DERECHOS SOCIALES, POLÍTICAS PÚBLICAS Y ACCESO A LA INFORMACIÓN

Centro de Estudios de Estado y Sociedad SEMINARIO VIII – 2004 Roberto Saba1 DERECHOS SOCIALES, POLÍTICAS PÚBLICAS Y ACCESO A LA INFORMACIÓN Coment

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ISSN 1889-8068 r edhes Revista de Derechos Humanos y Estudios Sociales Revista de Derechos Humanos y Estudios Sociales Año VII No. 13 Enero-Junio 2

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Centro de Estudios de Estado y Sociedad

SEMINARIO VIII – 2004

Roberto Saba1

DERECHOS SOCIALES, POLÍTICAS PÚBLICAS Y ACCESO A LA INFORMACIÓN

Comentarios de Zúlma Ortiz2

Con el auspicio de la Organización Panamericana de la Salud

1 Abogado (Universidad de Buenos Aires), Master en Derecho (Universidad de Yale). Profesor de Derecho Constitucional y de Derechos Humanos en las Universidades de Buenos Aires y de Palermo. Director Ejecutivo de la Asociación por los Derechos Civiles (ADC), Buenos Aires, Argentina. El autor agradece a Daniel Maceira, Investigador Asociado del CEDES y a Mariela Belski, de la ADC, por sus comentarios al primer manuscrito de este ensayo. 2 Médica Epidemióloga, Academia Nacional de Medicina.

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CEDES

DERECHOS SOCIALES, POLÍTICAS PÚBLICAS Y ACCESO A LA INFORMACIÓN 1. Los derechos sociales como derechos exigibles Por demasiado tiempo la política (sobre todo en la esfera internacional) y el derecho (sobre todo el internacional) se han obstinado en diferenciar dos categorías de derechos: los derechos civiles y políticos, por un lado, y los económicos, sociales y culturales (a los que me referiré como DESC), por el otro. En la discusión jurídica tradicional, el primer grupo de derechos se define por la relación supuestamente existente entre su goce y la abstención por parte del Estado de cualquier acción que pudiera impedir su ejercicio, idea que encuentra algún paralelo con el concepto de “libertades negativas” que criticara Isaiah Berlin en su medular ensayo “Dos Conceptos de Libertad”3. De acuerdo con esta concepción, para poder ejercer el derecho a la libertad de expresión, a la libertad religiosa, o a la libertad de contratar, ejemplos paradigmáticos de derechos civiles y políticos, alcanza con que el Estado se abstenga de censurar, de impedir el ejercicio de un culto o de interferir con la libertad de acordar con otra persona el intercambio de bienes o servicios. Por otro lado, los derechos sociales, como el derecho a la salud, el derecho a la educación o el derecho a la vivienda, se decía y se continúa diciendo, son derechos para cuyo goce se requiere de una acción estatal, expresada generalmente mediante una política pública de salud, de educación o de vivienda, y que, por lo tanto, estos derechos sólo se pueden ejercer si existe una decisión política, su correspondiente asignación de recursos y la estrategia de implementación necesaria para poner en práctica esa decisión. Por esta razón, comúnmente se entiende que ningún Estado puede seriamente comprometerse a “respetar” estos derechos en forma de un modo “automático” o inmediatamente posterior a la toma del compromiso, pues carecería de las decisiones, los recursos y las burocracias imprescindibles para asegurar su goce. A tal punto esta distinción se ha tomado por aceptada en el debate jurídico que en el ámbito de la comunidad internacional se han establecido dos pactos diferentes: el de Derechos Civiles y Políticos y el de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, por los cuales los Estados Partes se obligan a respetar y hacer respetar los derechos en ellos reconocidos pero de acuerdo con “principios” diferentes en el caso de cada uno de los pactos internacionales. Mientras el primer instrumento internacional obliga a los Estados en forma automática a cumplir con sus compromisos, en el segundo caso se erige el denominado “principio de progresividad”, por el que los estados se comprometen a respetar y hacer respetar estos derechos en forma progresiva, es decir, en la medida y hasta el límite de los recursos con que cuenten para ello4. Permítaseme una pequeña disgresión. El derecho internacional es un derecho que rige las relaciones entre Estados. Establecer en un tratado internacional el reconocimiento de derechos implica que los Estados firmantes se comprometen frente a otros Estados a respetar y hacer respetar esos derechos. El incumplimiento de esa obligación asumida voluntariamente por los Estados, conlleva el incurrir en “responsabilidad internacional”, lo cual significa que el estado deberá enfrentar las consecuencias que el tratado prevé respecto de aquellas naciones que incumplan con sus obligaciones. En este contexto, cobra relevancia la incorporación de principios como el de progresividad, pues éste permite delimitar los alcances de la “responsabilidad internacional” del estado. En otras palabras, en el marco de un compromiso internacional de este tipo, los Estados no tienen obligación de respetar y hacer respetar los DESC, en principio, si no cuentan con los medios para hacerlo5. Por su parte, el derecho 3

Berlin, Isaiah, Two concepts of liberty, an inaugural lecture delivered before the University of Oxford on 31 October 1958 Oxford, Clarendon Press, 1958. 4 Pacto de DESC, art. 2.1: “Cada uno de los Estados Partes en el presente Pacto se compromete a adoptar medidas, tanto por separado como mediante la asistencia y la cooperación internacionales, especialmente económicas y técnicas, hasta el máximo de los recursos de que disponga, para lograr progresivamente, por todos los medios apropiados, inclusive en particular la adopción de medidas legislativas, la plena efectividad de los derechos aquí reconocidos.” Las itálicas fueron agregadas por el autor. 5 Digo “en principio” porque algunos autores, como Víctor Abramovich y Christian Courtis sostienen que el “principio de progresividad” implica el “principio de no regresividad”, el cual indicaría que el Estado que ha “progresado” en la

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constitucional funciona de un modo diferente. Los derechos establecidos en las constituciones, sean ellos derechos civiles y políticos o DESC, son entendidos como límites a la acción estatal, lo cual implica que los poderes democráticos del Estado, el Congreso o el Poder Ejecutivo, por ejemplo, tienen una amplísima libertad para tomar decisiones sobre la base de la teoría democrática que justifica sus poderes y autoridad, pero esas decisiones no pueden avanzar contra los derechos y otras provisiones establecidas en la constitución, ya sea por acción o por omisión del Estado. Vale aclarar, entonces, que esta idea de “límites constitucionales” a la democracia (entendida como el ámbito de la política “corriente”), no sólo debe ser vista como una barrera “negativa” (lo que el Estado no debe hacer), sino que también debe interpretarse como una barrera “positiva” (es decir, lo que el estado debe hacer) tendiente a asegurar los derechos que operan como límite a la voluntad mayoritaria. Es claro, que el Estado viola un derecho constitucional, por ejemplo el de expresarse libremente, cuando censura, es decir, cuando por medio de una acción estatal, el acto administrativo o legal que establece la censura, deja su posición pasiva y hace algo. Pero el Estado también viola un derecho, por ejemplo el derecho a la salud, cuando no establece las instituciones que se requieren para que el derecho pueda ser ejercido, es decir, cuando se abstiene de hacer algo que es prerrequisito para el ejercicio del derecho en cuestión. En suma, el pueblo, representado en el gobierno, tiene la mayor libertad para decidir e implementar políticas públicas, pero debe someterse al límite de los derechos constitucionales, y ese límite puede implicar la omisión o la acción por parte del Estado con miras a asegurar esos derechos. La distinción entre derechos civiles y políticos y DESC no es sólo una cuestión teórica de juristas preocupados por ordenar el mundo por medio de clasificaciones no siempre útiles. Esta distinción tiene implicancias muy concretas que se ponen de manifiesto en lo que se denomina la “justiciabilidad” de ambos tipos de derechos. Esto es, la posibilidad que tienen las personas de exigir su real vigencia y respeto por parte del Estado y de terceras personas, frente a los tribunales. La posición dominante establece que, mientras los derechos civiles y políticos, al requerir, supuestamente, sólo una omisión de acción estatal, pueden ser siempre exigidos delante de un juez, quien deberá ordenar el inmediato el cese de la acción estatal que impide el ejercicio del derecho. Operan aquí tres presunciones. Por un lado, que este tipo de derechos nunca requiere de acción estatal alguna para su goce. En segundo término, que es siempre una “acción” y “estatal” la que obstruye la posibilidad del ejercicio del derecho. Por último, que es sencillo y posible en todos los casos detener la acción estatal que bloquea el libre ejercicio del derecho, basta con que el Estado, deje de hacer lo que está haciendo contra el posible ejercicio de ese derecho), por ejemplo, deje de censurar. Por su parte, sostienen algunos, los DESC no cuentan con una justiciabilidad sin límites o inmediata. Existirán situaciones en las que la afectación de un derecho (como el derecho a la salud), originada en la inacción estatal (la falta de una política de salud que asegure ese derecho, por ejemplo) no podrá ser considerada y revertida por un juez, quien potencialmente podría hacerlo mediante la exigencia al Estado de respetar el derecho por medio de la exigencia de una acción (que podría ser la implementación de una política pública de salud determinada). Esto es así porque el Estado sólo puede, dice la posición dominante, ser obligado a no actuar (dejar de censurar), pero no puede ser obligado a actuar (impulsar una política pública), pues esta acción requiere de decisiones, recursos y burocracias de las que puede no disponer en un momento determinado. Este impacto de la distinción entre ambos tipos de derechos sobre la justiciabilidad parece ser sensata en materia de obligaciones internacionales. Los acuerdos internacionales suscriptos por los Estados así lo establecen y no hubieran sido suscriptos por los gobiernos de los países firmantes si no hubiera existido una implementación de medidas tendientes a asegurar los DESC, no puede tomar medidas posteriores que conlleven un “retroceso” en la política. Esta doctrina ha sido utilizada por la Cámara de Apelaciones en lo Contencioso Administrativo de la Capital Federal para exigir al estado la reinstalación de un programa de vacunación interrumpido. Ver Víctor Abramovich y Christian Courtis, “Hacia la exigibilidad de los derechos económicos, sociales y culturales”, en Abregu, Martín y Courtis, Christian (compiladores) “La aplicación de los derechos humanos por los tribunales locales”, CELS, Editorial del Puerto, 1998.

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CEDES limitación de este tipo de la responsabilidad nacional derivada de ellos. Sin embargo, no resulta sencillo de justificar esta distinción respecto de la justiciabilidad de ambos tipos de derechos desde la perspectiva del derecho constitucional, pues en él no parece existir ninguna posibilidad de justificar que algunos derechos constitucionales son protegidos “siempre” y otros derechos constitucionales resultan protegidos “en la medida que existan recursos” para asegurar su goce. La importación del principio de progresividad del derecho internacional al derecho constitucional es una empresa que requiere de una enorme tarea justificatoria por ahora no lograda a mi criterio. Esta dificultad, sin embargo, a diferencia de lo que sostienen algunas teorías restrictivas de la eficacia de los DESC, lejos de hacer a estos últimos “no justiciables”, nos llevaría a no distinguirlos de los civiles y políticos en cuanto a su carácter de límite constitucional positivo a la voluntad mayoritaria. Algunos autores y tribunales de diferentes países han comenzado a atacar la idea misma de que es posible distinguir entre ambos tipos de derechos6 sobre la base de que tantos los derechos civiles y políticos como los DESC requieren de acción estatal. Para ejercer mi derecho a la libertad de contratar no sólo necesito que el estado no haga ciertas cosas, tales como impedirme contratar, sino que también presupone la asignación de recursos y la implementación de políticas que permitan ejercer el derecho a contratar, tales como la organización de un sistema de justicia que permita reclamar por el incumplimiento de las obligaciones contractuales o una policía que asegure el cumplimiento de las sentencias judiciales. Asegurar el derecho a la jurisdicción (el derecho a reclamar ante un juez), no sólo obliga al Estado a no impedir el acceso a la justicia, sino que también le exige proveer de los recursos necesarios para que una persona pueda hacerlo, como por ejemplo, por medio de abogados gratuitos, beneficios de litigar sin gastos, jueces suficientes y accesibles, etc. Una vez más, un típico derecho civil y político requiere mucho más que la omisión de una acción. Si esta distinción entre los dos tipos de derechos cayera por insostenible, su impacto sobre la justiciabilidad sería claramente potente. De aquí se inferiría que, de no existir la distinción construida sobre la base de la acción/inacción estatal, entonces, podrían darse dos situaciones: o bien ningún derecho de ninguna de las dos categorías sería exigible judicialmente por requerir todos ellos de acciones estatales, lo cual sería inaceptable en el caso de los ya demasiado aceptados derechos civiles y políticos. O bien ambos pueden ser exigibles en todo momento, sin tener en cuenta los límites en materia de decisión política, recursos y burocracias necesarios para lograr el efectivo goce de los DESC. Esto no es por supuesto sencillo de aceptar para las posiciones más tradicionales y conservadoras, pero no parece existir otra opción una vez descartada la primera alternativa. 2. Jueces y políticas públicas Desde hace ya más de tres décadas, un tema ha ocupado el centro del debate de la Teoría Constitucional y se refiere a la posibilidad de justificar que un órgano contra-mayoritario7 como el Poder Judicial (y cada juez en forma individual) pueda tener la facultad de descalificar o no aplicar una decisión democráticamente tomada por el pueblo a través de los órganos representativos que la constitución establece, básicamente el Poder Legislativo y el Poder Ejecutivo8. Un modo posible de justificar esta atribución de los jueces es a través de vincularla con la propia decisión del pueblo de establecer en la Constitución una serie de derechos que deben operar como límite a la decisión democrática. Los jueces, entonces, no estarían tomando decisiones contrarias a las de la mayoría, sino que estarían justamente haciendo prevalecer la voluntad de la mayoría “constitucional”, sobre la mayoría del pueblo en un cierto momento histórico. Si bien esta es una forma por demás simplificada (y poco “justa” de presentar el problema), entendámosla como correcta 6

La Corte Suprema de Sudáfrica es un muy buen ejemplo de ello. Por “contra-mayoritario” comúnmente se entiende que no es elegido por las mayorías y su rol es justamente invalidar aquellas decisiones mayoritarias, decididas democráticamente, por ser opuestas a un derecho o provisión constitucional. 8 Para una defensa de este rol de los jueces, ver Nino, Carlos S., La constitución de la democracia deliberativa, Gedisa, 1998. Para una posición crítica, ver Gargarella, Roberto, La justicia frente al gobierno, Ariel, Barcelona. 7

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a los fines de poder trabajar sobre la cuestión que deseo tratar en estas pocas páginas. Si aceptáramos, a modo de hipótesis, que la justificación de la facultad de los jueces de controlar la constitucionalidad de las leyes fuera la aludida, el problema que se nos presenta se refiere a algunas situaciones específicas en las que el respeto de un derecho no requiere de una simple omisión de acción, sino que demanda una solución estructural que sólo podría llevarse a cabo por medio de una política pública. Este es el caso típico de la mayoría de las situaciones en las que se entiende afectado un DESC y muchos de los casos en los que se considera violado un derecho civil y político (como el derecho a ser tratado igual9 o los ejemplos que desarrolle en el apartado anterior). En estas situaciones, parece ser necesario, a fin de reestablecer el ejercicio de un derecho, que el juez ordene a los órganos políticos la implementación de una política pública. Por supuesto, esta posibilidad no sólo pone en guardia a aquellos que por razones de teoría democrática no están dispuestos a ceder terreno de “decisión popular” a un grupo de jueces por ellos percibidos como “elitistas”, sino que también previene a los tecnócratas mejor intencionados que no pueden admitir que la política pública sea decidida, en alguna medida, por un juez, dado que éste carecería en la enorme mayoría de los casos de los conocimientos técnicos para tomar esa decisión, de su impacto sobre otras políticas públicas públicas o, incluso, de la disponibilidad de los recursos necesarios para implementar las decisiones que se tomen. Este dilema es delicado y, lamentablemente para los demócratas radicales y los tecnócratas de las más variadas disciplinas, es también una cuestión ineludible a la que es preciso encontrarle una solución, sobre todo cuando el reconocimiento de los derechos de todo tipo por parte de la constitución y del derecho internacional es muy generoso. 3. La Justicia no es la política por otros medios Desde posiciones conservadoras (de Estado mínimo) o progresistas (de democracia radical) surgen ataques al activismo judicial entendido como injerencia de los jueces en el ámbito del mercado o de la democracia, respectivamente. Sin embargo, la decisión de estrechar el rango de amplitud de decisión de los órganos políticos y de ampliar las posibilidades de “injerencia” del poder judicial en algunas decisiones de políticas públicas no es la consecuencia de una iniciativa judicial. Ello deviene de una decisión constitucional democráticamente tomada de retirar ciertas decisiones del ámbito de la democracia para trasladarlo al ámbito de la justicia constitucional10, expresada en la combinación del reconocimiento constitucional de los derechos y de la facultad de los jueces para ejercer el control judicial de constitucionalidad de las normas emanadas del gobierno, fundamentalmente del Congreso y del Poder Ejecutivo. El reconocimiento del contenido de once tratados internacionales sobre derechos humanos, incluido el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, como normas de jerarquía constitucional, es un claro ejemplo en este sentido. La expansión del contenido constitucional ha llevado por esta vía a una reducción del ámbito de decisión democrática y el robustecimiento del rol del juez en el ejercicio de su facultad de controlar la constitucionalidad de las leyes. Una de las críticas implícitas a la tendencia etiquetada bajo el mote de “judicialización de la política”, se relaciona con una supuesta expansión imperialista de la justicia hacia los dominios de la política democrática. La posibilidad de que los jueces decidan sobre la necesidad de implementar políticas de salud, educación, alimentación, vivienda, inclusión social, antidiscriminación, condiciones carcelarias o de provisión de servicios públicos, ha producido la reacción adversa de demócratas que ven en ella la tendencia a trasladar al ámbito de la justicia lo que para ellos corresponde “naturalmente” al ámbito de la política. No estoy de acuerdo con esta posición. La nuestra es una democracia constitucional y, como tal, entiende que el pueblo tiene el derecho de autogobernarse a través de los órganos ejecutivo y legislativo por medio de la representación política y de la votación según la regla de la mayoría. Ese poder de autogobierno, sin embargo, y en parte debido a la posibilidad de “error” de las 9

Saba, Roberto, “(Des) Igualdad Estructural”, en en Jorge Amaya (ed.), Visiones de la Constitución, 1853-2004, UCES, 2004, pp. 479-514. 10 Carlos Nino, La constitución de la democracia deliberativa, Gedisa, Capítulo 1.

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CEDES mayorías, se encuentra limitado por el contenido constitucional, que también es el fruto de una decisión democrática, pero de diferente “calidad” y limitada por los principios implícitos en la aceptación de la superioridad moral del sistema democrático de gobierno. El pueblo se autoimpone una constitución que opera como límite a sus futuras decisiones democráticas. La decisión constitucional debe ser, por lo tanto, de diferente calidad que la decisión política corriente, pues de otro modo no podría justificarse la prevalencia de la primera por sobre la segunda11. La decisión constitucional es aquella que el pueblo toma haciendo ejercicio de su libertad colectiva para autodeterminarse sobre el supuesto de que la libertad es realizable a lo largo de su historia. El reconocimiento de la superioridad de la decisión constitucional por sobre la decisión política corriente requiere de una toma de posición previa acerca de la relación entre la libertad y la “unidad” de tiempo considerada como relevante para el goce de esa libertad. El rechazo de la idea de libertad “momentánea”, del tipo de la fundada en la filosofía del carpe diem, por parte de quienes entienden a la libertad a lo largo en un lifetime, permite distinguir entre decisiones constitucionales y decisiones políticas corrientes, otorgándole a las primeras prevalencia sobre las segundas. La decisión de Ulises de atarse al mástil no lo hacía menos libre, por más paradójico que parezca, sino que lo convertía en una persona libre justamente como consecuencia de haberse autoimpuesto la prohibición de desviarse de su decisión autónoma de llegar a destino, lo cual hubiera resultado imposible si hubiese dado rienda suelta a otras decisiones autónomas provocadas por oportunidades de desvío de su plan libremente escogido en formal original. Por supuesto, la idea de constitución como límite al poder democrático de los representantes del pueblo, implica la aceptación del presupuesto de que ese pueblo es uno y el mismo pueblo a lo largo de su historia y que, como tal, su exigencia atraviesa generaciones. El ideal mismo del constitucionalismo parece requerir de una toma de posición ontológica acerca de la existencia de un ente llamado “pueblo” que es libre a lo largo de su historia. Libre de atarse a un mástil del que las generaciones futuras no pueden desatarse a menos que decidan cambiar de mástil, es decir, adoptar una nueva decisión constitucional. La incorporación de constituciones, en algunos países, se ha visto acompañada del reconocimiento a los jueces del poder de controlar la constitucionalidad de las leyes. La Argentina es uno de esos países. Más allá de las críticas que podamos hacerle al control judicial de constitucionalidad desde la teoría democrática, propongo partir del presupuesto de que este sistema de control está justificado. Cualquiera sea la teoría del control de constitucionalidad que adoptemos para justificar esta facultad de los jueces, parece ser claro que ese control se refiere a hacer prevalecer las decisiones constitucionales del pueblo por sobre las decisiones corrientes del pueblo (o de sus representantes. Por lo tanto, la decisión constitucional de robustecer el contenido constitucional –en el sentido, por ejemplo, de incorporar una generosa serie de derechos al texto de la Carta Magna–, implica necesariamente un robustecimiento de la injerencia del poder judicial en ámbitos que algunos preferirían ver bajo los dominios de los poderes legislativos y ejecutivos. La preferencia por una especie de “democratismo radical”, en el sentido de que las decisiones competan a estos últimos dada su superioridad epistémica, por ejemplo, no parece corresponderse con la decisión constitucional –también democráticamente decidida por el pueblo– de retirarlas, con diferentes grados, de su campo de acción. En suma, la creencia de que los jueces “usurpan” poderes legislativos cuando toman decisiones a veces denominadas “activistas”, se funda en un equívoco. Los jueces, al controlar la constitucionalidad de las leyes, sólo hacen prevalecer las decisiones constitucionales del pueblo. En todo caso, la alegada “usurpación” es en realidad una que el pueblo presente (por medio de una decisión constitucional) realiza respecto del pueblo futuro (en su capacidad para tomar decisiones corrientes). La supuesta “invasión” de los jueces en la política, es en realidad el producto ineludible de una decisión del pueblo de retirar del ámbito de la “política” decisiones que ya fueron tomadas “a nivel” constitucional.

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En esta posición se percibirá cierta influencia de la distinción entre momentos constitucionales y momentos de política usual que propone Bruce Ackerman en We the People, Cambridge, 1991.

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Es preciso aclarar que la “injerencia” del poder judicial en el ámbito de la decisión supuestamente política, no es exclusiva consecuencia de la inclusión de un número mayor de derechos o de la incorporación de derechos –por algunos considerados–, “cualitativamente” diferentes, como es el caso de los DESC respecto de los derechos civiles y políticos. El presupuesto de que estos últimos requieren una omisión de hacer por parte del Estado y, por lo tanto, de decisiones judiciales menos intrusivas de la política, mientras que los DESC demandan una acción positiva del Estado y una interferencia mayor de los jueces en la decisión sobre políticas públicas, está seriamente puesto en duda, como sostuve previamente. Creo que la expansión del contenido constitucional y el consecuente robustecimiento del poder del juez encargado de velar por la constitucionalidad de la ley en sentido amplio, combinado con la inevitabilidad de la decisión valorativa en el proceso interpretativo conducente a la aplicación de la ley a un caso concreto, requiere más que nunca de arreglos institucionales que fortalezcan los aspectos deliberativos del proceso judicial. El constitucionalismo de los Estados Unidos, y que el nuestro ha tomado como modelo, tiene una gran confianza en el Poder Judicial como órgano encargado de velar por la constitucionalidad de las leyes. Pero esta confianza no se funda en la creencia de raíz elitista moral que vería en estos funcionarios individuos superiores en términos epistémicos capaces de encontrar el significado de la ley donde el resto de los mortales se vería confundido. La confianza de la democracia constitucional en los jueces para tomar este tipo de decisiones se apoya en la confianza en el proceso que conduce al juez a tomar una decisión respecto de la interpretación correcta del texto constitucional, asignándole significado. El trabajo del juez de una democracia constitucional consiste en tomar decisiones de justicia para el caso concreto sin apartarse del mandato legal (que incluye el constitucional). Esta tarea interpretativa compleja, requiere de gran deliberación en el proceso, y que se logra permitiendo la mayor cantidad posible de voces dentro de él. Si se entiende que es inevitable recurrir a decisiones valorativas para poder completar una tarea interpretativa que culmine en la aplicación de la ley a un caso, y si no somos elitistas morales, entonces es necesario robustecer la deliberación interna del proceso judicial con actores que acerquen al juez otras perspectivas que contribuyan al hallazgo de la verdad. La admisión de amicus curiae; el reconocimiento de una legitimación activa amplia que le permita a más actores ser reconocidos como partes; la expansión de la idea de derecho afectado o el reconocimiento de la existencia de intereses difusos y de legitimados para reclamar por ellos, entre muchas otras reformas procesales, incrementarían las posibilidades de que el juez, al realizar su trabajo de toma de decisiones valorativas, se encuentre epistémicamente mejor situado y con más probabilidades de hallar la respuesta correcta. 4. El acceso a la información como condición para la exigibilidad de los derechos sociales, pero no sólo de los derechos sociales La transparencia y, más precisamente, el acceso a la información, es tanto un derecho en sí mismo como un medio necesario para el ejercicio de otros derechos. Es un derecho en “sí mismo” en tanto que en una república las ciudadanas y ciudadanos no deben expresar motivo alguno para poder acceder a la información que maneja su gobierno. Es un derecho “instrumental” en tanto que sólo por medio del acceso a la información, la ciudadanía puede ejercer otros derechos, tales como el derecho político a elegir a sus representantes o el de evaluar y controlar políticas tendientes a asegurar derechos humanos (derechos sociales primordialmente, pero no solamente). Como sostuve anteriormente, el ejercicio de muchos derechos sólo puede asegurarse por medio de una política pública. Por ejemplo, el derecho a la salud, el derecho a la educación, los derechos sexuales y reproductivos o el derecho a ciertas condiciones de detención, sólo pueden materializarse por medio de políticas públicas que implican un proceso más o menos largo de implementación y la adjudicación de fondos públicos necesarios y suficientes. De este modo, resulta imprescindible tener acceso a la información respecto de la ejecución de esas políticas para poder evaluar si el gobierno está tomando

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CEDES las medidas necesarias tendientes a asegurar esos derechos. Asimismo, resulta imposible ejercer el derecho político a elegir representantes si no se cuenta con información respecto del modo en que los partidos en el gobierno o funcionarios específicos que habiendo ocupado en el pasado cargos gubernamentales y que se presentan a elecciones populares, se han desempeñado en el ejercicio de esos cargos y funciones. Sin información respecto de estos desempeños, y que se encuentra en poder del gobierno, no es posible participar razonadamente del proceso político como ciudadanos. El derecho a información pública es el derecho a acceder a la información que se encuentra en poder del gobierno, con excepción de algunos tipos de información cuyo secreto es habitual en democracias constitucionales consolidadas (información privada, información sobre inteligencia o defensa, etc.). La primera cuestión que preocupa a los abogados (y a los jueces) es la de si este derecho a la información encuentra reconocimiento legal, es decir, si éste es un derecho de las personas o si el acceso a la información es simplemente algo deseable sujeto a políticas discrecionales de transparencia de la gestión pública. Sería “bueno” acceder a la información o es un derecho “exigible” en un tribunal? Preguntarse si las personas tienen un derecho a acceder a la información que se encuentra en manos del Estado no es irrelevante ni un mero ejercicio teórico. La respuesta afirmativa a ese interrogante tiene, al menos, dos consecuencias prácticas fundamentales. En primer lugar, ello justificaría exigir al Estado decisiones, políticas y prácticas que tornen efectivo el ejercicio de ese derecho. Brindar información desde la autoridad estatal no sería meramente una buena o mala política pública decidida por el gobierno de turno, sino una exigencia constitucional que, además, se desprendería de los compromisos contraídos en el marco de derecho internacional de los derechos humanos12. En segundo término, el reconocimiento de un derecho que requiere que el Estado tome medidas concretas para su real vigencia, lo coloca en situación de ser objeto de ataque jurídico cuando esas medidas no son instrumentadas. Esto puede ser así toda vez que se entienda que la inacción del Estado es un modo de impedir o violar el derecho en cuestión. La negativa del Estado de dar información a los ciudadanos que la requieren no sería sólo una desgraciada iniciativa de un funcionario reticente. Las dificultades de la administración para proporcionar información no serían interpretadas sólo como una ineficaz política de atención al ciudadano. Ello implicaría, en su lugar, la violación de un derecho constitucional o de un derecho humano fundamental, cuyo respeto podría ser reclamado ante los tribunales nacionales e internacionales, y frente a cuya afectación el Estado podría ser obligado a realizar acciones o a dejar de realizarlas. En consecuencia, cuanto mejor se funde la “existencia” de este derecho como derecho en sí mismo, más difícil será para el Estado o para el juez negar su ejercicio o negarse a responder a las demandas de efectivo respeto del derecho. Por estos motivos, resulta imprescindible articular un argumento sólido y convincente que permita afirmar que en cabeza de toda persona se reconoce un derecho a acceder a la información que se encuentra en poder del Estado. Existen varios argumentos que permiten justificar la existencia de un derecho al acceso a la información pública. Los siguientes son sólo algunos de los más habituales y, creo yo, más contundentes: a) El derecho a la información pública se encuentra comprendido en el del derecho a la libre expresión de las ideas Uno de los fundamentos más frecuentemente esgrimidos para justificar el derecho a la información es el que lo asocia con la protección de la libre expresión de las ideas. El derecho a la libertad de expresión puede ser entendido, al menos, de dos modos diferentes. Uno de ellos es el que ve a la libertad de expresión asociada al ejercicio de la autonomía personal. De acuerdo con este argumento, la posibilidad de expresar las ideas, perspectivas y puntos de vista del individuo, se entiende como 12

Como es el caso en nuestro país del artículo 13 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos.

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constitutivo del desarrollo autónomo de la persona. El poeta lleva adelante su plan de vida por medio de la publicación y difusión de sus poemas. Impedir la exteriorización de sus sentimientos a través de la expresión, afecta su libertad individual. Para un artista plástico, la protección de su expresión es parte fundamental de su autorrealización personal como un ser libre que manifiesta sus visiones del mundo a través de sus cuadros. Entendida de este modo, la libertad de expresión coloca al sujeto que se expresa en el centro de la protección que ella establece. El resto de los ciudadanos, los que aprecian la expresión, sus receptores, no cuentan en este argumento jurídico demasiado espacio de protección. El eje del derecho es la persona autónoma que se expresa. Una forma alternativa de entender la libertad de expresión es la que considera que la protección de este derecho implica no sólo la protección de aquél que se expresa, sino que también aspira a asegurar a los receptores la posibilidad de apreciar la más diversa variedad de puntos de vistas posibles en torno a una tema determinado, objetivo que se persigue a través de la protección de la expresión. Esta lectura del derecho a la libertad de expresión, a diferencia de la anterior, relativiza el valor que se le da a la autonomía personal para encontrar fundamental la relación existente entre la teoría democrática (de autogobierno ciudadano) y el ejercicio del derecho a la libertad de expresión13. Sintéticamente, el argumento sería que en un sistema democrático, la ciudadanía se autogobierna. A fin de poder tomar decisiones de autogobierno, la comunidad política debe poder contar con la mayor información que sea posible brindar, lo cual resulta asegurado por medio de la protección de la expresión. En suma, protegemos la expresión con la finalidad de proporcionar a la ciudadanía de la mayor cantidad de información posible para que tome mejores decisiones de autogobierno. Silenciar voces o limitar el acceso a la información brindada por el que se expresa, implica obligar a los ciudadanos a decidir cuestiones públicas luego de haber sido privados de evaluar alternativas que, quizá, pueden haber sido consideradas mejores u óptimas. Mientras la libertad de expresión como manifestación de la autonomía no parece prestar atención al derecho a la información, la libertad de expresión como precondición del proceso de toma de decisiones en un sistema democrático la asocia inescindiblemente con la libertad de acceso a la información. Sin libertad de expresión no hay información y sin información no hay democracia, entendida como sistema de autogobierno ciudadano. Esta visión democrática de la libertad de expresión es lo que condujo a la Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos a sostener que: “... La libertad de expresión conlleva la libertad de escuchar...”, y esto es debido a que “... La Primera Enmienda va más allá de la protección de la prensa y de la autoexpresión de los individuos, prohibiendo al estado limitar la masa de información a la cual pueden recurrir los miembros del público." 14 Esta doctrina fue enfáticamente defendida por la Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos en el caso New York Times v. Sullivan al llamar la atención sobre el imperativo democrático de contar con debate robusto, amplio e irrestricto (robust, broad, and uninhibited15). Es por eso que autores como Owen Fiss consideran a ésta como la doctrina que debería tomarse en cuenta para la correcta interpretación de la Primera Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos16.

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En este sentido, ver Owen Fiss, La ironía de la libertad de expresión, Gedisa, Barcelona, 1999, pp. 15 a 41. O en su versión original, The Irony of Free Speech, Harvard University Press, Cambridge, 1996, pp. 5 a 26. 14 Caso Richmond Newspapers v Virginia, 448 U.S. 555; 1980. La Primera Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos, a la que se refieren los jueces, establece el derecho de libre expresión. 15 Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos, New York Times v. Sullivan, (376 US 254, 1964). 16 Fiss sostiene que “La sentencia del caso New York Times v. Sullivan aludió a un compromiso nacional a favor de un debate ‘debate desinhibido, vigoroso y abierto’ sobre asuntos de importancia pública – una frase utilizada muchas veces en este libro, y todavía más en los anales de la Corte Suprema”. Ver Owen Fiss, La ironía de la libertad de expresión, Gedisa, Barcelona, 1999, p. 73. Si bien la Corte de los Estados Unidos se ha apartado gradualmente de esta doctrina, se podría

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En un sentido similar a éste último, es decir, de esta lectura de la libertad de expresión (y del acceso a la información) como derechos mutuamente dependientes y precondición del sistema democrático de gobierno, se pronuncia la propia Convención Americana de Derechos Humanos también establece en su artículo 13 al establecer que “Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento y de expresión. Este derecho comprende la libertad de buscar, recibir y difundir informaciones e ideas de toda índole (...)”. En referencia a esta última cláusula, la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha reforzado la idea de la existencia de una “ciudadanía informada” como precondición para el funcionamiento del régimen democrático17. No obstante el invalorable aporte que esta lectura del derecho a la libertad de expresión hace al reconocimiento del derecho de la persona a acceder a información, ella no resulta suficiente para justificar la existencia de un derecho de la ciudadanía a exigir información que se encuentra en manos del Estado. Esta “teoría democrática” de la libertad de expresión ha sido utilizada por los tribunales como una estrategia útil para evitar la censura o la limitación de la expresión de los medios de prensa, pero no parece ser suficiente para exigir al Estado que libere información que se encuentra en su poder. De este modo, se podría decir que el derecho a la información, así entendido, abre las puertas de un desarrollo robusto del derecho ciudadano a exigir información en dominio del gobierno, pero no parece ser un argumento completamente autosuficiente para exigir que la administración o la justicia reconozcan un derecho al acceso. De acuerdo con esta interpretación del derecho a la libertad de expresión, los ciudadanos tienen derecho a la información que brindan los medios de comunicación y por eso existe una fuerte protección de estos últimos, pero no es completamente claro que se les reconozca la posibilidad de exigir información al estado sobre la base exclusiva de este argumento. Si bien el principio de debate amplio y robusto subyace a ambas variantes del derecho a la información (la que proviene de los medios o la que está en poder del Estado), el derecho a la libertad de expresión, en su carácter de precondición de ese debate público, no necesariamente justifica la obligación del Estado de proveer información que esté en su poder. Algunos autores dirán que la teoría democrática de la libertad de expresión, que hace a este derecho inclusivo del derecho a la información, se refiere en realidad al “derecho a informarse” –como consecuencia de la posibilidad de otros a expresarse– que no es necesariamente lo mismo que el derecho a exigir que el Estado nos brinde información. En el primer caso, la censura de la expresión impide que la persona se informe, mientras que en el segundo caso la negativa del gobierno a dar información que se encuentra en su poder frente al requerimiento de una persona, le niega a ésta su derecho a acceder a la información pública, necesaria para ejercer otros derechos o para controlar al gobierno. b) El libre acceso a la información y la democracia participativa Muchas constituciones de América Latina han reconocido la existencia de formas de democracia semidirectas que aseguran a la ciudadanía mecanismos de participación en el proceso de toma de decisiones que complementan los ya existentes, de los cuales el más clásico es el derecho al voto. Estas estrategias participativas vienen a confirmar y profundizar el rasgo ya señalado de nuestras democracias como sistemas políticos que se fundan en el autogobierno de la ciudadanía. Sin embargo, este autogobierno y participación del pueblo resultan ilusorios si la ciudadanía no cuenta con un acceso asegurado a la información que obra en poder del Estado. ¿Qué sentido tiene invitar a la ciudadanía a participar de una audiencia pública para debatir acerca de las bondades de afirmar con fundamentos sólidos que los votos del Juez Breyer en casos recientes sobre televisión por cable retoman esta línea argumentativa y reestablece esta visión democrática de la libertad de expresión en la jurisprudencia de este tribunal. 17 La Colegiación Obligatoria de Periodistas, Opinión Consultiva OC-5/85, 13 de noviembre de 1985, Corte Interamericana de Derechos Humanos (Sec. A), Nro. 5(1985), Considerando 70.

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una determinada política si no se le brinda la posibilidad de contar con la información con que cuenta el gobierno para el diseño de esa política? ¿Qué objeto tendría convocar a plebiscitos y referenda, si para contestar a los interrogantes propuestos la ciudadanía necesita conocer datos a los que sólo el gobierno tiene acceso y no hace públicos? La proclamación e implementación de la democracia participativa resulta incompleta sin el reconocimiento del derecho de acceso a la información. Dar poder al pueblo para que decida cuestiones públicas directa o indirectamente sin darle la posibilidad de conocer toda la información necesaria para decidir, conduce a un proceso de toma de decisiones imperfecto, que puede arrojar resultados fuertemente dañinos para la comunidad. Por supuesto, la solución a este problema no debe encontrarse en la imposición de límites a la participación, sino en el levantamiento de las barreras que obstaculizan el acceso a la información, a fin de que la participación política amplia sea llevada a cabo por una “ciudadanía informada”, tomando prestada la terminología acuñada por la Corte Interamericana de Derechos Humanos. El derecho a la información es, en consecuencia, una precondición del sistema democrático y del ejercicio de la participación política de la ciudadanía. c) El libre acceso a la información como elemento necesario en un sistema republicano de gobierno Mucho se ha hablado en los últimos años en Argentina del problema de la corrupción y de sus perniciosos efectos sobre el funcionamiento del gobierno. También se ha sostenido que una de las estrategias más efectivas dirigidas a luchar contra ese mal de los gobiernos es el de tornar sus actos más transparentes y a ellos más responsables (accountable) frente a la ciudadanía y a los organismos de control. Sin embargo, este aparentemente nuevo mal de nuestras democracias no es novedoso. Aquellos que diseñaron hace más de doscientos años nuestras democracias occidentales se habían percatado de los posibles peligros que subyacían al ejercicio del poder en representación del pueblo. Por ese motivo, casi todas las constituciones que siguieron el modelo de la de los Estados Unidos, como es el caso de la de la Argentina en particular, reconocieron como fundamental un principio republicano básico: el de la publicidad de los actos de gobierno y la transparencia de la gestión pública. El derecho a acceder a la información que se encuentra en manos del gobierno es un corolario del principio republicano de la publicidad de sus actos.18 La tan preciada y reclamada transparencia como arma de lucha contra la corrupción, encuentra su raíz y reconocimiento constitucional en este principio y el libre acceso a la información es la forma de instrumentarlo. Hacer pública la información en manos del Estado no es, entonces, una concesión graciosa de aquellos que se encuentran ocasionalmente ejerciendo el poder, sino una obligación exigida por toda constitución que establezca un sistema republicano. Negar el acceso a la información implica una clara desobediencia del mandato del constituyente. Por otro lado, la publicidad de los actos de gobierno, instrumentada por medio de la apertura del acceso a la información a toda persona que la requiera, opera como mecanismo de control de los funcionarios de ese gobierno. No parece ser difícil justificar este principio constitucional en la intención del constituyente de depositar en manos del pueblo soberano y autogobernado, el control de aquellos en quienes delegó la representación de sus intereses para la administración del gobierno. El acceso a la información es, entonces, un mecanismo de control del gobierno que el constituyente puso en manos de la ciudadanía. En consecuencia, podría asegurarse que este mecanismo de 18

En este mismo sentido se ha pronunciado la Cámara Federal en lo Contencioso Administrativo de Argentina en el caso Tiscornia. Allí se reconoce que el derecho de acceso a la información pública y se condena a la Policía a suministrar la información requerida por los peticionantes. Vale la pena resaltar que este caso fue llevado por una organización no gubernamental, el CELS, y que la sentencia se logró sin que existiera en ese momento una ley de acceso a la información. Los argumentos esgrimidos en el caso fueron sobre todo relacionados con el derecho a la información que surge implícita o explícitamente de la Constitución Nacional y de la Convención Americana Sobre Derechos Humanos.

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CEDES control no puede ser activado a instancia y arbitrio del controlado (en este caso el gobierno), razón por la cual no puede ser el gobierno el que, frente a cada requerimiento, decida discrecionalmente cuándo y cómo la información que obra en su poder puede ser liberada o quién es el destinatario correcto de esa información. Si existiera una prerrogativa con estas características en manos del gobierno, el acceso a la información como mecanismo de control sólo se pondría en funcionamiento cuando el controlado, es decir, el gobierno, decida que así debe ser. Resulta claro que ello tornaría completamente inútil la herramienta de control. En síntesis, el acceso a la información como mecanismo de control del gobierno, sólo será efectivo si se lo considera como un derecho de toda persona y no como una posibilidad cuya efectiva realización depende de la discreción de la autoridad pública. Un derecho de acceso a la información (como mecanismo de control) cuyo ejercicio se encuentre sujeto al “permiso” que conceda el controlado, es obviamente inefectivo respecto de la finalidad que persigue. d) La información en manos del estado es “propiedad” de la ciudadanía Otra estrategia justificatoria del derecho a la información se refiere a una idea casi “metafórica” acerca de la propiedad de esa información. En este sentido, la información que produce, obtiene, clasifica y almacena el Estado es producida, obtenida, clasificada y almacenada con recursos que provienen de los impuestos que pagan los ciudadanos. Los bienes del Estado no son, de acuerdo a lo que usualmente se cree, “propiedad de nadie”. Todo lo que el Estado posee es, en verdad, propiedad de la comunidad política, de todos los que forman parte de ella en forma colectiva, dado que contribuimos con el pago de los impuestos al funcionamiento del gobierno y del Estado. La información que es obtenida, producida y clasificada por el Estado con dinero público es propiedad de la ciudadanía y, por ello, no puede negársele a ésta el acceso a ella. e) El acceso a la información y el derecho a peticionar a las autoridades públicas Casi todas las constituciones de las repúblicas democráticas prescriben el derecho a peticionar a las autoridades públicas. Este derecho, conjuntamente con el principio de autogobierno y el de publicidad de los actos de gobierno, constituye un elemento central del basamento constitucional del derecho a la información en poder del Estado. Los funcionarios encargados de administrar la cosa pública recibieron esa facultad por delegación y en representación del pueblo, único depositario del poder democrático de autogobierno. Como sucede con cualquier mandatario, los funcionarios del gobierno están obligados a rendir cuentas de sus actos frente a sus mandantes y brindar información es una de las obligaciones más básicas de una relación de este tipo. Todos estos esfuerzos argumentativos tienen por objeto justificar la existencia del derecho a la información como derecho en sí mismo de modo que se considere exigible frente a un juez, además de que resultan políticamente necesarios al momento de reclamar ante el Congreso por la sanción de una ley de acceso a la información que regule el ejercicio del derecho proveyendo de herramientas legales cruciales tales como el reconocimiento de una legitimación activa amplia (“toda persona”), el establecimiento del principio general de publicidad, el reconocimiento del silencio como denegatoria, plazos precisos y cortos para proveer la información y sanciones administrativas y hasta penales para el funcionario que se niega a brindarla sin que medie justificación alguna, que deben ser establecidas expresamente por la ley a través de la enumeración de un número limitado de excepciones al principio de publicidad.

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Finalmente, existe un argumento adicional para justificar la existencia del derecho a la información, y éste se refiere al hecho de que su ejercicio es precondición para el ejercicio de otros derechos, como es el caso de los derechos sociales, pero no sólo de ellos19. Tanto en el caso de la progresividad en el cumplimiento por parte de los Estados de los compromisos asumidos en el ámbito internacional respecto del respeto de los DESC, así como también en el caso del efectivo respeto de los derechos constitucionales que requieren de políticas públicas estructurales para su vigencia efectiva, a lo que me referí al comienzo de este trabajo, la información se torna un prerrequisito indispensable para su ejercicio. Veamos el ejemplo del derecho internacional. Si la obligación del Estado de respetar y hacer respetar los DESC es progresiva, y si el compromiso asumido de respetarlos debe honrarse hasta el máximo de los recursos disponibles, se vuelve imprescindible contar con información que muchas veces sólo el gobierno tiene en su poder para que resulte posible afirmar la existencia de la progresividad del cumplimiento del tratado y la efectiva inversión del máximo de los recursos disponibles para así saber si el Estado se encuentra cumpliendo con su obligación internacional respecto de los DESC. Si el tratado impone una obligación al estado y esta obligación puede ser controlada, entre otros medios, a través de la información pertinente que obra en manos del Estado, entonces resulta injustificable que el mecanismo de control, “brindar información”, se active a voluntad del controlado (el Estado). Es por ello que el acceso a la información se convierte en condición necesaria y prerrequisito para el control de la obligación del Estado de respetar y hacer respetar los DESC. En el caso de los derechos reconocidos por la Constitución, sean ellos DESC cualquier otro derecho que requiera de políticas estructurales para su ejercicio (el derecho a que las cárceles sean sanas y limpias, el derecho a políticas antidiscriminatorias, el derecho a un medioambiente sano, etc.), el acceso a la información respecto de la implementación de estás políticas se vuelve prerrequisito para el reclamo por su respeto y efectivo ejercicio, pues sin esa información no es posible determinar el desarrollo de la política que opera como mecanismo de aseguramiento del derecho. 5. Algunas palabras finales Según indican las discusiones jurídicas más modernas respecto de la vigencia de los derechos humanos, tanto en la academia como en los tribunales, la antigua y generalmente aceptada muralla que separaba los derechos civiles y políticos de los DESC, ha resultado bastante dañada, aunque aún no derribada. El reconocimiento de que la vigencia de algunos derechos requiere de políticas públicas para lograr su ejercicio y respeto nos presenta nuevos desafíos jurídicos y políticos. Entre estos desafíos he destacado: a) la redefinición del rol del juez en el ejercicio de su facultad controlar la constitucionalidad de las leyes y como último guardián de los derechos reconocidos en la Constitución y en los tratados internacionales (sobre todo si ellos han adquirido jerarquía constitucional); b) la necesidad de acomodar los viejos mecanismos procesales fundados en una visión clásica y “liberal” –o, mejor, “libertaria”– de los derechos de modo de que en ellos se reproduzca un proceso más rico en deliberación que incluso lo acerque al que estamos acostumbrados a ver en el Congreso; y c) el reconocimiento de un amplio acceso a la información como prerrequisito para el ejercicio de estos derechos, de modo que, sin ella, resulta imposible determinar el cumplimiento de las obligaciones constitucionales o internacionales del Estado respecto del efectivo ejercicio de esos derechos. Estas discusiones jurídicas son relativamente nuevas en nuestro país y aún no han sido debidamente receptadas en la jurisprudencia, pero ya se han instalado en nuestra comunidad política y es necesario pensar sobre ellas. Es verdad que el reconocimiento de los DESC y de la existencia de situaciones estructurales que impactan sobre el ejercicio de todos los derechos, incluso de los civiles 19

Abramovich, Víctor, y Courtis, Christian, “Acceso a la información y derechos sociales”, en Abramovich, V., M. J. Añón, Courtis, Ch., Derechos Sociales. Instrucciones para su uso, Doctrina Jurídica Contemporánea, México D.F., 2003.

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CEDES y políticos, y que ello, combinado con la responsabilidad asignada a los jueces de controlar la constitucionalidad de las leyes, nos coloca frente a nuevos problemas, tales como el de determinar quiénes deberían tomar decisiones de políticas públicas y quiénes no; dónde está el límite del rol de los jueces para interferir con los representantes del pueblo o con los técnicos del Poder Ejecutivo, qué tipo de cálculos deben hacer los jueces cuando deciden estas cuestiones y si alcanza con que desarrollen argumentos de principios o si debería también realizar consideraciones prudenciales respecto del impacto real y práctico de sus decisiones; si la opción sobre una política pública es facultad del juez o si éste debe limitarse a llamar la atención sobre la necesidad de su existencia y luego deferir la decisión de los detalles políticos y técnicos al Congreso y al Poder Ejecutivo. Todos éstos son sólo algunos de las innumerables interrogantes sobre los que debemos empezar a discutir dentro de la académica jurídica pero no sólo dentro de ella. Es necesario comenzar a tender puentes de comunicación entre juristas y expertos en políticas públicas para construir juntos, interdisciplinariamente, la estructura legal y las prácticas institucionales necesarias que nos permitirán dar respuesta a éstos y muchos otros interrogantes surgidos a partir de los nuevos desarrollos políticos jurídicos de nuestro tiempo.

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COMENTARIOS Zúlma Ortiz

El siguiente artículo, ha sido preparado y presentado por Roberto Saba en el ciclo de Seminarios de CEDES. Se trata de una introducción a los derechos sociales, políticas públicas y su relación con el acceso a la información que pretende facilitar la comprensión de estos conceptos para los que no provenimos de disciplinas relacionados directamente con el derecho. Los tres primeros puntos son conceptuales y describen a) los atributos de los derechos sociales como derechos exigibles, b) la atribución del poder judicial y cada juez en forma individual de poder descalificar o no aplicar una decisión democráticamente tomada por el pueblo a través de los poderes legislativo o ejecutivo y c) el concepto de judicialización de la política. El cuarto punto, tema central del seminario se refiere a la cuestión del derecho al acceso a la información. No voy a extenderme sobre aspectos teóricos, ya que queda en manos del autor, pero si voy a permitirme reflexionar con el lector sobre la necesidad de levantar este tema en toda y cada una de las discusiones acerca de lo que durante mucho tiempo fue te doy / me das información y hoy debe cambiar por te ofrezco y accedes a la información. Los sistemas de información y la tecnología relacionada con la producción, análisis y difusión de la misma, son necesarios para crear, "democratizar" y aplicar el conocimiento. Los sistemas de información funcionan a muchos niveles de sofisticación y complejidad: desde un grado alto de especificidad a un grado alto de generalidad. La meta es mejorar la salud de los individuos y las poblaciones mediante la aplicación apropiada del conocimiento generado por sistemas de información organizados. En nuestro país, para llegar a esta meta se deben vencer obstáculos, muchas veces generados por los propios “agentes o equipos de salud” quienes no sólo obstaculizan sino que muchas veces impiden el acceso a la información. Roberto Saba, nos ayuda con las bases conceptuales del derecho a la información pública y del libre acceso a la información y la democracia participativa, como elemento necesario, en un sistema republicano de gobierno a entender mejor nuestros derechos. Es tiempo de ejercerlos.

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