EL HOMBRE UN DIOS CREADO

EL HOMBRE “UN DIOS CREADO” MODESTO GARCÍA GRIMALDOS, OSA “Entonces me dirigí a todas las cosas que rodean las puertas de mi carne: ‘Habladme de mi Dio
Author:  Sergio Ponce Parra

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EL HOMBRE “UN DIOS CREADO” MODESTO GARCÍA GRIMALDOS, OSA “Entonces me dirigí a todas las cosas que rodean las puertas de mi carne: ‘Habladme de mi Dios, ya que vosotras no lo sois. Decidme algo de él’. Y me gritaron con voz poderosa: ‘Él es quien nos hizo’. Mi pregunta era mi mirada; su respuesta era su belleza” (Confesiones 10, 6,9). Desde el paraíso, el hombre no disimuló su pretensión de proclamarse dios (Génesis 3,5), dueño de todo. Y no le faltaban motivos, pues podía entender e imponer su dominio como ningún otro ser de este mundo. La tentación más característica de quien juega a ser Dios, es prescindir de Dios. “Por otra parte, el hombre moderno, con su psicología de diosecillo, está radicalmente incapacitado para aceptar los límites humanos. En donde esto se ve más claramente es en su actitud ante la muerte. Evidentemente, el descubrimiento por el hombre de que su fin está cerca ha sido siempre un momento desagradable; pero, mientras los hombres medievales aprendían a superarlo y asumían serenamente la muerte, los hombres modernos han hecho de ella un tema tabú que no son capaces siquiera de mencionar” (LUIS GONZÁLEZ-CARVAJAL, Ideas y creencias del hombre actual, Ed. Sal Terrae, Santander 1991, p. 123). En nuestros días, el progreso de la ciencia y de la técnica ha abierto al hombre horizontes insospechados hacia la inmensidad del universo y en el misterio de la vida, a cuyas claves puede acceder. Para algunos, todo el hombre se reduce a su corporeidad. Pero entonces se le considera una parte del universo que, necesariamente, ha de ser eterno. La alternativa es suponer una dimensión espiritual en el ser humano que no se reduce a la materia, que lo singulariza aún más que su ADN y que procede de un ser espiritual. Manifestación del espíritu es toda forma de cultura, de arte, de religión... El hombre barrunta la existencia de un Creador a quien debe someterse ordenando su libertad. La religión cristiana lo sumerge en el seno del misterio del amor de Dios. Dieciséis siglos después, la palabra de san Agustín sigue iluminando al hombre de hoy. En este cuaderno, ofrecemos la síntesis del pensamiento antropológico de san Agustín. Su título: “El hombre, ‘un dios creado’ ”, sugiere la dimensión natural y sobrenatural del ser humano, al que Dios, en su eterno consejo, decidió acoger en su seno como un ser distinto de Él; en la naturaleza humana plasmó su imagen, y, por gracia, lo convirtió en su hijo; lo hizo capaz de Dios y aspirante al infinito. EL HOMBRE EN EL MUNDO Aunque san Agustín adopte la definición clásica, “El hombre es un animal racional mortal” (El orden 2,11, 31), el ser humano es para él, primordialmente, el sujeto llamado por Dios a la salvación.  

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El hombre se le presenta con evidencia como un ser de este mundo (Contra los académicos 3,11, 24-26). San Agustín encuentra sencillamente admirable que el Ser Supremo, necesario e inmutable, – de su plenitud, aunque no de su sustancia – hiciera aflorar de la nada el ser participado de la criatura, contingente y mudable; que el Eterno diera curso al tiempo por un océano sin orillas. Él es, por tanto, el único verdadero ser, autosuficiente y plenamente feliz. Por eso la obra de la creación surgió del exclusivo genio de Dios y de su libérrima voluntad de crear una realidad distinta de Él, como el desbordamiento de la plenitud de su bondad (Confesiones 13, 2,2). Le parece lógico pensar que, hasta la aparición del universo, el ser se identificaba con el bien y era impenetrable para el mal, pues el mal era la nada impotente. Pero la obra de la creación – obra buena de un ser bueno –, por proceder de la nada, ofrecía flancos expuestos al acoso del mal, en forma de defecto natural – por su incapacidad para afianzarse en el ser – o de falta moral por el libre albedrío (La ciudad de Dios. 11, 21-22). No considera que el cosmos haya sido el producto de una divina ocurrencia – pues Dios es inmutable –, sino la exacta realización del designio eterno de su voluntad, en el momento oportuno, que supuso el comienzo del tiempo. Y puesto que todo lo que tiene principio está abocado al fin, así también este mundo tendrá un final. La fe en la creación da lugar a una representación de universo lineal, abierto, frente al modelo de universo cíclico del pensamiento antiguo, que propiciaba el eterno retorno de lo mismo y la negación de la libertad. El universo abierto es el escenario requerido para el desarrollo de la historia. Con la creación comienza el tiempo de Dios o la historia sagrada (Confesiones 11, 11,13; La ciudad de Dios 12, 16). Puesto que sólo podían emerger de la nada seres que observaran alguna semejanza con el Ser necesario – pues no es posible otra forma distinta de ser –, Agustín entiende que todos los seres creados guardan cierta analogía con el único verdadero ser. Superado el panmaterialismo maniqueo de su juventud, concibió a Dios como un ser espiritual y simple. No obstante, afirma que Dios creó dos clases de seres: unos espirituales y otros materiales, y, en medio, un ser que participa de ambas naturalezas, el hombre, corpóreoespiritual: “Acto seguido me dirigí a mí mismo y me pregunté: ‘¿Y tú, quién eres?’ Yo contesté: ‘Un hombre’. Aquí me tienes equipado de un cuerpo y un alma, el uno exterior, la otra interior” (Confesiones 10, 6,9). Ni que decir tiene que todo lo que procede de Dios participa de su bondad, incluida la materia; pero juzga que los seres materiales reflejan borrosamente la semejanza divina, al modo como una sombra representa la figura que la proyecta (Soliloquios 1, 15,27-29; 2, 18,32). La más viva semejanza de Dios la sitúa en el mundo de los espíritus: los espíritus puros son más semejantes a Dios que los espíritus encarnados; y, en el hombre, la verdadera semejanza con respecto a Dios, la residencia en su alma racional: “Que el hombre fue hecho a imagen de Dios se entiende del hombre interior, en el que tiene su sede la razón y la inteligencia” (Comentario al Génesis en réplica a los maniqueos 1, 17,28). PARA EL DIÁLOGO •Compatilibilidad del tiempo y la eternidad. ¿Por qué existe el ser en vez

 

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del no ser? •Límites del acoso del mal al bien. ¿Qué margen deja a la libertad el proyecto divino? •Si el Ser Supremo es espiritual, ¿por qué hizo seres materiales? EL HOMBRE, UN SER CORPÓREO-ESPIRITUAL Con la misma evidencia con que admite que el hombre es un ser en el mundo, reconoce también que es un ser corpóreo viviente, modelado de la tierra, y perteneciente al reino animal: participa de la materia inerte, de la vida vegetativa y de la sensibilidad de los animales (El libre albedrío 1, 7,16; La ciudad de Dios 5, 11). Detecta en el cuerpo humano un sustrato de tierra que es común a todos los cuerpos terrestres. Pero, configurado por el alma individual, la porción de barro que lo amasa se convierte en carne humana viva, sustancialmente unida a su alma para constituir un hombre, en el cual, no sólo el alma, sino una determinada porción de materia le es inherente: “Aunque la carne ha sido hecha de tierra, no por ello es tierra” (La ciudad de Dios 13, 3). De ahí deduce que los organismos humanos no puedan apropiarse de la materia que pertenece a otro ser humano, por ejemplo en el caso de canibalismo; y que, en la resurrección de los muertos, deben ser reconstituidos con toda la materia que les es propia o les corresponde conforme al desarrollo de su edad adulta: “La carne le será devuelta al hombre en que primero comenzó a ser carne humana, puesto que el otro la tenía como prestada, y, como un dinero ajeno, debe retornar a aquel de quien se tomó” (La ciudad de Dios 22, 20,2). En consonancia con el concepto comúnmente admitido de cuerpo, como “una naturaleza dotada de longitud, latitud y altura, que ocupa un lugar en el espacio” (Comentario literal al Génesis 7, 21,27), Agustín atribuye al cuerpo humano como propiedad sustancial el ocupar un lugar en el espacio, hasta el punto de afirmar que no prescindirán de ella los cuerpos espirituales de la resurrección. Por eso concluye que Cristo, en cuanto hombre, está tan sólo en el cielo. Esto requiere una explicación por su parte acerca de cómo se encuentra presente en la Eucaristía (Carta 187, 3,10). Observa que, por su cuerpo, el hombre se asemeja a los animales, aunque muchos lo superan por su agilidad o fuerza, la agudeza de sus sentidos o sus habilidades. Pero, aun en el mismo cuerpo, descuella por la posición erguida – signo de su trascendencia, que le indica adónde se encuentra su meta – y sus habilidades para la escritura, el habla, la sonrisa..., que lo denotan como instrumento del alma racional. Se diría – comenta admirado san Agustín – que, al hacer el cuerpo humano, Dios tuvo más en cuenta la dignidad que la utilidad. Relativiza, no obstante, el valor de la vida en la carne mortal, expuesta a graves sufrimientos, y la dignidad del cuerpo terrestre, que supedita a la del espíritu (Comentario literal al Génesis 6, 12,22; La ciudad de Dios 22, 24,4). Agustín contempla en el cuerpo humano la distinción de los sexos masculino y femenino: iguales en dignidad, aunque, por prioridad cronológica y causal (puesto que, según el relato bíblico, la mujer fue hecha del varón), concede al varón una primacía, que ha de tener su plasmación en el orden social, según el cual, la esposa debe permanecer sumisa al marido. A pesar de  

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lo cual, su imagen de la mujer es positiva, aunque moldeada por la mentalidad patriarcal bíblica y la cultura reinante en el momento (La ciudad de Dios 14, 22; Comentario literal al Génesis (incompleto) 3,6; Comentario al Génesis en réplica a los maniqueos 2, 28,42). Concibe la bisexualidad como ordenada en el plan de Dios a la comunidad conyugal, que Agustín justifica por sí misma, como en el caso del matrimonio contraído por esposos de edad avanzada, aun a sabiendas de su infecundidad, o en el de probada esterilidad de uno de ellos. Sin embargo, insiste en que la sociedad conyugal no puede disociarse de la generación de la prole, que ha de admitirse al menos implícitamente: “El primer vínculo natural de unión de la sociedad humana es el del varón y la mujer... La conexión de tal sociedad tiene su consecuencia en los hijos, que son el único fruto honesto, no de la unión del varón y la mujer, sino de su relación sexual. Ya que podría darse otro tipo de unión amistosa y fraterna entre ellos, sin el trato sexual” (La bondad del matrimonio 1). Pero, además de la realidad corporal, Agustín aprecia en el hombre una dimensión interior, espiritual, proveniente del soplo divino, que le insufló un principio de vida. Concibe el espíritu vital del hombre como criatura de Dios, no emanada de su misma sustancia, lo que lo haría igual a Dios; simple en su estructura y, por ello, inmortal por naturaleza, pues no puede descomponerse; mudable, ya que puede ser más o menos sabia, buena o feliz, y, por tanto, no absolutamente simple, ni inmortal por esencia – algo que es exclusivo de Dios –, sino como don divino: “Evidentemente, la naturaleza del alma no es simple, sino múltiple. Nada simple es mudable; pero toda criatura es mudable” (La Trinidad 6, 6,8). Entiende que el alma humana es una sola, aunque realice a la vez la función de dotar al hombre de la sensibilidad del animal y la racionalidad, adaptándolo al mundo terreno, que puede conocer y transformar, y conectándolo con el mundo celeste, del que recibe luz para interpretar la realidad y orientación para su propio gobierno y destino; también lo capacita para tomar decisiones libres (Las dos almas del hombre 19; Ochenta y tres cuestiones diversas 7). No considera que el espíritu del hombre sea un espíritu puro, apto para subsistir por sí mismo, como el de los ángeles, que habría sido insuflado en un cuerpo animal, accesorio, sino un espíritu destinado por naturaleza a unirse a un cuerpo, al que constituye en su ser individual, lo configura, vivifica y preserva de la corrupción. Ni antes de su unión con el cuerpo existe en su propia naturaleza (Comentario literal al Génesis 7, 25-27) – por eso rechaza la preexistencia de las almas – , ni después de su separación del cuerpo, tras la muerte, subsiste con autonomía, sino en condición precaria, necesitada de la recuperación de su cuerpo (La ciudad de Dios 13, 19-20; Comentario literal al Génesis 12, 35,68). Por eso se puede deducir de la antropología de san Agustín, que el alma inmortal postula la persistencia del cuerpo, toda vez que la identidad del hombre resulta de la unión de una determinada alma con su cuerpo, no con cualquier cuerpo. La unión del alma y el cuerpo para constituir al hombre, la estima natural y, por tanto, buena; la encuentra tan asombrosa que se atreve a decir que le resulta más misteriosa que la unión del Verbo con el hombre para formar a Cristo, pues, en este caso, se unen dos sustancias espirituales, mientras que alma y cuerpo son de sustancia heterogénea: espiritual y material: “Resulta

 

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mucho más difícil creer que el espíritu se mezcle con la carne que lo haga Dios con el hombre; y, sin embargo, ningún hombre sería hombre, si el espíritu del hombre no se mezclara con el cuerpo humano” (Sermón 218C,3). No obstante, aprecia el alma y el cuerpo como los elementos constitutivos de la única realidad sustancial del hombre, dotada de una vertiente interior y otra exterior, que define como “una sustancia racional, que consta de alma y cuerpo” (La Trinidad 15, 7,11). Para san Agustín, el hombre no es sólo alma, como para los platónicos, sino una sustancia compuesta de las sustancias incompletas de alma y cuerpo, que tan solo en la mutua unión adquieren su cabal naturaleza. PARA EL DIÁLOGO •El hombre como unidad y dualidad. ¿Los valores humanos son puramente espirituales? •¿Qué tipo de relación debe mantener el hombre con el mundo (ecología)? •Razón y significado de la bisexualidad humana: matrimonio, procreación y homosexualidad. EL HOMBRE AUTORREALIZADO Su componente espiritual sitúa al hombre – a juicio de san Agustín – en posición preeminente sobre los seres de este mundo y lo hace apto, no sólo para subsistir con éxito en el mundo, sino para enfrentarse al mundo, y aun a sí mismo – por la reflexión –, y plantearse preguntas últimas: sobre el origen, esencia y fin de la realidad, que lo mantienen en incesante búsqueda. Percibe en él un afán indeclinable por conocer la verdad, que se muestra fugazmente en las cosas mudables, pero que puede aprehender gracias a la configuración de su mente, apta para rastrearla en las criaturas y elevarse, a partir de ellas, a las verdades inmutables y eternas. Su endeble contingencia la remite indefectiblemente al foco de la Verdad, de la que ella percibe un reflejo. La mente del hombre no es la Verdad, sino que juzga según la Verdad: “Ante la sugerencia de aquellos escritos que me intimaban el retorno a mí mismo, penetré en mi intimidad, siendo tú mi guía. Fui capaz de hacerlo, porque tú me prestaste asistencia. Entré y vi con el ojo de mi alma, tal cual es, sobre el ojo mismo de mi alma, sobre mi inteligencia, una luz inmutable. No esta luz vulgar y visible a toda carne ni algo por el estilo... Tampoco se hallaba sobre mi mente como el aceite nada sobre el agua, ni como está el cielo sobre la tierra. Estaba encima de mí, por ser creadora mía, y yo estaba debajo por ser hechura suya. Quien conoce la verdad, la conoce, y quien la conoce, conoce la eternidad“ (Confesiones 7, 10,16). Su capacidad para conocer la verdad hace sabio al hombre, aunque – puntualiza san Agustín – la sabiduría sola no basta para hacerlo mejor que los animales, sino que, para ello, precisa de la virtud, que lo hace bueno (El libre albedrío 1, 8,18; La Trinidad 8, 3,4). Ontológicamente, el hombre no sólo es bueno, sino la mejor de las criaturas de este mundo, por la inteligencia y la voluntad, facultades del alma racional: en la voluntad ilustrada por la  

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inteligencia reside la capacidad de autodeterminarse en libertad, facultad divina que el hombre posee según un modo humano. En Dios se impone con libertad el Ser necesariamente Verdadero, Bueno, Bello y Feliz, pues nada ni nadie está por encima de Él. En cambio, el hombre, “un dios creado”, es decir, una criatura con vocación de Dios, debía asumir y forjar responsablemente su bondad natural – que integra todas las perfecciones del ser –, enriqueciéndola como bondad moral o virtud, que es “orden en el amor”; es decir, adhiriéndose libremente a la perfección del Ser, por la obediencia. En la contribución del hombre al perfeccionamiento de su ser pone Agustín la razón del mandamiento divino (Confesiones 13, 16,19; Naturaleza del bien 35; Comentario literal al Génesis 8, 6,12; La ciudad de Dios 14, 12). Para ello, explica que Dios lo dotó de libre albedrío que lo libera de la corriente de las causas necesarias y lo deja en manos de su voluntad, por la que puede disponer de sí mismo con el riesgo de desviación, a pesar de lo cual subraya Agustín que el libre albedrío es un bien en sí. Dos son las opciones fundamentales hacia las que la voluntad del hombre puede orientar su amor: hacia Dios, para gozar de Él por sí mismo y de sí y del prójimo por Dios, según el orden justo; o hacia el hombre, inclinado a gozar de sí, del prójimo y de las cosas corporales al margen de Dios, suplantando a Dios: “Dos amores han dado origen a dos ciudades: el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios, la terrena; y el amor de Dios hasta el desprecio de sí, la celestial. La primera se gloría en sí misma; la segunda se gloría en el Señor” (La ciudad de Dios 14, 28). La primera opción se ajusta al plan divino y representa para el hombre el logro de su íntimo deseo: ser como Dios; la segunda acarrea un desbarajuste en la relación del hombre con el Creador, consigo mismo y con el mundo, y conlleva la frustración de su deseo. Si el hombre ejercita responsablemente su libre albedrío y ordena rectamente su amor, se hará moralmente bueno, conforme a la voluntad de Dios, y de la plenitud del ser rebosará su felicidad. Siente Agustín, en lo más íntimo de su humanidad, el anhelo irrenunciable de felicidad que es inherente a todo hombre, y que sólo puede colmar por la satisfacción de todos sus deseos, tanto corporales como espirituales. Pero, por la desigual calidad de sus elementos, está convencido de que el orden justo requiere que el hombre se rija conforme a lo más noble que hay en él, su alma racional, subordinando las apetencias corporales a las espirituales, lo cual no se logrará sin lucha, pues, en la situación actual, la carne y el espíritu se enfrentan entre sí. Y, aun la misma alma se conduce desordenadamente cuando se constituye en instancia absoluta, pues su forma, es decir, su ser auténtico, es la sabiduría, que procede de lo alto. De este modo, la verdadera sabiduría, inseparable de la virtud, lleva a la auténtica felicidad. El hombre es un anhelo de infinito que nada creado puede saciar, excepto Dios (La ciudad de Dios 19, 14). Pero en Adán, el hombre desobedeció el mandamiento divino y desaprovechó la oportunidad de hacerse impecable e inmortal, como Dios y, en cambio, se convirtió en mortal como los animales. El pecado supuso la ruptura de la relación prometedora del hombre con Dios, vida de su alma, por lo que ésta perdió la prerrogativa de comunicar su inmortalidad al cuerpo; ocasionó también la deformación de la imagen divina en el hombre, que quedó irreconocible como “dios creado” e inhabilitado para acceder a la intimidad divina, y, como consecuencia, acarreó la inexorable frustración de toda su

 

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existencia. Quiso ser conocedor del bien y del mal’ (Génesis 3,5), y experimentó en sus carnes el poder del mal, pues nada es tan malo y hace tan infeliz al hombre como el estar alejado de Dios: “Sólo sé una cosa: que me va mal lejos de ti, y no sólo fuera de mí, sino incluso en mí mismo. Y que toda riqueza que no es mi Dios es pobreza” (Confesiones 13, 8,9). La ofuscación lo desvió de su fin último; la rebeldía de su carne le atrajo la turbación interior; el egoísmo lo lanzó a la confrontación con el prójimo; la debilidad lo inclinó a las criaturas y se vio abocado a saciar su sed de felicidad en los charcos de los placeres terrenales. Esta inclinación lo lleva a la dispersión en las cosas y produce la fragmentación de la imagen de Dios, que ha de recomponer por el recogimiento interior, punto de partida para la unificación de la vida en Dios. Para san Agustín, la principal gloria del hombre es la de haber sido formado según la Imagen y Semejanza perfecta de Dios, es decir, el Hijo de Dios, que imprimió en el alma humana la imagen del Dios uno en esencia y trino en personas: de modo semejante, la mente del hombre es una sola sustancia, dotada de las facultades de memoria, inteligencia y voluntad, por las que se hace presente a sí misma, se conoce y se ama. La diferencia entre uno y otro estriba en que la única esencia de Dios se despliega en tres personas distintas: Padre, Hijo y Espíritu Santo, en tanto que el hombre es trinidad de una sola persona (Comentario literal al Génesis (incompleto) 16,61; La ciudad de Dios 11, 26; La Trinidad 15, 7,12; 15, 23,43). Nos parece interesante la aportación que hace san Agustín a la antropología, desde la teología, al perfilar su comprensión del hombre como ser personal. Pues lo que diferencia las personas divinas no reside en la esencia, sino en la relación recíproca, es decir, lo que cada una representa para las otras: paternidad, filiación, espiración (amor). En consecuencia, el ser personal del hombre es atribuible al individuo, no a la naturaleza, y se basa en una relación no circunstancial – con Dios o los otros hombres –, sino absoluta y constitutiva, como sólo Dios puede otorgar: “Cada individuo humano... es una persona, e imagen de la Trinidad en la mente” (La Trinidad 15, 7,11). Creemos que, de la idea agustiniana de persona, se desprende que el hombre es persona por concesión divina, desde el momento en que Dios lo considera su interlocutor, como un “tú” frente a Él. Es el preámbulo de la invitación graciosa de Dios a que el hombre entre en su intimidad, como hijo, en el Hijo. Por ello, el individuo humano deja de ser un número, un eslabón, en la cadena de la especie humana, como sucede en las demás especies, para convertirse en un ser único, irrepetible e insustituible, un fin en sí, convicción que sólo encuentra un suelo firme en la fe religiosa. Pues, ¿por qué otro argumento habría de merecer tal consideración irrevocable un ser humano? De aquí deducimos que lo que convierte al hombre en sagrado e inviolable no es la vida humana biológica, que la recibe y la debe a la sociedad humana, sino que es su condición de persona la que lo hace merecedor del más sagrado respeto, porque su fundamento descansa en Dios mismo. Estimamos que condensa bien la idea que Agustín tiene del hombre la escueta definición de éste como “un dios creado”, por la imagen divina que representa, su capacidad para conocer la verdad absoluta y su ansia insaciable de bien: “Nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti” (Confesiones 1,1,1). Una criatura terrestre corpóreo-espiritual, con capacidades abismales y aspiraciones sublimes; un ser

 

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situado en el centro de las cosas: partícipe del espíritu y de la materia; señor del mundo, pero subordinado a Dios; dios por vocación, pero conseguido como don. PARA EL DIÁLOGO •¿Cuándo sentirá el hombre saciado su deseo de verdad? •¿En qué se basa la imagen y semejanza de Dios en el hombre? •¿Cómo fundamentaría un no creyente la dignidad personal del hombre? ESTIRPE DIVINA DEL HOMBRE Si grande es el prestigio del hombre como imagen del Creador, inimaginable es su grandeza como hijo de Dios, partícipe de la naturaleza divina. Por su cuerpo, Dios lo situó en este mundo terreno, pero por su espíritu lo orientó hacia el cielo (morada del Altísimo), cuyas puertas sólo se le franquearían por invitación divina. La naturaleza era tan sólo la base del templo sobrenatural de la gracia, destinado a la gloria de Dios. Para san Agustín, el fin último del hombre puede cifrarse en el logro de la plena felicidad, en comunión con su Señor, que lo trasciende infinitamente; la paz permanente y suprema, hacia la que lo impulsa el peso del amor infundido por el Espíritu Santo: “Mi amor es mi peso; él me lleva adonde soy llevado. Es tu Don el que nos enciende y nos lleva hacia lo alto; nos enardecemos y avanzamos.” (Confesiones 13, 9,10). Dios se basta a sí mismo para ser feliz, pero el hombre únicamente puede conseguir la dicha suprema como don, por participación de la felicidad de Dios. Lo cual no quiere decir que el hombre utilice a Dios como medio para su felicidad, sino que así como de Él ha recibido el ser, y, de su adhesión libre a Él espera la perfección de su ser, así también la felicidad del hombre brota de la comunión con Dios: “Para la criatura racional no hay bien posible que la haga feliz más que Dios” (La ciudad de Dios 12, 1,2). En dar alcance a esta meta, le va el éxito de su existencia, la propia salvación, por cuanto que el fin del hombre es único, de carácter sobrenatural. Y puesto que la felicidad plena requiere la certeza de no perderla, sólo podrá ser perfecta en la vida futura, tras la resurrección. En orden a hacer factible la vocación celeste del hombre, requiere san Agustín una capacitación intrínseca de su ser. Por eso Dios lo hizo partícipe de su naturaleza divina por gracia, porque “los dioses creados no son dioses por su verdad, son dioses por la participación del verdadero Dios” (La ciudad de Dios 14, 13,2). Hecho el hombre en su naturaleza a imagen del Hijo, fue adoptado por Dios como hijo y vivificado con la vida de Cristo, modelo de su transformación sobrenatural en hijo de Dios. Así como Dios predestinó al hombre Jesús para que se convirtiera, por pura gracia, en Hijo de Dios, por su unión con la persona del Verbo, Unigénito del Padre, así predestinó inmerecidamente a los hombres a convertirse en hijos adoptivos de Dios. No lo son por nacimiento, sino por su incorporación a Cristo. Éste es Dios verdadero que, al unirse al hijo de María, se convierte paradójicamente en un Dios creado, sin mengua alguna de su divinidad, pero asumiendo una verdadera humanidad, por la que se juntan en Él, Creador y criatura. El hombre, convertido por gracia  

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en hijo adoptivo de Dios, fue elevado a la condición divina sin eclipsar su humanidad, constituido en criatura divina (La corrección y la gracia 11,30; La predestinación de los santos 15,30-31; 18,37). La nueva vida sobrenatural del hombre, comportaba un estilo de vida divino, en la obediencia de la fe, vida que es don del Espíritu Santo al hombre. Dios le impuso el mandamiento – signo de su soberanía – para que, cumpliéndolo, se salvara: en coherencia con su posición media, debía obedecer a su Señor y regir a todo lo que le es inferior; obedeciendo a Dios, administraría sin codicia las criaturas que Dios puso a su disposición; y, asumiendo su condición de criatura, había de perfeccionarse. Para ello, contaba con la ayuda de Dios, el cual da lo que manda cuando ayuda a cumplirlo. Incluso el hombre inocente necesitaba la gracia para permanecer en comunión con el Creador y lograr la bienaventuranza, pues el libre albedrío, por sí solo, es insuficiente para obrar el bien que produce el fruto de la vida eterna: “El libre albedrío basta por sí mismo para obrar el mal, pero es insuficiente para obrar el bien si no lo auxilia la bondad del Omnipotente” (La corrección y la gracia 11,31). Pero, llevado de la soberbia, Adán desobedeció el mandamiento divino, reivindicando su propia autonomía, a imitación del diablo; rechazó la soberanía divina y pretendió igualarse a Dios, arrebatando lo que había de recibir como don. Como consecuencia del pecado – señala Agustín –, el hombre se separó de Dios, perdió la vida divina de la gracia e incurrió en la muerte, en el sentido pleno que alcanzará en la muerte segunda y definitiva tras la resurrección de los muertos. De inmediato, sufrió la muerte del alma cuya vida es Dios, por lo que el pecador es como un muerto viviente y se hizo merecedor de la condenación para sí y sus descendientes, convirtiendo a la humanidad en una masa dañada (La ciudad de Dios 13, 12; Cuestiones diversas a Simpliciano 1, 2,20). El hombre quedó sumido en una condición tan miserable – recalca Agustín –, que necesitaba la intervención externa de un redentor que descendiera a su misma carne. De este modo, el plan divino de la creación y divinización del hombre fue completado por la obra más increíble aún de la redención. Todos los hombres sin excepción necesitaban ser redimidos, salvo Cristo, ajeno al pecado de Adán, formado de la carne tomada de María, aunque sin semilla de varón para no ser concebido por medio de la concupiscencia del pecado (puesto que es inevitable que la generación humana se realice por obra de la concupiscencia carnal), y dotado de un alma no derivada de la de Adán (Comentario literal al Génesis 10, 18,32-33; 10, 20-21). PARA EL DIÁLOGO •Fin último del hombre y cómo lograrlo. •¿Qué añade la gracia a la naturaleza? • Vivir como Dios. El pecado, un terrible error de cálculo. CRISTO, EL DIOS-HOMBRE El Verbo unigénito del Padre – dice san Agustín – se encarnó viniendo

 

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del cielo, para que las almas volvieran sus ojos a la patria, donde habita la verdad, y asumió íntegramente la naturaleza que venía a redimir, incluida la carne, lo que demuestra que la carne no contamina a la divinidad. Cristo, que sirvió como modelo inspirador de Adán, es la realización acabada del proyecto divino, como Dios hecho hombre: unió Dios y hombre en unidad personal: “Así como un hombre cualquiera es una persona, es decir, alma racional y carne, así Cristo es una persona, Verbo y hombre” (Manual de fe, esperanza y caridad 36,11). Según confiesa la fe de la Iglesia, murió una sola vez por los pecados y resucitó para la resurrección de las almas y como fundamento de la resurrección de la carne. El hombre se beneficia de su redención – enseña san Agustín – creyendo en Él con fe saludable, la cual, desde su inicio, es don de Dios. Esta fe en Cristo es necesaria para la salvación, por eso, aun antes de su primera venida, Dios envió profetas dentro y fuera del pueblo de Israel para que a ninguno de los que habían de salvarse les faltara el poder salvífico de la religión cristiana, de modo que cuantos creyeran en Cristo y vivieran justamente, se salvaran por Él: “Desde el principio del género humano, cuantos creyeron en Él, cuantos de algún modo lo entendieron y vivieron justa y piadosamente según sus preceptos, por Él se salvaron sin duda alguna, dondequiera y como quiera que hayan vivido” (Carta 102,2,15). Por lo mismo, exhorta el solícito pastor a predicar el Evangelio para que crean los infieles. La fe dispone para la gracia de la conversión, que se completa por el bautismo. Éste – señala el defensor de la gracia – es el único medio de purificación del pecado original, junto con el martirio, y, por tanto, necesario para la salvación, incluso para los niños, en contra de lo que sostenían los pelagianos. Por el bautismo, el hombre es regenerado en Cristo, Adán espiritual, principio de una nueva humanidad, para vivir en la comunión de su cuerpo por el amor. La gracia de Cristo es absolutamente necesaria para la salvación, repite una y otra vez san Agustín. No todos los descendientes de Adán son regenerados, pero nadie renace espiritualmente, sino por Él. Sin ayuda de la gracia, el hombre postlapsario pecaría sin remedio, pero, con la gracia, el alma puede vencer la concupiscencia carnal, que proviene del pecado e incita al pecado: “Para que queramos, actúa [Dios] sin nosotros; mientras que, cuando queremos, y de tal manera que realicemos, coopera con nosotros: sin embargo, sin Él operante para que queramos, o cooperante cuando queremos, no somos capaces de realizar las buenas obras” (La gracia y el libre albedrío 17,33). Tanto como en la defensa de la gracia, se empeñó Agustín en la salvaguarda de la libertad, pues entendía que la gracia no suplanta a la naturaleza, sino que la secunda y potencia, atrayéndola con la dulzura del bien que le propone como mandato divino. La acción de la gracia la describe como la inspiración divina que suscita en la voluntad humana el amor activo a la verdad conocida por la inteligencia. Así se conjuga la gracia y la libertad humana: “Le muestras un ramo verde a la oveja y la atraes. Le enseñas nueces a un niño y lo atraes... Si, pues, estas cosas que, entre las delicias y deleites terrenos se muestran a los amantes, los atraen, pues es verdad el dicho: A cada cual lo atrae su propio gusto, ¿cómo no va a  

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atraer Cristo, revelado por el Padre? ¿Ama algo el alma con más fuerza que la verdad?” (Tratados sobre el Evangelio de San Juan 26,5). Aun contando con la gracia, constata por la experiencia y la Escritura que no todos los hombres se salvan, sino sólo los predestinados. Éstos reciben la gracia de la conversión a Cristo por la fe, la regeneración bautismal (necesaria para los niños, que no pueden creer en Cristo), y la perseverancia hasta el fin, en el camino que conduce a la vida, trazado también por la ley mosaica y la ley natural. Dios ofrece la gracia a todos (con gran sentimiento, no ve la forma de incluir a los párvulos, para no dar la razón a los pelagianos, que negaban el pecado original y la necesidad universal de la redención de Cristo), aunque no todos le corresponden. Al igual que esperó sinceramente una respuesta positiva de Adán a su oferta salvífica, pero no tuvo el resultado deseado, así también considera sincera la voluntad salvífica de Dios hacia todos los hombres. El amor providente de Dios cuida de que a ninguno de los seres que creó, le falten los medios que le permitan alcanzar su fin último: sólo que, mientras las demás criaturas del mundo lo obtienen siguiendo a su naturaleza, el hombre, destinado a un fin sobrenatural, lo logra colaborando libremente con la gracia. La verdad de la libertad del hombre queda subrayada por la nota de dramatismo que aporta el hecho admitido de la condenación de muchos. Cómo esto no resta un ápice a la trascendencia divina y a la absoluta gratuidad de la salvación es un misterio insondable (cf. La predestinación de los santos y El don de la perseverancia). Supuesta la decisión del hombre ante la gracia de Dios, san Agustín contempla el destino eterno e irrevocable que se abre para el hombre, tras la resurrección de los muertos y el juicio final, destino de salvación para los justos y de justa condenación para los réprobos (cf. La ciudad de Dios 20-22). Éstos, después de la resurrección de sus cuerpos, sufrirán la muerte eterna, o vida mortal, pues no de otra forma puede calificarse una existencia en que no brilla la luz de Dios, mortificada por tormentos perpetuos del cuerpo y del alma, que cada condenado padecerá con la intensidad correspondiente a sus merecimientos. En cambio, los justos resucitarán para la vida eterna, reconstituyéndose el hombre entero: la misma alma y el mismo cuerpo en su integridad, transformado en cuerpo espiritual, según el modelo del cuerpo glorioso de Cristo. Recuperado su cuerpo, el alma, que es espíritu destinado por naturaleza a animar un cuerpo, logrará su perfección natural, y así, el hombre bienaventurado podrá ver al mismo Dios. La visión de Dios hará al hombre semejante a Él y el hombre alcanzará la plenitud de su ser, lo que le reportará una felicidad plena, con una “insaciable saciedad”. El fin de este mundo no representa, para san Agustín, la desaparición de la tierra en que Dios había puesto al hombre para que la trabajara sin fatiga (Génesis 1,28). Después del pecado, se volvió inhóspita. Pero, tras la consumación de los tiempos, al igual que el cuerpo del hombre no será desechado, sino transformado en un cuerpo espiritual, cielo y tierra no serán aniquilados como accesorios, sino transformados en un nuevo cielo y una nueva tierra (La ciudad de Dios 20, 14). PARA EL DIÁLOGO •Cristo y el compromiso de Dios con el hombre. ¿Cómo pueden los no

 

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cristianos obtener la salvación gracias a Cristo? •¿Cómo entiende la fe cristiana la resurrección de la carne al fin de los tiempos? PARA ORAR CON SAN AGUSTÍN “¿Quién podrá concederme que yo repose en ti? ¿Quién me concederá que vengas a mi corazón y lo embriagues, para que me olvide de todos mis males y me abrace contigo, único bien mío? ¿Qué eres tú para mí? Ten misericordia de mí para que me salgan las palabras. ¿Qué soy yo para ti, que llegas a ordenarme que te ame y si no lo hago te disgustas conmigo y me amenazas con grandes desgracias? ¿Es que no es suficiente desgracia la de no amarte? ¡Ay de mí! Por tu ternura te pido me digas qué eres tú para mí. Di a mi alma: Yo soy tu salud’ (Sal 34-35,3). Que yo corra tras esta voz y te dé alcance. No quieras esconderme tu rostro. Muera yo para que no muera y pueda así verlo” (Confesiones 1, 5,5).

 

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