Derecho y neurociencias Consecuencias de los avances neurocientíficos para la imputación jurídica

Derecho y neurociencias Consecuencias de los avances neurocientíficos para la imputación jurídica Por Alex van Weezel Profesor de Derecho Penal Pontif

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Derecho y neurociencias Consecuencias de los avances neurocientíficos para la imputación jurídica Por Alex van Weezel Profesor de Derecho Penal Pontificia Universidad Católica de Chile

1. Las preguntas En un caso de asesinato en el estado de Maharashtra (India), en junio de 2008, el juez aludió de forma explícita el resultado de un escáner cerebral como prueba de que el cerebro del sospechoso poseía “un conocimiento experimental acerca del crimen que sólo el asesino podía poseer”, y le condenó a cadena perpetua (State v. Sharma, No. 508/07 (Court of Sessions Judge, Pune, 12 de junio de 2008, India).1 Lo que ese juez tuvo a la vista fue una “imagen por resonancia magnética funcional” o IRMf. Las imágenes del cerebro generadas a través del IRMf se elaboran a partir de la medición de las diferencias entre las propiedades magnéticas de la sangre cuando ésta fluye por las distintas regiones cerebrales. Su uso está ligado a lo que se denomina “teoría modular” del cerebro, según la cual distintos tipos de actividad están asociados a diferentes regiones del cerebro, principalmente de la corteza cerebral. El IMRf no mide la actividad neuronal directamente, sino que utiliza el flujo sanguíneo como una medida indirecta de dicha actividad. Cuando en la actualidad se habla del potencial de las investigaciones neurocientíficas en el ámbito jurídico, se está pensando en este tipo de pruebas. Las promesas son impresionantes. Por ejemplo, el finalismo jurídico-penal tardío –muy arraigado en el discurso de la praxis penal chilena y en buena parte de la teoría penal–, se basa en la posibilidad de constatar en el proceso conocimientos y voliciones como hechos psíquicos. De allí que Welzel, el fundador del finalismo, haya prestado en los últimos años de su vida especial atención a los desarrollos neurocientíficos, y que los finalistas actuales recurran con mucha frecuencia a estudios de neurociencias. No es difícil imaginar entonces el efecto que pueden tener afirmaciones como la de Charles Keckler –un conocido neurojurista– según la cual la neurociencia puede ser utilizada para “distinguir con precisión entre la presencia y la ausencia” de conocimiento en el cerebro de una persona (en el mismo sentido, los profesores Deborah Denno y John Dylan Haynes, entre otros),2 o incluso la sola idea de que el cerebro “almacena información”. Por ejemplo, en la discusión sobre la detección de mentiras basada en los sistemas de EEG, los investigadores Farwell y Smith afirman que “el cerebro de un delincuente está siempre activo, grabando los hechos, como si se tratara

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http://court.mah.nic.in/courtweb/orders/pune/pundcis/ orders/201501005082007_1.pdf; véase Anand Giridharadas, “India’s Novel Use of Brain Scans in Courts is Debated”, New York Times, 15-9-2008, p. A10. 2 “Cross-Examining the Brain: A Legal Analysis of Neural Imaging for Credibility Impeachment”, Hasting Law Journal 57 (2006), pp. 509 a 553 (535).

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de una cámara de video”, y que la detección de mentiras permite saber si una cierta información se encuentra o no en el cerebro de una persona.3 Según las corrientes naturalistas en derecho penal (entre las cuales están el finalismo y el viejo modelo clásico causalista), el lado subjetivo de la imputación penal se suele fundamentar en uno de los siguientes estados mentales al momento de la realización de la conducta: (1) intención o dolo; (2) conocimiento, (3) desconsideración o indiferencia y (4) negligencia. La profesora Erin O’Hara sugiere que la evidencia neurocientífica podría permitirnos determinar los primeros dos estados (dolo y conocimiento), y, con menor extensión, la tercera categoría (desconsideración), porque todas requieren que el acusado sea “consciente de sus acciones y/o del daño que va a causar en el momento de actuar”. La profesora Denno coincide con esto, y agrega que la evidencia neurocientífica podría modificar nuestro modo de entender las categorías del dolo o intención y del conocimiento.

En la actualidad, y luego del impacto inicial de la aproximación neurocientífica al derecho, las investigaciones se centran en tres aspectos: (i) validez epistemológica de las imágenes neuronales (limitaciones derivadas de factores individuales o del conexto en el que se toman, etc.); (ii) cuestiones jurídicas de índole procesal-constitucional: derecho a guardar silencio, valor probatorio, etc.; (iii) cuestiones éticas: autonomía, privacidad, dignidad, etc. Aunque todas son interesantes, queremos aproximarnos aquí al primer grupo de problemas: qué dicen o qué pueden decir las imágenes neuronales sobre la conducta de las personas, en cuanto esta conducta interesa al derecho. Esta pregunta es relevante porque la provocación del “neuroderecho” no sería tal si se limitara a decir que el estudio de las imágenes neuronales nos da indicios de ciertas operaciones (sirve como medio de prueba), o bien, que el estudio de las imágenes neuronales muestra que cierta actividad cerebral es condición necesaria para tal o cual conducta de la persona. La teoría neurológica del derecho sostiene en cambio que existe identidad entre la mente y el cerebro, y que una cierta actividad cerebral constituye la conducta de que se trata (la mentira, el acto violento): todo lo demás serían meras expresiones o manifestaciones de esa actividad en el denominado “mundo exterior”. Esto coincide hasta cierto punto con un pasaje muy oscuro de la Crítica de la razón pura, que puede ser útil recordar, donde Kant afirma lo siguiente: “…si pudiéramos investigar hasta el fondo todas las manifestaciones del arbitrio del ser humano empírico, no habría ni una sola acción humana que no pudiéramos predecir con certeza, y reconocer como necesaria con base en sus condiciones.”4

Seguiré entonces el siguiente plan en la exposición: primero mostraré brevemente qué es lo que los neurojuristas observan o dicen que observan en la realidad; luego preguntaré cuál es la teoría que subyace a esa observación; a continuación se constatará que tal teoría asume una identidad entre el cerebro y la mente, lo que a su vez conduce a una especie de determinismo (desafío que la neurociencia plantea al sistema de la moral); y finalmente se preguntará si esa especie de determinismo obliga a revisar los fundamentos de la imputación de conductas en el ámbito jurídico. 3

Farwell/Smith “Using Brain Mermer Testing to Detect Knowledge Despite Efforts to Conceal”, Journal of Forensic Sciences 46 (2000), pp. 135 y ss. 4 Kritik der reinen Vernunft, 1787, B 578 y s.

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2. Observación Ejemplos clásicos de observación de procesos cerebrales en la economía y en la teoría de las decisiones son el juego del ultimátum (la intervención de algunas áreas cerebrales en lugar de otras explicaría por qué muchas personas aparentemente se apartan de lo que haría un jugador racional) y el dilema del tranvía (la intervención de algunas áreas cerebrales en lugar de otras explicaría por qué se actúa de modo radicalmente distinto en situaciones materialmente idénticas). Lo más importante: se supone en ambos casos que los procesos activados en determinadas zonas del cerebro son la causa de la decisión y no la reacción a la situación. En lo que respecta al razonamiento jurídico, probablemente el trabajo más ilustrativo sea uno de Oliver Goodenough, publicado en Jurimetrics en el año 2001; se titula “Mapping cortical areas associated with legal reasoning an moral intuition”. El trabajo comienza recapitulando el clásico debate entre una aproximación teorética o “pura” a la ciencia del derecho (que él ilustra mediante el pensamiendo de Langdell) y la aproximación más sociológica o impura del realismo jurídico de Karl Llewelyn y otros. A juicio de Goodenough, para zanjar debates de este tipo hay que recurrir a las investigaciones neurocientíficas: “Los avances en neurociencias y otras ramas de la biología del comportamiento proporcionan nuevas herramientas y la oportunidad de volver a las preguntas clásicas en la base del pensamiento jurídico”.5 ¿Cómo se realizaría esto? Goodenough parte de la teoría modular del cerebro y muestra una serie de estudios según los cuales nuestro pensamiento sobre la justicia tiene lugar en un área cortical distinta de nuestra aplicación del derecho a partir de reglas. Por lo tanto, señala, el pensamiento basado en la justicia es independiente del razonamiento basado en reglas. Lo anterior muestra según el mismo autor que al pensar en la justicia nos ayudamos de un algoritmo no verbal –como un programa de computador– que está programado por una mezcla de huellas genéticas, la herencia cultural, y la experiencia personal. Por el contrario, los sistemas de pensamiento basados en la palabra, tales como el sistema legal, accionan un modulo meramente interpretativo: “En actividades como la redacción de contratos, leyes o reglamentos, el módulo de interpretación sirve para procesar los materiales legales a través de una fórmula basada en la palabra, [empleando] la lógica estructural implícita del sistema desarticulado en el que se genera la norma [legal]”.6 Se observa de inmediato que en este razonamiento hay algo extraño. El autor afirma que el estudio del cerebro mostraría que “al pensar en la justicia nos ayudamos de un algoritmo no 5

Goodenough, “Mapping cortical areas associated with legal reasoning an moral intuition”, Jurimetrics 41

(2001), p. 430. 6

Goodenough, “Mapping cortical areas associated with legal reasoning an moral intuition”, Jurimetrics 41

(2001), p. 436.

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verbal”, pero: ¿de qué manera podría mostrar algo así el estudio del cerebro? La existencia de un algoritmo no verbal –condicionado además por variables culturales como “la herencia cultural y la experiencia personal”– no es accesible a la resonancia magnética. Estudios como del de Goodenough y otros autores parten de la base de que nuestro cerebro está “programado” o que tenemos un código moral “interiorizado”. Pero ninguna de estas afirmaciones –a pesar de lo que postula Goodenough: él postula, no demuestra, que sí puede comprobarse empíricamente7– ninguna de estas afirmaciones es accesible a la observación empírica y menos aun a la experimentación. Incluso más. Supóngase por un momento que todo esto se puede comprobar y, por lo tanto, que podemos localizar las zonas precisas y diversas en el cerebro en las que se produce el pensamiento sobre la justicia y la toma de decisiones basadas en normas: ¿qué podríamos deducir de esto? Y sobre todo, ¿de qué modo incide esto en el debate entre teóricos puros y sociólogos? En el juego del ultimátum y en el dilema del tranvía, los neuroeconomistas suponen que los procesos del cerebro activados son la causa de la decisión y no la reacción a la situación. Lo mismo en el caso del razonamiento jurídico y las zonas donde se producirían las distintas clases de razonamiento jurídico. Sin embargo, parafraseando a Wittgenstein habría que decir que estas afirmaciones no tienen sentido, pues exceden lo verificable, no sólo empíricamente (según la experiencia), sino “gramaticalmente”: no se sabe de dónde vienen (en el caso del razonamiento jurídico: cómo surge el algoritmo, en qué influye la genética, etc.) ni qué consecuencias tienen (la “iluminación” de una parte del cerebro ¿es la causa o el efecto de una decisión o disposición previa?)

3. ¿Qué teoría conduce la observación? Pardo y Patterson8 sugieren una perspectiva que podría ser útil para examinar propuestas como la de Oliver Goodenough: la distinción, tomada de Wittgenstein (ya en las Vorlesungen de 1932/33, luego en el Libro Azul y luego en las Investigaciones), entre evidencia criterial y evidencia sintomática o inductiva. Un ejemplo de las Vorlesungen (aunque aquí todavía habla de criterios primarios y secundarios): si alguien pregunta qué es la lluvia, se puede indicar hacia el agua que cae a raudales; pero también se puede mostrar la calle mojada. Lo mismo con una enfermedad: se puede indicar la presencia y acción del bacilo (de la angina), o bien el dolor de la garganta. En los dos últimos casos se trata de evidencia sintomática, y un síntoma es la manifestación que, de acuerdo a la experiencia, aparece conjuntamente con el criterio definitorio. La evidencia criterial en cambio alude a lo constitutivo del criterio, y es importante en cuestiones de identidad: si estamos frente a un objeto o frente a varios objetos, o bien cómo lidiar con las asimetrías entre la primera y la tercera persona (yo vs. él o ella) al momento de atribuir estados de conciencia o sentimientos. 7

Goodenough, “Mapping cortical areas associated with legal reasoning an moral intuition”, Jurimetrics 41

(2001), p. 440. 8

Pardo / Patterson, “Fundamentos filosóficos del derecho y neurociencia”, InDret 2/2011, p. 1 y ss.

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Y aquí enlazamos con nuestro tema, pues la evidencia criterial en la atribución de estados de conciencia siempre proviene de una conducta. Hay ciertas formas de conducta que constituyen criterios para saber que alguien sufre dolor, que está contento o que sabe multiplicar. La evidencia criterial de que alguien ve, es que sigue el objeto con la vista o puede describir lo que ve. La evidencia criterial de que alguien lee, radica en que puede contestar ciertas preguntas o en que reacciona ante un texto. Dicho de otro modo: aquí no se trata sólo de síntomas o manifestaciones asociadas a algo según la experiencia; cuando se nombra la evidencia criterial, se está en la gramática de la identidad y no en el ámbito de lo que aún podría ser una mera ilusión. Pues bien, la evidencia criterial relativa a la identidad y a la atribución de estados mentales a una persona sólo puede consistir en conductas personales. Nunca puede consistir en procesos aislados; éstos sólo proporcionan evidencia sintomática. La observación de procesos cerebrales tal como es conducida por Goodenough y muchos otros neurojuristas parece confundir la evidencia criterial con la evidencia sintomática o inductiva; concretamente, toman evidencia sintomática –la “iluminación” de ciertas zonas del cerebro– como evidencia criterial. Como consecuencia de ello podrían estar incurriendo en la denominada “falacia mereológica”, al tomar la parte (fenómenos de la corteza cerebral) y atribuirle operaciones que sólo pueden predicarse con propiedad respecto del todo, la persona. Como dicen Pardo y Patterson: no se puede negar que hay que tener un cerebro para pensar, al igual que hay que tener un cerebro para caminar, pero del mismo modo en que no es el cerebro el que camina, tampoco es el cerebro el que piensa.9 Todo ello conduce a plantearse una pregunta que está ausente en los trabajos neurocientíficos que tuve la oportunidad de revisar: ¿qué es lo que queremos saber al observar el cerebro?, ¿qué es lo que realmente se puede observar? ¿cuál es la teoría que subyace a nuestra observación? A juzgar por las conclusiones, es una teoría que conserva el dualismo cartesiano en su aspecto fundamental.

4. Una teoría dualista Lo anterior lleva a pensar que el verdadero desafío que los planetamientos neurocientíficos plantean a la teoría de la ciencia y a la moral es de índole conceptual: el de las relaciones entre mente y cerebro. Para saber si las investigaciones neurocientíficas tienen algo que aportar al estudio de la interacción entre las personas (una de cuyas formas discurre por cauces jurídicos), y en qué consistiría ese aporte, habría que tener una teoría sobre las relaciones entre la mente y el cerebro, un asunto que históricamente está vinculado a las relaciones entre la mente y el cuerpo. Se conocen principalmente tres modelos: En la concepción dualista cartesiana, la mente es un tipo de entidad no material (es decir, no física), pero que está de alguna manera en interacción causal con el cuerpo de la persona. La mente es la fuente de la vida no meramente física de la persona: sus pensamientos, creencias, sensaciones y experiencias conscientes. Los primeros 9

Pardo / Patterson, “Fundamentos filosóficos del derecho y neurociencia”, InDret 2/2011, p. 38.

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neurocientíficos fueron dualistas cartesianos que entendían que su tarea consistía en encontrar la manera en la que esta entidad no física podía interactuar causalmente con el cerebro físico y el cuerpo de una persona. No conozco el ningún trabajo contemporáneo que siga esta concepción dualista clásica. La mayoría de los neurocientíficos contemporáneos afirma en cambio que ambos elementos –mente y cuerpo– son de índole material, pues la mente se identifica con el cerebro. La mente es una parte material o física del ser humano –precisamente, el cerebro– que mantiene con el resto del organismo una interacción causal. El cerebro es el sujeto de los atributos más elevados de la persona y es el lugar de experiencias conscientes (el cerebro piensa, siente, quiere, y sabe). Lo interesante es que en esta concepción se mantiene intacta la misma lógica del dualismo cartesiano, según la cual la mente es una especie de entidad que interactúa con el cuerpo. Se conserva así la distinción entre lo interior y lo exterior, donde la mente es como un “teatro interior”. Este teatro interior es lo relevante, lo que hay que investigar si se quiere explicar las conductas que ocurren en el mundo exterior (y hoy lo podemos hacer gracias a la imagen por resonancia magnética funcional). El problema del compromiso del ordenamiento jurídico con el dualismo cartesiano es un asunto mayor. Ejemplos en derecho sancionatorio: - en un sentido: la situación de privilegio de los atentados contra el cuerpo o la seguridad del cuerpo, por contraste con la protección de la libertad de determinación - en el sentido opuesto: el tratamiento del inductor y su “causalidad inmaterial” - en ambos sentidos (hay discusión): si la limitación del derecho a guardar silencio sólo a la declaración (lo espiritual) mientras se tolera la incautación de documentos o evidencias corporales (sangre, etc.) no es manifestación del mismo dualismo La clarificación al menos inicial de estos asuntos parece ser relevante para apreciar los aportes de las neurociencias en la aplicación del derecho.

Una tercera posibilidad, sin embargo, sería entender que la mente no es una entidad o sustancia (ni física ni inmaterial). Tener una mente implica tener una serie de facultades racionales que se manifiestan (o al menos podrían manifestarse) en el pensamiento, los sentimientos y las acciones. La mente no es una parte de la persona que interactúa causalmente con su cuerpo, sino el conjunto de las competencias mentales, habilidades y capacidades que poseen los seres humanos. La capacidad de ver no es una parte del ojo que interactúa con otras partes del ojo físico; igual que la potencia de un motor no es una parte del motor, o que la capacidad de volar no es una parte del avión. Dicho de otro modo: para acceder científicamente a la mente hay que atenerse en primer término a la evidencia criterial, en este caso, a la conducta de la persona considerada como un todo. ¿Consecuencias? (i) la cuestión de la ubicación de la mente en el cuerpo no tiene sentido, del mismo modo que la ubicación de la vista dentro de la ojo tampoco lo tiene; (ii) la neurociencia puede hacer valiosas contribuciones al derecho, porque muestra cómo ciertas estructuras precisas son necesarias para el ejercicio de diversas capacidades o para participar en determinados comportamientos: la neurociencia puede contribuir identificando estas condiciones necesarias y mostrando que debido 6

a una lesión o deformidad, una persona carece de ellas (sirva como ejemplo el caso estudiado en 2003 por Burns y Swerdlow: tumor cerebral que provocaba en el paciente conductas de pedofilia10). En este sentido, es cierto que existe un relativo determinismo biológico, que el derecho debe reconocer y procesar. En este línea, la neurociencia puede proporcionar una buena evidencia inductiva o sintomática de determinadas capacidades mentales. Por ejemplo, si se pudiera demostrar que ciertos eventos neurológicos están adecuadamente correlacionados de manera empírica con la mentira en situaciones similares a las de vida la real y que dan lugar a litigios, tal vez la neurociencia esté en disposición de proveer evidencias que incrementen o reduzcan significativamente la probabilidad de que alguien mienta en un juicio. (iii) no se puede afirmar que el cerebro piensa, cree, sabe, tiene una intención, o toma decisiones. Las personas en su conjunto son el sujeto de estos predicados. Es más, la presencia de la actividad neurológica no se puede entender como suficiente para la atribución de tales operaciones a las personas: se trataría sólo de evidencia inductiva.

6. Los efectos en la imputación jurídica de conductas: el problema del libre albedrío En el ámbito jurídico, el asunto hasta ahora más discutido tiene que ver con las consecuencias de la investigación neurocientífica para la imputación jurídica de conductas: el problema (o pseudo-problema) del libre albedrío. No es el único problema estrictamente jurídico que plantean las investigaciones neurocientíficas: también están, por ejemplo, la detección de mentiras y el examen de imputabilidad (locura o demencia) con sus propios problemas procesales y constitucionales. Sin embargo, es en la cuestión del libre albedrío donde se ha centrado –con razón o sin ella– el debate, el que a mi juicio ha alcanzado un nuevo estadio, pues ya casi no se habla de cambiar el derecho o sus instituciones debido a los avances neurocientíficos. Este nuevo consenso –que en todo caso no es unánime– se explica por que parece haberse impuesto una concepción según la cual la culpabilidad jurídica es una construcción social basada en la necesidad de imputar razonablemente ciertos hechos como “obra” de una persona (y no necesariamente de su libertad). En este sentido se manifiestan, aunque por razones muy distintas, expertos tan relevantes como Morse y Gazzaniga. En el planteamiento de Morse, por ejemplo, lo único que podría exculpar a alguien es que se demuestre que no es capaz de actuar intencionalmente o con un mínimo de racionalidad. Al derecho le basta con la capacidad de las personas para convertir

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Burns/Swerdlow, “Right Orbitofrontal Tumor With Pedophilia Symptom and Constructional Apraxia Sign”, Arch Neurol. 2003, 60(3), pp. 437-440.

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las normas en realidad mediante su conducta. Si esto es libre en un sentido más profundo, metafísico o ético, es un asunto que al derecho no le interesa.11 Según Gazzaniga, en cambio, los cerebros son automáticos, pero la libertad tiene lugar en otro lado, en la interacción propia del mundo social, donde quienes actúan son las personas y no los cerebros. Por eso, según este autor la neurociencia nunca va a encontrar el correlato cerebral de la responsabilidad: “ningún píxel de una imagen cerebral podrá manifestar culpabilidad o no culpabilidad”.12 Gazzaniga llega a decir que como la responsabilidad y la libertad sólo están en las relaciones interpersonales, ellas “están en el éter”.13 El régimen que establece el art. 10 N° 9 del Código Penal chileno es muy ilustrativo. La norma se ocupa de la situación del que obra violentado por una fuerza irresistible o impulsado por un miedo insuperable, y la resuelve indicando que este sujeto está exento de responsabilidad. Tradicionalmente se decía que el fundamento de la eximente en estos casos estaba en que el sujeto actuaba con menor libertad. Puede ser, pero hoy se reconoce que eso no es todo: aquella fundamentación no explica, por ejemplo, por qué no se concede la eximente a personas que por su oficio deben afrontar ciertos peligros (no se mira al estado anímico del bombero o del soldado, sino que se hace una ponderación más generalizadora). Tampoco explica por qué no se exime en los casos de error evitable sobre el estímulo: de los dos náufragos, uno mata al otro para quedarse con la tabla de Carnéades, pero luego advierte que en ese lugar las aguas tenían muy baja profundidad y podría haberse puesto de pie, o que poco más allá podía divisarse una isla tras la niebla. La explicación real pasa por determinar cuándo la sociedad se puede “dar el lujo” de psicologizar la imputación. Dicho de un modo casi publicitario: si la solución del conflicto al margen del sujeto excusado no desestabiliza la vigencia de la norma de un modo intolerable, entonces se puede psicologizar; si no, se normativiza. Esto se ve aun más claro en los requisitos “objetivos” del art. 10 N° 11 (para quienes piensan que incluye una causa de exculpación conocida como estado de necesidad): mal grave, subsidiariedad, ¿por qué se exige esta clase de requisitos de índole objetiva si el fundamento de la eximente es una menor libertad del que actúa?

Hay muchos otros ejemplos: la ley exime de responsabilidad al “loco o demente”, pero lo decisivo es la conducta real de la persona; para la imputación del dolo se requiere que el sujeto integre el conocimiento en un juicio de concreta aptitud lesiva de su conducta, pero frente a la lesión caben múltiples actitudes anímicas: indiferencia, preocupación, regocijo íntimo, resignación. Casi todas estas actitudes son irrelevantes jurídicamente. La pregunta es: ¿el derecho no tiene o no ha tenido herramientas para lidiar con procesos psíquicos, o al derecho esto no le interesa hacerlo? A mi juicio, no le interesa de lege lata, y según el estado actual de la discusión que creo apreciar, tampoco de lege ferenda. Pues ello equivaldría entregar la identidad de la sociedad al juego de los sentimientos y las emociones: un tema que excede este marco. 11

Cfr. por ejemplo su “Determinism and the Death of Folk Psychology: Two Challenges to Responsibility from Neuroscience”, Minnesota Journal of Law, Science & Technology 9 (2008), pp. 29 y ss. 12 El cerebro ético, Paidós, Barcelona, 2006, p. 110. 13 El cerebro ético, Paidós, Barcelona, 2006, p. 101.

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Se puede plantear así una especie de “open question argument” al estilo de Moore: incluso si el yo fuera el cerebro (y un cerebro determinado), habría que imputar el hecho a algún cerebro para hacer posible la convivencia social. Hay una sola alternativa a la imputación, la heteroadministración: que el sujeto renuncie a su pretensión de autoadministrarse. Por eso, el “materialismo eliminativo” tiene, al menos por ahora, poco que decir en el ámbito jurídico. Lo diré utilizando una alegoría de Günther Jakobs para ilustrar el rol del libre albedrío en la imputación jurídica: “En unos países limítrofes, los habitantes de las regiones fronterizas suelen organizar de vez en cuando expediciones de pillaje hacia los respectivos países vecinos, siendo el daño generado allí muy superior al beneficio obtenido, lo que resulta indiferente a los saqueadores, ya que el daño es soportado en cada caso por los otros. Los monarcas soberanos de esos países acuerdan en un encuentro atajar estrictamente estos desmanes ya al comienzo del latrocinio, esto es, en sus propios países, prometiéndose en cuanto garantía del acuerdo, para el caso de que a pesar de ello se produzcan casos de pillaje, una multa por el doble del daño producido. La situación mejora repentinamente debido a las medidas inmediatas tomadas por los monarcas; en el próximo encuentro, casi sin excepciones, sólo hay pocas multas que pagar. Uno de ellos, sin embargo, que es el único obligado a pagar una multa elevada, no quiere pagar nada; expone que a pesar de haber hecho grandísimos esfuerzos, no disponía de suficientes fondos para poder crear una fuerza de policía efectiva. Los demás le creen, y acuerdan, debido a la incapacidad de su primo –derivada de su debilidad financiera–, dividir su país entre ellos. Confrontado con esa posibilidad, el monarca en cuestión toma prestada la suma necesaria y acaba por pagar. El filósofo titular de su corte opina que es injusto pagar multa por un comportamiento que no es libre, e indigno someterse a tal requerimiento. Pero el monarca contesta que su libertad para administrar su país es más importante que esas reflexiones”.14

En su reciente libro sobre materias afines a la que aquí tratamos, Adela Cortina afirma que a su juicio resulta difícil cortar el vínculo entre responsabilidad y libertad: “contentarse con seres racionales y responsables, de los que no nos importa saber si son libres”. Por lo tanto, relatos como el anterior podrían ser una especie de “estrategia de inmunización” desarrollada por los juristas, que podría tener una vida corta.15 Tal vez el problema esté en el concepto de libertad y de responsabilidad, con lo cual volvemos al problema moral. A propósito de ello, y para ir terminando, considero oportuno recordar la concepción que Hegel tenía de la libertad, y que a mi juicio contiene casi todo lo que es necesario para resolver el conflicto que plantea la profesora Cortina: la libertad realmente existente no es algo abstracto, sino algo abstracto y concreto a la vez. La libertad real incluye no sólo la elección, lo elegido, sino también las condiciones en las cuales se realiza dicha elección, y que pueden ser contingentes. Recuerdo en particular un pasaje del capítulo sobre la Moralidad en las Grundlinien en el cual Hegel discurre sobre el efecto excusante o atenuante de las pasiones (antes ha hablado sobre la causalidad). La conclusión del filósofo es que, salvo en los casos de delirio, no ha de existir tal efecto excusante o atenuante, porque ello es lesivo de la dignidad del hombre (“el derecho y el honor” que le

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La alegoría está recogida últimamente en “Culpabilidad jurídico-penal y libre albedrío”, trabajo contenido en J. L. Cea (editor), La sociedad chilena en el nuevo siglo, Academia de Ciencias Sociales, Políticas y Morales, Santiago, 2012, p. 575 y ss. (585). 15 Neuroética y neuropolítica, Tecnos, Madrid, 2011, p. 210.

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corresponden16), un hombre cuya universalidad no puede quedar reducida al momento puntual de la pasión ¿Se trata aquí del mismo problema?

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Grundlinien der Philosophie des Rechts, § 132.

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