DEMENTES, ENFERMOS O CAUTIVOS?

LA TRILOGÍA MALDITA: Isabel de Portugal, Juana I y el Principe D. Carlos.¿Dementes, enfermos o cautivos? – Francisco Javier Pecellín Sayago – ISSN: 19

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LA TRILOGÍA MALDITA: Isabel de Portugal, Juana I y el Principe D. Carlos.¿Dementes, enfermos o cautivos? – Francisco Javier Pecellín Sayago – ISSN: 1989-9041, Autodidacta

Francisco Javier Pecellín Sayago Licenciado en Geografía e Historia

(…)“Cuando, siendo un niño, se me derrumbó el mundo, mis ojos extraviados se volvieron hacia el sol como si arriba hubiese un oído para escuchar mi queja, un corazón como el mío para apiadarse del oprimido” Goethe, PROMETEO.

LA TRILOGÍA MALDITA: ISABEL DE PORTUGAL, JUANA I DE CASTILLA Y EL PRÍNCIPE DON CARLOS.

¿DEMENTES, ENFERMOS O CAUTIVOS?

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L

a idea inicial de este artículo no es otra que la de enlazar las azarosas vidas de tres personajes históricos unidos por dos nexos en común: la consanguinidad y la locura. Así, Isabel de Portugal (1.428-1.496) −la Loca de Arévalo−, Juana I de Castilla (1.4791.555) –Juana la Loca– y el príncipe Don Carlos (1.545-1.568) –el demente hijo de Felipe II– parecen constituir una siniestra trilogía cuyos lazos familiares son un caldo de cultivo en el estudio de un interesante análisis histórico. Juana fue nieta de Isabel, y bisabuela del príncipe. Algunas similitudes entre las dos primeras rozan, como se demostrará en el artículo, la más sibilina de las ironías; y, a simple vista, Don Carlos parece ser el ejemplo perfecto de la degeneración sanguínea y genética: sus padres, Felipe II y María Manuela de Portugal, eran primos hermanos por vía materna y paterna. De entrada, resulta lógico centrar el estudio en concretar, de antemano, el metaconcepto de “locura”. Una respuesta simple nos ceñiría a la privación del uso de la razón y del buen juicio. En la actualidad, la noción de locura está vinculada a un desequilibrio mental que se manifiesta en una percepción distorsionada de la realidad, la pérdida del autocontrol, las alucinaciones y los comportamientos absurdos o sin motivo. Está también relacionada con la demencia, un término de origen latino que significa “alejado de la mente”. Esta enfermedad consiste en la ausencia o pérdida de las funciones cognitivas, que generalmente impide la concreción de las actividades cotidianas. Sin embargo, existe otro sinónimo mucho más benigno asociado al mal que nos ocupa: la genialidad. El mito del “genio-loco” nos introduce en un nuevo dilema –que no vamos a analizar−, el discernir si la genialidad es un tipo de locura, o la locura en sí es un tipo de genialidad. Aunque los ejemplos son numerosos en el tiempo y en el espacio, sirva como magno ejemplo no un personaje histórico, sino literario, el gran personaje ideado por la lúcida mente de Cervantes, su Quijote, en uno de sus párrafos más recordados: “…este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba de ocioso (…) se daba a leer libros (…). Él se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio; y así, del poco dormir y del mucho leer se le secó el cerebro de manera que vino a perder el juicio…”. Con todo ello, lo primero a valorar es que dicho concepto ha ido transformándose a lo largo de los siglos. Locos: desviados, desubicados, raros, extravagantes… Desde Amenofis IV a Calígula, desde Rasputín a Hitler, los ejemplos se presentan por doquier. Y un tropel constante de médicos, psiquiatras, escritores, sociólogos y antropólogos han ido modificando y adaptando diferentes teorías en función de los continuos avances y estudios. A lo largo de los siglos ha sido utilizado en diferentes ámbitos y significados, que van desde la “divina locura” de la que hablaba Platón, a la “locura morbosa” de la que se ocupaba la psiquiatría en sus inicios. Y, aunque esto pueda parecer una obviedad, en realidad tiene mucho sentido: no podemos valorar con las mismas premisas la “locura” de principios del S.XXI con la que sufrieron los tres protagonistas que ocupan nuestro interés hace seis siglos (S.XV-XVI). El primer error sería analizar desde nuestro prisma la locura de siglos atrás. Hay que bucear y adentrarse, forzosamente, en el pasado.

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ISABEL DE AVIS Y BRAGANZA, Isabel de Portugal, es, por razones meras de cronología, la primera “loca” en ser analizada. Imagínenla sentada en un diván art decó de anticuario, dispuesta a sincerarse con nosotros y a abrirnos sus desdichas y sus desvaríos, a la par que nos ofrece su propia versión, y visión, de los principales hechos que la acontecieron. Tengo ante mí a una gran desconocida. De su hija y nieta hay información hasta el exceso pero, paradojas de la historia, escasean los “expedientes” que versan sobre nuestra reina consorte. Lo poco, o mucho, que hallé sobre ella se contextualiza en la infancia de su hija, la futura Reina Católica, en la corte-prisión-reclusión de Arévalo, así como su magna, elocuente y controvertida enemistad con el Condestable Álvaro de Luna, el valido de su marido. Nacida en 1.428, fue infanta de Portugal y reina consorte de Castilla desde que contrajo matrimonio con el rey Juan II en Madrigal de las Altas Torres (Ávila). Una novia joven, no para la época: 15 años. El rey, sin embargo, ya ronda los 46, y ésta serán sus segundas nupcias, pues dos años antes enviudó de su primer enlace, su prima hermana María de Aragón. Una diferencia de edad importante, y un matrimonio bien orquestado entre el Condestable, y el regente de Portugal, con el firme propósito de consolidar una alianza entre ambos reinos, todo un baluarte para Castilla en sus habituales reyertas con Aragón y Navarra. Isabel era hija del infante Juan de Portugal (de la Casa de Avis) y de Isabel de Barcelos (de la Dinastía de los Braganza), y nieta del rey Juan I de Portugal. Al parecer, nuestra joven protagonista era una joven graciosa y sensual, de cabello rubio rojizo. La belleza es una de sus cualidades más evidentes y, como prueba fehaciente, tan sólo hay que admirar su estatua yacente de la Cartuja de Miraflores, obra de Gil de Siloé: nos muestra una dama en su plenitud con un hermoso rostro de ojos rasgados y labios sensuales, mirada serena, pose de reina y gestos sosegados. No hay atisbo o señal alguna que denote el más mínimo síntoma de tormento, inestabilidad o enajenación psíquica o mental. ¿Qué hay de cierto, pues, en la leyenda de esta bella mujer, que ha pasado a la historia como “la loca de Arévalo? Uno de nuestros grandes poetas de la época, el Marqués de Santillana, fue testigo del enlace regio entre Juan II e Isabel, y recogió en una canción sus pensamientos sobre nuestra protagonista. Y he aquí la primera contrariedad histórica: no vislumbró ningún ápice que nos hiciera dudar de su cordura como inminente Reina, más bien todo lo contrario: no escatimó en elogios hacia ella. Basten los párrafos seleccionados de su “Canción a la Reina”, y juzguen ustedes mismos: “Dios vos faga virtüosa, reina bienaventurada, (…) de gentil persona y cara (…)digna de ser coronada e reina muy poderosa. (…) ilustre reina famosa. (…)e la tal gracia graciosa por Dios a vos otorgada, gentil reina valerosa.”

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Otro gran poeta del momento, Gómez Enrique, escribiría con algo de posterioridad también versos dedicados a la Reina, celebrando el nacimiento del infante Don Alfonso. Y los adjetivos vuelven a ser de lo más lúcidos: “… cuya honestidad, seso, bondad e virtud, para ser en juventud, es en grande stremidad”. Partiendo de esta primera contradicción, Isabel tuvo que saber llevar, a sus jóvenes espaldas, un protagonismo regio quizás muy forzado para su edad −he aquí el primer paralelismo con su futura nieta Juana −. Le tocaría vivir en un contexto hispano complicado y, ante todo, heterogéneo: la “España de los cinco reinos” –Portugal, Castilla, Aragón, Navarra y el reducto nazarí de Granada −, amparados en luchas internas desde hacía una centuria, causa principal de la paralización de la Reconquista. Y una cuestión más que notoria acechaba a Castilla: la incertidumbre ante las dos vías de alianza posibles, Aragón o Portugal. El desenlace se resolverá con la hija de Isabel y Juan, la infanta que llevaría el nombre de su madre, y que será conocida por el ambiguo, cuestionable y rotundo apelativo de católica. En la vida de Isabel de Portugal hay dos personajes que marcarán su existencia, por diverso signo: hablamos de Beatriz de Silva y Meneses (Santa Beatriz de Silva) y el Condestable Don Álvaro de Luna. El primer personaje roza la leyenda, la epopeya… y la fe. Beatriz de Silvay Meneses (1.437-1.492), nacida en Campo Maior (y no en Ceuta, como inicialmente se pensó), llegará como doncella de la Corte castellana en 1.447, acompañando a la reina. Poco después ocurrirá el episodio estrella, la conocida como “felanía del baúl”, de lo más rocambolesca. Nuestra reina, al parecer cegada ante el mal de la celotipia–una extraña disfunción muy, muy novelesca que podríamos sintetizar en unos celos enfermizos–, en un arrebato de obcecación ante su joven y bella doncella, y consumida por los rumores de infidelidad del marido, empujaría a Beatriz a un baúl situado en los sótanos de palacio y la encerraría con llave durante tres días, sin apenas espacio, luz, alimento y agua. ¿No es, acaso, una infamia más propia de su futura nieta? Sea como fuere, en el desenlace tenemos para elegir tres versiones: la pagana –Beatriz sería salvada gracias a un pariente, uno de sus tíos, quien haría todo tipo de averiguaciones sobre su paradero hasta encontrarla con vida − la divina –a la joven se le aparecería la Virgen María y le comunicó que sería liberada, confiándole la fundación de una orden consagrada al culto de su Inmaculada Concepción− y la miscelánea –el tío de Beatriz ordenaría a la propia reina que abriese el baúl esperando ya un cadáver, más se halló a la joven en plenitud de belleza y serenidad, comunicando la Anunciación de la Virgen– .Beatriz abandonaría la Corte a los tres días, e ingresaría en el monasterio de Santo Domingo, perteneciente a las monjas cistercienses, en

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Toledo. Precisamente en el claustro superior del convento de Toledo se halla el supuesto baúl, junto a un lienzo de su protagonista. En el monasterio toledano permanecerá durante tres décadas y, avatares de la historia, conocerá en varias ocasiones a Isabel la Católica, con quien entablará un sólido vínculo, que llegaría a materializarse en la donación real de los Palacios toledanos de Galiana para la fundación de una nueva Orden religiosa con reglas, rezos y hábitos propios (Orden de la Concepción). Fallecida en 1.492, fue beatificada en 1.926 por Pío XI y canonizada en 1.976 por Pablo VI: la imagen de Santa Beatriz de Silva es fácilmente reconocible por su estrella en la frente y el hábito de la Orden (túnica blanca, capa azul y velo negro). Cuando pienso que el lector aún no debe haberse recompuesto del episodio anterior, más propio de un serial B que de gran acontecimiento histórico, es preciso centrarnos en el segundo personaje prometido. Desde la más tierna infancia y juventud del rey, una persona se había labrado con creces su cercanía y, con ello, el poder. Hablamos del famoso Condestable, Don Álvaro de Luna. Desde sus humildes inicios como paje en la corte, supo ganarse la confianza y presencia íntima de Juan II, convirtiéndose en una criatura única por su cercanía y toma de decisiones, en su más fiel valido. De gran talento y enorme energía, combatió victoriosamente a los nobles rebeldes, pacificó el reino, protegió la cultura y frustró las ambiciones aragonesas y navarras sobre las tierras castellanas. Más, como siempre ocurre en estos casos, alguien destapó la Caja de Pandora e inauguró el maléfico aura que envolverá a Don Álvaro como un maquiavélico ser movido por oscuros deseos y arbitrios –hubo hasta quienes defendieron que hechizó al rey, e incluso que la relación de ambos era demasiado íntima − y por una ambición desmedida, pese a demostrar durante años su más férrea y noble lealtad. Todo valido tiene su gran enemigo, y la historiografía demuestra que, además de un sector importante de la oligarquía nobiliaria (en la cumbre de su poderío y linaje), y a los infantes de Aragón y Navarra (primos hermanos del rey castellano), su vía crucis particular no fue otro que la Reina, Isabel de Portugal. Isabel sería para Don Álvaro lo mismo que, cuatro siglos después, será Fernando VII para Godoy: una auténtica pesadilla. Álvaro sufrirá dos destierros y, tras un simulacro de proceso, será decapitado en Valladolid en 1453. Detengámonos en este suceso. ¿Cuáles son las claves para entender esta maquiavélica animadversión? ¿Es un odio desmedido, que roza la anormalidad?.Fue precisamente idea del Condestable el matrimonio entre Juan II e Isabel, como ya se ha señalado. Sin embargo, la historiografía parece demostrar con significativa vehemencia cómo nuestra joven reina consorte padeció desde sus inicios un fuerte sentimiento de inferioridad, por su avasalladora influencia sobre, al parecer, un monarca con débil voluntad de decisión y actuación. No le sería difícil a Isabel unirse a la conjura contra el valido, más… ¿fue ella la verdadera inductora de su muerte? Me cuesta creer que Isabel de Portugal odiase a Don Álvaro de Luna sin el menor disimulo, como muchos han defendido con ahínco. Me cuesta creer que tuviese hacia él un rencor tan profundo, y más que dicho sentimiento estuviese vinculado a una razón tan novelesca como unos celos patológicos. La animadversión era lógica en la oligarquía nobiliaria por sus fricciones e intereses, más no en una joven reina que, seamos serios, carecía de motivos sólidos para desconfiar per se de su marido el rey, y de su máximo baluarte y persona de confianza. ¿Qué razones de peso hay para que avivase su despecho? ¿No existen claros matices de tragedia novelada?.Por otra parte, en este trinomio tan singular, si apartamos momentáneamente a Isabel, obtenemos de inmediato una especie de relación simbiótica y algo mimetizada entre Juan II y Don Álvaro de Luna, que sugiere una curiosa similitud

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con el lazo feudal señor-vasallo, bien sintetizado en la frase del glorioso Cantar del Mío Cid: ¡Dios, qué buen vasallo si oviese buen señor!

Volviendo a nuestra protagonista, hay quienes defienden que supo convencer a su marido para tomar las riendas del poder, en detrimento de Don Álvaro. Al parecer, fue ella quien se ocupó de ir envenenando la relación entre rey y valido, justificando en éste la mayoría de las desobediencias reales o, por ejemplo, las excesivas confianzas del Condestable hacia judíos y conversos a la hora de arbitrar determinados impuestos, que provocarían los sucesos de la sublevación toledana de 1.449, suma de rebeldías y rebeliones populares teñidas de un claro –e interesado− matiz religioso que hará perder puestos al valido. Y, efectivamente, las medidas de desprestigio no se hacen esperar: una serie de cédulas confiscarán progresivamente sus bienes y llevarán al inexorable proceso de desprestigio, que culminarán con el encierro en prisión en abril de 1.453, en el Castillo de Portillo (Valladolid) “con grillos en los pies y que sea puesto en una jaula para que esté mejor guardado”. En junio será trasladado a Valladolid, juzgado y condenado en un juicio que ha sido considerado, cuanto menos, de “manido” –no fue culpado por el tribunal, pero sí por expreso deseo del monarca −, y finalmen te decapitado en cadalso público en la plaza mayor de la ciudad: (…) Poco después, la gente de Valladolid y algunos nobles llevaron su cuerpo a enterrar al convento de San Francisco, donde él había dejado dicho a los religiosos la noche anterior a su muerte que así lo hicieran. Más tarde, al cuidado casi reverente del que había sido su fiel servidor, Gonzalo Chacón, fueron trasladados a la ciudad de Toledo, donde recibieron tierra definitivamente en la suntuosa capilla de la catedral, llamada de Santiago, construida a sus expensas, donde yacía enterrado su hermano el arzobispo don Juan de Cerezuela, y reposarían después los restos de su mujer, doña Juana Pimentel y otros miembros de su familia”. Este proceder debió conmocionar a la opinión pública castellana. Aunque el Condestable fuera odiado por muchos y envidiado por otros tantos, su final no había estado exento de cierta grandeza, quizás en parte por la misma presencia de humildad con la que Don Álvaro había aceptado su trágico destino. Sin duda, era el argumento más idóneo para cualquier sermón religioso: la muerte del poderoso, la vanidad terrenal, la “justicia divina”, para sus detractores más acérrimos. ¿Qué conclusiones se extraen de todo lo anterior?.Podemos dilucidar una doble lectura: la oficial, que no es otra que una visión de una joven mujer dominada por unos celos enfermizos, con desbocado interés por cometer tropelías de las más singulares, desde el encierro en un baúl a una supuesta amante hasta no cesar en el empeño de destruir una amistad casi fraternal. La otra versión es la que me acecha, después de arañar los testimonios descritos, y que me llena de interrogantes. Varios son los motivos: a) No he hallado pruebas documentales que demuestren, antes de su reclusión en Arévalo, la enajenación mental de Isabel, ni tan siquiera la opinión de médicos, cortesanos o familiares al respecto, como sí ocurrirá con Juana y el príncipe Don Carlos.

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b) Si Isabel pretendió alejar al Condestable de su marido, le hubiese bastado con un destierro. El juicio y la muerte en el tablado evidencia un arrebato real, sí, pero… desde mi punto de vista, más propio del Rey que de la Reina. ¿No fue acaso Juan II el que ordenó su ejecución? ¿Qué evidencias existen de que fuese “obligado” a ello por Isabel? c) Cuando Isabel se recluya en Arévalo de por vida, irá acompañada de Gonzalo Chacón… precisamente, la persona que tanto había defendido a Álvaro de Luna durante su proceso. Y la última perla: será Chacón a quien, además, se le encomiende la custodia de los dos hijos de Isabel, el infante Alfonso y la infanta Isabel, una vez enviude. ¿Cómo es posible que nuestra reina loca se prestase a ello? ¿Cómo pudo odiar tanto a uno y ofrecer tanta confianza hacia el otro?.Tan sólo un año después de lo acontecido, y a la temprana edad de cincuenta y nueve años, fallecía Juan II. Por supuesto, no fueron pocos quienes argumentaron la desdicha por lo acontecido con el Condestable: “El rey [tras la muerte de D.Álvaro] sintió inmediatamente remordimientos, que le sumieron en la más amarga de las desolaciones”.

grandes

Entre una muerte y otra, nuestra desdichada reina tuvo que convivir con un efímero placer, teñido de un manto de negra culpa ante un marido triste, abatido y enfermo por la conjura. En esta trama novelesca, ambos, rey y reina, padecerán supuestamente el peor de los males: la mala conciencia. Pero la historia continúa, y aparece un nuevo rey, Enrique IV, fruto del primer matrimonio de Juan. Los infantes Alfonso e Isabel comenzarán una nueva vida en Arévalo, donde la madre iniciará un largo retiro que durará más de cuatro décadas. Arévalo será la fortaleza donde nuestra joven y bella reina permanecerá recluida de por vida, donde su depresión se agudizará, donde la soledad conyugal la marcará, y donde, al parecer, su enajenación se acentuará. O al menos todo ello debemos imaginar, porque los datos escasean. Y lo cierto es que en su momento no interesó plasmarlo, ni averiguarlo en exceso. La antaño reina consorte estaba al margen de todo gobierno y nada hacía presagiar que su hija, Isabel, acabará ilustrando páginas y páginas de nuestra historia. Las crónicas tradicionales siguieron insistiendo en su calculada imagen enajenada, vagando por los pasillos del castillo, atormentada por la culpa, gritando enloquecida la archiconocida frase:¡Don Álvaro, Don Álvaro!.Más, una vez más, cuestiono tal novelería y prefiero ceñirme a los hechos: algo de cordura habría en ella, pues siguió siendo la tutora de sus hijos, a quienes educó con gran aprecio y religiosidad. Más su desdicha no había finalizado: las dudas sobre la paternidad de la hija de la nueva reina –que pasará a la historia como Juana la Beltraneja− provocaría que los infantes Alfonso e Isabel fueran llamados a la Corte, separándolos de su referencia materna. La propia infanta, una vez reina, recordará en el futuro este triste desarraigo culpando al rey, su hermanastro:

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“(…) de cuyos brazos –los de la Reina Isabel− inhumana y forzosamente, fuimos arrancados el señor rey don Alfonso mi hermano y yo, que a la sazón éramos niños… A medida que pasan los años, los datos escasean sobre la reclusión en Arévalo. A todas las adversidades anteriores, en especial a su vida en soledad, sin marido ni hijos, Isabel de Portugal tuvo que hacer frente a un hecho que, la verdad, podría ser la verdadera razón de su desdicha: la muerte de su hijo Alfonso a la corta edad de catorce años, al parecer por ingerir aguas contaminadas. Será también el inicio de la odisea de su hermana hasta lograr el reinado, pero esa es otra historia. Abandonamos a su suerte a la madre en Arévalo, quien, a pesar de los pesares, tendrá derecho a una alegría bien regia: el encumbramiento de su hija como Reina legítima de Castilla, así como la unión dinástica de Castilla y Aragón bajo el cetro de los conocidos como Reyes Católicos, y el final de la Reconquista cristiana tras ocho centurias de presencia musulmana. Si la loca de Arévalo murió enajenada o simplemente abatida en una lógica depresión, sólo los muros de Arévalo conservan la verdad de lo que allí aconteció. Centrémonos ahora en nuestra segunda heroína, JUANA I DE CASTILLA. Fue la tercera hija de Fernando II de Aragón e Isabel I de Castilla, por tanto, nieta de Isabel de Portugal. Al igual que un Prometeo eternamente devorado, sobre ella caló con mayor holgura el sambenito de ser consumida por loca, aunque no han sido pocos quienes vieron en ella lucidez en momentos muy determinados y prefieren el término de cautiva, no ya en Arévalo como su abuela, sino en Tordesillas. Y he aquí mi propósito: humanizar en lo posible esta enajenada imagen, que durante generaciones parece encandilar a todo un ejército de obstinados discípulos, empeñados en ajustar grilletes y entregar un sabroso manjar al apetito voraz de los buitres. Se hace necesario trepanar bajo sus entrañas para entender esta icónica imagen simplificada por muchos a una locura de amor maldita por su marido el Hermoso. Siento ante mí a una joven hermosa, la más bella hija de Isabel y Fernando. Mi visión preferida es la aportada por el pintor Werkstatt Meister: una joven de tez blanca con el cabello peinado a dos bandas, mirada plácida y ensoñadora, finos labios, ricamente ataviada con dos colores que parecen predecir desdichadas trilogías: el rojo —pasión, deseo, amor desmedido— y el negro —tormento, locura, muerte—. Pero, al menos para mí, será otra trilogía la que derrote y aísle a nuestra Juana, la formada por Fernando, Felipe y Carlos: padre, marido e hijo, que lucharán por desvalijar a una mujer en aras de sus propias ambiciones. Los tres tirarán de la cuerda hasta el extremo, haciendo de Juana una marioneta, una presa fácil condenada al peor de los males, también el más oportuno: una enajenación que parece contar con el beneplácito del Maligno. Nacía, así, el mito: Juana la Endemoniada, Juana la Terrible, Juana… la Loca. ¿Cuál es el origen de toda esta mitomanía?.En esta cuestión subyace una verdad que permanece a oscuras: no he hallado testimonios que constaten el mal de nuestra protagonista durante su infancia y años de primera adolescencia. Y, sin embargo, no debieron ser pocos los viajes que, siendo una niña, debió realizar acompañando a su madre hasta el castillo de Arévalo, presenciando el periodo final de su abuela. En aquellos años, nada haría presagiar que ambas, abuela y nieta, compartirían tantas y tan tristes similitudes: ambas compartirán una viudez durante casi media centuria, en lugares

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completamente apartados del Reino —Arévalo y Tordesillas— y envueltas en el aciago manto de enajenadas mentales. El verdadero motivo de la catarsis en Juana, a nivel emocional, se producirá tras el matrimonio con Felipe el Hermoso de Austria, pero no desde sus inicios, más bien cuando vuelva a España tras sus primeros años de casada. Como bien señala Luis Suárez Fernández en su obra La España de los Reyes Católicos, (…)“De Flandes volvería una mujer distinta,con un jirón de tinieblas en el alma turbada” Y es aquí donde más debemos detener nuestra mirada. Se trata de un matrimonio de Estado, dentro de una hábil política matrimonial en la Monarquía autoritaria hispánica de principios de la Edad Moderna. Isabel la Católica se esmeró en proporcionar a sus hijos una exquisita educación y las herramientas necesarias para soportar unas vidas donde el destino prevalece sobre la libertad, donde el interés domina al sentimiento. Juan y Juana serían ligados a la Casa de Austria con Margarita y Felipe respectivamente, mientras que Isabel y María se ligarían a la casa portuguesa y la menor, Catalina, a la británica. Francia quedada excluida, aislada del ámbito europeo occidental, y pronto se verá rodeada de territorios españoles. Si nos centramos en la relación España-Austria, lo cierto es que los hermanos no pasaron por igual desdicha. Juana fue la verdadera sacrificada, pues siendo una joven e inocente adolescente será apartada de una corte plagada de caprichos y enviada a Flandes, con un clima húmedo y lluvioso, un territorio desconocido, con súbditos de diferentes lenguas (flamenca, holandesa, valona), en una Corte borgoñona plagada de lujos y excesos. ¿Cuál sería el sostén de nuestra condesa de Flandes?.De esta cuestión se han vertido ríos de tinta, y parecen ser el inicio de su desdicha. Juana se apoyará totalmente en su esposo, Felipe, y en el despertar sexual de ella, de él, de ambos (no hay que olvidar que eran muy jóvenes, dieciséis y dieciocho años, respectivamente). Siempre se ha insistido en el amor enfermizo hacia Felipe, en unos celos que la atormentarían hasta el desequilibrio. Sin embargo, me resulta más interesante abrir el campo de visión, y no reducirlo a la mera esfera sexual. Lo cierto es que Juana está en territorio desconocido, se siente terriblemente sola y desamparada, es muy joven e inexperta, pero también es muy consciente de su papel como hija de los monarcas más poderosos de la época. Nunca sabremos si luchó o no por defender su autenticidad, su libertad de pensamiento, de decisión. Pero pronto debió constatar que era tarea casi imposible. Estamos a finales del siglo XV, y la libertad de movimientos de Juana debió ser ciertamente muy limitada. Si aún hoy, a principios del XXI, las Casas Reales están sometidas a un estricto protocolo y decoro, no me cuesta pensar que Juana debió someterse, sin más, a la autoridad extranjera, tanto en el plano político como el personal, donde existía un dominio autoritario, con un reparto de papeles injusto y desproporcionado. Felipe el Hermoso no daría cuentas a Juana de la mayoría de sus actos, y pronto comprendería que acusarla de “loca” le daría plena libertad y una autonomía aún mayor para según que licencias. Pero no cuenta con la fuerza y rebeldía de Juana. Ante las continuas infidelidades del marido, ella rechazará la benevolencia social y lo demostrará con evidente sorna:

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“Yo estaría conforme con esto si Felipe, como hizo mi tío el rey Enrique con su esposa, la reina, me da su venia para que yo me busque mi Beltrán de la Cueva para concebir mis propios bastardos” Por tanto…¿Debía conformarse con ser la esposa abnegada limitada a la crianza de sus hijos? ¿Podía apelar al cariño y la comprensión de un pueblo extranjero cuando era incapaz de lograr el de su esposo?.Parece claro que muchos fueron sus males: la soledad, la inexperiencia, la incomprensión… No hace falta ser Freud para entender que nuestra protagonista, más que loca, debió estar sumida en una profunda depresión. Y, por tanto, limitar su desdicha a unos celos es, a mi parecer, un terrible error. ¿Qué esfuerzos hizo Felipe para sanar a su esposa? ¿No trató, más bien, de precipitarla hacia el abismo?.Una vez tambaleado el fantasma sempiterno de los celos, conviene destacar una gran paradoja en Juana: su portentosa fortaleza física. Prueba de ello es el nacimiento de su primer varón, Carlos, el 24 de febrero de 1.500. La madre estuvo prácticamente sola en el “parto”, acontecido en plena fiesta palaciega en el castillo de Gante. Había nacido su segundo hijo, quien tendrá una verdadera proyección internacional en el futuro de nuestro país, el futuro Carlos I de España y V de Alemania. Sin embargo,lo importante vendrá a continuación. El destino pondrá a Juana en una importante encrucijada. La muerte arrasará con sus hermanos mayores, Juan e Isabel. El hijo de Juan y Margarita de Austria, hermana de Felipe, nacería muerto, y moriría también el hijo de Isabel y Manuel O Venturoso de Portugal. Como si de un mal oráculo se tratase, toda la política matrimonial de los Reyes Católicos se desmembraba, y Juana se convertía en Princesa de Asturias. Y aquí es donde entra en escena el principal beneficiado: el Hermoso. Caído del cielo, obtenía un valioso regalo, toda una ofrenda de los dioses: ser rey de Castilla. Y su gran “aliado” será su propio suegro, Fernando de Aragón. Los intereses vuelven a prevalecer sobre unos sentimientos que bien debieran haber existido (tanto paternal como marital). Pero padre y marido acordarán justo lo contrario: repartirse el reino de la manera más macabra: incapacitando a Juana. Lograr tal objetivo no resultará tarea fácil, pues Juana demostrará lucidez en momentos muy determinados; por ejemplo, se negará a firmar un acuerdo matrimonial entre su hijo Carlos y la hija del rey francés Luis XII, como deseó su marido. En su viaje a España como herederos, Juana y Felipe atravesarán Francia y serán bien recibidos en la corte francesa, más nuestra heroína mostró allí una actitud altiva haciendo ver ante todos su papel como heredera de las Españas. Llegará a Castilla cinco años después de su partida desde Laredo, pero es otra mujer: más madura, madre de tres hijos, y sin atisbos de esperanza en un marido a todas luces interesado en sus propios objetivos. Y ahora, además, vuelve a su país, a su terreno, donde posee más capacidad de maniobra y actuación, no en vano es ella la legítima heredera. Pero Juana se encuentra a una madre envejecida, rota por el dolor de sus hijos mayores, y a un padre alejado de cariños y nostalgias. En 1502, mientras los Reyes Católicos se encuentran durante unos días en Llerena hospedados en la casa palacio del Licenciado D.Luis Zapata, firman la Real Cédula de 8 de marzo, convocando Cortes para jurar por princesa heredera a Juana. Dichas Cortes se celebrarían el 15 de abril en Toledo. Juana jura como la nueva Princesa

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de Asturias y heredera de los reinos de la corona de Castilla. Felipe suaviza su relación con su esposa, y nueve meses después nacerá el cuarto vástago, un nuevo varón: Fernando. Pero antes de que este nazca decidirá, por su cuenta, regresar a Flandes dejando a Juana en España y en avanzado estado de gestación. Esta separación, de meses, será traumática para Juana, que se hundirá en la desesperación: “duerme mal, come poco (…),está muy triste y bien flaca. Algunas veces no quiere hablar (…). El humanista Pedro Mártir de Anglería, en su Epistolario, nos detalla el estado mental de la princesa: “solicita solo por su marido (…) con el ceño fruncido, meditabunda día y noche” No debe extrañarnos tanto la devoción extrema hacia Felipe. Se agarró a su amor siendo una adolescente y aún vive por él y para él, a pesar de no ser correspondida con idéntica vehemencia. Y no debemos olvidar la tristeza por la lejanía de sus tres hijos. El Hermoso juega bien su papel: hace enviar una carta del propio hijo de ambos, Carlos (de apenas cuatro años) suplicando la vuelta de su madre. Juana sucumbe a la presión —su debilidad como madre y esposa será su mayor flaqueza, aunque denota un gran humanismo— y regresará a Flandes en la primavera de 1.504. Pero allí pronto comprobará que la ansiada fidelidad que sueña en Felipe es una vana quimera. Las discusiones aumentan, es cierto, y está testimoniado. Pero parece obvio que Felipe sabe cómo sacar partido difundiendo la estabilidad de Juana, aprovechándose de su dependencia emocional y afectiva. No me cuesta imaginar que tales infidelidades fuesen cada vez más expuestas, intentado el desequilibrio como maniobra para la incapacitación. Los escándalos, pues, se suceden, y ya sabemos quien saldrá perjudicada. Y será en estos momentos cuando nuestra joven cautiva sufra otro tremendo golpe: la muerte de su madre, el 26 de noviembre de 1.504.¿Acaso hay una imagen más vehemente de ella que la representada en la película de Vicente Aranda, cuando descubre al mismo tiempo la muerte de su madre y la infidelidad del esposo?. Esa escena de una joven hundida en el dolor, llorando desconsolada ante la lluvia pronunciando esa frase tan visceral: “mi madre ha muerto, mi marido me engaña. Loca, sí, estoy loca”.

Tras la muerte de Isabel la Católica en 1.504, su hija se convertía en la legítima heredera (Juana I); pero existía una cláusula que pudo, verdaderamente, desencadenar un conflicto civil. Por la misma sería Fernando, y no Felipe, quien se haría cargo de los reinos hasta la mayoría de edad del infante Carlos: (…) “al tiempo que nuestro Señor desta vida presente me llevare, la dicha princesa, mi hija, no esté en estos mis reynos, o después que a ellos viniere en algún tiempo aya de yr e estar fuera de ellos, o estando en ellos no quiera, o no pueda, entender en la governaçión dellos (…) en qualquiera de los dichos casos el rey mi señor devía regir e gobernar e administrar los dichos mis reynos por la dicha princesa, mi hija (…) “fasta en tanto que el ynfante don Carlos, mi nieto, hijo primogénito heredero de los dichos príncipe y princesa, sea de hedad legítima a lo menos de veynte años cumplidos”

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Por lo tanto, Isabel hacía desaparecer en su testamento al Hermoso. Comenzaba, aquí, la cruzada entre marido y suegro para hacerse con el control de los reinos. Fernando no tardó en actuar: consciente de que debía mantener a Juana fuera de Castilla, en 1.505 convoca Cortes en Toro, en nombre de su ausente hija, para constatar su legitimidad como gobernador según la cláusula descrita. Más, si la madre había sido especialmente cauta en cuanto a los problemas emocionales de Juana, el padre se ocuparía de airear, en claro beneficio propio, la aguda enajenación mental de la misma. Y el marido mostrará verdadera dureza, más si cabe que el propio Fernando: (…)“esté cuerda o esté loca, yo auré lo que a ella y a mí pertenece, y lo governaré, o perderé la vida sobre ello si el rey, mi suegro, no me quisiera hazer la razón” (…) “de los turcos me ayudaré, y del diablo, sy pudyere crear para mi ayuda”

La estrategia de Felipe estaba clara: ser rey a cualquier precio. Pero debía presentarse ante las Cortes con Juana y, al mismo tiempo, demostrar allí su incapacidad. No era tarea fácil pero, como hábil engatusador de serpientes, sabe esperar de manera sibilina, y calmar un posible protagonismo y lucidez de su esposa. Un nuevo acercamiento… y un nuevo embarazo, el quinto (la futura María).Pero ya son demasiados altibajos emocionales para una joven y abnegada esposa. A partir de ahora, los escándalos serán sustituidos por periodos de aislamiento, presagio de su triste final. La depresión se acentuará, el abatimiento irá abriéndose y venciendo a una lucidez que cuesta mucho sostener…sin ayuda. Juana está encorsetada entre los opuestos intereses de quienes debían ofrecerle amor y apoyo incondicionales, y que en cambio la sumen en una fragilidad que irá in crescendo cuando el esposo la aísle en su cámara durante meses, impidiendo toda comunicación entre Juana y los enviados de Fernando. ¿Qué forma es esta de tratar a una Reina? ¿Alguien se preocupó de su dignidad y compasión? Y Juana, a pesar de los pesares, lograba por momentos mantener su statu quo en medio de ambos enemigos, teniendo muy presente, pese a la distancia, los intereses castellanos. Así lo testimonia un escrito de ella hacia su padre, mediante el cual suplicaba y rogaba lo siguiente: (…) “que de ningún modo saliese de los reynos lo que, en unión de su esposa madre suya había apaciguado, ni dejase abandonada a su hija”

Este escrito sería interceptado por Felipe, y jamás llegaría a manos de Fernando. Pero ¿no es acaso la Loca la única que denota afecto y humanidad, la postura más sensible ante semejantes buitres movidos por el hambre de poder? El Rey Católico pronto cambiaría de actitud, mostrándose ahora interesado en traer a Juana a Castilla. No nos engañemos; no existía un súbito amor paterno en el acto, sino dos grandes temores: a) La pérdida de un importante sector nobiliario, en favor de Felipe. b) Los rumores, oscuros y terribles, de un posible envenenamiento de Juana, dando vía libre para un nuevo enlace: el de Felipe con la hija del rey francés Luis XII. Pues, a pesar de la cláusula testamentaria… si Juana fallecía, todo cambiaba.

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La ambición de Felipe parece no tener fin, iniciando además una campaña de acoso y derribo contra su suegro desde Bruselas. Pero Fernando es también muy hábil, y saca un as de la manga: su propio matrimonio con la sobrina de Luis XII, Germana de Foix, invalidando el futuro enlace de Felipe con la casa francesa en el hipotético caso del fallecimiento de Juana. Tras el nacimiento de María, Felipe se dispone a viajar a España y negociar con su suegro. Y he aquí el más ilógico de los acuerdos, el más bochornoso también: un solo reino, Castilla, y un tripartito en la gobernación: (…)“el rey don Fernando, y el rey don Felipe, y la reina doña Ioana, que todos tres juntos gobiernen y administren, y en su nombre se gobiernen y administren los reynos y señoríos de Castilla, León y Granada”.

En resumen: Fernando era reconocido como regente perpetuo de Castilla, pero cediendo la mitad de sus rentas y cargos a Felipe. Aunque los tres encabezan el documento, Juana seguía, obviamente, apartada. Pero estos acuerdos sellados en Salamanca pronto verían su freno en gran parte de la nobleza castellana, que apoyaría al marido de Juana. El encuentro entre esposo y suegro se produciría en 1.506 en Remesal, una alquería de Puebla de Sanabria propiedad del conde de Benavente, aliado de Felipe. El Hermoso deslumbra con una fastuosa comitiva que supera el millar de personas, frente a las doscientas de Fernando. La entrevista fue muy corta, pero bastó para que éste tuviese muy presente que gran parte de la nobleza castellana le había dado la espalda. Finalmente, todo favorecerá Felipe: lograría que su suegro capitule e incapacite a Juana, a cambio de importantes concesiones económicas: diez millones de maravedíes anuales, y la mitad de los ingresos de las Indias. Tras el juramento de las Cortes de Valladolid, Felipe lograría sus objetivos: ser coronado, junto a Juana, como reyes de Castilla, el 12 de julio de 1.506. Más, una vez más, el destino cambiará todos los planes previstos. En Burgos, apenas dos meses después, Felipe I enferma. El rey es joven, pero la dolencia es anormal y grave. Los sangrados no funcionan, ni los remedios de médicos tan ilustres como el milanés Luis Maliano. El 25 de septiembre fallecía Felipe “El Breve”, con tan solo 28 años y apenas dos meses y medio de reinado. Las causas de su muerte no escapan a la polémica ni a la negra ironía: se habló de una infección desconocida, de peste, pero también se barajó la hipótesis del envenenamiento que, sin ser jamás probada, no deberíamos descartarla… El rey muere a la semana de enfermar, sin los síntomas propios de la peste (inflamación de los ganglios linfáticos), y sin constar la muerte por contagio de la misma en sirvientes, médicos, cortesanos… o la propia Juana, por supuesto, que no abandonaría jamás el lecho del marido. Su muerte será una segunda, y ya definitiva, catarsis para nuestra protagonista, embarazada de la hija póstuma de Felipe (Catalina). Como subrayan los testimonios, Juana mostrará una gran entereza en los momentos finales de tan adorado esposo y, cuando el descontrol emocional hubiera sido coherente producto del dolor, nuestra Loca vuelve a sorprendernos pues “no derramó jamás ni una sola lágrima”. Tras la muerte de Felipe, el caos se apoderó de Castilla. Fernando se hallaba ya en Portofino, cerca de Génova, y su hijo Carlos apenas tenía seis años. Juana I era ahora, más que nunca, la Reina que Castilla necesitaba. Era también el momento más duro para una mujer rota por el dolor y el desequilibrio ante semejante hecho. Si la muerte sorprendió a todos, a Juana la marcaría de por vida. Pero Castilla necesitaba gobierno, al

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menos temporal, y surgiría un nuevo “arbitro”, la figura del arzobispo toledano Francisco Jiménez de Cisneros. La degradación de Juana, a los ojos del reino, vino con su decisión más esperpéntica: trasladar el féretro de Felipe desde Burgos hasta Granada. Comenzaba así un extenuante periplo de una Penélope hundida por el dolor de su Ulises, un funeral ahora interminable en el que, embarazada de ocho meses, acompañaría sin aliento en un fastuoso carruaje por los campos de Castilla. Una odisea nocturna morbosamente calculada, una tétrica caravana escoltada por altos dignatarios eclesiásticos entonando el Oficio de los Difuntos… y sin más presencia femenina que la propia viuda. La hija póstuma de Felipe, Catalina, nacería en Torquemada, pero ni siquiera el sano alumbramiento alivió el dolor de una mujer sumida ya en la postración, desentendida de cualquier tarea de gobierno. En el verano de 1.507, Fernando el Católico regresa a España y tiene lugar el encuentro entre padre e hija, esto es, entre súbdito y reina. Emotivo según algunos, frío y distante según otros, a partir de este momento Fernando volvería a tomar las riendas del gobierno, manipulando una vez más a Juana quien, dos años después, llegaría a su destino póstumo: la célebre Tordesillas. Mientras tanto, Fernando perdía el hijo varón que había concebido, no sin dificultades, Germana de Foix; aún así lograría importantes méritos como regente, en especial la anexión de Navarra al reino castellano en 1.513. En todo este tiempo, apenas visitará a Juana salvo en tres contadas ocasiones, pues estaba claro que le bastaba tenerla con vida para continuar él en la regencia. Fernando fallecería tres años después y, en su testamento, ordenaba a Cisneros como regente castellano, y a su hijo —bastardo— Fernando en los territorios aragoneses, hasta la mayoría de edad de su nieto Carlos. Sin embargo éste, al igual que hiciera su padre, no perdería el tiempo: apenas dos meses después se nombraría, en Bruselas, rey de Castilla, León y Aragón. En 1.517, con diecisiete años, llegaba a España y, acompañado de su hermana Leonor, visita a su madre en Tordesillas, conociendo también a Catalina. Estamos en un momento importante: las crónicas demuestran que Juana se mostró muy emocionada y sensible, y también bastante generosa: no opuso resistencia alguna a que Carlos se ocupara de los asuntos de Estado. Los hechos siguientes son por todos conocidos. Un rey extranjero y adolescente, sin conocimientos del idioma y del país, rodeado de ministros flamencos… gobernaría a partir de ahora en un reino sumido en el desorden desde la muerte de la reina católica. Su nombramiento como emperador del Sacro Imperio Romano Germánico le alejaría aún más de España, y durante la regencia de Adriano de Utrech se produjeron los dos conflictos más sonados, comuneros y germanías. Es preciso detenerse en el primero, pues concernió directamente a Juana. La Santa Junta de Comunidades de Ávila ocupará Tordesillas en 1.520, y la Historia parecía dar una oportunidad más a nuestra protagonista; pese a todo lo narrado, aún seguía contando con fieles nuestra loca. Los comuneros, liderados por Juan de Padilla, la informaron minuciosamente de sus propuestas para salvar el país, e incluso expulsaron de Tordesillas al marqués de Denia, principal freno de la reina cautiva. Aún cabía la esperanza para muchos, pero lo cierto es que era una situación coyuntural y en extremo difícil: no olvidemos que llevaba ya una década recluida, sin capacidad de decisión alguna. Y, ahora,… todos los ojos de Castilla volvían a rodearla.

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La necesitaban. ¿Qué se esperaba de ella? ¿Existía en realidad unanimidad de intereses? Está clara la respuesta. Juana se hallaba ante una nueva encrucijada, donde volvía a ser un títere en manos de falsos discípulos que, todo sea dicho, incluso intentaron dejar acta de sus palabras sin su permiso. Más nuestra desdichada, una vez más, daría muestras de su fuerte personalidad y se negó a firmar cualquier documento en contra de Carlos. Muchos han cuestionado esta decisión, pero la realidad no es tan sencilla como parece. Debería sorprendernos que, en todo este conflicto, Juana demostrase un raciocinio en no ser manipulada como antaño, y ello denota no dejadez sino más bien cautela y reflexión, cualidades tan impropias de una esquizofrénica. No veo cobardía alguna en su decisión ante los comuneros: si durante años confió en Felipe, ahora nadie lograría que traicionase a su propio hijo. El final de esta triste historia tiene un único protagonista: la soledad. Su hija Catalina abandonaría Tordesillas en 1.525, y aún permanecería Juana durante tres décadas más de áspera vejez, aliviada por tímidas visitas de su hijo Carlos… e incluso de su nieto, Felipe (II). Juana fallece en 1.555, en el más absoluto de los abandonos. Reina sin corona, madre de reyes. Más que víctima, una verdadera mártir. A modo de conclusión, y a pesar de que la visión mayoritaria a nivel historiográfico confirma la locura de Juana así como su predisposición genética a la misma, no descarto valorarla como una mujer fuerte, rebelde, culta, dominada por sus desdichas, por el desamor e interés de quienes debieron ser su baluarte, y no su perdición. Como muy bien señala Lilian Fernández Hall su ensayo “La locura como transgresión”, la etiqueta de loca es colocada a toda expresión de una mujer que no cuadra con los esquemas de la época: (…) “mujer que piensa, es loca. Mujer que desea poder, es loca. Mujer que vive abiertamente su sexualidad, es loca. Mujer que no acepta la estrechez de miras de los dogmas de la iglesia, es loca”

Cerramos el círculo de esta trilogía maldita con CARLOS DE AUSTRIA Y PORTUGAL. Príncipe de Asturias, hijo de Felipe II y María Manuela de Portugal, la primera de sus cuatro esposas, nació el 8 de julio de 1.545. Era una noticia excelente, la dinastía más poderosa de la época se aseguraba su continuidad con el heredero; pero la dicha pronto se tornaría en desgracia. Apenas cuatro días después, la madre y reina fallecía tras un durísimo parto, que apagaría demasiado pronto su núbil existencia. La primera de sus grandes compañías será, pues, una paradoja: la soledad. Al vacío materno tenemos que sumar el hecho de que Felipe II estuvo fuera de España entre 1548 y 1551, por motivos oficiales intrínsecos a su

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vasto Imperio (de los 3 a los 6 años del príncipe) y entre 1554 y 1559, por su matrimonio con María Tudor (de los 9 a los 14 años). Durante algún tiempo, se crió junto a sus tías María y Juana, hasta que ambas contrajeron matrimonio: María, en 1548, con el emperador Maximiliano II de Austria.; y Juana, en 1552, con el príncipe Juan Manuel de Portugal. En torno a su figura, y más bien cernida sobre la de su progenitor, se irá configurando una leyenda negra ya desde la infancia del heredero, quien al parecer pronunció en tercera persona una celebérrima frase: “¿Qué va a ser del niño, aquí solo, sin padre ni madre?”. Cuestionar la demencia del príncipe es más difícil que en las anteriores pues, ya desde los primeros años, hay que sumar a las razones de índole psicológico las evidencias puramente físicas. Aunque una vista rápida al lienzo de Sánchez Coello (Museo del Prado) nos haría pensar en una aparente normalidad de un joven príncipe de apenas trece años, lo cierto es que parece demostrado la benevolencia con la que el pintor quiso atenuar ciertos aspectos: una evidente corcova que afeaba su espalda y pecho, hombro derecho caído, y un rostro que pareciera una caricatura del padre, con una tez amarillenta (producto de sus continuadas fiebres), ojos entornados, mirada perdida… No comenzó a balbucear hasta pasados los tres años, y en realidad su lenguaje fue siempre balbuceante. Hablaba, como hemos señalado, en tercera persona (hacíase llamar “el niño”), y debió ser una auténtica pesadilla en la formación de sus preceptores, entre los que destacaron Honorato Juan y García Toledo. Si tales desventajas físicas ya eran un problema evidente, mucho más notorias serán las actitudes a nivel psicológico, de la que han corrido verdaderos ríos de tinta, una auténtica delicatesen para cualquier amante de la psiquiatría: periodos inversos de ayuno y glotonería desmedida, rociar de agua helada su cama, paseos nocturnos desnudo por las habitaciones de palacio … Incluso, créanme, tenemos espacio para episodios de corte sádico, si debemos creer a quienes aseguraron que, por ejemplo, gustaba de asar liebres vivas, cegar caballos o azotar a alguna que otra jovenzuela como vía de diversión. Bien, hasta aquí, todo ha quedado dicho y registrado. Lo interesante sería vislumbrar los destellos de lucidez de este desgraciado príncipe, pues no todo va a ser demencia. Realicemos un pequeño esfuerzo de entendimiento: un niño enfermizo desde el parto, huérfano de madre, sin un vínculo afectivo paterno −en un padre que además es el Rey más poderoso del momento, no lo olvidemos−, un adolescente que no triunfa en ninguna especialidad, pese a ostentar el cargo de heredero de un país y de un imperio. Sobre su deformidad física, no todos los datos son tan desalentadores. Cito para contrastar el caso del Barón Adam de Dietrichstein, mayordomo mayor del Emperador Fernando y embajador en la corte de España, a donde llegó en 1558 con el futuro Emperador Maximiliano para negociar el casamiento de éste con la infanta María, hija de Carlos I. El Barón dirá que goza de buena salud, y que su figura no presenta nada desagradable en el conjunto de sus rasgos: cabellos oscuros y lacios, cabeza mediana, frente poco despejada, ojos grises, mentón algo saliente y rostro pálido. La imagen anatómica se completa denotando que no es ancho de espaldas ni de talla muy grande, singularizando defectos corporales como un hombro más alto, la pierna izquierda más larga y complicaciones motrices en el lado derecho. Igualmente informa que tiene el

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pecho hundido y una pequeña giba en la espalda, a la altura del estómago. En el terreno psicológico, Adam de Dietrichstein confirma que los vicios o deficiencias que se le asignan no asombran a nadie y que nacen primordialmente de su educación y naturaleza enfermiza. Sentémonos, pues, ante Don Carlos. Me hallo ante un joven príncipe, criado sin referencias materna y paterna durante su infancia. Mi dilema es claro: intento dilucidar si realmente fue un loco peligroso, o la víctima de un padre tiránico. Ambas versiones se han defendido, y hasta es muy posible que ambas teorías no sean contrapuestas, aunque lo cierto es que, en mi opinión, su triste figura ha sido más mitificada que estudiada realmente. La famosa Leyenda Negra de Felipe II tiene mucho de epopeya, pero lo cierto es que constituyó un delicado y gravísimo problema de Estado: en el Imperio más poderoso del momento, el rey concibe un hijo que se criará sin madre, enfermizo, y con palpables carencias físicas y psicológicas. Constituía un sublime acicate para los múltiples enemigos —tanto en la Corte como a nivel internacional—, un evidente estímulo para derrocar al monarca del siglo. Idear una leyenda en su contra venía de perlas a muchos, pero además la temprana muerte del joven príncipe alimentaría por sí sola la mitomanía del populacho: sombras, dudas, sospechas, supersticiones. Un apetitoso caldo de cultivo para que cualquier David derribase al invencible Goliat. Intentando no detenernos en esa subjetividad tan deseable, quiero también destacar el hecho de que, al menos en la historiografía tradicional española, ha pesado mucho el discurso políticamente correcto a la hora de abordar las relaciones entre Don Carlos y Felipe. Ni el mundo del arte, ni el cine, ni en los numerosos estudios sobre la vida y obra filipina, tratan al detalle este asunto —a mi parecer soslayado de manera deliberada— salvo en esporádicas propuestas sin un eco voraz, tanto cinéfilas (Jaime Camino) como teatrales (Don Carlos, coproducción internacional 2009 del Teatre Romea). Sin duda, aún cala el hecho de no mancillar en demasía la memoria histórica de Felipe II. Con catorce años, cuando su padre regresa a España y urge tratar el decisivo tema de su legitimidad como Príncipe de Asturias, Felipe II se hallaría ante un completo desconocido, posiblemente díscolo e incluso agresivo, pero también ante un ser humano con unas características complicadas para defender el Imperio español. Una decisión que iba mucho más allá de mejorar las frías relaciones entre padre e hijo: hablamos de un rey y de un príncipe. Aún así, el 22 de febrero de 1.560, las Cortes de Toledo declaran Príncipe de Asturias a Don Carlos. El hecho es importante porque, de haber querido, Felipe II podría haber buscado la fórmula para negarse a ello, teniendo como adversario a un joven adolescente carente de facultades, experiencia y preparación. Los años siguientes Felipe confía la instrucción del heredero en Don Juan de Austria (tío de Don Carlos) y en Alejandro Farnesio (primo) en Alcalá de Henares. Y será una decisión acertada: al parecer, las relaciones con ambos fueron óptimas y cercanas, al igual que con la princesa de Éboli. Sin embargo, también es cierto que en dicha instrucción será superado en todos los terrenos por sus mentores, generando en él un grave complejo de inferioridad. También ha sido cuestionada esta decisión, pero Felipe no intenta apartar a su hijo de la Corte; de hecho, Alcalá estaba muy cerca y la razón se vinculaba a la frágil salud del príncipe, las sempiternas fiebres. En este periodo ocurrirá el archiconocido episodio de las escaleras: don Carlos, al parecer persiguiendo a la hija del portero del palacio, sufrirá un grave accidente que le dejará en estado de coma. A quienes defienden la Leyenda Negra, sólo decir que está plenamente constatado el interés de Felipe por salvar la vida de su hijo, y ordenará la presencia de médicos tan

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ilustres como Vesalio o el morisco veneciano Pinterete. La férrea fe católica del monarca llegaría a probarse en su extremo cuando pidió la exhumación del fraile franciscano Fray Diego de Alcalá para que sus restos acompañasen al enfermo, como sacro estímulo a su salvación. Y he aquí lo inaudito: no ya que el príncipe se recuperase sino que, tras su convalecencia, el propio heredero confesase haber tenido la visión del fraile. A partir de este momento, y a pesar de todo lo anterior, comienzan las contradicciones. Era el momento idóneo para que padre e hijo estrechasen lazos, pero ocurrirá justo lo contrario. La mayoría de historiadores sostienen que el motivo principal fue el aplazamiento sine die de las tareas políticas de Estado para el heredero, que incluso con veinte años no las asume a pesar de las promesas del padre y del hecho de que el propio Felipe las asumió mucho más joven, durante el reinado de Carlos V. Estos hechos son ciertos. El Rey contenta míseramente a su heredero en este sentido, pero las verdaderas decisiones son tomadas sin su presencia, a pesar de concederle una plaza en el Consejo de Estado. La respuesta a este interrogante no es muy complicada: el comportamiento excéntrico de don Carlos minaba las confianzas depositadas años atrás por el propio Rey. A Felipe no le debieron importar tanto las carencias físicas —la fealdad y deformidades no eran un problema a la hora de hallarle esposa— sino los signos de inestabilidad mental, tan poco propicios para un Rey que debía ser dueño y baluarte de unos territorios tan poderosos. Felipe sabía muy bien los enemigos con los que tuvo que batallar su padre, pues seguían siendo los mismos que tenía él, pero ahora nuevos peligros le acechaban. ¿Cómo iba a ser defendido el Imperio con un heredero glotón, malhumorado, excéntrico e inestable? ¡Incluso estaba en duda su posibilidad de procreación!. Y ese será otro de los problemas: en un joven atormentado y oligofrénico, tampoco se entendieron padre e hijo en cuanto a la candidata idónea para el cargo. Se barajaron muchas opciones, desde María Estuardo hasta su propia tía Juana de Austria. Pero la gran ironía, si creemos por un momento en la versión rosa de las candidatas al trono, es que don Carlos prestaría más interés en dos mujeres que, grandes paradojas de la vida, acabarán siendo la tercera y cuarta esposas de su padre: Isabel de Valois y Ana de Austria respectivamente, de edad mucho más cercanas al príncipe heredero que al Rey. Sin saber qué es el cariño de una madre, tampoco conocerá el de una esposa, y su mismo padre, con el que no se entiende desde nunca, le arrebata sus dos posibles matrimonios. De locos. A los antagonismos por las razones dadas, se unirá otra que tendrá un peso capital: el posible deseo de don Carlos para escapar de la Corte y unirse a los rebeldes holandeses, materializado en unos hipotéticos contactos entre el príncipe y los condes Egmont y Horn en Madrid. Se hablará incluso de la veneración secreta de don Carlos por el protestantismo luterano; no cuesta imaginar cómo debió de afectar a Felipe, un acérrimo defensor del catolicismo, más si cabe que su propio padre. Nuevamente, el rey debe decidir al respecto, pero en esta ocasión no será nada benévolo: ordenará la reclusión de su propio hijo, argumentando las arducias de éste y sus deseos de huida y rebelión desde los Países Bajos. La prisión significaba acrecentar más su leyenda de tiránico, pero nada podía enervar más la mente del rey que la posibilidad de que propio hijo fuese un protestante —prefiero perder mis reinos a ser señor de herejes— Quizás, éste pudo ser el verdadero detonante de su orden, más incluso de las posibilidades reales de amenaza. Y, cuanto parecía que esta dramática decisión disiparía, o al menos aplazaría, los males entre padre e hijo, nada más lejos de la realidad. Don Carlos morirá a los 23 años, en su reclusión, en el annus horribilis de 1.568 —rebelión morisca de Granada, presión del enemigo turco, rebelión de Flandes—. Su muerte no hizo sino abrir

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un interesado juego de teorías conspiradoras que ennegrecían la muerte natural en un posible asesinato, perpetuando la leyenda de Felipe hasta nuestros días. Bien es cierto que, tuviese o no motivos, fuese una decisión personal o una cuestión de Estado, encerrar a un hijo y heredero con las carencias físicas, emocionales y psíquicas de éste, puede tildarse incluso de aberración contra natura. Nuestro desdichado personaje morirá joven, como aquella joven madre a la que nunca conoció. Podemos creer en todas sus excentricidades, en sus manías, en sus debilidades, incluso podemos hablar de locura. Pero no olvidemos que murió tan sólo y tan desprotegido como en su nacimiento. Una efímera vida en la que no pudo tomar decisiones ni actuar con libertades, plagada de fútiles promesas y esperanzas, pero carente de hechos y de confirmaciones. Un pulso continuo con un padre en una desigualdad abismal de condiciones. Puedo admitir la locura en esta siniestra trilogía; pero, sin el menor atisbo de duda, concibo a Isabel, Juana y Carlos como grandes cautivos de sus vidas. Un cautiverio no sólo físico —los tres abrazaron la muerte recluidos—, sino claramente emocional, pues fueron seres atormentados por sus desdichas, incomprendidos, vencidos por la soledad, y harto conocedores del manejo y falsedad entre sus familiares más allegados, quienes aprovecharon la enfermedad como vehículo de apropiación de intereses propios. Son tres grandes personajes muy mancillados por la Historia, que merecían un entendimiento común. A menudo no somos dueños de nuestros actos sino de nuestros instintos, en situaciones ridículas, extremas e incluso irrelevantes. Ellos fueron presa de su enfermedad, pero también del destino. Sufrieron vidas carentes de amores sinceros, de referentes familiares sólidos. ¿Qué enfermo soportaría estas condiciones? O, mejor aún: ¿Qué cuerdo las resistiría?

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-MONTOYA, ROCÍO.-Una re-interpretación femenina/feminista de la historia de ‘Juana la Loca’ en El pergamino de la seducción de Gioconda Belli.Divergencias. Revista de estudios lingüísticos y literarios. Volumen 6 Número 1, Verano 2008 -PALENCIA FLORES, CLEMENTE- Nuevos documentos sobre Don Álvaro de Luna. -PORREÑO, BALTASAR.- Dichos y hechos del Señor Rey Don Felipe Segundo. El prudente, potentísimo y glorioso monarca de las Españas y de las Indias. Colección Fuentes, 2.002. -ZALAMA, MIGUEL A. Juana I. Arte, poder y cultura en torno a una reina que no gobernó. Centro de Estudios Europa Hispánica,2.010.

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