mutuo Auxilio inspiradas en los principios de la caridad cristiana promulgados por las encíclicas del papa León XIII. Joaquín F. Vélez y José Manuel Goenaga, quienes permanecieron en el Vaticano hasta 1894, trajeron esta iniciativa calcada de la Societá di Mutuo Soccorso, dependencia de la Scuele Cattoliche di Roma, que los asesoró. En 1899 se creó en Barranquilla la primera de estas asociaciones con el objeto de prestar auxilio en dinero entre sus afiliados y de agrupar a 20.000 personas en un período de 95 años, la que estuvo presidida por el ya mencionado José M. Goenaga. Todo parece indicar que su funcionamiento fue precario y que los esfuerzos de la iglesia para seguir fomentándolas fracasaron como lo demuestra los ataques del semanario católico El Estandarte contra la presencia del “materialismo sensualista” entre los trabajadores.

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