Decir casi lo mismo. Umberto Eco. Siempre es posible decir la misma cosa de otra manera. Paul Ricouer

Decir casi lo mismo. Umberto Eco Siempre es posible decir la misma cosa de otra manera. Paul Ricouer No se dice la misma cosa de otra manera, se dic

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Decir casi lo mismo. Umberto Eco

Siempre es posible decir la misma cosa de otra manera. Paul Ricouer

No se dice la misma cosa de otra manera, se dice otra cosa de otra manera. Henri Meschonnic

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CASI LO MISMO CASI LO MIMO ASI LO MIMO ASILO MIO A LO MIO ASOMO SI MIO SI MIMO SI MISMO SI LO MISMO ASI LO MISMO CASI LO MISMO María Pia López

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La pérdida El traductor es hijo de una duda magistral que recorre todas las lenguas, que es la de su probable origen en un único verbo, una sola voz. Esta duda es imposible de resolver, por eso traducir es un acto de profunda tristeza en relación a la fuente originaria perdida. Se podrá decir que hay buenas o malas traducciones, pero en cada gesto de un traductor se renueva la incógnita del lenguaje ¿por qué existen tantos y no más bien uno?, ¿por qué el traductor tiene un oficio, en vez de reconocerse palpablemente que lo que lo mueve es el silencio milenario de algo que se ha roto, que aún se escucha casi inaudible y ante lo que sospecha que el afán de acercar las distancias y encontrar para cada vocablo diferente otro que lo represente, es una rajadura inabolible? En vez de un oficio, traducir es el augurio de acariciar una pérdida que ni siquiera sabemos en qué consiste, cómo era y cuál era su significado. Horacio González

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El original como fetiche Acerca de la primera traducción inglesa del Vathek, escrito en francés por William Beckford, Borges comenta: “el original no es fiel a la traducción”. La inversión borgiana retoma motivos y caminos complejos relacionados con la especulación teórica sobre el lazo entre original y traducción; en esa dimensión, agrega una nota de relieve paradójico a propósito del valor del original pero permanece sin embargo en el centro del concepto de una mediación de fidelidad entre el texto traducido y el otro. Para el caso en cuestión (se trata de la versión del reverendo Samuel Henley), Borges subvierte la causalidad que confiere primacía al original siempre que persista estable el principio de una autoridad, de una ley de equilibrio que debe honrarse. Aunque no esté dicho, podemos imaginar que la razón de esa preferencia obedece a la circunstancia de que el mundo y la forma góticos del Vathek debieron parecerle a Borges más aptos a la tradición y por eso a la lengua inglesa que a la francesa. En cualquier caso, la pregunta por la fidelidad indica una vieja fórmula según la cual la traducción está obligada a rendir observancia bajo la forma de un compromiso de restitución, de una promesa empeñada. En palabras de Derrida, la traducción asume el discurso de un endeudamiento impagable. Una deuda cuyo término, en la exigencia de fidelidad, y en la medida en que no hay traducción perfecta, no es otro que el de la fe. El sentido común presenta el original como fundamento y garantía

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última de todas las posibles traducciones; alrededor del original se supone en general un objeto estable de sentido que autoriza el pasaje de una lengua a otra, el original se postula en consecuencia como circunstancia lógicamente anterior a la traducción, y la traducción como un campo variable, de acuerdo con premisas de mayor o menor grado de cumplimiento, de mayor o menor grado de alteración histórica, política o poética. Los debates acerca del valor, de la idea de buena traducción, de los métodos y prácticas que recomiendan fidelidad a la letra, al sentido o al ritmo, se inscriben en una evidente indeterminación: sobre lo traducido sólo hay puntos de vista. Postulaciones más o menos sediciosas, más o menos conservadoras. Esa fe del lazo comunicacional entre un texto y otro, la condición de traducibilidad que presume iluminar, se conciben en cuanto eco de una lengua absoluta y anterior a Babel, una lengua original en la que descansa y crece la traducción. Quiero decir: entre los puntos de vista sobre la traducción es muy frecuentado el que corresponde a mitologías teológico-poéticas. Para esa mirada, o mejor para ese oído, en el original habla y vigila una esencia divina, aun cuando el nombre divino pronuncie una oscura traducibilidad en el umbral de la lengua, cuando esconde su insoportable verdad y hace posible entonces la imperfección de todo lo traducido. Habla un lenguaje presuntamente puro, “cautivo en la obra”, y que el trabajo de traducción debe liberar, o aun ofrecer como supervivencia

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mesiánica del cuerpo exánime del original que lo demanda. Esencia teológica de la que tampoco se eximen las determinaciones de mercado sobre la traducción profesional. Michel Serres (Hermes III. La traducción) ha indicado de modo radical que cualquier procedimiento con los textos (y más lejos: cualquier procedimiento de lenguaje) sólo puede pensarse como trabajo de traducción; leer, comentar, reescribir, borrar, corregir, anotar son acciones que comprometen traducción. Dicho de otro modo, la traducción está categóricamente situada como fundamento del original; el original resulta del conjunto infinito de operaciones de traducción. Y no es portador de un núcleo sagrado, está perdido o mejor inscripto en la inestabilidad heterogénea y móvil de las palabras y las lenguas. Si de Benjamín a Borges la traducción es parte de una historia mítica, tributaria todavía del modo en que el romanticismo construyó la potencia de grandes metáforas y códigos simbólicos, desembarazarse del peso, la culpa y la deuda del original y de lo que viene con él, jerarquías, inviolabilidad de la lengua santa o imperativos de reverencia, especialmente para culturas de traducción, supone ir a una política cuyo caso argentino memorable sigue siendo la libertad que propuso Leónidas Lamborghini, traductor de la gauchesca, de Garcilaso, de Baudelaire, de Eva Perón, de Dante, de Joyce. Américo Cristófalo

Babel, Cildo Meireles, 2001. 8

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Trara

La primera escena está en los Cuentos breves y extraordinarios de Borges y Bioy. Muestra a unos paisanos ágrafos que discuten sobre temas de lingüística, un poco como los cosacos del comienzo de Almas muertas. Uno sostiene que todo lo que se dice se puede escribir; otro, que la palabra que designa el objeto hecho para sostener la pava del mate -trara-, no. Alguien se atreve y traza -como Jesús en las escrituras- un garabato sobre la tierra; otro se acerca y corrobora: “Clarito, trara”. Casi lo mismo es ese jirón violento de escritura que nos persuade. Traducir de boca a boca, de oído a oído, de una lengua a la otra implica tener en cuenta la precedencia de la que habla Simeon Potter: ni una ni otro -boca, oído- cumplen las funciones que les fueron asignadas por ley natural o plan divino. Alimentación en un caso; en el otro, equilibrio. Por eso podemos en una traducción hacer caso omiso de las funciones y asignaciones secundarias, y entregarnos plenamente a la antropofagia y el funambulismo. El siglo veinte proporcionó todo tipo de coartadas a la traducción, en la medida en que tres simplificadores conceptuales dieron vía libre a sus excesos. Wittgenstein, Duchamp y Beckett; de alguna manera, “tres espíritus modernos”. El primero, entre otras cosas cuando censuró tardíamente, pero con precoz conciencia de la discriminación, los prejuicios y escrúpulos de Frazer, el antropólogo de La rama dorada. La falta de elocuencia del hombre de Zettel y el Tractatus tiene ya la sobria condición sobrenatural que “la época exigía”. El segundo cuando, para oponerse a la pintura “retiniana”, pretendió 10

volver a las complejidades simbólicas del Renacimiento sin apelar a sus procedimientos ni recursos. Acaso a uno sí: el título tan importante como el color y el dibujo. Repasemos: el Gran Vidrio, La Caja Verde, Dados. Los resultados son tal vez los mejores ejemplos estéticos del siglo pasado, pero con la salvedad que el propio Duchamp le hacía a un entrevistador cuando, lejos de reprochárselo, lo alababa: “Nadie es perfecto”. El tercero, Samuel Beckett, cuando eligió la lengua extranjera para escribir “el resto de su obra”. Se jactaba de saber en francés muchas menos palabras que en inglés, su por momentos aborrecida lengua materna, y el ejercicio de hondura que exigió es tan económico como los precedentes. Se trata de calcos culturales y de un nomadismo de espaldas, del todo sedentario. La gradación de insultos de Godot se arrastra entre la obviedad y la subrepción. Los modelos varían de país en país. El doctor Johnson bien puede ser Voltaire. El aporte de Pound, “il miglior fabbro”, como en toda historia menor, no se refiere a los relieves conceptuales sino a la artesanía y contiene, por suerte, equivocaciones menos lesivas que sus otras donaciones y legados al museo del error. Hay, sí, dos maestros de distinta laya, que arbitran de otro modo, con anacrónico y aristocrático desdén. Vladimir Nabokov (1899-1977) y Jorge Luis Borges (1899-1985). Aunque a primera vista se acepta que son parecidos, se advierte casi enseguida que no. Cada uno tiene su propia teoría. La teoría de la traducción de Nabokov puede encontrarse con precisión aplomada en uno o 11

dos artículos de las Lecciones de literatura, pero sobre todo en la soberbia, monumental traducción al inglés del Eugene Onegin, la obra maestra decimonónica de Alexandr Pushkin. La jactancia del traductor es la literalidad -una especie definida y determinada que apela a una fundamentación tipográfica: la interlinealidad-, pero, observada con detenimiento, se trata de una reserva personal sobre las versiones de otro, que a Nabokov le parecen siempre, como todo lo ajeno, inferiores o inadecuadas. La traducción es un traslado ilícito hecho con la pompa de una circunstancia histórica a otra, pero debe ser geográfica, toponímicamente exacta. Se trata de contrabandear entero un monumento del siglo diecinueve a una fundación o biblioteca extranjera. El acto mismo reclama magia. Las exigencias de la guerra fría están presentes, claro, como en cualquier ficción de Eric Ambler o Ian Fleming. Las manos y los ojos ausentes del exiliado deben extraer información de bibliotecas soviéticas que les han sido impugnadas, para restablecer así la única versión: la que incorpore el siglo diecinueve ruso a un siglo veinte ya en plena fuga. Borges lleva a buen fin una comparación de las traducciones de Las mil y una noches al inglés, al francés y al alemán y escribe Pierre Menard, autor del Quijote. Estas dos proezas bastarían a cualquiera. Son soluciones elegantes, como las de las matemáticas y el ajedrez, y así las entiende, entre otros, Steiner. En la medida en que eluden cualquier conexión explícita con el tema, literarias también. Pero implican una meditación sobre el

acto de traducir no menos admirable que la de los traductores y lingüistas más avezados. Por encima de los trastornos ortográficos de la época y el nombre del traductor, Borges insinúa dos fantasmas constantes: la historia y el tiempo. No se trata de desgranar una elegía metafísica en un arrabal del mapa, sino de asignarle a algo lateral toda la significación pertinente de un programa. La literalidad no dice lo mismo si la cambiáramos de ocasión histórica; si la cambiáramos, Borges y Menard, que escriben lo mismo en el mismo idioma, dicen cosas distintas. Un novelista del Siglo de Oro y un caballero de salón literario parisiense dan por sentado que la verdad está por encima del sentido histórico. De modo que la traducción está por encima del trámite idiomático. Por eso, cuando se trata de “las versiones homéricas” (1932) no vacila Borges en incorporarlas traducidas por él mismo al castellano, como ejemplos. La de Chapman, contemporáneo de Shakespeare que indujo a Keats al error y la idolatría, es una de las más bellas: “Despoblada Troya la alta, ascendió a su hermoso navío, con grande copia de presa y de tesoro, seguro y sin llevar ni un rastro de lanza que se arroja de lejos ni de apretada espada, cuyas heridas son favores que concede la guerra, que él (aunque solicitado) no halló. En las apretadas batallas, Marte no suele contender: se enloquece.” Bendito sea Luis Astrana Marín. ¿De qué estábamos hablando?

Alfaboca, Ivana Vollaro y Lenora de Barros, 2004.

Luis Chitarroni

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El español neutro El Diccionario aún no lo define, quizá, por el oprobio que le provoca un crío que sospecha propio. No existe aún su registro, pero ya sabemos de su prontuario; el español neutro no carece de léxico, de fonética, de sintaxis: carece de un suelo. Llamarlo a menudo “español internacional” alude mejor a su atopía. Carece de un suelo, pero no de artífices. Su neutralidad declamada es mera jactancia de lo que le falta: neutralidad. El usufructo de su creación lo embolsan las compañías de entretenimientos, las productoras televisivas y las empresas de doblaje, pero la paternidad está en otro lado: hay que buscarla en los manuales de estilo, las gramáticas normativas y el diccionario canónico. El principio sobre el que trabajan es el mismo: imaginar un modelo y encajar en él lo diverso. Es que en la médula del español neutro no sólo está el afán de lucro, sino también el de corrección y el de imperio. Si el español es pluricéntrico, concebir una koiné es postular que alguna de sus regiones es más auténtica que otra, pues esa neutralidad no surge de un batido democrático que tritura un poquito de cada fruta: no. Se hace sobre la base de que hay una variedad más pura. La neutralidad es más bien tendencia. La contracara de un diccionario como el de la RAE, voluminoso, españolista y florido, es el auspicio colateral de este español neutro, porque aunque los académicos lo repudien, so pretexto de que hay una forma más rica de habla, al gestar modelos a imagen y semejanza del español peninsular,

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alientan que los 500 millones de hablantes dispersos por el mundo encajemos en la variedad que campea mayormente en Castilla. El hijo autista y parco apodado “léxico neutral” resultó ser hijo imprevisto del padre catedral y barroco conocido como DRAE. Es curioso, además, que al mismo tiempo que se celebra la cuantiosa cifra de 500 millones de hablantes, dando a entender que estamos ante una lengua transnacional, se auspicie una forma transnacional de usarla. O bien hay algo raro en aquella cifra, o bien algo innecesario en esta última pretensión. Ni uno ni lo otro. El asunto de fondo no es lexicográfico: es comercial. Hablar de porcentajes en un tema tan artístico y espiritual como la lengua puede parecer un despropósito, pero es la clave para descifrar la naturaleza de un problema cuyo corazón es normativo, monárquico y rentístico. No habría necesidad de hablar de un español neutro, si no existiera la pretensión de maximizar los réditos que da la lengua sin más. Las mejores traducciones argentinas –la que Borges hizo de Faulkner, la que Salas Subirat hizo de Joyce, la que Pezzoni hizo de Melville, por sólo citar algunas– no son apreciadas en otras partes del mundo por estar ensambladas de esa neutralidad, tampoco abundan en las marcas que comúnmente se identifican al habla de los argentinos. No adolecen de boludos, che o amarretes. El tono local se siente al final de alguna frase, imperceptible y ligero. Están tramadas con un español de Buenos

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Aires, sí, pero ligado a la tradición del libro, tanto como a la conversación urbana; capaz del vuelo sugerente de lo poético como del andar prístino y llano; no es pedante, sino cordial; evita la cabriola sintáctica, pudiendo decir de un puntazo. Acaso eso que hoy se llama neutralidad, mejor hubiera sido para todos que surgiera de esas traducciones, que también fueron posibles en Cuba, en México, en Chile. Imaginar la posibilidad de un español que, no por ostentar personalidad, abandonara su vocación americana. En la neutralidad, en cambio, la vocación es de lucro, pero surgida de una mala sociología. Veamos. Para exportar una obra no es indispensable castrar su lengua. Las novelas de Cortázar, de García Márquez, de Fuentes, en el popular movimiento que las regó por el mundo, no carecían de matiz porteño, colombiano, mexicano; esta localidad no horadó las chances de que se difundan. ¿Qué estudio ha arrojado el dato duro de que los lectores de novelas en lengua española reclaman, desean y necesitan que se les aliviane la tarea interpretativa aligerando la lengua de su variedad característica? Esa información no existe: la imponen maquinalmente las productoras de contenidos y los dueños de multimedios, sobre la base de una presunción falsa. ¿Quién no ha visto llorar a su madre, frente al televisor, enamorada del tono de voz del protagonista? Una voz neutral no emociona. Para cualquier hispanohablante, oír el español

neutro es como oír cualquier otra variedad del español: no nos resulta menos pintoresco, aunque sí más artificial. Tampoco lo comprendemos más, porque como sucedió con otras lenguas de laboratorio, al no enraizar carecen de potencia expresiva. He aquí el frente letal con el que se está encontrando el neutro, acaso el único mal que amenaza a una lengua: su impotencia. Fernando Alfón

Diario Nº 1 Año 1, Mirtha Dermisache, 1972.

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Variaciones Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse en su cama convertido en un monstruoso insecto. Hallábase echado sobre el duro caparazón de su espalda y, al alzar un poco la cabeza, vio la figura convexa de su vientre oscuro, surcado por curvadas callosidades, cuya prominencia apenas si podía aguantar la colcha, que estaba visiblemente a punto de escurrirse hacia el suelo. Innumerables patas, lamentablemente escuálidas en comparación con el grosor ordinario de sus piernas, ofrecían a sus ojos el espectáculo de una agitación sin consistencia.

Una mañana, al despertar de un sueño intranquilo, Gregorio Samsa se encontró en la cama transformado en un insecto monstruoso. Estaba acostado sobre la espalda, que era dura, como acorazada, y levantando un poco la cabeza pudo ver su vientre convexo, color pardo, dividido por unos arcos rígidos; la manta había resbalado sobre esa superficie y sólo una punta lo cubría todavía. Sus patas numerosas, de una delgadez lamentable en relación con el volumen de su cuerpo, se agitaban frente a sus ojos.

Traducción de Jorge Luis Borges.

Brosquil Edicions, Valencia, 2004.

Traducción de César Aira. Libros del Zorro Rojo y

Losada, Buenos Aires, 1938.

Cuando, una mañana, Gregor Samsa se despertó de unos sueños agitados, se encontró en su cama transformado en un bicho monstruoso. Yacía sobre su espalda, dura como un caparazón, y al levantar un poco la cabeza vio su vientre abombado, pardo, segmentado por induraciones en forma de arco, sobre cuya prominencia el cubrecama, a punto ya de deslizarse del todo, apenas si podía sostenerse. Sus numerosas patas, de una deplorable delgadez en comparación con las dimensiones habituales de Gregor, temblaban indefensas ante sus ojos.

Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana, después de un sueño inquieto, se encontró en su cama convertido en un monstruoso parásito. Estaba echado sobre el duro caparazón de su espalda y vio, levantando un poco la cabeza, su vientre oscuro, combado por arqueadas callosidades, cuya prominencia apenas si podía sostener el cubrecama a punto de caerse al suelo. Sus numerosas patas, deplorablemente flacas en comparación con el tamaño anterior de sus piernas, se agitaban desvalidas ante sus ojos.

Traducción de Juan José del Solar. Random House

Quadrata, Buenos Aires, 2005.

Traducción de Alessandra Lo Presti. Editorial

Mondadori, Barcelona, 2006.

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Migraciones. Traducciones, transcripciones, transliteraciones de un nombre Mi nombre coreano es 강 정아. Mi nombre 정아, elegido por el deseo de mi padre, es la transcripción sonora de 政娥, dos ideogramas sinocoreanos –hanja o hanmun– que se traducen, según el sentido, como “Política Bella”. Estos ideogramas tienen sus raíces en ideogramas chinos. En Argentina no traducimos los nombres. A Namuncurá no lo conocimos como “Pie de Piedra”, que es lo que significa en mapuche. Namuncurá probablemente sea la transcripción al alfabeto castellano del sonido de su nombre tal como lo escuchó el ejército de ocupación. Digo transcripción (de sonido a letra), y no transliteración (de letra a letra), porque los mapuches no poseían escritura. Entre paréntesis: desconozco si se trata de una licencia poética de la literatura o la industria cinematográfica estadounidense, o si corresponde a una tradición efectiva de los ocupantes de una porción importante de América del Norte: a uno de sus indios más célebres, jefe de los sioux, lo conocimos por su nombre traducido y no transcripto: “Toro Sentado” (“Sitting Bull”). Como no es una traducción sino una transliteración al inglés lo que se efectuó, mi nombre no es Política Bella sino Jung-Ha, y mi apellido, Kang. Por tradición decimos que se transliteró, pero, a decir verdad, antes de toda transliteración hay una transcripción (sonido coreano a letra coreana desde que un emperador inventó su escritura fonética –hangul– en el siglo XV). De esta migración (de letra y sonido coreanos a letra inglesa), el resultado

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fue Jung-Ha. Podría haber sido también Jeong-ah. Evidentemente, las transliteraciones no son muy estables: hay un apellido coreano de pronunciación muy fácil, suena como nuestra i, que en el pasaje se convirtió en I para algunos, Yi, Lee o Li para otros. De todo esto resulta que si un angloparlante lee mi nombre escrito, su pronunciación tiene alguna vaga cercanía al sonido coreano. ¿Por qué al inglés? Es fácil deducir razones históricas. Desde la guerra de Corea (1950), con la intervención de EE.UU. para combatir al comunismo que había sido su socio pocos años antes, es conocida la transformación drástica de Corea del Sur: en el transcurso de una generación los coreanos pasaron de ser budistas en su mayoría a ser evangélicos (metodistas, bautistas, ambos de origen estadounidense), y el coreano se pobló de términos del inglés, cuando todavía quedaban rastros de los términos japoneses que habían quedado como resultado de la proscripción de la propia lengua durante la ocupación colonial japonesa (1910-1945). Que no se traduzcan los nombres me ahorró mil y una (in)imaginables cargadas de mis compañeros de escuela con “Política Bella”. Pero no me ahorré las que surgieron de la transcripcióntransliteración de mi apellido: Kang. En los años 80 había una propaganda televisiva de unos famosos jugos en polvo, que decía: “Tang, Tang, Tang, sabor a naranja / Tang, Tang, Tang, recién exprimida / Tang, Tang, Tang, para toda la gente / Tang, Tang, Tang, Tang, para todas las comidas / Tang!”.

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Previsiblemente, cada vez que entraba al aula, mis compañeros cantaban al unísono: “Kang, Kang, Kang, sabor a naranja…”. Como si los niños supieran sobre qué dimensión juega cada una de estas operaciones: la traducción, que opera sobre el sentido, hubiera generado bromas en torno al significado; la transcripción, que va del sonido a la letra, y la transliteración, de la letra a la letra, generó bromas a partir del sonido con la sustitución de una letra. Muchas de las burlas infantiles con los nombres se juegan en esta dimensión. Quién no recuerda ejemplos de este tipo: a Milani le decíamos Milanesa; a Tissoni, Tiza; a Ilca, Milka. Luego de estas migraciones del nombre, de ideogramas sinocoreanos al alfabeto coreano, y de éste al alfabeto inglés, en mi familia hay que agregar otra serie de mutaciones, todas estas debidas a la pura obstinación correctora de mi padre. Todos los nombres coreanos tienen dos sílabas y se escriben con un pequeño espacio de separación, que es menor al espacio entre palabras. Como en inglés no existe ese espacio entre sílabas (en castellano tampoco), nos pusieron un guión: Hyung-Moon, Mal-Bok, Jung-Ha, Jung-Eun. Sin entender que ese guión tenía sentido en el seno de una lengua que no conoce el espacio intersilábico, él insistía en que no correspondía, y al declarar nuestros nombres en formularios públicos diversos, los empezó a escribir sin ese pequeño trazo. La obstinación de mi padre no se detuvo allí: sacó la g de la primera sílaba de su

nombre en sucesivas declaraciones. Efectivamente, ahí había habido un error de transliteración. A esto se suma la usanza de los 70 en las escuelas públicas primarias: primera inmigración masiva de coreanos, recibíamos nombres argentinos al ingresar. A mí me agraciaron con María y a mi hermana con Alicia (si bien puede parecer un gesto violento, yo nunca lo viví así –una española que estudiaba en la Universidad de Duke me acusó de aculturada–: lo siento como el don de un país que me recibió). Como un juguete amado que recibimos de niños y del que no terminamos de deshacernos, guardé ese don en la baulera: dejé de usarlo al ingresar en el colegio secundario, salvo con mis compañeros de primaria. Forzosamente no forma parte de nuestros recuerdos el momento de nominación por parte de nuestros padres, porque ocurrió cuando éramos muy pequeños o incluso antes de nacer. Cosa curiosa, como si remedara ese acto originario y amnésico de ser nombrada, no recuerdo cuándo me nombraron María, que tuvo que ocurrir en una época en la que ya tenemos memoria bajo la forma de recuerdos: entre los 4 y 6 años. Conclusión de todas estas derivas: en distintos documentos (DNI, partidas de nacimiento, boletines escolares) soy Kang Jung-Ha, Jung Ha, María Jung Ha, María a secas, María Susana. (Debo reconocer que, por motivos que ignoro, este segundo nombre me lo agregué yo misma en algún momento, pero afortunadamente duró poco.) Hermana de Kang

Jung-Eun, Jung Eun, Alicia Jung Eun, Alicia a secas; que al mudarse a EE.UU. cambió, por decisión propia, a Julia Jung Eun Kang (¡por Julia Roberts!) y al casarse sumó el apellido del marido: Julia Jung Eun Sue Kang, tal como figura en su anhelada green card. Ambas, hijas de Kang Hyung-Moon, Hyung Moon y Hyun Moon y de Shin Mal-Bok y Mal Bok. Una mención aparte merecen dos transformaciones que surgieron de la amistad. La primera: de mis años de trabajo con David Viñas, quedaron entre mis entrañables –palabra dilecta de David, a quien evoco cada vez que me topo con ella– amigos en común, el sonido y la escritura del nombre con el que él me llamaba: Choni (transcripción y diminutivo en castellano). La segunda: de mi residencia en Brasil, quedó la lectura brasileña de la transliteración inglesa (de dirección inversa a la transcripción: de letra a sonido nuevamente): Jungui (los brasileños no pronuncian ciertas consonantes finales, y mis amigos paulistanos, aficionados al pingui pongui, al piqui niqui y al cine de Hitchicoqui me llaman de esa forma). Y luego, una querida amiga argentina, amante del Brasil, tomó ese sonido brasileño y lo retranscribió al castellano del Río de la Plata (migración, nuevamente, del sonido a la letra). Me dice y escribe Shungui. Vocablo adorable, Shungui condensa toda la historia lingüística de mi nombre (la de la evolución histórica de la escritura: del ideograma a la escritura fonética; la de las operaciones de traslación y sustitución –traducción, transcripción,

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transliteración– entre los distintos planos de la lengua: sentido, sonido y letra; la de los contingentes desplazamientos geográficos: China, Corea, EE.UU., Brasil, Argentina). Una historia lingüística que lleva, a su vez, las marcas de una historia de dominación cultural de una nación y la historia migratoria y afectiva de mi biografía personal. Finalmente, una obstinación más de mi padre: además de corregir los errores de transcripción-transliteración (el guión y la g en su nombre), también decía que la segunda sílaba Eun del nombre de mi hermana correspondía a la pronunciación de la variante dialectal del sur de mi madre, y que en coreano oficial sería On. Aunque machacaba con esto en las conversaciones familiares (él, de origen provinciano también, imitaba a mi madre con su tonada declarando los nombres de sus hijas en Migraciones), no modificó nunca esa escritura en ningún formulario. ¿Por considerar que los dialectos no constituyen errores sino variaciones respecto de una lengua oficial? Aunque por puro amor filial quisiera, no puedo embellecer retrospectivamente así su gesto. Recuerdo nítidamente que él decía que se trataba de un error. De modo tal que no puedo dejar de concluir que a mi padre le era más fácil corregir los errores de los Estados que a mi madre… Pero esa es otra historia. Jung-Ha Kang

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Nuestro amor por la CH En el castellano rioplatense hay una clara inclinación por el yeyeo que desconcierta al visitante que nos escucha por primera vez. No hacemos distingos entre ll e y delante de las vocales y esa es una de nuestras peculiaridades. Sin embargo igual de importante aunque menos notorio es nuestro amor por la ch. Si una palabra incluye este sonido descartaremos –las más de las veces– cualquier otro sinónimo en que la ch no esté presente. Así para estadio diremos cancha, para maíz, choclo, para pequeño, chico, para oir, escuchar. Esta afinidad por el fonema prepalatal africado sordo halla su razón en la presencia de lenguas y herencias, algunas de ellas muy disímiles entre sí, que convergen en el Río de la Plata con la fuerza abrumadora de los encuentros que, por extraños y fortuitos, se sorprenden de lo que comparten en común. Así, colonos e indígenas, negros y criollos, habitantes e inmigrantes, harán de la ch la reina sonora de nuestra conversación. En América las lenguas originarias son claramente afectas al fonema. Están presentes en los nombres de sus habitantes: charrúas, tehuelches, quichuas, chiriguano-chane, wichis, comechingones, mapuches. En las etimologías del Chaco y Chubut, en localidades como Choele Choel, Chapadmalal, Chivilcoy y Chascomús. En los barrios de Chacabuco, Chacarita y Parque Chas. En las calles Cochabamba, Chumbicha, Cucha Cucha y Cachimayo. En nombres de animales como el quirquincho, el chancho y el carpincho. En las aves, en el chajá, el churrinche, el carancho y el

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chingolo. En el reino vegetal, en el quebracho, el lapacho y el chañar, En las comidas servidas con chala, en el choclo, en la chaucha y el chipá. Incluso daría la impresión que algunas de las batallas por nuestra independencia conservan algo de la conmemoración en relación a su sonido: Ayacucho, Cancha Rayada, Pichincha. Habitan también en las palabras que hacen a nuestra charla diaria, con aportes del quichua en voces como morocho, chiche, chacra, china y pucho. Desde el guaraní con su posesivo che y desde el mapuche con pilcha, gualicho y laucha. La llegada del español en el siglo XVI trajo consigo el bagaje de lenguas de sus diferentes regiones. Ya en el nacimiento y formación del castellano las tribus celtas meridionales habían absorbido el latín transformando voces como nocte, factu, biscoctus, hacia el sonido que conforma las actuales noche, hecho, bizcocho. Muchas de estas voces latinas conservaron ambas variantes, una con la raíz ct para la forma culta como nocturno, de facto, estricto, octavo y otra con la ch para la versión popular de estrecho y ocho. Luego están los hiporísticos, el modo en que los chicos llaman a sus hermanos y de este modo la lista se extiende a reducciones como Pancho, Cacho, Checho, Chacho, Cholo… A ese castellano de lengua romance se le sumaron los aportes del vasco y su deliberada fuerza en los sonidos tx, con diminutivos como Manucho y Menchu y los innumerables apellidos que al castellanizarse se presentan con ch como Echeverría, Anchorena, Ochoa, Olarticoechea, más otras voces como chatarra

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y chimichurri que aunque discutidas son, con toda probabilidad, vascas. El caló llegó con aportes tan presentes que dieron un cuerpo familiar a nuestro lunfardo en vocablos como chamuyar, achura y chorro. Sumados a todos estos la herencia árabe presente en la campaña bonaerense trajo –entre otras– las palabras azabache, racha, mamarracho, chivo y trapiche. Un nuevo contingente de vocablos desbordante en el fonema llegó con el afluente de africanos victimizados por la esclavitud. Las lenguas kimbundu, yorubá, bantú y asúa ganaron su presencia en voces como chicana, churro, chochear, changüí y nos legó la voz xima-ngu para darle nombre al chimango, nuestra pequeña rapaz de la pampa. Si hacía falta más la llegada de la inmigración italiana cristalizó nuestra afición por la ch para siempre. El idioma italiano encontró en la vitalidad del lenguaje local un terreno franco para la adaptabilidad al punto de crear un dialecto literario en el cocoliche. A los italianismos ya establecidos en el castellano peninsular tales como capricho, ducha, marcha, charla se le sumaron los dialectos de las distintas colectividades: el italiano meridional con chicato, el genovés con chanta, el piamontés, bachicha, el lombardo, fratacho, el napolitano, chitrulo. De este modo entre el entusiasta ¡qué hacés che! y el efusivo ¡chau! que enmarca el inicio y cierre de una reunión la charla rondará por muchas otras expresiones con que el rioplatense pueda poner en práctica su cariño: ¡no seas chambón! (de origen

español), ¡estás chocheando! (yorubá), ¡son unos pichis! (mapuche), ¡ay, qué cheto! (genovés), ¡aguantate el chubasco! (portugués), ¡es un chiche! (quichua), ¡mostraste la hilacha! (expresión gaucha), ¡eso es un engañapichanga! (lunfardo), ¡apure chofer! (galicismo), démosle otra chance (anglicismo) y ¡que viejo bolche! (del ruso). De igual manera en una situación de conflicto nuestra afinidad optará por el énfasis que contiene nuestro fonema en verbos como chupar y sustantivos como concha que acompañados en la frase con la mención de órganos sexuales y relaciones de familia alcanzará al destinatario con el insulto preciso que define el pensamiento y sentimiento del emisor. Aparte podremos agregar a modo de recriminación ¡sos un chorro!, ¡no seas choto! y ¡qué trucho!. Vicente Mario di Maggio Director del Teatrito rioplatense de entidades El presente texto es un extracto de la publicación El che, el chau y nuestro amor por la Ch. Ediciones Urania, Buenos Aires, 2013

S/T, Eliana Gamba, 2015.

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Novela y traducción Páginas de un trabajo en marcha Varias veces he pensado que si pudiéramos imaginar un comienzo para la literatura argentina tendríamos que empezar con una escena de traducción. Digamos, un incipit, una ficción del origen. Estamos en 1811 Mariano Moreno –un hombre de letras, traductor de El contrato social de Rousseau y gran impulsor de la revolución en el Río de la Plata–, se embarca hacia Europa, desterrado. “Mientras se alejaba de la patria y de su hogar, Mariano Moreno, enfermo y nostálgico, se propuso distraer el ocio de la travesía traduciendo la novela del abate Barthelemy: Voyage du Anacharsis en Grèce, cuya última edición en seis volúmenes era de 1806. Sólo alcanzó a traducir la extensa introducción porque murió el cuatro de marzo al amanecer” (señala Rafael Alberto Arrieta en La ciudad y los libros). Es hermoso pensar que murió traduciendo, es decir, cumpliendo la menos vanidosa y la más abnegada de las tareas literarias, como se ha dicho, y también es venturoso que hubiera elegido traducir una obra de ficción. El viaje de Anacharsis, muy popular en el siglo XIX es una novela de educación. La función pedagógica de la literatura está muy presente en los clásicos y quizá por esa voluntad didáctica la eligió Moreno (y también, seguro, porque alegró los días de su juventud). Tal vez podríamos encontrar entre los papeles de Moreno la versión del largo comienzo del libro de Barthelemy y exhibirla en este Museo de la Lengua como un legendario manuscrito encontrado.

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Hay por otro lado, una relación íntima entre novela y traducción. Siempre me ha llamado la atención que el filólogo alemán E.M. Curtius, en su libro Literatura europea y Edad Media latina, señalara que romanzar –la palabra que define la traducción del latín a las lenguas vulgares– es el origen de romance, una versión de novela en inglés, y de roman, el nombre del género en francés. La novela es la primera forma literaria que surge ligada a la traducción. Recordemos que Don Quijote se presenta como una traducción del árabe. El autor descubre el manuscrito árabe en una calle de Toledo y recurre a un joven moro, anónimo, cuya versión es lo que nosotros leemos. Virginia Woolf se asombraba porque sus amigos escritores sostenían que la mejor novela que se había escrito era La guerra y la paz pero todos la habían leído en traducción ya que ninguno de ellos leía ruso. Ese juicio parece querer decir que la calidad de una novela no depende del estilo del original. La traductibilidad del género va más allá de la lengua misma y de la pura eficacia lingüística y en ese sentido, se diferencia de la poesía. La novela es el primer género verdaderamente internacional, el primer género que nace para ser leído en todas las lenguas y en todas las versiones, para llegar a todos los lugares y a todos los lectores. Por eso, un poco en broma, podríamos decir que la primera novela es el Quijote, donde la traducción está implícita y la última es el Finnegans Wake, que aspira a estar escrita en todas las lenguas y ya no es

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Trujamanes silenciosos una novela porque no se puede traducir. Por eso en nuestra imaginaria historia de la novela argentina, las páginas que ha traducido Moreno son la manifestación inicial del género entre nosotros mientras que, por supuesto, la última novela se está escribiendo en una lengua futura –o en varias– y se seguirá escribiendo mientras haya lectores.

La traducción fue percibida tempranamente como un factor clave en el desenvolvimiento de la cultura argentina. A mediados del siglo XIX, Sarmiento, además de declarar patriótica la tarea de traducir, alentó la apropiación del saber europeo mediante la traducción: “Los libros necesitamos hacerlos en casa, i ya que nuestro saber no alcance a crear los conocimientos de que son conductores, propagadores, podemos, vaciando, por decirlo así, en nuestro idioma, los tesones que en este género poseen otras naciones, hacer nuestro el trabajo de todo el mundo”. A fines del siglo XIX, Alberto Navarro Viola, autor de los primeros volúmenes de recensión bibliográfica editados en el país (el Anuario Bibliográfico de la República Arjentina, 1879-1885) y traductor él mismo, sostuvo que las traducciones del inglés “prestan un señalado servicio a nuestras costumbres, inoculando suavemente en el pueblo parte del valor individual sajón”. Ya en el siglo XX, en el prólogo a su traducción de El sabueso de los Baskerville, de Arthur Conan Doyle, Arturo Costa Álvarez afirmó que la “superioridad, en cuestión de favor público entre nosotros, de la literatura popular inglesa” se debe a que “tiende a especular con la aventura, esto es, con la lucha de la inteligencia y del valor contra la astucia y la audacia; y las peripecias de esta lucha sana y noble retemplan los nervios del lector y los fortifican”. En el número de la revista Sur dedicado a la traducción en la década de 1970, Jaime Rest expresa las ideas que, implícitamente, estuvieron en el origen de las prácticas traductoras

Ricardo Piglia

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de la revista durante su larga vida: que la labor de “traductores significativos” es indispensable para el enriquecimiento de una literatura nacional. En un articulo de 1994, Jorge Panesi partió de la premisa de que “la operación básica de la cultura argentina es la traducción” y que “nuestra lengua ha sido amasada con el tránsito y la acumulación de traducciones” para hacer un recorrido por los hitos de triunfo y claudicación de la traducibilidad en dos siglos de historia cultural argentina. En cada uno de estos textos sobre la traducción resuenan los debates ideológicos y estéticos que animaron nuestra cultura en las respectivas épocas. En Sarmiento está la idea de que la traducción es el método más rápido para constituir una cultura nacional casi de la nada. En Navarro Viola aparece una metáfora científica (la “inoculación”), propia del pensamiento positivista, para hacer referencia a los valores benéficos del ser-sajón en la cultura receptora. En Costa Álvarez, esta misma idea está planteada en términos ligeramente desplazados, pues no alude a una idiosincrasia, sino al valor edificante de la literatura inglesa. En Rest, la reflexión es intraliteraria: la literatura en traducción completa y mejora la literatura receptora. En el texto de Panesi resuena la crítica derridiana al logocentrismo y la defensa de la idea babélica que contradice la secular primacía del sentido sobre la letra. El reconocimiento de la centralidad de la traducción, sin embargo, suele estar acompañado por el relativo anonimato de quienes han sido sus agentes, como 31

si el fenómeno de la traducción, por su propia eminencia, estuviera destinado a quedar al margen de reflexiones más concretas, que la vinculen de manera precisa con la historia literaria y cultural del país. Así, está pendiente la recopilacion de datos sobre traductores argentinos. No sobre los llamados “traductores entronizados”, visibles y reconocidos gracias a otras prácticas escriturarias investidas de mayor prestigio, sino sobre los otros, los “trujamanes silenciosos”, según la bella expresión de Julio Cortázar. ¿Quiénes son?, ¿en qué condiciones han traducido? Su estatus, ¿ha ido cambiando en el transcurso del tiempo?, ¿en qué sentido? ¿En qué condiciones materiales, mediando qué plazos y qué pagas se han realizado algunas de las versiones de autores extranjeros que se siguen editando hasta la actualidad? La escena “material” de la traducción es, sin embargo, esquiva, y el investigador, para reconstruirla, debe muchas veces buscar sus rastros en memorias, diarios y epistolarios de escritores y editores, en catálogos de editoriales, en entrevistas personales, cuando éstas son posibles. Gracias a las memorias de Manuel Gálvez nos enteramos de cómo se le encargó a Alfredo López la traducción de un texto de Oscar Wilde para la revista Ideas; por el diario de Adolfo Bioy Casares sabemos que, en la década de 1950, era más redituable traducir para una editorial uruguaya que para una argentina. Otras preguntas posibles, como por ejemplo: ¿qué concepciones de la traducción han puesto de manifiesto los traductores argentinos en sus

versiones, en sus escritos sobre la práctica o en sus prólogos de traductores?, derivan de una hipótesis que vale la pena no olvidar. Cuando empiezan a traducir, los traductores, como los autores, se sitúan en relación con una tradición, para alinearse con ella o para refutarla. Sea de ruptura o de continuidad, este gesto habilitaría a pensar en generaciones y escuelas de traductores, en periodizaciones distinguibles de la literatura en traducción. Y también, y ante todo, en el legado de un traductor como obra. Patricia Willson

Imagen extraída de Internet.

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La forma busca una función: la Antología de la literatura fantástica La circulación literaria es un mecanismo de mediaciones y relativas supercherías. Sin embargo, en la Argentina de 1940, cuando apareció la Antología de la literatura fantástica de Borges, Bioy y Silvina Ocampo, existían comunidades de lectores que funcionaban en los márgenes de la industria editorial y cultural, supervivencia de lo que Bourdieu nombró metafóricamente como actividades de art pur. Las obras que compilaron Borges y Bioy se inscriben en este escenario: colaboraciones para Sur; la Antología de la literatura fantástica (1940); una segunda antología fantástica que no se hizo; la sección Museo de las revistas Destiempo (1936) y Los Anales de Buenos Aires (1946, 1947); Cuentos breves y extraordinarios (1955, 1967, 1976); El libro del cielo y el infierno (1960); Los mejores cuentos policiales, primera y segunda serie (1943, 1947, 1951, 1952, 1956, 1962, 1965, 1967, 1976); Antología de la literatura fantástica, segunda edición ampliada (1965, 1967, 1976), una tercera Antología de la literatura fantástica que tampoco se hizo (1979). En el prólogo inicial de la Antología se hablaba de “nuestros cuadernos” y recorriendo la notable extensión de los textos y autores traducidos o comentados debería decirse que estas obras contienen “nuestras bibliotecas”. Se trata de algo curioso. Tres o dos escritores, uno de los ellos considerado entre los mayores del siglo XX, dedicando muchísimo tiempo de su vida literaria 34

a elegir, considerar, traducir y editar fragmentos que ponían a disposición de los lectores. Pacto de lectura que, en el caso de la Antología, incluía una donación –qué y cómo leían los autores– y un manual de uso cuyas instrucciones estaban en el propio texto. Aunque también era posible, el libro solicitaba algo más que una lectura literal: los fragmentos y los cuentos, discretamente infieles, proponían una revisión de la tradición literaria cuyo epígrafe más apropiado sería: “No incurran en el purismo. Alteren y transformen”, frases que clausuran el relato “Gradus ad parnasum” (Crónicas de Bustos Domecq, 1967). Borges y Bioy opinaron, como dice Bioy en 1978 (en el Borges de Bioy), que la Antología sirvió para enseñar “a inventar y a contar argumentos”. Y también señaló: “Fue una ocupación gratísima, emprendida sin duda por el afán de hacer que los lectores compartieran nuestro deslumbramiento por ciertos textos. Ese fue el impulso que nos llevó a componer el libro, pero mientras lo componíamos alguna vez comentamos que serviría para convencer a los escritores argentinos del encanto y los méritos de las historias que cuentan historias.” El efecto multiplicador de esta donación no necesita mayores comentarios: la segunda edición (1965) de la Antología incorporaba, como la segunda parte de Don Quijote, maravillosos ejemplos de que los lectores habían leído la primera parte. Marietta Gargatagli

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Juegos del traductor secreto

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Merece una atención especial, entre los lectores de Proust de esta generación, el caso de Marcelo Menasché (1911-1955), un hombre de letras desapercibido por las historias de la literatura, ligado al boedismo, animoso publicista del Teatro del Pueblo de Barletta, autor de un precoz libro de misceláneas titulado Y van dos..., que fuera editado en 1932, y guionista de dos películas en los años cuarenta junto a Armando Discépolo. Menasché acometió una tarea que sólo el tiempo y el cotejo con otras experiencias análogas dimensionará en su verdadero carácter, que estaríamos tentados de llamar heroico, máxime si se tienen en cuenta las magras condiciones de trabajo en el país y el casi completo anonimato en que ejecutó la obra. Pues la gran labor de su vida será la traducción silenciosa de En búsqueda del tiempo perdido (los últimos 4 volúmenes) y de La vida de Jean Santeuil, además de otros textos proustianos como las Crónicas y Los placeres y los días, en un momento en el que en España apenas si se registraban algunos intentos parciales, cuya conjunción salvará el plan total de la edición. Consigno una breve página debidamente proustiana, aún en el giro paródico que la atraviesa, de su libro, para restituirle apenas mi gratitud de lector. Se titula “Receta para hacer una novela elegante”, y ocupa las páginas 31 y 32 de su Y van dos...: “Ingredientes: Un conde más o menos legítimo, con barba, plastrón y monóculo; que habita un mes en Venecia, dos en Roma, tres en Montecarlo y el resto en París, naturellement. Lenguaje pulido. Hoyo de Monterrey. Engaña a su esposa a quien llama ‘chere

amie’ con Lucy Des Halles, la célebre vedette. La esposa del conde, elegante, perfumada. Cree que El Capital de Marx es un cabaret exótico. Se pinta melancólicamente las uñas y de cinq a sept engaña a su vez al conde con su mejor amigo: el barón X. Este, quince años más joven que el conde, está afeitado siempre cuidadosamente; camisa de crespón de seda; calcetines de Londres; cigarrillos de El Cairo, tiene un amigo encantador: el caballero de Hinojosa, descendiente de Hernán Cortés, nacido en Caracas, Argentina (sic). Tiene cutis moreno, patillas a lo Ruddy, ojos algo oblicuos. Las tardes en que Mme. la comtesse reçoit, el caballero de Hinojosa, en un ángulo del salón, a media luz, frente a un Van Dick (treize cent mille) evoca su tierra rasgueando una guitarra con dedos morenos. Agréguese: unas petacas de esmalte y brillantes; una mucama francesa con nombre inglés; un cabaret con nombre idiota y chic, donde a las bananas se las llama platanes y se las sirve rociadas de kummel y adrenalina; un tonillo general de Spleen y desencanto. Póngase con hielo en un shaker de plata, agitado por Joe, el barman del Alexander’s, sacúdase, sírvase en 250 páginas de papel pluma, con la fajita amarilla: vient de paraitre y se tendrá una hermosa novela para olvidar sobre la mesa-velador de un boudoir elegante”. Difundidas por Santiago Rueda en los años cuarenta, sus versiones, fuerte y no siempre justificadamente fustigadas por los críticos ibéricos, forjarían legiones de lectores hispanohablantes de Proust. Guillermo David

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Aquella tontería Cuando murió José Salas Subirat, el 29 de mayo de 1975, a nadie pareció inquietarle demasiado. Sólo La Nación y La Prensa publicaron breves necrológicas, no carentes de errores y omisiones. Un destino un poco injusto para quien, sin proponérselo, quizás sin saberlo, se había convertido en uno de los escritores argentinos más influyentes de la segunda mitad del siglo XX. En 1945 había publicado por Santiago Rueda su histórica versión de Ulises, libro que el mundo –con razón– había juzgado intraducible. Aún con groseros errores, la voz joyceana había hallado en Salas un eco imprevistamente fiel, que terminaría siendo asimilado por quienes poco después renovarían las letras argentinas. Basta hojear en la Biblioteca Nacional el ejemplar anotado con pasión y tinta roja por una adolescente Alejandra Pizarnik o revisar la reivindicación del traductor que Saer incluyó en Trabajos. En su momento, no obstante, sin poder desconocer la hazaña, parte de la intelligentsia se mofó de sus fallas y observó atónita cómo “todo el mundo aplaudía aquella tontería”, según recordó Borges en 1977. Había tal vez algo de orgullo herido: la temeraria traducción –encarada, en principio, por el solitario placer de descubrir el libro original– era un cachetazo a los usos, rituales e instancias de legitimación del mundo intelectual. Salas Subirat era un autodidacta casi arquetípico. Nacido en 1900 en un hogar modesto del arrabal porteño, formado en lecturas baratas y desordenadas,

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entendía la vida –explícitamente– como una lucha por superar sus propias limitaciones materiales y culturales. Tuvo que abandonar la escuela primaria a los 12. Fue peón en una zapatería y en una editorial; cobrador de una fábrica; traductor y despachante de aduana en la compañía soviética Luyamtorg; fabricante de juguetes; taquígrafo, vendedor de pólizas y capacitador en la compañía de seguros La Continental. Su obra literaria (novelas, ensayos y artículos en los 20, cuando integró el grupo Boedo; poemas y prosa poética en los 40) apenas superaba la intrascendencia. No tenía más antecedentes de traducción que un puñado de libros infantiles para la popular editorial Anaconda y su manejo del inglés mostraba flaquezas en principio intolerables. Así y todo, sería para siempre “el traductor de Ulises”, título que poco le interesó usufructuar. Apenas un libro sobre el existencialismo, algún artículo, la traducción una novela más (El valle de la abnegación, de Marcia Davenport), una “actualización” del Esquema de Historia Universal de H.G. Wells y un puñado de conferencias en el Teatro del Pueblo podrían contabilizarse, desde entonces hasta su muerte, dentro de lo que se suele entender por un proyecto intelectual serio. No volvió a publicar ficción ni poesía. En cambio, se volcó con ardor a dar cursos de seguros y oratoria y publicó los libros más inesperados: una larguísima serie de manuales para aseguradores y un puñado de obras de “superación personal” como La lucha

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por el éxito o El secreto de la concentración. Inesperados, sí, pero tan centrales en su idea de la escritura como la propia traducción de Joyce que hizo para leer y publicó para develar. Debieron pasar un par de generaciones para que el Ulises de Salas Subirat terminara de ser reconocido en su justo valor, con sus carencias pero también con su enorme vitalidad, ingenio y desparpajo. Para entonces, su figura había adquirido ribetes míticos. Poco se supo de él, se perdió su rostro. Pero su gran triunfo –el que él hubiera elegido– sigue estando ahí, en las ediciones baratas que setenta años después llegan aún a las librerías. Casi como sellando el círculo que comenzó con un puñado de clásicos económicos leídos en una zapatería. Lucas Petersen

Howard Tomb, Wicked Spanish, Workman Publishing, NY.

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Ferdydurke, o la traducción como provocación Lo que pasó con Ferdydurke probablemente sea único en la historia de la literatura. Su autor, un polaco llamado Witold Gombrowicz, publicó esta novela en Varsovia en 1937, como parte de un plan maestro de conquistar el mundo a través de la provocación, la ruptura con las formas tradicionales y la inmadurez como estandarte. El libro, lleno de neologismos y un estilo exasperante para los lectores conservadores, hizo un poco de ruido en aquel momento, en aquel lugar, pero no más. En 1939 Gombrowicz llegó a Argentina, donde permaneció casi un cuarto de siglo. Sin conocer a nadie, sin hablar español, ni tener dinero ni posición social alguna, se las fue ingeniando para sobrevivir. Para 1947 había conseguido que una mecenas financiara la traducción de su novela al español, lengua que ya hablaba pero no dominaba. Entonces le dio vida al proceso de traducción más extraño del que muchos tengamos noticias. Todas las semanas se juntaban en la confitería Rex un grupo de escritores e intelectuales, comandados por el cubano Virgilio Piñera, y trataban de hacer magia. Porque la dinámica era más o menos así: Gombrowicz leía el libro en polaco (nadie más que él conocía ese idioma en ese bar, ni había diccionarios de polaco-español) y lo iba pasando oralmente al francés. Los eruditos de la mesa lo escuchaban y le contaban a los demás, en español, qué decía cada oración. Entre todos discutían cuál era la mejor traducción, que luego pasaban al

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francés para que Gombrowicz no se perdiera nada. Así con cada párrafo. Al margen de la complicación evidente de trabajar con un equipo de más de diez personas opinando en simultáneo (los mozos entre ellos) y de intentar reproducir neologismos en polaco, existía un obstáculo más. A Gombrowicz le fascinaba cómo sonaban ciertas palabras. Su fonética. Y entonces, de repente, decidía cambiar una frase en polaco por otra en español que no tenía nada que ver, pero que a sus oídos resultaba muy divertida. La traducción del Ferdydurke que leemos hoy en Argentina es esa misma. Una operación literaria alocada, innovadora, lúdica y, con total seguridad, más afín que el texto original a las ideas de Gombrowicz. Nicolás Hochman

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S/T, Santiago Larre, 2015.

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Índice Casi lo mismo, por María Pia López ....................................................................................... 3 La pérdida, por Horacio González .......................................................................................... 5 El original como fetiche, por Américo Cristófalo ................................................................. 7 Trara, por Luis Chitarroni ...................................................................................................... 11 El español neutro, por Fernando Alfón ................................................................................ 13 Variaciones .............................................................................................................................. 19 Migraciones. Traducciones, transcripciones, transliteraciones de un nombre, por Jung-Ha Kang ........................................................... 21 Nuestro amor por la CH, por Vicente Mario Di Maggio ................................................... 25 Novela y traducción, por Ricardo Piglia .............................................................................. 29 Trujamanes silenciosos, por Patricia Willson ...................................................................... 31 La forma busca una función, por Marietta Gargatagli ....................................................... 35 Juegos del traductor secreto, por Guillermo David ............................................................ 37 Aquella tontería, por Lucas Petersen .................................................................................... 39 Ferdydurke, o la traducción como provocación, por Nicolas Hochman ............................................................................................................. 43

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Biblioteca Nacional Director: Horacio González / Subdirectora: Elsa Barber / Directora del Museo del libro y de la lengua: María Pia López / Directora Técnica Bibliotecológica: Elsa Rapetti / Director de Cultura: Ezequiel Grimson / Director de Administración: Roberto Arno / Auditora: Alicia Lamas.

Casi lo mismo Proyecto: Ivana Vollaro. Equipo de realización y producción: Pablo Licheri, Inés Girola, Esteban Bitesnik, Leo Fernández, Evangelina Aguirre, María Redondo, Viviana Norman, Nicolás Rey, Claudia Zoya, Ema Falú. Diseño: Área de diseño gráfico / Departamento de Producción. Audiovisual y web: Departamento de Comunicación. Fotomontaje: Santiago Larre, Eliana Gamba, Nicolás Rubio.

Agradecimientos A quienes aceptaron ser entrevistados y grabados: Irene Agoff, Gonzalo Aguilar, Marcelo Cohen, Mariana Dimópulos, Andrés Erenhaus, Jorge Fondebrider, Eduardo Grüner, Carla Imbrogno, Alan Pauls, Hugo Savino, Alberto Silva, Rafael Spregelburd. A quienes escribieron en el catálogo: Fernando Alfón, Américo Cristófalo, Luis Chitarroni, Guillermo David, Marietta Gargatagli, Horacio González, Nicolás Hochman, Jung Ha Kang, Vicente Mario di Maggio, Lucas Petersen, Ricardo Piglia, Patricia Willson. A quienes se entusiasmaron con organizar actividades en el marco de la muestra: Cristina Banegas, Mario Cámara, Martín Gaspar, Guillermo Korn, Ricardo Nacht, Violeta Percia, Mariano Sverdloff, Diego Sztulwark, Club de traductores. A Leonor Cantarelli, Mariano D´Ambrosio, Lenora de Barros, Paula Landoni, Lara Marmor, Teresa Riccardi, Esteban Rodriguez, Galeria Luisa Strina, Ral Veroni. 48

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