DAVID CHANDLER. Un Emperador en el campo de batalla: de Tolón a Waterloo ( ) Traducción de Carlos y Francisco Fernández-Vitorio

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CAMPAÑAS DE

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Un Emperador en el campo de batalla: de Tolón a Waterloo (1796-1815) Traducción de Carlos y Francisco Fernández-Vitorio

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Coordinación y supervisión de Rosa Cifuentes

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NAPOLEÓN, EL HOMBRE Y EL GENERAL: V I RT U D E S Y D E F E C T O S

a historia es, ciertamente, un debate sin final», escribió el profesor Geyl en su estudio sobre Napoleón.1 Es dudoso que haya habido un tema más estimulante y polémico desde el punto de vista histórico; cada uno de los miles de trabajos eruditos dedicados a Napoleón Bonaparte nos ha proporcionado una visión diferente de su persona. Es cierto que algunos sólo varían en el grado de interpretación, pero no hay dos idénticos. En consecuencia, no se puede negar que al día de hoy, Napoleón sigue siendo un enigma tentador y esquivo, pero al mismo tiempo un motivo de estudio muy gratificante. Tantos fueron sus intereses, tan grande su genialidad y tantos sus defectos que puede decirse que reúne, a escala gigantesca, casi todas las cualidades y defectos del género humano. En ello reside gran parte de su fascinación. Desde la batalla de Waterloo, Napoleón ha atraído sin cesar la atención de los historiadores, de los biógrafos o de los simples cronistas de sociedad. En términos generales, todos ellos se han dividido en dos grandes categorías: los seguidores y los detractores; rara vez ha sido tratado de manera completamente objetiva: su personalidad no se presta a ello. El consenso sobre su figura ha oscilado como un péndulo de generación en generación. Sus propios contemporáneos no se pusieron de acuerdo a la hora de enjuiciarlo. Su confusión se debía, en gran parte, a la propaganda emanada de Longwood, en la isla de Santa Elena; pero el veredicto puede resumirse en la frase utilizada por el conde de Clarendon refiriéndose a Oliver Cromwell: «Un extraordinario mal hombre.» La imagen de «ogro» persiste durante el período victoriano. Las madres inglesas, según se dice, asustaban a su díscola prole con la terrible amenaza «Boney vendrá a por ti», pero tal actitud pronto fue cuestionada. A mediados del siglo XIX, la opinión pública se inclinó del otro lado, y la leyenda de «El hombre del destino», la reencarnación de Carlomagno, el frustrado genio y el trágico exilio de Santa Elena, comenzaron a ganar terreno alimentados con diligencia por la incesante publicación de diarios y biografías escritas por viejos militares y criados, cuyos recuerdos —aun-

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que suavizados o dilatados por el paso del tiempo— idealizaron aún más al personaje. Unos pocos atemperaron su admiración con cierto espíritu crítico, pero la mayoría eran simples adoradores sin ningún tipo de límite y en Francia el régimen de su sobrino contribuyó a llevar el culto hasta las mismas fronteras de lo irracional. A partir de 1870, la adoración tomó un camino diferente. Los franceses intentaron encubrir las recientes derrotas volviendo la vista atrás, a los tiempos del Primer Imperio, a la vez que militares de muchas naciones llevaban a cabo meticulosos estudios sobre los métodos y campañas del gran maestro en el arte de la guerra con la esperanza de descubrir su secreto. Sólo las ametralladoras y el alambre de espino de 1914 devolvieron a los generales a la realidad de los tiempos. Pero en los primeros meses de la guerra, los ejércitos franceses avanzaban al ataque —siempre al ataque— con guantes blancos y la bandera tricolor desplegada, tratando de reconquistar el élan del campo de batalla napoleónico, y el famoso plan Schlieffen de Alemania debía tanto o más a las concepciones estratégicas de las campañas de 1805 y 1806 del Emperador que a los más recientes experimentos de la guerra franco-prusiana. Las consecuencias de estos intentos de recrear los métodos utilizados cien años atrás fueron idénticas en ambos bandos: multitud de víctimas, la inevitable pérdida de impulso y finalmente el estancamiento en una guerra de trincheras que continuó durante cuatro largos años. Pocas veces los peligros de utilizar indebidamente la historia militar se han mostrado de manera más gráfica. Desde la época de Napoleón, la tecnología armamentística —especialmente en la artillería y las armas de poco calibre— ha avanzado tanto que los viejos métodos ya no tienen validez, una lección que los más entendidos han aprendido de los últimos años de la guerra civil estadounidense y sin duda de las más limitadas experiencias de 1870 en Francia, 1900 en Sudáfrica y 1904 en Manchuria. Por desgracia, pocos han tenido en cuenta estos avisos y una generación entera de europeos —y también de no pocos americanos— ha pagado con el precio de muchas vidas las guerras de desgaste en que se convirtieron las batallas de Somme, Ypres, Verdun, Chemin-des-Dames y St. Miel: la respuesta adecuada al barro, al alambre de espino y a las armas automáticas no podía ser sólo el valor. No sin cierta lógica, la reacción contra los horrores de la guerra tendió, después de 1918, a inclinar de nuevo la balanza de la opinión sobre Napoleón hacia el concepto de «hombre sanguinario», hacia la escuela de pensamiento que le consideraba el «ogro corso», el principal instigador de Armagedón. Esta tendencia ha persistido casi hasta nuestros días y, más aún, a partir de 1939 se dio

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una nueva vuelta de tuerca al equiparar a Napoleón a aquel otro «cabo» llamado Adolf Hitler. Y aunque desde 1949 ha surgido una visión más equilibrada, muchos analistas todavía le consideran, en el mejor de los casos, como un matón inteligente. Sin embargo, la aparición en tiempos recientes de múltiples obras «vistosas» tiende a restablecer parte de la vieja adoración. De esta forma, el ciclo se ha completado varias veces y probablemente continuará haciéndolo durante muchas generaciones, porque la atracción —o rechazo— asociada a la figura de Napoleón no tiene edad. Él ha sido, sin duda, uno de los seres humanos más complejos y mejor dotados para suerte o desgracia de este planeta. Antes de pasar a analizar las cualidades y defectos de Napoleón como militar, es necesario intentar responder a una o dos cuestiones relativas a su época y a su personalidad como un todo, porque sus rasgos básicos como hombre afectaron a su carrera profesional. Primero, debemos analizar hasta qué punto su meteórica carrera fue consecuencia de sus cualidades o de su circunstancia histórica. Es innegable la grandeza y fuerza de su talento natural; probablemente habría llegado lejos en cualquier época, pero fue excepcionalmente afortunado por el momento en que nació. Al final de sus días, a pesar de su tendencia creciente a creer en la imagen que trató de propagar sobre sí mismo como un ser semidivino, Napoleón reconoció el papel jugado por la suerte en su asombrosa ascensión. Y él mismo admitió abiertamente a Las Cases, que la Revolución Francesa preparó el camino para una carrera ouverte aux talents y creó la situación ideal para que la aprovechara un hombre de sus características. Tuvo la suerte de tener 20 años en 1789, momento en el que todas las antiguas monarquías de Europa (con excepción de la de Gran Bretaña) estaban en declive, y la fortuna de haber nacido en el seno de la petite noblesse de Córcega. Este hecho facilitó, en principio, su camino y no obstaculizó su ascenso al poder tras la caída del Ancien Régime. También aseguraba que su origen corso le había ayudado mucho en sus primeras campañas en Italia, cuando todo lo que se sabía de él se resumía en que era un joven de 26 años sin experiencia, recientemente ascendido a comandante en jefe. Su matrimonio con Josefina fue un regalo de los dioses: le proporcionó contactos con las facciones realistas que más tarde le ayudarían en su camino hacia el trono. También se consideraba afortunado por el tamaño de su familia, que le permitió multiplicar sus medios de influencia mediante alianzas matrimoniales y nombramientos regios, y aunque algunos califican este hecho como una auténtica bendición —por la ayuda que sus fratellos y hermanas le iban a proporcionar—, en realidad fue un arma de doble filo. Otro aspecto que

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le favoreció fue que casi todos sus adversarios militares estuvieran en la sesentena. Napoleón tenía un don especial para atraer la suerte en el campo de batalla, aunque lo más probable es que habría negado rotundamente la existencia de una cualidad tan intangible; siempre se mantuvo firme en la creencia de que un genio podía asignar al azar un lugar casi matemático en sus cálculos. En términos generales, sin embargo, debemos reconocer que estuvo tocado por la buena fortuna, al menos hasta finales de 1806. Como el historiador Hudson ha escrito, «Él tenía el potencial, pero las circunstancias contribuyeron a que se hiciese efectivo»2. A continuación, debemos intentar responder a una difícil cuestión: ¿Fue Napoleón un hombre bueno o malo? No es fácil dar una respuesta, porque es prácticamente imposible definir la absoluta «bondad» o «maldad» del ser humano. Napoleón tenía, como cualquier otro hombre, cualidades y defectos, pero las circunstancias especiales que rodearon a su genialidad acrecentaron su importancia hasta límites insospechados. Probablemente detentó más poder que cualquier otro hombre de su tiempo y anterior a su tiempo y, al fin y al cabo, esto seguramente contribuyó a corromperle. Su realismo siempre estuvo asociado a una cierta tendencia al fatalismo: «Todo lo que va a suceder está escrito. Nuestra hora está marcada y no podemos prolongarla ni un minuto más de lo que el destino haya dispuesto.»3 A esta actitud fatalista se unió poco a poco su creencia en que él era diferente del resto de los hombres —creencia que cristalizó (o así lo aseguraba Napoleón) en la tarde de la batalla del Puente de Lodi en 1796—. Al final, esta fe en su «destino» afectó a su capacidad de juicio, como veremos con detalle más adelante, y le llevó a una obstinación irracional en los años de declive. Consideraba la religión institucional como una fuerza que había que controlar, y sus creencias podían calificarse de deístas o incluso agnósticas, más que religiosas en el sentido convencional. Fue un marido afectuoso y un padre orgulloso de sus hijos, y no se desentendía del bienestar de sus criados (aunque los hacía trabajar a todos sin piedad). No se pueden negar sus aventuras extramaritales ni su indiferencia ante la pérdida de vidas en el campo de batalla, pero su sangre italiana y su fría actitud como general explican ambos hechos, aunque no los justifiquen. Podía ser implacable o magnánimo, amable o mordaz, malhumorado o encantador, pero siempre dinámico y dejando una indeleble impresión en las personas que le conocían. Es fascinante especular sobre la clase de gobernante o soldado que habría sido si hubiera vivido a mediados del siglo XX, quizá una combinación de gene-

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ral De Gaulle y de Douglas MacArthur. Y si nos planteamos cuál hubiera sido su actitud ante la utilización de las armas nucleares, su respuesta —«En la guerra existe el principio de que siempre que sea posible se deben utilizar las bombas en vez de los cañones»4— probablemente no habría sido del gusto de los prudentes. Por último, debemos tratar de determinar hasta qué punto fue responsable de la serie de guerras devastadoras que siempre se asocian a su nombre. Obviamente, no se puede negar que fue un hombre dedicado sobre todo a la guerra. Durante los veintitantos años de su activa carrera, libró no menos de 60 batallas, por lo que no se puede decir que fuera un pacifista. Se calcula que entre marzo de 1804 y abril de 1815 prácticamente dos millones de franceses prestaron servicio en el ejército; hubo no menos de 32 levas en las diversas categorías anuales a lo largo de ese periodo, y probablemente más de un millón de hombres se reclutaron en los estados aliados o satélites. La estimación de bajas en once años fluctuó enormemente; algunas autoridades sitúan la cifra en 1.750.000 (probablemente incluyendo también las pérdidas de sus aliados), otras la «reducen» a 450.000 muertos e incapacitados. La única cifra que tiene cierta fiabilidad es la de 15.000 oficiales heridos. Sin embargo, estas pérdidas —por inmensas que sean— no deben ser malinterpretadas. Debe recordarse que las víctimas, incluso si alcanzaron la cifra de 1.500.000, lo fueron a lo largo de 11 años e incluyen todos los frentes, con una media de 136.000 al año. Ese número se torna relativamente insignificante si lo comparamos, por ejemplo, con la lista de bajas de la guerra de 1914-1918, en la que los franceses perdieron 1.360.000 hombres sólo en el frente occidental (una media de 340.000 al año). Y esta cifra no incluye las enormes pérdidas sufridas por los británicos, belgas y americanos. Con esto no se trata de justificar las guerras napoleónicas y el sufrimiento que produjeron; ni de negar la escala de pérdidas sufrida por Francia o sus oponentes. Había menos población, por tanto la proporción de víctimas era mayor de lo que parece a primera vista. Sin embargo, es útil mantener la cuestión de las víctimas en la perspectiva adecuada a la hora de enjuiciar la responsabilidad de Napoleón como señor de la guerra. Dilucidar el grado de responsabilidad que le corresponde como iniciador de las guerras es otro problema igualmente complejo. Excepto en los casos de Portugal (1807), España (1808) y Rusia (1812), por lo general, fue atacado en primer lugar. Sin embargo, no se puede negar que muchos de estos ataques fueron provocados por el propio Emperador debido a razones militares y de propaganda. En su defensa, se puede decir que vivió en una época muy belicosa y que casi con

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toda seguridad habría habido una larga serie de funestas luchas tanto si él hubiera tenido el timón de Francia como si no. La Revolución Francesa, de la que fue producto y de alguna manera conservador, divulgador y liquidador al mismo tiempo, había hecho que la Primera República destacara del resto de Europa cuando Napoleón era todavía sólo un teniente de artillería y coronel de voluntarios. El levantamiento social y económico que siguió al acto de desafío político en 1799 significó el fin del Ancien Régime, no sólo en Francia sino en todo el continente europeo (aunque debido a Waterloo la disolución final no sucedió hasta después de 1848, en el caso de Alemania, y de 1917 en el de Rusia). Los conceptos de Liberté, Égalité et Fraternité de Rousseau y Diderot implicaron el fin del viejo orden y contribuyeron a liberar inmensas energías y a ganar prosélitos entre los franceses. Las guerras eran, pues, inevitables, y se puede argüir con justicia que Napoleón fue victima de una generación propensa a la guerra que le convirtió en el «hombre sanguinario» responsable del holocausto que asoló Europa durante tantos años. Él mismo se dio cuenta de esto cuando dijo en la firma de la Paz de Amiens: «Entre las viejas monarquías y una joven república siempre se interpondrá un espíritu de hostilidad. En el actual estado de cosas, cada tratado de paz no significa más que un breve armisticio; y creo que mi destino será luchar casi continuamente.»5 Es posible que este punto de vista realista —y hasta cierto punto cínico— le llevara a contemplar la guerra como un mal inevitable y, consecuentemente, a permitirle actuar con bastante menos remordimiento de conciencia del que pudiera considerarse deseable. Pero después de 1791 Francia estaba madura para una guerra expansionista e ideológica, y es muy dudoso que Napoleón hubiera podido resistir la avalancha de energía agresiva aunque lo hubiera deseado. Hasta cierto punto, su visión fatalista estaba justificada. Por supuesto, esta aceptación de la probabilidad de las grandes guerras no evita que el astuto corso —posiblemente el hombre con menos escrúpulos desde Maquiavelo— aprovechara las ventajas propagandísticas derivadas de una ofensiva a favor de la «paz» a la hora de hacer realidad sus ambiciosos sueños. Siempre estaba proclamando sus intenciones pacifistas: casi todos los grandes azotes de la humanidad, desde Atila a Genghis Khan, no han escatimado esfuerzos para crear la imagen de hombres de acción amantes de la paz que recurren a las armas para defender una causa justa después de que hayan fracasado todos los demás medios de persuasión. Y es bastante probable que fuera sincero en sus protestas —al menos a sus propios ojos—. Sin embargo, siempre insistió en que debía dejar en herencia la paz del Olimpo a los países satélites; su naturaleza corsa no le inclinaba precisamente al compromiso, a pesar del gran oportunismo del que

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hacía gala en las situaciones críticas. Consecuentemente, si Europa quería la paz tendría que ser la Pax Romana, dictada y supervisada por el emperador Napoleón. Una postura tan arrogante como ésta sólo podía contribuir a exacerbar todavía más las relaciones de Francia con otras potencias, que consideraron al Napoleón del final de sus días un advenedizo corso sin ninguna educación ni gusto, a pesar de su genialidad; Gran Bretaña, por ejemplo, se refirió a él como el «general Bonaparte» en la mayoría de los documentos oficiales hasta mucho tiempo después de su muerte. Así pues, aunque las guerras fueran prácticamente inevitables a causa de la interacción entre el recelo clasista de las viejas monarquías, la presuntuosa confianza de la nueva República (y más tarde del Consulado y del Imperio) y la todavía más fundamental rivalidad colonial y comercial que envenenaba las relaciones anglo-francesas, Napoleón debía estar convencido de que no estaba precisamente moviendo los hilos del juego diplomático con sumo tacto. Esta falta de tacto —la cualidad por antonomasia de los estadistas— fue, al menos parcialmente, responsable de la frecuencia de las guerras y una de las causas de la caída de Napoleón. Nunca fue capaz de convertir a un antiguo enemigo en un convencido aliado, a pesar de su magnético atractivo, en los tête-à-tête con los reyes y emperadores. Cada aliado se convertía en un vasallo descontento, cada enemigo derrotado en un resentido satélite; el precio de los favores de Napoleón era siempre alto en términos de hombres, dinero y política comercial. Despreció a muchos de los gobernantes contemporáneos y no intentaba disimularlo. Consideraba cada nueva alianza como una oportunidad para conseguir más soldados, más ayuda en su vendetta contra la «pérfida Albión», el adversario que nunca se sometió a sus deseos. Napoleón, por tanto, no puede presentarse precisamente como la «paloma de la paz». El pico afilado y las garras de águila difícilmente podían ocultarse tras el plumaje de una supuesta actitud razonable. Si Europa iba a disfrutar de la paz, tendría que ser en los términos dictados por Francia, o más bien en los dictados por Napoleón. Y lo que a los ojos del emperador era la paz, suponía una bofetada para las otras potencias. Además, una vez que Francia había dejado salir de la botella al «genio» del nacionalismo, no había forma de controlar las consecuencias. El entusiasmo nacionalista de los ejércitos franceses anunció la buena nueva poco a poco por Alemania e Italia, y aunque las fuerzas de la reacción trataron de posponer su eclipse total casi más de un siglo, el espíritu del nacionalismo prendió con fuerza y acabó siendo uno de los más esforzados oponentes de Napoleón. La victoria militar y la paz al dictado ya no servían como

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elemento de quietud ni de sumisión; los patriotas clandestinos trabajaban en Prusia y en todas partes buscando el día en el que acabar con el «Matón de Europa» y en el que quitarse de encima de una vez por todas las cadenas francesas. Y esto es exactamente lo que pasó después de 1812. El Imperio demostró estar construido sobre bases muy inseguras. En defensa del Emperador debe decirse que aunque fue, cuando menos, parcialmente responsable de liberar y esparcir ideas que sólo podían propiciar nuevos conflictos, nunca empezó una guerra a la ligera. Siempre abogó por un tipo de guerra relativamente humano: deseaba que las campañas fueran cortas, inteligentes, decisivas; nunca fue de su agrado la larga, prolongada agonía de la guerra de desgaste. Pero cuando no lo conseguía —como sucedió desde diciembre de 1806 en adelante—, podía recurrir a una ferocidad animal y a una crueldad que eran también parte de su herencia corsa. Su paciencia y su grandeza tenían muchas limitaciones.

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Debemos volver ahora a la consideración de Napoleón en tanto que militar y comandante. Gran parte de lo ya dicho es, obviamente, relevante, pero hay características especiales que necesitan mención aparte y explicación. Por comodidad, organizaremos estas consideraciones en dos partes: un debate sobre los atributos militares de Napoleón en la época de su máximo esplendor, seguido de un análisis sobre su deterioro. La línea divisoria entre los años de éxito y los de gradual declive es difícil de trazar con exactitud, pero al menos se puede asegurar que en el aspecto militar su cenit estuvo en diciembre de 1806. Muchos de sus biógrafos y los historiadores en general prefieren considerar la Conferencia de Tilsit (1807), o incluso el encuentro de Erfurt (1808), como el punto culminante del Primer Imperio. Por muy cierto que esto sea desde el punto de vista político y constitucional, hay buenas razones para creer que el declive militar de Napoleón comenzó poco después de la doble victoria de Jena-Auerstadt. Los siguientes puntos son relevantes a la hora de justificar esta opinión. A pesar de que el triunfo militar sobre Prusia fue en apariencia total (no menos del 70 por ciento de los hombres cayeron en el campo de batalla o fueron hechos prisioneros tras la doble victoria y las subsiguientes semanas de persecución implacable), el hecho es que Napoleón fracasó en su intento de pacificación (es decir, imponiendo sus condiciones) con el gobierno prusiano. Como se ha dicho anteriormente, siempre buscó noquear lo antes posible al enemigo y acabar rápida y eficazmente con su deseo de resistir. En esto fracasó de manera patente des-

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pués de Jena-Auerstadt; por muy vacilante que fuera Federico Guillermo III, la reina de Prusia permaneció firme en su postura de resistencia y, en consecuencia, privó a Napoleón de una victoria definitiva. Este alto en sus planes tuvo dos efectos posiblemente de la mayor importancia. En primer lugar, le abocaron a la imprevista y, desde luego, no deseada campaña de 1806-1807 en Polonia y este de Prusia y, posteriormente, a un enfrentamiento directo con el zar Alejandro —una complicación que Napoleón había tratado de evitar denodadamente, esperando que una guerra relámpago contra Prusia la dejara fuera de combate y en consecuencia disuadiera a Rusia de entrar en una lucha que tan claramente había finalizado con una victoria a favor de Francia—. Pero resultó que estos planes se frustraron. Otra consecuencia inmediata del conflicto con Rusia fue el duro golpe sufrido por la Grande Armée en Eylau en febrero de 1807. Aunque el auténtico resultado de esta encarnizada batalla fue ampliamente ocultado por la propaganda imperial, la verdad del asunto fue conocida en Rusia y difundida con rapidez entre los grupos de patriotas que luchaban contra Francia en el interior de Alemania e Italia. Sin duda, el resultado de la batalla puede verse como un empate, pero esto no nos llevaría a subestimar su importancia en el contexto contemporáneo; el caso fue que el supuestamente imbatible vencedor de Arcola, Rivoli, Marengo, Austerlitz y Jena había recibido un golpe militar muy importante. Las noticias fueron un aliciente para los adversarios de Napoleón, y su reputación sufrió un auténtico primer golpe, que ni el posterior triunfo en Friedland ni el boato de Tilsit pudieron erradicar por completo. Se había demostrado que «El Ogro» no era invencible. En segundo lugar, algunos meses antes de la matanza de Eylau, Napoleón había cometido un error estratégico capital que a la larga resultó fatal para su Imperio. Frustrada la paz del conquistador después de Jena-Auerstadt y maldiciendo este retraso aparentemente menor en «la nación de los tenderos», el Emperador había buscado una forma de tomar represalias contra Gran Bretaña, que, desde el año anterior en Trafalgar se había atrevido a desafiar impunemente sus amenazas de asalto militar directo a través del Canal. Desde 1803 —si no antes— Napoleón estaba obsesionado por el deseo de ver a Gran Bretaña entrar en razón. Todos los males de la vida imperial en Europa eran, por supuesto imputados a la combinación del oro británico, la intriga británica y la Royal Navy. Incluso en el boletín que anunció la victoria de Austerlitz, Napoleón había hablado en términos despectivos del ayuda de campo favorito del Zar refiriéndose a él como «un trompeta jovenzuelo de Inglaterra». Ahora, un año después, de nuevo le preocupaba el problema de cómo intimidar al pueblo británico. El resultado

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fueron los decretos de Berlín de 1806. Dándose cuenta de que la presión militar estaba descartada por el momento, Napoleón decidió atacar a Inglaterra en algo que le era esencial: el comercio. No es nueva la idea del bloqueo económico, pero nunca fue tan rigurosa con las mercancías del enemigo, no sólo por parte del Imperio sino también del resto de Europa. Resultó, sin embargo, que el Sistema Continental (como se conocía a esta declaración de guerra económica) le estalló en las manos a su creador. Tuvo tres consecuencias nefastas: primera, en absoluto consiguió intimidar a Gran Bretaña o dañar permanentemente su posición económica. Esto fue así porque era imposible hacer cumplir la política de manera totalmente eficaz y porque el dominio británico del mar le permitía a Inglaterra canalizar las mercancías rechazadas hacia nuevos mercados al otro lado del Atlántico. Segunda, las contramedidas británicas fueron aplicadas con mucha más eficacia y, a pesar de sus recursos naturales y de los que pudo conseguir de sus satélites y aliados, la economía francesa comenzó a pasar apuros —sobre todo hacia 1812—.Y más aún, se culpó al Emperador de la mayoría de los inconvenientes y trastornos causados por el bloqueo, al tiempo que las medidas cada vez más rígidas que se veía obligado a adoptar con objeto de conseguir que su sistema se aplicara adecuadamente no produjeron más que resentimiento y mala voluntad, debilitando más y más los cimientos del Imperio; las evasiones del sistema se hicieron cada vez más universales, y se desarrolló a toda velocidad un próspero comercio ilícito entre Gran Bretaña y Holanda, Italia y, en menor grado, Alemania. Algunos de los servidores de más confianza del Emperador hicieron la vista gorda ante estas evasiones, entre ellos Luis, rey de Holanda (hasta que fue forzado a abdicar por Napoleón en 1810), Massena en Italia y Bourienne, gobernador de Hamburgo. En tercer lugar, y lo peor de todo, su obsesión, cada vez mayor, por extender el sistema y perfeccionar su funcionamiento desempeñó un papel significativo a la hora de inducir a Napoleón a cometer sus dos errores más importantes desde el punto de vista político y militar: la decisión de invadir Portugal y España en 1807-1808 y la decisión de atacar Rusia en 1812. Todas estas dificultades fueron el resultado de los pasos dados en diciembre de 1806; esta fecha, por tanto, es casi con toda seguridad el punto de inflexión de las guerras de Napoleón. Por supuesto, es imposible reflejar en un espacio tan reducido como es una introducción todas las características que hicieron de Napoleón un gran jefe; sólo será posible referirse a los aspectos más sobresalientes de su genio, con la esperanza de que una imagen más completa de sus dotes surja de los capítulos que siguen.

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En primer lugar, tenía ciertos rasgos personales —no necesariamente de carácter militar— que hicieron de él un dirigente tan temible. En esa lista de atributos, su magnetismo personal ocupó un lugar preeminente. Napoleón poseía un poder casi hipnótico sobre las personas producido por la combinación de una voluntad de hierro, un irresistible encanto y la sensación que tenían quienes estaban ante él de que se encontraban en presencia de un jefe. Físicamente no resultaba atractivo —era de pequeña estatura, de hábitos rudos e incluso vulgares, y brutalmente franco casi siempre— pero, así y todo, podía tener comiendo en la palma de la mano a cualquier hombre o mujer si lo deseaba. La fascinación que ejercían sus grandes ojos grises (que según comentarios de sus contemporáneos, lo veían todo, lo sabían todo, a pesar de su apariencia casi inexpresiva) era irresistible. Incluso el veterano general Vandamme admitió su impotencia cuando se enfrentaba al Emperador: «Resulta que yo, que no temo ni a Dios ni al diablo, me pongo a temblar como un niño cuando me acerco a él.»6 Esta fascinación hipnótica sin duda tuvo mucho que ver con el dominio que ejercía sobre los militares con independencia de su graduación. Napoleón era consciente de este poder de su personalidad e hizo uso deliberado y sistemático de él para conseguir sus objetivos. Estaba preparado para llegar muy lejos a la hora de esclavizar a un hombre si creía que el esfuerzo merecía la pena. Casi nunca era necesario: una mirada penetrante de esos ojos grises era todo lo que necesitaba. Este poder nunca le abandonó; sólo un hombre logró escapar a sus encantos: el gobernador de Santa Elena, sir Hudson Lowe, un militar con poca imaginación que no destacó por nada, un zoquete que exasperaba a sus propios compatriotas casi tanto como lo hacía a su distinguido prisionero. No se puede negar que el atractivo personal del Emperador era uno de sus mayores activos. En segundo lugar, debemos referirnos a la gran capacidad intelectual de Napoleón. En palabras de un reciente y distinguido biógrafo, Octave Aubry, Napoleón poseía «la más grande personalidad de todos los tiempos, superior a la de cualquier otro hombre de acción, en virtud de la amplitud y agudeza de su inteligencia, de su rapidez a la hora de tomar decisiones, de su gran determinación y su aguzado sentido de la realidad, todo ello unido a la imaginación de la que hacen gala las grandes mentes»7. No estamos ante un militar profesional de miras estrechas: sus intereses eran legión y su capacidad de respuesta ante una nueva idea —no importa cuál fuera el tema— era enorme, igual que su habilidad para ver cada aspecto de un problema sin caer en el peligro «de que los árboles no le dejaran ver el bosque». Estudiaba, amplia y profundamente, cada asunto que se le presentaba. Llegaba al corazón de cada materia pero, al mismo tiempo, tenía

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en cuenta todas las consideraciones periféricas. Su capacidad para que no se le escapara nada era impresionante y, en sus mejores tiempos, conocía hasta el último detalle de su Ejército. Su poder de concentración era inmenso y podía pasar de un tema a otro en un instante sin desperdiciar ni un ápice de su incisiva mente. Él mismo se refirió en una ocasión a estas facultades de la manera siguiente: «En mi mente están guardados los diferentes asuntos como en un armario. Cuando quiero interrumpir determinada idea, cierro ese cajón y abro otro. ¿Que quiero dormir? Sencillamente, cierro todos los cajones…»8 Igual de impresionante era su memoria. En opinión de Bourienne —en ocasiones de dudosa autenticidad—, a Napoleón se le daba mejor recordar hechos, lugares y estadísticas que nombres propios, fechas o palabras; pero incluso si esto era cierto, era sólo una cuestión de grado. Dos ejemplos nos servirán para ilustrar su retentiva. En septiembre de 1805, el Emperador y su estado mayor se toparon con una unidad de la recién creada Grande Armée que se había separado de la formación a la que pertenecía durante la larga marcha desde la costa del Canal hasta el Rin. Su comandante había extraviado las órdenes y no sabía dónde encontrar su división. Mientras sus oficiales se afanaban mirando con atención los mapas y revisando los innumerables cuadernos y duplicados de órdenes, Napoleón, en un instante y sin la ayuda de ningún libro o asistente, informó al atónito oficial de la ubicación actual de la unidad a la que pertenecía y de dónde iba a permanecer las tres noches siguientes, proporcionándole, al mismo tiempo, un resumen detallado de sus fuerzas y de la carrera militar del jefe de la división. En ese momento no había menos de siete corps d’armée, 200.000 hombres, en movimiento; no hace falta decir más. En otra ocasión, en 1913, cuando sus departamentos administrativos estaban siendo muy presionados para justificar la pérdida de material sufrida durante la campaña de Rusia, encontramos a Napoleón escribiendo una nota al ministro de la Guerra con todo lujo de detalles a los efectos de hacerle recordar dos cañones que había visto en el muelle de Boulogne. Haría aproximadamente unos ocho años que el Emperador había visitado el puerto por última vez. También parecía tener una memoria fotográfica para las estadísticas, y más de un avergonzado secretario de estado u oficial escuchó un completo resumen de las cifras del, por ejemplo, comercio de trigo, durante los últimos cinco años. Igualmente, tenía el don de recordar los rostros y los detalles de la carrera de cada uno de sus subordinados. Sin duda, «estos veteranos» exageraban, pero no hay necesidad de cuestionar todas las historias. Coignet, un informante, nos cuenta cómo el Emperador reconoció su rostro entre los de una multitud de sol-

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dados tras una revista en la Place-St-Étienne en 1815 y acto seguido le promocionó al puesto de intendente de palacio. Este tipo de anécdotas era el que ayudaba a cristalizar las leyendas pero, sin duda, también servía para mantener la moral y animaba a los soldados rasos a realizar esfuerzos sin límite en nombre de «le Tondu». Era otro aspecto de su mágico atractivo. Napoleón tenía una gran capacidad de trabajo. «El trabajo es mi elemento», aseguró en una ocasión. «Nací y fui hecho para el trabajo. Reconozco los límites de mi vista y de mis piernas, pero nunca los límites de mi capacidad de trabajo.»9 En otra ocasión, dijo que trabajaba cuando comía, en la ópera, e incluso en la cama. Un día de 18 o 24 horas de actividad no era nada extraordinario para él. Leía mucho y con voracidad. Hacía trabajar a sus sudorosos equipos de secretarios y escribientes hasta dejarlos exhaustos. Esta gran capacidad para trabajar duro y sin cesar era otro de los secretos de su gran éxito. La tensión que producía tal nivel de trabajo —y la enorme actividad que inevitablemente acompañaba a cada campaña— era inmensa. Pero es cierto que la resistencia de Napoleón no era tanta como a veces se dice. Desde luego, sabemos por sus mayordomos que necesitaba dormir. Tenía la suerte de poder dormitar en cualquier momento del día, cuando las circunstancias se lo permitían; incluso en medio del estruendo de Wagram, fue capaz de hacerlo tumbado en su manta de viaje de piel de oso. Pero también es verdad que caía enfermo con cierta frecuencia —padecía de hemorroides y tenía problemas con la vejiga— y no hay que descartar la importancia del factor salud a la hora de valorar su actuación en dos ocasiones críticas, como fueron Borodino y Waterloo, en las que demostró no estar, precisamente, en su mejor momento. Sus hábitos de comida en campaña solían ser bastante irregulares y esto afectaba a su digestión. Por contra, nunca pareció haber sufrido de insomnio.

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Podía trabajar durante días seguidos sin descansar adecuadamente cuando era necesario, aunque más tarde se resintiera. Se sabe que en una ocasión trabajó tres días y tres noches sin parar. El factor que hacía posible tales esfuerzos era su abundancia de energía nerviosa. Pero, inevitablemente, como ya hemos señalado, esto le convertía también en un manojo de nervios además de en «un hombre de nervio». Tras la calma de su rostro acechaban grandes pasiones que, de vez en cuando, hacían su aparición en forma de ataques de llanto e incluso ataques histérico-epilépticos, que sus íntimos tenían sobradas razones para temer. En ocasiones, azotaba a sus sirvientes y oficiales con la fusta que solía llevar con-

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sigo; una vez, le propinó una patada en el estómago a un ministro y luego llamó tranquilamente a los criados para que vinieran y retiraran al desgraciado que se retorcía de dolor en el suelo, y otra agarró al pobre Berthier por la garganta, golpeando su cabeza contra el muro de piedra. ¡La vida en el entorno imperial tenía estos pequeños momentos! Normalmente, sin embargo, ejercía un estricto control sobre sus emociones, utilizándolas como instrumentos de su voluntad. Su genio militar era impresionante. No es nuestro propósito detallar aquí cómo planificaba las campañas o dirigía las operaciones —eso será objeto de un capítulo posterior10—, sino analizar someramente las cualidades que se esconden tras ellas. Un atributo sobresaliente era el gran dominio de su profesión. En una ocasión, aseguró que sabía fabricar pólvora, cómo fundir un cañón, cómo construir carruajes y armones. Su interés por los pormenores de los temas militares formaba parte de su búsqueda de la perfección. Tenía, sin embargo, sus lagunas: nunca se tomó la molestia, por ejemplo, de dominar los entresijos de la guerra naval, y tampoco consiguió valorar la importancia de las corrientes y los vientos para dirigir este tipo de batallas. De forma similar, se puede argüir que se tomaba poco interés por los detalles tácticos de la lucha en tierra. En Santa Elena, se mostró inflexible a la hora de defender la formación de dos en fondo como la más adecuada, pero nunca la impuso en sus primeras campañas. En Somosierra (1808), sacrificó innecesariamente a un escuadrón de valientes polacos debido a una mezcla de resentimiento y falta de visión de lo que debía hacer. Con bastante acierto, dejaba la mayor parte de las decisiones tácticas en manos de los hombres destacados en el terreno, pero aparte de su preferencia expresa por la formación de la infantería en ordre mixte, prestaba poca atención a este tipo de decisiones menores. Sin embargo, esto no debe hacernos olvidar su habilidad con la gran táctica, para la que tenía gran talento, al menos en la mayoría de las ocasiones. El consejo que le dio a Lauriston en 1804 es relevante para nuestra investigación. Enumeró tres requisitos básicos para tener éxito como general: concentración de fuerzas, actividad y una firme resolución de perecer gloriosamente. «Son los tres principios del arte militar que han predispuesto la suerte a mi favor en todas mis operaciones. La muerte no significa nada, pero vivir derrotado significa morir un poco dada día.»11 Éste iba a ser su destino. Sin embargo, como el coronel Vachée ha sugerido, habría que añadir un cuarto principio a los anteriores: «Sorprende al enemigo mediante la estrategia y el secreto, mediante lo inesperado y la rapidez de tus operaciones.»12 Utilizando su gran poder mental, Napoleón era capaz de pensar en cualquier problema militar, con días, e incluso meses, de anticipación. Algo que no

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era precisamente fácil y que en una ocasión comparó con el esfuerzo que hace una mujer para traer un hijo al mundo. Nunca examinaba un problema sin tener en cuenta su contexto y prestaba atención a todas las circunstancias que, previsiblemente, pudieran surgir y también a cualquier complicación imprevista. Sólo improvisaba soluciones sobre el terreno en esas raras ocasiones en las que algo se había escapado a sus cálculos. Napoleón creía que «un jefe militar debe poseer tanto carácter como intelecto, que la base debe igualar a la altura»13 y él estaba dotado de ambas características, como ya hemos visto. También estaba convencido de que «el principal talento de un general consiste en conocer la mentalidad de la tropa y ganar su confianza»14. En esto también fue un maestro. Conocía las fortalezas y debilidades de los militares franceses, desde el primero hasta el último, desde su «valor teñido de impaciencia a su tendencia a sentirse abatidos después de un fracaso». En definitiva, dominaba la mayor parte de los aspectos sicológicos del manejo de los hombres. Centralización de la autoridad suprema era el otro de los sine qua non de Napoleón para asegurar el éxito de una campaña: «En la guerra, los hombres no son nada; un hombre lo es todo»; o, de nuevo, «Mejor un mal general que dos buenos». El grado de centralización que consiguió fue fantástico. Prácticamente, todas las decisiones emanaban de él, y sus contemporáneos se maravillaban de cómo podía dirigir una guerra y un Imperio al mismo tiempo. Mientras sus ejércitos tuvieron unas proporciones razonables, este único método de mando funcionó extremadamente bien; los cuerpos del ejército francés se movían con un modelo muy coordinado, todos dirigidos por una sola inteligencia maestra. Más tarde, sin embargo, el rígido deseo de centralización se convirtió en una trampa y un engaño. Finalmente, debemos hablar del genio de Napoleón —esa cualidad totalmente indefinible que le permitía sacar el mayor provecho de estos grandes poderes y dones—. «Una infinita capacidad para tomarse la molestia de hacer cualquier cosa con esmero», era sin duda una faceta de su daemon, pero no la única. Otra de las características incorporadas a su genio era una fértil imaginación (para adaptar los planes a situaciones concretas), una gran intuición (para adivinar las intenciones del enemigo), una indomable voluntad (para seguir su camino a pesar de los obstáculos que se le pusieran por delante) y lo que el general Canon califica como «firmeza de alma», o su negativa a que el desgaste provocado por accidentes menores y otras complicaciones le apartasen de su objetivo primordial. Napoleón trató en una ocasión de definir «el genio»: «Genio es, a veces, sólo un instinto que no se puede perfeccionar. La mayoría de las

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veces, el arte de juzgar correctamente sólo se puede perfeccionar mediante la observación (incluido el estudio) y la experiencia.»15 Lo que subyace a todos estos rasgos es una ambición sin límites, que era lo que le daba el toque divino. «La ambición es la principal fuerza motriz del hombre», escribió una vez. «Un hombre utiliza sus habilidades mientras le sirven para ascender; pero cuando ha llegado a lo más alto, sólo quiere descansar.»16 A lo que parece, Napoleón tenía una ambición insaciable. En eso residen tanto sus éxitos como sus fracasos. Por lo demás, su singular talento se debe a una combinación de génie et métier, de genio y competencia profesional, de inspiración y gran capacidad de trabajo.

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¿Cuál fue, entonces, la razón de su fracaso? ¿Por qué la historia le dio sólo el nombre de «Napoleón» en vez de «Napoleón el Grande», por ejemplo? De nuevo la respuesta no es sencilla ni fácil. Pero a partir de principios de 1807 hay algo que falla en esta especie de central eléctrica que era Napoleón, especialmente en lo que se refiere a su carácter. El astuto Talleyrand fue uno de los primeros en notar los sutiles cambios que se estaban produciendo y no queriendo que le asociaran directamente con la caída que se avecinaba, dimitió como ministro de Asuntos Exteriores poco después del, aparentemente, gran triunfo de Tilsit. Muchas de las debilidades que contribuyeron al declive de Napoleón y su posterior caída nacieron de las muchas cualidades que le ayudaron a encumbrarse. Cada una tenía su contrapartida, y la línea divisoria entre genio y locura es muy tenue.17 A medida que pasaba el tiempo, el engaño comenzó a oscurecer su capacidad de juicio en momentos críticos; comenzó a creer lo que quería creer, no lo que los hechos, objetivamente analizados, le mostraban que era la verdad. Comenzó a apostar cada vez más fuerte, rechazando aceptar que la Fortuna miraba para otro lado. No quiso reconocer lo que era factible y lo que no lo era, apoyándose en milagros que vinieran en su ayuda. En palabras de un ministro del Imperio, «Es extraño que Napoleón, teniendo tanto sentido común como genio, no fuera capaz de ver dónde empezaba lo imposible»18. Este defecto es la clave del desastre de 1812 y de la derrota definitiva de Waterloo. Poco a poco, las facultades de Napoleón comenzaron a atrofiarse o a producir enormes distorsiones. Su pasión por el orden, la eficacia y la centralización del poder degeneró en el egocentrismo y la tiranía más absolutos. El tratamiento sin escrúpulos a la familia real española en Bayona, las cada día más abundantes órdenes poniendo en marcha expediciones de castigo que extendían

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el miedo por todo el país, la rápida expansión por todo el Imperio de un aparato policial basado en el terror, incluso la forzada expansión de sus fronteras físicas, eran signos de una avanzada megalomanía. Como en la antigua fábula, la rana trataba de inflarse para tener el tamaño del buey. Uno a uno fue abandonando y desdeñando muchos de los antiguos ideales; las ambiciones del Emperador se reducían cada vez más a la simple recreación del Imperio de Carlomagno y al engrandecimiento privado de su familia. La lucha contra Gran Bretaña adquirió los tonos de una vendetta corsa: si los países no se entregaban a Napoleón y se sometían a sus deseos se convertían en enemigos hostiles; no aceptaba una posición neutral, una posición no alineada. Y, cada vez más, sus poderes temporales se vieron enormemente acrecentados a medida que los miembros de su familia eran coronados por sus vasallos. Si el famoso aforismo de lord Acton, «El poder corrompe; el poder absoluto corrompe absolutamente», es exagerado en el caso de Napoleón, tiene, sin embargo, un componente de verdad. Los resultados más obvios de la insaciable sed de poder del Emperador tenían dos caras: un creciente resentimiento entre los gobernados (al menos fuera de Francia) por las constantes demandas de hombres, municiones y contribuciones en dinero efectivo; y un general y cada vez mayor sentimiento de nacionalismo entre los conquistados que Napoleón, su original divulgador, tendía a quitar importancia como fuerza a la que hubiera que tener en cuenta. Ambos aspectos eran presagios de las dificultades que se avecinaban. Hacia el final del Imperio, Napoleón se tornó en un ser cada vez más irracional y delirante. Incluso a principios de 1814, cuando las cartas estaban todavía sobre la mesa, rehusó admitir la idea de la derrota y, en consecuencia, rechazó, a pesar de las protestas de Caulaincourt (como había hecho en 1913), varias oportunidades de negociar una solución equilibrada que habría dejado al Imperio francés (propiamente dicho) virtualmente intacto. Creía que podía recrear el gran Imperio napoleónico, que de hecho había desaparecido durante los catastróficos meses de 1813. Consideraba que tenía que ser todo o nada, y en esa convicción siguió adelante contra viento y marea. Aunque tenemos que admirar su firmeza y determinación, no podemos aplaudir la irracionalidad que subyace a la obstinación del que en un tiempo fue el más realista de su época. En su irracionalidad llegó también a desconfiar cada vez más de sus subordinados. Quedó claro desde los primeros días del mariscalato que, consciente o inconscientemente, Napoleón nunca aceptó la idea de un rival. Ésa es la razón por la que nunca se llevó bien con Moreau o con el zar Alejandro; puede que

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incluso Desaix tuviera suerte a la hora de morir. En consecuencia, para protegerse del peligro de verse superado por sus subordinados, el Emperador privó deliberadamente a sus mariscales del entrenamiento que habría hecho de ellos auténticos comandantes independientes. Nunca constituyó un órgano colegiado de mando, sino que retuvo en sus manos las riendas del poder, tanto civil como militar. Pero lo que había sido posible con ejércitos de tamaño moderado —unos 200.000 hombres— en los días apacibles de 1805 o 1806, demostró ser algo inalcanzable a medida que crecía a pasos agigantados y, más aún, cuando para complicar las cosas más se añadió un segundo frente —y, además, ¡un frente ruso!—. ¿Cómo podía un hombre esperar controlar 600.000 soldados esparcidos en una distancia de más de 800 kilómetros de radio? Eso era lo que Napoleón intentaba hacer, con los resultados sobradamente conocidos. Esta debilidad de juicio, derivada de un exceso de confianza en su propia capacidad para superar los obstáculos, coincidió, a partir de 1809, con un cierto deterioro de su estado de salud. Aunque a menudo se ha exagerado la magnitud de este declive, hay pocas dudas respecto a la falta del antiguo brío a la hora de dirigir la campaña rusa hasta la retirada de 1812, momento en el que parece haber revivido. Su forma de dirigir la campaña de 1813, si bien fue más burda que cuando lo hacía en sus días de gloria, lo demostró, y su actuación en 1814 ha despertado la más cálida admiración de muchos expertos en la ciencia de la guerra. Sin embargo, su propia afirmación de que «hay una edad para la guerra» demostró ser bastante cierta en su caso. Cuando estaba abrumado por las dificultades, tendía a culpar a sus oficiales. Es cierto que estaban cada vez más cansados de la guerra; Ney, por ejemplo, nunca se recobró de los efectos de la retirada de 1812. Y es verdad que demostraron ser incapaces de enfrentarse a ciertas emergencias, pero ¿quién iba a culparles por ello? Desde luego ni Napoleón, ni sus hombres clave, a quienes había privado deliberadamente de una formación adecuada para dominar el arte de la guerra. El Emperador había practicado durante demasiado tiempo el juego de los antiguos césares: Divide et impera. Esta política maquiavélica se tomó su revancha y se volvió contra él. «Esta gente se cree que es indispensable —refunfuñaba Napoleón—, no sabe que tengo unos cuantos jefes de división que pueden ocupar su puesto.»19 Sin embargo, no dio ningún paso para reformar su sistema de mando. Por supuesto, algunos de sus mariscales eran excelentes militares —Masena y Davout estaban entre los mejores—, pero un sistema dirigido a la total dependencia y servicio del Emperador era, desde todo punto de vista, defectuoso.

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Dos factores más contribuyeron al declive de Napoleón. El primero de ellos fue el creciente agotamiento de Francia. A medida que los recursos humanos y materiales disminuían, las bajas aumentaban y la zona bajo su control era cada vez menor. En cualquier caso, la dependencia cada vez mayor (a partir de 1807) de los ejércitos multinacionales era un síntoma de debilidad, aunque sólo fuera por el problema de las lenguas, de los diversos calibres de las armas y las distintas características de las tropas así procuradas. Sin embargo, la actuación de les Marie-Louise y del pueblo del este de Francia en 1814 fue notable, mírese por donde se mire, aunque su oposición a los aliados fuera dictada por la desesperación además de por la lealtad a su líder. El segundo factor fue la importancia cada vez mayor que los adversarios de Napoleón comenzaron a dar a la guerra. Los viejos generales de la primera década dieron paso a otros jefes más dinámicos; después de ver a sus fuerzas destrozadas por la impresionante máquina de guerra que fue la Grande Armée en su mejor época, los gobiernos de Prusia, Austria y Rusia tuvieron el sentido común de modelar sus ejércitos según el esquema francés. Las hogueras encendidas por patriotismo nacionalista —iniciadas precisamente por Francia— proporcionaban ahora la base para la lucha contra su antiguo benefactor. Uno a uno los países aliados y satélites de Francia se rebelaban —Baviera, Sajonia, Holanda, el reino de Westfalia, la Confederación, Nápoles y Bélgica— y se unían a la causa de los aliados. De esta forma llegó el fin en 1814 y, tras la última vacilación que supusieron los Cien Días de 1815, una figura poderosa despareció para siempre de la escena de la Historia.

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Desde los años cuarenta, se ha puesto de moda en ciertos sectores comparar a Napoleón con Hitler. Nada podría ser más degradante para el primero ni más halagüeño para el segundo. La comparación es, una vez más, odiosa. A Napoleón le inspiraba (al menos en los primeros años) un noble sueño totalmente opuesto al «Nuevo Orden» idolatrado, pero nacido muerto, por Hitler. Napoleón dejó grandes y perdurables testimonios de su genio en códigos de leyes e identidades nacionales que han sobrevivido hasta nuestros días. Adolf Hitler sólo dejó destrucción. En ciertos aspectos superficiales, sin embargo, las carreras de los dos hombres comportan un cierto parecido. Ambos accedieron al poder mediante el oportunismo en un período lleno de intranquilidad que favorecía la aparición de aventureros y dictadores. Ambos poseían el mágico atractivo de una personalidad que creaba adictos. Los dos acabaron con una vieja sociedad y crearon nuevas leyes en un intento de establecer un nuevo orden

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social, desafiando la posición de la Iglesia y recurriendo al terror de la policía estatal y de las atrocidades para lograr sus fines; ambos se mostraron incapaces de convertir un continente conquistado en un Imperio duradero, en el caso de Napoleón, o en un Reich de Mil Años en el caso de Hitler. Pero aquí termina todo parecido. A pesar de que es difícil tener una visión objetiva de este último en nuestro tiempo, no hay duda de que no estaba hecho del mismo molde que Napoleón. A pesar de sus momentos de inspiración fortuita, Hitler no era un militar. Su logro más conocido, por el que será recordado hasta el final de la Historia, fue el genocidio. Napoleón siempre será visto como un gran soldado, como un genio de la estrategia, como el creador de la Europa moderna. Los dos «cabos» más destructivos de la historia moderna tenían, por tanto, poco en común. En palabras de Octave Aubry refiriéndose a Napoleón, «Esto es lo que le distingue e incluso lo que le disculpa. Cuando un logro es tan duradero y da tales frutos lleva consigo su propia justificación»20.

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