Amistad con Dios Neal Donald Walsh

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Amistad con Dios Neal Donald Walsh

Uno

Recuerdo exactamente cuando decidí que debía temer a Dios. Fue cuando Él dijo que mi madre debía ir al infierno. Bueno. Él no dijo exactamente eso, pero alguien lo dijo de su parte. Yo tenía unos seis años, y mi madre, que se consideraba a sí misma un poco mística, estaba echando las cartas en la mesa de nuestra cocina a una amiga. Nuestra casa era frecuentada por gente que se acercaba para ver qué clase de adivinaciones podía extraer mi madre de un vulgar mazo de cartas. Era buena en eso, decían, y el testimonio de sus habilidades se extendió discretamente. Estaba mi madre ese día leyendo las cartas, cuando su hermana nos hizo una visita sorpresa. Recuerdo que a mi tía no le hizo muy feliz lo que se encontró cuando, tras llamar a la puerta una vez, entró de repente en la cocina. Mamá se comportó como si le hubieran pillado manos en la masa haciendo algo que

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se suponía no debía estar haciendo. Presentó torpemente a su amiga y recogió rápidamente las cartas metiéndolas en el bolsillo de su delantal. En ese momento no se comentó nada, pero más tarde mi tía vino a despedirse en el patio trasero donde yo había ido a jugar. “Sabes”, dijo mientras se dirigía a su coche, “tu mamá no debiera ir diciendo a la gente el futuro con ese mazo de cartas. Dios le va a castigar. “Por qué”, pregunté. “Porque está teniendo tratos con el diablo”- Recuerdo esa escalofriante frase por su peculiar manera de sonar – “y Dios le enviará derecha al infierno.” Dijo esto alegremente, como si estuviera anunciando que iba a llover mañana. Hasta el día de hoy recuerdo temblar con miedo mientras ella se alejaba por la calle. Estaba mortalmente asustado porque mi madre hubiera ofendido a Dios hasta tal punto. Fue entonces y allí, que el temor de Dios se introdujo profundamente en mi interior. ¿Cómo podía Dios, que se supone es el más benevolente creador del universo, castigar a mi madre, que era la criatura más benevolente de mi vida, con la condenación eterna? Mi mente de niño de seis años suplicaba conocer la respuesta. Y así llegué a la conclusión de niño de seis años que: si Dios era tan cruel como para hacerle algo así a mi madre, quien, a los ojos de todo el mundo que le conocía, era prácticamente una santa, entonces debía de ser muy fácil enfadarle – más fácil que a mi padre – así que más valía hilar fino. Estuve muchos años asustado de Dios, porque mi miedo era constantemente reforzado. Recuerdo que se me dijo en el segundo año de catequesis que, a menos que un niño fuera bautizado, no iría al cielo. Esto parecía tan improbable, incluso para los de segundo, que solíamos intentar pillar a la monja en renuncio haciéndole preguntas capciosas como, “Hermana, hermana, ¿que ocurre si los padres están llevando el niño al bautizo y toda la familia muere en un terrible accidente de coche? ¿No iría el niño al cielo con sus padres? Nuestra monja debía ser de la vieja escuela. “No”, suspiraba profundamente. “Me temo que no.” Para ella, la doctrina era la doctrina. No había excepciones. “¿Pero dónde iría el niño?” uno de mis compañeros preguntó con ansiedad. “¿Al infierno o al purgatorio?” (En una buena casa católica, a los nueve años ya se sabe exactamente qué es el infierno) “El niño no iría al cielo ni al purgatorio” Nos dijo la hermana. “El niño iría al limbo.” ¿Limbo? Limbo, explicó la hermana, era donde Dios enviaba a los niños y a otra gente que, a pesar de no tener faltas propias, morían sin ser bautizados en la única fe verdadera. No estaban siendo castigados exactamente, pero nunca verían a Dios. Este fue el Dios con el que crecí. Podéis pensar que me lo estoy inventando, pero no. El temor de Dios está creado por muchas religiones y está, de hecho, alentado por muchas religiones. Nadie tenía que alentarme, os lo aseguro. Si pensabais que estaba asustado por ese asunto del limbo, esperad a oír acerca del asunto del Fin del Mundo. En algún lugar a comienzos de los cincuenta, oí la historia de los niños de Fátima. Este es un pueblo en el centro de Portugal, al norte de Lisboa, donde se dice que se apareció la Virgen Bendita en repetidas ocasiones a una jovencita y a sus dos primos. Esto es lo que me contaron. La Virgen Bendita dio a los niños una Carta para el Mundo, la cual tenía que ser entregada al Papa. Él, a su vez, tenía que abrirla y leer su contenido, pero después volverla a sellar, revelando al mundo su mensaje años más tarde, en caso necesario. Dicen que el Papa lloró durante tres días después de leer la carta, que se dice contenía noticias terribles referidas a la profunda decepción de Dios con nosotros, y detalles sobre cómo iba a castigar al mundo si no atendíamos esta última advertencia, y habría llanto y crujir de dientes e increíble tormento. 2

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Dios, se nos decía en la catequesis, estaba tan enfadado como para infligir el castigo inmediatamente, pero se había compadecido de nosotros y nos daba esta última oportunidad, por la intercesión de su Santa Madre. La historia de Nuestra Señora de Fátima llenó mi corazón de terror. Corrí a mi casa a preguntar a mi madre si era cierto. Mamá dijo que si los curas y las monjas nos decían eso, debía ser así. Nerviosos y ansiosos, los niños de mi clase asaetaban a la hermana con preguntas sobre qué podíamos hacer nosotros. “Id a misa todos los días,” aconsejaba, “rezad el rosario por las noches y haced el vía crucis a menudo. Confesaros una vez por semana. Haced penitencia y ofreced el sufrimiento a Dios como evidencia de que habéis vuelto del pecado. Recibid la Sagrada Comunión y haced un perfecto acto de contrición antes de acostaros cada noche, de esta manera, si morís antes de despertar, mereceréis uniros a los santos en el cielo.” De hecho, no se me había ocurrido que pudiera no vivir la mañana siguiente, hasta que me enseñaron la oración infantil… Ahora que en la cama me acuesto, ruego al Señor de mi alma esté presto. Y si muero antes de despertar, ruego al Señor me quiera llevar. Unas semanas con esto y ya me asustaba irme a la cama. Lloraba todas las noches y nadie podía imaginar qué me pasaba. Hasta el día de hoy, tengo una fijación con la muerte súbita. A menudo, cuando salgo de casa para tomar un vuelo a otra ciudad – o a veces cuando voy al supermercado – digo a Nancy, mi mujer, “Recuerda que las últimas palabras que te dije fueron ‘Te quiero.’ ” Esto se ha convertido en una broma entre nosotros, pero para una parte de mí va totalmente en serio. Mi siguiente encontronazo con el temor de Dios llegó a los trece años. La canguro de mi infancia, Frankie Schultz, que vivía al otro lado de la calle, se iba a casar. ¡Y me invitó a mí – a mí – para hacer de ayudante en su boda! ¡Que orgulloso estaba! Hasta que fui a la escuela y se lo dije a la monja. ¿Dónde se celebrará la ceremonia? me preguntó con recelo. Le di el nombre del lugar. Su voz se volvió gélida. “Esa es una iglesia luterana, ¿no?” “Bueno, no lo sé, supongo, yo…” “Es una iglesia luterana y no vas a ir.” “¿Por qué?” pregunté. “Lo tienes prohibido” declaró en un tono que sonó a definitivo. “Pero por qué” insistí a pesar de ello. La hermana me miró como si no pudiera creer que yo siguiera insistiendo. Entonces, claramente extrayendo de una fuente interna de infinita paciencia, pestañeó dos veces y sonrió. “Dios no quiere que vayas a una iglesia pagana, hijo mío,” explicó la monja. “La gente que va allí no cree en lo mismo que nosotros. Ellos no enseñan la verdad. Es pecado asistir a cualquier otra iglesia que no sea la iglesia católica. Siento que tu amiga Frankie haya escogido casarse allí. Dios no consagrará su matrimonio.” “Hermana,” insistí, insistí un punto más allá de lo tolerable. “¿Que pasa si hago de ayudante en la fiesta a pesar de todo?”

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“Bueno, entonces,” dijo con auténtica preocupación, “la desgracia caerá sobre ti.” ¿Pues vaya! Mala cosa. Dios era un tipo duro. Ninguna posibilidad de pasarse de la raya. Bueno. Pues me salté la raya. Me gustaría poder alegar que basé mi propuesta en profundas razones morales, pero la verdad es que no podía soportar la idea de no ponerme aquel chaleco blanco (con un clavel rosa, justo como cantaba por aquella época Pat Boone). Decidí no decirle a nadie lo que me había dicho la monja, y fui a la boda como ayudante. ¡Vaya si estaba asustado! Podéis pensar que exagero, pero durante todo el día estuve esperando el castigo divino. Y durante la ceremonia permanecí atento a las mentiras luteranas sobre las que me habían advertido, pero todo lo que el ministro dijo fueron comentarios cariñosos y maravillosos que hicieron llorar a toda la iglesia. Todavía incluso al final de la ceremonia yo seguía lacrimoso. Aquella noche rogué a Dios de rodillas que perdonara mi trasgresión. Hice el mayor acto de contrición del que jamás hayáis oído hablar (Oh Dios mío, estoy profundamente arrepentido de haberos ofendido…) Pasé horas tumbado en la cama, asustado de quedarme dormido, repitiendo una y otra vez, y si muero antes de despertar, ruego al Señor me quiera llevar… Ahora, os he contado estas historias infantiles – y podría contaros muchas más – por una razón. Quiero dejaros bien claro qué real era mi miedo. Porque mi historia no es única. Y, como os he dicho, no sólo los católicos romanos tienen una actitud temerosa ante el Señor. Lejos de ello, la mitad de la población mundial piensa que Dios irá a por ellos si no son buenos. Los fundamentalistas de muchas religiones inculcan el temor en los corazones de sus seguidores. No puedes hacer esto. No hagas aquello. Para, o Dios te castigará. Y no mencionemos las grandes prohibiciones como, no matarás. Estamos hablando de cómo Dios se enfada si comes carne los viernes (ha cambiado de opinión sobre eso sin embargo), o cerdo cualquier día de la semana, o divorciarse. Es un Dios que se enfadará si no cubres tu rostro de mujer con un velo, si no visitas La Meca, una vez en la vida, si no detienes todas tus actividades, desenvuelves una alfombra y te postras cinco veces al día, si no te casas en un templo, si no te confiesas y vas a misa todos los domingos, lo que sea. Debemos andar con ojo con Dios. El único problema es que es difícil saber las reglas, porque hay tantas. Y lo más difícil es que las reglas de todo el mundo son las correctas. O eso dicen. Sin embargo, no pueden ser todas ciertas. Así, ¿cómo escoger, cómo saber? Es una pregunta crítica, y no precisamente una sin importancia, dado el pequeño margen de error que nos da Dios en este asunto. Aquí comienza un libro llamado Amistad con Dios. ¿Qué puede esto significar? ¿Cómo puede ser? ¿Es posible que Dios no sea el Santo Desesperado después de todo? ¿Puede que los niños sin bautizar vayan al cielo? ¿Que llevar velo, postrarse hacia oriente, permanecer célibe o abstenerse de comer cerdo no tengan nada que ver con nada? ¿Qué Alá nos ama sin ninguna condición? ¿Qué Jehová nos ha seleccionado a todos para estar con Él cuando lleguen los días de gloria? Más demoledor todavía, ¿es posible que no debiéramos referirnos a Dios como “Él” en absoluto? ¿Podría ser Dios una mujer? O incluso más increíble, ¿podría no tener género? Para una persona educada como yo lo fui, incluso pensar tales pensamientos, podía ser considerado pecado. Si embargo, tenemos que pensarlos. Tenemos que desafiarlos. Nuestra fe ciega nos ha llevado a un callejón sin salida. La raza humana no ha progresado mucho en los últimos dos mil años en términos de su evolución espiritual. Hemos oído, profesor tras profesor, maestro tras maestro, lección tras lección, y todavía seguimos exhibiendo los mismos comportamientos que han producido miseria para nuestra especie desde el principio de los tiempos. Todavía matamos a los nuestros, gobernando nuestro mundo en el poder y la codicia, reprimiendo sexualmente nuestra sociedad, maltratando y maleducando a nuestros hijos, ignorando el sufrimiento, y, decididamente, creándolo. Han pasado dos mil años desde el nacimiento de Cristo, dos mil quinientos desde la época de Buda, y más todavía desde que oímos las primeras palabras de Confucio, o la sabiduría del Tao, y todavía no hemos

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conseguido resolver la Principales Cuestiones. ¿Habrá algún camino para convertir las respuestas que ya hemos recibido en algo que podamos hacer, en algo que funcione en nuestra vida diaria? Creo que sí lo hay. Y estoy bastante seguro acerca de ello, porque lo he discutido un montón en mis conversaciones con Dios.

Dos La pregunta que más veces me han hecho es: “¿Cómo sabes que has estado realmente hablando con Dios? ¿Cómo sabes que no es tu imaginación? O peor todavía, el diablo está intentando engañarte” La segunda pregunta más frecuente: “¿Qué vida llevas desde que todo esto te ocurrió? ¿Cómo han cambiado las cosas?” Se podría pensar que la pregunta más frecuente hubiera estado referida a la Palabra de Dios, con sus extraordinarias clarividencias, sus impresionantes revelaciones y las desafiantes construcciones de nuestro dialogo – y ha habido muchas de estas preguntas ciertamente – pero las más recurrentes han tenido que ver con el lado humano de esta historia. Al final, lo que todos queremos saber es sobre los otros. Tenemos una insaciable curiosidad acerca de nuestros semejantes, más acerca de cualquier otra cosa en el mundo. Es como si supiéramos de alguna manera que cuanto más sepamos sobre los otros, más sabremos acerca de nosotros mismos. Y el ansia por saber más sobre nosotros mismos – acerca de quienes somos realmente – es la mayor ansia de todas. Y así hacemos más preguntas sobre las experiencias ajenas que sobre sus comprensiones. ¿Cómo fue eso para ti? ¿Cómo sabes que es cierto? ¿Qué estás pensando ahora mismo? ¿Por qué haces estas cosas? ¿Cómo has llegado a sentir de esa manera? Intentamos constantemente ponernos en el pellejo del vecino. Hay un sistema interno de guía que nos dirige intuitiva y compulsivamente hacia los demás. Pienso que hay un mecanismo natural a nivel de nuestro código genético que posee una inteligencia universal. Esta inteligencia conforma nuestras respuestas más básicas como seres sensitivos. Aporta sabiduría eterna a nivel celular, creando lo que algunos han llamado la Ley de la Atracción. Pienso que nos atraemos los unos a los otros inherentemente a partir del conocimiento profundo de que en el otro nos encontraremos a nosotros mismos. Puede que no nos demos cuenta de esto conscientemente, puede que no lo articulemos específicamente, pero pienso que lo entendemos celularmente. Y pienso que esta comprensión a nivel microcósmico procede de un nivel microcósmico. Creo que sabemos en nuestra más alta intuición que Todos Somos Uno. Es esta conciencia suprema la que nos empuja hacia los demás, y es su ignorancia la que crea la soledad más profunda en el corazón humano y todas las miserias de la condición humana. Esto es lo que mi conversación con Dios me ha mostrado: que toda tristeza del corazón humano, toda indignidad de la condición humana, toda tragedia de la experiencia humana, puede ser atribuida a la decisión humana – la decisión de separarnos de los demás. La decisión de ignorar nuestra conciencia suprema. La decisión de llamar “mala” a la atracción natural que sentimos por los otros y a nuestra Unidad una ficción. -o0o-

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