Story Transcript
Angélica Gorodischer Cómo se cocina una novela
De A la tarde, cuando llueve, Emecé, Buenos Aires, 2007.
Como esta es una charla sobre cocina, no va a resultar en absoluto seria y mucho menos solemne. Ya ustedes habrán visto sin duda lo que pasa cuando nos ponemos a hablar de cocina: todo el mundo tiene algo que decir. Ah pero yo no le pongo limón. Mi tía Eduviges las hace al horno y después las cocina un poquito más con una salsa de champignons. En casa no usamos ajo porque los chicos no me comen nada si la comida tiene ajo. No, cómo les vas a poner mostaza; quedan mejor con chimichurri. Rellenalas con lo que tengas en la heladera. Y así ad infinitum. De manera que si alguien quiere preguntar algo u opinar acerca de la cocción de una novela, por favor no se prive, que así puede resultar más divertido. Es divertido. Cocinar es realmente divertido. Y escribir novelas también. Hay otras similitudes. La gente a la que le gusta la palabra creativa (o creativo), a mí no, dice que cocinar es una actividad creativa. Lo mismo que escribir novelas. Claro que si una tiene chicos chiquitos y se tiene que romper la cabeza pensando que esta noche no les puede dar salchichas con puré porque ya se las dio anoche, la cosa cambia y la parte creativa retrocede hasta perderse en la desesperanza. Pero por suerte los chicos crecen y una empieza a darse el gusto de cocinar por placer. Con las novelas pasa lo mismo. Si una tiene chicos chiquitos tiene que sacrificar la novela por el papel glacé, el mapa económico de Europa, y, sí, señoras y señores, las reglas de ortografía. Hasta que llega el maravilloso momento en el que una retoma sus ideas sobre la novela y las pone alegremente en práctica porque nadie grita ¡mamáaaaaa, tengo que llevar mañana a la escuela...! No sé, cualquier cosa. Y hay más. Se dice que los hombres cocinan mejor que las mujeres. Pavadas, si quieren mi opinión. Es como con el manejo del auto. Hay hombres que cocinan (o manejan) estupendamente, y hay algunos que no saben hervir agua y
que puestos al volante son una desgracia. Hay mujeres que cocinan que es una maravilla y algunas que mejor no hablar, cosa que también se puede decir del manejo del auto. Lo que pasa es que gran parte de la vida se nos va cocinando por obligación, mientras que para los señores la cocina es como un hobby, ¿viste? Como salir escopeta al hombro a cazar animalitos peludos y tímidos, o armar barquitos con escarbadientes o esas cosas. Hablo del placer, claro. Cuando las cosas se hacen por placer, salen bien. Y cocinar—carnes y verduras, o novelas— también se hace mejor cuando se hace por placer, sin duda. Pero también se dijo durante siglos que los hombres escribían mejores novelas que las mujeres. Cuestión en la que no vamos a entrar porque todo lo que se dijo de la cocina se puede decir de la novela. Y además para comprobar que la cosa no tiene asidero basta con leer por ejemplo, bueno, es desagradable hacer nombres para ponerse criticona, pero digamos, las últimas novelas de ciertos señores y compararlas con las novelas de Elena Garro o Armonía Somers, o más clásicamente, Murasaki o Virginia Woolf. Por otra parte, también está ese asunto de la comodidad del cuerpo propio de cada una y de cada uno. Cocinar y escribir novelas es duro para el pobre cuerpo. El señor Thomas Mann, que escribió esas novelas tan frondosas, lo sabía muy bien, como que dijo que para ser escritor hay que tener ante todo un sano par de riñones para poder estarse sentado ocho horas frente a la mesa escribiendo. Y los cocineros profesionales insisten con lo bravo que es vivir en verano en una cocina caldeada, frente a un horno prendido, horas de horas para que después la gente devore en cinco minutos lo que costó tantos sudores y tantas molestias. El verano es la estación en la que los cocineros protestan por lo frágil de sus obras, y por eso inventaron las ensaladas de cosas crudas. Entrando de lleno en este asunto de la novela, lo primero que hay que tener para cocinar una es la determinación de hacerlo. Porque escribir una novela, genial por supuesto, es algo que entra dentro del cuadro de los sueños básicos propios de la gente. Cuando una es chiquita sueña, generalmente después de un castigo, que la casa se incendia y una salva heroicamente a su papá y a su mamá y que entonces ellos se arrepienten de haberla privado, del cine en mi caso, de la televisión en el caso de los que son más jóvenes. También sueña con fugarse del hogar y volver millonaria a repartir lingotes de oro en la familia y el barrio. Y sueña con ser estrella de cine, hacerse famosa, ganar el premio Nobel de Literatura, etcétera.
Y entonces una entra en eso de me gustaría escribir una novela, contar todo lo que tengo que contar, escribir mi vida y demás. No hay una verdadera determinación, hay un sueño, cosa que es absolutamente normal y respetable. Todo el mundo sueña y es maravilloso y si no me creen lean a Gastón Bachelard, que dice cosas estupendas al respecto y mucho mejor de lo que las digo yo. Aparte de que todo el mundo puede escribir, y eso también lo dice gente más importante y sabia que yo; aparte de que como dice Brenda Ueland, "todo el mundo tiene algo que decir, todo el mundo es original, todo el mundo sabe escribir aunque no sepa que sabe", hay que haber elegido cocinar, digo, escribir una novela. Y en esto de la elección entra el deseo pero también el fervor. Porque quien sueña con escribir una novela, genial, sueña, y eso va quedando en la retaguardia, mientras ese alguien hace otras cosas, dedica su vida a otras actividades, elige otras profesiones, vive para otras cosas. Probablemente la novela genial haya sido parte de una posibilidad y probablemente esa persona no se va a arrepentir, en el momento de su muerte, de no haberla escrito. Ni siquiera se va a acordar de la novela genial que no escribió. Pero quien elige escribir novelas, hace en la vida todo lo que hace en dirección a la novela. Está absolutamente segura de que va a escribir esa novela o esas novelas. Lo de genial viene con la determinación de escribir, claro. Pero está bien que así sea. Hay que estar segura de que una va a hacer las cosas, cocinar, manejar, hacer andinismo, jugar al bridge, escribir novelas o lo que sea, en la forma más genial posible. En otras palabras: autocrítica sí, pero autorrespeto también. Para cocinar hay que aprender. Para escribir una novela también. Y el aprendizaje se hace lentamente. Se puede, por supuesto, preparar una comida trabajosa y difícil de primera intención, sin haber entrado jamás antes a la cocina, como se puede sentarse a la mesa y escribir una novela sin haber ensayado jamás un humilde cuentito. Claro que se puede. Hay un único inconveniente: los resultados van a ser lamentables. Y una lo que quiere es escribir una novela genial, una lo que quiere es preparar una comida ante la cual la gente quede sin aliento de admiración. Para eso hay que tener paciencia: en el caso de la novela hay que pasarse media vida o tres cuartos de la vida leyendo a los grandes novelistas, es decir, mirando cómo cocinan los grandes. Preguntándoles: ¿por qué se pone la sal disuelta en agua tibia antes y no después
de poner la carne a asar?, ¿por qué no se dice nada de esa mujer que aparece solamente en la noche y el protagonista cree que es una alucinación? En el primer caso la pregunta va dirigida a mi papá; en el segundo, a Wilkie Collins. En ambos casos hay que estar muy atentas, porque a veces a una se le pasa la oportunidad: no supo ver, no supo preguntar. O no se lleva bien con ese gran cocinero o con ese gran escritor. Éste es un punto a tener en cuenta. Hay grandes escritores que a una no le gustan. No le gustan como escritores, quiero decir, porque también los hay que a una no le gustan porque no fueron buenos tipos, y aquí tenemos que pasar de largo junto a la cuestión de estética y ética porque si nos metemos ahí, no salimos más y se nos quema la comida. A los escritores importantes que a una no le gustan hay que dejarlos de lado provisoriamente. Tal vez no haya llegado el momento de concretar el romance. Tal vez no llegue nunca, pero es muy probable que sí. Alguna vez una va a decir "pero cómo es posible que yo no haya leído nunca a Fulano", y después se va a acordar de las veces que agarró sus libros y los tuvo que soltar porque la aburrían o la irritaban. Pero ahora lo comprende, qué placer. Esa es la cosa, el placer. Qué placer leer a Balzac. A una le dan ganas de escribir historias como ésas en las que tiemblan los imperios financieros de Europa porque a la princesa de Cadignan se le ocurrió salir del baile antes de medianoche. Qué placer leer a Borges. Una quiere escribir un cuento de no más de nueve páginas en el que se plantee la suerte de la humanidad a partir de un libro misterioso que escribió un árabe desconocido en el siglo quinto. Qué placer leer a Victoria Sackville-West. Una tiene que escribir una novela en la que una vieja señora se sienta al sol de la tarde en una plaza de Londres y habla con alguien y recuerda su vida en la India. Por supuesto que una no escribe nada de eso. Una escribe su propia novela. Pero el señor gordo y el señor ciego y la señora aristocrática le enseñaron cómo se hacía. Yo tenía diecisiete años y le preguntaba a Julia: —¿Cómo se hace la salsa blanca? —Ah, es muy fácil —decía ella—, una pone la manteca en la sartén ¿vio?, después saca la sartén del fuego y agrega leche que tiene que estar tibia. —¿Cuánta leche? —preguntaba yo.
—Bastante —decía ella. —Sí —decía yo—, pero cuánta es bastante. Julia me miraba como quien mira a una irremediable idiota y decía: —Y, cuando usted ve que ya está, es bastante. —Ah —decía yo, y no preguntaba más. Mis salsas blancas son maravillosas, pero Julia nunca me dio la receta: yo miraba cómo la hacía ella y fui aprendiendo. Hemingway nunca va a dar la receta de sus diálogos, así que es inútil preguntarle. Te va a mirar como si fueras más bruta que un par de botines Patria y no te va a decir nada. Lo que hay que hacer es fijarse en cómo lo hace él. Y después hay que salir a la calle y hablar con la vecina, con el verdulero, con el jubilado de la otra cuadra. Irse al centro, encontrarse con los amigos y las amigas, ir a tomar un café y hablar y escuchar. Hay que tener mucho ojo para leer y mucha oreja para oír. Claro, aquí alguien puede plantear la muy conocida cuestión de las influencias. ¿Y si una termina cocinando como los cocineros de los que aprendió? ¿Y si una termina escribiendo como los escritores de los que aprendió? La cosa no es grave. En primer lugar si una ensaya la mano en la cocina y en la computadora (quiero creer que somos todas y todos bien modernos) sin prisa y sin desmayos, es difícil que una escriba como alguien. Va a escribir lo suyo propio, que puede estar teñido de las voces de algunos álguienes. En segundo lugar, ¿y qué?, o como dijo Juan Grela una vez: "¿Por qué no vas a reconocer a tus papás?" Y en tercer lugar, no escribimos solas ni solos. Detrás de quien escribe hay una larga cola de escritores y escritoras, de a diez en fondo por lo menos, que llega hasta el primer día en el que alguien trazó un signo en una tableta de arcilla. Yo creo que una debe sentirse más segura, más contenta, más orgullosa, de saber que hay tanta gente que a una la acompaña cuando cocina sus novelas. La cuestión va para otro lado. Influencias siempre hay. Modelos siempre hay. Hay que ver a quién o a quiénes elige una como modelo. Pero eso se aprende. El gusto se educa, el ojo llega a saber cómo mirar, el oído se ejercita. Una termina por saber cuáles son esos textos que demandan de una otra cosa además de la identificación o la lágrima fácil. De tanto ir a la pescadería una sabe cómo es el pescado fresco y de tan-
to ir a la verdulería una no se deja engañar por las naranjas pintadas y elige lo bueno, no lo que le quieren vender. Una vez que una sabe que va a escribir una novela y tiene los ingredientes y ha aprendido de los grandes la técnica de la cocina y ha ejercitado la mano en cuentos, croquetas, poemas, budines de papa, artículos, tartas y nouvelles, prende el horno, digo la computadora, pone todo sobre la mesada y empieza con los platos del gran banquete. Probablemente la primera vez que una prepare siete platos para un banquete muy bien no le salga, a pesar de todo el aprendizaje, los ensayos, el estudio, la preocupación y las ganas. No desesperar: a todo el mundo le pasa. Todo el mundo ha cocinado una primera novela que era un engendro insoportable o, por lo menos, una serie de platos sosos y poco atractivos. Como el jinete que se cae del caballo o el aviador que sobrevive a un accidente, hay que volver a subir al caballo, al avión, a la cocina o a la mesa de la computadora. Y cuanto antes, mejor. O como dice mi amigo Pedro cuando trata de enseñar a pintar: "No-hay-que-tener-miedo". Si una tiene miedo, está frita. Si una vacila, aia, ¿le pondré pimienta?, ¿lo saco del horno?, ¿le agrego aceite?, ¿y si queda mal? Y si queda mal volvés a empezar, escribís otra novela. Que sin duda va a ser mejor que la primera porque ya vas sabiendo lo que NO tenés que hacer. Ya sabés cuándo hay que agregar aceite, cuánta pimienta hay que ponerle y qué hacer para que quede doradita por fuera y jugosa por dentro. Como con la cocina, la determinación de escribir novelas no significa que una sepa de antemano qué es lo que va a escribir. ¿Cómo es que una averigua qué es lo que va a escribir? De nuevo los grandes cocineros le dan a una la pista. A Borges le preguntaron cómo elegía sus temas y él contestó: "Yo no los elijo, me asaltan". Tenía razón, claro. Borges y los griegos dijeron todo y en todo tuvieron razón. Ni siquiera el señor Hawking dice algo nuevo. Lo dice de otra manera, pero los griegos ya lo habían anticipado. Y ahí está el quid de la cuestión. Se trata del qué va una a escribir, claro, pero se trata sobre todo del cómo va una a escribirlo. En cuanto a lo primero, acordarse de Borges. Temas de novelas hay en todas partes, porque siempre y en cualquier situación hablamos de lo mismo. O como decía el señor Einstein cuando le preguntaron si él anotaba las ideas que se le iban ocurriendo: "Las ideas son muy pocas". Hablamos
del amor, que es como decir hablamos de la vida; hablamos de la muerte, y hablamos del poder. Si una analiza las cosas que se dicen en el café, en la calle, en la escuela, en el diván del analista, en la iglesia, en el comité, en el supermercado, en la universidad, en el quirófano y en donde sea, resulta que no se habla de otra cosa. Pero bueno, una no puede decirse "voy a cocinar una novela sobre la vida", porque ahí sí que es seguro que el resultado va a ser espantoso. Tampoco puede, bueno, puede pero no debe, decirse "voy a cocinar una novela que demuestre que la globalización es injusta", o "que a los indígenas se los trata en forma inhumana", o "que la familia tradicional está en crisis", o cualquier otra cosa, loable quizás, y destinada a un artículo, ensayo o investigación, pero indeseable para una novela. No. Una entra a la narrativa por la puerta de la narrativa, no por la puerta de la ideología, porque en ese caso seguro que lo que una cocine no se va a poder comer de tan indigesto, pesado y moralizante. La ideología va a aparecer, quiera una o no, clara y expresivamente para quien sepa leer pero, otra vez Borges, "hay que escribir en estado de inocencia". Hay que escribir para escribir, como hay que cocinar para cocinar y no para terminar con el hambre en el mundo. Y, cosa curiosa, las novelas suelen servir para alertar acerca de cuestiones que preocupan a todo el mundo. Y la cocina suele servir para reflexionar acerca de por qué una puede contar con los ingredientes que se le dé la gana más un horno a microondas, una microprocesadora, una cocina a gas, etcétera. La caricatura de eso es la frase que la gente de mi edad oyó de labios de su mamá fuera o no una iddische mame: "¿Cómo que no querés más?, ¿vos no sabés que en la guerra la gente se muere de hambre?" Por supuesto que nadie va a solucionar ni la más mínima parte del hambre en el mundo mientras cocina un lomo al champignon o prepara peras Melba, pero por supuesto también que la abundancia, o no tanto como la abundancia, digamos la satisfacción de las necesidades básicas, también es una voz de alerta. Yo sí, por qué otros no, es la semilla de la solidaridad. Y entonces, qué voy a cocinar. Una novela. Bien. ¿Qué novela? Esa cuyo tema me asaltó y no me dejó en paz. Esa en la que pienso mañana tarde y noche, esa que no me puedo sacar de la cabeza por más que trato. Esa que me preocupa, que me encanta. Esa a la que le tengo miedo. Esa que tengo tantas ganas de escribir que no me decido a sentarme a escribirla.
Porque eso que Poe llamaba "el demonio de la perversidad" suele jugarnos malas pasadas siempre. El demonio de la perversidad es el que nos obliga a trabajarnos en contra, a sabotearnos, a hacer lo que no debemos, a elegir lo que no nos conviene. Sabemos que tenemos que tener un trabajo listo para dentro de una semana y no nos sentamos a hacerlo hasta que ya casi no queda tiempo. Sabemos que los invitados van a llegar a las nueve, y a las seis todavía estamos dando vueltas y ni siquiera hemos batido las claras a nieve. Los angloparlantes tienen una palabra preciosa para eso: procrastination. En castellano no existe "procrastinación". Existe dilación, como dicen los diccionarios, pero no es lo mismo. Dilación no dice ni de lejos lo que dice una palabra tan larga y accidentada como procrastination. Tengo que ponerme a escribir pero claro, primero tengo que poner la ropa en el lavarropas, ay y no la llamé a mi suegra para preguntarle cómo está del resfrío, y creo que se terminó el detergente así que voy a tener que ir al super y de paso compro arroz. Me tengo que poner a cocinar porque si no van a llegar y ni siquiera he puesto la mesa, mejor primero me baño, ah y tengo que barrer el patio, y así sucesivamente. Al final una hace todo y como en los casamientos o los viajes, parece que nunca va a estar todo listo pero está y todo sale bien. Lo mejor, para cocinar y para escribir, es no tomárselo demasiado en serio. Sí, ya sé que me voy a sabotear, bueno, a ver, qué pretextos tengo, ninguno sirve para nada, vamos, rápido, a empezar. Una se pone en situación y empieza. ¿Qué quiere decir ponerse en situación? Quiere decir que pase lo que pase, una ha entrado en el mundo de la novela y no va a permitir que la saquen de ahí. Para eso hay que contar con lo que Clara Coria llama tiempo psíquico. Porque una puede tener las ocho horas que Thomas Mann tenía por delante y no poder hacer nada pero nada porque no tiene tiempo psíquico. Si una está preocupada, angustiada, si una tiene un asunto pendiente, si espera un llamado urgente, si tiene que amamantar al bebé a horario, si alguien está en peligro de muerte, las ocho o diez o cien horas no valen nada. Una no tiene tiempo psíquico. Pero no siempre las cosas son tan dramáticas. En general las preocupaciones son menores. Falta detergente, es cierto, y hay que llamar a la suegra porque si no se ofende, también es cierto. Pero eso puede esperar hasta la noche, cuando una ya abandona la tarea, dos minutos antes de que cierre
el kiosco porque no hace falta ir hasta el super si el gordito del kiosco tiene de todo, y a la buena señora le basta con un llamadito corto. De manera que una se saca, figuradamente hablando, esas obligaciones de encima, y el tiempo que le queda, corto o largo, seguro que le alcanza para lo que tiene planeado. Tal vez no sean las ocho horas del señor Mann; tal vez sean dos horas nomás, pero van a ser fructíferas porque una está en situación, tiene tiempo psíquico. Y tiene todo planeado, dije. Porque hay que planear, lo cual no quiere decir que una después se tenga que ajustar a lo que planeó. Pero el proyecto es importante. Y si una lo escribe o lo dibuja, mejor. Cada cocinera tiene su manera de trabajar. Hay quienes tienen la receta siempre a la vista aunque no la consulten. Hay quienes abominan de las recetas, hay quienes las recitan antes de empezar, quienes las respetan, quienes las traicionan, en fin, hay de todo. Pero algo hay que tener. Aunque después una reemplace la harina por maicena y las pasas de uva por ciruelas secas. Los ingredientes deben estar presentes y hay que saber por dónde va a empezar la cosa. ¿Batir la manteca con el azúcar o tamizar la harina con el polvo de hornear? ¿Empieza todo con la muerte de la protagonista y entonces alguien recuerda su vida? ¿O como en la novela negra la primera frase es intrigante e inexplicable? En general las grandes cocineras y los grandes cocineros saben cuál va a ser el resultado, saben cómo van a empezar y no se molestan en averiguar cómo van a ser los pasos entre el final y el principio. Todo va a salir bien. Con las narradoras y los narradores pasa lo mismo. Salvo Guy de Maupassant, que decía que antes de escribir él tenía todo pero todo con puntos y comas acá en la sesera, cosa que no me creo ni por casualidad. Casi todo el mundo que escribe dice que sabe el principio, conoce el final y lo del medio es una nebulosa en la que de vez en cuando asoma un diálogo o un paisaje o un disparo en la oscuridad o un abrazo. Con eso se escribe, con todos los ingredientes sobre la mesada, con ganas, con placer, con un proyecto y con la seguridad de que todo va a andar fantásticamente bien. A veces el plato que una está preparando se frustra en la mitad. Una sabe que la cosa ya no anda. La escritura tiene sobre la cocina la ventaja de que una puede guardar indefinidamente el producto arruinado porque a veces, meses o años después, una descubre por qué iba a salir mal, lo saca,
lo encuentra fresco como el primer día y lo vuelve a trabajar de otra manera y esta vez todo sale bien. Con un budín mal preparado eso no se puede hacer: hay que tirarlo y empezar de nuevo. Sea el proyecto nuevo o viejo, con la novela hay dos momentos que pueden superponerse, pero que son muy distintos y que tienen sus propias exigencias. El momento de echar y mezclar, y el momento de batir y poner en la fuente. Una echa y mezcla todo lo que tiene para poner en ese plato y a veces algo más, porque se acuerda de haber guardado en el freezer el recuerdo de algo que le puede servir para el capítulo tres que es uno de los más importantes y entonces va y le saca el papel de aluminio y descubre que es justo justo lo que necesita, lo que le va a dar más sabor a lo que está escribiendo. Ése es el momento en el que no hay que tener miedo, el momento en el que hay que poner todo lo que a una se le ocurra y mezclarlo con furia y con entusiasmo. Después una queda más cansada que si hubiera subido al Aconcagua en bicicleta pero siente que valió la pena. Y entonces viene la otra parte. Para esa otra parte hay que mantenerse serena, el pulso firme y el ojo en el reloj para no pasarse. Es la parte más satisfactoria porque una ya tiene listo el material y lo único que hay que hacer es recortar la masa alrededor de la fuente, agregar los condimentos, sacar lo que sobra, pintar con yema de huevo para que se dore bien, quitar el líquido que fue quedando en el fondo y que no sirve para nada, deshacerse de los adjetivos y sobre todo de los adverbios terminados en mente, y usar algunos trucos que aprendió de las grandes y los grandes para que el producto sea atractivo y la gente no pueda dejar de masticar y de ponderar lo que está leyendo: cortar un capítulo antes de aclarar lo que está pasando, tomarse en solfa a sí misma, hacer algún guiño para los entendidos, ensombrecer lo que era demasiado explícito, en fin, dejar lo imprescindible y que eso imprescindible sea crocante, jugoso, lleno de recuerdos como las magdalenas de Proust, y que quede ahí presente durante mucho tiempo gracias al regusto a cosa buena y rica como los cuentos y las novelas de Grace Paley. Sólo falta hornear el tiempo preciso, sacar del horno y servir, pero eso es tarea del editor y quien escribe no tiene nada que ver en el asunto. Lo que nos toca entonces a quienes leemos es sentarnos a la mesa, comer, regar con un buen vino y chuparnos los dedos. Rosario, abril de 1997.
(Conferencia en el Centro Cultural Bernardino Rivadavia de Rosario, durante la presidencia del Dr. Fernando Chao, h.)