BREVE HISTORIA DEL TEXTO BÍBLICO Doctor Gonzalo Báez Camargo

BREVE HISTORIA DEL TEXTO BÍBLICO Doctor Gonzalo Báez Camargo Este artículo, escrito por el doctor Gonzalo Báez Camargo, uno de los biblistas latinoam

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BREVE HISTORIA DEL TEXTO BÍBLICO Doctor Gonzalo Báez Camargo

Este artículo, escrito por el doctor Gonzalo Báez Camargo, uno de los biblistas latinoamericanos que más contribuyó a las ciencias de la traducción de la Biblia, fue publicado por primera vez en 1975. Debido al valor de su contenido lo presentamos a las nuevas generaciones, haciendo la salvedad de que hay que considerar su vigencia actual pese a varias referencias tempranas que pudieran parecer extemporáneas.

La revelación de Dios La Biblia es la Palabra de Dios. Tal es la fe común de los cristianos de todas las confesiones, y por lo que hace al Antiguo Testamento, también de los judíos. La palabra y la acción son las principales formas en que una persona se expresa o se revela a sí misma. Dios se ha revelado por su acción en la naturaleza y en la historia, y por su Palabra. Dios actúa. Dios habla. En eso se resume lo que llamamos la «Revelación». La Biblia misma nos dice cómo ha hablado Dios: «Antiguamente y en muchas ocasiones, Dios habló por partes y de varias maneras a nuestros antepasados por medio de los profetas» (Hebreos 1.1).1 «Hombres guiados por el Espíritu Santo hablaron de parte de Dios» (2 Pedro 1.21). «Toda Escritura es inspirada por Dios» (2 Timoteo 3.16). Dios habla por medio de hombres a quienes su Espíritu guía e inspira. El portavoz o escritor sagrado es un ferómenos (2 Pedro), literalmente un «llevado» o «transportado» por el Espíritu Santo. Lo que escribe en esas condiciones es teópneustos, literalmente algo que contiene el soplo, el aliento, la inspiración de Dios. Cuatro pasajes, entre otros, nos ofrecen ilustración de este hecho trascendental. Dios dice a Moisés: «Yo estaré en tus labios y te instruiré sobre lo que debes hablar» (Éxodo 4.12). A Isaías se le purifican y consagran los labios, tocándolos con una brasa del altar. A Ezequiel, Dios le da a comer un rollo escrito. Y eso se repite con Juan, el vidente del Apocalipsis (Ezequiel 3.1,2; Apocalipsis 10.9,10). La Palabra divina, el mensaje de Dios, se ingiere, se asimila por el mensajero. Pasa a formar parte de su propio ser, de su propia vida. Pero el mensajero y el escritor sagrados no son meros autómatas o especie de médiumes espiritistas. Dios no los priva de sentido ni de conciencia. En ningún momento les anula su personalidad propia, su temperamento y estilo particulares. La Biblia no es un sistema de sonido, con micrófonos y altavoces, que transmite palabras caídas de las nubes. Ni un libro dictado por Dios palabra por palabra a una grabadora electrónica. Y ni siquiera a un taquígrafo. Porque el escritor sagrado se asemeja más a un secretario de tal modo identificado con su jefe que éste no le dicta; simplemente le da su mensaje, y el secretario lo expresa con sus propias palabras. O sea que en la Biblia, el mensaje, la Palabra, es de Dios; las palabras con que ese mensaje se comunica, son de hombres. Pero de hombres escogidos por Dios e inspirados y guiados por su Espíritu. Así, el mensaje, que es de Dios, pasa en su esencia a través de la forma de

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Las citas bíblicas son de la Nueva Versión Castellana, obra que nunca se publicó.

expresarlo, que es humana, y está condicionada por la época, el medio cultural y la personalidad del escritor o portavoz, así como por la índole de la lengua que habla y en que escribe. Y por supuesto, ni el hebreo ni el arameo ni el griego, lenguas originales de la Biblia, son las únicas lenguas que Dios habla. La encarnación de Dios En cierto modo, la Palabra de Dios «encarna» en la Biblia. Pero esta «encarnación» en un libro escrito por hombres tiene, desde luego, las limitaciones consiguientes. Por eso, finalmente, la Palabra de Dios encarna en un hombre, la Palabra de Dios se hace hombre, se hace una Persona, cuya realidad trasciende todas las palabras: Jesucristo, la Palabra viva de Dios, su revelación plena y perfecta. Dios habló antiguamente por medio de sus mensajeros -dice la Epístola a los Hebreos-, «pero en estos días, que son los últimos, nos ha hablado por medio de su Hijo... Él es el resplandor de la gloria de Dios y la representación de su esencia» (1.2,2). O como dice el prólogo del Evangelio según Juan: la Palabra «se hizo hombre y habitó entre nosotros por un tiempo» (1.14). Palabra de Dios encarnada en hombre, Jesucristo es más que un mensajero de la redención. Es Él quien consuma la redención. Y más todavía, Él es la redención. La Biblia es la Palabra de Dios en cuanto mensaje escrito de la redención, porque lo que sabemos de Jesucristo, Palabra viva y personificada de Dios, lo sabemos por ella. Por medio de su mensaje, el lector, guiado e iluminado por el mismo Espíritu Santo que lo inspiró, puede llegar al conocimiento de la Palabra Viviente de Dios, Jesucristo, y recibir de Él, en Él y por Él, la redención. Es en ese sentido en el que el libro que llamamos Biblia es la Palabra de Dios. ¿Qué es el texto bíblico? El texto bíblico es la expresión escrita del mensaje divino. Aunque hoy lo tenemos en un solo libro, en realidad es un texto plural, que se fue formando y reuniendo en un proceso de siglos, a mano y en el contexto de la historia de un pueblo divinamente elegido para la transmisión del mensaje que contiene. La historia del texto bíblico no se da, pues, en abstracto o en el vacío, sino en el marco de la historia de ese pueblo. Aparece originalmente en las lenguas que fueron, en sucesión o simultáneamente en ciertas épocas, el habla común de ese pueblo: hebreo, arameo y koiné o griego vulgar. Para la comunidad judía, la Biblia es solamente lo que la comunidad cristiana llama Antiguo Testamento, ya que la Biblia cristiana actual contiene además lo que se denomina Nuevo Testamento. La historia del texto bíblico es diferente de la historia del canon, o mejor dicho, de los cánones, o sea las colecciones respectivamente consideradas como de singular inspiración divina. Ambas historias, la del texto y la de los cánones están, sin embargo, estrechamente enlazadas. Concentrándonos, pues, en la historia del texto, que es nuestro tema, sólo tocaremos la de los cánones en los respectos en que sea necesario y pertinente. ¿Cómo se llegó al texto autorizado? El texto bíblico pasa en general, para ambos testamentos, por las mismas etapas históricas. Viene primero la de la transmisión puramente oral, muy corta en el caso del Nuevo Testamento, de muchos siglos tratándose del Antiguo, como que retrocede hasta antes de la invención de la escritura. La occidental se origina hacia el cuarto milenio a.C. en Mesopotamia, Asia Menor, Egipto y Creta, y se facilita con el invento del alfabeto, de origen semita, hacia el segundo milenio, perfeccionado por los fenicios.

Por un tiempo, la transmisión oral coexiste y predomina, en paralelo con la incipiente transmisión escrita, que al correr el tiempo va imponiéndose a la primera. Aparecen los que podríamos llamar escritos originales, que aprovechan tanto las tradiciones orales como los documentos primitivos. Con ello se van multiplicando las copias que, como hechas a mano, son susceptibles de errores. Pero a la vez se entra en una etapa de revisión, de anotaciones marginales explicativas, de cotejo de copias existentes, de confluencia de tradiciones textuales, incorporando las que se consideran de suficiente autoridad. Es ésta una etapa en que el texto es fluido, y en que se efectúa un proceso de evaluación y selección, más o menos prolongado, de parte de los que usan las copias que, por sus semejanzas o procedencia, van formando familias textuales. Se trata de una especie de consenso general sobre el valor comparativo de los textos, basado en su propio poder de inspiración y edificación. Un como sexto sentido, de orden espiritual, algo así como una respuesta, o impresión íntima, a la lectura, que suscita mayores o menores vibraciones anímicas, va dando lugar a preferencias. Al parejo de este sentir general, los guardianes oficiales de la fe, judaica en un caso, cristiana en el otro, aportan su erudición y sabiduría. Al efecto, aplican su discernimiento a las copias existentes que tienen uso preferente, y para su propia lectura y para el uso litúrgico van prefiriendo las que les parece que contienen la tradición más pura. De esta manera se va llegando a la etapa en que se fija el que se considera como texto más fiel, el texto autorizado oficialmente, llamado comúnmente en latín textus receptus (en su sentido literal, «texto recibido» o «aceptado»). Textus Receptus La forma como se desemboca en tal texto es diferente, como veremos después. La etapa que conduce a él, sin embargo, es más o menos de la misma duración para el Antiguo que para el Nuevo Testamento, unos cuatro siglos. Pero tan largo lapso viene a ser una garantía del contenido general y esencial del texto a que se ha llegado, ya que no ha habido festinaciones irreflexivas ni imposiciones arbitrarias. De hecho, las autoridades religiosas respectivas no han hecho más que oficializar el texto que la comunidad de los creyentes, por implícito consenso, ha considerado el mejor, el que más fielmente representa la inspiración divina. Así, ambas comunidades, la judía y la cristiana, profesan que el espíritu de Dios guió no sólo a los escritores sagrados originales sino también a los compiladores, revisores y anotadores que produjeron el texto bíblico. Y que además ha velado por su transmisión, en medio de las vicisitudes y riesgos propios de las copias a mano, que ni la propia imprenta ni las máquinas modernas de escribir eliminan totalmente. Porque parece probado que en la transmisión manuscrita de tantos siglos, el texto bíblico sufrió comparativamente mucho menos que los manuscritos de otras grandes obras clásicas de la antigüedad. De manera que ni las variantes que aparecen en los mejores manuscritos antiguos ni los pasajes que resultan inciertos u oscuros ni los errores, en muchos casos evidentes, en que incurrieron los copistas, afectan el mensaje esencial de la Biblia. Porque es notable que ninguna doctrina fundamental se basa en esos pasajes inciertos, que desde luego están muy en minoría. Esto es particularmente seguro en el caso del Nuevo Testamento.

Y tal hecho es tan extraordinario que, sin necesidad de estirones apologéticos, bien puede decirse que es una prueba capital de la inspiración de las Sagradas Escrituras. La decisiva, por supuesto, es el poder que éstas han demostrado en el curso de siglos y generaciones, para acercar a los hombres a la gracia redentora y transformadora de Dios. ¿A qué se llama texto hebreo y texto griego? Vista así, a vuelo de pájaro, la historia del texto bíblico, podemos ya entrar a tratar, por separado y más en particular, aunque siempre a guisa de resumen, de la historia respectiva del texto hebreo y del texto griego neotestamentario. Llamamos solamente hebreo al del Antiguo Testamento, porque aunque tiene pasajes en arameo, éstos son relativamente cortos, y se hallan, como quien dice, por excepción, sólo en algunos libros: casi seis capítulos de Daniel (2.4b-7.28), dos pasajes de Esdras (4.8-6.18), un versículo de Jeremías (10.11) y un nombre propio de dos palabras en Génesis (31.47). Y al texto griego le llamamos neotestamentario para que no se confunda con el de la versión griega llamada Septuaginta. También el Nuevo Testamento contiene algunas palabras y frases en arameo, pero se da con ellas su traducción al griego. El profesor Shemaryahu Talmón, de la Universidad Hebrea de Jerusalén, ha dicho del texto hebreo de la Biblia: «Probablemente no hay ningún otro texto, antiguo o moderno, testificado por tantos diversos tipos de fuentes, y cuya historia sea tan difícil de elucidar como la del texto del Antiguo Testamento».2 Tenemos, en efecto, como testigos muy importantes, las versiones antiguas, primeramente la griega llamada Septuaginta (LXX), hecha en Alejandría entre los años 250 y 150 a.C. aproximadamente; los tárgumes, versiones al arameo, como el de Onkelos (siglo II o III A.D.) y los del Seudojonatán, Samaritano y Palestino, los tres probablemente del siglo I A.D.; las versiones griegas respectivamente de Aquila, Teodoción y Símaco, del siglo II; las siriacas, especialmente la llamada Peshitta, siglo II 0 III; la llamada Vetus Latina (Latina Antigua), siglo II o III, y finalmente la Vulgata (latín), de fines del siglo IV A.D. Testigo de extraordinario valor es la Hexapla de Orígenes, primera mitad del siglo III A.D. Tiene seis columnas (de ahí su nombre), a saber, respectivamente, el texto del Antiguo Testamento en caracteres hebreos, el mismo transcrito a caracteres griegos, y luego paralelamente las versiones griegas de Aquila, Símaco, LXX y Teodoción. Hay también manuscritos hebreos antiguos, aunque relativamente escasos y mayormente fragmentarios. El más extenso es el del Pentateuco, llamado Samaritano, cuya tradición textual podría remontarse a los fines del siglo IV a.C., si bien la copia existente en Nablús data del siglo XI A.D. Hay fragmentos muy raros en papiro: los de Éxodo y Deuteronomio, del adquirido por W. L. Nash, en Egipto, en 1902, y que lleva su nombre; data, según el erudito W. F. Albright, de la época macabea, y según otro erudito, Paul Kahle, de mediados del siglo I A.D. Otros fragmentos de manuscritos bíblicos que llamaron mucho la atención, descubiertos en la segunda mitad del siglo pasado en un depósito de manuscritos descartados, llamado gueniza, de una vieja sinagoga del El Cairo, datan al parecer de fines del siglo X A.D., 2

La Iglesia Católica Romana los llama «deuterocanónicos», o sea, pertenecientes a un segundo canon, que sería el de la versión LXX.

aunque hay autoridades que suponen que algunos de ellos podrían datar del siglo V A.D. Pero aparte de estos fragmentos, los manuscritos hebreos más antiguos que se conocían hasta 1947 eran los llamados Códice Cairense, Códice de Aleppo y Códice de Petersburgo, de fines del siglo X A.D., y el Códice Leningradense, del siglo XI A.D.

¿Qué nos brinda el hallazgo de los rollos del Mar Muerto? Es comprensible la sensación que causó el accidental hallazgo, iniciado en la primavera de 1947, y continuado en años posteriores, de los rollos llamados de Qumrán o del Mar Muerto, que incluían uno prácticamente completo de Isaías y numerosos fragmentos de todos los libros del Antiguo Testamento, con excepción de Ester. Algunos de ellos datan de fines del siglo III a.C. Los más recientes son del siglo I de nuestra era, antes del año 70. O sea que, salvo el Papiro Nash, se estaba en presencia de copias por lo menos unos 1,000 años más antiguas que las que poseíamos. Tan pronto como fue posible, pues hasta 1949 hubo un estado de guerra ardiente entre el nuevo Estado de Israel y sus vecinos árabes, eruditos judíos, católicos y protestantes colaboraron en el cotejo de los nuevos manuscritos con el texto que podríamos llamar oficial, basado en los códices medievales antes mencionados. Sin esperar los resultados de este estudio experto, el amarillismo periodístico se apoderó del tema. Algunos comentarios precipitados crearon la impresión de que los rollos de Qumrán representaban un texto tan diferente del conocido hasta entonces, que habría que rehacer por completo el Antiguo Testamento. A la luz de los rollos de Qumrán . . . ¿debería rehacerse el Antiguo Testamento? Lo cierto es que, aun cuando los manuscritos de Qumrán ofrecen multitud de variantes comparados con el texto conocido, y en muchos casos esas variantes han servido para aclarar puntos difíciles del texto hebreo, no son tan radicales como para que se imponga una sustitución completa. Los eruditos han llegado a un consenso, por más que todavía se oye una que otra voz que disiente, como la expresada por una de las autoridades bíblicas protestantes que más a fondo estudió el caso: el doctor Millar Burrows, y que dijo, refiriéndose al rollo principal, el mayor de Isaías: «En términos generales confirma la antigüedad y autenticidad del texto masorético. Donde se aparta del texto tradicional, éste es usualmente preferible». En iguales términos puede decirse lo mismo de los demás.

Texto masorético El texto tradicional o masorético mencionado por el doctor Burrows es el que ha servido de base general a las versiones antiguas, y es al que se han apegado las versiones modernas. «Masorético» significa precisamente tradicional. Masoreth o masoráh, en hebreo, quiere decir «tradición». A los sabios judíos que velaron escrupulosamente por conservar libre de alteraciones el texto tradicional se los denomina por ello masoretas. A ellos y su meritoria labor volveremos a referirnos luego. El problema capital en la historia del texto hebreo, mucho más serio y complicado que en el caso del griego del Nuevo Testamento, es trazar con cierta seguridad el camino que se siguió para llegar al texto masorético, el cual quedó establecido oficialmente hacia fines del siglo I de nuestra era. Es decir, establecido en su primitiva forma consonántica. Porque el hebreo se escribía originalmente sólo en consonantes. Siendo lengua hablada se suponía

que los lectores sabían con seguridad pronunciar correctamente cada palabra. La vocalización, que se hizo imperativa cuando el hebreo dejó de hablarse corrientemente, y labor también de los masoretas, se desarrolló hasta quedar fijada en su forma actual durante los siglos VIII al X de nuestra era. (Es interesante que el hebreo moderno, lengua oficial del Estado de Israel, ha vuelto a prescindir de la vocalización escrita.) No se ha descubierto hasta hoy, y es casi seguro que no exista, ningún manuscrito original, propiamente dicho, como quien dice, autógrafo. (Y esto es verdad también por lo que toca a los escritos del Nuevo Testamento.) Ni siquiera sabemos con precisión la fecha en que se escribieron los perdidos originales. Tampoco puede discernirse con completa certeza en qué casos el personaje cuyo nombre lleva un libro lo escribió o dictó él mismo. Tal cosa es al parecer probable sólo en casos contados. Por ejemplo, Esdras, Nehemías, Amós, quizá Ezequiel, Jeremías por lo menos en partes, pues se menciona su empleo de un amanuense: Baruj Ben Neriyáh. En la redacción de los libros históricos, y obviamente en casos como los de Salmos y Proverbios, intervienen varios autores, compiladores y revisores. La etapa de transmisión oral dura siglos, y en general la transición a la etapa en que empieza a predominar la transmisión escrita comienza durante la cautividad babilónica, hacia mediados del siglo VI a.C., y se intensifica al regreso, muy especialmente, según la tradición, bajo la dirección y ejemplo de Esdras. Esa actividad continúa hasta fines del siglo IV, dependiéndose cada vez más de la transmisión escrita. Pero aún es el periodo que podríamos llamar de prehistoria del texto. Su historia propiamente dicha, cuando ya puede hablarse de una etapa formal de transmisión casi exclusivamente escrita, comienza hacia el año 300 a.C. Las copias hechas hasta entonces de los escritos sagrados ya existentes, que son casi todos, se han perdido por completo. No ha aparecido hasta hoy ninguna. Pero en la misma Escritura hallamos indicios de cómo en la formación de esos escritos, yendo hasta épocas muy antiguas, convergen la tradición oral y viejos escritos que sirven como fuentes. A ellas pertenecen trozos poéticos primitivos, como el Canto de Lamec (Génesis 4.23,24). Los que sirvieron de consulta para la redacción del Pentateuco, al lado de la tradición oral mosaica básica, datarían quizá de fines del segundo milenio y principios del primero. Primeros registros de escritos Algunos de esos primeros registros escritos se mencionan por nombre en la propia Biblia: el «Libro de las Guerras de Yahvéh» (Números 21.14,15), el «Libro de Jaser» (Josué 10.1214), la «Historia del profeta Iddo» (2 Crónicas 9.29), las «Crónicas del profeta Natán» (íd.), el «Libro de los Hechos de Salomón» (1 Reyes 11.41), el «Libro de las Crónicas de los Reyes de Judá» (1 Reyes 15.7) y el «Libro de las Crónicas de los Reyes de Israel» (1 Reyes 15.31). (Estos dos últimos no deben confundirse con nuestros actuales 1 y 2 Crónicas.) Los eruditos bíblicos creen hallar en muchas partes del Pentateuco rastros de primitivos documentos escritos que entraron en la composición de los libros del Antiguo Testamento, y hablan, por ejemplo, de la presencia en Éxodo de un «Libro del Pacto» y un «Pequeño Libro del Pacto» (20.22-23.33; cap. 40), un «Código de Santidad» en Levítico (capítulos 17 al 26), un «Ritual del Arca» en Números (10.35,36), y de por lo menos tres principales fuentes o extensos documentos que se combinaron y a los que se dan los nombres de Yahvista, Elohísta y Sacerdotal, respectivamente.

En los Salmos es posible hallar trazas de composiciones muy antiguas y de adaptaciones de viejos himnos cananeos, asimilados o adaptados por los salmistas al estricto monoteísmo que es la principal aportación religiosa del pueblo hebreo, mediante una reinterpretación. Por tradición oral o por medio de documentos antiguos, los hebreos heredaron preceptos jurídicos de venerables códigos, correspondientes a un origen y contexto histórico y cultural común del área comprendida desde Mesopotamia hasta Egipto. De ahí algunas semejanzas de forma entre la literatura bíblica y la de otros pueblos aledaños. Antes del siglo III existían ya, al menos en una primera redacción, algunos de los libros que serían la base del canon o colección oficial de libros sagrados hebreos. Se recordará que en tiempos del rey Josías de Judá, segunda mitad del siglo VII, ocurre el hallazgo de un «Libro de la Ley» en el templo. Se cree que era el que luego formó el núcleo del Deuteronomio. El que leyó Esdras al pueblo vuelto del exilio (Nehemías 8.1), mencionado como el «Libro de la Ley de Moisés», puede haber sido también un escrito deuteronómico, si no precisamente idéntico al anterior. Según parece, Esdras lo habría traído de Babilonia (Esdras 7.14), y algunas autoridades creen que sería esencialmente el llamado «Documento Sacerdotal», al que aludimos, mientras otros llegan a suponer que era un Protopentateuco. Quizá durante el exilio se había comenzado también a reunir, revisar y compilar materiales como los anales de los reyes, escritos de Amós, Oseas y Miqueas, oráculos de Isaías coleccionados por sus discípulos, y lo que existía escrito de Jeremías y otros profetas preexílicos. Y al regreso, durante el siglo V, se recogería lo de Ezequiel, los profetas postexílicos, y las memorias de Nehemías y Esdras. Tal vez hacia el final del siglo se completaría el Pentateuco, porque cuando ocurre el cisma de los samaritanos (entonces o en el siglo IV), éstos se lo llevan a Samaria. Y entre los siglos IV y III se recogerían, en términos generales, los demás escritos. La formación del texto La formación del texto, como indicamos, aunque diferente cuestión que la del canon, va inseparablemente ligada a ésta. Los escritos, que en esa época no están formalmente oficializados, por decirlo así, comienzan a circular en rollos por separado. No se había inventado todavía el códice, o sea, la forma encuadernada del libro propiamente dicho. Sin embargo, ya en este siglo III a.C. hay por lo menos colecciones de rollos. La primera, como hemos visto, sería la de los cinco libros llamados la «Ley» (Tora), o sea el Pentateuco. Se iría formando así una segunda colección, que llegaría a llamarse simplemente de «los Profetas», que incluía los libros que hoy llamamos históricos, y se completaría hacia el año 200. Más tardía en formarse fue la colección de libros llamados simplemente «Escritos», en los cuales hubo la subcolección denominada de los «Cinco Rollos», de los que tres: Cantares, Eclesiastés y Ester sólo vinieron a aceptarse como inspirados, después de acalorados debates, en el Concilio rabínico de Yabneh (o Jamnia), a fines del siglo I de nuestra era, con lo cual se declaró cerrado el canon hebreo. Sin embargo, aunque no en hebreo sino en versión griega, hubo una colección general que acabó de formarse a mediados del siglo II a.C., a saber, la versión Septuaginta. Esta incluía los libros llamados después «apócrifos»,3 palabra que etimológicamente significa solamente 3

Todavía, sin embargo, hay defensores del textus receptus, como Edward F. Hills (The King James Version Defended! A Christian View of the New Testament Manuscripts, Christian Research, Des Moines, Iowa, 1936), y más recientemente David Otis Fuller (True or False? The Westcott-Hort

«ocultos», o no destinados a la lectura general -lo que hoy llamaríamos «esotéricos»- y que los hebreos llamaban «exteriores». Sinónimo de «apócrifos» es en hebreo guenuzim, literalmente «guardados», o sea, no para usarse en público. (Es interesante que en un principio el libro de Proverbios fue considerado guenuzí, y que la profecía de Ezequiel estuvo a punto de ser declarada igual.) La Septuaginta, aunque por un par de siglos fue la Biblia de los judíos de habla griega, no fue nunca declarada oficial por las autoridades del judaísmo. ¿Cómo se llegó al texto masorético? Volvamos ahora al que antes mencionamos como el problema capital en la formación del texto, o sea cómo se llegó al texto masorético oficial. Hubo un tiempo en que predominó la teoría de que debió de haber un solo manuscrito original, que sería el arquetipo al que habrían de sujetarse todas las copias y que sería esencialmente el texto masorético. Tuvo su auge en buena parte del siglo pasado. Aunque era ya discutida, el descubrimiento de los rollos de Qumrán la hizo insostenible, porque en ellos, no obstante su gran antigüedad, no se encuentra un texto enteramente uniforme. Entre copias del mismo libro ocurren diferencias significativas. Esto indica, fuera de duda, que hasta fines del siglo I de nuestra era, cuando los rabinos convinieron en fijar, y de ahí en adelante, preservar escrupulosamente una sola redacción, que como ya dijimos fue primeramente la consonántica, el texto se hallaba en estado fluido. No existía en rigor ningún textus receptus. Aun los rollos que se utilizaban en los servicios del templo de Jerusalén hasta su destrucción en 70 A.D., y de los cuales se sabe por los escritos rabínicos que eran por lo menos tres, representaban, según dichos escritos, diferentes tradiciones textuales. Que no existiera un solo texto uniforme se explica, primero, porque el proceso de copia a mano se prestaba a alteraciones involuntarias debidas a fallas del ojo, de la mano o, cuando se copiaba bajo dictado, del oído. Otras alteraciones se debían a asociación de ideas, ya que los copistas, sabiendo textos de memoria, propendían a armonizarlos en pasajes paralelos, añadiendo lo que creían que faltaba. Otras alteraciones eran conscientes, pues al hallar en una copia un pasaje difícil de entender, el copista trataba de aclararlo, expandiendo el texto mismo o haciendo una anotación al margen, que después otro copista introducía en el texto pensando que había sido una omisión del escribiente anterior, y marcada después marginalmente. Había también alteraciones deliberadas, hechas por motivos teológicos o de reverencia a Dios. Por ejemplo, sustituyendo con un eufemismo alguna palabra o frase que parecía muy cruda, o cambiando el pronombre personal cuando podía resultar una alusión a Dios que el escriba consideraba que resultaría blasfema. Los eruditos bíblicos han podido localizar estos casos, que son relativamente pocos, entre una y dos docenas. Son las llamadas tiqquné soferim, «enmiendas de los escribas» e itturé soferim, «omisiones de los escribas». Debemos a Paul Kahle, con modificaciones hechas por W. F. Albright, la hipótesis que en la actualidad parece tener más apoyo, sobre el camino que condujo de esta fluidez del texto, o sea de la diferencia de tradiciones textuales, al texto masorético. La multiplicación de Textual Theory Examined, Grand Rapids International, Grand Rapids, Michigan, 1973). Pero se trata, al parecer, de una acción de retaguardia en una batalla que las mejores autoridades dan por perdida.

copias, sacadas unas de otras, sin que hubiera al principio ningún control oficial, hizo que fueran apareciendo varios tipos de texto o familias textuales, en cuya formación influía también la localidad en que se hacían las copias. Se habrían formado así, con el tiempo, tres principales tipos de texto, según los centros más importantes del judaísmo: Babilonia, Palestina y Egipto (Alejandría, sobre todo). Según algunas autoridades, la familia textual egipcia sería realmente una derivación de la palestina, con lo que nos quedarían básicamente dos, ésta y la babilónica. De ellas, la mejor sería esta última (excepto en los libros de Samuel), pues sería el suyo un texto conservador, con menos ampliaciones, y probablemente más primitivo y próximo al que habría sido el texto original. Del texto babilónico provendría otro al que se da el nombre de protomasorético, que por su excelencia intrínseca se habría ido imponiendo y que habría sido preferido para la lectura en el templo y en la sinagoga. Esto habría sucedido más o menos entre el año 100 a.C. y el 100 A.D., aunque un erudito, el doctor Robert Gordis, sostiene que de ese texto era el Sefer ha'Azaráh, el «Rollo del Recinto del Templo», del que hablan los escritos rabínicos y que -según él- ya servía de piloto para corregir las copias destinadas a la lectura pública. Probablemente era un rollo sólo de la Tora (el Pentateuco). De acuerdo con una leyenda, los sacerdotes habrían logrado salvarlo de la destrucción del templo en 70 A.D., y lo habrían llevado primero a Bether y más tarde a Bagdad, donde se habrían sacado copias de él para distribuirlas en la Diáspora. Gordis sostiene que ese texto era ya el masorético, fijado antes de la destrucción del templo y no en Yabneh (90 A.D.) ni en tiempos del rabí Aquiba, primera mitad del siglo II. Sea esto, o que haya dado lugar al texto propiamente masorético, fijado probablemente hacia el 100 A.D., como proponen otras autoridades, el hecho importante es que ya por entonces hubo un textus receptus. Por un tiempo se seguirían sacando copias de otros textos, pero serían para uso privado, copias no vigiladas y por tanto menos costosas. Pero en las sinagogas se usarían solo las que se apegaran Celo de los masoretas Ya vimos que no obstante los 1,000 años o más, transcurridos entre los rollos de Qumrán y los grandes manuscritos medievales del texto masorético, y el hecho de que dichos rollos representan todavía el estado de fluidez del texto, sustancialmente se trata de la misma tradición textual. Tal hecho es un tributo implícito a la escrupulosa vigilancia de los masoretas en la conservación de ese texto. Con el tiempo inventaron un sistema de vocalización y de notas al lector para asegurar la pronunciación cuando ya el hebreo no era lengua común hablada. Llegaron al punto de contar las palabras y hasta las letras de todo el Antiguo Testamento, para precaverse de alguna omisión accidental, amén de otras precisiones que nos parecen ahora meras curiosidades, pero que indican su celo por la fidelidad de la transmisión. Fijaron al respecto reglas muy estrictas que debían llenar las copias destinadas a la lectura pública. Las que conforme a ellas resultaban defectuosas podían utilizarse solamente para lectura privada o para ejercicios escolares, pero no para lectura litúrgica. Con mucha razón, el doctor Gordis rinde a los masoretas este sentido homenaje: «Aquellos humildes pero indomables trabajadores... realizaron en la oscuridad su tarea hercúlea de guardar el texto bíblico en contra de toda merma o variación. Sus nombres, el periodo de

su actividad, y la índole precisa de su trabajo, se halla bajo un velo de oscuridad, rasgado apenas por leves destellos de luz». ¿Cuál es el texto más puro? No obstante el escrupuloso cuidado en la transmisión del texto masorético, el hecho de que las copias se tuvieran que hacer a mano siguió influyendo en ella, así que en los códices hebreos medievales más antiguos aparecen dos tipos de texto que se diferencian relativamente en poco y que se conocen con el nombre de dos grandes familias de masoretas de Tiberias: la Ben Asher y la Ben Neftalí. De ellos se considera el Ben Asher como el texto más puro. Está representado por el Códice Leningradense. Con la invención de la imprenta la transmisión del texto hebreo se hizo más segura. El primer texto hebreo impreso fue el de los Salmos, hecho en Italia (1477), posiblemente en Bolonia. Siguió el Antiguo Testamento completo, impreso en Soncino, también Italia, en 1488. El cardenal Cisneros incluyó el texto hebreo en su famosa Políglota Complutense, Alcalá de Henares, de 1514 a 1517. Daniel Bomberg, Venecia, 1516-17 fue el editor de la primera impresión con vocales, en cuatro volúmenes; su segunda edición (1524-25), preparada por el erudito judío Jacob Ben Jáyim, fue el textus receptus judío hasta 1929. La primera edición «crítica», es decir, cotejando manuscritos (en este caso más de 600), fue la preparada por el canónigo anglicano Kennicott (Oxford, 1776-1780). La Sociedad Bíblica Británica y Extranjera editó en 1916 el texto preparado por el eminente escriturista judío C. D. Ginsburg. Por su parte, la Sociedad Bíblica Americana editó el texto preparado bajo la dirección de Rudolf Kittel, al cuidado de Paul Kahle, e impreso por la Sociedad Bíblica Würtemberg, de Alemania. Las primeras dos ediciones se basaban en el Ben Neftalí, pero ya para la tercera se adoptó el Ben Asher de Leningrado. En la actualidad está en marcha la que lleva el nombre de Biblia Hebraica Stuttgartensia, editada por la Sociedad de Stuttgart antes nombrada y preparada por un equipo ecuménico de eruditos de las Sociedades Bíblicas Unidas y del Instituto Bíblico Pontificio. Se publica en fascículos, de los cuales han aparecido a la fecha unos nueve. Constituirá un texto hebreo común para las futuras versiones protestantes, católicas y ecuménicas. Por otra parte, en Israel está desarrollándose una intensa actividad bíblica, especialmente en la preparación de ediciones del texto hebreo. Ha aparecido, por ejemplo, la de Casutto, y se ha iniciado el proyecto de una edición crítica monumental bajo la dirección del doctor M. H. Goshen-Gottstein, de la Universidad Hebrea de Jerusalén. A la fecha se ha publicado solamente el fascículo con el texto de Isaías ¿Cuáles eran las Escrituras en los tiempos de Jesús? Cuando nuestro Señor Jesucristo, los apóstoles y los primeros cristianos hablan de «las Escrituras», es claro que se refieren a las que hoy llamamos Antiguo Testamento, puesto que el Nuevo no existía aún. Sólo en 2 Pedro, que es un escrito tardío, se alude a las cartas de Pablo, denunciando que algunos tuercen su contenido «como hacen también con otros pasajes de la Escritura». Al parecer se da a las epístolas paulinas el carácter de «Escritura», si bien este pasaje puede traducirse «como hacen también con los demás escritos», o sea, del mismo Pablo. Los rollos de la Sagrada Escritura que se leían en las sinagogas -como el de Isaías que Cristo leyó en Nazaret-, serían del texto protomasorético, como ya vimos. Igualmente el

que iba leyendo el funcionario etíope, si es que sabía hebreo. Si no, sería entonces un rollo de la versión griega de los LXX, como casi seguramente era el caso de los estudiosos bíblicos de Berea (Hechos 17.10). Apolos, oriundo de Alejandría, de quien se nos dice que era «muy versado en las Escrituras» (Hechos 18.24), posiblemente las leyera en el texto hebreo, pero siendo judío helénico es probable que también las estudiara en la versión de la Septuaginta. ¿Qué versiones leían los primeros discípulos? En el Nuevo Testamento hay más de 200 citas explícitas del Antiguo. Aproximadamente la mitad las hace Pablo, y tanto éstas como las que aparecen en Hechos y en Hebreos, son del texto de los LXX. Las demás no se ajustan al pie de la letra ni a éste ni al protomasorético, sea porque muchas se hicieron quizá de memoria o porque se habían leído en copias «populares» del texto hebreo, en versiones griegas diferentes de la Septuaginta, como ésta ha llegado a nosotros, o en versiones al arameo, como la del Salmo 22, citada por Cristo en la cruz. Por supuesto, el uso principal del Antiguo Testamento por los cristianos era para demostrar que Jesús era el Mesías, el Cristo anunciado por ellas. Su primera Biblia, como la de los judíos de habla griega, con quienes debatían esa cuestión, fue la Septuaginta. Pero el Antiguo Testamento no les bastaba. Para el sostén de su propia fe necesitaban saber más sobre Jesús, cómo había vivido, qué había hecho, qué había dicho, cómo había muerto y resucitado. ¿Cómo se formó el Nuevo Testamento? Mientras vivieron los apóstoles y otros discípulos que conocieron y escucharon personalmente a Jesús, ellos se encargaron de referir lo que habían visto y de repetir lo que habían escuchado de los labios del Señor. Al testimonio profético de las Escrituras judías añadían el suyo. «Nosotros somos testigos», dijo Pedro ante el Sanedrín (Hechos 5.32). «Nosotros hemos visto su gloria», escribía Juan en su evangelio. Así surgió la tradición oral, a que recurría Pablo mismo cuando aseguraba a los corintios: «Os transmití, como lo principal de todo, la tradición que a mi vez recibí» (1 Corintios 15.3). Pronto empezarían, sin embargo, a consignarse por escrito y a circular en copias hechas libremente, los primeros registros. No sabemos con certeza cuáles fueron. Quizá concisas reseñas de incidentes en la vida del Señor. Tal vez colecciones de sus dichos, sucintas «memorias» de los testigos, o apuntes de los que oían hablar a los testigos. Los eruditos suponen la existencia de una colección de dichos de Jesús (en griego Logia), fragmentos de una vieja copia de la cual podrían ser dos hojas del llamado Papiro Oxirrinco, halladas una en 1897 y otra en 1903, que datan del siglo III. Con más vaguedad hablan también de una primitiva tradición escrita que designan con la letra Q, inicial del alemán Quelle, «Fuente». En todo caso, la etapa puramente oral que precede a la formación del texto del Nuevo Testamento es sumamente breve, y otro tanto la intermedia en que dicha tradición coexiste con esos misteriosos primeros escritos anónimos, que no parecen haber sido abundantes, ya que los creyentes de esa primera generación estaban ciertos de que la Segunda Venida del Señor iba a ocurrir pronto, tal vez aun antes de que ellos murieran. A diferencia de la etapa oral que antecede al Antiguo Testamento, la del Nuevo dura escasamente unos tres decenios. Hacia el 50 A.D., Pablo escribe a los tesalonicenses desde Corinto su primera carta. Con ella empieza, cronológicamente, el Nuevo Testamento.

La actividad epistolar del gran apóstol continúa hasta su muerte, ocurrida entre los años 61 y 67. Y aunque algunas de sus cartas se perdieron -dos a los corintios, de las que algunas partes se hallan incorporadas a las ya conocidas como 1 y 2 Corintios, y ciertamente una a la iglesia de Laodicea, citada en la de Colosenses (4.16)- con ellas se forma una cuarta parte del texto neotestamentario y ciertamente su núcleo doctrinal. Hacia el año 65 aparece el Evangelio según Marcos, al que siguen Mateo y Lucas. En los últimos decenios del siglo surgen otras epístolas, el magnífico tratado de autor desconocido que llamamos Hebreos, y al final la Revelación de Juan. Comienza la etapa en que se intensifica la multiplicación de copias de los escritos que ahora forman el Nuevo Testamento. Circulan primero, como sucedía con los del Antiguo, en rollos por separado o en hojas sueltas de papiro. Pero con ellos empiezan a formarse colecciones, la primera, al parecer, de las cartas paulinas. Más tarde quizá la de los evangelios. Hacia fines del siglo II los cristianos adoptaron la forma de códice, hojas escritas encuadernadas como libro, sistema que había empezado a emplearse en el siglo I y que acabó por sustituir a los rollos y las tabletas como material de escritura, y parece que los primeros códices cristianos fueron de los cuatro evangelios, de los evangelios y Hechos, de 10 epístolas paulinas, y de las 13 epístolas de Pablo. Fue ya bien entrado el siglo III cuando aparecieron códices con todo el Nuevo Testamento, y tal vez con toda la Biblia. Igual que en el caso del Antiguo Testamento no hubo durante siglos un textus receptus del Nuevo. La libre multiplicación de copias dio lugar también a la formación de familias textuales que, como en el caso del texto del Antiguo Testamento, se fueron formando en torno a ciertos centros de erudición bíblica cristiana. Se señalan así por lo menos tres principales tipos de texto: el alejandrino, el llamado oriental, emanado de Cesarea y Antioquía, y el llamado occidental, que se desarrolló en África, Italia y Galia. El alejandrino, también llamado por algunos eruditos «neutral», es el que se considera generalmente como mejor conservado ¿Existen manuscritos del Nuevo Testamento? A diferencia del texto del Antiguo Testamento, del Nuevo existe una rica y variada abundancia de manuscritos. Son de tres clases: papiros, los más antiguos, códices unciales o sea escritos con mayúsculas, y códices en minúsculas. De los papiros, que consignan partes más o menos extensas del Nuevo Testamento, hay dos colecciones famosas: la adquirida por Chester Beatty en 1930-31, existente en Dublín, y la de Martín Bodmer, adquirida en 195556, actualmente en Ginebra. Se identifican con una p (gótica) y un número. Son tres los papiros más famosos, el p 52 (Beatty) con fragmentos del Evangelio de Juan, probablemente de la primera mitad del siglo II, aunque hay eruditos que creen que se puede fechar entre 98 y 117 A.D. En todo caso, prueba la antigüedad del evangelio, refutando teorías anteriores de que databa, cuando muy temprano, de la segunda mitad del siglo II. Los otros dos papiros importantes son el Bodmer p 66, también con fragmentos de Juan, cercano al año 200, y el Bodmer p 75, de principios del siglo III, con fragmentos de Lucas y de Juan. Los códices unciales más importantes son el Sinaítico (álef), único de todo el Nuevo Testamento y con partes del Antiguo, del siglo IV, descubierto en 1844; el Vaticano (B), también de este siglo, de cuya existencia se sabía desde el siglo XV, pero no dado a conocer hasta 1889, con fragmentos de toda la Biblia, incluso de algunos apócrifos, y el

Alejandrino (A), con el A.T. y casi todo el N.T. Los dos primeros, y el tercero con excepción de los evangelios, pertenecen al tipo alejandrino (o egipcio), llamado también neutral. Hacia principios del siglo IV, Luciano de Antioquía preparó el texto que lleva su nombre y que también se llama bizantino, sirio o koiné. Proviene de una combinación de textos alejandrinos, orientales y occidentales. Vino a ser el más usado en la Iglesia Bizantina, pero siendo secundario, los expertos consideran que es de menos autoridad que los antes mencionados y que sólo muy raras veces la lectura que únicamente él da es la correcta. Los evangelios del Códice Alejandrino son de este tipo. Orígenes, en sus extraordinarias labores escriturísticas de principios del siglo III, utiliza de preferencia textos de tipo oriental y alejandrino. La mayoría de los códices en minúsculas son del tipo bizantino. Otros testigos Testigos valiosos, pero naturalmente secundarios, son versiones antiguas como la Vetus Latina, que del Nuevo Testamento contiene sólo fragmentos, la Antigua Siriaca, en que hallamos los cuatro evangelios , la Peshitta y sobre todo la Vulgata. De sumo valor, especialmente por su antigüedad, son las citas neotestamentarias que se encuentran en los primitivos Padres de la Iglesia, tanto griegos como latinos. Otro testimonio valioso es de los leccionarios, o sea colecciones de pasajes selectos del Nuevo Testamento para la lectura pública en los cultos. Aunque pertenecen a la época bizantina, relativamente tardía, son importantes porque, dado el carácter conservador y más o menos fijo de la liturgia, pueden representar una tradición textual comparativamente antigua.

Formación del canon del Nuevo Testamento Paralelamente con el desarrollo del texto se va formando el canon del Nuevo Testamento. La edición de códices requiere ya un principio de discernimiento de los escritos que se han de incorporar. El llamado Fragmento Muratoriano (publicado en 1740 por L. A. Muratori) da una lista de libros aceptados generalmente como inspirados. Contiene solo Lucas, pero llamándolo «tercer libro del Evangelio», y además Hechos, las 13 epístolas de Pablo, Judas, 1 y 2 Juan y Apocalipsis. Es curioso que incluya dos apócrifos: la Sabiduría de Salomón y la Revelación de Pedro. Pero es testimonio valioso porque muestra que hacia el 200 A.D., su fecha aproximada, ya se había compilado lo principal del canon. Aún durante el siglo III se debate si incluir o no en él Hebreos, Apocalipsis, 2 y 3 Juan, 2 Pedro y Judas. Pero Orígenes puso bases sólidas para la fijación final del canon. En 303 sobreviene la feroz persecución ordenada por Diocleciano, con su quema de escrituras cristianas. Esto no sólo fomenta, indirectamente, la multiplicación de copias clandestinas, sino que acelera la fijación del canon, puesto que el problema de la Iglesia es cuáles escrituras han de salvarse y preservarse a toda costa. Todavía se discutía el punto, pero cuando Constantino oficializa el cristianismo, pide al gran historiador Eusebio de Cesarea que le forme 50 códices de las Sagradas Escrituras. Por desgracia se perdieron todos y no sabemos qué libros tenían. En la segunda mitad del siglo IV, Cirilo de Jerusalén y Gregorio de Nazianzo emiten sus listas, que enumeran solamente 26 libros, faltando el Apocalipsis. Pero en las suyas lo incluyen Epifanio de Constancia y Atanasio de Alejandría. Este último los denomina «libros canonizados que se nos han transmitido y que se cree que son divinos». Sin embargo, las

Constituciones Apostólicas, hacia 400 A.D., todavía omiten en su lista Apocalipsis, y en cambio añaden dos epístolas de Clemente de Alejandría. Por ese mismo tiempo circula ya la Vulgata, versión de San Jerónimo hecha por iniciativa del papa Dámaso y aprobada por él. En ella aparecen los actuales 27 libros del Nuevo Testamento, que la mayoría de los Padres Latinos había venido citando en sus escritos. Por su lado, San Agustín apoyaba los libros que habían estado bajo debate. Y al fin la Iglesia habla por voz de dos de sus concilios, el de Hipona (393) y el de Cartago (397), que declaran cerrado el canon del Nuevo Testamento con los 27 libros actuales. Una palabra final en cuanto al canon general de la Biblia Ya vimos que hacia el año 90 de nuestra era, el concilio rabínico de Yabneh o Jamnia, clausuró el canon hebreo, o sea del Antiguo Testamento, excluyendo los libros llamados apócrifos. Estos quedaron formando parte de la versión Septuaginta, que fue la Biblia de los cristianos primitivos de habla griega. Cuando San Jerónimo preparó su versión latina, la Vulgata, siendo erudito hebraísta y hebreófilo, quiso en un principio ceñirse al canon de Yabneh. Sin embargo, influyentes presiones, especialmente la de San Agustín, lo decidieron a incluir los apócrifos; eso sí, con una explícita indicación de que no estaban originalmente en hebreo. De todos modos dijo que podían valer «para edificación del pueblo, mas no para confirmar la autoridad de los dogmas eclesiásticos». Continuaron, pues, en la Vulgata en tal categoría de orden secundario hasta que el Concilio de Trento (1546) decretó bajo lista el «índice de libros canónicos», incluyendo, sin establecer ninguna distinción de los demás, sino parejamente, Tobit (Tobías), Judit, Sabiduría, Eclesiástico, Baruc y 1 y 2 de Macabeos. Con el tiempo, no obstante, comenzaron a llamarse entre los católicos romanos libros «deuterocanónicos». Lutero, compartiendo el criterio de San Jerónimo, incluyó los apócrifos en su traducción alemana, sólo que formando grupo aparte entre los dos testamentos. Lo mismo hizo Cipriano de Valera en su revisión de Reina, pero atacándolos duramente en su introducción, en tanto que Casiodoro los había incluido en la misma colocación que tienen en la Vulgata, sin advertencia especial alguna sobre ellos ni en su prefacio latino ni en su preliminar «Amonestación» en castellano. Volviendo a Lutero, es interesante su renuencia a reconocer la canonicidad de la Epístola de Santiago, que llamaba «epístola de paja», y del Apocalipsis, que declaró que no era ni apostólico ni profético ni inspirado por el Espíritu Santo. Y tan interesante como ello es que a pesar de su sentir personal los incluyó como canónicos en su versión.

Auge de la Vulgata La autoridad otorgada por la Iglesia a la Vulgata, en sus ediciones sucesivas, hizo que los escrituristas occidentales fueran perdiendo interés en el texto griego. Casi hasta nuestros días se seguían haciendo versiones sólo del latín de la Vulgata. No obstante, se siguieron sacando copias del texto griego siglo tras siglo hasta la invención de la imprenta, y aun después, como se ve por algunos códices en minúscula que datan nada menos que del propio siglo XVI. A diferencia de las autoridades religiosas judías, las cristianas no instituyeron un textus receptus griego. Fue el texto latino de la Vulgata el que se consideró oficial.

Con el resurgimiento de las humanidades clásicas y del estudio del griego antiguo que el Renacimiento trajo consigo, vino también un gran florecimiento escriturístico. Bajo la influencia de eminentes humanistas como Lorenzo Valla y Erasmo -que era a la vez el primer helenista y escriturista de su tiempo-, y de otros, se hizo destacar la anormalidad, porque eso era, de que se estuvieran haciendo retraducciones del latín de la Vulgata, en vez de traducciones directas de los textos hebreo y griego de la Biblia a las lenguas modernas. Dramáticamente, Santos Pagnini llevó la cuestión al punto de producir una versión del Antiguo Testamento directa del hebreo al latín contemporáneo, la cual Reina utilizó mucho en su versión. El aporte de Erasmo Por supuesto, para el hebreo había la ventaja de tener a mano el texto masorético, celosamente preservado. Pero no sucedía lo mismo con el griego. Si se iban a hacer en adelante versiones del Nuevo Testamento directamente del griego, era imprescindible que de la masa de copias entonces disponibles surgiera un texto que sirviera de base. Fue Erasmo el que acometió con tanta bravura como competencia esa hercúlea tarea. Pero tropezó con una grave limitación. No pudo disponer de más de media docena de manuscritos, de los que los dos principales no eran anteriores al siglo XII, y para peor suerte, ninguno completo, al punto de tener él que retraducir del latín los últimos seis versículos del Apocalipsis. Su texto se editó en 1516, y sigue la tradición textual bizantina. Como en algunos respectos aparecía apartándose de la sacrosanta Vulgata, el texto de Erasmo sufrió rudos ataques. Ciertamente por lo apresurado de la publicación estaba plagado de erratas. La segunda edición, 1519, corrigió muchas de esas fallas accidentales. Pero la acusación mas fuerte era que se había atrevido a «mutilar» la Sagrada Escritura omitiendo en 1 Juan 5.7, 8, lo que se ha llamado el comma juanino -la frase: «en el cielo: el Padre, el Verbo y el Espíritu Santo; y estos tres son uno. Y tres son los que dan testimonio en la tierra»- que aparecería después en la edición clementina (1592) de la Vulgata. Erasmo se defendió diciendo que no hallaba esa porción en ningún manuscrito griego. Exasperado porque este argumento no parecía convencer a nadie, y se le continuaba anatematizando, en un estallido de disgusto prometió que si se le mostraba un solo manuscrito que contuviera esa frase, la insertaría en la siguiente edición. Y sucedió que justo en 1520 apareció un manuscrito en Dublín que la contenía. Todavía se enseña ahí en el Trinity College. Fiel a su precipitada promesa, Erasmo la insertó en su tercera edición, 1522. Pero en una apostilla expresa sus sospechas de que el tal manuscrito fuera una falsificación ex profeso. En realidad, cuando se descubrieron, después de Erasmo, los grandes códices Sinaítico, Alejandrino y Vaticano, mucho más antiguos y autorizados, y se han examinado otros códices más, tanto unciales como de minúsculas, versiones antiguas, incluyendo ediciones de la Vulgata anteriores a la clementina, citas de Padres de la Iglesia de los más notables, entre ellos el propio San Jerónimo y leccionarios, queda plenamente probado que el sabio humanista holandés no estaba haciendo otra cosa que suprimir una interpolación tardíamente introducida en el texto latino. En cuanto al famoso «códice» de Dublín, autoridades modernas como Rendell Harris y C. H. Turner sustentan la probabilidad de que

haya sido forjado en Oxford por un franciscano de nombre Froy o Roy, que retradujo al griego la debatida frase que se había introducido en la versión latina.4 Autoridad de la Vulgata La situación ha cambiado en lo que respecta a la Vulgata y a las versiones directas de los textos hebreo y griego de la Biblia. Por influencia en buena parte del prominente escriturista español fray Serafín de Ausejo, OFMCap, ejercida discretamente por conducto de algunos prelados compatriotas, el Concilio Vaticano II declaró que la Iglesia, si bien «mira con honor» las versiones bíblicas antiguas, «señaladamente la llamada Vulgata..., como la palabra de Dios ha de estar a mano para todos los tiempos..., procura con maternal solicitud que se compongan versiones adecuadas y bien hechas a las varias lenguas, señaladamente de los textos primigenios de los libros sagrados». En el primer borrador se proponía para dichas versiones la Vulgata como base y los textos hebreo y griego en segundo término. Ahora éstos quedan «señaladamente» en el primero. Primer Textus Receptus griego Es una edición del Nuevo Testamento griego, la segunda de Elzevir, aparecida en 1633, la que lleva por primera vez la inscripción «Textus Receptus». Es una revisión del texto Erasmo-Estienne hecha en presencia de un códice de tipo occidental, del siglo VI, del que se habían descubierto dos ejemplares importantes, uno depositado en París, y el otro en Cambridge, obsequiado por el reformador Teodoro Beza en 1581, y que se conoce por su nombre y la letra de identificación D. Del siglo XVI en adelante van apareciendo nuevos y más valiosos manuscritos griegos, con lo cual se imponen revisiones cada vez más a fondo del llamado textus receptus. En 1637, el Patriarca de Constantinopla obsequia con el gran Códice Alejandrino a Carlos I de Inglaterra. Ni tardo ni perezoso, el escriturista inglés Brian Walton se da a estudiarlo, con otros 13 nuevos manuscritos, y en 1657 publica su Biblia Políglota, anotando en ella las variantes principales halladas en esos antiguos documentos. Y así se inicia la fructífera etapa de ediciones del texto griego que van acompañadas de aparatos críticos, más o menos extensos, en que se indican las variantes más notables y el códice o códices en que se originan. En 1707 John Mill saca una edición del texto de Estienne 1550, con anotación de las variantes obtenidas de unos 100 manuscritos y de citas de los Padres de la Iglesia. Y son de más de 300 manuscritos los que constituyen las variantes que el erudito suizo J. J. Wetstein anota en su edición de 1751-52. Luego vienen con el mismo carácter las de J. A. Bengel (1734) y J. J. Griesbach (1775-77). Todavía, sin embargo, la base de estas nuevas ediciones sigue siendo el textus receptus. La primera revisión a fondo, que puede decirse que rompe abiertamente con dicho texto al producir uno en verdad nuevo, es la de Karl Lachmann, 1831. Pero quien abre de lleno la era de las grandes ediciones críticas del texto griego es el doctor Constantin von Tischendorf, el descubridor del Códice Sinaítico, que entre 1841 y 1872 produjo ocho ediciones del Nuevo Testamento griego, además de 22 volúmenes de textos de manuscritos bíblicos. Los eruditos consideran que la más importante de sus ediciones del Nuevo Testamento griego es la de Leipzig (1869-72), con el más copioso aparato de notas críticas publicado hasta entonces. 4

Al momento en que se escribió este artículo se conocían más de 80 papiros, cerca de 270 manuscritos unciales, casi 2800 en minúsculas, y más de 2,100 leccionarios.

Wescott y Hort: depuración del texto griego El siguiente paso en el camino de creciente aproximación, o al menos del esfuerzo por lograrla, a la forma original del texto del Nuevo Testamento -labor que Tischendorf llamó desde su juventud la «tarea sagrada» de su vida- lo dan los británicos B. F. Westcott y F. J. A. Hort con la edición que lleva el nombre de ambos, publicada en 1881. Se basaron, en lo general, en el Códice Vaticano (B), y se considera que con su edición quedó definitivamente superado y traspuesto el antiguo textus receptus. Esto no significa, por supuesto, que su abandono sea total y que el texto griego reconstruido a partir de Westcott y Hort sea enteramente nuevo y diferente de aquel. La mayor parte del textus receptus se conserva en el de los dos eruditos británicos y en el de las ediciones preparadas por otros escrituristas, las cuales siguen en términos generales las pautas críticas establecidas por ellos. Lo que ha sucedido simplemente es que el textus receptus ha dejado de ser considerado como el de mayor autoridad y como el que debe seguirse rigurosa y totalmente como base de las traducciones.v Esto se debe, en primer lugar, al gran número de manuscritos descubiertos después de la época en que el textus receptus tomó cuerpo.vi Segundo, al considerable progreso obtenido en lo que va del presente siglo en el estudio comparativo de esos documentos y de los demás testigos del texto, tales como los escritos de los Padres de la Iglesia y los leccionarios. Tercero, al notable desarrollo de las técnicas científicas de evaluación de documentos, y de la filología y la arqueología bíblicas. Lo que Westcott y Hort llevaron a una culminación, continuando las labores de antecesores como los ya mencionados, fue la depuración del texto griego apelando a los esclarecedores recursos con que cuentan las ciencias bíblicas de unos 150 años a esta parte. En su edición unificaron la ortografía, anotaron importantes lecturas alternas, señalaron las que probablemente representan algún error primitivo de copia, encerraron en corchetes las posibles interpolaciones, y dieron en un apéndice una lista de las lecturas más importantes rechazadas por ellos como tales. Al texto griego así depurado se le llama texto crítico para diferenciarlo del tradicional textus receptus. Más versiones No tardaron en seguir a Westcott y Hort dos patriarcas de la erudición bíblica, Bernhard Weiss, cuya edición sale en tres volúmenes entre 1894 y 1900, y Eberhard Nestle, que lanza su texto en 1898. En ediciones posteriores preparadas por Kurt Aland, el Nuevo Testamento griego de Nestle ha alcanzado más de dos docenas de ediciones, revisadas particularmente en su aparato crítico. Es el texto de base empleado por la Versión Hispanoamericana, y el Nuevo Testamento Ecuménico (Taizé-Herder). Otras ediciones modernas del texto griego, ejemplos de una empeñosa labor en este campo, son las respectivas de Von Soden, Merk, Vogels, Bover, Souter y Kirkpatrick. Las de Vogels y Souter, no obstante, siguen alineadas con el textus receptus, y se consideran valiosas más bien por sus aparatos críticos. Las otras continúan los lineamientos trazados por Westcott y Hort. El texto más reciente y autorizado, y especialmente valioso por su evaluación crítica de las variantes, es el preparado para las Sociedades Bíblicas Unidas por Kurt Aland, Matthew Black, Bruce M. Metzger y Alien Wikgren, 1966, por iniciativa y bajo la dirección de Eugene A. Nida. A la fecha ha visto, ya su tercera edición (The Greek New Testament, American

Bible Society, British and Foreign Bible Society, National Bible Society of Scotland, Netherlands Bible Society, Württemberg Bible Society, impresa en Stuttgart, República Federal de Alemania). Próxima a publicarse está una edición de este texto, con el prefacio y la introducción en castellano. ¿Tenemos el texto original? No puede pretenderse que el texto bíblico que habría de llamarse propiamente el original, se haya reconstruido ya total y definitivamente. Pero al presente se ha conseguido el más sabia y piadosamente depurado que ha sido posible, y que hasta la fecha es, por tanto, el más próximo a aquel lejano prototipo. La historia de la formación del texto bíblico y de su preservación en las lenguas originales, ha sido, como hemos visto, lenta y difícil en el curso de muchos siglos. Y también lo ha sido el esfuerzo por recuperar hasta donde se pueda el texto primitivo. Es enorme la deuda de gratitud que tenemos no sólo con los escritores sagrados mismos, sino con tantos hombres, durante tantas generaciones, que guiados como ellos sin duda por el Espíritu Santo, se han consagrado a despejar la vía para que el mensaje esencial

Bibliografía P. R. Ackroyd y C. F. Evans, The Cambridge History of the Bible, Cambridge University Press, Londres, 1970. Ernest Würthwein, The Text of the Old Testament, Basil Blackwell, Oxford, 1957. Bruce M. Metzger, The Text of the New Testament, Clarendon Press, Oxford, 1964.

FIN

NOTA Las consideraciones expuestas en el presente boletín son una invitación al diálogo a todos cuantos estén interesados en el tema. El firmante, o los firmantes, de las contribuciones serán los únicos responsables de lo que allí se diga. Rogamos encarecidamente ser respetuosos con las personas e instituciones, cualquiera que sea la crítica o la exposición que se haga.

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