DE CUANDO PROMETEO SE HIZO COCINERO. FUEGO Y COCINA EN LA EVOLUCIÓN HUMANA

Nivel Cero 12 Santander, 2010 Pág. 121-125 RECENSIÓN DE CUANDO PROMETEO SE HIZO COCINERO. FUEGO Y COCINA EN LA EVOLUCIÓN HUMANA WRANGHAM, R. (2009):

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Nivel Cero 12 Santander, 2010 Pág. 121-125

RECENSIÓN

DE CUANDO PROMETEO SE HIZO COCINERO. FUEGO Y COCINA EN LA EVOLUCIÓN HUMANA WRANGHAM, R. (2009): Catching Fire. How cooking made us human, Basic Books, New York.

Alberto GÓMEZ CASTANEDO Grupo Arqueológico ATTICA Dpto. Ciencias Históricas Universidad de Cantabria [email protected]

Dilucidar qué es lo que hace al ser humano diferente del resto de los animales de la Tierra es un ejercicio reflexivo que se lleva efectuando desde el primer momento en el que el hombre tuvo la capacidad de hacerlo. Numerables han sido las propuestas ofrecidas por multitud de autores; sin embargo, el proceso de evolución humana es algo sumamente complejo y tratar de determinar de forma estricta qué motivó que nos convirtiéramos en unos primates tan especiales dentro del reino animal es una tarea harto compleja y que, a buen seguro, ha de seguir ofreciendo opciones de debate durante muchísimo tiempo. Ahondando sobre esta cuestión, el conocido primatólogo británico Richard Wrangham nos ofrece en un interesante trabajo su teoría denominada The cooking hypothesis (la hipótesis del cocinado). En él sostiene que el paso del consumo de alimentos crudos al de cocinados implicó un cambio radical en el proceso evolutivo humano que favoreció la emergencia de homínidos con una conformación psicosomática más próxima a la de los humanos actuales que a la de los primates previos. Ese tránsito crucial lo ubica en el periodo de aparición de una especie concreta, Homo egaster/erectus, en torno a 1·8 millones de años (m.a.), en la que se aprecian de forma clara los cambios físicos y conductuales mencionados. El autor, de este modo, se posiciona a favor de esa tendencia que propone que el comienzo de la humanidad sensu stricto se halla en el momento del surgimiento de Homo ergaster/ erectus. En la última década una tendencia revisionista discute el hecho de que H. habilis, tradicionalmente considerado como el homínido que da comienzo a nuestro género, debería recolocarse dentro del árbol evolutivo, debiendo ser considerado más un espécimen de australopiteco (por ejemplo Wood y Collard, 1999; Aiello y Andrews, 2000). Así, en contraposición con los que Wrangham denomina habilinos, Homo ergaster/erectus presenta importantes diferencias físicas y de comportamiento que justifican el hecho de esta-

blecer esa línea divisoria entre esta especie y sus predecesoras. En este sentido, en la introducción (pág. 2), afirma que el elemento fundamental que favoreció ese tránsito clave habría sido el control del fuego y su uso para el procesado de los recursos alimenticios. La publicación de este texto continúa la línea de trabajo iniciada por el mismo autor, junto a varios colegas, en un artículo de finales de la década de 1990 (Wrangham et alii, 1999) en el que se defendían similares postulados, especialmente esta idea de que el cocinado de alimentos implicó no sólo cambios a nivel morfológico, sino que también conllevó transformaciones en las pautas de conducta y los comportamientos de los homínidos. No obstante, en este nuevo trabajo aporta un mayor conjunto de evidencias con las que sustentar su teoría, apoyándose en la información obtenida a través de diferentes disciplinas, desde la Paleontología y la Arqueología, pasando por la Primatología, los trabajos experimentales en Fisiología digestiva o la información procedente de la Etnografía. Un resumen de todo ello podemos encontrarle en un reciente artículo publicado por el autor junto con R. Carmody (Wrangham y Carmody, 2010). El libro se divide en ocho capítulos más una introducción y un epílogo a lo largo de los cuales el autor traza una atractiva línea argumental, donde el uso del fuego y su aplicación al cocinado de alimentos sirve como eje articulador, rastreando el cómo, el cuándo por primera vez y el por qué de este acontecimiento así como sus consecuencias. En el texto se propone que el control de este elemento y su uso para procesar los recursos alimenticios aportó importantísimas ventajas para el desarrollo de unos homínidos que hasta el momento habían dependido de un aprovisionamiento económico fundamentado en el consumo de vegetales y la ingesta de proteínas y grasas animales crudas. Dentro de todos estos beneficios, Wrangham considera especialmente importante uno de ellos y es que el cocinado permite aumentar la cantidad de

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energía que el cuerpo humano obtiene de la comida, ventaja que a su vez lleva asociada otras muchas y que estarían en la raíz de esa transición evolutiva hacia Homo ergaster/erectus (pág. 14). Para que se vea la importancia de ese cocinado, el capítulo 1 comienza repasando las implicaciones que tiene el ingerir comida cruda. Hay muchos tipos de recursos que pueden ser consumidos y asimilados por el organismo humano de esta forma, desde determinadas hortalizas y frutas hasta ciertas variedades de pescado. No obstante, el autor siguiendo las observaciones de grupos humanos que practican un consumo de alimentos en su versión cruda y los resultados obtenidos de trabajos dietéticos experimentales efectuados con animales en cautividad, muestra que, a diferencia del resto de miembros del reino animal, el ser humano, si dependiera exclusivamente del consumo de recursos crudos, se enfrentaría a serios problemas. En este sentido, destacan los problemas generados por una pobre adquisición energética como, por ejemplo, problemas de infertilidad con las consiguientes dificultades para la procreación, cuestión esencial no solo para las poblaciones actuales, sino también, y de forma especial, para los grupos formados por nuestros más remotos antepasados. A lo largo de los capítulos 2 y 3 Wrangham añade más argumentos en favor del cocinado de alimentos como paso clave en la evolución humana. Se centra especialmente en dos aspectos fundamentales; por un lado aborda la cuestión de lo costosa que es la digestión y cómo, precisamente, el hecho de someter al fuego y cocinar los alimentos redujo los inconvenientes de ese proceso. El cambio supuso notables ventajas para los seres humanos y, de nuevo, la idea de la consecución de un incremento energético sale a la luz. Por otro lado, siguiendo en esta línea argumental y teniendo presente que, como parece dejar claro el autor, el cocinado consigue incrementar la cantidad de energía que obtenemos de los alimentos, Wrangham nos habla de cómo la fisiología de los homínidos experimenta un cambio importante en el momento en que aquellos comienzan a valerse del fuego y a cocinar los alimentos. Destacan las espectaculares transformaciones del aparato digestivo que se reduce de forma sensible en los miembros del género Homo (tamaño de la boca, dentición, estómago, y especialmente intestinos). Los homínidos previos a Homo se hallaban habituados a consumir comida cruda y alimentos ricos en fibras y en ese aspecto se veían favorecidos por la posesión de unos aparatos digestivos adaptados a la asimilación de ese tipo de recursos. Ese tipo de estructura digestiva se caracterizaba por la existencia de tractos intestinales muy alargados capaces de asimilar, por ejemplo, la celulosa como sucede en los mamíferos estrictamente herbívoros. Wrangham considera que en el momento en que los humanos se

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valieron del fuego para procesar la comida de forma habitual la selección natural actuó, favoreciendo a los individuos con tubos digestivos más cortos, capaces de digerir mejor la comida cocinada. Esa reducción facilitó el incremento de la eficacia en el proceso digestivo y liberó a los homínidos de innecesarios costos metabólicos (pág. 44). Las consecuencias de la reducción del tracto intestinal fueron puestas de manifiesto a mediados de la década de 1990 en un trabajo de Leslie Aiello y Peter Wheeler (1995) que ha revisado y cita el propio Wrangham, mencionando datos interesantes como el de que, en comparación con los grandes primates, la reducción de ese órgano en los humanos ayuda a ahorrar como mínimo un 10% del gasto energético diario en un proceso tan vital como el digestivo y metabólico. Además, implica que se operen cambios en beneficio del incremento y complejización del tejido encefálico, el órgano más costoso de mantener, que aprovecha así funcionalmente la energía que se ahorra metabólicamente. A partir de esta idea el autor realiza en el capítulo 5 un entretenido repaso la dieta homínida, desde la emergencia de nuestro antepasado común hasta la actualidad, y la relación de ésta con el incremento en los valores cerebrales. Wrangham sugiere (pág. 127) que la paulatina introducción de mejoras en la calidad del cocinado de los alimentos favoreció que el volumen del cerebro de los homínidos fuera experimentado rangos sensibles de crecimiento gracias a que se fue logrando, a la vez, una mayor eficiencia en el proceso digestivo. Ahora bien, teniendo presente lo mencionado, ¿cuándo puede documentarse efectivamente el control del fuego y su uso para el cocinado de la comida? A tratar de responder a esta difícil cuestión dedica el autor el capítulo 4. Como mencionamos anteriormente para Wrangham queda claro este evento se produce con Homo ergaster/erectus y para defender su teoría se vale de dos argumentos trascendentales. El primero de ellos lo hemos comentado, la transformación en las estructuras físicas de los homínidos relacionados con la dieta, siendo evidentes, en comparación con los homínidos precedentes, en Homo ergaster/ erectus determinados cambios, como la reducción en la dentición que se adapta al consumo de dietas más blandas y más fáciles de procesar y las alteraciones en las estructuras del tronco que evidencian una reducción del tamaño del aparato digestivo en su conjunto. El otro de los argumentos se relaciona también con cambios en el físico de los homínidos, pero también de comportamiento; en ese sentido el autor reflexiona sobre la perdida de la capacidad de trepar a los árboles de forma habitual de nuestros antepasados y el hábito de vivir de forma permanente en el suelo, cuestión que el autor no concibe sin el dominio del fuego que habría servido como elemento vital de seguridad frente a los depredadores. De este modo, si Nivel Cero 12 2010

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quisiéramos poner fecha al momento del uso de este elemento para el cocinado de forma sostenida, según lo establecido por Richard Wrangham, deberíamos irnos a hace 1·8 m.a. momento de aparición en el registro fósil de Homo ergaster/erectus; los primeros ejercicios de someter al fuego los alimentos habrían sido llevados de forma ocasional, a partir del uso del fuego como elemento protector, de aprovisionamiento de luz por la noche y para calentarse, por algún grupo de habilinos que habría dado lugar a posteriori al tipo de fisonomía característica de los ergaster/erectus (páginas 191-194). Junto a estas cuestiones, el autor también nos ofrece algunas interesantes reflexiones a propósito de cómo el control y uso del fuego influyó en los cambios del comportamiento humano a lo largo de su tránsito evolutivo. Así, en el capítulo 8 propone, por ejemplo, que el control de este elemento y la reunión de los grupos humanos en torno a los festines cocinados habría permitido incrementar la capacidad de comunicación entre los individuos, conllevando actitudes mucho más flexibles basadas en la empatía, comprensión y tolerancia, favorecidas por la proximidad y cercanía de los comensales que compartían la comida. Igualmente, Wrangham también considera que el cocinado hizo posible que se establecieran relaciones de pareja (capítulo 7), que surgiera uno de los rasgos más característicos de la sociedad humana como es la división sexual del trabajo (capítulo 6, pág. 130) y a un fenómeno cultural como es la vulnerabilidad femenina frente a la autoridad masculina. Su argumento se basa en el hecho de que poder consumir alimentos tratados y reblandecidos con el fuego permitió a nuestros antepasados reducir el tiempo de masticado invertido en procesar la comida cruda. El tiempo extra ganado se invierte entonces en actividades productivas, como la caza, realizadas por los miembros masculinos de los grupos que complementarían la economía de la pareja en las primeras formaciones sociales, mientras los individuos femeninos recolectarían y cocinarían para complementar y garantizar el aporte energético necesario a los cazadores al final del día en el caso de que la caza hubiera sido infructuosa. Con el paso del tiempo, como el propio autor señala, el cocinado de alimentos conllevó elevados beneficios nutricionales pero para la mujer supuso una mayor indefensión frente a la autoridad masculina. En un primer momento las mujeres se vieron favorecidas pues vieron reducido el tiempo necesario para alimentar a su descendencia, pero a la larga, culturalmente, se vieron inmersas en una espiral de servidumbre frente al dominio masculino. Como el autor señala (página 177): “El cocinado creó y perpetuó un novedoso sistema de superioridad cultural masculina. No es un bonito retrato”. Wrangham finaliza el libro con un epilogo en el que Nivel Cero 12 2010

reflexiona sobre la necesidad de modificar ciertos aspectos de la conducta alimenticia actual que evite debacles tan preocupantes como el fenómeno creciente de la obesidad y los problemas metabólicos que lleva asociados, abogando por una flexibilidad en la dieta. El trabajo reseñado nos parece ciertamente interesante, no solo por la sugerente propuesta en relación con el uso del fuego sino también porque el autor no regatea en poner ejemplos y argumentos de peso que sustenten sus propuestas. Constantemente nos está refiriendo a investigaciones y referencias historiográficas que apoyan tanto la validez de su idea como la calidad del libro (estudios etnográficos sobre diferentes sociedades de cazadores-recolectores actuales, evidencias arqueológicas, menciones a trabajos experimentales con dietas sobre primates, referencias historiográficas a propósito de experiencias sobre dietas particulares, datos sobre porcentajes y valores nutricionales de diferentes alimentos procesados con fuego o sin él, observación de hábitos alimenticios y de comportamiento en sociedades humanas y primates…). No obstante, podríamos poner algunas objeciones. Por ejemplo, no nos llega a quedar claro, ya que en el libro no se presta mucha atención al enfatizarse en la trascendencia de la carne, la importancia que podría haber tenido el consumo y cocinado de recursos acuáticos en aspectos como la evolución del tracto digestivo o del incremento cerebral de los homínidos. Recientes trabajos ratifican el hecho de que homínidos anteriores a la aparición de Homo ergaster/erectus consumían una amplia variedad de productos que incluía alimentos terrestres y acuáticos, como se aprecia en Koobi Fora, en el área del lago Turkana (Braun et alii, 2010); también se sabe que los recursos (peces, moluscos y crustáceos) de los medios acuáticos del este de África son muy ricos en grasas poliinsaturadas de cadena larga muy similares a los que componen el cerebro humano (Campillo, 2004: 146, 153). Se aprecia también algún exceso, como el de comparar de forma radical los hábitos alimenticios de los chimpancés con los de Homo habilis. Si bien es cierto y sabido que los chimpancés cazan y de tal actividad obtienen cierta compensación energética hay que tener en cuenta que las actividades cinegéticas de Homo habilis y de los chimpancés muy probablemente habrían tenido objetivos diferentes. Mientras que para los primeros debió de ser una parte esencial de su modo de subsistencia con las consiguientes implicaciones socioculturales, para los segundos podría ser más una actividad con un alto componente social y reproductivo con el consiguiente aporte energético y alimenticio (ver sobre este tema Pickering y Dominguez-Rodrigo, 2010; Bearzi y Stanford, 2010). Por otro lado el autor sostiene cuestiones que nos parecen esenciales, pero que no por ello dejan de ser discutibles. Así, su trabajo no entra en contradicción

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con la propuesta de que el consumo de proteínas y grasas animales fue fundamental en el arranque del género Homo, es más, él con su teoría del cocinado reconoce esa importancia que estaría en la raíz de importantes cambios físicos. No obstante, independientemente de que pudiera haber surgido el uso del fuego para el cocinado en las fechas que él propone, los cambios somáticos en los homínidos ya parecían haberse empezado a producir antes de la emergencia de Homo ergaster/ erectus con el consumo por parte de los habilinos de importantes aportes de proteína animal. Por ejemplo en las características dentales. Se ha hablado siempre de la megadoncia de Homo rudolfensis, en coherencia con ello, como señalan McHenry y Coffing (2000: 136), la medida del área de su dentición poscanina refleja unos valores de 572 mm2 lo que coincidiría con el reconocimiento de un tamaño dental considerable. Por el contrario, si atendemos a su cociente de megadoncia éste es de 1.5 lo que indica que a pesar de que Homo rudolfensis pudiera haber heredado una elevada megadoncia, comparándolo con el tamaño del cuerpo, su cociente es similar al de Homo ergaster/erectus. Igualmente, los mismos autores sostienen que con Homo habilis se hace ya patente una reducción del tamaño absoluto del sistema masticatorio, aparte de que es a este taxón a quien de forma conservadora se le atribuye la autoría de las primeras herramientas de piedra y su uso para el procesado de recursos animales entre otros. Por ello vincular radicalmente los cambios somáticos de los homínidos al consumo de carne cocinada parece una cuestión que quizás hay que revisar con más detalle. En otro orden de cosas, una de las cuestiones que el trabajo de Wrangham asume, no solo en este libro sino también en los artículos citados sobre el particular, es el hecho de que biológicamente los seres humanos estamos adaptados al consumo de dietas que incluyen alimentos cocinados. Líneas de investigación recientes, llevadas a cabo por profesionales en medicina ponen en duda esta cuestión argumentando y dejando claro que nuestras enzimas digestivas no han conseguido adaptarse a esta circunstancia. En este sentido, el conocido médico Jean Seignalet sostiene que el calor produce en los alimentos una

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serie de alteraciones y cambios moleculares; destaca en este sentido, y por poner un ejemplo, la presencia de las moléculas de Maillard (ver pp. 50-51) que aparecen sobre un producto cuando se le somete a altas temperaturas. Se sabe muy poco sobre ellas y existen muchas sospechas de su peligrosidad para el organismo cuando traspasan la barrera intestinal (Seignalet, 2004). Finalmente hay que decir que son muy interesantes las apreciaciones que realiza para justificar su idea de que el comienzo del control sostenido del fuego y el cocinado se efectuó por Homo ergaster/erectus. No obstante, el propio autor reconoce que no es fácil precisar cuando comienza el control del mismo y su uso para la cocina. En evolución humana es aventurado hacer apreciaciones categóricas sobre cuándo se produjo tal o cual evento evolutivo, máxime cuando se está hablando de cuestiones que conllevan asociados hábitos y conductas sociales y cuya evidencia en el registro fósil a menudo pasa muy desapercibida por la ausencia de restos. Los comienzos del género Homo es un tema que, como hemos dicho, es muy controvertido y discutido en Paleoantropología y Arqueología. Proponer un elemento único como motor para ese importante tránsito evolutivo es arriesgado. Desde nuestro punto de vista, el control y uso del fuego es una parte más de la capacidad de innovar de los homínidos que se hace particularmente evidente en un periodo que arranca, como mínimo, hace 2.6 m.a. (Gómez Castanedo, 2007). El fuego, como propone Wrangham, podría haber sido un elemento importante, pero también lo habrían sido, por ejemplo, la capacidad de fabricar herramientas de piedra para el procesado de las carcasas animales y otros recursos, los cambios en las tendencias cinegéticas, la mayor tendencia a la organización social y el establecimiento de lazos de cooperación y solidaridad, además de variadas transformaciones psicosomáticas. Es decir, una serie de procesos que se retroalimentan unos a otros y que son fruto de nuevas formas de enfrentarse por parte de los homínidos, fundamentalmente gracias a su capacidad innovadora, a los retos que propone el entorno que les rodea en ese momento.

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