diccionario de refranes, dichos y proverbios LUIS JUNCEDA

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diccionario de refranes, dichos y proverbios LUIS JUNCEDA

PRÓLOGO Si bien es cierto que, en sentido estricto, por paremiología (del griego, paroimía, refrán, y logia, estudio) se designa el tratado de los refranes, con sentido lato cabe también incluir en este término esas otras formas del lenguaje instrumental (las frases proverbiales y los dichos), cuyo parentesco semántico con el refrán es tan estrecho que, para muchos, borra incluso las fronteras particulares de cada una de esas formas y lo agavilla todo, o casi todo, en una misma parva. A este confusionismo práctico —preciso es decirlo— ha contribuido también en gran medida el hecho de que no siempre estas formas de expresión aparezcan debidamente delimitadas. Lingüistas tan eminentes como Sebastián de Covarrubias y Gonzalo Correas adolecen por igual de ese descuido y tanto en el Tesoro de la lengua castellana, del primero, como en el Vocabulario de refranes y frases proverbiales, del segundo, la ambigüedad, a veces, raya en la ligereza, y en todo caso induce al error y a la falsa catalogación. Así, pues, y sin ánimo, por supuesto, de poner paño al púlpito, tratemos de establecer, antes de nada, lo que es en rigor cada una de estas formas de expresión estereotipada: el refrán, la frase proverbial y el dicho. El refrán (del francés, refrain) no es sino variante espuria del antiquísimo proverbio, modalidad capsular de la sabiduría sentenciosa, conocida por todos los pueblos que en el mundo han sido —chinos, indios, sumerios, egipcios, griegos, romanos...— y cultivada por hombres tan eminentes como Salomón, Aristóteles, Séneca, Quintiliano, Cicerón, Erasmo, etc. Ello explica, sin duda, que sea la forma más punzante de cuantas se manejan en el lenguaje coloquial, así como la razón de su inalterable pervivencia en el tiempo. Como es sabido, el Diccionario define así el refrán: «Dicho agudo y sentencioso de uso común». Pero convengamos en que tal definición, si no imprecisa, resulta al menos incompleta, puesto que en el último término lo que definitivamente peculiariza al refrán, tanto como el fondo «agudo y sentencioso» es su molde, su estructura formal, que para la inmensa mayoría de los modelos al uso se vertebra en un dístico más o menos asonantado (el consonante es infrecuente), cuyos términos, separados por una coma o apenas con una cesura, enfatizan, por vía antitética, el sentido apodíctico de la sentencia. Entre dos que bien se quieren, con uno que coma basta. La mala mujer no ha menester pies. La frase proverbial, por su parte, es otra cosa y sin duda de rango menor que el refrán. Por lo pronto, a diferencia de éste, con frecuencia tiene un origen anecdótico y jamás establece juicio alguno de valor. No reprende, no censura, no fustiga, y tampoco aplaude. Simplemente señala, denuncia, da frío testimonio de algo, a través de una sencilla oración aseverativa. Estar entre Pinto y Valdemoro. Ahí me las den todas. Salga el sol por Antequera. Su calidad expresiva, como se ve, no radica en lo sentencioso, sino en el perfil enunciativo, casi siempre lineal y vivaz, que con tal feliz acierto supo estudiar en su magna obra El porqué de los dichos el jocundo folclorista tudelano José María Iribarren, aun cuando (dicho sea sin demérito) éste haya incurrido también, como sus ilustres predecesores, en la ligereza si no de mezclar las churras con las merinas, sí de no diferenciarlas puntualmente y englobar sin más, bajo el denominador común de «dichos», las distintas familias del lenguaje instrumental, verdadero revoltillo, es cierto, de locuciones adverbiales, modismos, timos, muletillas y demás flatus gnómicos. Sin contar, claro está, el fárrago innumerable de expresiones soeces, tabernarias y blasfematorias, hoy tan en auge y que algunos (con ínfulas, incluso, de respetabili-

Prólogo

X

dad) pretenden trasvasar sin más de las mefíticas cloacas de los «diccionarios secretos» (mejor, «excretos») a las límpidas páginas del Diccionario académico. No va por ahí este libro; lejos de ello, fija sus tragaderas allí donde las fija el Diccionario oficial. Lo que no obsta, en cambio, para incorporar, eso sí, numerosas frases y giros nuevos de buen cuño consagrados por el uso y que, ausentes aún de las páginas del Diccionario, a buen seguro que serán incorporados en breve, siquiera en su mayoría. La verdad es que no hay nada tan cambiante y tornadizo en la lengua como los dichos, y de ahí que sea tan baja la proporción de los que resisten con éxito al paso del tiempo. Asombra comprobar el número de los que censa como vigentes en su tiempo el maestro Gonzalo Correas y que hoy, sólo tres siglos después, han caído por completo en el olvido, cuando no modificado radicalmente su sentido primitivo. Y este proceso degenerativo del caudal léxico hoy se halla aún más acentuado, a causa sin duda de dos factores concomitantes: el de la proliferación de medios de comunicación, en los que, con honrosas excepciones, toda atrocidad tiene su asiento, y el culto morboso al feísmo verbal, cuyas mordeduras, al servicio de la acracia imperante, fagocitan cuanto de depurado se opone a su desmadre. Si ya en 1921 —tiempos de bonanza humanística— el eminente lexicógrafo Julio Casares pudo escribir aquello de que «mientras el Diccionario de la lengua se acrecienta y perfecciona de una a otra edición, el caudal circulante de vocablos se empobrece de día en día», ¿qué decir de hoy —días de ábrego contracultural—, cuando el común de las gentes, al dictado de la ramplonería «mediática» al uso, no maneja arriba de trescientas palabras (algunos, bastantes menos), más un montón de tacos recurrentes y mostrencos? Urge, pues, plantar cara a tanta degradación, a tanta zafiedad, y volver por los fueros del bien decir, si no queremos atollarnos de hoz y coz en la ciénaga del envilecimiento irreversible. A ese empeño obedece, siquiera en propósito, este libro, para cuyo autor la vieja reflexión de la Partida segunda (tít. IV, ley 5) del rey Alfonso el Sabio proclama una verdad irrefragable: «Ca bien assí como el cántaro quebrado se conoce por el sueno, otrosí el seso del home es conoscido por la palabra». Que, para bien, volvamos a conocer así al hombre y a la mujer de nuestro tiempo. LUIS JUNCEDA Madrid, marzo de 1998

NOTA DEL EDITOR Para una correcta utilización y mayor provecho de este diccionario, es necesario que el lector sea informado respecto a determinadas cuestiones: Ordenación de las entradas Todos los refranes, dichos y proverbios que incluye este diccionario aparecen rigurosamente alfabetizados de la A a la Z. Dicha ordenación es conforme a la primera palabra del refrán, dicho o proverbio, a excepción de los artículos determinados (el, la, los, las) y artículos indeterminados (un, una, unos, unas), que se mantienen a principio de la entrada, pero no cuentan a efectos de alfabetización. Índice temático Existe en la parte final de este diccionario un índice que organiza temáticamente la mayor parte de los refranes, dichos y proverbios incluidos en la obra. De esta manera, el lector podrá encontrar cómodamente aquellas frases que traten, por ejemplo, sobre el Amor, el Dinero, el Matrimonio, la Vejez, etc. Si a continuación desea conocer su significado, hallará rápidamente el refrán en el cuerpo de la obra, dada la rigurosa alfabetización interna que se ha seguido en ella. Índice de remisiones El presente diccionario incluye, asimismo, un índice de remisiones que facilitará al lector información sobre los refranes, dichos o proverbios que aparecen citados en otras entradas y que, en ocasiones, no poseen entrada propia en el cuerpo de la obra. Glosario de términos La obra incluye un glosario de palabras que, por su antigüedad o escaso uso, pueden resultar de difícil interpretación para el lector. Dichas palabras aparecen marcadas con un número que se refleja al pie de la página, junto con el correspondiente significado.

A A ave de paso, cañazo 1.

Critica el abuso que algunos hospederos cometían con los viajeros («aves de paso») a la hora de las cuentas. También puede servir para recomendar cautela con los forasteros o personas que no se conocen. A banderas desplegadas.

Hacer o promover algo abierta, pública y ostensiblemente. Esta locución adverbial es sinónima de otra, más antigua, «a pendón herido», usada, según Covarrubias, «quando con toda fuerça se va a socorrer alguna necesidad, cual es ver el estandarte o vandera en peligro de ganarla los enemigos». A barba, ni tapia ni zarza.

Al hombre osado —dice— nada hay que le detenga. Se dice también en elogio de la obstinación, esa bravía cualidad que alguien ha definido como «valor del ignorante, talento del malvado, recurso del débil y diversión del fuerte». A barba muerta, obligación cubierta.

Se utiliza para acusar a aquellos que, una vez fallecido el acreedor, dan por extinguida la deuda y se olvidan de su obligación para con los herederos del difunto. A barba muerta, poca vergüenza.

Señala la común flaqueza de revolverse contra la memoria de aquellos que ya no pueden defenderse. Por donde se dice asimismo: A moro muerto, gran lanzada. A barco viejo, bordingas nuevas.

Explica Correas que en bable se llaman bordingas a los maderos que, para reforzar el casco, se ponen en ambos costados del barco; por lo que, figuradamente, el refrán reprende el desatino de asociar cosas desconvenientes entre sí. A bien comer y a mal comer, tres veces beber.

Llama a la moderación en la bebida. Por eso, una vieja borracha —viene a añadir Correas— dio en añadirle al refrán esta coletilla: Ni tres ni trece, que el tordo bebe cien veces. 1

Cañazo: golpe dado con una caña, sinónimo de pegar o vapulear.

A bien te salgan, hijo, tus barraganadas

2

A bien te salgan, hijo, tus barraganadas 2.

Así en Correas, para hacer ironía de los padres que gustan de magnificar las batallitas de sus hijos, como el del refrán, un «parapoco» que a la vista del toro muerto —añade Correas—, «hacíale alcocarras 3 con el capirote desde la ventana». A blanca 4 el huevo, mas ¿dó el dinero?

Se aplica burlonamente cuando, en presencia del menesteroso o necesitado, se presume de haber conseguido algún objeto caro o valioso a precio de ganga. A boca de costal.

Sin medida, con la torrencial abundancia —indica metafóricamente— con que la ancha boca de los costales ingiere el grano que en ellos se deposita para su embarque y acarreo. ¡Uf! De todo se repartía allí a boca de costal. A bocado lerdo, espolada 5 de vino.

Al igual que se espolea a las bestias lentas para que caminen, el refrán justifica los repetidos tragos de vino que se beben cuando aquello que se está comiendo resulta seco o indigesto. A boda ni bautizado, no vayas sin ser llamado.

Poco se les daba de este refrán a cierto par de estudiantes, bien parecidos y corteses ellos, que un día sí y otro también acudían, de punta en blanco, al banquete más concurrido de que tuviesen noticia. Derramaban ceremoniosamente los saludos, obsequiaban a todo el mundo con la mejor de las sonrisas y cuando, ahítos ya, se disponían a ahuecar el ala, nunca lo hacían sin llevarse de matute alguna gabardina, gabán u objeto de provecho. A bola vista.

Alusiva a una modalidad de juego, con esta locución adverbial expresamos, en sentido figurado, el acto de hacer algo «a las claras, descubiertamente, con evidencia y seguridad», tal como indica el diccionario. No se anduvo con tapujos: lo hizo todo con desfachatez y a bola vista. A buen bocado, buen grito.

Enseña que cuando se abusa de los placeres, luego hay que pagar las consecuencias. Por eso observa Covarrubias: «Suelen algunos tocados de la gota no guardarse de los que les han de hacer daño, y después lo pagan cargándoles la enfermedad que les hace dar gritos de dolor.» A buen capellán, mejor sacristán.

Se usa para tachar en alguien la falta de cumplimiento en su oficio. Es coletilla de un famoso cuento de Timoneda, en el que el chusco arbitraje de un sacristán, llamado a mediar en la disputa planteada entre dos comensales —un clérigo y un seglar—, hace exclamar así al posadero. 2 3 4 5

Barraganadas: arrogancias, osadías. Alcocarras: gestos, visajes. Blanca: nombre que antiguamente se aplicaba a la moneda menuda o calderilla. Espolada: golpe dado con la espuela y, en sentido figurado, «trago de vino».

A burro muerto, cebada al rabo

3 A buen entendedor, pocas palabras.

No de otro modo lo entendía también el poderoso cardenal Mazarino, privado de Luis XIV. De manera que como una vez cediese a recibir en audiencia a un menesteroso sólo bajo condición de que éste le expusiese sus razones en «dos palabras», el peticionario, apenas en presencia del purpurado, no dijo sino: «Hambre, frío...». A lo que, inmutable, el cardenal puso la vista en uno de sus áulicos y ordenó con igual laconismo: «Comida, ropas...». La audiencia había concluido. A buen servicio, mal galardón.

Se aplica contra la ingratitud, por cuanto con ella pagan siempre los desagradecidos a quienes les dispensan un favor; quizá por aquello de que «el agradecimiento —como decía Diderot— es una carga, y todos tienden a librarse de las cargas». A buena fe, mal engaño.

Nota que a menudo se corresponde con deslealtad y aun con vileza a la confianza. Así, en la llamada Carta de Urías, que éste recibió del propio rey David con instrucciones para que su destinatario, el general Joab, pusiese al dador en trance de perecer en la batalla y de ese modo pudiese el pérfido monarca gozar sin obstáculo de los favores de la viuda. A buena hambre no hay pan duro, ni falta salsa a ninguno.

Porque ante la necesidad extrema no sólo se desvanecen los reparos, sino que hasta el ingenio, espoleado por la penuria, multiplica los recursos. ¡A buenas horas, mangas verdes!

Se refiere a todo aquel remedio que llega a destiempo y, por tanto, en vano. Su origen se remonta a los días de la Santa Hermandad, cuyos cuadrilleros, vestidos de verde, tenían fama de llegar tarde, mal y nunca a los lugares de conflicto; por lo que, irónica y burlonamente, el pueblo vino a acuñar este refrán. A buey harón 6, poco le presta 7 el aguijón.

Dice figuradamente que con persona tarda y perezosa de poco o nada sirven los acicates, cualesquiera que sean. A buey viejo, cencerro nuevo.

Así dicen, al menos, los labriegos, persuadidos de que el tintineo del cencerro estimula el paso de la yunta. Con análogo sentido, recomienda al hombre ya viejo que, si se casa, lo haga con moza lozana y no con vieja, aunque luego puedan decirle aquello de A la vejez, aladares de pez. A burlas, burlas agudas.

Es justa correspondencia, puesto que no suele haber nadie menos sufrido con las burlas que el burlador. De ahí que se diga también: A juego de ancas, juego de trancas. A burro muerto, cebada al rabo.

Así lo utiliza Cela en El gallego y su cuadrilla para enfatizar la inutilidad de querer remediar algo cuando ha pasado la ocasión. Casi, casi, como el vizcaíno del cuento, que al oír al pollo piar dentro del huevo que sorbía, exclamó: «¡Tarde piache!» 6 7

Harón: perezoso, holgazán. Presta: aprovecha.

A burro viejo, poco verde

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A burro viejo, poco verde.

Metafórica llamada a la frugalidad entre personas de edad avanzada. Advierte que la moderación y el régimen estricto alargan la vida, porque El viejo que se cura, cien años dura. A caballero nuevo, caballo viejo.

Evidente es que los principiantes en todo arte demandan instrumentos de probada eficacia para que les resulte más fácil el aprendizaje. Por extensión, el refrán encarece el respeto a la experiencia de los mayores. A caballo comedor, cabestro corto.

Al que es vicioso en algo —apunta—, por ahí justamente se le debe atajar, pues, como señalaba Amiel, el filósofo suizo, «toda necesidad se colma y todo vicio crece con la satisfacción». Y si no, lo que aconseja aquel otro: A bestia comedora, piedras en la cebada. A caballo regalado, no le mires el diente.

En alusión a la inveterada costumbre de los ganaderos de examinar cuidadosamente la dentadura de las caballerías antes de comprarlas, a fin de comprobar la edad del animal, dice el refrán que el obsequio, cualquiera que sea, debe ser acogido sin reparo alguno. A cabo de rato, Andújar.

Según Gonzalo Correas, alude a las huestes cristianas del pueblo de Andújar, que llegaron tarde a una batalla librada contra los moros de Granada. Equivale, pues, a este otro: Cuando llega la mecha, ya no aprovecha, o al irónico: Espera, muerto, que berzas te cuezo. A cada canto 8, tres leguas de mal quebranto.

Manifiesta que dondequiera que sea, apenas si hay nada que, en más o en menos, no presente problemas y dificultades. Lo mismo decía el viejo romance: «Que en este golfo de penas / todo es agua y nada es puerto. A cada necio le agrada su porrada.

Tanto que, a veces, hasta la airea con envanecimiento. Así aquel villano —lo refiere Correas— que se alababa dondequiera de que una vez, siendo soldado, le había hablado el rey; y como uno, picado de curiosidad, viniese a preguntarle qué le había dicho el monarca, declaró el zote: «¡Alza la lanza, necio!» A cada pajarillo le gusta su nidillo.

Dice que cada uno muestra especial querencia hacia el rincón —bueno o malo— al que, por hábito, se halla entrañado. A cada parte hay tres leguas de mal camino.

Advierte que en todos los empeños y tareas hay momentos difíciles, pero que éstos acaban siempre por superarse. A cada puerco le llega su San Martín.

Por la fiesta de San Martín (11 de noviembre) es costumbre hacer la matanza del cerdo y —como glosaba Covarrubias— «esto mesmo acontece al hombre que vive como bestia y trata sólo de sus gustos». 8

Canto: sitio, lugar.

A casa vieja, puertas nuevas

5 A cada puerta, su dueña.

Que cada cual —recomienda— se atenga a lo suyo y no se inmiscuya en la vida de los demás. Equivale, pues, a aquel otro que el marqués de Santillana recoge en su Refranero: Cierra tu puerta, y loa a tus vecinos. A camino largo, paso corto.

Para mejor dosificar la energía y retrasar el cansancio. De ahí que, en alusión de una vieja sentencia del emperador Augusto, se dijese antaño: Date priesa de espacio, y llegarás a palacio. A campo malo le viene su año.

Dice este viejo refrán, presente en El libro del caballero Zifar, que nada hay tan baldío y despreciable que, llegado el caso, no pueda servir de algo y aun de mucho, a veces. A canas honradas, no hay puertas cerradas.

Tomadas por sinécdoque de respetabilidad, dice que las canas, si dignas, gozan siempre de parabién y buen consejo dondequiera. A capa vieja no dan oreja.

Dice que a los pobres nadie les presta atención ni ayuda, lo que, en definitiva, reafirma este otro: Al hombre mal trajeado no se le presta oído. A carnero castrado no le tientes el rabo.

Entre tratantes es usual tentar la cola de los carneros para comprobar si están gordos. Y como quiera que los castrados, por el hecho de serlo, excusan de tal examen, el refrán, en su indirecto significado, aconseja no indagar aquello que de suyo es notorio. A carnicera 9 por barba, y caiga quien caiga.

Se dice entre comensales de buen apetito, cuando alguien que ha comido más que el resto pretende pagar igual parte proporcional que los que apenas han probado bocado. A carta cabal.

Se dice en alabanza del que, por su intachable conducta, ha venido a hacerse acreedor de toda fiabilidad y prestigio. Yo confío ciegamente en Romero porque es persona honrada a carta cabal. A casa de tu hermano no irás cada serano 10.

Advierte que no se debe abusar de la hospitalidad de nadie, ni siquiera de los que más nos quieren. A casa empeñada, no la salva buena añada.

Porque la deuda de un empeño inmobiliario, difícilmente bastará a saldarla la cosecha de un año, por pingüe que sea. A casa vieja, puertas nuevas.

Moteja a quienes, rebeldes al envejecimiento, pretenden en vano maquillar el paso de los años con cosméticos, tintes, peluquines y otros recursos. Por eso se dice también festivamente: La vieja, a estirar; y el diablo, a arrugar. 9 10

Carnicera: cazuela capaz de cocer mucha carne. Serano: tarde.

A cencerros tapados

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A cencerros tapados.

Oculta, reservada, sigilosamente. La metáfora es alusiva a los cencerros del ganado, cuyos mayorales, cuando salían por la noche de algún poblado, para no hacer ruido o pasar inadvertidos, enmudecían el tintineo de los cencerros rellenando éstos de paja o atándoles el badajo. Apenas despachamos la gestión, salimos, dale, dale, a cencerros tapados. A chico pajarillo, chico nidillo.

Recomienda que, conforme a su dignidad, así debe tratarse a las personas. También dice que cada cual ha de adaptarse a las condiciones que le rodean. A chico pie, gran zapato.

Se dice burlescamente de los rasgos de desmesura generados por la vanidad. Como el de aquel famoso alcalde de Corte y Fiscal del Supremo Consejo de Castilla, don Francisco de Vargas. Era hombre de mérito pero menguadísimo de talla, y no bien su posición se lo permitió, se hizo construir en Toledo tan vasta mansión que hasta el propio rey, contemplando una vez desde el valle del Tajo el arrogante edificio, vino a exclamar: «¡Chico pájaro para tan grande jaula!» A chico santo, gran vigilia.

Dice que a menudo, con notoria injusticia, se tributa homenaje al más mediocre, aun cuando la experiencia demuestre a cada paso que No son todos ruiseñores los que cantan entre las flores. A ciento hostiga quien a uno castiga.

Pues el castigo que, por pena, se inflige a uno, redunda en enmienda y escarmiento de muchos. De ahí que en el pasado, al pregonar públicamente, según el uso, el género de castigo impuesto al reo, se rematase el anuncio con estas palabras: «Para que a éste sea castigo, y a otros escarmiento.» A confesión de castañeta, absolución de zapateta.

Anuncia el mal resultado de ser insistente en asuntos de poca importancia. Como aquel clérigo que, según cuenta Vital Aza, harto de oír a la gimoteante penitente decir: «Señor cura, tengo aquello; señor cura, tengo lo otro...», arremangó el manteo y le espetó: «¡Lo que tienes, hija mía, es ganas de fastidiarme!» A consejo de ruin, campana de madera.

Previene contra las insidias del malvado y dice figuradamente que lo mejor es ahogarlas. A Cristo prendieron en el huerto porque allí se estuvo quieto.

Aconseja no desdeñar la amenaza y poner los medios necesarios para salvarse de los peligros. Lo decía Celestina: El hombre apercibido, medio combatido. Con socarrona irreverencia, previene otro: ¡Fíate de la Virgen y no corras! A cualquier cosa llaman rosa.

Moteja a los que, por manía de grandeza, gustan de mentar con rimbombancia todo aquello que les pertenece, aunque sean berzas. En tales casos, para sus traerse a las apariencias, es recomendable considerar que A veces, una cosa ves, y otra es.

¿A dó vas bien? A do más se tien

7 A cuentas viejas, barajas 11 nuevas.

Dice que dilatar en exceso el ajuste de las cuentas es siempre causa de engorros y enojosas disputas. A dedo.

Dícese, por modo figurado, de las designaciones que se realizan no en virtud del mérito, sino a capricho y conveniencia del que ejerce el poder. ¡Tiene guasa la cosa! Nos hemos pasado cuarenta años denostando los nombramientos hechos a dedo, y ahora, que tantas veces se hacen con los pies, no decimos ni pío. A días claros, oscuros nublados.

Señala que a toda hora venturosa sucede, por lo regular, otra de tristeza o pesadumbre. Y eso cuando, a lo peor, no se cumple lo otro: A dos días buenos, ciento de duelo. A diestro y siniestro. O A diestra y siniestra, que tanto vale. En todo caso, según el diccionario, ejecu-

tar algo «sin tino, sin discreción ni miramiento». El muy bruto tiró de cachava y empezó a repartir leña a diestro y siniestro. A dineros pagados, brazos quebrados.

Dice que de ningún modo es aconsejable anticipar el coste de un encargo, ya que apenas recibido el dinero, el ejecutor pierde el estímulo, y la obra, por lo regular, se demora a veces indefinidamente. Lo mismo, más o menos, previene otro: A cavador perucho 12, si le dieres algo, que no sea mucho. A Dios rogando y con el mazo dando.

No basta —dice este refrán— esperarlo todo de la Providencia, sino que es preciso unir el esfuerzo y la oración. En definitiva, como exhortaba San Benito, el fundador del Císter: Ora et labora. A discreción.

Esta locución adverbial se utiliza para dar a entender que se procede a libre arbitrio, sin medida ni limitación alguna. Conceptualmente, por tanto, es arma de dos filos, pues si por un lado invoca el buen juicio personal, por otro ampara y aun sanciona toda demasía. Así, por ejemplo, en el argot bélico, el grito «¡Fuego a discreción!» significa ni más ni menos que disparar abierta y copiosamente. Fue una fiesta por todo lo alto. Allí no se tasaba nada a nadie; de todo se podía consumir a discreción. ¿A dó irá el buey que no are, sino al matadero?

Dice figuradamente que el pobre, vaya donde vaya, salvo al cementerio, está condenado a trabajar. ¿A dó vas bien? A do más se tien.

Da a entender que los que son semejantes en pareceres, complacencias o genio tienden a buscarse unos a otros, por lo regular con un fin malicioso. Análogamente, pero con sentido inverso, afirma aquel otro tan conocido: Dinero llama dinero. 11 12

Baraja: disputa, riña. Perucho: pícaro, taimado, malicioso.

¿A dó vas mal? Donde hay más

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¿A dó vas mal? Donde hay más.

Indica que las desgracias, por lo común, nunca llegan solas. Tanto que, casi a modo de consuelo, suele decirse: Si te quitan la mula y te dejan el ronzal, menos mal. A donde el corazón se inclina, el pie camina.

Indica cómo, instintivamente, buscamos los lugares en los que hallamos placer o felicidad. Algo que bien sabe, sin necesidad de glosa alguna, todo el que amó siquiera una vez. A dos palabras, tres pedradas.

Fustiga a los que, por sistema, encadenan sin cesar necedades y desatinos. Y ello porque, como decía Ortega y Gasset, «el malvado descansa algunas veces; el necio, jamás». A dos velas.

Estar o quedarse a dos velas tiene un significado ambivalente, pues tanto sirve para decir que se carece en absoluto de recursos como para declarar paladinamente que de tal o cual explicación no se ha entendido maldita la cosa. Por lo demás, el origen de esta frase no está nada claro, y mientras para Sbarbi procede del uso de los templos que, al cerrarse, sólo dejan dos velas encendidas, para Iribarren viene del hecho, ya extinguido, de que los banqueros de las timbas de antaño solían actuar entre dos velas. ¿Has oído esa charla sobre la teoría de la Relatividad? Yo, si te digo la verdad, me he quedado a dos velas. ¡A ellos, padre! Vos, a las berzas, y yo, a la carne.

Moteja con ironía a los que, por norma, toman para sí la mejor parte y dejan a los demás las escurriduras. A enemigo que huye, puente de plata.

Máxima militar atribuida al Gran Capitán. Con ella se encarece la conveniencia de facilitar, si es posible, un portillo de escape al enemigo vencido, en lugar de ensañarse con él. Con este sentido aparece mencionada en el Quijote. A enfermo de encontrón, medicina de trompón.

Es receta contra los enfermos aprovechones, como aquella dama que al topar, en una fiesta, con el famoso doctor Abernetly, se atrevió a preguntarle qué recomendaría a una paciente que presentase tales y cuales síntomas. «Que acudiese en seguida a la consulta del doctor Abernetly», repuso el galeno. A escote no hay pegote.

Regla de oro de los hosteleros, que aconseja cobrar por adelantado y no fiar, porque Si fío, no cobro; si cobro, no todo; pues para no cobrar, más vale no fiar. A este son, comen los del ron, ron.

Imitación onomatopéyica del hozar de los puercos, alude burlonamente a los que, comiendo, chasquean ruidosamente, ignorantes, sin duda, del viejo precepto: Cuando masques, no chasques. A expensas lo hacemos del que puede menos.

Se dice, por burla, de los que gustan de enaltecerse a costa del esfuerzo del pobre. A unos de estos, Nicolás Paulino, cancelario de Borgoña, que después de haberse

A gran arroyo, pasar postrero

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enriquecido exprimiendo sin piedad a sus arrendatarios, resolvió costear un asilo para menesterosos, le dijo en su cara, al enterarse, el bondadoso rey Luis XII: «Justo es que quien tantos pobres hizo, cuide al fin de darles cobijo.» A falta de corazón, buenas las piernas son.

Dice que cuando flaquea el valor, puede recurrirse a las piernas, sobre todo en casos de desigualdad manifiesta. Lo que, en definitiva, corrobora que Cuando huir es menester, con honra se puede hacer. A falta de hombres buenos, a mi padre le hicieron alcalde.

Se dice burlescamente cuando, en defecto de persona bien cualificada para ejercer un cargo relevante, éste se confía sin más a cualquier chisgarabís. A falta de reja 13, culo de oveja.

Dice que el excremento de la oveja, llegado el caso, puede suplir, incluso con ventaja, la labor del arado. Y por extensión, al igual que aquel otro: A falta de pan, buenas son tortas, irónicamente aconseja conformarse con lo que se tiene cuando se carece de cosa mejor. A fray Soy, poca fe le doy; y de fray Fue, menos me fié.

Es, a la par, confesión de tibieza y obvia señal de desconfianza. Bien podría, pues, aplicársele a aquel chusco que después de aguantar, no sin fastidio, las prédicas proselitistas de un clérigo protestante, acaba por decirle: «Mire, páter, en cosa de religión, conmigo machaca usted hierro frío. Conque es la mía, que es la única verdadera, y me trae al fresco...» A fuego y a boda, va la aldea toda.

A lo primero, por puro impulso de solidaridad ciudadana; a lo segundo, porque, según dicen, Boda saca boda, y por si acaso, Allá vayamos do más valgamos. Actualmente se puede decir también con referencia al gusto de la gente por acudir a aquellos lugares donde se congregan multitudes. A fuerza de varón, espada de gorrión.

Aconseja que en casos de violencia mayor se imiten las trazas y el ingenio de ese bullicioso pajarillo. Algo similar recomienda aquel otro: Maña y saber, para todo es menester. A galgo viejo, echadle liebre, no conejo.

Advierte que las cuestiones graves, cualesquiera que sean, deben encomendarse al hombre experimentado, nunca al inexperto. A gato viejo, rata tierna.

Se dice, en chanza, del hombre anciano que casa con jovencita, temeridad que Tirso de Molina vino a sentenciar así: «Que el viejo en tálamos mozos / se casa con su polilla.» A gran arroyo, pasar postrero.

Recomienda ser precavido y no adelantarse nunca en ningún empeño dificultoso, pues más vale pensar las cosas antes de acometerlas; sobre todo, si son arriesgadas y por ello de resultado incierto. 13

Reja: pieza de hierro que forma parte del arado y sirve para remover la tierra.

A gran cabeza, gran talento, si es que lo tiene dentro

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A gran cabeza, gran talento, si es que lo tiene dentro.

Señala que por lo regular, en la Naturaleza, se cumple el principio de adecuación, mas como quiera que las excepciones tampoco ahí son raras, el refrán, a reserva, remata con esa socarrona coletilla. A gran prisa, gran vagar.

Es similar a otro refrán que dice: A toda ley, andar al paso del buey, y ambos dan a entender que las cosas, para que alcancen buen término, no se deben hacer deprisa, sino con calma y reflexión. A gran salto, gran quebranto.

Advierte que los que ocupan posiciones elevadas y de poder están expuestos a caídas proporcionadas a su rango. A gran seca, gran mojada.

Este refrán, al igual que otros de origen campesino, señala que a los dilatados períodos de sequía suelen suceder lluvias torrenciales. Figuradamente, advierte también que en todas las cosas, para evitar cambios bruscos, se guarde proporción y mesura. A grandes males, grandes remedios.

Este refrán, de obvio origen aforístico, se usa cuando, por extrema necesidad, se apela a recursos extremos. Aunque Ercilla, en La Araucana, advierta aquello de: «Que no es buena la cura y experiencia si es más seria y peor que la dolencia.» A hijo malo, pan y palo.

Aconseja el refrán a los padres de hijos difíciles que sean severos con ellos («palo»), pero no tanto que les desatiendan en sus necesidades primordiales («pan»). A hombre valiente, espada corta, que él se mete. O lo que es igual: Ánimo vence en guerra, que no arma buena. Ya lo decía

Almanzor, el legendario príncipe musulmán —refiere Gracián en El héroe—: «Para un caballero animoso nunca hay arma corta, porque en haciéndose él un paso adelante, se alarga ella bastante, y lo que le falta de acero, lo suple el corazón en valor.» A humo de pajas.

Esta locución adverbial, con la que se indica que se hace o dice algo no en vano y a la ligera, sino muy meditada y responsablemente, se usa casi siempre en sentido negativo. ¡Ojo, que esa gente del hampa no habla nunca a humo de pajas! A invierno lluvioso, verano abundoso.

Porque la abundancia de lluvias dinamiza la absorción de los nutrientes que la tierra presta a los cultivos, y éstos, recíprocamente, devuelven en fruto lo mismo que reciben. A jueces galicianos 14, con los pies en las manos.

Recomienda cohechar a los jueces venales con aves de corral. Aunque otro refrán advierte por su parte que El dinero todo lo vence, pero con el buen juez nada puede. 14

Galiciano: gallego.

A la creciente, en el mar, a la llena, en el puerto...

11 A la altura del betún.

Se dice, por vituperio figurado, del que, en razón de su rastrera conducta, no alcanza, en efecto, más altura que ésa, la del zapato. Menganito, como siempre, quedó a la altura del betún. A la bolsa sin dinero, dígola cuero.

Vale por menosprecio de la estrechez pecuniaria, y se remonta a los tiempos en que el dinero solía llevarse en bolsas de cuero. Tal como lo explica el marqués de Santillana, se refiere también al poco aprecio que se debe hacer de las cosas cuando éstas no sirven para lo que están destinadas. A la bota, darle el beso después del queso.

Porque el vino —pregona— es el mejor compañero del queso. Figuradamente, se utiliza también para indicar el orden de cosas que debe seguirse cuando se ejecuta alguna acción. A la buena de Dios.

Sin preparación, artificio ni malicia. Esto es, a lo que saliere, espontánea y limpiamente. Como el modelo en que se complacía Palacio Valdés. «Me agradan —decía— las mujeres hermosas que se lavan con agua pura, los chistosos que no preparan sus chistes, los literatos que escriben sin pensar en la imprenta.» No me pidas, por favor, que prepare un discurso; lo que diga, prefiero decirlo a la buena de Dios. A la cama no te irás sin saber una cosa más.

En sentido recto, aconseja aprender todos los días algo nuevo. Hoy se emplea, asimismo, como expresión de sorpresa cuando alguien nos enseña o demuestra algo que desconocíamos. ¡A la cárcel todo cristo!

Según cuenta Ricardo Palma en sus Tradiciones peruanas, el dicho de referencia proviene del grito con que cierto regidor de un pueblecito sevillano vino una vez a sofocar el tumulto suscitado entre los numerosos nazarenos de una procesión penitencial. Iribarren duda de que tal sea en verdad el origen de la locución, pero a mí, en cambio, no me cuesta creerlo, por cuanto sé de una vieja cocinera que servía en casa de un notario con tanto imperio y albedrío que no bien el reloj de la villa desgranaba las campanadas del mediodía, si antes el notario no había acudido al comedor, irrumpía ella por la brava en el despacho y, sin curarse poco ni mucho de quien allí hubiese, conminaba a voz en grito: «¡Todo dios a la mesa!» Y el notario —Dios lo tenga en gloria— obedecía sin chistar. A la chita callando.

O lo que es igual: con sigilo, con disimulo y con suma reserva. También se dice A la chitacallando, y ambas formas, a lo que parece, proceden del antiguo juego de los chitos, en el que los muchachos arrojaban sucesivamente sus tejos, con extremo cuidado, sobre la taba puesta en medio. ¡Ojo! Para no alarmar a la gente, es preciso salir a la chita callando. A la creciente, en el mar; a la llena, en el puerto, porque el quinceno no te haga tuerto.

Que así —aconseja—, conforme a las fases de la luna, deben disponerse las derrotas náuticas, en prevención de quebrantos mayores.

A la de amarillo, no es menester pedillo

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A la de amarillo, no es menester pedillo 15.

Se utiliza en alusión a personas de poca honra o mala fama. Se acuñó el refrán en tiempos de Luis IX de Francia, cuando, para diferenciar a las prostitutas de las damas, se ordenó que estas últimas ciñeran en la cintura una banda amarilla. Pero como las rameras, para no parecer que lo eran, adoptaron también este distintivo, la confusión creada hizo nacer este otro refrán: Más vale buena fama que cintura dorada. A la fea, el caudal de su padre la hermosea.

Aunque el ideal, en la mujer, sea que aúne belleza y dinero, este último, no pocas veces, puede suplir la falta de lo primero, pues bien sabido es que Con mucho dinero, todo es hacedero. A la fuerza ahorcan.

Es expresión usual cuando a uno le obligan a hacer algo que no quiere. A la hija, tápale la rendija.

Recomienda, con evidente doble sentido, que la hija no vea aquello que pueda dañarla. A la hija mala, dineros y casalla.

Es consejo dirigido a los padres de hija mal inclinada para que, sin reparar en gastos, la doten pingüemente y le procuren marido capaz de sujetarla. A la ira y al enfado, darles vado.

Esto es, esquivarlos hábilmente. Como los músicos de aquella orquesta contra los cuales su director, Toscanini, en súbito arrebato de ira, arrojó una vez su reloj de pulsera. Se hizo el silencio, pero algunos días después el ilustre director recibió junto al reloj, ya reparado, otro de pacotilla que decía: «Éste, sólo para los ensayos.» A la legua (o A leguas o A cien leguas o Desde media legua).

Dado que la legua común, en España, es equivalente a más de cinco kilómetros y medio de camino, con cualquiera de esas variantes de la locución se ha expresado siempre toda idea ponderativa de lejanía y distancia. Fue inútil. Se le notaba a la legua que no tenía maldita la gana de hacer el menor esfuerzo. A la loza, tan presto va la vieja como la moza.

Dice que el gusto por el acto de comprar es inherente a todas las mujeres, cualquiera que sea su edad y condición. A la lumbre y al fraile, no hurgarles; porque la lumbre se apaga y el fraile se arde.

A la primera, porque se debilita y extingue; al segundo, porque, aunque vista hábitos, es de carne y hueso y acabará sucumbiendo a la tentación. A la mala costumbre, quebrarle la pierna.

Recomienda extirpar las malas costumbres, amputándolas igual que se hace con un miembro gangrenado. 15

Pedillo: pedirlo.

A la mujer loca, más le agrada el pandero que la toca

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A la mala hilandera, la rueca le hace dentera.

Dice que el mal trabajador tiende a buscar vanas excusas para eludir sus obligaciones. A la mocedad, ramera; a la vejez, candelera.

Se refiere este refrán al radical cambio moral que algunas personas experimentan al pasar de la juventud a la vejez; como el don Guido de Antonio Machado, «de mozo muy jaranero..., de viejo gran rezador». A la moza, con el moco, y al mozo, con el bozo 16.

Alude a la antigua costumbre de casar a los jóvenes a edad muy temprana. Literalmente —dice—, antes de que ninguno de los dos haya llegado a la adolescencia. A la moza lozana, hechos y no palabras.

Pondera la energía de las mujeres temperamentales, que prefieren las acciones a la palabrería, conforme aconseja aquel otro: Con la moza loca, anden las manos y calle la boca. A la moza y a la parra, alzallas 17 la falda.

Según Correas, conviene alzar los pámpanos 18 a la parra para que madure bien la uva antes de la vendimia. Y, burlonamente, se aplica a la mujer, porque antes de casar con ella debe conocérsela en todas sus facetas. A la muela se ha de sufrir, lo que a la suegra.

Se utiliza en aquellas ocasiones en que se está harto de una cosa, y aconseja, pues, actuar frente a ella extirpándola, como a las muelas, o ignorándola, como a las suegras. A la mujer barbuda, de lejos se la saluda.

Así lo recomienda, por suponerla hombruna y estéril. Lo que no siempre es cierto, si se piensa en la famosa napolitana de los tiempos virreinales Magdalena Ventura, que, con treinta y seis años, tres hijos y ya viuda, de repente echó barba, lo que no impidió que se casara nuevamente y tuviera cuatro hijos más. Por lo que, en definitiva, parece estar más acorde con la realidad aquel otro refrán que señala: La mujer con bigote no necesita dote. A la mujer casada, el marido le basta.

Porque la mujer honrada —dice— sólo debe complacer a su marido y no mostrarse galante con los otros hombres, pues en tal caso bien podría aplicársele aquel otro refrán: La mujer del ciego, ¿para qué se afeita? A la mujer casta, Dios le basta.

Por lo común, se aplicaba este refrán a las mujeres particularmente honestas y sin ninguna inclinación a conseguir marido. A la mujer loca, más le agrada el pandero que la toca.

Contrariamente a los dos refranes anteriores, éste alude a aquellas mujeres que tienen un afán inmoderado por divertirse y correrla. 16 17 18

Bozo: vello que brota del labio superior antes de nacer la barba. Alzallas: alzarles. Pámpano: sarmiento tierno y verde de la vid.

A la mujer y a la cabra, soga larga

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A la mujer y a la cabra, soga larga.

Que tanto a una como a otra —dice— se les debe dejar campar a sus anchas, aunque con la precaución necesaria para que no se extravíen. A la mujer y a la mula, por el pico les entra la hermosura.

Afirma, conforme a los gustos de antaño, que las mujeres gordas son las más bellas y también las más trabajadoras; así lo corrobora, por su parte, otro refrán: Dadme grosura y os daré hermosura. A la mujer y a la viña, el hombre la hace garrida.

Aquélla porque los mimos y obsequios afectivos del consorte enamorado se le reflejan a las claras en el porte; ésta porque nada coadyuva tanto a la lozanía de una planta como el trato cuidadoso del hortelano. A la mula, con halago; al caballo, con el palo.

La mula, ejemplo de testarudez, sólo obedece al halago y a las buenas palabras, mientras que el caballo, animal más dócil y noble, responde positivamente al castigo. A la noche, chichirimoche 19; a la mañana, chichirinada 20.

Reprende a los fantaseadores que se pasan la vida trazando planes grandiosos y que nunca realizan nada de lo pensado. Por extensión, también moteja la informalidad de los que cambian a menudo de opinión. A la olla que hierve, ninguna mosca se atreve.

Indica que el que conoce un peligro o riesgo se guarda de él a todo trance. Es similar, pues, a ese otro que dice: Quien se quema en la sopa, sopla en la fruta. A la pata la llana.

Esto es, con absoluta llaneza. Así, pues, se dice en elogio del que no obstante su preeminencia y elevado rango, habla y se conduce con toda sencillez, sin adorno, entono ni afectación alguna. ¿Habéis visto que a la pata la llana hablaba el rey con todo el mundo? A la plata, dorarla.

Se aplica, con ironía, en alusión a los viejos acaudalados cuyas canas, cuidadosamente teñidas, encandilan a veces la voluntad de algunas mujeres codiciosas. A la plaza, el mejor mozo de la casa.

Aconseja que para una buena resolución de los negocios, sobre todo en los económicos, el emisario sea siempre el más cualificado y de mayor confianza. A la res vieja, alíviale la reja 21.

Aconseja ser clemente con los ancianos, librándoles de los trabajos y de las cargas pesadas. A la vaca harta, la cola le es abrigada.

Dice que al que ha comido bien nada le perturba el sueño. 19 20 21

Chichirimoche: voz eufónica que equivale a mucho. Chichirinada: voz eufónica que equivale a nada. Reja: pieza de hierro que forma parte del arado y sirve para remover la tierra.

A las mil maravillas

15 A la vasija nueva dura el resabio de lo que se echó en ella.

Figuradamente, da a entender que los defectos o hábitos viciosos adquiridos en la edad primera, tarde o nunca llegan a extirparse del todo. A la vejez, estudiar, para nunca acabar.

Alaba el afán de aplicación, insaciable en algunos a pesar de la edad. Así Sócrates, acogido en su celda a la espera de tomar la cicuta, persistía en ensayar cierto aire de flauta. Y como alguien llegase a preguntarle: «¿De qué te servirá, ¡oh Sócrates!, aprender ese aire, si vas a morir?», respondió: «Me servirá para morir sabiéndolo.» A la vejez, viruelas.

Ya Bretón de los Herreros tituló así una obra suya, y dado que la viruela es enfermedad propia de la infancia, con ello aludía irónicamente a las personas que se resisten a envejecer y adoptan usos y recursos reservados a la juventud. A la Virgen, salves; a los Cristos, credos; pero los cuartos, quedos.

Critica a los que santurronean de continuo, pero mantienen sórdidamente estrujada la bolsa de la caridad. A la virulé.

Precedida del verbo poner, esta locución adverbial, de origen francés y que allí designa la forma en que se arrolla la media en su parte superior, entre nosotros ha adquirido el significado de cosa accidentalmente desordenada, rota o descompuesta. Cuando le metieron en la casa de socorro, tenía, amén de otras lesiones menores, tres costillas rotas y el ojo izquierdo a la virulé. A la vuelta del cerrillo está el ventorrillo.

Se dice, en son de excusa, para inhibirse de lo que fuere y, si es posible, endosárselo a otro. Es casi, pues, sinónimo de aquel otro que dice: A la vuelta lo venden tinto. A las diez, deja la calle para quien es.

Recomienda, por principio, recogerse temprano y ceder la noche y sus afanes a noctámbulos, parrandistas y demás gente del bronce. A las diez, en la cama estés.

Recomienda la conveniencia de acostarse temprano. Algunos incluso completan el consejo añadiendo: ... si puedes antes, mejor que después. A las doce, el que no tenga pan, que retoce.

Antiguamente las doce era la hora usual del almuerzo en el campo, y dado que la expresión comerse la olla antes de las doce significaba anticipar los goces del matrimonio, este refrán aconseja que si algo no puede hacerse, no hay que perder el tiempo en la espera y dedicarse a otra cosa. A las mil maravillas, o de maravilla.

Del modo más exquisito, ameno y admirable; como corresponde, en suma, a todo lo que en sí mismo es inmejorable y supremamente sugestivo. La expresión, sin embargo, es de uso tópico y se aplica siempre, pues, con sentido hiperbólico. Ya sé (y lo celebro) que te va a las mil maravillas con ese nuevo negocio que has puesto en marcha.

A las obras, con las sobras

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A las obras, con las sobras.

Literalmente recomienda que a las cosas secundarias («las obras») sólo debe dedicarse aquello que a uno le sobra, y que es, pues, desaconsejable invertir en cosas superfluas. A las putas y ladrones, nunca faltan devociones.

Así se ha dicho siempre en el sentir popular. Tanto que hasta Calderón hace decir a su bandolero: «Las devociones / nunca faltan del todo a los ladrones.» Y a las ninfas, por lo visto, tampoco. Ninón de Lenclos, la celebérrima cortesana francesa, que se había hecho amar de todos los hombres afamados de su tiempo, le decía una vez a Saint-Evremond, el último de sus amantes: «Creedme, todas las noches doy gracias a Dios, y cada mañana le pido fervorosamente que me preserve de las imprudencias del corazón.» A las tres va la vencida.

Da a entender que después de dos tentativas infructuosas, si se persevera en el esfuerzo con energía, a la tercera se suele conseguir. Así lo usa Lucrecia en la Celestina para animar a Calisto en sus intentos de obtener el amor de Melibea. A las veces, do cazar pensamos, cazados quedamos.

Advierte que cuando se actúa con engaño y picardía, la trampa, a veces, se vuelve contra el que la prepara. A las veces, está la carne en el plato por falta de gato.

Indica figuradamente que a menudo algunas mujeres conservan su virginidad no tanto por virtud cuanto porque ningún galán ha venido a ponerles en ocasión de perderla. A lenguas malas, tijeras afiladas.

O lo que es igual, a los maledicientes, que hieren por la espalda, devolverles de igual modo la estocada. Así cuentan que lo hizo una vez el pintor José Elbo. Se hallaba en una exposición suya junto a un amigo cuando a los oídos de éste llegaron los despreciativos comentarios críticos de una pareja de snobs. «¿Oyes, Pepe, cómo te roen ésos los talones?» —le dijo el amigo—. «Déjalos que roan —respondió el pintor—. Después de todo, sólo eso me pueden roer, porque sólo hasta ahí me llegan.» A lo bobo.

O A lo tonto. De ambos modos significa lo mismo: obtener provecho afectando mengua de entendimiento y sobra de estupidez; a la manera, en suma, del proverbial Bobo de Coria, que después de revolcar a su madre y a sus hermanas, «preguntaba si era pecado», según Correas. A lo bobo, a lo bobo —ya lo verás— ese tío nos vacía la despensa. A lo escrito me remito.

Porque el testimonio escrito, a diferencia de las palabras, siempre quebradizas, es lo que prevalece ante la ley. Por eso previene otro refrán: Escribe antes que des, y recibe antes que escribas. A lo hecho, pecho.

Usado por Galdós en El equipaje del rey José, se refiere a la templanza y al valor que hay que tener para asumir las consecuencias de las torpezas o errores cometidos y que ya son irremediables.

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