[des]-contar el hambre

Este libro, compuesto por los 35 mejores cuentos de 600 participantes en el Concurso Regional de Narrativa “Des-Contar el Hambre”, da cuenta de la div

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Story Transcript

Este libro, compuesto por los 35 mejores cuentos de 600 participantes en el Concurso Regional de Narrativa “Des-Contar el Hambre”, da cuenta de la diversidad de tonos, enfoques y visiones que existen respecto a este grave problema, así como de la esperanza respecto a su posible solución. El concurso fue patrocinado por La Iniciativa América Latina y Caribe sin Hambre, con la convicción de que todos podemos hacer algo en la lucha contra la desnutrición.

el hambre [des]-contar

La literatura siempre ha sido una piedra angular en la construcción de una amplia sensibilidad respecto a los problemas que la sociedad enfrenta. A través de la narrativa se pueden crear imágenes perdurables de las dificultades que hoy en día enfrentan millones de latinoamericanos para alimentarse a sí mismos y a sus familias, creando así conciencia respecto a este drama humano que 53 millones de latinoamericanos sufren.

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el hambre

narrativa para combatir la desnutrición

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© Iniciativa América Latina y Caribe sin Hambre, 2010

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra -incluido el diseño tipográfico y de portada-, sea cual fuere el medio, electrónico o mecánico, sin el consentimiento por escrito de los editores. Las denominaciones empleadas en este producto informativo y la forma en que aparecen presentados los datos que contiene no implican, de parte de la Iniciativa América Latina y Caribe sin Hambre, juicio alguno sobre la condición jurídica o nivel de desarrollo de países, territorios, ciudades o zonas, o de sus autoridades, ni respecto de la delimitación de sus fronteras o límites. La mención de empresas o productos de fabricantes en particular, estén o no patentados, no implica que la Iniciativa América Latina y Caribe sin Hambre los apruebe o recomiende de preferencia a otros de naturaleza similar que no se mencionan. Las opiniones expresadas en esta publicación son las de su(s) autor(es), y no reflejan necesariamente los puntos de vista de la Iniciativa América Latina y Caribe sin Hambre. Todos los derechos reservados. Se autoriza la reproducción y difusión de material contenido en este producto informativo para fines educativos u otros fines no comerciales sin previa autorización escrita de los titulares de los derechos de autor, siempre que se especifique claramente la fuente. Se prohíbe la reproducción del material contenido en este producto informativo para reventa u otros fines comerciales sin previa autorización escrita de los titulares de los derechos de autor. Las peticiones para obtener tal autorización deberán dirigirse al Encargado de Comunicación de la Iniciativa América Latina y Caribe sin Hambre, Dag Hammarskjöld, 3241 Vitacura, Santiago, Chile o por correo electrónico a [email protected]

Índice

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Primeros Lugares Como en una fiesta | Poli Délano (Chile) ......................................................... Darse el pecho | Patricia Noemí Saccomano (Argentina) ................................. El fruto de su vientre | Javier Diez Carmona (España) ................................. El espejo | Analía Sivak (Argentina) .................................................................... Galletas de barro | Ana Gómez Sánchez (España) .........................................

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Segundos Lugares Cosas de niños | Matías Emannuel González (Argentina) ................................. La gran noche | Bilda Elizabeth Valentín (República Dominicana) .................... El sabor del jade | Ginés Mulero Caparrós (Brasil) .......................................... Elqui | Carlos Marianidis (Argentina) ................................................................... Justos y pecadores | María Andrea Albertano (Argentina) ............................ La fiesta compartida | Benito Pastoriza Iyodo (Costa Rica) .......................... Oro | Luis Alberto Chávez Fócil (México) .............................................................. Spoiled Grace | Kelly Burns (Estados Unidos) ................................................... Los sueños | Luz García López (México) ............................................................ Tríptico de la desolación | Julia Rita Chaktoura (Argentina) .......................

35 41 47 57 61 65 69 75 81 83

Menciones Honoríficas BARCORO | Jorge Saiz Mingo (España) .................................................................. DESGARRO | Viviana Angélica Kurmeyer (Argentina) ............................................ EL SÉPTIMO CASO | Eduardo Elías Rosenzvaig (Argentina) ................................... ELIA, LA NIÑA MONO | Miguel Ángel Carcelén Gandía (España) ........................... GEMIDOS | Enrique González Bergez (Argentina) .................................................. HUELLAS INDELEBLES | Mercedes Gema Pimentel Bahamondes (Chile) ............... LA FIDELA | Jorge Durán (Argentina) ..................................................................... LA HISTORIA DE LA NIÑA QUE COMÍA PIEDRAS | Luis Leonel Oliveros (Guatemala) LAS ENFERMERAS DEL GOBIERNO | Luis Alberto Alfaro Vega (Costa Rica) ........... MARUCH | Luis Antonio Rincón García (México) .................................................... PURO CARACOL | Eduardo Halfon (Guatemala) ..................................................... SUBLEVACIÓN INTERNA | Miguel Sánchez Martínez (México) .............................. TRILOGÍA DE CARAPÉ | Rodolfo Nicolás Capaccio (Argentina) .............................. UNA MAÑANA DE SÁBADO | Carlos Calle-Archila (Colombia) ................................ YO SOY EL HAMBRE | Silvia Graciela Franco (Argentina) ....................................... EL FAVOR | Nelton Bárbaro Pérez Martínez (Cuba) ............................................... EL HAMBRE MATA | Camilo Alberto Martínez Pardo (Colombia) ........................... EL HUECO | Juan Ignacio Manchiola (Argentina) ................................................... ESPERANZADOR ARROYO | Wilman Alberto Ronqui (Uruguay) ............................ LA PANDILLA | María Paulina Correa Cornejo (Chile) .............................................

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Introducción Porque el arte es una forma poderosa de sensibilizar y fomentar el debate social respecto a los problemas que enfrentamos, la Iniciativa América Latina y Caribe sin Hambre lanzó una convocatoria a todos los escritores de cualquier nacionalidad para participar en el Primer Concurso Regional de Narrativa “des-Contar el Hambre”. Esta convocatoria buscaba a impulsar un entendimiento más profundo y amplio sobre el hambre en nuestra Región y contribuir a crear las condiciones que permitan erradicarla por completo. Este tema, al combinarse con el arte, no sólo permite enfocar el problema desde ángulos novedosos, sino que incorpora a sectores que con frecuencia no encuentran espacios de acción social respecto al flagelo que castiga a 53 millones de personas en nuestra Región. Más de 600 cuentos enviados fueron la respuesta a la convocatoria. Cientos de autores de toda la Región, además de España y Estados Unidos, volcaron su creatividad al papel y redactaron historias sobre el hambre, la desnutrición y la pobreza para crear conciencia y fomentar la sensibilidad social respecto a este problema. Un jurado compuesto por funcionarios de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación. Así, es con gran orgullo que la Iniciativa América Latina y Caribe sin Hambre presenta los cuentos ganadores y las menciones honoríficas, con el fin de compartir con todos los lectores este esfuerzo creativo, con la esperanza de reforzar la idea de que todos podemos hacer algo en la lucha contra la desnutrición. La Iniciativa América Latina y Caribe sin Hambre es un esfuerzo de las naciones de la Región por erradicar este flagelo por completo en una generación. Este proyecto está respaldado por la FAO y cuenta con el financiamiento de la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (AECID).



Primeros lugares

Como en una fiesta

Poli Délano | Chile - Niño, niño, ¿me puedes ayudar? Pesa mucho esta bolsa... Lalo sintió que lo remecían suavemente del brazo y pensó que por fin, tras tanta mala cueva, le estaba cayendo un regalo del mismo cielo. Durante los dos últimos días todo había resultado como si alguien le estuviera cobrando penitencias. No dio con ningún trabajito de paso que le permitiera llevar unos pesos a la casa, la familia entera parecía condenada a revolcarse en el hambre, igual que ese par de perros esqueléticos y tiñosos que ve ahora a los pies del puesto de pescado, esperando lengua afuera que les arrojen algún pellejo. El viejo llegó por la noche con olor a vino, dos cañas, dijo, una pudo pagarla, la otra se la fiaron. La vieja quejándose de que no podía entregar la ropa porque no había para el arreglo de la plancha. Y al Pelluquito lo sentía darse vueltas en la cama por las noches y entonces él tampoco podía dormir porque sabía. A él mismo también a veces le había pasado eso de que el hambre no lo dejara pegar las pestañas. Sintió vergüenza de haber sido tan maricón como para gastarse en un completo y una leche tibia las dos luquitas que le pasó la vieja del pasaje Los Aromos por dejar que le corriera la paja. Feo estuvo, pero a lo hecho, pecho... Mal le fue también tratando de echarse una tonada en la micro para luego estirar la mano y recibir las monedas. Los pasajeros se burlaron del gallo

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que se le escapó, y era cierto que no le pegaba mucho al canto. De la Estación Central lo corrieron los changadores profesionales cuando trató de ayudar con sus maletas a los pasajeros que se dirigían al tren nocturno del sur. Esta pega es nuestra, córrete, cabro, le habían dicho alejándolo de un empujón, ¿cómo podía hacerse profesional? Tampoco tuvo agallas para arrebatarle su cartera a la mujer que la llevaba colgando alegremente del brazo derecho. Oscurecía, ella caminaba sola por la avenida Portugal, pocos transeúntes a esa hora, y él se la agarró dispuesto a darle un solo tirón para luego salir corriendo a todo trapo. La atracó contra la muralla de un edificio, pero la mujer le dio una mirada en la que bailaba tan frenético el terror, que la maldad se le vino abajo y no fue capaz de seguir. Se alejó corriendo, antes de que la loca pudiera ponerse a gritar. Ahora se paseaba por la feria libre de San Camilo. Un medio día de cielo claro. La calle estaba tomada por carretas cargadas de frutas, verduras, pescados y mariscos, legumbres, hierbas medicinales, y Lalo sintió cierto dejo de alegría al observar tanta belleza, las estrellas parecían sonreírle, aunque era de día. “La alegría ya viene” cantaban sus viejos y los pobladores que estaban por el NO cuando lo del plesbiscito. Pero hasta ahora, aunque al menos se había ido el “Chacal”, como llamaban al dictador, la alegría aún no llegaba para su familia. Eso sí, esta mañana luminosa le estaban pasando cosas buenas, pequeñas alegrías. Primero, una casera muy gorda, a la que le faltaban algunos dientes, le había regalado dos plátanos pasadones cuando se detuvo frente a su puesto para contemplar la fruta. Se comió uno en menos que canta un gallo y el otro se lo guardó en el bolsillo trasero del pantalón para llevárselo a Pelluco, nada de cosas esta vez. Y segundo, el contundente y sonoro golpe de suerte que a veces viene a coronar los malos momentos. Una señora le pedía ayuda profesional. - Claro, señora, para eso estamos –le tomó la bolsa, que pesaba como si llevara ladrillos-. Usted me dice... - Vivo ahí nomás, en Vicuña con Marín. Pocas cuadras-. ¡Pocas cuadras!, pensó Lalo, ya estaba la vieja rebajando la propina que iba a largar, así son los futres, mientras más tienen, menos dan.

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Salieron de la feria y echaron a caminar. La señora sacó un pañuelo de su bolso y se enjugó la transpiración de cuello, mejillas y frente. El sol pegaba con fuerza: - Qué calor está haciendo, ¿no tienes calor, niño? - Sí, mucho calor. - ¿Y padres tienes también? - Rara la vieja, qué preguntas.... - Sí, también. Y un hermano menor. -¿Y por qué andas tan sucio y tirillento, no se ocupan de ti?-. Vieja de mierda, qué tenía que meterse con su familia, qué cresta le importaba todo eso a ella, cómo le iba a explicar a la conchasumadre que el papá llevaba tres meses cesante, que algunos días comían-... ¿Toma mucho tu papá? Hoy en día los obreros, en vez de trabajar como Dios manda, se emborrachan duro y parejo, ¿es obrero, verdad? -. Lalo sintió un ardor en las tripas y primero se quedó callado. - Obrero cesante –dijo luego. - No me has contestado, ¿toma mucho? - No, señora... - ¿Vas a misa los domingos? Tendrías que ir, porque ahí enseñan algunas cosas buenas, como no ser un vago, como respetar a Dios. - No soy un vago. - Entonces deberías trabajar, o ir a la escuela, ¿lo haces? - No, señora... Doblaron hacia el sur en Vicuña Mackenna. Lalo intentó detenerse para reposar del peso de las bolsas, ella dijo que faltaba poco. Siguieron. -¿Y a qué dedicas tu tiempo? –preguntó la señora. ¿Dedicar? ¿Podía decirse que andar rastreando cualquier cosa que produjera un par de pesos era “dedicar”, que chuparle las tetas a la vieja del pasaje por dos mil pesos era “dedicar”? - Ayudo a mi papá y a mi mamá...

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- ¿Hay agua en tu casa? - Era demasiado, esta vieja conchasumadre se merecía un castigo del infierno. ¿De dónde sacaba sus preguntas, quién le daba el derecho de humillar? - Sí, señora, sí hay agua en la población. Mi mamá lava ropa. - Tú también deberías lavarte-. Se iba a arrepentir la maldita vieja. Lalo ya le estaba dando vueltas a la idea-. ¿Has robado alguna vez?Se pasó, tendría oportunidad de lamentar sus ofensas. - No, señora, nunca-. Había intentado más de una vez, para qué negarlo, sin resultados, parece que no lo lleva en la sangre, pero ahora sí le iba a resultar, de eso estaba bien seguro, iba a ser la primera vez y la última, sería también su venganza. En la esquina siguiente, Lalo asió con firmeza los mangos de la bolsa, sintió que le bombeaba rápido el corazón, y emprendió la carrera a lo que daban sus piernas, pensando en la de plátanos, duraznos y ciruelas que se comerían más tarde con el Pelluco y los viejos, como en una fiesta.

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Darse el pecho

Patricia Noemí Saccomano | Argentina ¿Tendrá treinta años esta mujer? La edad se le esconde entre los pliegues de la piel curtida, piel ignorante de cremas y tratamientos de belleza, y entre la suciedad, que la cubre en una capa uniforme que es como el maquillaje de la pobreza. Con el gorro y el pelo enmarañado que asoma por debajo, con la ropa superpuesta, que le queda grande y se nota que no ha sido comprada para ella ni por ella, con esos pantalones jogging de un color indefinido, apenas si se descubre en las ondulaciones del busto que es una mujer. Lleva en los brazos un niño pequeño, tendrá diez meses o un año, y una cartera atravesada como una bandolera, y una bolsa grande repleta de cosas que carga junto con el niño. Una mínima casa ambulante metida en una bolsa de compras enorme. El niño va tranquilo, sostenido de cualquier manera, agarrándose bien fuerte del cuerpo de la madre, en un enroque muchas veces repetido. Suben por Constitución, abriéndose paso a empujones cuando la fila que todos hacemos para entrar se desbanda ni bien el tren abre sus puertas. La gente que baja tiene que pasar entre los que esperan y avanzan con fuerza para subir y encontrar un asiento. Se forma entonces un amasijo

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de brazos y codos que pugnan por encontrar camino, un entrevero de voces, de insultos y ofensas dirigidos a todos y a nadie, en la lucha de unos por salir y los otros por entrar. Después de esos minutos de pelea cuerpo a cuerpo, yo también consigo entrar y de milagro me siento. En el asiento frente al mío se ubican la mujer y el niño, el espacio que queda libre en el piso es ocupado por la bolsa enorme de la mujer, que me mira como pidiéndome permiso. Que no se preocupe le digo, y corro los pies lo más que puedo. Gracias señorita, me sonríe contenta, mientras descubro que le faltan varios dientes y los que le quedan están casi podridos. De nada, y pienso que es absurdo que me diga señorita, si hace ya varios años que yo tuve dos bebés como el que ella lleva en los brazos, seguramente soy mayor que ella. El niño me mira fijo, como estudiándome, le gusta mi bufanda de colores y estira la manito para tocarla, la madre le pega en el brazo con una fuerza que me asusta. Vuelvo a decirle que no se preocupe, que tampoco me molesta el niño. Algo de mi persona llama poderosamente la atención del bebé, y aunque quiera no puedo leer con un bebé con esos ojos mirándome de así. Unos ojos negros, grandes y hermosos, muy vivaces, aunque él no se ríe nunca. Hago unas cuantas morisquetas que no parecen causarle más que extrañeza. Me mira cada vez más intrigado y con su pie derecho quiere llegar hasta mi rodilla. Ella le pega fuerte en la pantorrilla y le dice que deje eso, que nos sea maleducado, que deje a la señorita en paz. No me molesta para nada, aseguro, y sonrío. No quiero que le siga pegando, pero sé que no debo decirle eso. No puedo darle al niño un caramelo porque podría ahogarse, y ni siquiera tengo una galletita para que mordisquee con esos dientes blanquitos, recién estrenados, que asoman cuando abre la boca para emitir unos sonidos que todavía no son palabras. El niño no se ha inmutado a pesar de que su madre le pega con violencia, olvidándose de que es apenas un bebé de diez meses, a lo sumo un año. Se ve que no es la primera vez, pero él tiene un genio obstinado porque sigue estirando la piernita como para alcanzar mi

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rodilla. La mujer entonces le aprisiona las piernas con los brazos y se dispone a dormir. En un segundo entró en el sueño, ajena al movimiento permanente del vagón y a los gritos de los vendedores ambulantes. El niño mira por la ventanilla, me mira, se refriega la oreja con los dedos y se revuelve los cabellos en un gesto típico de cansancio. Lo mismo que hacían mis hijas de pequeñas, pero no se chupa el dedo, ni tiene un chupete con que consolarse. Entonces acomoda el cuerpito en el regazo de la mamá, le levanta, con una habilidad que me asombra, la cantidad de ropa que ella lleva puesta, y toma con las manitos el pecho lánguido, sin corpiño. Acomoda su cara y mama. Se apropia del pecho y bebe. Es un pecho flácido y no muy abundante en leche. El traqueteo del tren hace que por momentos el pezón se le escape de la boca, como huyendo por propia voluntad. Pero él tantea el aire con la boca abierta hasta que lo atrapa de nuevo. Al ratito se duerme, se acomoda, abre la boca y la retira del pecho que ha quedado colgando, desnudo, como en exhibición. Me gustaría poder hacer algo, bajarle la ropa aunque sea, para que no quede así, tan expuesta a la vista de todos. No falta un par de adolescentes que se ríen y murmuran por lo bajo. Pero no hago nada. No puedo leer, ni dormir, no puedo hacer nada. Los recuerdos no me dan tregua. Me acosan mezclados, como un álbum de fotos mal puestas. Estoy con la ceremonia de dar de mamar, con unos pechos descomunales que rebalsan de una leche de la que mi pequeña hija toma apenas y con gran dificultad. Y el sillón especialmente comprado, elegida la tela para que combine con la pintura de la pared, un sillón sin brazos, un butacón para darle de mamar cómoda a mi hija. Y el sacaleche importado para que no me lastime el pezón, y el corpiño especial para no quedar desnuda delante de todo el mundo, y la crema de ordeñe para las estrías y el agua hervida para esterilizar la zona cada vez y hasta los dibujos del libro de maternidad. Los consejos de las abuelas, de las tías, de las amigas, de toda mujer experimentada en dar pecho. Y el pezón que me arde y me duele, pero hay que darle el pecho porque es lo mejor, así crece sanita y adquiere defensas. Todo ese “entrenamiento” que me

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parecía tan imprescindible. Prácticas que esta mujer ni siquiera está enterada de que existen. Y me siento tan estúpida. Cuando vuelvo de mi viaje personal por la historia de la teta, como íntimamente llamo a aquel período, ellos siguen dormidos, en su tiempo propio, del que no sé nada. Solos, en este tren que parece flotar en este país, en esta provincia, en este extremo de la galaxia, donde por puro azar nos cruzamos. Ya estamos en Temperley, en la próxima me bajo, los dos duermen ajenos al ruido, al frío, al mal olor que inunda el tren, a la lluvia finita y fría que moja sin piedad la calle. Me bajo. Mientras camino por el andén y el tren se aleja, metiéndose en la niebla que dibuja la lluvia, me parece que los veo todavía, apretados y tibios; ella con el pecho al aire y el niño acurrucado, ya sin acordarse de mí.

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El fruto de su vientre

Javier Diez Carmona| España Recuerdo la primera vez que pisé Managua. Era un atardecer plomizo, un crepúsculo regado de gotas marchitas que, antes de tocar el suelo, se deshacían para regresar volando hacia las nubes, ansiosas por evadirse del manto de miseria que engalanaba con jirones mugrientos las espaldas vencidas de la capital. Recordar Managua es regresar a las champitas de cinc y cartón apelotonadas frente a los viales mal adoquinados. Es sentir un calor húmedo que empapa la ropa y abotarga el pensamiento. Es bosquejar cientos de rostros infantiles arracimados en los semáforos, minúsculos vendedores de cualquier chunche a peso, un bote de pegamento rondando las narices agrietadas. Managua, ciudad maldita, hija de un terremoto y dos guerras, madre de huérfanos desheredados, de parias sin pan ni techo. Recordar Managua es ahondar en una herida siempre abierta en mi interior. Recordar Managua es recordar a Jeni. La conocí al poco de llegar, en uno de mis erráticos vagabundeos por los callejones del Mercado Central “Roberto Huembes”. Allí vivía y se desvivía una legión de comerciantes, correveidiles, cambistas, mendigos, vagabundos y orondas cocineras de gruesos delantales que removían sin cesar marmitas nada apetecibles, regando con aromas grasientos cada

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rincón de las edificaciones. Fuera, en la entrada, decenas de autobuses hacían bramar sus motores una y mil veces remendados, orgullosos gigantes que disimulaban con incontables capas de pintura su condición de residuos expulsados de paraísos norteños. El aire se teñía de polvo y griterío. Los carteristas se mezclaban distraídos entre los viajeros. Los pandilleros asomaban al sol ardiente de la mañana, guiñaban los ojos inflamados de vacío y regresaban a las sombras de cualquier tugurio. Cipotillos que no levantaban un palmo del suelo acechaban mis pasos armados de sonrisas y manos extendidas. Allí me fijé en ella. Era una muchacha de cabellos largos y huesos prominentes. Su rostro, quizá mofletudo en tiempos olvidados, presentaba las huellas inconfundibles del hambre y de los golpes. Su mirada era demasiado adulta, demasiado descorazonada para una niña de trece años. Arrebujada contra la pared, contemplaba el infinito mientras, con el gesto de sus manos, protegía la prominencia de su vientre. Estaba embarazada. Sólo era una más. Una de tantas y tantos miserables arremolinados en los mercados, en las paradas de los colectivos, a las puertas de las iglesias o de las pulperías rogando con voz sumisa “una limosnita por caridad”, rapiñando deshechos abandonados por los privilegiados que, cada anochecer, se acuestan sin el hambre perforando sus estómagos. No era diferente. Pero su forma cautelosa de incorporarse, el temor de animalillo agazapado con que caminó hasta una mesa recién abandonada por sus comensales, atrajo mi curiosidad. Sobre el hule roñoso se regaban restos de pollo a medio masticar, los bordes requemados de una tortilla de maíz, y diminutos frijoles perdidos en una exigua masa de arroz. Para mi sorpresa, se abalanzó sobre aquellas porquerías y comenzó a roer con un ansia desconocida los huesos baboseados y las migajas dispersas por el suelo. Se llamaba Jeni. Nunca supe su apellido. Provenía del norte, de las regiones cafetaleras arrasadas no por un huracán ni una sequía prolongada, sino por los caprichos bursátiles de Wall Street, por los juegos malabares de desconocidos señores de corbata capaces de

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hundir los precios del grano a tales niveles que resultaba más barato dejarlo pudrir en la montaña que contratar mano de obra para su recolección. Estábamos sentados en una terraza, junto a la rotonda del mercado. Ella apuraba un refresco y esperaba, nerviosa, al camarero. Yo la contemplaba incrédulo, pequeño esqueleto de ojos sombríos, de pellejos cuarteados, de dientes ennegrecidos. Sin ser siquiera adolescente, otra vida germinaba en su interior. A nuestra espalda, el tráfico rugía. Los revisores publicitaban a grandes gritos los destinos conocidos de sus líneas. Una perenne nube de polvo flotaba sobre la ciudad joven y desmadejada. Esos matices, esos sonidos, más el brillo de inocencia violentada de sus pupilas cincelaron una estampa grabada para siempre en mi memoria. Jeni murmuraba recuerdos olvidados de una infancia no vivida, hablaba de interminables caminatas hasta los campos, de noches lavando harapos a la luz de las velas, de vacas jorobadas que negaban la leche a sus propios terneros. Hablaba de dolor y sufrimiento, de trabajo, ausencia y lejanía. Nunca de escuela ni de juegos, de tutores, de padres o amistad. Jeni hablaba sin apartar los ojos de la botella vacía, hablaba en susurros entrecortados, virulentos latigazos de sal sobre esa herida que, ya desde el primer semáforo de la carretera norte, supuraba en mi interior. Cuando, tras los escasos cinco minutos que necesitó para devorar un par de nacatamales y la mitad de un pollo asado, la invité a acompañarme al hotel, asintió sin alzar la mirada. Caminaba despacio, las manos entrelazadas bajo la barriga expuesta por una sucia sudadera de propaganda. Callada, los pensamientos perdidos en mundos más allá de mi pobre comprensión, se dejaba guiar sin cuestionarme, pendiente tan solo de disfrutar los sabores mortecinos que pervivían en las comisuras de sus labios. Así llegamos a la habitación, yo repitiendo naderías incapaces de arrancarla una sonrisa, ella refugiada tras una inesperada barrera de silencio. Tras ejercer de involuntario confidente de sus penas, ese mutismo se me antojaba incomprensible. Artificial. Quizá violento. Pero cuando, al regreso de una breve incursión en el lavabo, la encontré desnuda sobre la cama, las piernas ligeramente separadas, un brillo de lágrimas mal contenidas en los párpados cerrados, una explosión de certidumbre barrió mi cerebro con la violencia de su

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realidad. Incapaz de moverme, incapaz casi de respirar, abandoné sin una palabra el dormitorio para refugiarme, abrumado por tamaña lección de supervivencia, al abrigo de una botella de ron. Una semana después marché rumbo al sur, a la frontera de Costa Rica. Dejé a Jeni en mi habitación, y cancelé por anticipado los quince días que calculaba permanecer en la zona de Río San Juan. Pero pronto comprendí que aquello iba para largo, por lo que llamé al hospedaje para confirmar que, a mi regreso, abonaría el total de la deuda acumulada. ¿Por qué lo hacía? Bondad, caridad... nobles apelativos en los que no me reconozco. Me propuse robar una gota al adusto océano de la indigencia, salvarla de una corriente de la que jamás podría sustraerla. A veces, recordando los rasgos demacrados de su carita infantil, me arrollaba el deseo de secuestrarla, de arrancarla del pozo de miseria en que vivía, de ofrecerla un futuro en que creer. Pero esos tiempos de magia inventada eran tan escasos como fugaces, y la tensión del día a día, las luchas sordas con inversionistas y clientes, me hicieron olvidar a mi protegida por lapsos cada vez más prolongados. Regresé a Managua dos meses más tarde. Era un atardecer nublado, opresivo. El calor se cerraba sobre los árboles marchitos, brotaba del asfalto, de los edificios carcomidos, de los vehículos apelotonados en la carretera de Masaya. Por doquier, las gentes apresuraban el paso, buscaban la precaria seguridad de sus viviendas temerosos de ser sorprendidos por noche o la tormenta en la desolación de las calles. Una anciana derrumbada contra la pared mendigaba a la entrada del hotel. Por alguna razón, la ciudad, las avenidas adoquinadas, los anónimos viandantes que cruzaban sin mirarse, parecían extraños. Diferentes. Una sensación de urgencia, el latido de un drama anunciado, anidaba en mi pecho. Aceleré. Si mis cuentas eran correctas, el pequeño de Jeni estaba a punto de nacer. Jadeante, ignorando a los escasos turistas que remoloneaban en el recibidor, corrí escaleras arriba para irrumpir, sin llamar, en la habitación. Pero, como empezaba a temerme, allí sólo encontré a una pareja de gruesos estadounidenses que, mal cubriendo sus vergüenzas, farfullaba protestas ininteligibles. “La señorita decidió marcharse” susurró a mi espalda la apagada voz del recepcionista.

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Cerré los ojos, suspiré y luché por contener una ira que amenazaba desbordarse. “¿Se fue? ¿Ella se fue? ¿O vosotros la echasteis?”. La figura del empleado pareció encogerse, achatarse en un momento ante mis ojos. No esperé respuesta alguna. A la carrera, me zambullí en el bochorno de la noche. La tormenta estalló poco antes de alcanzar la puerta del mercado. Gruesos goterones se desplomaban furiosos contra las deterioradas uralitas de los tejados, estruendo de timbales alocados que llenaba la soledad de los pabellones. En apariencia, y una vez dejado atrás el mustio ajetreo de la terminal, las naves permanecían vacías hasta poco antes del amanecer. Dentro, todo lo cubría un muro de negrura salpicado por mortecinos borrones de luz allá donde las piedras no habían acertado a las farolas. Una vez más, me pregunté por qué estaba ahí. No tenía linterna con que perforar la oscuridad. No tenía la certeza de que Jeni hubiera regresado a su antigua esquina, ni valor para irrumpir en un nido de pandilleros abotargados por la pega. Sin embargo, pertrechado de miedo y un mechero, me adentré en la lóbrega quietud del Roberto Huembes. Las sombras se movían, respiraban susurros a mi paso. Sonidos huecos afloraban de las profundidades, se ocultaban tras el fragor de lluvia en la techumbre, resonaban contra las paredes para llegar distorsionados y amenazantes a mis oídos alterados. Las sábanas que cubrían los tenderetes flotaban con etérea solemnidad, surgían y desaparecían amarilleadas por el fulgor de los relámpagos. Una corriente hedionda brotaba de las alcantarillas, envolvía su advertencia maloliente en el aire que respiraba sin remedio. Avanzaba despacio, arrastrando los temblores de mi cuerpo, luchando por orientarme en aquel laberinto de terrores inventados, cuando tropecé con un bulto cálido. Un trueno rompió el silencio, retumbaron los cristales, gimieron los goznes de las ventanas. Contuve a duras penas un grito de angustia, antes de comprender que había despertado de una patada a un borracho inofensivo. Obviando sus quejidos, apreté con más fuerza el mechero, busqué un rezo al que aferrarme, y seguí caminando.

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Atravesé angostos pasillos repletos de limosneros ovillados contra el calor de sus canes. Me perdí junto a las cocinas, evitando a una pareja de ancianos que buscaba en la basura residuos con que saciar su hambre. Caminé a lo largo del comedor, inspeccionando cada recoveco para, por fin, encontrar el triste cubículo donde la conocí. Me detuve. Ahora que lo tenía, ahora que la había encontrado, dudaba. Encogida contra la pared, una figura se perfilaba bajo la débil luz que llegaba de la calle. Una figura escuálida, de cabellos desordenados, de movimientos espasmódicos. Sollozaba. Desde mi posición percibía los gemidos, un llanto bajito nacido más allá del alma, un lamento que, por segundos, me cortó la respiración. Y algo más. Pequeños chasquidos acuosos, un rasgar imperceptible, un jadeo desesperado. En el asfixiante calor del mercado, un escalofrío ascendió a lo largo de mi espalda. Aspiré, aspiré hondo, una bocanada profunda que aliviara mis pulmones paralizados. Y entonces lo noté. Dulzón y penetrante, un olor repulsivo me trasladó a la lejanía de mi infancia, a la matanza festejada cada San Esteban en la plaza del pueblo de mis padres. El impulso de correr, dar media vuelta y alejarme para siempre, abandonar Managua, regresar al cálido confort de mi vieja Europa, invadió cada poro de mi piel. Cerré lo ojos y conté hasta tres. Dominados mis temores, me arrastré sigiloso hasta la silueta y, con un esfuerzo sobrehumano, encendí el mechero. Era Jeni. Desnuda de cintura para abajo, descansaba sobre un charco de aguas fecales, restos orgánicos y nerviosas cucarachas. Apoyado contra su pecho, el tronco inanimado del recién nacido. Un reguero de sangre brotaba de sus labios, goteaba sobre la camiseta, sobre el cuerpo exánime de su hijo. Me miró. Sin palabras, sin aspavientos, me miró. Y sólo recuerdo, sólo consigo recordar esa mirada, la expresión enajenada de una niña desterrada de este mundo que masticaba con avidez porciones aún calientes del fruto de su vientre.

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El espejo

Analía Sivak| Argentina Los vecinos del barrio -los que la ven- la llaman “la nena”. Tiene al caminar una manera de implorar que no la miren, un estar pidiendo permiso de habitar el mundo. Camina lento, como si la energía no se hubiera gestado aún en sus seis años o como si ya se le hubiera gastado por completo. Lleva un vestido oscuro que algún día tuvo colores y carga en los pies unas zapatillas un poco más grandes de lo que deberían ser. Llega a la esquina y se sienta. Enfrente hay un bar y la nena se sentó para mirarlo a través de la ventana. Con los pies en el asfalto, sentada en el cordón de la vereda, se dispone a comer. Sostiene el plato con sus brazos flojos, como si alguien le estuviera sirviendo comida, y dice gracias. Coloca el plato en el suelo. Acomoda hacia atrás los mechones de pelo que le caen sobre la cara y sonríe. Mira la ventana del bar de enfrente. Vuelve a mirar su plato y comienza a cortar la carne. Mueve los labios como si estuviera hablando con alguien. Clava –con la fuerza que esos brazos no parecían tener– el tenedor en el pedazo más tierno y se lo lleva a la boca. Mastica con ruido, con la boca, con los ojos. Vuelve a cortar otro trozo de la carne que no se acaba y se la llevo a la boca. Come la carne más rica del mundo. Seguirá mucho tiempo imaginando que come. Cada tanto levanta la cabeza de su plato y mira hacia adentro del bar.

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Adentro, la familia Molinos está sentada en la mesa al lado de la ventana. El mozo trajo para Ramón unos ravioles y a Emilia un muslo de pollo con ensalada. Para sus hijos pidieron carne con papas que el mozo dejó en el centro de la mesa y la mamá dividió entre sus hijos. Le sirvió primero a Coco que le dijo “no quiero tanto” y después a Marianita, que sosteniendo su plato le dijo “gracias”. Ahora terminaron de comer y piden permiso para ir a jugar. Se levantan los dos y corren hasta el fondo del lugar y tocan la pared del fondo como si hubiera sido la meta y después siguen corriendo entre las mesas. Marianita está delante y Coco desde atrás extiende sus brazos armando una pistola con sus manos y las mueve como si fueran una ametralladora le grita a Marianita ruidos extraños y le dice “¡te maté!”. Marianita se da vuelta riéndose y también le apunta con sus brazos diminutos intentando copiar la pistola de su hermano. Se acercan la ametralladora de Coco y la de Marianita y además del ruido a disparo ahora se pegan y Marianita empieza a llorar. Los padres escucharon el llanto y ahora se levanta Ramón y los busca. Levanta a Marianita en sus brazos y mira serio a Coco: - ¿Por qué le pegaste? -pregunta con tono de castigo. - No le pegué. Estaba jugando a que le pegaba. Marianita dice que le duele y sigue llorando. Vuelven a la mesa. El mozo les lleva la cuenta. Pagan y salen a la calle. Marianita ya dejó de llorar pero pide seguir en brazos de su padre. Sale la familia Molinos del bar. Ramón carga a Marianita. Al costado va Emilia con Coco de la mano. Esperan a que pase un auto, Ramón toma a Emilia de la mano y cruzan la calle. Coco ve a la nena que sigue comiendo su carne y tira del brazo de su mamá para que preste atención a lo que va a decir. Señala con su dedo extendido y le dice: - Mirá mamá, esa nena juega a que está comiendo.

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Galletas de barro

Ana Gómez Sánchez| España

Haití, 10 de enero de 2008. Oración de Ana Filena antes de acostarse Querido Dios: Te doy las gracias por este día tan lindo. Temprano en la mañana salí para la calle a limpiar zapatos, como todos los días desde que papi se puso enfermo. ¿Te acuerdas que los primeros días me daba vergüenza, que te decía que ese no era oficio para hembras, y que a mí me gustaba más ir a la escuela? Pues ya me acostumbré, y además es mejor que andar pidiendo. La cosa es que esta mañana tuve la suerte de encontrar un entierro, y ya sabes que a la gente no le gusta despedirse de sus muertos con los zapatos sucios. ¡Gané en un rato lo que en todo un día! Me fui al mercado, y mientras compraba las “picas” para hoy, un señor blanco y alto se puso a preguntarme cosas y a tirarme fotos. Al final me regaló plátanos y arroz, así que hoy ha sido como un día de fiesta en casa. Ahora me voy a dormir. ¡Ah, se me olvidaba! Gracias también porque hoy casi no me dolió la barriga.

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Estados Unidos, 15 de enero de 2008. Extracto del Diario Personal de Jenny Querido diario: He recortado su foto del periódico y la voy a pegar en una página tuya. Es una niña muy bonita, toda negra con los ojos grandes y muy blancos. Tiene 10 años, como yo, pero parece mucho más pequeña. En la foto se la ve sonriendo, mordiendo una especie de galleta de color medio amarillo medio marrón. Es barro. Lo sé porque ya he leído casi entero lo que dice el periódico. La mayoría no lo he entendido, pero algunas cosas sí. Dice que mucha gente tiene que comer galletas de barro porque no tienen para comprar comida de verdad. La niña se llama Ana Filena, tiene cinco hermanitos más pequeños, y su mamá se murió “de convulsiones en el parto” hace dos años. Le pregunté a mami qué es eso, y me miró muy raro. Tengo que tener cuidado, mejor que mis padres no se enteren de que tengo la foto. El otro día estaba viendo la tele y salió un documental de los niños que se mueren de hambre en África. Mi nanny me pilló y apagó la tele. Por la noche se lo contó a mis padres y papá se puso furioso. Empezó a gritar que eso era lo que le faltaba, que no sólo le atacaban los de fuera sino que también dentro de su propia casa, que eso era lo último, él que se dejaba la piel por su familia, no como esos vagos ladrones “corrutos” (o algo así). Luego dijo que debería estar prohibido poner esos programas en horario de día, que luego los niños normales tienen pesadillas, y me mandó a la cama castigada sin cenar. Mami me miró y no dijo nada, pero luego fue a llevarme un bocadillo a escondidas y sonreía. La verdad, yo pienso que con apagar la tele no se apagan los niños que pasan hambre. Como Ana Filena. En la foto me está mirando. Le doy un beso de buenas noches.

Estados Unidos, 17 de enero de 2008. Artículo del periódico The Nation “¡Y qué me importan a mí esos muertos de hambre!” Eso fue lo que Robert Cohen, principal accionista de la multinacional Biotechnagro, respondió a los periodistas que le pedían su opinión acerca de la crisis

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alimentaria internacional que ya ha ocasionado varias revueltas en países como Haití, Egipto o Camerún. La empresa de Cohen, que es la principal fabricante mundial de agroquímicos y la segunda productora de semillas comerciales, es desde hace tiempo blanco de las denuncias de diversos grupos anti-globalización, organizaciones ecologistas y ONG que la culpan, junto con otras ocho multinacionales, de beneficiarse y profundizar una crisis que afecta sobre todo a los más pobres. Estas empresas son acusadas de querer monopolizar la industria alimentaria mundial a través de las patentes de semillas y la especulación con alimentos, y se les exige acabar con dichas prácticas. Los ataques se han intensificado a raíz de la declaración del multimillonario anunciando que Biotechnagro va a ampliar sus actividades a la fabricación de agro-combustibles. Desde entonces, hace semanas ya, una multitud de campesinos y miembros de organizaciones han acampado a la entrada de la mansión de Cohen, siendo una de sus salidas el momento en que se ha expresado en los citados términos. El comentario ha causado indignación en diversos sectores, incluidos varios organismos internacionales, que exigen una explicación.

Estados Unidos, 20 de enero de 2008. Extracto del Diario Personal de Jenny Querido diario: Lo he hecho. Hace ya una hora, pero todavía tengo el sabor del barro en la boca. Hice todo lo que ponía en el periódico: mezclé el barro del jardín con sal y aceite que robé de la cocina, y lo dejé secar al sol. A la nanny le dije que iba a estar todo el día de excursión por el jardín, como hago a veces, y que me hiciera un sándwich. Lo tiré y me pasé el día entero sin comer. Quería saber lo que siente Ana Filena. Ella dice que como las galletas quitan el hambre no saben feo. No es verdad, saben horrible. La boca se te queda toda seca, y cuesta mucho tragarlas. Aun así me he comido dos. No importa lo que papi diga, a mí me parece que Ana Filena no es una vaga ladrona “corruta”. Me gustaría poder ayudarla y darle de mi comida, aunque no esa coliflor tan mala que hace

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la nanny. Me duele la barriga. Voy a darle un beso de buenas noches a Ana Filena, y a intentar dormir.

Estados Unidos, 19 de febrero de 2008. Portada del periódico The Nation Hallan muerto a Robert Cohen, principal accionista de la multinacional Biotechnagro. El cadáver del “magnate de las semillas”, como se le conocía, fue encontrado por una empleada doméstica en una habitación de su mansión. Según fuentes policiales, a sus pies había un bote vacío de barbitúricos, por lo que no se descarta el suicidio. Dichas pastillas son potentes somníferos. Cohen sufría de depresión nerviosa desde la trágica muerte de su hija, hace un mes. Ésta fue hallada una mañana muerta en el suelo de su cuarto. Las investigaciones revelaron que fue víctima de una intoxicación por un potente pesticida, precisamente el último lanzado al mercado por Biotechnagro, caracterizado por su potencia y por la ausencia de olor. Parece que jugando a las “cocinitas” la niña habría ingerido dicha sustancia por error, al tomarla de una lata de aceite que el jardinero usaba como recipiente. Éste aún se encuentra a disposición judicial, hasta que se determine su responsabilidad en los hechos. A raíz de este desgraciado suceso el recién fallecido multimillonario y su esposa se separaron, abandonando la mujer la casa que compartían. A pesar de esto, y aunque todavía no se ha leído el testamento, parece que todas las acciones que Cohen poseía en Technagro pasarán a manos de su esposa, tal y como el magnate habría expresado públicamente en varias ocasiones.

Haití, 10 de Agosto de 2008. Oración de Ana Filena antes de acostarse Querido Dios: Éste sí que ha sido un día bonito. ¿Te acuerdas del señor que me tiró todas esas fotos, hace mucho tiempo ya? Yo casi me había olvidado de él, pero hoy apareció en la puerta de casa. No sé cómo supo dónde

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vivía. Yo no había salido a trabajar, porque papi estaba hoy muy mal y no quise dejarlo sólo con los pequeños. Ya casi no se puede levantar, y está muy flaco y tosiendo todo el tiempo. Pues ese señor ha llegado, y una mujer blanca muy elegante le acompañaba. El hombre, que me ha dicho que era un periodista americano, se ha puesto a explicarme un montón de cosas que no he entendido muy bien. Lo que sí he entendido es que la señora que iba con él no quería que ni yo ni mi familia pasáramos más lucha, y que a partir de ahora se acabó el hambre y los dolores de barriga. Dijo que iban a llevar a papi al hospital y que seguro que se cura de la tuberculosis, que a mis hermanitos y a mí nos llevarían a vivir a un hotel muy lindo hasta que nos construyeran una casa (y ya ves que es verdad, me da miedo tocar algo por si lo rompo), y que yo voy a volver al colegio muy pronto. También me dijo que el mundo tenía que darme las gracias por el fin de las patentes de semillas, y se reía. Yo no sé lo que es eso, pero me lo aprendí de memoria de tantas veces como lo repitió. La señora elegante no decía nada, sólo me miraba con una sonrisa muy dulce y muy triste. Al final, antes de irse, me acarició la cabeza, dijo un nombre y me dio una foto de una niña muy linda, rubia. Entonces lo comprendí todo. Yo no sabía que se llamaba Jenny, pero soñaba con ella todas las noches desde hacía mucho tiempo. Ella es mi ángel de la guarda. Le doy un beso de buenas noches.

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Segundos lugares

Cosas de niños

Matías Emmanuel González| Argentina Concordia, Capital nacional del citrus. Naranja, mandarina y limón crecen silvestres en cualquier baldío. En los campos de la zona, su exportación impulsa la especulación y la fortuna. 1987: No toda casa grande se ha convertido en una School. La escuela estatal Domingo F. Sarmiento alberga un amplio espectro social. Las aulas repiten la distribución espacial de los barrios ciudadanos. En el ala derecha, hacia la segunda fila, cercada por la envidia sonriente de sus damas de compañía y custodiada por su séquito de aduladores, con su pelito suelto de Botticelli, sus ojitos aguadísimos, su vestuario infinito y atinado, sus dientes cinco estrellas, su talle yogurísimo: la primogénita del cacique citrícola (de aquí en adelante, la reina). Yo ocupo en la corte un lugar destacado. Todo mi sudor queda en la sorda pero feroz batalla que libramos por el favor de la soberana. Rolandi centra el gueto más alejado. A mitad de año, una infección jubila prematuramente a la maestra. Llega una “señorita” flamante, los ánimos frescos de sonriente pedagogía, la voz estentórea de su garganta inaugural. Como primera medida decide la pronta redistribución del espacio público: según aduce, la agrupación

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en cuadrillas distrae nuestras capacidades. Amenazado, el barrio alto reacciona: se organizan olvidos colectivos del arsenal didáctico (mapa político de América del sur, victoriosas figuritas de la Independencia, monocotiledón germinado); una hábil red sub-pupítrea disemina panfletos injuriantes y la superficie de caritas displicentes sabotea cualquier técnica de motivación. Tratándose de un colegio estatal, fracasa el lobby que, por medio de una sistemática interposición de quejas a los padres, intenta llegar a la directora; se cae en la evocación encomiástica de la antecesora; se llega incluso a afirmar que el ancian regim era duro, sí, pero se aprendía.

Lunes: Se enumeran los bancos y se disponen a sorteo las nuevas posiciones. El azar, con su macabra ironía de telenovela, junta como compañeros de banco a Rolandi y a la Reina. Ya en el patio, un renovado sentimiento de grupo refuerza las murallas; de pronto, una gota de voz meliflua nos aplaca: –¡Ay! –dice la Reina, con voz de blanca nieve que se pincha el dedo. Rolandi tiene olor a mandarina. Yo no puedo reír con la corte; sonrío por táctica, giro disimuladamente y me alejo en busca de un paquete de tutucas (cereal inflado, recubierto con azúcar y colorantes). Degusto mis tutucas pensativas como quien fuma. Me interno en la zona más solitaria del patio. Busco paz tras unos arbustos, donde arrumban el mobiliario viejo... Encuentro a Rolandi: come con fervor una manzana. Si Rolandi come una manzana es, claro, porque no tiene para el kiosco; si un miembro de la corte come una manzana, se trata, claro, de un touch de elegancia naturalista. Mi presencia lo incomoda, pero puede disimularlo. Me acerco y comprendo que se trata de un tomate: ¿¡Un tomate!? Y bien maduro a juzgar por las llagas en su piel rojísima. La tutuca me gira en la garganta sin acertar el descenso. Si el fruto prohibido hubiese sido un tomate, hoy estaríamos hueveando en el paraíso. –El sábado es la final –digo.

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–Ajá –contesta. –Nos toca en el parque Ferré. La cancha está llena de pozos. Le contesto que los pozos no juegan para nadie. - Sí que juegan -dice-, juegan para el que sabe menos con la pelota. Tiene razón y, bien mirado, sabiduría. - ¿Te gusta la nueva? -pregunto, y dentro de la pregunta late el sorteo. –Parece buena -dice. Miro ese tomate en el extraño contexto de su mano, sin sal ni mayonesa, cachado a mordiscones, sin su otoñal tapiz de orégano sobre la superficie partida, alejado de la obvia compañía de una milanesa. Propongo el cambio. Rolandi finge mirar lejos. Buéh, no importa, digo, en casa tengo uno. Con Rolandi era difícil: él sabía que yo sabía que él sabía. Le extiendo las tutucas. Encoge los hombros y acepta. Qué rico debe ser el hambre, pienso, si hace que uno pueda comerse un tomate podrido. Me lo acerco a la boca y se me encoge la campanilla. Mastico lo menos posible. Rolandi trata cada tutuca como si fuese una ostia autógrafa y espera a que se le disuelva. Rolandi saca una mandarina y la parte en gajos iguales. –No tengo nada para darte –digo. –Es mandarina –dice, como quien dice que es aire. Antes de volver al aula me refriego un buen rato las manos en la canilla.

Martes. Nadie duda de que llegamos a la final por la zurda de Rolandi. El resto del equipo es firme, pero mediocre. El primer premio consiste en un viaje a Buenos Aires para todo el curso. Entre los hidalgos de provincia, no hay ninguno que no haya viajado a la capital. Pero importa mucho perder dos días de clase. Alguien dice que tenemos que motivar a Rolandi. Magdalena y Verónica le dicen que en Buenos Aires no hay veredas, hay cintas transportadoras, que el viaje

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a la punta del obelisco tarda dos días en ascensor, que nos vamos a topar con algún famoso; dicen, por último, que hay un tren debajo de la tierra… y cruzan una mirada de inteligencia exclusiva.

Miércoles. La reina resopla bufiditos fastidiosos durante los exámenes de matemáticas. Se para de golpe, mira a Rolandi con desprecio y entrega las respuestas en blanco. Rolandi se hunde como si se marchitara. En el recreo la reina dice que el olor de Rolandi no la deja concentrar. Magdalena dice que tiene la panza como un globo, que ella una vez le vio el ombligo, que le sale para afuera… como el nudo de un globo.

Jueves. Rolandi anda pálido. Las chicas reintentan el número, pero los prodigios de Buenos Aires no surten el mismo entusiasmo. Se autoconvoca una asamblea extraordinaria. –Rolandi está cagado –dice Marcos. Marcos piensa en términos de valor y cobardía: el valor es el recibo de pago de su club de rugby. ¿No le vieron la cara? –insiste. Está cagado, cagado. –No –digo yo, que en materia de interpretación tengo ascendencia (mi papá se pegó un tiro y eso me da un aura más filosófica). Es el amor –digo, y nadie puede creer que me atreva a pronunciar esa palabra de mujer. Ayer, en la prueba de matemática… Y entonces explico... y trazo el plan.

Viernes. La mayoría tiene sacapuntas cónicos que dan un acabado perfecto, Rolandi una hoja de afeitar. Logra una punta menos industrial, pero más genuina, con algo de agresividad indígena. La reina toma un lápiz y le encasqueta un sacapunta con forma de oso. Con paciencia, desprende un festón de madera ensortijada. Cierra un ojo, calibra la punta en alto y chista disconforme. Mira a Rolandi con naturalidad. No me gusta, dice. (Atención, es la primera vez que le dirige la palabra). Rolandi tirita un temor sagrado. La reina intuye que tiene que empujarlo.

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–¿Le sacás con el tuyo? –dice, y se lo extiende. Rolandi emite un ruido de asentimiento. Se concentra como un artesano y devuelve un filo que podría empalizar un piojo. La reina festeja con afectación y busca su caja de dieciocho colores. Rolandi trabaja toda la hora. A su alrededor, una muchedumbre de astillas protege su felicidad. La final: Mi abuelo me llevaba a la cancha en el Toyota. Cuando pasamos por la iglesia Del Valle aprovecho su atención al tránsito para santiguarme con velocidad. El papá de Marco se encarga de las camisetas. Para que nadie se la dispute, Marco llega con la diez puesta. Alguien viene con el cuento de que el referí trabaja de profesor de gimnasia en la escuela contraria. Ganamos el sorteo y elegimos arco. Ellos sacan del medio. Veinte minutos de partido trabado, Rolandi está quieto, ausente. Marcos le hace una seña injuriante. Amucha los dedos de la mano e imita el temblor de un esfínter. Treinta minutos. Rolandi desarma dos defensores y me la pasa de taquito, corro hasta el borde del área. Nada más queda el arquero, que sale como un oso rampante. Rolandi corre a mi derecha. Se la dejo servida. Amaga y, magnánimo, me la devuelve. Uno a cero. Corro a su abrazo y me envuelve una vaharada de mandarina dulce. Veinte del segundo tiempo, nos empatan de tiro libre. Rolandi no ha vuelto a tocar la pelota. Marco le grita, enarbola los dedos, los contrae y los dilata. Rolandi mira esa antorcha de insulto, que sin embargo no le contagia el fuego. Treinta del segundo tiempo. Una madeja peligrosa termina en un patadón nuestro que se rechaza adelante. Rolandi pica en punta. Antes de llegar a la pelota, se desmaya.

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La gran noche

Bilda Elizabeth Valentín | República Dominicana

Mariana Lebrón Vda. Rodríguez se estiró en la cama y dio varias vueltas apretada a la almohada. A pesar de que hacía horas que el día se anunciaba, era evidente que su cuerpo no quería danzar al compás del sol. Bostezó con todas las fuerzas con que pudo, extendió los brazos hacia arriba, como queriendo atrapar el cielo, y empujó las paredes del fondo de la cama con los dedos de los pies. Sabía que el día era especial. Tenía que preparar su discurso. El público presente estaría a la espera de sus elocuentes palabras. Mariana Lebrón llevaba con resignación cinco años de viudez. A sus cuarenta y siete años, su piel se mantenía firme y la lozanía a su rostro aún no se le escapaba. Cuando Román Rodríguez murió, en la temporada ciclónica del 2003, los allegados de Mariana esperaron lo peor. La dependencia que tenía con su marido hizo pensar a muchos que su muerte sería para ella un trance muy difícil de aguantar. Pero contrario a todo esto, la viuda se recuperó más pronto de lo que creían los demás y dio un giro radical a su vida. Hizo más vida social, visitaba a las amigas, realizaba obras de caridad y salía de compras hasta tres veces por semana.

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Mariana Lebrón se dio un baño de agua tibia y cubrió su cuerpo con un vestido ligero de verano de color blanco que había comprado hace dos días en la tienda de Benetton. Su cuerpo desprendía un rico olor a jazmín. Bajó la escalera caminando despacio y, como siempre lo hacía, llegó hasta la cocina, a pesar de que la criada le había hecho seña de que el desayuno estaba servido en el comedor. Una vez en la cocina, la señora de la casa abrió el refrigerador. Notó que se había acabado el jamón serrano, que del queso Gouda solo quedaba una lonja y que había comprado tres paquetes de carne de res para bistec y que solo había una. Pensó que no recordaba qué día de la semana había comido todos estos alimentos. Mentalmente hizo cálculos y las cuentas no le salieron exactas. Mariana Lebrón llamó con urgencia a la criada y le reclamó por la comida que faltaba. Como quien educa a un niño pequeño, sacó la gaveta de abajo del refrigerador y le mostró los alimentos destinados para ella y los demás criados. En la caja plástica había carne de res de tercera, vísceras de vaca, víveres y vegetales. La criada asintió con la cabeza como quien recupera una vez más la lección. La señora de la casa dejó bien clara su postura y sin hablar más del asunto se acercó a la mesa para degustar un suculento desayuno. Encima de un mantel blanco bordado se enseñoreaban los platos de porcelanas repletos de huevos fritos, tortillas de papa, pan francés y cereal. Había también tres vasos conteniendo agua, batida de fresa y leche descremada. Mientras desayunaba, Mariana Lebrón pensaba en el discurso que daría en la noche. Primero haría un esquema. Se le ocurrió esto cuando limpiaba la comisura de sus labios de la yema de huevo que se desbordaba. En el esquema pondría ideas puntuales que luego desarrollaría. Tomaba un sorbo de batida de fresa en ese instante. Con la mordida del pan francés se les iluminaron las neuronas y definitivamente llegó a la conclusión de que en su introducción no debería faltar una anécdota triste. Finalizaría su discurso con una frase que llame a la reflexión. Tenía la oración en los labios cuando degustaba un pedazo de la tortilla española.

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La criada recogió la mesa y llevó a la viuda una taza de café. En los platos quedaron grandes porciones de alimentos que fueron a parar a una bolsa negra, que más tarde se llevaría al zafacón que quedaba frente a la casa. Mariana Lebrón se fue a la biblioteca de la casa. Antes de sentarse en el escritorio seleccionó varios libros y con lápiz y papel en la mano empezó su tarea. Primero revisó el último informe del PNUD, luego husmeó en unos libros de UNICEF. Tomó unos recortes de periódicos y sombreó de amarillo informaciones que consideró relevantes. En la página en blanco construyó un cuadro que dividió en tres. A uno de ello le escribió con letras bien legibles la palabra introducción, al segundo le puso desarrollo y al tercero conclusión. En el primer cuadro comenzó a escribir frases que le pudieran servir para su discurso. Sus ideas fueron violentadas por el aviso oportuno de que en la bodega quedaban pocos vinos y que tendría que comprar más para la próxima fiesta. Los datos estadísticos le caerían muy bien para el desarrollo, pensó Mariana. Y las últimas noticias sobre el tema serían un palo si se abordan de manera adecuada. En ese momento interrumpió de nuevo su trabajo pues recordó que no había mandado a comprar el filete de res rostizado para Negrito, un perro pastor alemán fiero y odioso que se creía dueño y señor del patio de la casa. Se paró de la silla donde estaba, subió a la habitación por dinero y ya en la cocina se lo entregó a la criada para comprar la carne. Volvió de nuevo a la biblioteca y se dio cuenta que ahora le daba trabajo continuar con el esquema. Entonces, tomó el teléfono y comenzó a llamar a sus amigas. Habló por largo rato de los platos riquísimos que sirven en el Restaurante Valcárcel. Mientras decía esto la boca se le hacía agua al recordar la última langosta que se comió. Recordó lo gratinadas que estaban las papas y zanahorias. Saboreó de nuevo el caldo de cangrejo y no pudo evitar pasar la lengua por los labios al recordar el postre: selva negra con helado de vainilla. Recordó que la última vez que estuvo allí comió tanto que su barriga parecía que se iba a reventar y tuvo que quedarse

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un buen rato en la mesa hasta que el banquete se acomodara en el estómago. Ni el licor de Amaretto quiso armonizar con su digestión. Después de tres horas de charlas con diferentes amigas, Mariana Lebrón se dijo a sí misma que era hora de seguir con el trabajo. Pero antes quería echar un vistazo a la ropa que luciría para esa, su gran noche. Delante de su clóset eligió con sumo cuidado un vestido diseñado por Carolina Herrera. Se midió el vestido como si lo fuera a usar por primera vez y cambió diez veces de zapatos y cartera. Conforme ya con el producto final, comenzó a buscar los accesorios más adecuados. Después de pensarlo varias veces se decidió por una cadenita muy fina con un diamante redondo y aretes pequeños también de diamante. Se quitó el anillo de boda y los sustituyó por un aro bordeado de diminutas piedrecitas. Miró el reloj que se encontraba en la mesita de noche. Era hora de ir al salón de belleza. Se tomó un consomé de auyama con dos rodajas de pan integral y salió de prisa en su carro Mercedes Benz del 2007. El chofer cambió la estación radial, para escuchar sus bachatas preferidas, desde que vio que ella se perdía detrás de la puerta de cristal del establecimiento. A Mariana Lebrón le dieron masaje en la espalda, en la cara, en la frente y en la sien. La intención era quitarle el estrés y que pudiera estar bien preparada para su gran noche. Una vez en la zona de lavado de pelo, una chica joven y con arete en la nariz le masajeo el cuero cabelludo. No hubo que arreglarle las uñas, pues ya lo había hecho dos días antes. Pagó en el salón el equivalente al salario que, con mala gana, le otorgaba al chofer después de treinta días de trabajo. Mariana Lebrón llegó a su casa relajada y tranquila. Al abrir la puerta se acordó que aún no terminaba de escribir su discurso. Se adentró en la biblioteca y comenzó a repasar de nuevo lo que ya tenía escrito. Solo le faltaba completar algunas ideas para el cierre. Buscó con avidez entre los libros algunas frases que le permitiera hacer una conclusión de primera. De nuevo la indecisión la embargó. Encontró las siguientes frases de la Madre Teresa de Calculta: “Las cosas pequeñas hechas con amor, traen felicidad y paz. La falta de amor es la mayor pobreza”. “A veces

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sentimos que lo que hacemos es tan solo una gota en el mar, pero el mar sería menos si le faltara una gota”. “Dar hasta que duela y cuando duela dar todavía más”. Finalmente se decidió por una cita de León Tolstoi: “Antes de dar al pueblo sacerdotes, soldados y maestros, sería oportuno saber si no está muriendo de hambre”. El punto final lo redondeó como lo haría una chiquilla orgullosa de su tarea terminada. Leyó su esquema y trató de memorizar cada una de las frases relevantes que tenía que decir. Mariana subió a la habitación y comenzó su ritual con un orden minucioso. Pidió a la criada que le llevara a la alcoba uvas, una manzana cortada en trocitos pequeños y una pera. También ordenó una infusión de yerbabuena con limón. Se dio un baño de agua tibia y a medida que iba colocando la crema en su cuerpo comía la merienda recibida. Su ropa interior era de Victoria’s Secret. Antes de colocarse el vestido humedeció el dedo índice de la mano derecha del perfume Red de Elizabeth Arden y se lo frotó detrás de las oreja, en las muñecas y en los codos. Se colocó el vestido color azul turquesa, se maquilló el rostro, retocó el peinado, se colocó las prendas y por último se puso los zapatos y agarró el bolso. A la carpeta negra de leather, que tenía dentro el discurso, le cayó un poco de zumo de uva. Lo limpió con cuidado con una toallita húmeda con olor a lavanda. Buscó de nuevo los papeles que contenía el sobre y repasó el esquema. Mariana Lebrón inundó el interior de su carro con el perfume que emanaba su cuerpo. Desde que se sentó en el mullido asiento hundió la vista en el texto y, por esa pequeña distracción que a veces le ocurrían, no pudo ver a los niños que parados en el cristal de su auto extendían la mano para pedir dinero. Tampoco vio al joven adolescente que insistía en limpiar el cristal y que el chofer le mostraba la seña justa para que entendiera que no había dinero. Inmersa como estaba, en lo que diría en cada parte de su discurso, la viuda no pudo percatarse de la haitiana que con los tres hijos llenos de mocos pedía dinero para darles de cenar esa noche.

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Puntual a su cita, Mariana Lebrón cruzó el pasillo extenso que la conduciría hasta la mesa principal. Se trataba de un restaurante de los más modernos de la ciudad. El costo de una cena podía alcanzar para la comida de una semana de una familia de cinco miembros. Con amabilidad y respeto, la viuda saludó a todos los comensales. Algunos le comentaron sobre la pésima elección de la comida. Se quejaron de que los camarones no estaban frescos, que el caviar no sabía bien y que el vino era de una cosecha reciente. Mariana escuchaba sus palabras sin dar importancia a ninguna. Todavía estaba repasando cada frase que tenía que decir en su discurso. Terminada las primeras tareas protocolares, llegó el momento de cederle las palabras a Mariana Lebrón Vda. Rodríguez. Todo le estaba saliendo tan bien como lo había planificado. Comenzó su discurso haciendo una anécdota de los niños que mueren de hambre en África. Continuó el desarrollo de su intervención presentando datos estadísticos de la cantidad de personas que mueren cada día por no tener un plato de comida en la mesa. Habló de lo poco que hacen los gobiernos para solucionar esta problemática. Cambió el tono de su voz al enfatizar cómo la falta de nutrición adecuada afectaba el proceso de aprendizaje de los niños. Casi en susurro destacó que la alimentación era uno de los primeros y principal derecho de los seres humanos. Los ojos se le humedecieron cuando mostró en las proyecciones las fotografías de unos niños con las costillas al aire. Los infelices eran de Somalia. Mariana Lebrón respiró profundo, como para tomar impulso de nuevo y prosiguió con el cierre. Como al fin no se pudo decidir por ninguna de las frases célebres que había encontrado, llamó al público a la reflexión, mientras iba leyendo todas las que había anotado una por una. Los aplausos no se hicieron esperar. Las felicitaciones llovieron a cántaro. Finalmente el presentador vociferó con orgullo la satisfacción que sentían todos de que la distinguida señora Mariana Lebrón Vda. Rodríguez se estrenara esa noche como Presidenta de la Comisión de lucha contra el hambre.

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El sabor del jade

Ginés Mulero Caparrós| Brasil Huíamos de la hambruna y la tristeza. El viejo, en su lecho de muerte, nos aconsejó que si ocurría lo irremisible tendríamos que viajar hasta Río de Janeiro y encontrarnos con su hermano. Aquella enfermedad cruel nació diminuta en él (como una semilla podrida que envilece al tacto), en el yacimiento de sus pulmones. Al principio brotó lenta, disimulando, devorándole soslayadamente los bronquios; después se fue ramificando con la urgencia que acuden las plagas para encarnizarse amarilla en todo el cuerpo de papá; al final, una funda lisonjera de piel ceñía todos los huesos de su patético esqueleto. En el funeral de papá rompió a llover. El agua caía oblicua, delgada, de persistentes alfileres. La humilde caja negra parecía un espejo de azabache que reflejaba los nimbos cenicientos de la bóveda celeste. En el camposanto, el breve sermón del clérigo resonaba a hueco entre la persistente lluvia. Cuando acabó su exiguo circunloquio (con un “amén”) el féretro se hundió al fondo del nicho. A las honras fúnebres acudieron 4 gatos... (en Río no teníamos más familia ni más amigos que la Soledad con apellido: Pura); 4 gatos auténticos, helados y negros, como el café frío de dos días. Al terminar las exequias sólo quedamos mi hermano mayor Joao y yo, con las rodillas clavadas en la tierra blanda y con los ojos clavados en el cielo de piedra, encharcados por algo más... que el agua de la lluvia.

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Calados y hundidos como estábamos, tuvimos una plegaria también para mamá... Mamá se apagó (paradójicamente) en mi alumbramiento, hacía ya ocho inviernos. El infierno se nos agudizaba con la repentina muerte de papá. Trémulos de pavor más que de frío, partimos del camposanto; mi hermano Joao me arrancó de allí como si fuera una raíz. Ya al pie de la carretera, me enseñó una foto: mis padres sonreían recién casados; el agua cubrió enseguida la instantánea y sus ojos (bajo la laguna) brillaban como si todavía hubiera vida en ellos. Aquel pedacito de papel mojado era nuestra única maleta. La situación nos arrojó (como a jamelgos) a las vicisitudes de la incertidumbre. Joao y yo mismo, Gonçalo do Santos, veníamos desde Muriae, arrostrando nuestro dolor. Atrás quedaban Campos, Nova Friburgo, Macaé, S. Pedro da Aldeia. Estas pequeñas poblaciones habían visto pasear nuestras almas lúgubres, sigilosamente, despaciosamente, pero ellas tenían sus propias y particulares preocupaciones. Circunspectos y con retortijones, el hambre nos daba feroces dentelladas. Cuando llegamos a Cabo Frío intuimos que nuestro objetivo estaba muy cerca. El aroma de la costa del Atlántico nos alimentaba la esperanza: “Hambre para hoy, pan para mañana”, dijo Joao con voz queda, con la mirada perdida en el horizonte... con un atisbo de esperanza. Aquella noche la luna blanca colgaba baja, muy baja; se mostraba tan grande y espectacular que parecía que si alargásemos la mano y nos pusiéramos de puntillas, podríamos tocarla suavemente con la yema de los dedos; no hicimos ni un ápice de esfuerzo para comprobarlo: flaqueaban las fuerzas. Dormimos a la intemperie sin apercibirnos que el cielo nocturno estaba tachonado de estrellas que refulgían titilando, que el primaveral cielo nocturno era, al unísono, una miscelánea de sábana y techo. El rictus de nuestros labios estaba sembrado por una paradójica sonrisa, mitad angustia, mitad esperanza. Detrás de la sedosa cortina de oscuridad, en algún lugar, estaba tío Mauro, el Golden Gate (nuestro puente de salvación), y nuestro sueño bebía inexorablemente de ese pensamiento.

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La luz crepuscular maquilló mis párpados. Abrí los ojos con parsimonia, atolondrado. En nebulosa, observé a Joao dormido, hecho un ovillo, tiritando ostensiblemente de frío. Me dio por elucubrar que podría perder a mi hermano devorado por los colmillos afilados de la intemperie. “Somos tan frágiles como una lámina de hielo, como el cristal de la brisa que nos rondaba...”, pensé. Lo envolví con un tierno abrazo. Compartiríamos, si más no, el calor. Él asintió con la cabeza, sin abrir los ojos. Tenía en su espalda la humedad cogida, más bien (valga la expresión)... tomada. Desde ese momento no pudimos dormir: el insomnio nos ganó. Tiritamos con convulsiones, como si únicamente nosotros (en un rincón vegetal del universo) nos repartiéramos la helada. Al poco rato, las punzadas del estómago y la gélida brisa nocturna se condensaban en gelatina y nos herían con daga de plata que hurga en los intersticios de lo abstracto. Nos pusimos en marcha. Seguimos nuestra intuición (que caminaba por delante) y nos retiramos de la muerte sorteando la espesa vegetación. Si andábamos ahuyentaríamos al terrible lobo frío (poco habitual en la estación primaveral) que quería triturar nuestros resquebradizos huesos. Entumecidos, macerados por la espada húmeda del viento y silenciosos como una gruta en el centro de la tierra, afianzamos los pasos de nuestras erosionadas sandalias en dirección a Río ... Apenas el alba apuntaba iluminando como en una ensoñación la dehesa. Los azulados reflejos de la luna todavía cimbreaban tenuemente en las aguas del Atlántico. Desde la población de Niteroi la vista era privilegiada. -Gonçalo -advirtió mi hermano-, pase lo que pase en ese enjambre señaló la ciudad con los ojos entornados-, debemos permanecer unidos. Puede haber infinidad de peligros -Joao me cogió la mano apretándola con energía. Asentí con la cabeza. No tenía fuerzas para dejar escapar de mis labios resecos un monosílabo. Me aferré a su antebrazo. Mis pupilas se reflejaron en las suyas, titilando de brillo y seguí caminando pertinazmente...

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Joao do Santos acababa de traspasar la frontera de los catorce años. Era tímido y grácil como un cervatillo. Él sentía que tenía una gran responsabilidad sobre mí. Su miedo y el mío se encadenaban; sin embargo, no queríamos flaquear uno frente al otro para no desmoralizarnos. Si uno se derrumbaba, el otro caería como un fardo. Éramos uña y piel. Un arco gigante de sol nacía a nuestras espaldas. El reconfortante fuego -al principio de un rosa diluido de acuarela para luego tornarse en un intenso amarillo candescente- nos llenó de tibieza. Frente a nosotros, serpenteaba el sendero de grava grisácea y tierra ocre hasta perderse en la lejanía. Los más ínfimos guijarros se clavaban en las suelas de papel de nuestras sandalias y colándose por los entresijos nos torturaban los pies. Unos alfilerazos añadidos en el vientre denotaban nuestro famélico estado de ánimo. Ninguno de los dos nos quejábamos. De vez en cuando quebrábamos el rostro con un rictus de dolor, pero mirábamos hacia otro lado para no aumentar la consternación en nuestro fraternal espejo. Yo, Gonçalo, encontré semienterrado un jade diminuto como una lágrima de verde esperanza. Cuando le enseñé aquella veteada piedrecita a Joao, la miró con interés y sonrió. “Es hermosa”, dijo. “Esperó que nos traiga suerte”, inquirí confiando sobremanera en que aquella exigua porción de la naturaleza se convirtiera en un mágico amuleto. Guardé celosamente el presunto talismán en el interior del bolsillo de un raído pantalón lleno de flecos y suturas. Comprobé con los dedos de la mano derecha -sintiendo correr la sangre caliente por las venas- que el bolsillo no tuviera agujeros que dejaran escapar la infantil fortuna. Caminamos bordeando aquel enorme acantilado. La tierra caliza se desgranaba a nuestro paso y rodaba al abismo hasta caer en las escarpadas rocas que calzaban la angosta orilla. En las aguas mansas reverberaban estrellas de luz de color del bronce. Tanta quietud sólo podía presumir tormenta... Llegamos hasta las Favelas de “Cosme Velho”: latas y barro, cartones y humo. Abrigábamos la esperanza de la caridad. Pero aquella gente eran

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tan pobre que lo único que nos podían dar era aliento. Una anciana de ojitos taciturnos nos dio un poco de caña de azúcar. Masticamos con fruición extrayendo todo el jugo. Aquellos lugareños eran amables y bondadosos. Sus rostros demacrados por la hambruna reflejaban los suplicios por sobrevivir entre las aguas infectadas. Ingenuamente le preguntamos por tío Mauro a un viejo santón con una barba enrevesada que lamía sus rodillas. El santón nos sorprendió con una potente carcajada. Su boca desdentada nos produjo pavor... Las favelas estaban construidas con elementos de deshecho. No había agua. Ni luz. Estaban ubicadas en pendiente, en lo alto de una vertiginosa ladera. Tenían en la placeta una montaña de artilugios metálicos, herrumbrosos; los acumulaban allí para luego sacar unos cruzeiros. Había mesas y sillas desportilladas que esperaban inexorablamente la noche para transformarse en hoguera. Un diminuto río de orines descendía de lo más alto: el oro líquido de los pobres. La desolación y el olor a miseria eran las muletas que tristemente sostenían a aquellas personas que no tenían más dios que conseguir el pan nuestro de cada día. Mi hermano y yo conocimos a Roberto. Era un niño haraposo de once años que sólo había conocido el pingoneo. Estaba famélico; su piel tostada traslucía sus huesos de vidrio. Sus graciosos ademanes, la samba en su cuerpo, todo su ser parecía esquilmar la tragedia en que vivía. Hablaba y bailaba. Y lo hacía con la ausencia y la ignorancia de su propia desgracia. He de reconocer que nos sonsacaba las primeras sonrisas en mucho tiempo. “Os ayudaré a buscar a vuestro pariente”, canturreó sin dejar de mover los desenfrenados pies. Luego nos dio la espalda y sin dejar de contornearse agregó: “Mañana a las dos en el Estadio, en el Estadio de Ma-ra-ca-ná”. Mi hermano me echó el brazo por el hombro y continuamos nuestro ignoto trayecto con la música corriendo por los músculos de nuestras piernas. Sin darnos cuenta llegamos al Palacio de Catete (otrora residencia del Presidente de la República). Nos sentimos pequeños ante aquel edificio. La gente nos miraba; algunos con desprecio. Vimos

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algunos vagabundos. Vimos niños limpiando los cristales de los coches. Las miradas de unos y de otros estaban perdidas en las acequias... De pronto, un estruendo. Los adoquines crujían. Un tanque metálico dobló la esquina en pleno centro de Río de Janeiro. Algunos hombres cuchicheaban especulando si se habría producido un golpe de Estado... Los motores de aquel monstruo de acero se pararon junto a la Casa de Moneda. Un treintañero, negro como la noche, encorbatado e informado, le decía a otro negro en mangas de camisa: “Los vehículos blindados van custodiando la nueva moneda nacional, los reais; así quiere el gobierno “combatir” la execrable inflación...” Pasamos por el Museo de Bellas Artes. Nos sentamos en la amplia escalinata a descansar. Debíamos formar un cuadro repelente porque al momento un escrupuloso conserje, enfurecido y sañudo, nos espantó con ostentosos y resabiados aspavientos, como si fuéramos moscas. En la Biblioteca Nacional nos pasó tres cuartos de lo mismo. Los atardeceres en nuestra latitud son rojizos y asalmonados. Joao se ofreció a llevarme a caballo. Algunas ampollas de mis pies habían estallado y me sentía incapaz de proseguir. Me negué exhalando un suspiro, pero mi hermano me tomó a horcajadas con una fuerza impresionante. La playa de Flamengo estaba a menos de una legua. Era nuestro destino parcial para recuperar el resuello. Habíamos preguntado tantas veces -a diestro y siniestro- por el tío Mauro do Santos que la lengua parecía anquilosada, de cartón-piedra. Recibimos comos respuestas desplantes injuriosos y vergonzantes amenazas. Cuando Joao dejó de cabalgar conmigo a cuestas, hincó las rodillas en la arena y dio gracias al Santísimo. Las perlas de sudor dejaban una estela al descender por su rostro desencajado. Nos bañamos a mar abierto con las ropas puestas. Teníamos el paladar de estropajo y bebimos agua de mar. Sabía a rayos. Escupí al cielo la sal y me nevó en los ojos. Lloré. La sal del agua se colaba en las heridas de mis pies y por momentos sentí que perdía la conciencia. No le deseé a nadie tal iniquidad. Dormimos en las blancas arenas durante dos horas. El alboroto de una banda de niños mugrientos nos despertó. Ya era noche profunda.

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Aquellos niños desaliñados y harapientos nos invitaron a compartir su hoguera. Las lengüecillas rojas y violetas de fuego se alzaban al cielo dejando chispas naranjas florescentes que descendían tibiamente, como una travesura. La diáfana luz de la hoguera dejaba a las claras los churretes en aquellos rostros avispados. El que parecía el jefe de la banda intentó domar su enhiesto y rebelde flequillo sin conseguirlo. Luego se apresuró a alertarnos: -Tenéis que tener mucho, muchísimo cuidado -miró por doquier como si temiera que sus palabras pudieran tomar un eco que no pretendía...- con los Escuadrones de la Muerte. Asesinan a tantos niños con la miserable excusa de que así limpian las calles de Río de Janeiro... Les pagan por cada “pieza”. Un miedo terrible se encaramó a mis ojos de hulla. Joao me abrazó con emotividad para expresarme que él me protegería. Tiempo después pensaría que a todos aquellos asesinos habría que juntarlos y defenestrarlos, pero eso fue mucho tiempo después; en aquellos momentos mi cerebro sólo tenía espacio para el pánico. “¿Quiénes son los que envían a los degolladores de niños?”, preguntó mi hermano. El líder de aquella banda se encogió de hombros y encendió un pitillo... Los Niños Rata, “menhinos da rua”, eran considerados como una escoria, como una infección, como una plaga que se iba extendiendo más y más. Eran fáciles de identificar: sucios, malolientes, andrajosos, esqueléticos... De vez en cuando y cada vez con mayor asiduidad aparecían cadáveres de inocentes niños por las calles de Río de Janeiro y de otras muchas ciudades brasileñas; habían sido degollados o derribados de un certero disparo. Aparecían con la ablación de algún miembro, supongo que para justificar y cobrar su “captura”. Querían eliminar la peste que representaba a aquellos vagabundos bajitos. Querían dejar una sociedad reluciente, brillante, con lustre en la superficie. No hay justificación para almas tan correosas. Con otras palabras y con otro ritmo, Roberto, nuestro amigo de las Favelas de “Cosmo Velho”, nos explicaba el inminente peligro de los desamparados...

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Roberto era bizco. Pero su mirada entrecruzada no le impedía ver la certidumbre de la vulnerabilidad. -Hemos de ser astutos como un zorro y escurridizos como un pez -nos aseguró frente al Estadio de Maracaná. Insistió en que la indefensión podía ser nuestro peor enemigo. Si mostrábamos miedo, podríamos ser vulnerables. Debíamos ser avezados, no parar mucho en el mismo sitio y ser ingeniosos. Roberto nos enseñó sus estrategias: la simpatía y la lástima. “Hay que sobrevivir en la jauría”, tarareaba. Aquella mañana nos habíamos despertado helados. Dormir en la playa de Flamengo no había sido una buena idea. Pero es fácil saber las cosas a toro pasado. Nada más abrir los ojos me toqué el bolsillo. El jade permanecía allí, pero su fortuna no aparecía por ningún lugar. Caminamos toda la mañana tragándonos con suplicio nuestra hambre. Las terrazas de las playas de Botafogo y de Copacabana estaban llenas de turistas que nos veían con sus gafas negras de sol y se decían entre murmullos lisonjeros: “Qué pueblo tan paupérrimo.” En algunos momentos sentí la necesidad de robar una jangada, una de esas balsas con velas e introducirme mar adentro y arrojarme al océano para ser pasto de los tiburones. Pero la resistencia humana es inconmensurable. Pasamos junto a la Academia de Letras y de Ciencias y un hombre tosco lanzó un espumarajo contra mi hermano. Él, agachó la cabeza y continuó, templando mi ira. Cuando llegamos al Estadio de Maracaná, el menudo Roberto nos esperaba con los brazos abiertos. Nos condujo con correrías por atajos hasta llevarnos a un Centro de Registros de Personal para encontrar la dirección del tío Mauro do Santos. Al vernos entrar, nos echaron a puntapiés. Polvorientos e indignados, salimos de aquel lugar. Seguimos pululando desesperanzados. La principal estrategia de nuestro servicial amigo había fracasado estrepitosamente. Sin embargo, las gracias rítmicas de Roberto nos hacían retrasar el desaliento. Su siguiente objetivo era robar comida para nosotros. Llegamos a una tienda de alimentación. Nuestro pícaro amigo le dijo al fornido dueño que el hombre del quiosco

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-y señaló al otro lado de la avenida- quería hablar con él. El incauto dueño cruzó la avenida y mientras tanto nos llenamos los bolsillos de frijoles. Avanzamos aunando nuestra desesperación. Roberto daba saltos de alegría y su contagiosa risa calaba en nosotros y era bienvenida. Calmamos placenteramente el estómago. Roberto era todo un “carácter”: nos ofreció generosamente sus frijoles y su amabilidad. -A vosotros os urge más que a mí -dijo con tono plausible. Llegó la noche afilada como un suspiro de cuchillo. Roberto nos recomendó un escondrijo que nos ofrecería seguridad y nos guardaría relativamente del frío: las cloacas. Nos acompañó hasta aquel subterfugio miserable pero impenetrable para los Escuadrones de la Muerte. En el interior del subterráneo, Roberto nos dijo que aquellos “hombres” aprovechan la nocturnidad para hacer sus fechorías. Se despidió de nosotros chocando el dorso de la mano y nos metió en los bolsillos unos cuantos reais. Nos deseó suerte. Levantó la tapa de la alcantarilla... Un francotirador apostado en un tejado le... ¡levantó la tapa de los sesos! Su cuerpo -bañado de sangre fresca- quedó colgandero en aquel pozo de muerte. “¡Dios mío!”, exclamamos teñidos de horror. Aterrorizados, gritamos intentando escupir por los ojos los demonios de la brutal escena. Era imposible. Huimos por aquel túnel maloliente de los intersticios del infierno, de la sinrazón más abyecta, pisando ratas que chillaban agudamente... Mi hermano tiraba con virulencia de mí, pero el peso de mis lágrimas no nos dejaba avanzar con la prontitud que deseábamos... Al alba, salimos de la alcantarilla intentando convencernos mutuamente de que todo era una pesadilla. Entramos en la Cafetería Carioca. Mi hermano puso los reais que nos había dado Roberto con toda naturalidad encima de la barra y pidió dos bocadillos. A pesar de nuestro aguerrido aspecto nos atendieron con amabilidad. Masticamos el silencio. Ambiguamente... sonreímos. Nuestros ojos eran lagunas de tristeza, con un velo brumoso, vaporoso, de sinuosa vaguedad, de mirada perdida en las cloacas del recuerdo. Después de devorar el bocadillo..., el hambre me acuciaba todavía.

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Saqué el jade de mi bolsillo y pensé que no era un talismán de la buena suerte. Sin ningún juicio, en un arrebato, me lo tragué como si quisiera con ese gesto engullir la desgracia para siempre. Mi hermano Joao me miró perplejo, lívido como un lienzo. Un hombre atlético y bien vestido entró en la Cafetería Carioca... -¿Tío Mauro? -pregunté con incredulidad. Era él, efectivamente. Él nos sacó de la desolación y supo encararnos con la vida. Han pasado muchos años. Los Escuadrones de la Muerte siguen haciendo “limpieza”. Hace unos días oí susurrar a unos temerosos viejecitos que el tráfico de órganos reportaba más dinero que los diamantes. Yo todavía me pregunto: ¿Es que no hay nadie en el planeta que pueda acabar con las vergüenzas mais grande do mundo...? Al mediodía -reclinado en el sillón de cuero de tío Mauro -he soñado con Roberto. En mi sueño surrealista, él, tenía en su estómago el jade como si fuera una linterna que traspasa e iluminaba la pantalla de la noche: me instaba, con letras de neón, a que escribiera el relato sin reparar en el pudor y lo esparciera y venteara por doquier como semillas doradas rayanas a brotar de alguna forma en contra del hambre y la exterminación. Desde Río de Janeiro con tenura, a quien quiera ver: Febrero de 1999. Febrero de 2008: Desde Barcelona con ternura... la ceguera continúa.

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Elqui

(en mapudungún: lo heredado)

Carlos Marianidis| Argentina Es cuestión de tiempo, nada más. Ahora juegan entre sus cerros. Sólo juegan. Pero mañana, en un mes, el año que viene, serán como querubines ensayando, inocentes, la sonrisa del diablo. Dónde estará su familia, se preguntará un hombre bien vestido que les rechazará la estampita, los mirará con desprecio y continuará cenando con los amigos y diciéndoles que no, que no se puede creer que en una tierra donde en otoño se te cae una semilla de maíz y en primavera hay una planta llena de choclos pasen estas cosas. - Dónde estará su familia –repetirá, indignado, y enseguida preguntará por los goles del domingo. Su familia. En el principio, araron la propia tierra. Después fueron perseguidos y se resignaron a arar la tierra de otros. Avisaron que no se podía sembrar soja todo el tiempo; que había que dejar descansar a la mapu, pero nadie los escuchó. Y su esperanza murió en los surcos resecos. Entonces aprendieron a ser mineros. Y la piedra cambió de dueño.

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Al final, fueron ferroviarios. Pero sin cosecha y el cobre de los cerros consumido, el ramal cerró. Pronto dejaron hueco el caserío. Igual que bestias en medio de un incendio, de la montaña bajaron a la sierra, de la sierra bajaron a los llanos, de los llanos al pueblo, del pueblo a las ciudades. Por cada uno bajaron mil, porque en medio de la huída, muchos escondieron el miedo en un abrazo y le hicieron hijos a la miseria en esas noches que para consolarlos les abrió sus piernas flacas. Sin mesa familiar, sin horno humeante, sin pan caliente en qué reconocerse, perdieron la razón de enseñar los oficios. O tal vez ocurrió que perdieron los oficios y, después, la razón. Como fuera, no les quedó nada. Ahora, espoleados por el hambre y la injusticia, agolpan su terror amenazante frente a cada palacio de gobierno; cada hilera de escudos, cascos y bastones, para pedir por un techo, algunos surcos, un arado. Les contestan a golpes que el mundo cambió, pero nadie les dice por qué lo hizo sin ellos. Y la vida se les pasa. Es una vigilia eterna de oscuros pensamientos. Porque allá lejos, en el Congreso, donde los diputados sólo piensan en las tierras que le van a dejar a sus hijos, ¿quién le prestará atención a su peñi, el que fue a hablar por los hijos que le van a dejar a esta tierra? ¿Quién estará en la fragua cuando retorne el cobre? ¿Quién quedará que sepa laborar la semilla cuando el campo despierte? ¿Quién sabrá unir dos letras para decir que no? Mientras tanto, ajenos a todo, los niños cantan. Saben dos o tres canciones. Son coplas en la lengua que hablan sus padres, sus abuelos, que también las cantaron en la infancia y entre los mismos cerros. Caminan y caminan desde sus chozas hasta llegar al río. Cargan baldes colgados por las puntas de una pesada rama que les atraviesa los hombros. Tienen ojos saltones y mirada de pájaro, barrigas hinchadas, piernas tan flacas como sus brazos, pero cantan.

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Y vuelven ya, torciendo el espinazo como si fuera un juego. Hablan muy poco, sí. Apenas las palabras con que nombran lo que les falta: auco si se acabó el agua, caleu si hay que buscar otro río. Para qué más. Mientras en la capital los niños de su edad estudian inglés, computación o piano, ellos construyen su cultura por sonidos. El agua hierve cuando tiembla la tapa del cacharro, la cabra anuncia lluvia cuando corre con su cencerro de latón al cuello; hay que salir al monte por más leña cuando ya no se escucha chispeo en el brasero. Sólo el ruido en la panza los confunde casi todos los días. Si ruge ahí, a la altura del ombligo como si fuera un pan que se retuerce, es hora de ir a dormir aunque haya sol. Lo demás es muy simple: despertar y seguir como si nada, ordeñar los colores de la tarde, beber la noche, buscar su estrella. Con algo de suerte, cuando crezcan un poco más, se irán a vivir a la gran ciudad. Entonces, todo será diferente. Como jamás imaginaron. Para empezar, pasarán el día buscando papel. Mucho. Si es blanco, mejor. Alrededor de las diez de la noche, la hora en que el andén se ennegrezca de espectros, ellos aparecerán con su cargamento. Se encontrarán con sombras que fueron hombres y mujeres, caballos tristes y bicicletas oxidadas que arrastrarán la miseria rescatable. Atados de cartón, papeles, plástico, todo lo que pueda salvarse en los depósitos y acaso valga un poco, suficiente para calmar aunque sea por unas horas ese ruido que hacen las tripas. A veces, alguno verá un brillo en la basura y se beberá las dos últimas gotas de un placer ajeno; luego arrojará la lata, la pondrá bajo un pie y aplastará varias veces su destino desgraciado junto a tantos rencores que poco a poco le doblarán la espalda hasta domarlo o convertirlo en un ladronzuelo precoz. El resto de la noche será más liviano. Entrarán en pandilla a los restaurantes y se dividirán el laberinto de manteles. En cada mesa, dirán que tienen hambre. Con su grito de flor, con su mirada nueva encallecida de arrodillarse demasiado pronto, esperarán firmes hasta que los echen o les den algo.

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- En una tierra donde en otoño se te cae una semilla de maíz y en primavera hay una planta llena de choclos, dirá ese hombre de traje. A la madrugada, le abrirán la puerta de sus taxis a la gente que sale de los teatros, se untarán el invierno por los brazos, se repartirán el frío y las monedas. Pocas, como siempre. Se sacarán el espanto con alguna palabra prohibida que hayan aprendido o un gesto adulto que les irá plegando la piel sobre los labios suaves. Con suerte, después comerán un pedazo de pizza. Pero aún falta para eso. Ahora juegan entre sus cerros. Sólo juegan.

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Justos y pecadores

María Andrea Albertano| Argentina Ella se hacía llamar Esperanza. Todas las tardes, subía la cuesta de la calle Roque Sáenz Peña, en San Isidro, justo a la hora en que el sol empieza a acurrucarse tras las mansiones. Llevaba una sombrilla negra, zapatillas de color, una pollera larga, escapada de una vidriera de los años setenta y un carrito de bebé armado con ruedas de autos. La vi, por primera vez, un día de verano desde mi auto. Llevaba el pelo suelto, oscuro y largo. Durante muchas tardes de verano, la vi caminar bajo el sol punzante, siempre con su sombrilla y su carro y una altivez desafiante. Un día pude mirarla y conversar. Ocurrió durante la procesión de San Isidro Labrador. El olor a incienso invadía todo. Las imágenes del santo Patrono y su esposa María de la Cabeza, que un distinguido grupo de patricios llevaba sobre sus espaldas, encabezaban la multitud de feligreses que salía de la Catedral. Chicos corriendo entre los seminaristas. Familias enteras. Vecinos. Ilustres políticos. Un perro indiferente acodado en una esquina. Nenas con uniformes de colegio privado. Una anciana con bastón en la puerta de la casa. Otra que miraba desde un balcón. Y ella, Esperanza, con un rosario en la mano,

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detrás del Santo. Yo observaba la escena con mi anotador de periodista del diario zonal, apuntando detalles. Cuando el cura dijo “oremos”, Esperanza bajó la cabeza. En un gesto casto, que no tenía que ver con su estilo bizarro, unió sus manos llenas de anillos, con una delicadeza extrema, se santiguó como una anciana devota y detuvo su marcha. No llevaba la sombrilla ni su carro pero sí su pollera larga y sus zapatillas rojas. Yo seguía observándola desde unos metros. Y ella lo notó. Cuando la procesión retornó hacia la Catedral, me puse a la par de ella, después de conversar con un aristócrata de doble apellido y pasado turbio, que me contó que su bisabuelo ya había portado el Santo. Ella, sin ningún otro preámbulo, me miró curiosa. Y me dijo: - Hola. Me sentí un poco tonta, descubierta. Entonces, me presenté: - Me llamo Mariela Suárez. Y ella hizo lo suyo: - Yo me hago llamar Esperanza-, dijo. Nos apartamos un poco del grupo y pude mirarla. Debía tener unos 50 años. Tenía bigotes y las cejas inexistentes, delineadas groseramente. Su maquillaje era perverso. Se había pintado sin espejo. Y estaba mal teñida, la ropa mal remendada y las alhajas eran baratijas. Las zapatillas no eran de color, sino que estaban rotas y se le veían las medias. Vieja y fea, pensé. - Vivo en el Bajo, en la villita de Martín y Omar… ¿la conocés?-, me contó sin preámbulos. - Tengo un nombre verdadero, claro, qué te pensás… Pero uso Esperanza. Soy cartonera, le doy de comer a mis hijos con lo que encuentro en las bolsas de basura de los barrio altos-. Vieja, fea, pobre y cartonera, pensé. Y sentí pena. Sus ojos brillosos, vidriosos, profundos vieron en mi cara mi pensamiento. Y sin más, me dijo con absoluta sencillez y seriedad: “Puedo ser cartonera pero puedo venir a rezar como ellos”. Después de aquella tarde, volví a verla muchas otras, subiendo la empinada cuesta de Roque Saenz Peña. Siempre con sus zapatillas,

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su mirada altiva, desfachatada ante los autos lujosos que salían de las casonas, con personas sin nombre tras sus vidrios polarizados. Recuerdo que un día de principios del invierno, mi editor me pidió que me diera una vuelta por la villa Martín y Omar. “Se armó un quilombo groso, cagaron a palos a un empresario de la zona, uno que pone guita en el diario, andá y fijate qué es lo que pasó”, me resumió. Y fui. Acusaban a unos chicos de la villa de haber salido con unos fierros a reventarle la cara a Rodrigo Pérez Lecumbe, un anciano y adinerado empresario, dueño de una curtiembre que, decían, era sólo una fachada para tapar otros negocios. - ¿Vos sos del diario Buen Norte?-, me encaró un pibito roñoso, ni bien llegué. - Si- le dije. - Yo lo cagué a palos a ese cajetilla de mierda. Yo lo cagué a palos, ¿sabés…? Se metió con mi vieja y eso no se lo pude perdonar… Con mi vieja no te metás, viste, conmigo sí, pero con mi vieja no…Será pobre, pero es digna-, me decía con impotencia y furia, mientras la policía lo subía al patrullero. El polvo de la pobreza se me impregnaba en la ropa y el típico olor de la ropa secada a humo me hacía cosquillas en la nariz. Y no me gustaba. Hablé con una señora que era vecina del nene y con otra, con muchos que estaban por ahí… “Se metieron con Alicia, te parece…”, me decían con preocupación. - Y a Alicia –pregunté- ¿dónde la puedo encontrar?. Me llevaron a una casilla de chapa y viento. Una casilla parecida a todas las otras, un rejunte de cartón, de revistas viejas, con ropa descolorida colgada de una soga tonta que se hamacaba entre dos pedazos de madera y unos malvones llenos de flores, metidos en una lata de pintura. - Alicia, Alicia, salí que hay una chica del diario Buen Norte…-, dijo la señora. Cuando Alicia salió la reconocí. Era Esperanza, pero sin disfraz: una vieja fea, pobre, con el pelo recogido en un rodete, un batón zurcido, unas ojotas que portaban sus pies roñosos. Y los ojos profundos, con lágrimas colgadas de sus pestañas largas y limpias.

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Aunque no me lo dijo, me reconoció. - Contale, Alicia, contale que la chica puede sacar algo en el diario… Y así lo cagamos a ese hijo de puta-, le decía la vecina. Y Alicia me contó: - Un auto lujoso se acercó por la avenida de la ribera en el Bajo, yo iba caminando y detuvo su marcha. Me insultó, me dijo que era un sorete, que no apareciera más por la Catedral, que yo no debía estar ahí… que yo no podía ir a rezar… Que no me van a dejar entrar nunca más…-. Cuando volví al diario, me pidieron que contara qué había averiguado e inmediatamente me dieron órdenes precisas. - Acá vamos a contar lo que corresponde. El que pone la guita es el empresario. Lo que digan esos ratones, me importa tres carajos, ¿entendiste?-. A la semana siguiente, en la página 4 del diario local Buen Norte el título decía: “Crece la violencia entre los jóvenes del Bajo”. Y, como bajada, la ilustrativa explicación: “Golpean a un empresario, destrozan su auto y tienen que llevarlo al Hospital Central. No es el primer caso. La Asociación Amigos de San Isidro argumenta que esta tendencia se debe a la delincuencia por la falta de trabajo de la gente”. Después de leer eso, que yo misma había escrito, supe por qué ella se hacía llamar Esperanza. Y por qué yo no.

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La fiesta compartida

Benito Pastoriza Iyodo| Costa Rica Cuando me despierto en la noche puedo ver desde mi oscuro rincón las enormes ratas nadando en el lapachero. Al principio me causaron pavor porque me recordaron la vez que sentimos sus miles de piececitos sobre nuestros cuerpos. Aquello nos pasó por lo del cumpleaños de la rechonchita. Esa idea de Pachín de ponernos a espiar las fiestas que prometen. Llevábamos todo el día buscando comida en los basureros hasta que por fin dimos con un familión celebrando un pasadía con harta comida. Los platos se desbordaban con tacos, enchiladas, ensaladas, carnes, frijoles y cantidad sobrada de tortillas. Supimos de inmediato que allí la comida sobraría, que las bolsas plásticas se llenarían de esa comida familiar tan gustosa. Sería cuestión de esperar. Le cantaron las mañanitas a la niña gordita con cachetes color melón y vimos el pastel rosado colmado de fresas y crema, coronado con una muñequita plástica que se parecía a la niña. Ese día nos pondríamos las botas. Al rato la piñata explotó después que un niño fuertote y grandotote le dio tremendo golpe al burrito de papel azul y a la niña que se encontraba cerca. La niña lloraba a todo pulmón mientras los demás niños corrían como locos a buscar sus dulces. Nosotros íbamos ubicando aquellos

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dulces que rebotaban lejos de las miradas feroces para luego recogerlos de los lugares precisos en donde habían caído. Nuestras tripas iban dando tumbos cuando por fin se decidió el familión despedirse de las amistades y los invitados. La despedida duró casi más que la fiesta, por lo menos así lo sentían los relojes de nuestros estómagos. Nuestra alegría se colmó cuando vimos que Doña Limpieza, toda fiesta tiene una, tiraba los platos de papel con la comida intacta a la bolsa, no los vació en otra bolsa ni nada por el estilo. La comida estaría servida, sería cuestión de sacarla de la bolsa y a comer se ha dicho. Al irse la familia, sacamos con cuidado tres o cuatro platos y empezamos a saborear aquellas sobras que tan bien sabían después de días sin comer. Sobró bastante comida y fue idea del Pachín de llevárnosla esa misma noche al túnel. Tuvimos que aguardar que los otros se fueran, cosa que no dieran con el tesoro que habíamos encontrado, comida para por lo menos tres días. Ya para entonces conocía yo las ratas, pero de lejos, había aprendido a esquivarlas, buscarles la vuelta, sin meterme demasiado en este mundo subterráneo que también les pertenecía. Pachín pensó que el mejor lugar para cuidar la comida sería tenerla de cabecera, cosa que si se acercaban los otros ya los podríamos atrapar. Así fue como nos recostamos y colocamos la bolsa casi sobre nuestras cabezas. La noche ya estaba entrada y las panzas llenas y por lo tanto nos entró el maldito sueño. Eso de dormir no conviene en este mundo. Cuando nos dormíamos en el otro alcantarillado siempre nos pasaba algo que nos acercaba más a la muerte. En el alcantarillado de los Coyotes a Pachín se le ocurrió dormirse y nos dieron tremenda paliza los que de allí se habían adueñado. Estuvimos sangrando un par de días y a mí no me cicatrizaba la cara. El tajo que me habían dado me cubría medio cachete y parecía una de esas medias lunas que se aparecen en las noches donde todo está a medio iluminar. No bien entrado el sueño, comencé a sentir un cosquilleo en la planta del pie. No le presté atención pensando que nuevamente sería Pachín con una de sus sandeces y cerré los ojos para que aquel descanso indebido

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llegara. Luego sentí un bulto pesado plantarse en las nalgas. Desde allí comenzó a emitir sonidos extraños como si estuviera comunicándose con una tropa. Eso me paralizó; intenté moverme y pero pánico no me permitía respirar. Pensé en la última paliza que nos habían dado, en mi cara cortada, en las muchas que serían. El Pachín dormía a pata estirá. No había manera de saber cuántas ratas se encontraban sobre su cuerpo. De soslayo pude ver una rata que le escarbaba la nariz. Los dientes afilados se engomaban con lo que sacaba de los orificios nasales de Pachín. No lograba sacar voz de mi garganta, ni un grito, ni un aullido. Me espantaba de mi espanto. Ahora sentía unas quince ratas subiendo y bajando por el costado de mi espalda. La bolsa ya había sido rota y de ella sustraían el tesoro de la fiesta que habíamos espiado. Sentía sus pezuñas rasgar mi cara, entrar en la piel del cuero cabelludo. Mi cuerpo inmóvil se había vuelto la carretera hacia su alimento. Algunas eran tan largas y gordas que apenas podían con su cuerpo y se sentía la lentitud con que llevaban su peso hacia la bolsa. Y Pachín muerto en su sueño, roncando como si aquello no estuviese pasando. Su boca abierta por el ronquido, era parada necesaria para las que por allí pasaban. Intenté gritar pero el miedo paralizaba todo intento de poder salvarme. Ya había visto una niña en el túnel morir de rabia. La chamaca la mordió una rata el primer día que entró al alcantarillado. Había huido de su familia porque quedó preñada de uno de los chamacos del barrio. No pudo bregar con la vergüenza de ser señalada y se metió aquí con nosotros. Al principio se le vio muy valentona, pero horas después la pobre tiritaba de miedo y frío como si la hubieran transportado al peor de sus sueños. Su cuerpo se rindió rápidamente a la enfermedad y a los pocos días la agarró la muerte con su pancita de madre que se le notaba ya. Aquel rostro en agonía se pintaba en mi memoria mientras las patitas de las ratas corrían rápidamente sobre mi espalda. Pachín, despierta, Pachín, me repetía en el silencio de la mente. Al parecer todo el sueño del mundo se empozó sobre mi cuate, cuando noté que éste abrió un ojo y me guiñó una señal de alerta. Ya teníamos nuestras señales secretas y ésta significaba a correr como locos cueste lo que cueste. A

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la segunda guiñada saltamos como monstruos furiosos en un galopar desenfrenado que pareció espantar a las decenas de ratas que caían de nuestros cuerpos. Ahora todas las noches las observo desde mi rincón oscuro. Las veo chapotear y rabiar unas sobre las otras. Las oigo zumbarse unas maldiciones milenarias. Hasta gracia me han causado. He aprendido a dormir despierto, a nadar en el silencio del alcantarillado, a oler comida en el vacío de la nada. A percibir con mis pequeños ojitos la llegada en la oscuridad de la otra manada.

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Oro

Luis Alberto Chávez Fócil| México El buitre llegó y, con su largo y afilado pico, curvo en el extremo, hurgó en la carne descompuesta sin hacer caso, por supuesto, de las monedas de oro que a la luz resplandecían entre la gusanera. Al momento arribaron varios más que, en cuestión de horas, dejaron sólo los huesos en aquella cumbre enrarecida. Terminando el festín, elevaron, ahítos, el vuelo. Quedaba allá abajo una considerable riqueza, una fortuna a merced. Han pasado los años y aquél tesoro continúa ahí, a la vista, apenas cubierto por una hierba seca y rala; el viento se encargó ferozmente de esparcir los restos de costillas, calavera, fémures. A pocos kilómetros al pie de la montaña, llegó paupérrima familia, huyendo de la indolencia, la injusticia y construyó una choza. Una tarde, el padre de estos débiles subió por casualidad a esas alturas. De pronto, ya desde arriba, comenzó a gritarle a su esposa que, apresurada, salió para indagar con la vista hacia el sitio de donde provenían los gritos. La mujer acudió y regresó por unas hondas vasijas de barro a las que, ante el estupor de sus hijitos, vació por completo el contenido.

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Luego, locos, fuera de sí, salieron apresuradamente del lugar sin decir palabra. Transcurrieron semanas, nunca más volvieron. Sus hijos fallecieron de temor y de hambre. Los buitres regresaron de nuevo al lugar. Sombras Uno a uno fueron muriendo los niños. Primero los más pequeños y frágiles, convertidos en astillas antes de su último respiro. Después los más grandes y otrora gordos, que fueron salvados temporalmente por su corpulencia de antaño. Así separó la Muerte a los pequeños, por jerarquía de volumen y peso. Una balanza vieja fue la encargada de decidir los destinos. Todas las tardes los niños formaban una línea afuera del hogar temporal de la Muerte, que había decidido mudarse al encontrar tan demandados sus servicios en aquel lugar. Para empezar, la Flaca decidía algunas suertes guiada por la simple vista. Los más enclenques sabían ya que su futuro estaba sellado y que serían los primeros elegidos de ese día. Para separar a los que su cuerpo no estaba tan notoriamente afectado, la fiel balanza prestaba sus servicios. Para los niños de 5 años, la línea límite de supervivencia se encontraba en los 6 kilos; para los de 10 años, en los 13. Y qué fácil era llegar al límite, apenas se requería esfuerzo. Los padres y las madres, desesperados por lo que estaba sucediendo, se limitaban a mirar desde el umbral de sus casas a sus hijos alejarse, rogando que aún quedaran esperanzas, deseando que sus infantes resistieran el juicio, aunque fuera unos días más. Las madres lloraban desconsoladamente cada vez que sus hijos debían partir. Varias quisieron evitar que se fueran bloqueando la puerta con sillones raídos o agarrándose con las uñas de las piernas de sus niños; pero era inevitable. Los padres sabían que debían ir, por lo que arrebataban a los pequeños de los brazos de sus madres y los dejaban sollozando en el camino; incluso los muebles parecían saberlo, pues algunos se resistían a ser arrastrados hasta la entrada o se retiraban voluntariamente para dejar el paso libre.

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El cura del pueblo hizo negocio convocando a los padres a resguardarse en su parroquia cada vez que el juicio se llevaba a cabo. Ahí dentro ofrecía rezos inútiles y paseaba la canasta de las limosnas el mayor número de veces posible. Los padres, creyendo que ahí estaba la salvación, dejaban en el recipiente de mimbre hasta su último centavo. La razón: ya no existe la salvación en el mundo terrenal, al menos la tendrán en su vida ulterior. Después de todo, un centavo no bastaba para comprar pan, pero sí para complacer a Dios, al menos hasta cierto punto. Lo que era verdad era que entre tantos centavos el que terminaba bastante complacido era el cura. La gente que lo miraba veía en él la fuerza divina encarnada, pues era el único de todo el lugar que no estaba flaco hasta los huesos. Lo que no veían era que diariamente se trasladaba a la ciudad más cercana a intercambiar centavos ajenos por minutos de vida, vulgarmente llamados comida. Y es que desde hace algunos meses esos minutos de vida habían dejado de existir en el pueblo. La sequía total fue el terrible augurio de lo que iba a suceder. Los plantíos murieron y con ellos los herbívoros de primer orden. En una secuencia fatal las criaturas que gustaban de la carne se encontraron con que ya no tenían qué comer. Así fue sucediendo la cadena, hasta que sólo el resistente homosapiens estaba en pie. Y a partir de aquí fue en donde se demostró que tal resistencia no era infinita. Primero la gente se mantuvo con esperanzas, argumentando que así como todo lo que sube tiene que bajar, también todo lo que falta algún día regresará. Pronto aprendieron que los refranes son vanos, y que sólo se cumplen en ciertas circunstancias; más que nada, cuando les conviene. También aquí se desmintió que la esperanza muere al último, pues fue una de las primeras víctimas. Todo el pueblo asistió a su fusilamiento público y lloró cuando su cuerpo intangible cayó inerte. El juez la acusó de traición máxima a su pueblo. Al juicio acudieron de testigos todos los niños que murieron al principio de la catástrofe. La gente se dio cuenta de que los infantes no dejarían de morir a menos que algo se hiciera. Se formó una brigada de valientes, conformada por pueblerinos que habían tenido antes la oportunidad de visitar la ciudad, cuya misión consistía en hacer hasta lo imposible por llegar sanos y

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salvos al Palacio de Gobernación, presentar su caso al Gobernador y regresar con éxito. No fue tarea fácil. En el camino la brigada debió enfrentarse no sólo a las inclemencias del clima, sino a otras brigadas de diferentes pueblos que habían decidido que llegando a un cierto punto el canibalismo ya no era una ofensa a la ética. Algunos perecieron en el trayecto. Unos cuantos fueron tragados por la arena o disueltos por el calor; otros tantos despertaron en medio de un banquete donde ellos mismos eran el plato principal; a algunos los sorprendió la muerte mientras soñaban que mordían la pierna de un pollo. Sólo unos pocos llegaron. A salvo, pero ciertamente no sanos. El problema fue planteado en el Palacio ante el asombro del Gobernador y su gabinete, lo cuales aseguraban que aquello no podía ser posible, pues la cosecha de ese año estaba siendo excepcionalmente buena. Argumentaron que la reforma agraria había permitido que los campesinos obtuvieran métodos mecanizados para agilizar y facilitar la cosecha, los cuales estaban siendo subsidiados por el Estado para evitarle al pueblo cualquier tipo de costo, pues el Estado miraba siempre por el bien de sus súbditos, siempre y cuando éstos se mantuvieran en paz y tranquilidad. El resultado fue que los miembros de la brigada fueron acusados de revoltosos, de atentar contra el orden nacional y fueron recluidos en las mazmorras estatales, donde no duraron mucho tiempo. El gobierno, para guardar las apariencias, mandó al pueblo a un inexperto perito que murió engullido en el camino. En el pueblo, al no saberse nada de lo sucedido, se habló de nuevo de traición a la patria y todos los familiares de los ex-miembros de la brigada fueron fusilados sin entrar siquiera a juicio, comprobándose entonces que el alimento es un necesario ingrediente de la lucidez. Lo único que se logró fue disminuir aún más la menguante población. Fue aquí cuando comenzaron los fusilamientos masivos, resultado de la locura alimentaria, que se dedicaron a eliminar a supuestos brujos, a traidores, a aquellos que tenían un poco de comer (¡ay, la naturaleza humana!) y a alguno que otro despistado que simplemente pasaba frente al paredón.

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Cuando un grano de maíz o un frijol era encontrado acostado entre las hierbas, era guardado como un tesoro invaluable y defendido con garras y dientes por su poseedor. La fiebre del oro parecía un simple juego comparada con la búsqueda por alimento que se dio en el pequeño pueblo. Almacenes y fábricas fueron destruidos por la marabunta de personas que exploraban con una sola idea en mente: encontrar algo que fuera mínimamente comestible. Así se estableció la costumbre de masticar madera y lamer piedras, lo cual no ayudaba en absoluto, pero al menos era una astuta manera de engañar a las entrañas por tan sólo un momento. Mientras tanto, entre tanto alboroto, la población infantil desapareció por completo. Con ellos se fueron las risas y las carcajadas, el ruido de los columpios, las correrías al atardecer. Ese fue el verdadero momento en el que el pueblo murió. Ya no podía llamarse vida a aquellas patéticas figuras que deambulaban por los callejones buscando alguna rata sobreviviente para mordisquearla un rato. No se movían por voluntad propia, sino por la pura inercia del ser “vivo” que busca mantenerse en ese estado, aunque ya no tenga ningún sentido. Antes, al menos existía aún el calor del amor paternal. El amor que aquellos padres habían sentido por sus hijos y que ahora parecía un recuerdo de una vida pasada, ajena. Pues aquel amor era a prueba de todo. El amor fútil que había existido entre las parejas desapareció rápidamente, pues no había tiempo de pensar en el matrimonio cuando su mente estaba totalmente concentrada en su estómago. Y cuando se fue el amor, la Muerte se dio cuenta de que su labor había terminado, pues ya no quedaba más vida que arrebatar. Las criaturas flacas y obscuras que aún se paseaban por el pueblo eran simples sombras deslizándose por las paredes. Eran sombras de lo que algún día fueron, eran las sombras de las viviendas que se proyectaban en el crepúsculo, eran las sombras de lo que algún día fueron los cuerpos alegres y vivaces de sus hijos.

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Spoiled grace

Kelley Burns| Estados Unidos The water sloshes from the jug he carries and wets his chest, rolling like fingers down his belly. His baby-soft eyebrows knit together, his back straining. When he sleeps in the afternoons, under the counter, behind the crates of avocado, tomato and papaya, his hairline wet and slick against his forehead like dark pencil lines; and when she carries him on her shoulder, head tucked, arms dangling, he still feels doughy, like when he was born. He feels like he did before he could walk and carry things too heavy, before he tried so hard to be her hombrecito. “Gracias, papí.” She tells him when he sets the jug at her feet. “You’re my best helper.” He arranges himself on an overturned wooden crate and swings his legs. She turns back to the small griddle wedged inside the stand, itself wedged between the sidewalk and busy street. She pulls a tortilla from its surface with her bare fingers, and gives it to the boy. He juggles it back and forth between his hands. He blows on it and takes a bite. His mother watches him; watches him eat. She memorizes the curve of his body, the roll of his belly and the flesh of his arms. She compares today with the image of him catalogued from yesterday, to see if his body has noticed that lately he has eaten more beans and less meat, more bread and less cheese.

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“Why the worry face, mi’jita?” A graying woman in a faded blue apron asks her through the window as she arranges tomatoes in a box, turning the bruises toward the bottom and setting aside the un-sellable for themselves. “Nothing Mamá”. She turns back to the grill and flips the tortillas. “We are not so bad off. He still has food to fill his belly.” “I was just looking, Mamá.” “When was the last time you looked at yourself?” The old woman steps around the crates and into the stand. She puts her hands on her daughter’s shoulders and pinches her firmly on a protruding collarbone. “Children should be fat and the mother skinny.” The girl says, “What kind of mother would I be if I walked around fat and left my baby skinny? Que verguenza.” “Then what kind of mother am I to let my daughter waste to nothing?” She squeezes her collarbone again. “You wouldn’t even give flavor to a soup.” “Ow, Mamá!” She twists out of the old woman’s grasp. “Fine, I’ll eat.” She grabs a tortilla she had burnt earlier, tears a part of it and puts it into her mouth. She exaggerates chewing and sticks her tongue out showing the masticated corn flour. “See. I’m eating.” She closes her mouth and giggles as the bit of tortilla calms her stomach. Her mother swats at her playfully, “Malcriada.” They serve plates of food to pedestrians and workers in the nearby offices and stores. They exchange fruits and tortillas for transient coins with street vendors. At the end of the day, they gather the crates of leftover produce and stack them gently inside the stand. They drop the horizontal door over the window and close up. They chain the small wooden table to a tree. The grey-haired woman looks over things as her daughter gathers the small boy in her arms. Closed and gathered, the stand is no larger than a dumpster. She double-checks the locks again before stepping onto the bus.

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The bus is crowded. They stand for the two-hour journey through streets choked with vendors, street performers and beggars missing limbs and sensations. They take turns holding the boy in one arm and gripping the bars on the seat with the other as the bus leaps and lurches. They step off one bus and onto another that will take them further from the city center, into steep roads with small houses stacking and clinging to one another lest they slide away. They lower themselves from the bus and begin walking up roads too steep for vehicles. The old woman balances a woven bag on her head and the girl carries the sleeping boy against her shoulder. It is already dark and roughly tattooed boys lean against painted poles hissing and calling to them as they pass. They stop in front of a small cement building with a metal door. The old woman pulls a key from a string around her neck, opens the door and they step inside. The girl lays the boy in a woven hammock strung across the small living space and gestures to the wooden table flanked by two equally simple chairs. “Sit down, Mamá. I will start cooking.” “Gracias, mi’jita.” The woman hands the woven bag to the girl and she removes from it bruised tomatoes and onions. The old woman sighs and reaches to the hammock and begins to rock it gently. She hums so softly it could be confused for a sigh. The girl cuts the vegetables into a pot and begins to heat the leftover tortillas. The sound of coins knocking on metal comes from outside and the old woman stops the rocking hammock. She goes to the door and opens it to a man in a neatly pressed, collared shirt. He removes his hat, revealing barren scalp peeking from behind thin, oiled strips of hair. “Buenas noches, Señora,” he says. “Is your daughter at home?” As he speaks she sees the silver in his front teeth and that they shine like false coins. The old woman steps beside her daughter and takes the stirring spoon from her hand. “Te busca,” she says. The young woman breathes deeply then reaches around behind her to remover her apron. She leaves the stove to attend to the man at the door. The old woman watches the

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thin sauce begin to bubble in the pot as she passes the metal spoon round and round. When the couple passes into the bedroom and the curtain is pulled closed, she crosses herself but offers no prayer. “Tengo hambre Mamá.” He pulls at her blouse. Her fingers feel fat and stiff as she struggles to unfasten the buttons. He reaches for her breast insistently. “I’m hungry, Mamá” His fist opens and closes pinching her skin. She opens the blouse and exposes her breast. His mouth searches for her nipple and begins to suckle. Her head bobs and her eyes feel heavy and clouded. She struggles to open them, to hold her head up. He pulls his mouth away from her dry nipple and whines, “I’m hungry, Mamá.” She puts her nipple into his mouth again. He suckles two, three times and begins to cry. “Hungry.” She kneads her breast once then urgently when nothing comes out. She tries to move him to the other breast but there is already a mouth lapping greedily at her nipple. Her milk runs down a stubbled chin. The mouth stops and laughs just long enough that she sees his silver teeth before pulling again at her breast, rough and insatiable. He begins to bite and tear at her flesh and her red blood stains the white milk slopping on his chin. She closes her eyes tightly and turns her head into her crying child. The young woman wakes when her head smarts against the bus window as the driver stops sharply. Her hands clench her breasts as she struggles to breath deeply and calm her racing heart. She leans her head against the windowpane still cool before the dawn and watches the scenery pass in blurs of green plants and cardboard homes. They step off the bus and gather themselves. The old woman sets the boy on the ground and holds his hand as he walks alongside her. She notices a crowd gathered near their stand. She hears loud talking but can’t make out their words. She hears someone say, “break in” and passes the boy’s hand to his mother. The old woman hurries ahead and makes her way through the murmuring onlookers. She stops short.

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The security guard from a nearby appliance store has his gun drawn and pointing at a figure laying face down on the sidewalk in front of their stand. The guard is yelling at the figure to “stay still” and “to not move.” The horizontal door over the window to their stand has been broken and pried open. She looks again at the figure lying prostrate on the ground. His clothes are soiled and filthy, torn and threadbare. He wears no shoes and his feet are tarred, cracked and calloused such that she is sure he’s never worn them. His hair is sooty and uneven. His bone-thin arms and legs are spread as if he were swimming on the sidewalk. “I caught him.” The guard tells her, gesturing with the gun. “He got inside your stand. I called the police. We are waiting for them.” Her daughter has made her way through the crowd now and is looking at the stand. The young woman picks up the boy and turns slowly in a circle as she registers the damage. Avocado, potatoes and onions spill out of the bended metal among splinters of broken crates. Smashed papaya and oranges stain the concrete. Her breath catches and her eyes well. “Oh Mamá.” She wails, “It’s all ruined.” The old woman continues to watch the figure on the ground. He lies there, still as death, only the rising and falling of his back hint that he remains a living creature. The old woman moves to him and squats beside him. He raises his head and she looks at him, a young boy, no more than 12 years old. “How long has he been here?” She asks the guard. “I caught him. He was in your stand. He broke in.” “How long has he been like this?” The grayed woman asks still looking at the young boy. The guard looks at his drawn gun. “I don’t know,” he says, “I called the police. Maybe an hour ago”. The woman sighs. “Let him go,” she says and rises to her feet.

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The guard looks at her, confused. She steps to the guard and places her hand on top of his outstretched arms. Gently she lowers his arms, pointing the gun to the ground. “The police will not come,” she says. “I caught him.” The guard says, unsure, “He was in your stand. I heard him and I saw the door opened. I caught him.” “Thank you,” The old woman tells him, “but the police will not come for this.” The boy raises his head and begins to move on the ground. Slowly he sits up on the sidewalk and crosses his legs under him, still unsure. “Mamá!” The young woman stops crying and yells at her mother, “What are you doing? We can’t let him go. Look what he did!” The old woman looks again at the stand, the broken door and ruined vegetables. She picks up an avocado that had spilled onto the ground and turns it in her hand. It is small and ripe, but not so ripe that they could not get a good price for it. She walks over to the boy sitting on the sidewalk; suddenly alert and looking around like a small bird. She squats again in front of him and holds out the avocado. “Here,” she says. “Take it.” The boy looks at her untrusting, and then focuses on the fruit. He reaches out timidly; then snatches it from her hand. “Go.” She says and the boy lights onto his feet, bolts past the crowd and disappears into the busy streets. The guard shakes his head, holsters his gun and returns to his place in front of the appliance store. The crowd begins to disperse itself. The young girl is turning circles. She holds the young boy in her arms who is sucking his fingers. “Mamá! How could you?” She is trembling through tears, “He ruined everything! What will we sell? What will we eat? How could you give him more?” “I gave him food,” the old woman says as she gathers the spoiled items in her apron, “because he was hungry”.

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Los sueños

Luz García López| México Graciela se quita el mandil ya cerrando los ojos de sueño. Todo el quehacer lo trae sobre los hombros: la trapeada, la comida, la lavada, la planchada y todo lo demás. Se quita el vestido y en su deshilachado fondo se mete a la cama en el huequito que queda. Los tres chiquillos duermen a los pies de la cama, el nene entre ella y Nicolás, su marido, y su prima, la arrimada, del otro lado de ella. Nadie se puede mover y pasan toda la noche en una guerra muda y sorda por un poquito más de colchón. Pero con todo y todo, en esa cama es donde todos sueñan: con otra cama, con más carne, con otros zapatos, sueñan con más amor. Graciela sueña que cruza un eje vial con sus cuatro hijos pero los carros y los camiones no dejan de pasar, ni de echar humo. Nicolás sueña con la prima arrimada, y ella, ella sueña con Nicolás.

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Tríptico de la desolación (tres momentos en la vida de Paulina Huincahuel)

Julia Rita Chaktoura| Argentina I La niña abre la puerta del rancho y ve la nieve que cae con fuerza. Ya se han acumulado más de veinte centímetros y el cielo muestra un enojo que no se va a disipar fácilmente. El viento estepario insiste en refugiarse entre los pliegues de su ropa. Paulina tiene que salir y andar una legua bajo la tormenta. Inquieta, mira hacia arriba para adivinar la hora, pero el sol la esquiva. - Deben ser las once-, piensa y siente un retortijón en el estómago. Eso la decide. Va hasta la esquina del cuarto donde está la caja con sus pertenencias, busca una chaqueta deshilachada, los guantes viejos, sujeta un pañuelo alrededor de su cabeza y vuelve a abrir la puerta. Ahora nieva más despacio. Mira a su familia que se calienta junto al fogón, les hace un ademán y sale. A cada paso se hunde hasta la rodilla y por momentos más arriba. Procura recordar las formas del terreno. “Por aquí es más alto y por allá deben estar las piedras grandes.” Cuando cruza el arroyo helado aminora la marcha. Se cuelga del alambrado y tantea la leve capa bajo la que burbujea el agua.

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Un chasquido de cristal roto la paraliza. Contiene el aliento y aprieta el alambre hasta clavarse las púas en las manos. Da otro paso, y otro, y otro, siempre hacia delante. Nada puede desviar a Paulina de su rumbo. El sudor le congela la piel y la ropa se acartona. A lo lejos, el campanario de la capilla se encuentra con sus ojos. Otra vez arrecia la nevada. Las zapatillas mojadas le chancletean en los pies costrosos. “Un poquito más y llego”. Cuando alcanza las primeras casas de la aldea los copos casi le obstruyen la visión. “Ai ‘ta el zaino de don Ferreira; parece que hoy no salió al campo. ¡Y... con esta tormenta!” Los calambres en las piernas compiten con los del estómago, pero la niña sigue andando con una determinación insólita. “Tengo que llegar, falta poco”, se anima. Corta camino por la plazoleta desierta, pasa por detrás del cobertizo de la pequeña usina —cuatro paredes de chapa que trepidan al compás de los motores— y se detiene junto a un palenque para recobrar el aliento. Sólo unos metros la separan de su meta. Recoge sus últimas fuerzas, cruza la callejuela pedregosa, empuja la puerta y cae de rodillas en el tibio pasillo de la escuela. Un delicioso olor a sopa y a guiso de cordero le inunda la nariz. Su estómago, vacío desde el mediodía anterior, da un vuelco estremecido. Paulina traga la saliva que se le acumula en la boca. Frota sus pies congelados, se levanta penosamente y por fin va en busca del bocado diario que recibe a cambio de una lección.

II La tormenta pasa y un sol vidrioso entibia apenas el paisaje. - ¿Dónde anda el Jacinto? -La voz aguardentosa resuena en el interior del rancho oscuro. El hombre está parado en el rellano y, a contraluz, sólo se le ve el brillo de los ojos.

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La mujer se encoge en el rincón y contesta rápido para no provocar la ira del recién llegado. - Se jué a buscar leña. El hombre continúa aferrado a la entrada, tambaleante. Por fin parece decidirse, da un paso, pero se olvida del desnivel provocado por las barridas constantes. Pisa mal y cae a tierra. Se desploma con movimientos lentos, como flotando en el aire. Allí donde cayó queda y la mujer agradece a Dios por la generosidad del tabernero que la ha salvado de una paliza, porque cuando se niega a fiarle bebida el hombre vuelve malo a la casa. Ella lo rodea despacio para no despertarlo. Con Paulina apretada a sus faldas, sale al frío de la tarde y se sienta sobre un tronco a esperar. Paulina no sabe que cumple doce años ese día. Pero su cuerpecito nudoso y cambiante algo le anuncia. Una inexplicable desazón la sobresalta cuando siente los ronquidos del padre. Para no escucharlo camina hacia el pozo de agua congelada. Al rato ve, a lo lejos, un bulto oscuro que se mueve sobre la estepa nevada. Es Jacinto que regresa con un escaso atado de ramas al hombro. Llega con la espalda doblada. Sus catorce grises años le alcanzan para mantener el hogar, cuidar la majadita y traer a su padre a rastras del bar cuando está borracho. Cada vez tiene que andar más para encontrar leña. Ya casi no quedan arbustos en los alrededores de la casa y el desierto avanza sobre la tierra devastada por el sobre pastoreo. - ¿Y el papá? -pregunta mientras acomoda las ramas espinosas junto al cerco. Sus manos raspadas se niegan a trabajar. - Ai ‘ta, dentro -contesta Paulina estirando los labios hacia la casa. Jacinto suspira aliviado: - ¡Menos mal. No tengo que dir a buscarlo al pueblo! Paulina rompe la costra de hielo del pozo, llena a medias el balde y se lo da a su hermano para que beba. Jacinto la observa con atención. Hace días que la ve pálida.

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- ¿Qué te anda pasando? Ella baja los ojos y no contesta. - ¿’tas enferma? La niña no tiene respuestas. Sus rodillas huesudas tiemblan mientras retuerce el ruedo deshilachado del vestido. Un gorgoteo se escucha desde el rancho y ella hace ademán de escapar. Mira hacia todos lados, pero la inmensidad la apabulla. Por fin se sienta, resignada, sobre una piedra. Su padre sale con paso inseguro. Tiene la camisa salpicada de vómito y en el pantalón una aureola oscura de orín incontenido. Con los ojos venosos mira a su familia. La mujer está apoyada en la pared trenzando tiento. Sus hijos, junto al pozo, le dan la espalda. Todos esquivan enfrentarse con sus miserias. El atardecer muere rojo por el oeste anunciando vientos, cuando el padre hace una señal y entran al rancho. El único ambiente de paredes ahumadas parece tragarlos. Por el ventanuco mezquino entra un hilo de claridad que los ve comer una magra ración y luego tender los cueros de oveja en el suelo para echarse a dormir. El padre prepara sus cueros junto a Paulina. Esta noche le toca a ella. Jacinto oye los movimientos en la oscuridad. Cubre su cabeza con la manta y piensa en el próximo invierno en que, seguramente, tendrá otra boca más para alimentar.

III La nieve tapiza el valle. Grandes copos se desplazan oblicuos arrastrados por el viento cordillerano. Jacinto ha salido en busca de su padre al boliche del pueblo y la

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tormenta no los deja regresar. Dentro del rancho, sobre unos cueros apelmazados, descansa Paulina. Tiene el cuerpecito ardiendo y el pecho se le agita por la tos. Sus ojos se agrandan en el terrible esfuerzo por respirar. Bajo la manta casi no abulta. Su madre agrega dos ramitas y la llama escuálida baila en el fogón. Una estalactita, que se formó en la unión de dos chapas carcomidas, pende cristalina. - No hay más leña -dice la madre con desesperada calma. Paulina ahorra fuerzas y no contesta. La mujer abre apenas la puerta y la tormenta empuja nieve dentro de la casa. Cierra y vuelve junto al fuego. La chica tiene un acceso de tos. Los hombros se le sacuden y el pecho flaco se hunde dolorosamente. Unas lentejuelas de sangre escapan por entre sus labios calientes. La madre la mira en silencio. “Es la picadura de pulmón, nomás”, se dice. Durante toda la noche Paulina tose y al amanecer no puede abrir los ojos. Sólo se nota una migaja de vida en el intenso rubor de las mejillas. Afuera, infatigable, la nieve continúa cayendo. “Tengo que dir donde Canuyán a pedir leche de yegua pa’ la tos de Paulina, y a lo mejor me pasan un poco de leña”, piensa la mujer. Se cubre con una manta vieja, mira a su hija para comprobar si duerme y sale. Tiene que andar media legua para llegar al rancho de su lindero. “Mejor me prendo del alambrado hasta cruzar el cañadón”. Aún no ha clareado del todo. Llega al final del potrero, pasa por encima de los postes caídos y comienza a bajar la pendiente para alcanzar el faldeo del cerro. A lo lejos ve la cadena montañosa con sus morros ocultos por la niebla. Cuando cruza el vallecito los pequeños copos, livianos como espuma, se transforman en bolas compactas que inclinan su trayectoria. La voladera aúlla en la planicie.

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Con el último aliento comienza a trepar. Del otro lado de la loma está el rancho de sus vecinos. En el filo de la cima pierde pie y rueda cuesta abajo. El suelo la golpea con fuerza aplastante. Primero se escucha el sonido apagado del cuerpo resbalando por la nieve, pero a medida que se desliza por el terraplén va arrastrando consigo piedras y barro saturado de humedad que se desprende bajo su peso. En pocos segundos la avalancha se desplaza rugiente sepultando a la mujer. Cuando el estruendo se transforma en rumor, la nieve, que continúa cayendo pertinaz, se encarga de nivelar el desordenado terreno. Mientras tanto, allá en el rancho, Paulina también se enfría definitivamente.

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Menciones honoríficas

Barcoro

Jorge Saiz Mingo| España La mujer miró al niño y le costó reconocer al hijo que había parido tres años antes, los ojos chillones, desorbitados por la carestía, el vientre hinchado como una calabaza. Siguieron andando y llegaron a un puñado de chozas erguidas en el confín de la desolación, un perro escuchimizado con un ladrido de notoriedad, el pozo del lugar más seco que los charcos del desierto. La mujer se sentó extenuada a la sombra de una de las cabañas y suspiró con el jadeo de quien lo ha perdido todo, el cansancio apelmazado en la fragilidad de sus huesos, el hambre canina amancebada con una tristeza crónica impuesta por la realidad. Los bandidos habían atacado una noche de luna llena mientras en el poblado celebraban una ceremonia, un bullicio de fiesta anual en los tímpanos, los caballos de los jinetes con los belfos empapados de avaricia. Mataron a los hombres, uno a uno, el degüello elegido como aliado de la sevicia, la sangre virulenta en el horror de la oscuridad. Luego maltrataron y violaron en grupo a las mujeres. Una gritería atroz borboteó en torno a la tersura sin parangón de las adolescentes, los críos orinados con el pavor, la lumbre apagada por los cascos de las bestias. Ella huyó a trancas y barrancas en medio de una lujuria desaforada, la agonía en la espalda con los alaridos de sus vecinas, un cántico manchado de locura en el desenfreno de los asesinos. La impunidad reinaba ignominiosa en

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aquella zona fronteriza, la negligencia de la policía aprovechada por bandas descontroladas empeñadas en trucidar a los civiles, un rincón del mundo olvidado por la conciencia occidental. Barcoro, y el niño izó las pestañas con un esfuerzo de cabrito atrapado en un cepo de panteras, la silueta de los brazos filiforme, los tobillos convertidos en dos bolas translúcidas. Nadie podía ayudarles porque nadie tenía nada. La mujer prosiguió su periplo en pos de una salvación de la que le habían hablado en alguna ocasión, una misión de monjas salesianas en la ciudad, la esperanza a horcajadas en las clavículas afiladas de su retoño. El sol dictaba justicia con la compasión rota por el calor, el bochorno disfrazado de hada maligna, los intestinos menguados por la monstruosidad del vacío. Royeron un trozo de maíz seco y lo ensalivaron durante horas. La pasta se amasó blancuzca en la perfección ebúrnea de sus dientes, los hidratos de carbono enojados con las proteínas, las vitaminas sepultadas en la caja encintada de alguna organización no gubernamental. La mujer preguntaba a otros menesterosos que encontraba desperdigados por la sabana, pero todos se limitaban a indicar un punto difuso en el horizonte de acacias, allí, allí, las sílabas insípidas, alejadas de la certeza, el pánico a la muerte tatuado en las sienes de los interrogados. Barcoro arrastraba la desnudez de sus empeines con gran dificultad, una hidropesía a raudales rubricada en la cabeza pelada, las moscardas, alrededor de sus legañas, asemejadas a un ejército de chispas tozudas. El tiento de su vida deambulaba cruel, amparado en la belleza de sus tres años, la pelvis arruinada por el oprobio de la penuria. Sus tres hermanos habían desaparecido en la escaramuza con los malhechores, los nombres retenidos en su memoria pueril, Kolí, Fifa, Lala, las letras extraviadas en el laberinto del cielo garzo. La indigencia bramaba patética, descarnada, vociferante a los cuatro vientos. Un todoterreno rutilante con un logotipo azulado les adelantó y bosquejó una polvareda densa, y con ella la tos robusta de Barcoro, cuajada de aspavientos, la cuneta de la carretera machacada por la necesidad apremiante de algo que llevarse a la boca. A medida que se aproximaban a la ciudad surgían de los recodos del camino campos de sorgo, las cañas más

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altas que la estatura de un hombre, una especie de atalaya en el centro para asustar a los pájaros. Encima de aquellas estructuras de palos amarrados un niño trasijado avizoraba el territorio, un espantapájaros humano provisto de un rimero de piedras. La puntería zigzagueaba excelente entre las panojas, la frente expuesta a la severidad acerba del sol, la mirada obsesionada con la azarosa aparición del propietario de la finca. La madre observó a uno de aquellos chavales que pasaban las horas interminables en las alturas, la pesadez envuelta en una bruma de mareos, la cadera clavada con ahínco en la poquedad. Pensó que el hecho de estar allí arriba les concedía una suerte de halo singular, quizás algún bocado masticado por la tarde, el ahogo apeñuscado en su mentón de progenitora angustiada. Se enterneció con los harapos arrollados en torno a la protuberancia de sus ombligos, la hermosura mutilada por la privación, un quinteto de buitres a la espera de su pitanza. Por fin distinguieron el perfil de la ciudad en la calina del horizonte. Un conato de agrado se aposentó en las muelas cariadas de la mujer, las trenzas de su cráneo despeluzadas, la existencia enmarcada en una inopia descomunal. Divisaron una fila innumerable de féminas a la vera de un pozo, los bidones amarillos equilibrados en la cabeza, las botellas de agua mineral limosneadas a los turistas en un atadijo a la cintura. El ruido del caño musicalizaba el aire con estribillos de armonía. Fue imposible ponerse a la cola, la aflicción de ambos absorta en la plétora del chorro, en el vaivén de la barra de hierro impulsada por una rapaza, en la algarabía indescriptible alrededor del tesoro transparente. Alguien se apiadó de Barcoro y le ofreció el gollete de una botella rebosante, el paladar infantil atizado por el látigo de la sequía, los dedos estilizados. El crío se paralizó estupefacto por la benevolencia del instante, los labios macilentos, las ojeras trazadas por un tajo púrpura. Su madre se encargó de que bebiera despacio y la confirmación brotó de una charla breve con las comadres, sí, allí, dicen que ayudan, la sonrisa metafórica en la dentadura maravillosa de la samaritana. Después de saciar las entrañas continuaron con su gesta, el ímpetu repuesto de modo efímero, una calabaza rellena de

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agua con maíz fermentado. Cada vez se veían más vehículos, más casas depauperadas, más tiendas preñadas con amasijos de artículos variopintos. La curiosidad serpenteaba sorda por la mente de Barcoro, su edad decuplicada en un segundo por la recua de novedades, la virtud atorada en la consunción de su pecho tísico. Por ahí, y al cabo llegaron a un portón de hierro franqueado por dos gigantes armados con ametralladoras modernas, el semblante recio, el uniforme de camuflaje con un verde vívido. Una marabunta de personas ataviadas con ropajes de colores abigarrados aguardaba la apertura de la misión, el rostro deformado por las tripas hueras, los trapos colgados con vistas a protegerse de la rudeza del sol. Barcoro y su madre se dirigieron a una anciana apergaminada que vendía agua a la gente de la cola en bolsas enanas de plástico. Les indicó un cobertizo anejo donde les marcaban la muñeca con un tampón, la tinta del número roja, fresca, con un sello de importación de un país de las antípodas. Un tipo de cejas lobunas les pidió la documentación y su madre, tras hurgarse en el pescante de los riñones, desplegó un papel arrugado por mil tribulaciones, la caligrafía redondeada por un amanuense en la aldea, la sinceridad embarrancada en la urgencia del apetito. Al fin fueron apuntados en una lista y durmieron al socaire del muro de la misión, la decadencia voluptuosa, el destino en ayunas. Los hombros de la multitud se taparon con mantas jironadas y las estrellas se adueñaron del firmamento. Al otro lado de los adobes, los mugidos de unas promisorias vacas se acompasaron con la respiración tuberculosa de un maremagno de niños. Amaneció de improviso, sin prisas, las plantas de los pies ulceradas por las chinas del camino, las uñas de los dedos con curvatura de garfio. Antes de que cantaran los gallos la turbamulta se apelotonó en la puerta. En el quicio, subida a una silla, una mujer blanca de toca impoluta blandió una sonrisa de comba, la cara cérea, los nudillos engalanados con un discreto anillo argentado. Pronunció las palabras en amariña con un acento peculiar, la verdad estipulada por la cordialidad, el modo de hablar a la muchedumbre digno. Barcoro parpadeó ante la visión de aquel ser espectacular, una aureola de divinidad enrollada en los carrillos esponjosos, su estómago

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abuhado. La sor empuñó un altavoz y les comunicó la noticia, hoy solo pueden entrar seiscientas personas, una cantidad sin significado en la mentalidad analfabeta de los hambrientos. La desazón se ensambló con un pedazo de pedregal, los talones descascarillados por el zarpazo de la intemperie, el dios de la obstinación adorado en el fuero interno de los desheredados. Un avión rajó el sosiego del universo y la estela dibujó un ciempiés en el lienzo de las nubes, algo ajeno para los jugos gástricos extintos de los presentes, una locuacidad inaudita entre los concurrentes que anhelaban el milagro de la comida. Pase, y al escuchar la orden la madre de Barcoro estalló en lágrimas acumuladas durante meses, la progenie fallecida, descuartizada por la guadaña de la locura, su existencia resumida en el único hijo vivo. Después de traspasar el tamiz de la tapia aún tuvieron que hacer otra hilera. Las paredes deslumbraban encaladas con una albura virginal, los empleados con la limpieza inscrita en los renglones de las venas, los sacos de cereales atrincherados en montones simétricos. Barcoro oteaba todo con sus ojos saltones de desnutrido, la proeza entusiasmada en los latidos apresurados de su corazón, la paz tupida. Una monja lugareña le pesó en una báscula con afecto de comadrona, dos cifras anotadas en un cuaderno de pastas duras, el nombre del chiquillo por fin afianzado dentro de un orden. Otra hermana de hábito impecable le auscultó y le palpó las axilas con delicadeza. El esqueleto descollaba a flor de piel, las llagas purulentas, la vida de Barcoro detallada en cuatro líneas garabateadas con presteza de gacela. A la postre le introdujeron un cilindro fino en los oídos y con un tubo microscópico de luz le analizaron los iris. Una inyección opaca se hincó ágil en su glúteo derecho, el silencio del crío asomado al precipicio del hambre, la congoja enquistada hasta la médula. Pasaron a una sala inmaculada donde se sentaron en bancadas corridas junto a otros pobres de solemnidad, los cuencos enfrente con una cuchara de latón desinfectada, la cocina contigua con un aroma a papilla enriquecida con una sarta de vitaminas y minerales. Comieron con el ansia desbocada a pesar de los consejos que abogaban por la calma. La mandíbula rechinaba con un crujido metálico, la tráquea atarantada, los eructos zambullidos en una

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animalidad recóndita. Barcoro tragaba el alimento con agitación y un pálpito aciago se fue arraigando en el ánimo de su madre, el pasado trufado de ambigüedades espantosas, de imágenes truculentas, de porfiadas huidas sin regresos. Luego permanecieron adormilados en una estera con el sopor administrado por el agotamiento, las heces amoratadas, el futuro embebecido por el agua purificada de las jarras de cristal. Barcoro se puso de pie y escrutó el contorno con ademán de péndulo. Una cuadrilla de colegiales uniformados desfilaba en dirección a un aula, el patio con una portería de fútbol a cada lado, su cerebro desbordado por el aluvión de novedades. Pensó en sus juegos en el poblado, las armas de madera esculpidas con una lámina oxidada, un par de cabras famélicas en rededor de una tribu de niños malbaratados por la estrechez. Otro regüeldo zarandeó su cuerpo mermado y una tiritona impuso un ritmo de marioneta a la brusquedad de sus convulsiones. Se desplomó en el suelo con un gargajo espeso en la boca, la bilis sumergida en el ocaso, la esperanza exhausta. Una enfermera se acercó solícita en un santiamén de adiós, el don de la inocencia borrado con un plumazo de aprensión, la madre con chillidos tronzados por el hacha de la desdicha. Barcoro, y el aliento invisible del chaval hendió la gordura del oxígeno, el gusano craso de la miseria afincado en su lengua, un número más, sin historia, en la mortandad estadística de la civilización.

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Desgarro

Viviana Angélica Kurmeyer| Argentina La lluvia golpeando sobre la chapa y el llanto de su beba le ponían una música tétrica a la desesperanza de esa noche; la más oscura, fría y triste de su vida. Los cinco días de hambruna le pesaban sobre la cabeza, estaba obnubilada, el cerebro no respondía, solo quería generar leche para alimentarla, se odiaba, su cuerpo desnutrido ya no la producía. Anabella estuvo prendida de la teta toda la noche, los pezones estaban en carne viva, la pobrecita no lograba sacar nada. En esa tirana soledad tomó la cruel decisión, dejarla en el hospital donde había nacido, un lugar seguro, calentito, donde la alimentarían y con posibilidad de futuro, sabía que ella moriría desangrada de tristeza por la amputación de una parte de su vida, pero era lo único que podía hacer. A las siete de la mañana, comenzó a abrigar a su bebé que se había dormido cansada de tanto llorar, puso en la mochila el único muñeco con el que jugaba en su infancia, hace escasos años atrás. Entraría con su beba, pero saldría con el muñeco, para que los de seguridad no sospechen, ya la conocían; además debía registrarse toda la gente que entraba o salía con niños pequeños ya que habían robado uno hacía dos semanas; el control era estricto. Partió con la desolación más absoluta. Al entrar dijo que iba a pediatría, pero fue hacia la nursery. Conocía bien el lugar había estado internada un mes por complicaciones en la cesárea.

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No había nadie cerca, entró, vio una cuna vacía, puso a su beba e inmediatamente sacó el muñeco de la mochila y lo envolvió con la manta rosa; notó que de lejos una enfermera observaba su actitud sospechosa, salió rápidamente y bajó por las escaleras, pudo escuchar que gritaban algo seguramente referido a su persona. Cuando llegó a la calle comenzó a correr con toda la fuerza que le había dado la locura de ese abandono atroz, ahí sí pudo escuchar a la enfermera ya en la puerta del hospital gritando: -¡Paren a la mujer de pullover rojo! ¡La que lleva un niño en brazos! ¡Lo robó! Un llanto desgarrador brotó desde sus entrañas, siguió corriendo diez cuadras, veinte, sabía que ya no la alcanzarían pero no quería parar, no quería pensar. En la puerta del hospital un policía intentó seguirla, pero la perdió de vista, la gente miraba anonadada. Irma, la cava de enfermeras del Hospital Interzonal de Agudos Aráoz Alfaro, volvió rápidamente al servicio a controlar que no faltara ningún niño, la actitud sospechosa de la mujer la había hecho dudar. Raro…muy raro… estaban todos y hasta había una beba desconocida que lloraba desconsoladamente, ¿será de hambre? se preguntó, y antes de averiguar nada, comenzó a prepararle una mamadera.

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El séptimo caso

Eduardo Elías Rosenzvaig| Argentina No hay palabra más dura, casi absurda de impronunciable como esa de resiliencia. Ni siquiera los psicólogos pueden memorizar algo como ¿residencia? ¿resilencio?, pero está instalada en la literatura científica. La llamaré el Séptimo Caso, suena a novela de posguerra. Primero la definición clásica, como la capacidad de una persona o grupo para seguir proyectándose a pesar de los quiebres, las condiciones de vida caóticas y traumas a veces graves. El Séptimo Caso se sitúa, digo, se dice, en una corriente psicológica de fomento de la salud mental y parece una realidad confirmada por el testimonio de muchos que, aún machacados por una situación traumática, consiguen encajarla y seguir viviendo, incluso en un nivel superior, como si la lesión asumida hubiera desarrollado en ellos recursos latentes e insospechados. Aunque durante tiempo las respuestas del Séptimo Caso fueran consideradas como inusuales e incluso patológicas por los expertos, la literatura científica actual demuestra que se trata de una respuesta común y su aparición no indica patología, sino un ajuste vital a la adversidad. Podríamos llamarlo el Quinto, el Noveno o Primer caso. El Séptimo es de Jesús, cuyo nombre no es horizontal, más bien una arista con algo del mercurio, un metal líquido.

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El niño ingresa en el hospital con problemas de subalimentación y del hígado por adicción al pegamento. Diez años y viene con su madre que parece tan joven como él y tantas dificultades para dominarlo. La relación entre ellos es radicalmente agresiva. Para trabajar con el niño había que incluirla a la madre, y esto llevó a la enfermera a buscar otras estrategias distintas que acercara a ambos. Rolliza y soltera, estudiante de artes, la enfermera es mal hablada, divertida, espontánea. Se burla de los actos imposibles. Duerme poco y silba en la calle unos tangos sumariantes y delicados. Con modales de la calle, Jesús tiene la altura de un chico de siete años. La enfermera en esto es expeditiva, una pragmática que sabe que un pollo que no fue bien alimentado en los primeros diez días, nunca llega al peso del pollo. Pero en el fárrago de los cafés con médicos y en los consultorios con ellos, aprendió la idea de la resiliencia. El diagnóstico que hicieron de Jesús, con sus ojitos de mezcolanza de vida y amalgama de desencuentros, la adulteración de edades y la exageración de calles, vino de esa aleación del puñetazo al pollo con el empujón al hígado penetrado de operaciones con poxirán desde bolsitas de polietileno como si fueran jeringas. Por su adicción Jesús no respeta nada, ningún código ni relación. A su madre la prostituye el marido, que no es el padre de Jesús a la sazón desconocido. Jesús habla de fantásticas relaciones sexuales con su madre. La ofrece a los médicos. Se deprime y quiere morirse. El hígado le quedó, por la pasta aspirada, como la pasta de un alcohólico veterano. A los diez años es el revoltijo agregado de algún modelo económico estudiado directamente en las universidades latinoamericanas en inglés, como si la acumulación de riqueza no permitiera tiempo para una traducción. El cuentito fue después que la enfermera fracasó con los rompecabezas y el otro cuento de Batman que al chico le parecía un maricón, por lo menos que de eso se hablaba en la calle por su relación con Robin. Ninguna destreza manual acorde a su edad; problemas para encajar piezas de rompecabezas, en el armar o desarmar elementos debidas a su psicomotricidad bombardeada por “el pollo y el hígado”. En el hospital el chico dormía en un aerolito, al borde de chocar con la Tierra. Pero de

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día le parecían los otros compañeros de cama, esquirlas de una guerra conocida. La enfermera intentó trabajar con el esquema corporal, con este fin incorporó títeres y canciones, algunas las reconocía, otras no y le daba vergüenza no saber. A los títeres los llamaba “pelotudo uno”, “pelotudo dos” y así de seguido. Como se sentía tonto y tenía miedo a la burla de todos, reclamaba que le pusieran un canal porno en la televisión. Sabía todo de los umbrales y nada hacia dentro de las casas. La enfermera comienza con cuentos de Caperucita Roja violada por el lobo. El chico se interesa. La madre de Caperucita es una puta, por eso la nena está sola en el bosque. El chico se interesa. Sin embargo es una buena mujer, hace lo que puede, la miseria es atroz. Hay que cambiar el mundo. Los leñadores son hijos de puta, nunca están cuando se los necesita, como ahora que el lobo se está comiendo a la abuelita. Caperucita se da con poxirán para olvidarse del mundo pero lo único que logra es que el mundo se olvide de ella por drogadicta. Hay que hacer algo ¿Qué se puede hacer? ¿Seguir robando al zapatero la lata? El chico empieza a comer algo. Se interesa. Pero la madre competía con él, el niño se equivocaba y ella reía. Esto le demostraba a la enfermera que no había diferenciación materna, se trataban como iguales, no era una relación madre e hijo, sino de conocidos del umbral, lo cual hacía necesario tratarlos a ambos, en forma independiente y unidos a la vez. El Séptimo Caso parecían dos en vez de uno. La enfermera, que igual seguía soltera, empezó a pensar en adoptar ese niño, criarlo ella si la madre aceptara. Para enseñarle a la madre de su rol, cómo y dónde podía estimular a su hijo, se precisaba que lo dejase de golpear, de burlar e indicarle que no estaba bien competir con él; ella tenía tanta carencia de afecto como su hijo. Eran subalimentados de proteínas y de amor. Se descubrió que el primer marido había muerto inocente en una refriega policial y que el nuevo o proxeneta, dedicaba el usufructo del “negocio” para alimentar y educar a los numerosos hijos propios. Finalmente buen padre. Jesús se escapaba con frecuencia de la casa para que la madre no lo golpease, tanto debía arrastrarse ella –bajo pena de azotes- para alimentar una familia que ni siquiera era suya, tanto que odiaba a su propia pequeña

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familia, odiaba a Jesús y sobre todo los alimentos. En realidad renegaba del precio de los alimentos que, además, son más caros que las drogas baratas que hacen olvidar la existencia de los alimentos. Jesús lo sabía bien en su meteorología penetrada de umbrales, gaseosa de trepadas al cielo, con el estómago perito en codazos y vacíos. En la estratosfera de los umbrales es un astronauta. La enfermera trabaja primero con los fragmentos de Jesús –que así le puso nombre el padre real-, fuera del centro hospitalario, en la plaza y sobre el césped, lo hace entre algunos estudiantes de arte amigos que llegan allí desde la Facultad vecina. No debe sentirse encerrado el chico en un lugar; pintan árboles a la cal o sea los troncos, y eso estimula el tacto y su motricidad fina. Un día logra hacerlo reír. Ella la llama la risa “mexicana”, “azteca” o “charra” porque le parece haberla visto en una película. El contacto con la naturaleza sirve para diferenciar entre lo más grande y lo más pequeño, pero sobre todo para que Jesús combine la confianza en él con la esperanza en él y en otras personas que son pura naturaleza antes que sociedad, que justamente es la que le quitó o hizo el intento del arrebato de humanidad como a una cartera arrancada en la calle. Al chico le gustan los centros comerciales porque “tienen tanta luz como el pegamento”, explica. La enfermera, bajo la prudencia del médico director del programa, envuelve al chico de árboles y seres humanos. El niño va adquiriendo cierta prudencia y discreción. A veces mira grave, como en reservas, como preguntándose: ¿dónde estaba antes este mundo? Su cuerpito de latón adquiere resonancia humana. La enfermera explica a Jesús que debe tomar la medicación para lograr el transplante de hígado en el hospital Garraham, en Buenos Aires; lo hace reír otra vez y le infunde ganas de vivir. Comienza a pintar, a expresar lo que siente, a armar los rompecabezas para demostrarse que puede hacerlo, a cantar y la enfermera lo graba y se puede escuchar. “Sos el Ricky Martin del hospital” le dicen los médicos sin que Jesús exhale ya al viejo estilo lo de “todos los cantantes son putos”. Se distiende, relaciona con médicos, enfermeras y niños internados; empieza a reír sin miedo a la burla. Encesta una pelota de básquet. Deja la bestialidad de los umbrales. Come en la mesa como un ser humano. La enfermera

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tiene un lógico y expeditivo sueño como todos los sueños: Jesús es celebrado por la gente, en medio de flashes de los fotógrafos, por haber recibido desde niño menos maíz que los pollos y por eso nunca llegar a ser doctor en economía. Se consigue el viaje a Buenos Aires, al hospital Garraham con su madre que hará de donante del hígado. Allí ella o los dos se gastan el dinero que llevan, pierden el turno y se escapan del Hospital. No están preparados ni maduros, regresan solos, abortando el transplante, y concluye la oportunidad de una mejor calidad de vida. Por lo menos así se la llama en los textos. El marido proxeneta la había autorizado a ir porque se condolió del caso, pero le pegó una paliza al regreso por las dudas ella hubiese “trabajado” sin su dueño. O sea que regresaron los dos en un estado peor al primer ingreso, directamente a terapia intermedia, porque el hígado del chico está grave desde el regreso a la adicción. La cocaína, que es la droga más fina, está prohibida, pero el pegamento es de venta libre en las ferreterías y pinturerías. Cuando mejora algo Jesús, la madre lo abandona porque ahora está enferma ella. Nadie viene a cuidarlo, se lo envía a la escuela del Hospital de Niños, le compran los elementos escolares y la enfermera lo acompaña en el período de adaptación. Alcanza algunos logros en la escuela pero se escapa a su casa, buscando a su “chica” conocida que se llama mamá. Regresa al Hospital en mal estado, sin comer, inyectado en falta de leche. La enfermera se desespera, busca medios para que tenga una casa, la suya, pero ahora vuelve con su madre como paciente ambulatorio. Nada indica que el Séptimo Caso, los dos engastados, desmenuzados por el trauma, desarrollen recursos latentes e insospechados. Al ajuste vital y saludable a la adversidad le falta, en la definición, algo preciso. Entre los pobres más pobres que ahora se llaman excluidos no es posible “encajar y seguir” a un nivel mejor desde la nada. Por lo menos hay un punto defectuoso en la curva de la teoría. La enfermera está con tratamiento psiquiátrico. En general, su estado ahora es bueno.

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Elia, la niña mono

Miguel Ángel Carcelén García| España Madeja de suaves pliegues, diminuto ovillo de piel arrugada, trocito de azabache con rasgados ojos de cuarto menguante, minúsculos dedos que aprisionan el pulgar de su madre, gemidos insonoros a juego con la tregua que concedió el diluvio. El cordón umbilical picoteado por grajos recelosos que comparten ramas con los humanos, picoteado y disputado hasta que cae a las aguas cenagosas que cubren el mundo. Nunca antes había llovido así, cuatro días con sus cuatro noches sin descanso. Las enormes hormigas de cabeza roja que anuncian próximos aguaceros acuden al olor de la sangre. Los grajos las diezman. La madre también: las agarra por la cabeza apretándoles las mandíbulas y se las lleva a la boca. Es lo primero que come desde que se puso a salvo de la inundación aupándose a las ramas más altas del mangle. La catástrofe la sorprendió lejos de la aldea, ayudando a Mafouera a rebuscar hierbas para hervir y engañar al hambre. La recién nacida busca el pecho huero de la madre. “Elia, te llamarás Elia”, le susurra al tiempo que le humedece los labios con el jugo de las hormigas machacadas. El misionero les habló de Moisés, del salvado de las aguas, y de Manuel, el Dios con nosotros, nombres preciosos

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y adecuados para su bebé si no fuera niña. Elia. La niña Elia. La niña mono. Comienza de nuevo a lloviznar y Felismina aprieta a su hija contra sí en un intento inútil de mantener seco su cuerpo de juguete. Es cuestión de tiempo, sabe que es cuestión de tiempo, pero lo disfrutará. Será el cuarto angelito que envíe al cielo, ninguno de sus niños vivió más de veinte días. Llueve y, a ratos, hace sol, como cuando se anuncia el Hamatan, como cuando clarea el arco iris, como cuando se casa una bruja. Los pájaros buscan el cobijo de las hojas más anchas, señal de que las nubes no concederán descanso. Llueve y hace sol, como cuando Elia gimotea y se ríe. Esta vez su niña no partirá sola, por eso Felismina se consuela y disfruta lo que les queda de vida, porque es cuestión de tiempo, lo sabe. Otro día más lloviendo y la corriente se las llevará. Y ella acompañará a su Elia al lugar donde ya no se pasa hambre, donde no se sufre. Sólo desea que su hermana se haya salvado y pueda mantener su memoria en Muhalaze, que sus nombres no se olviden en la historia. La brisa te acuna con sus cosquillas. Duerme. La luna redonda, pan de maíz, torta de azúcar, te vela, te alumbra, te llama, te quiere. Y mamá, entre sus brazos, te mece y canta. Y Elia deja vencer los párpados mientras Felismina va disminuyendo el volumen de la nana. La niña puede descansar. Ella no. Las ramas sobre las que se apoyó durante las dos primeras noches y durante el parto han perdido consistencia; demasiado tiempo aguantando el peso de su espalda y soportando los goterones del chaparrón. Si Felismina se duerme caerán al agua. Los grajos tampoco duermen. Ellos, al menos, pueden apretarse unos contra otros para proporcionarse calor. Con la humedad las noches se han vuelto frías. ¡Si pudiera dormirse y no despertar jamás!, pero sin sufrimiento, sin sobresaltos, sin asfixias. Felismina se recita en voz muy queda la lista de sus antepasados, es lo que ha hecho siempre cuando el hambre o el temor se tornaban insoportables; ahora, al miedo, debe unir la urgencia de mantenerse

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despierta: Soy Felismina, hija de Geralda, hija de Martine, hija de Micaela, hija de Anisia, hija de Josina, hija de Manica, hija de Sinaja, hija de... La sombra de un buitre interrumpe su monólogo. Los buitres jamás vuelan solos. Pronto vendrá otro, y otro, y otro. El buitre planea en círculos. Han tardado mucho en olfatear la sangre reseca, piensa, o quizá hayan estado entretenidos con la mucha carroña que las inundaciones habrán ido proporcionándoles. Ya son tres los que vigilan el mangle. No quiere que su niña sea el desayuno de los buitres, otra vez no. Cuando enterró a Moradicia, su tercera hija -apenas un suspiro de huesos y vientre abultado-, no tuvo fuerzas para excavar muy profundo. A la noche los chacales removieron las piedras y al día siguiente encontró los despojos que no interesaron a los buitres. Fue entonces cuando Felismina comenzó a perder el juicio, a perderle el miedo a los militares, a perder la vergüenza, a perder la dignidad (Elia es la consecuencia de una lata de leche en polvo y de una barrita energética de cereales con el anagrama del ejército mozambiqueño). Sabe que no tendrá fuerzas para ahuyentar a las carroñeras, duda mucho de ser capaz de aguantar en vela siquiera unas horas más. El sueño, el hambre, el frío la van venciendo. Se pellizca con cuidado para no despertar a Elia. Se pellizca, se pellizca y entorna los ojos, se pellizca y ve el rostro lloroso de su madre cocinando tierra con un puñado de mijo que no llegaría para saciar las hambres atrasadas de siete bocas, se pellizca y arquea las cejas para no sucumbir a la tentación del sueño, le llegan las explosiones y las ráfagas de ametralladora que años atrás acunaron sus sueños, se pellizca y se ve con claridad a sí misma intentando agarrar a la anciana Mafouera para que no la arrastrase la corriente, aún escucha sus gritos, se pellizca y se contempla escalando al magle con una agilidad impensable para su preñez, pateando a las serpientes que reptaban por el tronco queriendo compartir con ella salvación, se pellizca y no es consciente de tener el dorso de la mano ensangrentado. Sus ojos se cierran, sus brazos se relajan, su espalda se va encorvando, los buitres planean a menor altura, la cabeza se comba sobre el pecho y... un estrépito atroz la despierta de golpe haciéndole casi perder el equilibrio. Ha muerto o está delirando. El buitre se ha convertido en un aparato enorme parecido al que vio una vez en

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Maputo. Delira. Desde el vientre del animal de metal dos hombres le hacen señas. Se sigue pellizcando pero la pesadilla no desaparece. Sólo cuando madre e hija se encuentran a salvo en el interior del helicóptero de rescate de la Fuerza Aérea Surafricana comprende Felismina que está despierta. ¡Una bendición! Acostumbrada al hambre, a la miseria, a la preterición, al abandono, considera que por fin, por primera vez en su vida, posiblemente por única vez en su vida, ese bebé, su cuarta hija, no sólo no le será arrebatada por la muerte como había sucedido en los anteriores partos, sino que además nacía con un pan debajo del brazo. Madeja de suaves pliegues, diminuto ovillo de piel arrugada, trocito de azabache con rasgados ojos de cuarto menguante. Elia. Elia para su madre, la niña mono para el resto del mundo. Su fotografía dará la vuelta al mundo y habrá cientos de matrimonios británicos que se ofrezcan a adoptarla. Pero Felismina no se separará de ella. Los periodistas la agasajan con toda clase de tesoros: ropa, comida, dinero..., el universo a sus pies a cambio de una foto con la niña mono en su regazo, a poder ser sonriente. Durante dos meses vivirá un adelanto del paraíso narrando su experiencia, siendo mimada por la prensa internacional, por el Gobierno del país que la convertirá en el símbolo de la esperanza tras las inundaciones. “Hemos resurgido de nuestras cenizas -parecen decir los políticos enarbolando su fotografía; no importa que hayan muerto más de mil personas y ocho millones hayan pasado de la peor de las pobrezas a la más absoluta de las miserias, la niña mono se ha salvado y el mundo entero la admira”. Felismina creerá que su mala suerte, por fin, ha concluido cuando el Gobierno abra una cuenta bancaria a su nombre (desviando parte de los fondos de ayuda internacional) y le conceda un empleo de limpiadora en el dispensario municipal de Muhalaze. Creen los políticos que el mundo seguirá pendiente de la niña mono durante toda la vida y se esfuerzan por ofrecer, utilizándola, la imagen de un país desarrollado. Elia será flor de un día en la retina de millones de telespectadores: la niña que nació en un árbol, subida de los tipos de interés, sede de las Olimpiadas, atentado en Irak, matrimonio de Angelina Jolie...

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Elia, niña mono, madeja de suaves pliegues... Su madre la amamanta, la cubre de besos, la viste de colorines y se la acomoda en la espalda liándola con la paruma. Elia, diminuto ovillo de piel arrugada, trocito de azabache con rasgados ojos de cuarto menguante... Felismina camina hacia el poblado, las aguas se han ido retirando y los caminos son transitables... La brisa te acuna con sus cosquillas. Duerme. La luna redonda, pan de maíz, torta de azúcar... Llueve muy fino y hace sol, Felismina murmura la nana con la felicidad saliéndose por los labios, apenas recuerda cómo duele el hambre. Sonríe al contemplar la aparición del arco iris. Fue lo último que vio. Sintió un chasquido y luego una paz inmensa. Nadie se hizo eco de la muerte de la niña mono y de su madre, destrozados sus cuerpos por las minas antipersonal que infestan todavía el país dieciséis años después del término de la guerra.

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Gemidos

Enrique González Bergez| Argentina Cuando el oficial Cardozo volvió a Estación Delfina de hacer un trámite administrativo en la ciudad cabecera de Distrito, fue informado por el cabo Sosa de las novedades ocurridas en su ausencia. El mismo Sosa había recibido la denuncia de un hecho grave y con personal del destacamento a sus órdenes, había podido verificar en el lugar la veracidad de lo denunciado. Antes de que la detenida fuera trasladada a dependencias superiores y se elevaran las actuaciones ante el Juez de la Ciudad de Mercedes, Sosa le alcanzó el acta de la denuncia. Decía así: Estación Delfina, 8 de diciembre de 2006 En ausencia del oficial principal Rubén Hortensio Cardozo, comparece ante mí, Cabo Primero Marcelo Sosa, a cargo del Destacamento de Policía de Estación Delfina, una señorita de sexo femenino que dice llamarse Iris Mabel Becerra, argentina, estado civil soltera, de veintiséis años, sin documento de identidad, que no lee ni escribe, más comúnmente conocida por los vecinos como “la Oveja”, que se presenta en esta repartición a los fines de dejar constancia de la

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siguiente denuncia que pasa a relatar. Que encontrándose la susodicha la noche del sábado pasado en su casa del barrio llamado “El Zanjón”, que consta de dos piezas levantadas en barro, una para cocina, y una letrina que está a una distancia de seis metros de la misma, recibió la visita de dos sujetos vecinos de esta zona, de apellidos Santana y Guerrero, de su amistad, que se presentaron con el fin de visitarla y requerirle un servicio del cuerpo, como saben hacerlo con frecuencia. Los citados individuos estaban algo bebidos y llevaban con ellos, el llamado Guerrero, una botella de grapa marca “La Legua”. Los susodichos y la compareciente luego beben en abundancia y dice no recordar lo que pasó hasta que despertó sola y sin ropas, tirada en el piso de tierra de la pieza, con fuertes dolores de parto, pues se encontraba embarazada no sabe decir de cuántos meses. En esta situación da a luz a una criatura de sexo masculino a la que alcanza a envolver en unas mantas y, sin fuerzas para llegar a la bomba de agua del patio, vuelve a dormirse hasta mediodía, donde los llantos de la criatura y el calor la despiertan y, entonces, puede higienizarse. Agrega que no teniendo nada para comer y sintiendo fuertes dolores transcurre el día domingo y en la noche de ese día, sin saber cómo hacer frente a su nueva situación por falta de recursos y suponiendo que lo hacía por el bien del hijo, dado que este no dejaba de llorar, lo lleva hasta el pozo del excusado o letrina que se encuentra al fondo del terreno y, considerando que ese era un buen escondite, lo introduce en el mismo, luego de lo cual regresa a su pieza y se duerme hasta hoy por la mañana. Cuando se despierta se traslada a esta repartición diciendo lo que declara y pidiendo ayuda. Preguntada sobre si conoce al padre del menor, contesta no saber quién puede haber sido. Preguntada si tiene padres o hermanos contesta que tuvo madre, que ya murió y hermanos no sabe si tres o cuatro, pero que desconoce dónde puedan estar. Preguntada con qué recursos vive, dice que sabe hacer changas como servicio doméstico en las estancias El Retiro y Abril, del doctor Arroyo Zabala, pero que, como los patrones andan de viaje, hace meses que no trabaja. Preguntada sobre si volvería a hacer lo mismo, confiesa estar arrepentida de su acto.

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En esas circunstancias se le solicita su presencia en el lugar del hecho acompañada por personal de la repartición a cargo del suscripto, a lo que responde que pide que no la obliguen a hacerlo, porque no se anima a volver al excusado de donde cree haber oído gemidos.

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Huellas indelebles

Mercedes Gema Pimentel Bahamondes| Chile Finalmente Alfonso llegó. Había caminado mucho rato, cruzando los cerros agrestes y secos hasta llegar a la casa de doña Margarita, su madrina. Tantas veces el muchacho había hecho el mismo recorrido y golpeado aquella puerta con el mismo gesto en la cara y el idéntico abismo de su mirada suplicante. Si la madrina estaba de buen humor, lo recibía y le daba un plato de comida o algo de pan para que les llevara a su casa. En otras ocasiones le decía que no, que cómo se le ocurría, que siempre lo mismo. Si acaso no tenía madre que cuidara de él; aunque sabía perfectamente que su madre era una mujercita desvalida, débil y enfermiza, que junto a otros cuatro hijos vivía en una casa pequeña de adobe y paja, como muchas del sector. Alfonso empujó la puerta, la que se abrió con facilidad. Al parecer su madrina no se encontraba allí, por lo que el muchacho entró directo a la pieza tiznada que era la cocina, en busca de algo en las ollas, o en la bolsa del pan. Un gato que dormitaba cerca de las cenizas del fogón, vino a su encuentro deslizando su cola por entre las piernas del joven desnudas y magulladas, ya que se había puesto un pantalón corto, pese al frío de Mayo. En sus pies llevaba un par de sandalias hechas con goma de neumáticos, aunque casi siempre andaba descalzo. El año anterior cuando terminó la enseñanza básica, su profesora le había regalado un

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par de zapatos, como él tanto deseaba. Se los puso de inmediato y se sintió feliz de verse igual a los demás niños. Caminó de vuelta a su casa entre rocosos senderos; luego de un rato, tenía los pies enrojecidos y los dedos llenos de dolorosas ampollas. Odió ponerse zapatos; por eso prefería andar a pie pelado aunque se burlaran de él. Alfonso, como si viera un tesoro o una aparición divina, se quedó parado mirando el canasto de mimbre, donde tapado con un saco blanco, reposaba el pan que aún humeaba su calor de recién horneado. Se acercó al canasto, cerró los ojos y olió intensamente ese aroma de trigos, levaduras y chicharrones. Luego sacó una hallulla y comenzó a devorarla con avidez. Cuando se comió tres panes grandes, gordos y crujientes, se dijo que ya era hora de regresar y llevar algo para su casa. Encontró un papel de diario arrugado y allí envolvió cuatro hallullas. En eso estaba, cuando lo sorprendió doña Margarita que venía llegando. La mujer se indignó con la acción del muchacho y lo trató de ladrón hambriento, echándolo a empujones de su casa. Alfonso, triste y cabizbajo, emprendió el camino de vuelta al hogar. Llevaba aún consigo las hallullas que había sacado. Luego de un rato de subir la loma, se sentó junto a una piedra y comenzó a llorar. Lloró desconsoladamente. Lloró tanto que las lágrimas humedecieron el pan que sostenía sobre sus rodillas enflaquecidas. Ni un alma había allí para prestarle atención, apoyo o cariño. Abajo, entre la quietud del valle se divisaba el humo saliendo de las cocinillas de algunas casas que a esa hora se aprestaban a almorzar. - ¡Nunca más robaré pan ni lo pediré a nadie! -Exclamó entre sollozos - ¿Por qué robar, por qué pedir si yo podría ganármelo lejos de aquí? ¡Me voy a ir de este pueblo! buscaré a mi tío Reginaldo, que vive en Valparaíso. Y lo voy a hacer ahora mismo. Sin avisarle a nadie. Allá trabajaré, ganaré dinero y volveré muy rico a buscar a mi madre y mis hermanos. El muchacho era muy inteligente, a pesar de no saberlo. Nunca había percibido que tenía arrojo o fuerza de voluntad, siquiera. Se decidió. Y retornó en busca del camino que lo llevaría a la carretera. Sobre la roca, dejó abandonado el pan que ahora sabía tan amargo y salado.

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Sin duda, el que descendía del cerro ya no era el mismo Alfonso, famélico, tímido y retraído de tan sólo 15 años. En él había ahora un ímpetu nuevo; una luz naciente en sus ojos. Quizás, debió ser la palabra esperanza que se asomó a su pensamiento. Caminó muchas horas para llegar a la carretera. Aunque temblaba de cansancio, no dejó de sorprenderse con la gran cantidad de vehículos que circulaban por allí. Se quedó largo rato contemplando el ir y venir de vehículos, camiones y buses atiborrados de gente. Un gigantesco camión cargado con automóviles nuevos, se detuvo junto al joven. Alfonso, con un hilillo de voz le preguntó al chofer si lo podría llevar hasta Valparaíso. El hombre le dijo que se dirigía a Santiago, aunque lo podría dejar cerca de la ruta que llevaba al puerto. Inmediatamente el joven subió y se acomodó en el asiento; encantado con la comodidad y amplitud de la cabina del camión. - ¡Chita! -exclamó, - ¡esto parece una casa aquí dentro! Al chofer le hizo mucha gracia la espontaneidad del muchacho. Sin embargo, sintió lástima de él. Se notaba por su aspecto empobrecido, que debía venir de los valles interiores, donde ya no quedaba mucha gente debido a la escasez de agua que afectaba esas zonas desde hacía varios años. El hombre le pasó un termo con café y tres galletas. -Sírvete con cuidado. Está muy caliente el café. ¿Llevabas mucho rato esperando allí? Alfonso no contestó. Estaba fascinado degustando el café. Había creído toda su vida que sólo los ricos tomaban café, por lo que se sintió gratamente impresionado; no sólo por el sabor y el olor de la infusión, sino, porque era él, quien estaba tomándolo. Imperceptibles monedas doradas cayeron del cielo y se depositaron en la cuenta sutil de su autoestima. En el camino le contó al camionero la razón de su viaje al puerto. Y habló sin parar. Jamás había hablado tanto en su vida. ¡Era todo tan diferente para él! No sólo por su temerario viaje, sino por el hecho de conversar y de ser escuchado. Estaba feliz de sentirse tratado como un adulto, sin oír a cada instante un “cállate niño”, o un “no preguntes tanto, niño

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intruso”. El chofer, que llevaba muchas horas manejando sin ninguna compañía, se entretuvo mucho oyendo las historias campesinas del muchacho y respondiendo sus preguntas, sobre camiones y grandes ciudades. Alfonso entusiasmado por la conversación, la belleza del paisaje y la carretera plana y lisa como una alfombra de cemento extendida sin fin, no se dio cuenta, a pesar del tiempo transcurrido, que ya había llegado a la conexión del camino hacia Valparaíso, donde debía bajarse. Le dio las gracias y se despidió del chofer. Éste alargó una mano hacía atrás del asiento y de un pequeño bolso extrajo un billete y se lo dio al muchacho. -Para que compres algo de comer, mientras encuentras a tu tíole dijo. El joven, caminando casi en el aire de tan contento, avanzó en dirección a un paradero que había allí. Se detuvo junto a unas personas que esperaban locomoción para consultar como se llegaba a Valparaíso. - ¡Ahí viene el bus! -le señaló una estudiante. -Ese va para allá. Tienes que subir no más, a los niños no les cobran. Un enorme bus rojo y brillante como un caramelo se detuvo; varias personas subieron. Alfonso, con determinación también lo hizo y se sentó en el último asiento junto a una anciana. - ¿Va usted a Valparaíso también?- Le preguntó sin rodeos. La señora le sonrió amable y asintió con la cabeza. Él, de inmediato se puso a contarle que venía de Carbonería y que iba al puerto en la búsqueda de su tío Reginaldo Astorga; y que algún día volvería muy rico a su pueblo nortino. La anciana lo miró compasiva. - ¿Sabe, señora? -le conversaba el muchacho, mientras ella lo oía con interés. -Me he dado cuenta que ser pobre no es solamente que a uno le duela el estómago de hambre y de vacío. No. Es mucho más que eso. Uno se siente como un bicho feo e insignificante cuando ve a los otros que andan bien vestidos y limpios. Siempre me da por agachar la cabeza, porque me da vergüenza no ser como ellos. Cuando se ha sido

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humillado por ser pobre hasta las palabras se niegan a salir de la boca. Las pienso, pero no puedo decirlas libremente, es como si necesitara que alguien me diera permiso para hablar. Yo, no puedo hablar con nadie sin que me tiemble la voz y la garganta. -Pero, ahora estás hablando conmigo y te has podido expresar muy bien.-Le dijo la anciana. -Lo que pasa es que me sucedió algo muy raro, señora. Es como un milagro. Cuando bajé del cerro, no parecía yo. Sentía como si un aire caliente por dentro me estaba convirtiendo en una persona diferente, sin miedos, sin nervios, ni vergüenza de mí mismo. Creo que cuando llegué a la carretera ya era otro Alfonso ¡Imagínese, que hasta me dieron café! La anciana, le acarició la cabeza con ternura. El joven en forma innata cerró los ojos; una brisa perfumada y tibia penetró sus sentidos y se durmió. Cuando despertó había llegado a Valparaíso. La señora, cuyo nombre era Violeta Ponce, cuando lo vio dormido, no pudo reprimir su instinto maternal. Se notaba tan desamparado que, antes de bajar del bus, le ofreció su casa para que se quedara mientras encontraba a su pariente. Alfonso, a pesar de su escasa dentadura que lo avergonzaba, le brindó una amplia sonrisa agradecida. La señora Violeta también vivía en un cerro. Alfonso quedó atónito cuando vio los cerros de Valparaíso. Eran muy distintos a los de sufrido pueblo de Carbonería, siempre yermos y grises. Aquí, estaban sembrados de casas coloridas, y para no creer ¡hasta ascensores tenían! Desde la casa de la anciana se veía el mar y los buques de carga con sus banderas onduladas por la brisa. Mientras el muchacho contemplaba la bahía desde la ventana, la señora buscó ropa, quizás de alguno de sus nietos, y se la obsequió. Le dijo que se diera un baño mientras ella preparaba un caldillo. Alfonso entró a la ducha y un estremecimiento delicioso, recorrió su espalda. Era la primera vez en su vida que sentía la exquisita sensación del agua tibia cayendo como lluvia sobre su cuerpo. Mientras el baño se llenaba de vapor, él pensó en sus hermanos. (Algún día, ellos también se bañarán así como yo. En cuanto pueda, les

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compraré una ducha con las llaves iguales a esta: una roja y la otra azul). Los días pasaron, y el joven no sabía por donde empezar a buscar a su tío. La señora Violeta le aconsejó que fuera a la radio para que pasaran el aviso de que un sobrino del norte lo estaba buscando y lo esperaba en la dirección que se indicaba. Así lo hizo, pero el pariente no dio señales de vida. Alfonso regresó algo desanimado, junto a la anciana. Ella, secretamente tenía la esperanza de que no apareciera el tío, porque desde que se había jubilado como enfermera del hospital, pasaba la mayor parte del tiempo muy sola, y se estaba acostumbrando a la simpática compañía del muchacho. Era muy hablantín y gracioso cuando estaba sólo con ella. Daba la sensación de que hubiera estado toda su infancia con una mordaza en la boca y por fin se la había sacado. No obstante, con algunas personas que ella le presentaba del vecindario, se quedaba muy callado, distraído, casi ausente. Quizás, el joven tenía razón, pensaba la señora, al creer que el hambre y la pobreza, también afectan las palabras; y en la mudez del silencio se acunan los sentimientos heridos por la humillación y el desamparo. El silencio, parecía volverse el refugio donde se protegía de los otros que imaginaba mejores o superiores a él. Alfonso, en su inocencia, quería encontrar a don Reginaldo para que le enseñara el camino que se debía recorrer para tener un buen porvenir; debido a que su tío había salido del mismo lugar que él, sin dinero en el bolsillo y con la educación casi bordeando el analfabetismo. Era un ejemplo a seguir. Por eso los llamados a través de la radio continuaron. Una mañana, muy temprano, golpearon en la puerta de la señora Violeta. Era don Reginaldo, que venía con mucha curiosidad y algo de recelo a saber quien lo buscaba. No recordaba tener ningún sobrino. -Soy yo, el Alfonso ¿se acuerda de mí? -Se presentó el muchacho con nervioso entusiasmo. - ¿Alfonso? ¿Cuál Alfonso?-Interrogó el hombre tratando de reconocerlo. - Alfonso Astorga. Hijo de doña Ana Astorga ¡su hermana del norte!

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- ¡Ah! ¡Yo creía que te habías muerto!- Vociferó con rudeza. ¡Cuándo me iba a imaginar que alguien sobreviviera en esos peladeros; si por allá hasta los burros se mueren de hambre! Una sombra oscura, vino a posarse en el pensamiento del muchacho, que por unos instantes le devolvió su inseguridad, su timidez y sus miedos atávicos. El buscó los ojos de la anciana, que oía estupefacta el desatino de aquel hombre alto y barbudo. Ella notando un asomo de abatimiento en el joven se inquietó. (¿Acaso este niño siempre estará condicionado a que cualquier nubarrón negro le traiga de vuelta a la persona que ya no quiere ser, a la personalidad que ya no quiere tener? ¿Será suficiente para borrar las huellas de su malograda infancia, sólo con cambiar de ambiente y de entorno? o ¿cualquier pequeño detonante hará que su mundo interno se remueva y le grite una y otra vez sus carencias? ¡Y vuelta al círculo cerrado de silencio y anulación! ¡Oh, virgen santa, siempre va ser más fácil evitar, que sanar la pobreza!) - ¡Aunque parezca increíble! -Se repuso de inmediato el muchacho y le habló a su tío con soltura. -Ahí está todavía el pueblo como siempre esperando las lluvias para sembrar. Además, no sólo yo estoy vivo; sino también mis cuatro hermanos y mi mamá, a pesar de que a veces no haya comida ni un pan duro siquiera para roer. Pero, yo no vine aquí para lamentarme. ¡Yo vine para hacerme rico como usted! El hombre se echó a reír emocionado y le dio un abrazo. El tío no era malo. Quizás, estaría reviviendo su propia historia, ya que detrás de su aparente rudeza escondía una gran sensibilidad. Se estremeció al palpar los huesos sobresalidos en la espalda de su sobrino. Don Reginaldo le contó que no era rico. Que tenía un buen pasar, eso si, porque era muy ahorrativo con el dinero que ganaba sacando fotos a los turistas que paseaban en lanchas. -Pero yo te enseñaré, no seré mezquino con mi propia sangre- Le dijo, poniendo una mano en su hombro. -El camino es empinado también por estos lados, muchacho; hay que trabajar duro para obtener lo que uno quiere. Cuando no se nace rico, se debe por lo menos buscar la dignidad en la vida y eso se logra con

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esfuerzo y perseverancia en lo que se hace. El muchacho, antes de despedirse, le prometió a la señora Violeta venir a visitarla todas las semanas. Ella se quedó con una sonrisa complacida al oírlos conversar con tanto entusiasmo mientras bajaban la escalinata del cerro. -Desde hoy mismo te enseñaré a tomar fotos. Mira que linda vista allá al fondo. Si saliste blando de cabeza, harás buenas tomas y las revelarás tu mismo en el cuarto oscuro. - ¿Qué es un cuarto oscuro, tío? - ¡Hum! … Allí es donde se juega a ser mago y la luz juega a ser Dios. Alfonso sonrió otra vez y el aire del puerto le acarició el cabello. Miró hacia lo alto y un cielo completamente azul, paría gaviotas.

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La Fidela

Jorge Durán| Argentina En el día internacional de la mujer dedico este cuento a todas las mujeres que viven en el monte de Santiago del Estero (Argentina) 8 de Marzo de 2007

En la boca del monte vive la Fidela. En lo que llaman casa. Ahí vive. Un rancho de barro, paja y ramas. Hace ocho meses que no llueve… No hay hombre en el rancho. El “Lacho,” el día que sintió no poder llegar al corazón de la hachada, se levantó oscuro, se vistió, colgó el hacha en un horcón y se sentó a morir. Había contado una vez en el delirio de la fiebre que vio la muerte venir, dijo como era, pero esta no llegó. Se quedó a lo lejos mirando. Demasiadas espinas, demasiadas vinchucas. Aquella araña… ¡Y también la yarará!.. Entonces la Fidela secó con la mano la lágrima de la mejilla y lloró para adentro. Desde entonces siempre lloró para adentro…

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Pero ese día el hombre si vio venir la muerte derechito hacia El. Montaba en caballo blanco que no asentaba las patas en el suelo, la melena larga al viento y los ojos saltones. Rayó el caballo frente a El y lo señaló con un dedo muy largo. Fue cuando gritó: - ¡Fidela! Y se inclinó a un costado. Fue hace tiempo… Ahora por el cañadón seco viene la Fidela… ¡Y el vuelo sostenido de los buitres! Cuna hace de sus brazos para llevar su hijita al dispensario. En el rancho quedaron tres más: Nazaria, Esperanza y María. ¡Cuartea el suelo el calor!.. Hace ya varios meses que los pájaros abandonaron el lugar. Las pocas aves de corral fueron muriendo una tras otra. También la cabra, el burro… Ahora, cerquita de la Fidela los reptiles se detienen. Quedan estáticos y luego levantan la cabeza. Por el cañadón seco viene la Fidela… ¡Y el vuelo sostenido de los buitres! Desde arriba del cañadón la gritan… -¡Fidela, Fidela! A contra luz la ve. Una mancha negra agitando los brazos. Cuando se juntan vienen los reproches: -¡Pero comadre, como sale con este día! – ¿Y el burro? -Nada quedó comadre, ni burro siquiera. -Ni pan, ni bocado que tragar… -Lo dice mansamente, humildemente, casi en forma inaudible, sin que deje de ser un grito. -¿Y las niñitas?

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-“En la casa”... -Pero Fidela, que imprudencia. –Déjeme ver la ahijadita. Calló la mujer… Tomó a la niñita en sus brazos y empezaron a correr… Aún faltaba mucho para llegar al caserío. Cuando comprendieron todo comenzaron a gritar. Gritaban y corrían, corrían y gritaban. Nadie salió a ver. Como si nada… Un pueblo fantasma… Una sequía inusual… ¡Y el hambre! Llegaron así a la puerta del dispensario, un letrero decía: “Cerrado por falta de médico”. El corazón golpea la garganta y busca salirse por la boca… Un universo de recuerdos sobrevienen a la Fidela en un segundo: El Lacho delirando, los animales muertos, los pájaros huyendo… La Fidela musita: -¡Ni siquiera está acristianada! Nuevamente comienzan a gritar… Lloran y gritan. Gritan y lloran. En el cielo, muy alto, sin que se escuche el ruido, un avión dejaba su estela blanca.

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La historia de la niña que comía piedras

Luis Leonel Oliveros Rosales| Guatemala Cuando la vi, quedé sorprendido. Allí, sentada sobre un tronco de madera, la niña estaba con los ojos perdidos en la distancia, como si miraran lo que deseaba ver, pero sin ver. Apenas perceptible, de entre los harapos que tratando de protegerla de los rayos del sol, la vieja vendedora del mercado, su abuela, le había colocado sobre el cuerpo, sus pequeñas manos mostraban con facilidad la anatomía ósea que la constituía, mientras sus delgadas piernas terminaban en unos pies rústicos, negros por la tierra, rajados por las inclemencias del caminar sin zapatos sobre los caminos de terracería del poblado. Su tez, pálida y reseca, apenas dejaba distinguir sus labios delgados que en una mueca de indiferencia, manifestaban su estado de ánimo. La venta del mercado iniciaba su jornada muy tempranamente. Era una vida agitada entre conseguir un puesto estratégico de venta y estar listo para salir huyendo sin permitirse el lujo de perder la mercancía cuando la policía municipal iniciaba su jornada de despejar la estrecha calle en donde en un manicomio de desorden, anarquía y fuerza bruta, los pequeños vendedores se acomodaban tratando de vender, lo que a fuerza de cargar a lomo propio, o en escasas oportunidades a lomo de bestia, lograban bajar por las maltrechas veredas de los poblados

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carentes de caminos que permitieran desplazar sus mercaderías por otros medios. Solamente eran dos días. Al inicio y al fin de la semana. No había otra oportunidad. Los transportes, buses o camiones que pasaban por los caminos más o menos transitables salían de madrugada y regresaban por la tarde. Ese era el juego por la vida. O lo vendían o lo perdían. Para ella, según me pude enterar, era la primera vez que venía al pueblo. La abuela, aprovechando la cosecha de unas pequeñas frutas de temporada, había decidido sacarla de la aldea para que principiara a conocer el mercado en el que, algún día, ella tendría que venir a vender… - A cinco la bolsaaaaa… - A cinco la bolsaaaaa… Los gritos de la abuela se perdían entre los gritos de todos los otros que de igual manera trataban de motivar a los posibles clientes a adquirir sus mercancías. Era un verdadero problema. Las autoridades municipales habían creado un “mercado nuevo” bastante lejos del centro del pueblo y pretendían que todos ellos se fueran para allí, pero, el diseñador lo hizo pensando en las ventas a gran escala. Los locales para los mayoristas, importadores, ganaderos etc, estaban muy bien ubicados, pero, para aquellos que escasamente lograban traer algunos productos al menudeo no tenían local, así que cada cierto tiempo se entablaba disputas entre los vendedores y la municipalidad. El ambiente se mantenía tenso. Cerca de las nueve de la mañana la niña no pudo más. Tratando de ingerir un vaso de atol de maíz y un tamal, sintió que todo le daba vueltas, todo se oscureció a su alrededor y después de vomitar lo que escasamente había bebido, se desmayó. La abuela, que para entonces no había vendido casi nada, olvido la fruta, olvidó el puesto que tanto le había costado conseguir y corriendo la llevó a la clínica de atención a los pobres que auspiciada por monjas de la Iglesia Católica funciona a escasos metros del mercado.

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Allí, la recibí yo. Al tenerla tan cerca, la sorpresa que me despertó por la mañana en el mercado se tornó en tristeza, al sentir su pequeño cuerpo casi sin peso, como un pajarillo. Al ver su pálido rostro con aquellos ojos negros de mirada profunda perdida en la distancia. Al palpar sus huesos cubiertos de tan escasa carne me sentí culpable. Culpable por pertenecer a la minoría que come todos los días, la que tiene los recursos, la que puede comprar y hasta desperdiciar los alimentos, la que margina y discrimina a los que no tienen. Me sentí culpable por no tener valor de denunciar al mundo las causas verdaderas de la pobreza y el hambre de nuestros niños… La examiné. Edad 10 años. Peso 34 Libras. Si, un peso para una niña de la mitad de la edad que ella tenía, peso que reflejaba la situación de desnutrición en la que había vivido hasta ese momento, peso que reflejaba la situación social de los desposeídos y la realidad de miles de niños de un país subdesarrollado como el mío. Al medirla mostró una talla de 115 cm. Alguna vez había leído que probablemente la desnutrición crónica era la que había hecho de los habitantes de Latinoamérica una raza de “enanos” en todos los sentidos. Interiormente me preguntaba ¿Qué futuro le esperaría a esta niña? Al escuchar su corazón encontré una frecuencia cardíaca de 100 latidos x minuto y un soplo sistólico grado III /VI . Qué corazón más valiente, luchador, capaz de funcionar a ese ritmo aún cuando no tenga ni sangre que bombear, su tez pálida me hacía sospechar una condición de anemia severa. El examinar el abdomen me sorprendí al palpar pequeñas masas duras no dolorosas diseminadas en todo el tracto intestinal. Cuando recibí los resultados de los exámenes de laboratorio comprendí la seriedad del caso: Hemoglobina 7 gramos. En otras condiciones estos resultados eran casi incompatibles con la vida ¿Cómo era posible que pudiera caminar desde su aldea hasta el mercado? No cabía duda, aún en esa situación, la adaptación del ser humano, su ansia de vida, la lucha por sobrevivir, mostraba que aún en condiciones extremas la vida es la vida. La radiografía de abdomen terminó de enseñarme, que sin importar los años de experiencia acumulados, siempre hay sorpresas, el informe

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reportó: se observan cuerpos extraños de diferente configuración a lo largo de todo el trayecto intestinal, se agrupan en número variable a nivel del estómago y de recto sigmoideo. - Llamé a la abuela para preguntarle: ¿Sabe usted que come la niña? Me miró directamente a los ojos. En su rostro ajado por el tiempo se reflejó la tristeza y el desconsuelo. - Mire, me dijo…. Nosotras vinimos de un sitio a tres horas de camino dentro de la montaña. Allí, tenemos una parcela que con mi hijo, el padre de la niña sembramos de maíz y frijol. El año pasado fue muy malo el invierno y la cosecha no se dio bien. Lo que logramos lo vendimos hace ya algún tiempo y ahora no tenemos para comer. La fruta que traigo es fruta silvestre y la venta apenas da para comprar maíz y hacer tortillas. Usted pregunta ¿Qué come la niña?, mire señor doctor, la niña come piedras, sí, piedras. Eso es lo que más abunda en la parcela. Y, ¿Qué vamos a hacer? Sin dinero, sin cosecha, sin caminos para sacar el producto al mercado, sin apoyo de nadie, ¿Qué quiere que hagamos?.... Recéteme una vitaminas, eso quiero darle a la niña, quizás con eso ella mejore y puede ser que hasta las piedras le sustenten y le maten el hambre. Sin decir más, la tomó en sus brazos y acunándola con una ternura que solamente las abuelas pueden darle a los nietos salió de la clínica para perderse entre la masa de hombres y mujeres agobiados por la pobreza y el hambre en un país subdesarrollado de Latinoamérica, con mucha tristeza, mi país. Casi sin darme cuenta, y mientras pensaba en el futuro de tantos miles de niños que posiblemente estén en la misma situación, una lágrima se deslizó por mi mejilla.

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Las enfermeras del gobierno

Luis Alberto Alfaro Vega| Costa Rica A nosotros no nos visita nadie. Somos tan pobres y solitarios que cuando alguien llama a la puerta nos escondemos para que se vaya. Si en su insistencia no se va, mamá nos llama quedito y nos da indicaciones para que nos escondamos en el dormitorio, o nos vayamos al patio, o nos acurruquemos bajo la pila. Cuando no tenemos qué comer visitamos a los vecinos. Mamá nos dice: “Vayamos donde doña Mercedes a ver cómo siguió de la diabetes”. En la sala de doña Mercedes nos hace contraseñas; una mano arriba que baja hacia la boca significa empezar a bostezar, entonces nosotros, sentados en fila india según orden de tamaño, iniciamos la bostezadera. Cuando la secuencia se completa de ida y vuelta, los bostezos son libres, según el contagio. Bocas que se abren hasta el esófago vacío. De camino a casa mamá indica: “Qué bueno que doña Mercedes esté mejor de la diabetes”. En las noches, sin que mamá se entere, mis hermanos y yo rezamos: “Niñito Jesús, te rogamos que más vecinos se enfermen de diabetes, te lo pedimos por nuestra hambre, amén”. A nosotros no nos visita nadie, excepto el día que llegaron las enfermeras del Gobierno a preguntar por qué mamá nunca nos lleva al Puesto de Salud y por qué nosotros tenemos las piernas tan delgadas y tan

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abultadas las barrigas. No sirvió escondernos los ocho en la caseta del escusado, uno encima del otro sin hacer el menor ruido. Las enfermeras abrieron la puerta y ¡juás!, caímos al suelo como pipas. En la sala nos revisaron de uno en uno: el corazón, los pulmones, los oídos. Dijeron: –Gertrudes, a estos niños no se les puede revisar los oídos porque los tienen taquiados de tierra. Era cierto. Ni con aquel foco se veía nada. Yo me fijé en los oídos de Antonieta y nada, un gran pedazo de cera y barro no dejaba ver. –Estos niños tienen parásitos, amebas, yardalambia. Vea qué vientres. Y nos puyaban el ombligo para mostrar los bultos. –Doña Gertrudes, vea estos bracitos. Le levantaron el brazo izquierdo a Carlitos, uno de los menores, que tiene los bracitos tan delgados como bandolas de café. Uno le ordena; “Carlitos levante los brazos”, y con la bandola de café levantada se le dibujan en perfecta formación las costillas. ¡Da gusto lo fácil que es contarlas! Cuando las enfermeras terminaron de diagnosticar nuestra condición física anunciaron: –Ahora pueden mudarse. Nos quedamos viendo sin saber qué hacer, siempre hemos andado así, con el culito al viento, como llegamos al mundo. Mamá dice que es mejor porque nos facilita ir al cerco. Allí nos quedamos en formación escuchando a las enfermeras. Todo iba bien hasta que Sonia hizo lo que hizo. Mamá no tuvo tiempo de detenerla, estaba ocupada manteniendo el orden con las señales y atendiendo los regaños de las enfermeras. Porque de consejos pasaron a regaños: –A estos niños lo que les falta es una dieta balanceada en grasas, carbohidratos, proteínas, frutas y vegetales. Mamá diciendo que sí, que la próxima semana, es que no ha tenido tiempo de ir al mercado porque son los días de la cosecha del maíz, que está de acuerdo con las indicaciones, que de ahora en adelante nos

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dará una dieta más equilibrada. Defendiéndonos de las profesionales, como las gallinas que ante cualquier peligro, acurrucan los pollitos bajo las alas. –Gertrudes, cómo es posible que duerman ocho niños en esta reducida habitación. Eso es hacinamiento. Mamá dice que próximamente hará el esfuerzo de ampliar la casa. Las enfermeras eran dos muchachas jóvenes, clarito se notaba que estaban iniciando en el oficio y que querían ser excelentes en el trabajo. Disminuir la pobreza y el índice de mortalidad infantil era la meta del Gobierno. Eso dijeron. Yo me acuerdo que eso dijeron. Por eso estaban allí apuntando en una libreta cómo disminuir la desnutrición. Usaban un tono de seguridad en lo que afirmaban, ante el cual mamá les decía que sí, cómo no. Además eran la autoridad, representaban al Gobierno. Mamá en su cabeza de gallina protectora lo sabía. Todo transcurrió normal hasta que Sonia se abalanzó sobre ellas sin dar tiempo de reaccionar. Cayó como relámpago y empezó a sacar con las uñas los terroncitos de barro, apretados en las rajaduras de los zapatos de tractor de las enfermeras, y a comer aquello, ¡cajetas de barro seco! Las enfermeras no hicieron nada, no pudieron hacer nada. Sonia más veloz que una chisbala, sacó las cajetas, sin dejar una, y las tragaba a prisa, midiendo el tiempo que duraría mamá en ponerse de pie y dar el manotazo. Sonia ha hecho eso desde que aprendió a caminar, carga las botas de hule que dejamos en la entrada para no ensuciar el piso de la casa, que es de tierra pero bien limpio, hasta con brillo, porque mamá nos ha enseñado; “somos pobres pero limpios” y nos pone a darle brillo al piso de tierra con un coco seco. Nosotros allí, con los pies planos sobre medio coco seco, para atrás y para adelante, de la pared del frente a la de atrás, de la trasera a la delantera, pegando los codos en los horcones y los tabiques de tabla. Nos detenemos hasta que la tierra compactada quede como un espejo, y nosotros con los mocos afuera, sudando como recién salidos del río. Entonces mamá se mira el rostro en el espejo y sopla: –Yastá bueno el brillo, mijos.

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Invariablemente Sonia carga las botas de hule hacia el dormitorio. Mamá, viéndola en su afán, se emocionaba y dice: –Esta niña va a ser monja por lo servicial que es. Nosotros sabemos que Sonia carga el pesado calzado para sacarle a escondidas las cajetas; tierra compactada, a veces de color negro, a veces roja, dependiendo del lugar de andanza de los hermanos mayores. El resultado del informe de las profesionales no tardó en llegar. Mamá lloró y lloró, suplicando como nunca la hemos visto, haciendo unos ruidos extraños que ni el día que murió abuela. No hubo razones que conmovieran a los representantes del Gobierno; ellos tenían claro el objetivo de disminuir la pobreza y el índice de mortalidad infantil. Leyeron la sentencia diciendo que únicamente cumplían órdenes. En el fondo yo creo que son personas caritativas. Estuvieron consolando largo rato a mamá, mientras le arrancaban a mis hermanos menores de los brazos, para llevarlos a un lugar donde puedan comer grasas, carbohidratos, proteínas, frutas y verduras.

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Maruch

Luis Antonio Rincón García| México Maruch despertó de tanto temblar aún en sus sueños. Eran las cinco de la mañana y el frío de la sierra se colaba entre las paredes de carrizo y adobe, entumiendo los cuerpos desarrapados de un centenar de familias que vivían en chozas desperdigadas a lo largo y ancho del estrecho valle de San Juan, en las altas montañas de Chiapas. A lo lejos escuchó el llanto afligido de algunos niños que no soportaban el penetrante frío. Al menos ese día sus hijos dormían. Maruch encajó bolsas de plástico en los resquicios de las paredes de adobe y sobre las puertas de madera, aun así, el frío se colaba indolente hasta el interior de los huesos. Quiso pararse de la cama de lazo y petate, no pudo, le dolía mucho el cuerpo. Tal vez demasiado. Respiro hondo. Le dolió respirar. Tomó valor y con un movimiento rápido logró sentarse. Restregó sus ojos para limpiar las lagañas que no la dejaban ver bien y sintió en el rostro un dolor que le recordó la noche anterior. Las lágrimas se le escaparon, antes de emitir algún sonido salió del cuarto para que su esposo y sus hijos no la oyeran llorar. Descalza cruzó el patio de tierra para ir a la cocina, la otra habitación de toda la casa. Sintió el sereno de la madrugada, así que se frotó los brazos con la intención de espantar el frío, aunque le dolían tanto que

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no sabía si prefería tener frío. Fue una noche horrible, la peor de todas desde que se casó. Buscando en medio de la oscuridad de la madrugada encontró el comal y los cerillos, encendió una rama de ocote y la colocó entre una pila de leña acomodada en el fogón. Después, de rodillas frente al comal, con masa de maíz empezó a preparar las tortillas del desayuno de su esposo. Recordó que más tarde tendría que ir por leña. Aunque le dolía tanto la espalda, que preferiría no hacerlo. Al menos no ese día. “Ni modo”, suspiró, “no hay de otra”. Nunca fue a la escuela. En su casa le enseñaron lo que creían debe saber una buena mujer. A los cinco años empezó a preparar tortillas, desde los siete cargaba leña, a los doce aprendió a tejer en telar de cintura y a bordar, y desde los catorce se encargó de confeccionar su ropa. Tejía y teñía de azul las gruesas faldas que se usaba en su pueblo, bordaba rombos de colores en sus blusas y le dedicaba varios días a la elaboración de su chal, lo tejía y bordaba al mismo tiempo con una técnica que inventó ella misma. La gente comentaba que Maruch tejía los chales más bonitos de la región. Ese era su orgullo. A los 16 debió aprender a tejer la ropa de los hombres porque ya estaba lista para casarse. Y porque la llegaron a pedir en matrimonio. “Yo todavía no quería casarme, pero ya me habían pedido, y ya que, ya habían pagado cinco mil pesos. El mero día intenté huirme. Nomás que no tenía a donde ir y mi tata me fue a traer a cinturonazos. Así me entregaron con mi esposo para que nos casáramos. A él no lo conocía. Creo que todavía no lo conozco... y eso que ya llevamos más de cuatro años de juntados”. La primera vez que le pegaron a Maruch fue cuando le enseñaron a usar el telar de cintura. Aunque lo había visto desde siempre, le explicaron varias veces el manejo de las distintas herramientas del telar, después su mamá se sentó atrás de ella y tejieron juntas. Al final la dejó sola. Maruch se enredó entre tanto hilo y no pudo tejer ni una línea. Por eso su mamá tomó el machete de madera del telar y la golpeó con él en la palma de las manos. “Así fue hasta que entendí, hasta que aprendí. Así esta bien, porque es el costumbre. Se aprende más rápido y no te equivocas tantas veces…

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poco a poco vas aprendiendo a tejer y vas aprendiendo a recibir golpes sin quejarte”. Los golpes que le daba su madre por cada error en el telar eran para que aprendiera bien su oficio de mujer. Los golpes que le dio su papá cuando se quiso escapar del matrimonio, fueron para que aprendiera las buenas costumbres de una mujer decente y para que aprendiera a obedecer a sus padres, lo que “está más o menos bien, o bueno, yo creo que quién sabe”. Lo que en definitiva no entendía, eran los golpes que le daba su esposo cada vez que llegaba borracho a casa. Mientras Maruch sacaba las primeras tortillas del comal, José despertó y fue directo a la cocina. Entró a buscar más licor que le quitara los temblores de la resaca y del frío. Se sentó en un banquito frente a ella, se empinó la botella hasta beber la última gota, con la manga sucia limpió sus labios y escupió en el suelo al sabor ardiente que le había quedado en la boca. Sólo entonces vio el rostro de su esposa, aunque no recordaba mucho, sabía que le había pegado. “No importa, para eso es mi mujer, para cocinarme, para darme hijos, para tener lista la ropa y para hacerme caso. Sobre todo para hacerme caso; y si le pegué fue porque en algo no hizo caso. No obedeció. Quien sabe qué fue, pero si no obedeció, estuvo bien que pegara. Es más…”. Le soltó otra cachetada por no haber obedecido. Maruch recibió el manotazo con los ojos cerrados, en silencio siguió preparando tortillas, hasta que no pudo contener una lágrima y mordiéndose la mano intento apagar sus gemidos. Era demasiado para el humor de José. Se levantó molesto, agarró las tortillas que estaban listas, dio un rápido y violento tirón a las trenzas de Maruch y salió enojado de su casa. Fue por más licor. José se portó como un marido ejemplar durante las primeras semanas de casados. Iba temprano a trabajar, llegaba cansado a dormir, agradecía las atenciones de Maruch y la llamaba “esposa mía”. Hasta una noche en que llegó borracho y así quiso tener sexo con ella. Maruch sintió asco de su aliento alcohólico, por eso se negó a acostarse con él. José

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la jaló del pelo hacia la cama, con la rodilla le prensó el estómago y le dio dos puñetazos en la cara. “No me lo pueden tomar a mal. Sólo le enseñé quién manda en casa”. Ella dijo que había aprendido la lección, pero él recordaba el asunto cada vez que se emborrachaba, así que le repetía la dosis de golpes sólo para que Maruch no la fuera a olvidar. Nadie se metía porque esos eran problemas de marido y mujer, y porque de acuerdo a las costumbres del pueblo, una de las obligaciones de los hombres es terminar de educar a sus esposas. Al año tuvieron a su primer hijo, Xun, un varón que fue el orgullo de José y que le significó a Maruch tres meses de descanso de los maltratos. “Hasta pensé que todo iba a cambiar… idiota que es una. De por si los hombres no cambian… y los borrachos menos”. José dejó de beber porque así se lo prometió a la Virgen de Guadalupe, le dijo que si hablaba con su hijo Jesús para que el cielo le diera «un su varoncito», él no volvería a tomar una gota de alcohol en su vida. La Virgen le cumplió, así que le tocaba a él respetar su parte del trato. Tres meses le duró el gusto a la Virgen y a Maruch. Un sábado de octubre el tienta almas de su hermano se burló de él. Le preguntó si le habían quitado los huevos en casa y por eso ya no tomaba. Le dijo que era una pena tener un hermano tan maricón al que lo mandaba una mujer, y le explicó que había de ser «muy puto», para no tomar una copita con él en honor al sobrino recién nacido. Varias botellas después, José llegó a su casa dispuesto a darle a Xun su primer trago del alcohol que, según él, lo convertiría en un macho como su padre. Maruch lo detuvo y José le duplicó la ración de golpes, para que aprendiera a respetar al hombre de la casa y para enseñarle a su hijo cómo se debe portar un hombre. Tal vez por eso la Virgencita se enojó con él, pensaba José, por no cumplir su promesa, y después como castigo le mando dos hijas, Loxa y Tinik. Eso sí, creía que la culpa no sólo era de la Virgen, sino también de Maruch. “¿Quién la mandó a meterse? Si la cosa era entre Xun y yo. De no haberse metido, yo no la habría golpeado, me habría portado bien. Entonces

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la Virgencita no estaría tan encabronada con su hijo José. Me habría mandado otro varoncito y no pura mujer”. Maruch dejó de hacer tortillas cuando escuchó el llanto de Tinik, su hija de cuatro meses. Tenía hambre y había que darle el pecho. Al levantarse la blusa para alimentar a la niña, vio las rosetas violáceas y negras que le habían dejado la noche anterior. En el espejo de la cómoda pudo ver su rostro hinchado. Con una duda que le pareció casi morbosa, se quitó la blusa para revisar los cardenales en su espalda parcialmente desollada. Año tras año, borrachera tras borrachera, José la golpeaba cada vez con más intensidad. Era una violencia progresiva, insensible, llena de un odio irracional. Maruch le servía a José para que le cocinara, planchara, lavara y desahogara sus noches de macho en brama, pero sobre todo le servía para desquitar su frustración, los regaños de los patrones, las burlas en la ciudad a su ser indígena, el fastidio de caminar varios kilómetros para ahorrarse los centavos del transporte, la furia de tener una mujer que lo había aburrido casi desde el principio del matrimonio, dormir sintiendo el frío de la noche, sus hijos escuálidos y desnutridos, esa vida de mierda que le tocó vivir. José pensaba que Maruch era la culpable de todo y aunque no podía explicarlo, estaba seguro de que así era. Por eso le pegaba. Por eso y por desobediente. - Siempre desobedece. ¡Siempre! Y todavía es tiempo para educarla. Cada vez que José llegaba borracho Maruch trataba de hacerse invisible. Él la buscaba hasta encontrarla arrinconada atrás del montón de leña, adentro del armario, debajo de la cama o entre las sombras del patio. Del pelo la llevaba a su cuarto, desquitaba su rabia a puñetazos y terminaba forzándola a un sexo sádico para demostrar su dominación de macho. Esa última noche José la arrastró por el patio dándole patadas, escupiéndola y reclamandole con gritos una desobediencia inexistente. En un momento en que José pareció haber parado a su castigo, Maruch se apoyó en una silla para levantarse, José se la quitó y la siguió golpeando con ella hasta que la destrozó contra su espalda. Aunque Maruch se protegió con los brazos y las piernas dobladas, la violencia de su esposo superó sus fuerzas. A patadas regresó a su cuarto, la subió a la cama y

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entre los gritos de espanto de sus hijos, la siguió golpeando mientras la violaba. Cuando Maruch despertó aquella madrugada glaciar, no fueron lagañas lo que le impidiían ver bien, sino los parpados y pómulos hinchados de tanto golpe recibido. Los vecinos de Maruch y José se atrevieron a intervenir, rompiendo las normas de una comunidad acostumbrada a hacer oídos sordos a lo que ocurra en el interior de las casas. Temieron que José matara a su esposa, y a media noche fueron a dar aviso de lo que estaba ocurriendo a la familia de Maruch. A la mañana siguiente, los hermanos de Maruch fueron al encuentro de José. Iban acompañados por las autoridades tradicionales del pueblo. Lo encontraron abrazado a una botella de agua ardiente, sucio de tierra y de sangre, y con los ojos desorbitados por el miedo de saber que venían por él. Le cobraron con intereses cada golpe dado a la hermana. Las autoridades fueron testigos de que la ofensa a la familia se resarciera y después cargaron a José hasta su casa, con especial cuidado en rasparle los pies al arrastrarlo por el suelo. Jadeante, sintiendo los hilos de sudor en la frente, Maruch bajó de la montaña seguida a paso lento por sus dos hijos mayores. Traía cargando sobre su espalda unos treinta kilos de leña y a Tinik. Quiso apurar el paso cuando vio a las autoridades en la puerta de su casa. Le fue imposible. Con el corazón oprimido recibió a José. También ella estaba adolorida, conforme pasaban las horas más se le cerraba la visión y más le dolía el cuerpo. Debió curar a su esposo antes que a ella misma porque así se lo marcaba la tradición. Llorando le quitó la ropa, empezó a limpiarle el cuerpo con una manta humedecida en agua caliente mientras pensaba que ahora tenía dos nuevos problemas: debía curar a su esposo y, mientras él estuviera recuperándose, no habría dinero para llevar comida a casa. José despertó, con fuerza sujetó la mano con que Maruch le limpiaba la cara, la vio directamente a los ojos y le ordenó: - Ve a comprarme una botella.

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Maruch salió de su casa caminado muy despacio, arrastrando el alma y sintiendo que las piernas le temblaban. Iba rezando, imaginando lo que vendría junto con la borrachera de José. Se desquitaría con ella del castigo recibido y Maruch sabía que su cuerpo ya no soportaría otra golpiza. Le preocupaban sus hijos, porque ella — “bendito Dios”— ya no iba a tener problemas. Cerró los ojos, imaginó el final y entonces sonrió.

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Puro caracol

Eduardo Halfón| Guatemala

Lo que usté anda tentando Dice que hace falta leña pal comal. Eso dice mi mamita. Deaí dice que hace falta mucha cosa. Pero que Jesusito es grande y que por ahora nomás nos sobra con leña pal comal. - Llévese el machete, mijo. El machete de mi hermano anda en su funda, echado contra una de las nuevas paredes de lámina tipo corrugada. Así le dice él. Lámina tipo corrugada. Yo antes decía lánima pero mi hermano me enseñó a no decir lánima sino lámina. Y me enseñó a no decir alcachofla ni enchufle, sino alcachofa y enchufe, aunque en veces todavía se me sale. Por puritita costumbre. Mi hermano sigue dormido. Le gusta dormir tarde a mi hermano. También le gusta su machete. También le gusta la Claribel ésa, la hija de la seño Flora del Comedor Flora, de Boca del Monte. A la Claribel ésa mi hermano le amasa todos los pechos. Yo me los hallé alguna vez. Porái. Pero a mi hermano no le gustan nadita las nuevas paredes de lámina tipo corrugada. - Mijo es lo que usté anda tentando.

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Así le digo a mi mamita, viéndola. Eso del mijo me lo aprendí del maestro Martínez. Aprendíanos bastante del maestro Martínez. Pero mi mamita no le aprendió nada al maestro Martínez a causa de que ella no fue nunca a ninguna escuela. Pero sabe mucho, mi mamita. Nomás que ninguna cosa de escuela. Mi mamita se enjuaga el sudor de la nuca con un trapo todo cochino. Abre más sus patas enrededor de la palangana. Sigue desgranando un elote blanco. Salgo afuera. Las personas ya rato que salieron afuera, y andan cargando gallinas y tanates y guacales con agua cafecita que suben del arroyo y que deaí tienen que hervir en ollas de peltre, antes de usarla. Porque si no da chorrillo, dice mi mamita. - Buenos días, tocayo. Sólo el señor López me dice tocayo. Somos tocayos porque dizque los dos nos llamamos Luis. Pero Luis ya nadie me dice. Supongo que pa separarme de todos los demás Luises, a mí nomás me dicen Guicho o Guichito. En veces, mi hermano me dice Sanguichito, cuando al muy baboso va y se le olvida que somos hermanos. Afuera está repleto de policías y soldados. Saber por qué. Los policías sólo andan. Pero los soldados andan con rifles largos y negros colgándoles del pescuezo. Puros mariachis con sus guitarras. Por decir así. Pero a mí ni el menor caso me hacen. No me dicen nada, los soldados. Me dejan montarme a la carretera así de facilito, con todo y el machete de mi hermano a la vista. Acaso por eso mi mamita me mandó a mí por la leña, disdioy, porque bien sabe que los soldados no van a hacerle ni el menor caso a un niño así de descalzo y todo. Se me arrima un soldado feito, con timba de cervecero. Me ojea un cacho. Pero sólo jala flema y sigue andando y una bola verdusca le brinca como una ranita de la boca.

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Las tripas del hambre Ando sobre el asfalto negro de la carretera que dice mi mamita sigue hasta Villa Canales. Pero yo no tengo que andar hasta Villa Canales. Hay nubes y viento ligero. A la par de la carretera veo a una seño vendiendo fruta. La seño es algo llenita y tal vez por eso anda sentada en una silla de Pepsi. Sobre la mesa tiene muchas bolsitas de plástico con gajos de mango verde y también un rimero de naranjas sin pelar. - Qué te doy, patojo. A mí se me salen las tripas del hambre. Pongo el machete entre mis rodillas. Meto las manos en las bolsas de mi pantalón pero en las bolsas de mi pantalón no hay más que hilachas. Hago cara de adulto. - Cuánto la naranja, seño. - A quetzal. - Uy, qué caro. - A eso está. Hay un platito rojo con sal y un platito azul con pepitoria. - Mejor otro día, seño. - ¿No tenés pisto, verdá, patojo? - Bien que tengo, pues. - A ver, quiero ver tu pisto. - No. - Sacáte el pisto. - No. - Qué pisto vas a tener. - Bien tengo.

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- Si sólo inventos sos. Se detiene un carro y la seño se levanta de su silla de Pepsi y se acerca a la ventanita del carro. Volvo, dice. El maestro Martínez nos enseñó a leer nuestro cachito. Volvo, decía también el carro que aventó a la yegua del Chino Menéndez, por allá por Barberena. Aterrizó debajo de un tractor, el animalón, y allí debajo se quedó, como echándose una siesta. Y entonces no sé quién tuvo que venir y ponerlo a dormir de a de veras metiéndole un par de plomazos en la cabeza. La seño habla un ratito con la otra seño que anda manejando. Regresa a la mesa. Prensa una naranja verde y menea una palanca y la naranja verde da vueltas y se va pelando sola hasta quedar toda limpia y blanquita. La cáscara verde cae sobre la mesa. Entera. Enrollada. Bien larga y chula. La seño corta la naranja en dos con un cuchillo sin filo. Echa los pedazos en una bolsita de plástico y les pone encima una cucharada de sal y otra cucharada de pepitoria. Viene entonces y le hace un su nudo a la bolsita. Se la lleva a la otra seño. La otra seño le entrega el quetzal y arranca su carro y se va. - Seguís aquí, vos patojo -me dice sentándose en su silla de Pepsi. - Regáleme la cáscara, ¿sí, seño?

Un kilo de duraznos o un kilo de oro Ya ratos que ando perdido. Por fin hallé leña bien buena, porái por una cuesta metidita, y pues me metí y me fui metiendo bastante. Deaí corté con el machete de mi hermano las ramas más secas de un roble. Deaí me puse a hacer leños de esas ramas. Deaí quise salirme de vuelta a la carretera y no hallaba ni cómo salir. Ahora llevo bien abrazaditos esos leños mientras ando, pero no sé por dónde ando. Viene un don con su sombrero de petate. Lleva un azadón echado en el hombro. Me le arrimo. - Oiga, don, ¿cómo le hago pa salir a la carretera de asfalto que lleva a Villa Canales? Sólo que no hacia Villa Canales, don, sino que en el otro sentido.

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Pero ni me mira. Sólo sigue sobre el camino suyo. Lo salgo persiguiendo un poquito. Me pesa la leña. - Don, dígame porfa cómo llego a la carretera, ¿sí? Y el don entonces se pone a caminar hasta más rápido y me deja parado solo y no me dice nadita ni tampoco me mira, como si yo fuera parte del aire, y a mí se me caen dos o tres leños y se me queda trabado algo caliente a media garganta. Pero no me da ningún susto esto de andarme perdiendo. Los primeros días siempre me ando va de perder. Tengo ya mi buen cayo. Me perdí porái por el barranco de Villa Nueva y otra vez cuando vivíanos en el barranco de San Cristóbal. Me volvió a suceder en una hondonada de Santa Elena Barillas, por dónde estuvímonos otro tiempecito. Esa palabra de hondonada me la había enseñado el maestro Martínez, cuando dizque fui a su escuela allá en la San Juan. Yo se la dije a mi hermano pero mi hermano andaba con sus malas pulgas y me dijo que esa chingadera de hondo no tenía nada. Pues allí, en Santa Elena Barillas, la primera mañana salí afuera pa ver si hallaba un poco de sal y me fui a perder a saber por dónde. Llegué a una tiendita y le pagué una choca a la seño por una bolsita de sal y deaí la seño, con palabrotas y todo, me espantó de su tiendita como si yo fuera un ratero. Pero nomás hallé mi camino de vuelta y de a poco fui llegando. Porque siempre es así. Uno siempre llega. Eso dice mi mamita. Me pesa la leña. Cada vez me pesa más la leña, aunque no capto por qué. Es la misma leña. Un día el maestro Martínez nos preguntó a todos los alumnos si pesaba más un kilo de duraznos o un kilo de oro. Y pues yo, sin levantar mi mano ni nada, le dije que eso depende. Así merito se lo dije, de un solo. Vino él entonces y se me quedó mirando con sus brazos bien abrazados sobre su pecho y con sus chilas ya medio mojadas de sudor y me preguntó de qué depende si pesa más un kilo de duraznos o un kilo de oro. Y pues yo le dije que depende si el kilo es propiedá de un rico o de un pobre. Y aunque no era ningún tipo de chiste el maestro Martínez se rió como un chompipe. Por decir así. En veces se reía como un chompipe el maestro Martínez.

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Puro caracol Llega un chucho negro y me empieza a ladrar. Me está va de ladrar. Le tiro la cáscara y el chucho se la lleva entre el hocico, colgándole como una lombriz verde. Mi hermano y yo siempre volvemos a armar nuestra casa. Lo primerito que hacemos es abrir hoyos con una piocha y en los hoyos venimos y metemos unas largas estacas. Bien metiditas. Deaí clavamos los tablones, así, horizontal dizque, y acostamos tablones hasta arriba, también horizontal. Deaí clavamos las láminas tipo corrugada de las paredes y las del techo y también la que hace de puerta de entrada, que se menea facilito con un lazo gordo de mimbre. Afuera, en la parte de atrás, cavamos un hoyo bien hondo, y después lo hacemos privado con un nylon negro. Cuatro blocs de concreto sostienen rectecito el comal. Desenrollamos los petates. Colgamos la hamaca de mi hermano. Amarramos un cordón que sirve de tendedero. Y siempre, por último, con un clavo grande, clavamos a Jesusito. Sigo cargando la leña por la carretera. La carretera está todita llena de hoyos con lluvia shuca. Cada vez que pasa un carro me salpica un poco de lluvia shuca. No me importa. Es lluvia shuca nomás. Esta vez nuestra casa se la llevó el señor Alfonso. Es buenote, el señor Alfonso. El señor Alfonso tiene un su picopito blanco y destartalado que hay que andar empujando y empujando hasta que finalmente arranca. En el picopito blanco del señor Alfonso metimos los bultos de tablones y estacas y láminas, disdioy, cuando llegaron los soldados al terreno baldío en Boca del Monte y tuvimos que salir pitados y no sé quién decidió venirnos todos a un campo verde de Villa Canales. Unos obreros del ministerio público ya estaban derrumbando con hachas algunas casas. Por cincuenta pesos diarios, dijo mi mamita. Y nosotros entonces nos apuramos con la nuestra. Si no, la perdíanos, dijo mi mamita. La hicimos bultos y metimos esos bultos que también eran nuestra casa en el picopito del señor Alfonso. Le dimos un empujón y el señor Alfonso se adelantó al campo verde de Villa Canales con nuestra casa hecha unos bultos en la palangana de su picopito blanco. Nosotros llegamos

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con todos los demás un tanto después. Cargando nuestros tanates y morrales. A pata. A mí me gusta que nuestra casa se mueva. La gente cree que es mejor que su casa sea bien fija, bien quietecita, que se mantenga como sembrada siempre en la misma tierra. Pero la gente es algo tonta, dice mi mamita. Es más calidá tener una casa que pueda levantarse de una tierra y llevarse con uno a otra tierra. A cuestas. Puro caracol.

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Sublevación interna

Miguel Sánchez Martínez| México

Jaime llevando la mochila al hombro avanzaba con los zapatos resguardados con bolsas de plástico, entre el lodo y los charcos, producto de las lluvias recientes. -¡Cuidado! –le dijo Don Manuel, desde el interior de su carpintería- luego de que Jaime estuvo a punto de caer. -¿Por qué nada más en esta parte de la ciudad no hay pavimento? –pregunto Jaime. -Condenado gobierno, no le importamos los pobres. Jaime miró hacia el interior de la carpintería. Don Manuel plácidamente sentado, teniendo la camisa desbotonada, dejaba al descubierto su enorme barriga mientras veía por la televisión un partido de fútbol; a su izquierda el comedor que estaba fabricando, no mostraba avances, se mantenía igual como lo había visto Jaime desde hacía 3 días. Siguiendo su camino, pasó ante la vivienda de Rómulo. -¡Buenos días Don Rómulo! -¡Buenos días Jaimito! Je je je.

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Jaime notó al anciano demasiado alegre, quien estando en el patio de su casa, se llevaba a la boca un vaso de vidrio. “Haber a cómo estamos –calculaba Jaime- a 30, sí, sí, es fin de mes” Desde hacía un año, el gobierno había institucionalizado el otorgamiento de una pequeña pensión, a los adultos mayores de 60 años, ayuda que le llegaba a Don Rómulo cada último día de mes, y que se la bebía completita. Jaime al introducirse en su vivienda de lámina, vio a su madre frotándose las rodillas. -Voy a tener que decirle a doña Engracia que me de más docenas de ropa para planchar, de lo contrario tendremos que privarnos de una comida al día. -No mamá, mira como se te hinchan los pies de tanto estar parada. Tú ya no puedes seguir trabajando tanto. Le voy a pedir a Don Luís el herrero que me permita trabajar unas horas por la tarde. -No lo apruebo, tú tienes que enfocarte en los estudios. Siéntate a comer y si quieres ayudar toma este dinero, para que después vayas por un kilo de arroz al mercado. Después de medio llenarse la panza con un plato de frijoles de la olla, tortillas y chile serrano, Jaime fue a cumplir con el encargo. En los pasillos del mercado veía las inaccesibles viandas; los pescados con los ojos abiertos, esperaban compradores; grandes cabezas de cerdo se exhibían en vitrinas de las carnicerías, como trofeos esperando a los vencedores que ostenten el dinero suficiente; enormes sandías, piñas, mangos, todo eso que rara vez había probado se encontraba en los puestos. Al llegar ante la tienda de doña Pachita un grupo de señoras despotricaba sobre el alza de precios. -¿Qué vamos a hacer? Todo sube, y los sueldos estancados. -Yo no he encontrado aceite, lo están escondiendo para que suba. -Yo ya le dije a Pedro que voy a buscar trabajo, por que con su sueldo ya no alcanza. A Jaime le crecieron los ojos, mientras mantuvo la vista en el letrero que anunciaba el nuevo precio del kilo de arroz “18 pesos, pero si apenas

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ayer estaba a 12”, contaba el dinero que le había dado su mamá “13 pesos, me dio 13 pesos ¿cómo puede subir algo la mitad de su precio de un día para otro?”. Sabía de las consecuencias, su pobre madre se vería forzada a aumentar sus horas de trabajo. Corrió a otro puesto, pero sólo para toparse con el mismo elevado valor. Estuvo dando vueltas por todo el mercado, tratando de encontrar una mejor oferta sin conseguirlo. La opción lógica era adquirir medio kilo, pero sentía que el tiempo de tomar decisiones importantes había llegado. Dejando el mercado caminó en sentido contrario a su domicilio. Caminó hasta llegar a las afueras de la ciudad, pero ahí no se detuvo y siguió andando por caminos de terracería. Ya sin nada que protegiera su calzado, a sus negros zapatos se les fue adhiriendo lodo, lo que fue haciendo más lento su andar, por el peso adicional que tenían que levantar sus piernas. Al sentir unas gotas en su nuca levantó al cielo el rostro, para toparse con unos amenazantes nubarrones. Trató de arreciar el paso, pero constantemente alguno de sus zapatos se quedaba hundido en el lodo, mientras su pie descalzo hacía contacto con la humedad del suelo. La lluvia era ligera, minúsculas gotitas hacían círculos al caer sobre los charcos. Al llegar a las faldas de un cerro, con la vista buscaba algo en sus alturas. Lo comenzó a rodear, siempre mirando hacia arriba, hasta que detuvo el paso al haber ubicado algo. Comenzó a ascender. Lo irregular del terreno, por las rocas de diversos tamaños y las crecidas yerbas, aunado a lo resbaladizo del suelo mojado, hacía muy lento y difícil el ascenso. Los cactus con sus afiladas espinas representaban los guardianes que custodiaban la cumbre, pero ni aún estos pudieron frenar la férrea determinación de Jaime quien finalmente llegó hasta un nopal. De su bolsillo sacó una navaja con la cual comenzó a cortar las pencas, cortó cinco, pero había una sexta que parecía librarse de la navaja por su altura, sin embargo, dando Jaime un salto y teniendo en todo lo alto la mano que empuñaba el filoso acero, trató de alcanzar la penca sin conseguirlo, realizó un segundo intento, pero esta vez luego de dar un impetuoso y veloz movimiento del brazo, su mano fue rasgada por las espinas. Al observar el dorso de su diestra y percatarse que brotaba sangre de tres de sus dedos, volvió la vista a la penca, para comprobar que no había salido ilesa, se encontraba

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ladeada, unida débilmente a la planta, pero ante una nueva acometida del necesitado gladiador, terminó por caer a tierra. Jaime buscó más cactáceas. Al final descendió del cerro cuando su bolsa del mandado se encontraba llena. A su regreso se soltó el aguacero. Al arribar a la ciudad se encontraba totalmente empapado y con el pantalón manchado de lodo hasta la altura de las rodillas. Teniendo la mirada baja, forzaba a su cerebro al límite, tratando de arrancarle una solución para contrarrestar el agobio económico, pero su mente sólo producía un embutido de carencias y deseos inalcanzables en el corto plazo, de entre esa mezcolanza surgió la tez morena de su padre, siempre inexpresivo. Desde hacía 6 meses que había dejado de enviar dinero desde los Estados Unidos, aunque a decir verdad, nunca mandó gran cosa, alcanzaba para comer, pagar agua, luz y nada más. Desde entonces se lo figuraba constantemente en todas partes, como si al recrearlo mentalmente fuera a restaurar la comunicación rota. Se había ido con su compadre Gregorio Ruelas, y la familia Ruelas fue la encargada de difundir en toda la colonia, que su padre se había juntado con una gringa, quien era la que lo había hecho olvidarse de su familia. Jaime tenía motivos para creer en esta versión, y se preguntaba si su madre también conocía la habilidad de su padre, de hacer reír a las mujeres mientras las tomaba de la mano. Al adentrarse en su colonia, se topó en varias esquinas con grupos de jóvenes, portando pantalones anchísimos y playeras sin mangas, que les permitían mostrar los brazos tatuados. Algunos habían logrado culminar la educación primaria, pero casi nadie la secundaria. Siendo la fuerza física el valor más estimado en esa zona, junto con la astucia para hacerse de recursos con el menor esfuerzo posible, la preparación académica no tenía muchos partidarios. -¡Dios mío! –Exclamó su madre al verlo entrar – por fin llegas. ¡Mira nada más como vienes! Ante los reproches de su progenitora, Jaime con tartamudeos y la vista dirigida al piso, contó su travesía al cerro. Al terminar el relato, depositando la bolsa con nopales en el piso de tierra, le entregó el dinero.

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-Pensé que mañana nos puede hacer falta. El relato hizo brotar ternura en su madre, quien amorosamente le acercó una toalla, junto con ropa limpia. Jaime, con dolor de huesos y cansancio en los párpados, se acostó en su petate, donde el sueño lo mantuvo preso por un par de horas. Al despertar y enterarse que estaban por dar las nueve de la noche, sintió que no valía la pena levantarse. Se encontraba satisfecho al sentir que había realizado lo correcto ese día y no había otra cosa por hacer, más que dar reposo a su abatido cuerpo. “Mañana será otro día. Tendré que levantarme a las seis para llegar a tiempo a la secundaria. No hay nada más que hacer por hoy, haber que se me ocurre decirle a la maestra” Segundos después se incorporó con rapidez, poniendo en duda su anterior pensamiento. Caviló durante unos momentos pero terminó optando por ponerse de pie. Tras encender el foco, sobre la mesa colocó su mochila, de donde extrajo el libro de Historia junto con su cuaderno. Bostezando y presionándose los adoloridos muslos, observaba las 30 preguntas del cuestionario que tenía que entregar al día siguiente. Si ni la astucia, ni el poder de los puños, ni los regalos del gobierno les habían traído beneficios a los habitantes de esa colonia, había que probar otras alternativas. Abriendo el libro en el capítulo indicado, comenzó a leer.

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Trilogía de Carapé

Rodolfo Nicolás Capaccio| Argentina “¡Nuestro Padre Ñamandú Verdadero, el Primero! (…) en medio de las ciudades y pueblos de los extranjeros, hemos de andar rebuscándonos, para que aquellos a quienes hicimos descender tengan con qué alimentarse…” Oración “Esfuerzo”, a los Ñamandú Recoe. Plegaria de los mbyá-guaraní de Misiones.

El despertar Carapé, el pequeño mbyá-guaraní, abre los ojos, y mira el follaje. Está contra el cuerpo de su madre, entredormido, y trata de retener por delante el calor que irradian esa cadera enjuta y esos omóplatos salientes. Se abraza a esa tibieza porque sabe que a su espalda se extiende la total desprotección del mundo. Adherido al pezón está su hermano más pequeño, que no camina todavía. Carapé hubiese querido sorber en la noche del otro pecho, pero, como ya camina, su madre reserva lo poco que almacenan esos odres flácidos para el recién nacido. En la madrugada sintió frío, y ahora emerge de un mal sueño con deseos de seguir amodorrado. Junto con él, puntual, se despierta también el hambre, una inseparable compañía que habita en su estómago

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desde que naciera. Pese a su corta edad, Carapé ya sabe que ese es el momento más difícil, el trance en que debe entretenerlo para que no comience a desplegar sus uñas y recordarle que es también una parte inseparable de su ser. Muy arriba las hojas danzan con la brisa mañanera y los pequeños ojos orientales de Carapé las siguen, entretenidos, en su movimiento, porque de esa forma, a medida que se concentra en las que se recortan nítidas contra el cielo azul, y en las más cercanas que están quietas porque la brisa no llega a removerlas, va sorteando el difícil trance mañanero en que no tiene nada que llevarse a la boca. Su madre ha comenzado a moverse y Carapé se pega a sus ropas para no perder ni un poco del calor que lo ayudó a superar la noche. No es la primera vez que duermen bajo los árboles, de hecho los mbyás-guaraní han dormido en la selva desde siempre, son gente del monte y del río, habituados a tenderse en derredor de los fogones, rodeados por la impenetrable oscuridad de la floresta, tachonada de ojos amarillos y de insectos fosforescentes. Pero ahora amanece y aunque el sueño le pesa en los ojos, Carapé, con los párpados entrecerrados, se concentra en el baile de las hojas más altas hasta que, como teme, su madre comienza a incorporarse. Ella primero se sienta y desde esa posición recoge la escasa ropa con que se protegieran los tres del frío de la noche. Luego se pone de pie y en su lengua lo insta a levantarse tomándolo de un brazo, mientras con el otro sostiene las mantas viejas y sucias que son todas sus pertenencias y sin que el más pequeño, en todas esas maniobras, suelte el pezón que aprieta entre su boca. Las hojas siguen moviéndose en lo alto, pero Carapé deja de contemplarlas, invadido ahora por el murmullo de voces que a su alrededor hablan un idioma incomprensible. La mañana avanza y con ella el trajín de la ciudad. La plaza donde han dormido está a esa hora transitada por gente presurosa que va a los bancos, a las oficinas. Los comercios levantan sus persianas, los bares exhalan sus aromas mañaneros y es preciso salir a pedir para poder sobrevivir un día más.

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Las horas del día Carapé, su madre y el pequeño hermano se detienen sobre el césped de un bulevar después de haber caminado toda la mañana. El pequeño no llora nunca, porque sabe que no debe desperdiciar las fuerzas y porque el pezón no debe perder nunca contacto con sus labios. Siempre que descansan necesitan sentir la tierra y la hierba bajo sus plantas desnudas, desgastadas por el asfalto de las calles. Sus cuerpos sienten la añoranza de lo agreste, pero saben que deben seguir caminando en la ciudad. Su tierra, lejos, pertenece a otros dueños y el monte donde nacieran ya no existe, convertido en tablones, en muebles, en puertas y ventanas, en tierra arrasada, en suelo expuesto a las lluvias y al sol después de haber permanecido por siglos en la verde penumbra. Los pequeños retazos de monte que subsisten no pueden brindarles más sustento y por eso han venido a este otro enmarañado mundo de tránsito y de edificios regido por códigos que no conocen. En lo que fue su monte apenas son recuerdo los animales para cazar y los frutos que se recogían, de modo que han reemplazado aquella vida de toda la vida por esta nueva de mendigar en las esquinas. Durante toda la mañana Carapé se ha visto junto a su madre y el pequeño bulto del hermano reflejado en los escaparates. Sus menguados cuerpos han transitado por entre todo lo que se ofrece sin que puedan comprar y se han superpuesto con el de maniquíes vestidos con ropa que jamás usarán. Las tres siluetas han navegado tatuadas por cardúmenes de zapatillas y zapatos de todas las marcas y los alimentos de las vidrieras los han recorrido con destellos de cremas y luces de mensajes que no saben leer. Luego, en el cruce de dos avenidas, cien veces Carapé ha descendido a la calzada cada vez que el semáforo detiene el tránsito y cien veces ha visto su pequeñez reflejada en la bruñida puerta de los automóviles. De vez en cuando una moneda ha refulgido en su palma y ha corrido a traspasarla a manos de su madre. Carapé no lo sabe, pero el es más desposeído entre todos los pobres. A su lado otros niños compiten por obtener limosnas, vestidos de payasos, haciendo destrezas con naranjas en juegos malabares pero dueños al menos, en toda su miseria, de una lengua que los demás comprenden.

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Ahora es pasado el mediodía y bajo una sombra el trío se dispone a comer de su magra cosecha: restos de medialunas abandonadas en las mesas, un pan que les han dado, media botella de gaseosa sin gas. Las monedas debe guardarlas la madre a la espera de que regrese su hombre. Carapé lleva trozos de pan a su boca sin sentirle sabor al alimento. La madre disuelve también aquella harina con sus encías desdentadas y el pequeño insiste en sorber el pezón. Nada de lo que comen tiene gusto, ni aroma, que son cualidades que perciben los que comen sin saber qué es el hambre. Tampoco lo hacen con voracidad, que es propio de los que comen a menudo y a quienes cuando les falta el alimento los asalta un hambre perentorio. La de ellos es una ausencia histórica de la comida, una carencia heredada que les permite ingerir sin ninguna ansiedad, y aquello que mastican es algo que sus cuerpos resumidos transmutan de inmediato en la energía que les permitirá seguir sobreviviendo. A la sombra de un árbol se han sentado a comer como si no comieran, con la antigua paciencia que les impone la desnutrición. La ciudad está quieta durante las horas de la siesta y lo ingerido durante ese reposo le servirá a Carapé para tender la mano por la tarde, cuando pasadas las horas de calor agobiante vuelva el tránsito a congestionarse en los semáforos. Allí, de nuevo tendrá que bajar a la calle a competir con los que han aprendido a llamar la atención. Pero es tan pequeño que ni siquiera puede llevar, como otros hacen, sus hermanos dormidos en brazos apelando al antiguo recurso de la lástima. Estará solo, con su madre cerca que amamanta al hermano y él, en esa escena, será apenas dueño de una pequeña llavecita copiada a los blancos, la única herramienta con la que logra, a veces, algún resultado. La única fórmula que logra hacerlo visible entre la monstruosa coraza de la indiferencia. Tras su mano extendida hacia las ventanilla de los automóviles será la frase, dicha en su media lengua: “¿Tene una monenita?”

La noche otra vez Carapé está de nuevo en la plaza y siente que sólo bajo los árboles encuentra protección, aun bajo esos disciplinados árboles de la ciudad,

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en algún recóndito lugar de su memoria pervive el recuerdo de un follaje que fue lo primero que vieron sus ojos. Su madre ha buscado el mismo sitio de la noche anterior para tender las mantas, bajo a unas gruesas ramas que dejan pasar desde lo alto destellos de mercurio del alumbrado público. A medida que transcurren las horas la plaza se transforma. Quienes la transitaran al atardecer han desaparecido y cada sitio lo ocupa un grupo humano que es dueño del lugar a medida que avanza la noche. Carapé los observa curioso y hasta se aleja de su madre para poder mirarlos con detenimiento. Cerca están unos jóvenes de largas rastas y brazos tatuados, con aros y collares que exhiben sobre unas mantas sus artesanías; más allá una madre obesa con varios niños que recorren las inmediaciones bajo su mirada interpelando a los transeúntes; en un banco unos muchachos cantan y tocan la guitarra. Carapé quisiera acercarse, pero la voz de su madre, en guaraní, lo retiene tal como si estuviese sujeto con una cuerda en la cintura. Ella se ha recostado con el más pequeño y sin otra cosa por hacer, Carapé se tiende a su lado mientras lo envuelven las voces y ruidos de la ciudad nocturna. Lo que consiguieran para comer lo han acabado antes de que la noche se cerrara y habrá que esperar la mañana para salir de nuevo a mendigar. Carapé escucha de tanto en tanto la succión de su hermano, pero sabe que su turno de mamar ya pasó y ahora aquella escasa leche apenas alcanza para que el más pequeño tenga alguna chance si logra un día poner las plantas sobre el suelo. La madre lo sabe mejor, porque ya le tocó desprender de los pechos los cuerpecitos fríos y rígidos de otros dos que no llegaron a ponerse en pie. Los tres se disponen a dormir con sus estómagos vacíos. Sienten que el hambre está allí, acurrucado en ellos, y todo lo que deben lograr es quedarse dormidos para disolverlo con el sueño. Como el follaje es ahora una sombra compacta Carapé no ve si las hojas se mueven, de modo que para entretenerse sigue el vuelo de los insectos en derredor de las farolas.

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En el transcurso de la noche los tres se irán arrimando para darse calor, aunque la madre no entre nunca en un sueño profundo, atenta siempre por si algo pudiera suceder. Hacia la medianoche los muchachos de las rastas recogerán del suelo las artesanías que han estado exhibiendo, la madre con su mendicante bandada nocturna se marchará también y por último lo harán los muchachos del canto y la guitarra. Todos dejarán la plaza llevándose algún proyecto para el otro día, y el día vendrá, puntual, con sus transeúntes, la agitación del trámite, las entrevistas, las diligencias y las decisiones. Para Carapé, con su madre y su hermano, la esperanza se resume en esperar que aclare. Pero aún falta mucho para el amanecer. Los tres ahora, más el hambre replicado en cada uno, se han dormido, y sus cuerpos no tendrán más recurso que ir echando mano de sí mismos para estirar la vida. La madre, muy joven, ha perdido los dientes uno a uno, Carapé no logrará crecer mucho más de su estatura y el más pequeño intuye en su inconsciencia que si retira la boca del pezón está perdido. Por fin llegará la luz y el hambre habrá de despertarse primero que los pájaros. La madre palpará al pequeño para sentir que aún late, y Carapé, pegado a su cuerpo, volverá a mirar en lo alto la danza de las hojas, inmóvil, para distraer la fierecilla agazapada que a esa hora le hace sus reclamos. Pero ahora están durmiendo. La madre, en algún momento, abrirá los ojos en la penumbra de la plaza y palpará a hijos. Comprobará que al menos esta noche no hace demasiado frío, y con eso ya le parecerá que tiene suficiente.

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Una mañana de sábado

Carlos Calle-Archila| Colombia 1 La pequeña Marcela se despertó temprano una mañana de sábado, antes de lo acostumbrado, buscando a su lado a su padre; al verlo ahí mismo en su cama tendido, se levantó sin mayores preocupaciones, dirigiéndose directamente a la cocina, en el costado opuesto de la habitación. Sus pequeños pies se posaron sobre las tablas de madera frías, y luego de unos cuantos pasos aletargados por el sueño, se detuvo frente a la mesa junto a la estufa. Se empinó y haló hacia la orilla una olla bien tapada para tenerla más cerca de sí; al poder alcanzarla la tomó con ambas manos y la apoyó contra su pecho, retirando la tapa y viendo dentro de ella. Marcela suspiró hondamente al ver el recipiente vacío. Miró a los lados, fijándose si estaba completamente sola, si su papá la observaba al escondido entre las cobijas, o si alguien la espiaba por la ventana; una vez se cercioró, regresó con sus ojos al fondo del trasto que sostenía, recorriendo su pared redondeada; pero en su segundo vistazo halló una masa verde justo en el centro, así que aclaró su mirada para ver mejor de qué se trataba. Se sentó en el suelo y puso el cilindro metálico entre sus piernas, para después introducir su índice en lo más hondo del recipiente, tocando con curiosidad, sintiendo una sustancia gelatinosa y tibia que envolvía la piel de su yema. Sacó el dedo y lo miró en detalle,

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sin ver nada extraño, y sin rastro del verde dentro de la olla; se lo llevó a la boca, saboreándolo, apreciando con calma el rastro dulzón que se esparcía por su lengua. De espalda a la litera donde yacía su padre, giró la cara con lentitud para ver si él la ojeaba como de costumbre, haciéndose el dormido muchas veces. El cuerpo estaba cubierto de arriba a abajo con una manta remendada por partes, sin dejar prenda a la vista, ni siquiera donde los bordes deshilachados tapaban menos. Marcela entendió que podría desayunar esa mañana algo dulce, algo en suficiente cantidad para repetir y dejarle a su papá cuando despertara; aplacaría así su ruidoso estómago y tendría ganas para salir a jugar al rato, como solía hacerlo al divertirse con su imaginación.

2 John se miró a sí mismo en el pedazo de espejo que colgaba de una puntilla en una de las paredes de su casa. El rostro pálido marcado por un par de ojeras pronunciadas y las pequeñas hendiduras de los labios secos le causó malestar al instante. John recordó que su madre le decía de seguido cuando era niño, que el hambre no debía notarse bajo ninguna circunstancia, así se padeciera. La niñez de John estuvo rodeada por la pobreza, pero generalmente hubo con qué comer a pesar de las carencias de su familia. Y las pocas veces que sintió hambre tuvo que ocultarla, pues su mamá así lo ordenaba: era parte de su orgullo. Al crecer, John se pareció más a ella, tanto en sus costumbres como en su complexión física: alto y delgado, tez morena clara, cabello negro que él lucía con corte a ras y facciones filudas; sus diferencias eran aquella barba incipiente que no requería una rasurada diaria, además de las arrugas en la frente más marcadas, una mandíbula más dura y un cuello más fibroso. Así que lo que molestaba a John en esta noche de viernes no era sentir el hambre pegada a su interior, o la fatiga del estómago contraído, o la ansiedad de saber que no se tenía que comer esa noche ni el día siguiente ni el próximo; lo que le amargaba era que se le notase, que las ojeras llamaran la atención de los demás, que su palidez no pudiese disimularse, que sus huesos estuviesen al descubierto así llevara algo de ropa encima, que no tuviese el valor de mirar a los ojos

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de otros sin llevar consigo la vergüenza. John maldijo para sus adentros, aunque gesticuló ante el espejo, el mismo que le mostró una mueca de dolor difícil de olvidar. Inhaló aire y ratificó la decisión que había tomado noches antes, después de intentar ganar dinero en cualquier actividad que se le presentara informalmente, y antes de eso buscando un trabajo que le significara un dinero para mantenerse en pie durante el día: esa noche robaría. John se dirigió a uno de los costados de la habitación donde vivía, en donde él había adaptado una pequeña cocina, tomando de la mesa un cuchillo cuyo metal gastado después de ser afilado muchas veces lo hacía ver más peligroso de lo que realmente era. John intentó recordar hace cuánto lo tenía, pero no dio con la pista, ni cómo se había hecho a tal pieza; sin detallarlo lo guardó entre el pantalón. Al caer en cuenta que era un hecho inminente su primer robo, lo sorprendió una pequeña náusea, pero no tenía que vomitar, pues llevaba con el estómago vacío dos días. Se dio fuerzas concluyendo que su madre fallecida jamás lo sabría, que lo hacía por él y su familia, que la necesidad lo obligaba, que Dios sabía muy bien su situación, que nadie lo vería pues cubriría su rostro, y que sería la única vez que recurriría a algo así. Con su camisa cubrió el cabo que sobresalía de su cintura, se terminó de vestir con una chaqueta y salió sin hacer ruido. Descendió por la pendiente que conducía a su casa en medio de otros tugurios en iguales o peores condiciones situados en uno de los polos de la ciudad, con la cabeza metida entre el cuello de una de sus prendas de vestir, ocultando no solamente sus intenciones, también su hambre. El final de la montaña lo situó en la maraña de calles pavimentadas que se perdían en la urbe y que lo podrían conducir a una de tantas esquinas, donde debería esperar a su víctima. Así entonces se dejó llevar por su olfato, o por el azar disfrazado de instinto que lo abandonó en una calle opaca y medianamente concurrida, no muy lejos de un número de locales comerciales de abarrotes que abrían durante el día y unas cuantas tabernas que funcionaban en las noches. John se recostó en la pared y esperó más de una hora, midiendo sus pasos, hallando su ruta de escape, planeando que diría, cómo manipularía su arma, antes un simple cuchillo de cocina, y sobretodo

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tomando más fuerza, más mental que física, pues esta última estaba ya bastante disminuida. El futuro ladrón perdió la noción del tiempo, y momentáneamente la fatiga y el estómago vacío pasaron a un segundo plano al tener la mente ocupada en asuntos de mayor relevancia en ese instante; y aunque no podía medir los minutos y los segundos, la víctima hizo su aparición con rapidez en el extremo opuesto de la calle, caminando con dificultad, balanceándose de un lado a otro para no perder el equilibro, en un caso evidente de embriaguez. John se aferró con fuerza al mango que rodeaba el metal, mientras imaginaba que su invisibilidad lo protegería de la persona que venía en su encuentro, de cualquiera que pudiese atisbarlo, y de los ojos del cielo que se le clavaban en la nuca. En un abrir y cerrar de ojos el ladrón se atravesó en el camino del ebrio, enseñándole el filo del cuchillo en su cara, amenazándolo con cortarlo si no le daba el dinero que llevaba, insultándolo y recordándole que no debía arriesgarse a perecer ahí mismo sobre el andén solitario. La víctima recobró la lucidez aparentemente perdida en sus anteriores pasos zigzagueantes, y accedió a darle lo que tenía en su chaqueta. Sin dudarlo llevó su mano derecha al interior de uno de los bolsillos, de donde sacó un revólver que desaseguró con facilidad. John se enfrentó al cañón que le apuntaba, valiéndose del cuchillo para abrirle una herida en el mismo brazo que lo sostenía: pero el dolor no logró su objetivo, pues un disparo se escapó en una noche que comenzaba a cubrirse de nubes cargadas de agua y sangre. Sin detenerse a pensar en lo que pudo salir mal, John siguió su ruta de huída sin problema alguno, camuflado en las sombras que se hundían en las calles y en los muros añosos de ese sector de la ciudad. No tardó en llegar al borde del cemento, donde se erguía la montaña invadida por miles de desplazados del campo, y por todo aquel que no tenía más remedio que buscar refugio en la marginalidad de la pobreza. Como habitante de varios años, la casa de John no estaba tan lejos ni tan arriba como las últimas invasiones, aunque las más recientes dejarían de serlo en un par de meses o menos cuando más personas cercanas a la indigencia se establecieran allí, devorando el resto de la cúspide. Su ascenso fue lento y pausado, así el hambre y la vergüenza ya se hubiesen diluido en un par de lágrimas que se descolgaban por sus mejillas. La

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fatiga también se había ido, pero le abría paso a la quemazón que se expandía en su estómago, precisamente en el mismo lugar donde el hambre se anidaba cada vez que aparecía sin avisar. John descubrió su camisa empapada de un tono rojizo cuando la luz le llegaba, pero que en la mayoría de su camino lucía negro en la oscuridad. Ya en la puerta de su hogar jadeó con fuerza, prefiriendo hacerlo afuera y no en el interior de la vivienda, para no despertar a quien le esperaba, seguramente como él mismo con la ilusión de tener algo de comer para el día siguiente. Había fracasado en su intento de robar y hacerse a algo de dinero o un objeto que pudiese vender o cambiar por comida; había caído en un paraje de donde nadie podía rescatarlo, más abajo que la pena de ser descubierto pálido y ojeroso, o pidiendo limosna, o rogando por un trabajo mal pago; y había perdido el último rastro de dignidad heredado de su madre. John entró sin hacer ruido, con la puerta tras de sí se despojó de sus prendas y se miró el estómago con más ira que dolor. Se limpió con la camisa manchada, la mojó en una vasija con agua reposada y la ató como pudo en su cintura, justo encima de la herida; al terminar el nudo supo que el ardor que se desplegaba desde sus entrañas no se le quitaría esa misma noche. Sonrió para sus adentros, diciéndose que era el castigo por no llevar comida a su casa. A pesar del fuego en el abdomen, el frío invadió el resto del cuerpo. Se acostó en la cama y respiró con suavidad, mientras se envolvía en una cobija de retazos en mal estado. Se dobló y se retorció con sus manos abrazando sus costillas, esperando lo peor: con su último aliento se acercó al pequeño cuerpo que compartía su litera, posando sus labios sobre su cabeza con suavidad. Finalizado el beso, Marcela lanzó un suspiro al aire en medio de sus sueños.

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Yo soy el hambre

Silvia Graciela Franco| México Tengo nombre, pero no apellido porque pertenezco a cualquier familia. Sé donde estoy, aunque no tengo nacionalidad. Vivo y perduro dando de qué hablar. Cuanto más hablan de mí -qué paradoja- más crezco. Tampoco tengo edad cierta, algunos dicen que nací con el mundo. Soy un monstruo incontrolable y aborrecible, aunque no tengo una forma precisa. Suelo adoptar el cuerpo de los miserables y, es cruento, me aprovecho de sus miserias. Los elijo, los marco, los penetro, violo cada poro, cada célula, cada centímetro de su cuerpo. Los estrujo, los debilito, los domino, los enfermo, los poseo. Cuando son míos, no los dejo morir. Antes, me gusta verlos sufrir. Y mis víctimas preferidas son los niños…Ya les dije, soy un monstruo. Siento, sin embargo, que no soy totalmente responsable de ser el que soy ni de como soy. No es mi culpa que tantos miles y miles, cada hora, cada minuto estén en mis manos. Está en mi esencia, no en mi conciencia. No tengo conciencia. Yo no me creé a mí mismo; me crearon los hombres. Nunca podría existir si no estuvieran dadas las circunstancias. No soy yo quien establece las condiciones. La solidaridad es mi acérrima enemiga. Los esfuerzos de la humanidad por limitarme y reducirme son loables, lo admito. Muchas veces, al observarlos, creo que quizá logren su objetivo.

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Pero existe más de una razón por la cual puedo invadir fácilmente, invencible, cualquier pueblo o nación. Es que cuento con poderosísimos aliados que perturban el alma del hombre. El mal de la guerra, que causa estragos. Lleva al ser humano a cometer los peores crímenes y le quita la capacidad creadora. La incomprensión, que no le permite ver más allá de sí mismo. El odio, que enciende la llama del egoísmo. Juntos van de la mano para encasillar a los hombres y enceguecerlos frente al infortunio del prójimo. La ambición desmedida, que profundiza la imperfección humana. Envuelto en sus riquezas de todo tipo, el hombre se cree más fuerte, auténticamente inmortal, inmune. Se transforma en ciego, sordo, pierde sus sentidos. La falaz sustancia que lo conforma revela, tarde o temprano, su real naturaleza. Luego se desmorona, y sólo quedan sus pertenencias, pisoteadas. De él nada queda. También me acompaña muy de cerca la mentira, la negra mentira. Medio eficaz para conseguir lo ambicionado, lo que no se puede obtener por el camino debido. Usada para conseguir adeptos, posesiones, imágenes, de que son lo que no son, de que van aunque no vayan, de que están aunque no estén. La mentira, que tiene tantos años como yo y arrastra a demasiada gente por un camino que parece el más fácil. La que para algunos es como la verdad, ya que se confunden de tanto usarla, hasta se la creen. Esta es la que mejor me disfraza, permite que todo siga, cubriendo con su opaco velo la realidad. Estos son mis absolutos aliados y sin ellos no podría existir, soy consciente. Pero hay algunas personas que tratan de combatirme. Sus batallas son un reto, teniendo en cuanta mis fortalezas. Cuentan con la ventaja de conocer mis defectos y, más importante aún, mis debilidades. Saben que no puedo luchar contra la solidaridad humana, la empatía, la perseverancia, la bondad, el amor, la piedad. Desconozco estos sentimientos. Me descontrola la obsecuencia de estos seres que poseen cualidades especiales. No buscan reconocimientos ni recompensas,

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no quieren dominar, se desplazan por caminos inseguros, segados de dolor, violencia y desesperanza. Sus pies se posan firmes y sus pasos son certeros. Es difícil quebrar su ánimo o ver disminuir su tenacidad. Me intriga ver que, a pesar de mis monstruosos embates, estos seres no caen. No sólo eso. Ayer eran cientos; hoy son miles. Han descubierto que, antes que yo, otros se apoderaron de la vida de los que me padecen. Que la ignorancia, la falta de oportunidades, el querer y no poder se han hecho carne en sus destinos, causándoles otras hambres. Hambre de conocimiento, hambre de fe, hambre de comprensión…Saben que conociendo al enemigo es más fácil ganar las batallas. Así, estos seres privilegiados vislumbran día a día el modo de destruirme. Focalizan a mis aliados, tratan de reducirlos. Los rodean, cercan y encierran con la intención de aplacar mis fuerzas. También perciben que algunos de mis aliados están preparados con armas de las más letales conocidas. Armas que alimentan al hambre, o sea, me alimentan. Mis detractores buscan el modo de neutralizarlas. Promueven la unión sin distinción de credos, rechazan las falsas alianzas, mantienen un mismo objetivo: aniquilarme. Se revisten de fortaleza. Me intimida el resultado final de nuestra contienda. Temo por mi supervivencia, al menos como ha sido hasta ahora. Además, hay otro temita que me preocupa y está insertado, muy profundo, en el alma humana. Tengo miedo que resurja, no en uno, ni en dos, sino en todos. Si así sucede, mi destino está escrito y mis días, contados. Tengo miedo que resurjan la voluntad y la esperanza.

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El favor

Nelton Bárbaro Pérez Martínez| México –Buenos días. ¿Tiene viandas? –dijo el hombre, sudoroso, y bajándose de la bicicleta se quitó la gorra de béisbol de los yanquis de Nueva York. –¿Viandas...? –repite el guajiro y se queda callado mirándole muy lento de pies a cabeza la facha de hombre de ciudad, las manos y el porte de oficinista–. ¡Shuiiiisss…! Antes, había que llevar la vianda hasta el pueblo y dar vueltas todo el día. Entonces al oscurecer cuando uno estaba bien jodido de pregonar por las calles y ver a las señoras en los portales aún en reposo de sus almuerzos y diciéndose sus chismes de comadres con el radio bien cerca. El alma ya sin resuello, como el caballo, uno pensaba lo vaina que es ser guajiro, arrecordándose de la mujer: “Gelacio, tráigame un poco de sal. Papá si le va bien... y ve algún pescao...” pero volteaba más que los caballitos de una feria y na, los serones llenos todavía, los plátanos desmanaos ya no tenían brillo y se ennegruscaban. Y la bestia daba tumbos con el ánimo de los dos entre las patas, cada vez que resoplaba la infeliz, yo sentía rodar por las espuelas la mezcla de dos sudores y la acompañaba con el suspiro. La gente de Minas Blancas en aquellos primeros tiempos era rara de estómago, tenían costumbres de gallegos

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de fonda y comían pan por viandas. Las calles y los callejones de Minas Blancas, aburrían de tanto levantarles el polvo. Hasta que los gorriones no llenaban de cuchicheos las matas de higuillo y los techos de zinc refulgían medio opacos con el último resplandor del día no se vendía casi na; ya a esa hora me obligaban a rebajar los precios, y oiga más barato ni la quincalla de un chino, y nadie, casi nadie llamaba. Ese camino era de los últimos en dispertar del mundo, hubo tiempos en los que sólo subía Pelao con sus décimas resabiosas y cantos agrios, a trabajar en lo de Lolo García, allá en Monte Oscuro. Pero hoy, ya ve, los gallos no sirven de dispertador, sino los perros que madrugan ladra que ladra a los carretones de caballos que pasan cargados de negros de Santiago de Cuba y gente con cara de poblano; suben hasta blanquizal, y algunos se atreven a llegar a la Gegira. Al atardecer todos esos santiagueros vienen cuesta abajo como mulos sin arriero y al animal que encuentran mal parqueado para el saco. Por eso, resembré la cerca de atajanegros, de cardona, y puse otro pelo de alambre; también cambié por un lechoncito el candado que usted vio en la portá. Yo no digo que no suba gente buena, y necesitá, los tiempos que corren tienen la cara fea y es mejor no tentar al prójimo a que se pase al bando de la sinvergüenzura. El hambre no quita tiempo a la trastá, yo he mirado como gritan desde los carretones a Pelao: ¡Oyeeee loocoooo…! Válgales Dios, que Pelao es hombre de sangre mansa como un buey y él sigue su camino, arrastra los pies y se consuela esa apariencia de mendigo con sus tonadillas de sinsonte de guardarraya. Aunque hay días, vea usted que pasa mudo y cabizbajo como una sombra, y luego alguien entera a Gina, que lo vieron en la tienda de El Recreo perder los estribos con una pandilla de santiagueros malcriados. ¡Usted sabe, los negros se burlan de todo! Antes se veían poco por acá, nada más que un par de meses después de recogido el ajo, con más trucos que un mago lograban pasar café de contrabando, pero ahora todos los días del año... ¡Sequiel Pompella Peralta!, de seguro les gritó la pobre alma de Dios que es Pelao y jaló por su machetín de desyerbar patios y frutales.

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A usted le van a decir que tuvo suerte porque yo vivo encerrao y cambeo poco. Algunos carretoneros han dicho a los merolicos que soy peor que mis perros. Pero es que yo vivo de lo que hago parir a la tierra y no puedo estar todo el día haciéndome el moro. Ni dejar a Gina que se encargara porque el día que lo haga me empeña hasta los bueyes; que las mujeres, ya sabe usted como son. Tuve mañanas en las que no había terminado de ordeñar y ya andaba voceándome por alguien que traía unos trapos de las tiendas de billete americano, y me cansé. Me acuerdo de uno, me quería deslumbrar con las etiquetas: “mire viejo que es yuma, de afuera” me decía para convencerme. Lo de él valía, lo mío no, y ahí mismo, cuando me di de cuenta que quería cogerme a lazo, ahí mismo extranjericé todo lo mío... hasta de mi yegua Motoneta por poco digo que es árabe y pura sangre. Pero, venga hombre, desayune conmigo, usted parece gente sincera, sino no lo dejo cruzar mi tierra, a cará siéntese, que ya Gina… ahora traigo el café y la leche, ¡y la endulzamos con la misma azúcar que usted trajo! ¡Ay, mi Gina valía oro! Pero esos billetes americanos. Después vamos al platanal y cortamos lo suyo. ¡Coma, coma! Que no le voy a cobrar, es que nunca me gustó comer solo. Bueno y por lo que se ve, las cosas andan de mal en peor por Minas Blancas. Desde que cerraron las vallas de Sabana la Mar, y Damián Algarin, embrabuconao se comió los gallos, no fui más. También vendí mi Ford Falcón y las hijas se me casaron con habaneros. Gina y yo nos enterramos aquí, no hemos vuelto a salir juntos, hay demasiados gavilanes. Ahí tiene a Alito, exagerado, pero está clarito el cartel que puso en su portá: NO PASAR AL QUE ENTRE LE SACO ROSCA CON UN MACHETE ¡Oiga!, la gente pasa ligera y pegada al mayal de los Martínez. De Alito se puede esperar cualquier cosa, ya una vez encontró un níspero que no cabía en la boca de un sombrero. Y estuvo diecinueve noches sin dormir, velando a un perro jíbaro hasta que lo agarró. ¡Ese isleño es terrible! Por aquí todos saben que en medio del surco se ha entrado a trompones con Oro Fino, Comandante y Pajarito, su yunta de tres bueyes que halan más cuando quieren que un tractor. Pero no me haga mucho caso, ni

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aguante tanto el gaznate que se le pueden trabar los boniatos que son traicioneros; la leche no, la gente debía ser como la leche pura: tibia y blanca y nutridora. ¿Está buena, verdad que si? Esa leche no es como la que vende Villalobo, ese viejo es quien tiene la culpa de que no lo respeten... ¿Usted no ha oído como le dicen? ¡Leche de arroyo! Así le apodó el hijo de Joaquín Valdés, que asegura que un día le vio un guajacón nadando en las cantaras. Aquí gracias a Dios las vaquitas mías se mantienen, a Dios y a Gina, que nunca permitió que se desparrame la leche hervida, oiga, eso está probado, ¡se le seca la ubre al animal en un santiamén! Bueno deje las cosas ahí y venga conmigo que ahorita el sol sube más y pica. Venga, venga que ya se me hizo tarde, deje eso ahí, sobre la mesa para que ningún animal lo alcance, y vamos que hoy usted come con viandas y... así, como en esa foto encima del televisor que tengo roto y de culo pal viento por ruso y malo, pero así eran Gelacio y Gina, puros como la leche, pero a Gina me la malogró este tiempo que ni pa queso. Un día me cambeó una marrana de cómo cincuenta libras y utilizó dinero por su cuenta, eso nunca lo hizo en un montón de años que vivimos matrimoniados ¿Cómo qué que hay con eso? Aquí se hace lo que yo digo y me le dieron de pago unos billetes americanos, billetes falsos que no sirvieron pa na en la shoping. No, no, yo no cambeo nada, no tengo tiempo, tampoco tengo azúcar, pero total, Gina ya no está, ella era quien hacía el café como melao, a mí no, a mí ya me gusta amargo como si fuera café pa borracho, pa hombre solo y amargao. Y también tengo una familia que viene sólo a pedir, nunca a ayudar de buena fe. En los poblados por ahí anda un hambre que tiene pelúa a la gente. Me dijeron que en Minas Blancas ahora venden una nueva variedad de pizza, pizza de sofrito de calabaza china. ¿A qué diablo tiene sabor eso? Amargas, claro, y frías son suelas de zapato, oiga pa eso. Las pizzas siempre han sido de queso, bueno, fueron hasta que llegamos a 1993 y zás, se acabó lo que quedaba y vamos pa más mal que guatepeor. Ah, y en La Habana me dijo una de mis hijas que el pasto está tan malo que no se debe comer na en la calle; que allá hay gente que ha comprado pizza de condones y pan con bisté empanizado que son pedazos de colcha de trapear ablandaos en ollas de presión. Ya lo dice la Biblia que se verían horrores, así mismo es. Siento no poder servirle, aunque me ponga esa

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cara de caballo con mataduras, no, no insista más compay. Tengo que hacer y yo no sé quien es usted pa dejarlo pasar. ¿Y si viene a mirar?, para luego regresar de noche y robarme como le hicieron a Beto Sosa, ¡na! Hoy mismo por la noche suelto un fogonazo al aire para que a nadie se le olvide, decir y saber que Gelacio León tiene escopeta y tira a dar... con cartuchos de sal y perdigones que al desgraciado que yo lo fulmine con eso jamás se cura. –¿Plátanos? ¡Que va compay, si anda más que sato el panamá! ¡El panamá y la sequía me tienen el platanal que parece que le han dado candela! Racimos de cachimbitos miracielos que ni a mi me alcanzan. ¿Ya fue por casa de Lolo García? Ah, que allá fue donde le dijeron a usted que me viera. ¡Ah cará...!

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El hambre mata

Camilo Alberto Martínez Pardo| Colombia

Agazapado entre la basura Dionisio no se cambiaba por nadie, siete días de angustias habían dado el resultado esperado… a su alrededor toneladas de desperdicios alimenticios expelían todo tipo de olores nauseabundos para cualquier ser humano, pero no para quien había tenido que recorrer un duro camino sin haber comido en varios días. No sabía por donde comenzar, era tal su ansiedad, que en las primeras tres horas allí no pudo probar bocado, una sensación de inseguridad lo acosaba silenciosa y nada tenía que ver con la cantidad de ratas que entusiasmadas caminaban en todas direcciones comiendo pedazos descompuestos de lo que alguna vez fueron alimentos decentes. Pero la razón de su ansiedad sólo la supo cuando de la nada salió un hombre y lo atacó con una varilla propinándole un duro golpe en la cabeza. Mientras corría para escapar de su agresor escuchó un disparo y sintió como a su espalda caía pesadamente el cuerpo de quien le seguía. En medio del desconcierto volvió su cabeza aturdida, miró al hombre tendido y se agachó despacio para voltearlo boca arriba. - Dios mío, en qué me metí- repitió en varias ocasiones mientras detallaba un fino orifico en medio de la frente del occiso.

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En cuestión de segundos escuchó un nuevo disparo y se encontró corriendo sin pausa durante más de veinte minutos hasta que halló resguardo tras varios contenedores ubicados estratégicamente. Muy cerca de él y en modernas torres de seguridad, estaban apostados sendos francotiradores aprovisionados de poderosos rifles, sofisticados binóculos y generosa munición. - ¿Pero qué es esto? – se preguntó así mismo. Y antes de poder encontrar una respuesta, alguien lo haló por el cuello, lo neutralizó alzándolo lo suficiente para introducirlo en el contenedor por lo parte de arriba. - No grite, no voy a hacerle daño, lo necesito- dijo el hombre que lo asía por el cuello. Dionisio no entendía nada; en esa posición sólo podía escucharlo y percibir su particular olor a perfume costoso. - Me llamo Carlos y llevo en este lugar tres días, no he podido comer mucho y a cambio he tenido que esconderme de los francotiradores de las torres que custodian el basurero. - ¿Qué quiere de mi, hermanito?, yo sólo vine a buscar alimentos, afuera la situación en imposible, la gente muere de hambre y llegar acá es un sueño para muchos. - Vea brother, yo cometí el mismo error que usted, ¡vine solo!, en este lugar es imposible sobrevivir sin compañía, se necesitan dos para protegerse de la seguridad y de los perros amaestrados que buscan intrusos entre la basura. - A ver, explíqueme un poco más, ¿que es tan importante entre tanta basura para incluso matar a quien ingrese? - Este no es un basurero común, es la planta más grande e importante de reciclaje de desperdicios alimenticios que existe en el mundo, la mayoría de basura son sobras de alimentos, y estas se procesan para convertirlas en materia prima para la elaboración de biocombustibles alternativos a los derivados del petróleo. No contentos con destinar gran parte de la producción agrícola, quieren incluso aprovechar las sobras que representan un 15% del total de los

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insumos para este negocio, y estamos hablando de miles de millones de dólares. - Pero usted ¿Cómo sabe tanto? - Es una larga historia, lo importante es que entienda que estamos muertos el uno sin el otro. Este lugar tiene 3.700 hectáreas y creo que son las más custodiadas de toda la ciudad. Nadie ha salido vivo de este lugar, muchos piensan que es el paraíso, pero una vez acá se dan cuenta que no es así, esto es un infierno, porque además de correr el riesgo de morir de hambre, hay la posibilidad de morir intoxicado, asesinado por los guardias o atacado por los perros que son entrenados para comer carne humana. Es decir, la posibilidad de morir se multiplica por cuatro. Eso sin contar las ratas. Dionisio incrédulo dijo – mierda, o sea que es mejor estar afuera que aquí. Pero espere… aunque es muy difícil entrar luego de burlar los cinturones de seguridad, a nadie lo balean afuera. - Es que afuera la seguridad depende de las autoridades de vigilancia legales y no pueden ir atacando a los ciudadanos así como así, pero una vez adentro es otra historia. Cada vez que alguno de nosotros come algún desperdicio está afectando las utilidades del negocio. La primera noche en la planta de reciclaje privada fue relativamente tranquila, la neblina y la lluvia impidieron el trabajo de los guardias y facilitaron la búsqueda de comida y algo de descanso. Pero una vez que comenzó a amanecer, las cosas fueron a otro precio. Las tempranas actividades del lugar despertaron a los nuevos compañeros. La sirena que indica el comienzo de la jornada sonó a las cinco de la mañana. Dionisio y Carlos se cubrieron con desperdicios mientras muy cerca en los corredores entre las basuras, pasaban las primeras rondas de guardias con los perros. La angustia del hambre había sido rápidamente reemplazada por la angustia de ser perseguidos por la muerte. Era muy difícil comer algo y al mismo tiempo conservar la vida.

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Desde su escondite pudieron observar cómo grandes máquinas seleccionaban los desperdicios no alimenticios y los separaban de los otros ubicándolos en los contenedores donde habían pasado parte de la noche. Luego, como cuando se trituran vehículos, la basura era compactada y retirada del lugar en grandes camiones, similares a los de las minas de carbón, quedando únicamente los desechos de alimentos que eran transportados en un ferrocarril hasta el otro extremo de la planta. La sirena para el descanso del medio día les dio un alivio ya que estrictamente los trabajadores y los perros se retiraban a almorzar por espacio de 45 minutos. En ese tiempo pudieron alimentarse de varios desperdicios que no parecían en tan mal estado como la mayoría. Mientras comían, Dionisio insistió: - Pero cuénteme ¿que hace en esta situación un personaje como usted con pinta de educado y conocedor de este lugar?, no parece que hubiera entrado con el objetivo exclusivo de conseguir alimentos. La gente como usted hace parte del gobierno de la ciudad o de la cadena de producción de combustibles, así que tienen futuro asegurado en contraste con quienes hemos vivido del campo durante años. - Yo trabajé como jefe de seguridad en este lugar, por eso lo conozco perfectamente, pero jamás tuve la sangre fría para disparar a nadie o soltar los perros; el director de la planta lo descubrió y como castigo me retiró del cargo y me soltó como un pordiosero más entre la basura… arbitrariamente me condenó a una especie de cadena perpetua en este lugar. - ¿O sea que usted no vino acá por lo que vinimos todos, escapando de la hambruna mundial que ataca la humanidad? - No mi amigo, absolutamente, pero en este momento hay un gran diferencia entre los demás y yo: soy el único que conoce este lugar como la palma de su mano. Mientras más hablaba Carlos, menos confiado se sentía Dionisio en su compañía. En algún momento cuando buscaban comida, alcanzó a ver un arma inscrita con el logo del basurero y se dio cuenta que a Carlos

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no lo habrían echado con su arma de dotación. Hábilmente prefirió no confrontarlo y esperó hasta la noche para tomar acción. En su turno de vigilancia en la segunda mitad de la noche y mientras Carlos dormía tranquilo, lo agredió con un cuchillo que llevaba escondido desde su arribo a la planta. Como poseído lo acuchilló en multitud de ocasiones para asegurarse de que no pudiera sobrevivir. Cuando terminó, se sentó aturdido pero satisfecho, Había entendido que en semejante lugar no podía confiar en nadie y definitivamente era mejor continuar solo. La mínima duda se convertía en motivo suficiente para eliminar a otro individuo y que mucho más que el hambre misma, la que mata es la violencia que se genera en búsqueda de alimento e irónicamente el instinto de supervivencia. Sin embargo cometió un error que no le dio tiempo de comprobar su teoría… al ensañarse con el cuerpo de Carlos se untó de sangre y la carne humana incitó a los perros a ir tras él. Cuando los vio a lo lejos, decidió no correr, se sentó despacio mientras los perros se acercaban enfurecidos, cerró los ojos y esperó pensando que hubiera preferido morir de hambre.

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El hueco

Juan Ignacio Manchiola| Argentina Uno. Sintió que la sombra se filtraba por el agujero en la chapa del techo. Esa noche era más grande. Se abrió paso, sin que la vea, y se alojó en su estómago. Tembló. La nueva frazada que habían rescatado no fue barrera. Se hizo tripa la sombra. Se volvió piedra. Le sacó un suspiro cargado de sabores sin gusto. Le devolvió el recuerdo del té de hacía unas horas y de los fideos de dos días atrás. La mancha negra se movió y él giró y miró el piso de cemento. Al lado, ajeno a la sombra, o tal vez soñando con la suya, su hermanito dormía. A unos metros, sus dos hermanas mayores, abrazadas y en silencio. El bebé de la más chica dijo algo en su propio idioma ignorado. En la oscuridad de la pieza sonó tan sensato como cualquier otra cosa. Tan real como la sombra, que ahora suplantó a sus ojos y le mostró el vacío desde adentro. Con los párpados sellados a la fuerza llamó una vez más a la canción. Había luz y sueño allá lejos. Detrás de los ojos fijos de la mancha. La bolita japonesa, su favorita, la ganadora. Vio sus rayas y llamó nuevamente. Algunas notas llegaron empujadas por el amuleto. Los filamentos terrosos se alejaron sólo un poco. El yunque negro seguía anclado en sus vísceras, aunque había perdido peso. Tragó saliva y forzó una vez más. La melodía desconocida apareció como un refucilo y limpió el campo lleno de abrojos. Una vez más tembló, pero era distinto. Su bolita de

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la suerte, que había perdido pero siempre volvía, creció hasta volverse sol. La sombra chilló en su estómago. Las notas transformaron su amenaza, apaciguaron la promesa de la vuelta. Luego tronaron y expulsaron a la bestia. Esta vez no la oyó escaparse por el hueco en las chapas. Estaba dormido.

Dos. Mate cocido y algo de pan. El gato lo miró brillante. Se restregó en sus piernas y lo mordió. No había nada para el gato, que igual se ganó algunas migas y escapó. Las piernas flaquearon un poco cuando quiso salir para chusmear en la calle. Volvió a sentarse en la banqueta y esperó. La imagen de su escuela apareció difusa.

Tres. Por el agujero del techo apareció una nube blanca. Primero fue un botín, luego un camioncito, en seguida un perro. Se tapó sin dejar de mirarla e inventarle formas. Con los ojos cerrados se subió a la nube y escapó hacia adentro.

Cuatro. Había un arco de madera redonda, con media red enganchada con un clavo al ángulo derecho. Soplaba una brisa que levantó un poco de polvo en la tierra del potrero. La tarde se iba rápido y él estaba solo. Hasta que entre los pastos de la derecha sonaron los pasos.

Cinco. Ya era de noche fuera del sueño. El techo seguí ahí, pero la nube ya no se veía. Sus hermanas no estaban. Afuera, un trueno anunció tormenta. En su panza, un crujido aún peor, grave y doloroso, lo dobló en dos. Como un ovillo se quedó quietito, escuchando la lluvia que ya retumbaba fuerte sobre las chapas. Un nuevo espasmo, peor, le sacó un gemido. Cerró los ojos y pensó con fuerza, mientras afuera el aire de la pieza se volvía más pesado. A unos pasos había un arroyito. En su mano derecha, una caña. Entre los dedos de la izquierda, la bolita corría con vida propia. Caminó despacio hacia el espejo de agua, silbando notas deshilvanadas que enseguida se armaron y formaron la canción

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de siempre. Se sentó en un tronco y dejó que la lombriz se hundiera en las aguas quietas. Afuera, los pelos de los brazos se le erizaron, pero redobló su voluntad. La sombra lo abrazó con una fuerza que en sus nueve años nunca había sentido. En el arroyo algo había picado. Seguro que era un bagre o una vieja del agua. Tiró con todo su vigor y vio un pez rojo y azul y verde a la vez. Lo fue sacando de a poco, con fijación de niño, seguro de que allí nunca pero nunca se ocultaría el sol.

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Esperanzador arroyo

Wilman Alberto Ronqui| Uruguay

Hace más de siete días que llueve sin parar, desde mi cama puedo ver, entre la mezcla de chapas, cartones y plásticos que forman las paredes laterales del mi rancho, a la Claudia, en un rincón del comedor, lugar donde no gotea. Ella hojea unas revistas viejas, se hace la inteligente, pero solamente mira las fotos y los dibujos, porque no sabe leer. En el cuarto chico están los pendejos, apiñados sobre la cama general y con gran jolgorio, ignorando o acostumbrados a los olores de orines pasados y la humedad que conforman su ambiente natural. Yo no le hablo a la Claudia, porque se pone pesada con el tema de la comida, por eso, hice como que tomé un litro de vino que no tenía y me eché en la cama, ella sabía que era mal momento para andar jodiendo. Los chicos se comieron el arroz que quedaba, para mi gusto un poco pasado, pero era lo único que había, el almacenero no me vende más: - Si no me pagas lo anterior, no te fío más, yo no estoy para perder.

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Él sabía de sobra que como iba el tiempo no podía requechar nada por unos días, además siempre le pagué, pero la gente es así. El Juan, mi vecino de rancho, está igual que yo, pero él no tiene hijos, para darles de comer. No había muchos caminos para tomar, esperar que el tiempo mejorara y poder juntar botellas, cartones y otras cosas para venderlas, como la gran mayoría de los días, pero esta vez el tiempo de mierda me juega una mala pasada. No tengo un peso, ni para el vino, que si bien no alimenta ayuda mucho a olvidar, a rajar, a no sentir la mujer de uno y mucho menos a los guachos pidiendo de comer. Tiene que llover más fuerte, así el arroyo se desborda, y viene la poli, los bomberos, nos rescatan y alojan en el centro comunal, con cama y comida caliente. Siempre ligamos alguna frazada, o ropa usada buena. Sería el momento ideal para todos, nosotros calentitos con panza llena, ellos con lo que les sobra lavan sus pecados y ganan títulos de generosidad. A mí no me importa, mientras esté bien. La tele nos filma y lo muestran en otros hogares para que, unos se sientan felices de lo que tienen de comodidad y otros se averguencen de tener mucho. Manden frazadas y ropas. - ¡Que horrible!, pobre gente, que pena me da. - Son todos unos borrachos que se gastan el dinero que ganan, en el vino. Nosotros, le decimos que perdimos todo y empiezan a donar cosas que no les sirven más: televisores, heladeras, muebles, colchones; los vendemos a buen precio. Todos estamos contentos, marginados, autoridades, santurrones, medios informativos, televidentes, familia, sociedad, etc. Pero tiene que crecer este arroyo de mierda, sí, el mismo que normalmente no miran porque les da asco.

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La última vez hasta me ofrecieron trabajo, lástima que me pagaban lo mismo que gano cartoneando, y con exigencias bárbaras: horario, “ropa prolija”, me pedían y todo por unos pocos pesos. Además de perder lo que nos da el Ministerio, pagar boleto, no vale la pena. Como le dije al patrón: - Mire don, mi padre y mis hermanos, cartoneamos pero nunca rateamos y no pasamos hambre – le mentí. Todo por unas herramientas de mierda. Yo sabía quién fue, pero no soy buchón así que me callé la boca y rajé de allí. No sirve laborar para patrones, ahí tenes que pagar todo y lo que te pagan no alcanza para nada, en cambio así no pago nada y curro todo lo que puedo. Para que te paguen bien, tenés que tener todas las teclas, buenas pilchas, saber leer y hablar mejor y algo de estudio, y vivir en otro lugar. ¿De dónde saco para repararme las teclas, comprarme ropa, estudiar y poder alquilar una casa? Sin garantías es imposible. Difícil que el arroyo crezca y se inunde, porque la Municipalidad hizo limpieza y dragado, así que no van a venir, ya solucionaron el problema, nos cagaron. El viento desprendió varios pedazos del techo, si empeora, podemos llevar al Sebastián al hospital, total siempre está con ataque de asma, es hacerlo tomar un poco más de frío y ya está. Por lo menos le van a dar algo caliente y abrigar, y nosotros nos quedamos en los bancos de la espera sin mojarnos y algo siempre se consigue. Pero eso lo tenemos que hacer más tarde porque Miguel, vecino con auto, viene tarde de trabajar y es el único que nos puede llevar hasta el hospital. Los perros arañan las maderas de la entrada, tiene hambre, no entienden que no hay para nosotros, menos para ellos, siempre repartimos, pero hoy no hay que repartir. Hieden como loco, ya pensé varias veces de asar alguno. Un vecino del rancherío dice que comió uno y yo los vi vivitos y coleando a toda la familia, vaya uno a saber, a lo mejor no tengo otra solución.

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Mejor me duermo otro rato, para no pensar más, y sueño con la esperanza de que el arroyo crezca. Sino, arrancamos para el hospital.

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La pandilla

María Paulina Correa Cornejo| Chile Ellos lo esperaban en la esquina. Eran seis muchachos como él, flacos, de pelo desordenado, algo sucios, y vestidos de manera estrafalaria. Sus rostros no se diferenciaban en nada a los de otros adolescentes. Pero sí los ojos. Tenían una mirada extraña, profunda, pero sobre todo, amenazante. A cualquiera le habría dado miedo encontrárselos en la oscuridad. Menos a Sergio. Para él, la pandilla era sinónimo de refugio, contención, y por qué no decirlo, de familia. Claro, porque la otra, la propía, aquella que tenía su misma sangre, apenas reparaba en él. Y no por falta de interés, sino por las malditas circunstancias. Su padre estaba preso hacía seis años, y le quedaban otros cuatro más para cumplir la condena. Matilde, su madre, trabajaba puertas adentro en una casa del barrio alto. De sus hermanos, no tenía idea. La última vez que supo de ellos, uno estaba en un centro de rehabilitación para drogadictos, subsidiado por el gobierno. Y el otro, trabajaba en Iquique. En qué, nunca nadie se lo dijo. Y su abuela... bueno... su abuela era caso aparte. Supuestamente, ella debía cuidarlo a él, pero en la práctica era él quien se hacía cargo de los dos. A la vieja le gustaba el trago. Sergio era el más joven de la pandilla. Lo apodaban “Popeye”, porque tenía un mentón grande y sobresaliente. A él le gustaba ese alias.

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Se lo puso su padre, en una de las tantas visitas que le hiciera a la penitenciaría. Cuando Sergio llegó a la esquina, los muchachos lo recibieron con entusiasmo. Palmadas en la espalda y abrazos. Es que era 22 de abril, día de su cumpleaños. -Miren lo que le pelé al viejo – dijo el Príncipe, mostrando una botella de pisco. Con catorce primaveras a cuestas, era el mayor del grupo. Y por supuesto, el líder. Condorito, El Cholo, el Sube y Baja, el Arca de Noé, el Tucán, y Sergio aplaudieron. Se encaminaron a la plazoleta de la población. A esa hora, dos de la madrugada, y por ser miércoles, el lugar estaba vacío. Se sentaron en el suelo, bebiéndose todo el alcohol en menos de quince minutos. Alegres, hablaron sobre el regalo de cumpleaños que le harían a Sergio. Todo estaba planificado. Nadie tenía un peso, y la ocasión ameritaba una torta. Por lo tanto, asaltarían la nueva panadería que se instaló en la villa vecina. La torta la habían elegido esa misma tarde. Estaba hecha de manjar y... ¡chocolate! Además, era grande. Para treinta personas, según señalaba un cartelito que alguien había puesto a un costado. Y lo más importante: decía “Feliz Cumpleaños” en letras de merengue. En otras palabras, era la torta que se merecía Sergio por cumplir once años. Los muchachos, sabían que la dueña de la panadería, una viuda sesentona, todavía no había instalado alarma. El único resguardo era un perro rottweiler, lo que a ellos no les complicaba porque al Arca de Noé lo seguían los animales como las ratas al flautista de Hamelin. Quizás porque siempre andaba con un olor tan raro. Mezcla de mugre, transpiración y...pobreza. Se levantaba con la misma ropa que dormía. Por el frío. Todos los de la pandilla lo hacían, pero él, por alguna razón, hedía más de la cuenta. Los muchachos se fueron al barrio colindante. Ni un alma en todo el trayecto. Cuando llegaron al local elegido, el Príncipe le anunció a Sergio que esta vez no entraría con ellos. -Es tu día...no tenís p’a qué trabajar.- le explicó, escupiendo al suelo.

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El Arca de Noé, un adolescente alto y moreno, se puso a silbar hacia el patio de la panadería, mirando a través de la reja. Rápidamente apareció ladrando un rotweiler negro, fiero. Sin embargo, el Arca le habló suave y tierno durante varios minutos, hasta que el perro calló. El muchacho acercó entonces su mano a la cabeza del animal, que se dejó acariciar mansamente. Todo listo para ir por la torta. La pandilla no tardó demasiado en abrir candados y cerraduras. Todos sus integrantes eran zorros viejos en tareas de ese tipo. Sergio los vio desaparecer, tras la cortina metálica que bajaron de inmediato para no levantar sospechas. Él, cruzó la calle. Le habría encantado ir también. Aquel cosquilleo y revoltijo de estómago, que iba in crescendo y que terminaba siempre en una sensación liberadora cada vez que lograba escapar con el botín impuesto, le resultaba muy atractivo. Pero sus amigos tenían razón, para qué trabajar en una fecha tan especial. Pensó en la torta de chocolate, y sus tripas reaccionaron ruidosamente. Recordó entonces, que ese día sólo había ingerido una sopa de contres de pollo. Se los había regalado don Juancho, el carnicero, luego de que él limpiara la vitrina. Mientras esperaba, Sergio recogió del suelo una colilla de cigarro. Frotó el encendedor que siempre traía en el bolsillo del jeans, y comenzó a fumar. Lo hacía desde que tenía ocho. La calle estaba completamente vacía. Todo era silencio. Salvo, por el rumor de las voces de sus compañeros. Los muchachos demoraban demasiado. Quizás se entusiasmaron con algo extra. Siempre que robaban en negocios de comida, salían con más de lo planificado. Era obvio. Lo que sacaban no sólo era para ellos, sino también para sus familias. A Sergio le gustaba llevarse cereales y latas de cerveza. Los cereales, para él. La cerveza, para su abuela. De pronto, escuchó el ruido de un motor. Un vehículo se aproximaba. Era un radiopatrulla. Sergio se escondió detrás de un poste de iluminación. En el auto policial iban dos carabineros. Avanzaban con lentitud, vigilantes. Debieron notar que algo raro ocurría en la panadería, porque se detuvieron frente a ella. El nerviosismo de Sergio era evidente. Pensó

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que sería el colmo de la mala suerte que los “ pacos” atraparan a la pandilla. Hasta ahora, niguno de sus integrantes había sido detenido, y ese detalle era el que justamente le daba prestigio al grupo no sólo en la población, sino en varias otras cercanas y lejanas. “Los intocables” los apodaban. El murmullo de voces proveniente del interior de la panadería, pareció convencer a los uniformados de que algo sucedía en el lugar. Sergio fue testigo, de cómo los dos representantes de la ley se bajaron del auto y entraron con sigilo al establecimiento. No sabía qué hacer. Si arrancar o entrar también. De pronto, escuchó gritos y... ¿disparos?. Sí. Dos disparos para ser exactos. Pensó lo peor. Tembló. Su primera reacción fue huir. Sin embargo, no podía hacer eso. A pesar de ser aún un niño, entendía que no podía dejar a sus amigos solos allí adentro, a merced de los carabineros. Cruzó la calle corriendo. En el breve trayecto, llegaron a sus oídos, alaridos, insultos y más gritos. Las voces de sus camaradas se entremezclaban con las de los policías y con las de una mujer. La viuda, de seguro Sergio entró al negocio. Todo era un caos. Vio a los carabineros tratando de arrebatarle un revólver a la dueña, que en camisa de dormir, gritaba fuera de sí, y apuntaba a los muchachos. -¡Suéltenme, pacos culiaos! ¡Yo mato a estos desgraciados, los mato! En el suelo yacían el Príncipe y el Cholo, cubiertos de sangre y de torta de chocolate, la que se encontraba desparramada por todas partes. El Príncipe sangraba de una pierna. El Cholo, del hombro. Lloraba. El Príncipe se aguantaba el dolor. Los demás, estaban agachados, intentando socorrerlos. Por primera vez, Sergio vio miedo en los ojos de sus compañeros. Y por primera vez, también, los miró como lo que eran, niños. Igual que él. Corrió de inmediato hacia ellos. Mientras avanzaba, escuchó un ruido ensordecedor y un dolor terrible en el estómago. Se le doblaron las rodillas, y cayó al piso de madera como en cámara lenta. Una sensación ya conocida lo invadió: fatiga. Pero esta vez, no era por culpa del hambre.

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Media hora después, la pandilla en pleno estaba esposada frente al radiopatrulla, incluyendo a los heridos que eran atendidos por paramédicos. Sólo faltaba uno de los muchachos. Un teniente interrogaba al Arca de Noé. - ¿Nombre del occiso?- preguntó el uniformado. - Sergio Candia Candia- respondió el Arca. - ¿Fecha de nacimiento? - 22 de abril del 96. - El carabinero levantó la vista y ambas cejas. Lanzó un silbido. Pareció que iba a decir algo, pero no lo hizo. Sólo movió la cabeza negativamente, guardó su libreta, y miró de reojo cómo el cadáver de Popeye era sacado de la panadería por un par de funcionarios del Instituto Médico Legal. Estaba cubierto por un plástico amarillo, el que en un borde ostentaba una mancha café. Restos de bizcocho de chocolate.

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