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EL TRIUNFO DE LAS NOVELAS DE ESPIONAJE
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EL GÉNERO Está lo que sabemos y lo que no sabemos. Lo segundo es mucho más interesante, seductor, sorprendente, doloroso y dramático. Buena parte de la ficción se ha construido en torno al proceso de averiguación de lo que permanece en las sombras (ya sea dentro de la familia, de la pareja, de una comunidad…) y el impacto que su revelación tiene sobre el individuo y el grupo. Cuando esos secretos han sido especialmente relevantes, peligrosos y amenazadores, al no involucrar sólo a una persona o a varias, sino a todo un país o, ¡mejor!, a una cadena de países aliados, ¡tachán!, ha surgido la novela de espionaje. El bloque A necesita obtener información reservada del bloque B por lo que suele colocar a X para que, perteneciendo a A, los de B lo crean suyo, llegando incluso a enviárselo de vuelta a A para, aún perteneciendo falsamente a B, los de A lo crean suyo, lo que de facto es así, aunque puede que entre tanto trasvase X haya decidido pasarse efectivamente a B, o ¡mejor!, servir a C. En cualquier caso, un endiablado, turbio y filigranesco billar a varias bandas donde está en juego el orgullo patrio, la estabilidad de una región o, ¡mejor!, la paz mundial. Los motivos por lo que la novela de espías nos fascina son múltiples. Desde el punto de vista psicológico podrían destacarse dos: 1. Sublima las facetas más oscuras (y por eso más jugosas) del ser humano (el engaño, la persuasión, la traición…) pero también las más nobles (el valor, la lealtad, el sacrificio…) 2. Nos reafirma en nuestras sospechas de que los gobiernos, tanto el nuestro como los ajenos, están metidos en una guerra sucia y oculta, de la que nos sabemos nada y de la que somos meros instrumentos. Con todo esto nuestro yo paranoico se da un festín. En tanto que lectores, el género colma también nuestras dos mayores aspiraciones: culturizarnos y entretenernos. Ambientada con frecuencia en períodos de guerras o entreguerras, o en territorios que son un polvorín por hondas heridas que vienen de lejos, la novela de espionaje retrata un convulso momento histórico, en ocasiones en geografías que
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nos son poco familiares, ofreciéndonos información, ambientación y claves de interpretación para reforzar lo previamente expuesto por instrumentos de no ficción (ensayos y documentales), permitiendo que nuestra imaginación las recree a su antojo. Que tantos títulos devengan bestsellers se debe a que sobre estas vías históricas y formativas circula un tren bala en el que hierve la acción, las operaciones suicidas, la trampa mortal, la violencia, el glamour, la seducción y el sexo. ¿Acaso extraña que la película probablemente más querida de todos los tiempos, Casablanca, contenga ingredientes del género? ¿O que el agente 007 protagonice más reencarnaciones cinematográficas que ningún otro héroe contemporáneo? Pero más allá de su don para cultivarnos y acelerar nuestro ritmo cardíaco, la novela de espías también es capaz de cumplir con una función cívica que la emparenta con el periodismo de investigación. Bajo la premisa de que siempre nos han espiado (dentro y fuera), le toma el pulso a la actualidad con el fin de mostrarnos qué características han adoptado en cada momento esos mecanismos de vigilancia y control, ejercidos tanto contra nosotros a título particular como contra el país al que pertenecemos. Existen pocas maneras más interesantes de reflexionar sobre los modos en que ha evolucionado una sociedad que detenerse en la labor de sus servicios secretos, en las alianzas geopolíticas que ha establecido, en las herramientas de que dispone para mantener en observación a sus componentes… Las peripecias de los espías de hoy, por ejemplo, son una ventana a la fragilidad de la identidad personal y colectiva, sometida a la opacidad de siempre si bien bajo el imperio de una tecnología cada vez más sofisticada. El género contribuye así a denunciar posibles abusos, a mantenernos al tanto de las infinitas posibilidades de mutación que tiene el Gran Hermano de Orwell. En este sentido la novela de espías opera de forma diametralmente opuesta al buen relato según la célebre teoría del iceberg formulada por Ernest Hemingway. Si para el autor de Fiesta el cuento debía mostrar sólo lo que estaba en la superficie para dejar que la mera sugerencia habilitara al lector a rellenar lo que permanecía oculto (y lo verdaderamente sustancioso, es decir, dramático), la ficción de espionaje hace que emerjan esos sustratos ocultos, como capas del inconsciente que aflorarán durante una sesión de psicoanálisis con el propósito de liberar traumas (en la novela de espías se revelan secretos que también desbloquean situaciones traumáticas y liberan tanto al héroe como a la nación a la que sirve de amenazas muy seria a su estabilidad e identidad). Últimamente se ha repetido hasta la saciedad que la novela negra es la nueva novela social por su potencial para reflejar una realidad cercada por la criminalidad, donde el ser humano asiste atónito a la desintegración de los valores morales. De acuerdo, pero si repasamos los titulares
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de prensa de los últimos meses, podríamos cambiar perfectamente “novela negra” por “novela de espías”. ¿Un ejemplo flagrante?: ‐ El ingeniero informático Snowden filtró la semana pasada al diario británico The Guardian y al estadounidense The Washington Post que la NSA y la Oficina Federal de Investigaciones (FBI) tienen acceso a millones de registros telefónicos amparados en la Ley Patriota, aprobada tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 en EE UU. Posteriormente, los periódicos revelaron un programa secreto conocido como PRISM, que permite a la NSA ingresar directamente en los servidores de nueve de las mayores empresas de internet estadounidenses (incluidas Google, Facebook, Microsoft y Apple) para espiar contactos en el extranjero de sospechosos de terrorismo. (Fuente: El País) Lejos de ser pues un reino imaginario y en blanco y negro en el que individuos en gabardina delatan su presencia encendiéndose un cigarrillo en un brumoso callejón o un infiltrado en smoking aprovecha una fiesta para apoderarse de documentos reservados en un despacho mientras abajo brindan con champagne por la llegada del nuevo año, el espionaje brinda un constante goteo de noticias en la realidad física. En ocasiones, como fue el caso del asesinato en Londres del exagente secreto Alexander Litvinenko por los servicios secretos rusos, o la paciente y sórdida operación de inteligencia que condujo al asesinato de Bin Laden, sus coordinadas se asemejan a las de una película (o directamente inspiran una). Lo más común, sin embargo, es que nos reafirme en la idea de que la política internacional es una gran cloaca y de que nuestra indefensión frente al poder no conoce límites. Se diría que la revelación de secretos está más de moda que nunca: los cables de Wikileaks; las grabaciones a políticos de la agencia Método 3; los omnívoros y sórdidos programas de vigilancia contraterrorista de Estados unidos con la consiguiente amenaza para las libertades civiles y la privacidad; el ciberespionaje chino a este mismo país; el nuevo anteproyecto de ley de Seguridad Privada que faculta a la policía a acceder a los informes de las agencias de detectives a informar a la policía; el conocimiento de que el Reino Unido espió a quine delegaciones, entre ellas las de Turquía y Sudáfrica, durante las reuniones del G‐20 celebradas en Londres en 2009, sólo para descubrirse a continuación que la operación fue del todo legítima, ya que está amparada por una ley aprobada por el partido conservador en 1994 que coloca los intereses económicos patrios por encima de las sutilezas diplomáticas… Si a todo esto le añadimos el modus vivendi del homus ciberneticus, aquel sujeto del siglo XXI que no deja de suministrar información sobre sí mismo a través de los ordenadores, tabletas,
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smartphones… millones y millones de huellas digitales escampadas a diario y susceptibles de ser procesadas en forma de datos útiles por los conglomerados públicos y privados, por los delincuentes informáticos o lo acosadores cibernéticos no cabe duda de que la realidad parece haberle tomado la delantera a la ficción en materia de espionaje. ¿Cómo ha estado respondiendo la ficción al desafío? ¿Qué cambios de modelo se han producido con el paso del tiempo?
LOS AUTORES Hemos asistido a dos estrategias básicas: apelar a la nostalgia o colocar la lente sobre el más rabioso presente. Un espionaje que se vuelca en los métodos de la vieja escuela y en el mundo anterior a la desintegración del bloque comunista, otro que se decanta por el actual panorama de intrigas internacionales y por un mundo definido por el capitalismo global y las posibilidades de la tecnología. En su calidad de maestro de maestros, de viejo zorro de un género que ha ido innovando con cada nuevo libro, definiendo su evolución y, por tanto, dando testimonio de las sucesivas alteraciones en los campos de fuerzas geopolíticas desde la Guerra Fría hasta nuestros días, John Le Carré supone la referencia indiscutible. Sólo por el hecho de haber sido abandonado por su madre y descubierto de adulto que su padre era un estafador, albergaba motivos para interesarse por aspectos tan afines al espionaje como la traición y la mentira, pero más crucial que esto fue su condición de agente del MI6, especialmente su paso por Berlín en los años 70. Le Carré se suma a una generación de pioneros que batieron personalmente los huevos antes de hacer la tortilla. A ella pertenecen, entre otros, Ian Fleming, padre del agente secreto más famoso del planeta, James Bond, que sirvió en la Inteligencia Naval Británica, Somerset Maugham, cuyos relatos fundacionales Ashenden, publicados en 1928, estuvieron precedidos por un breve paso por el Servicio de Inteligencia Británico durante la Revolución Rusa, y de Graham Greene, ya que el autor de El tercer hombre acató las órdenes directas del futuro desertor a la URSS Kim Philby en la Subsección de Asuntos Ibéricos, ocupación, dicho sea de paso, que calificó de "estúpida y absurda". Aquí habría que realizar un alto en el camino para citar a otro clásico que, sin embargo, rompe con esta norma de “cocinero antes que fraile”. Amén de artista del music hall, ingeniero y redactor publicitario, Eric Ambler fue un feroz anticomunista y un combatiente en la Segunda Guerra Mundial dentro del cuerpo de artillería británico, pero no formó parte de ningún servicio de inteligencia. Quizás por eso algunas de sus mejores novelas de espías (y también policíacas o de intriga), caso de La máscara de Dimitiros o Peligro extremo, ambas publicadas
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por RBA, están protagonizadas por individuos que se ven arrastrados de forma accidental a la arena de los mensajes codificados, los agente dobles y las identidades falsas. La primera de las citadas, por cierto, estuvo inspirada en el magnate y traficante de armas Sir Basil Zaharoff, que también moldeó para Hergé el personaje de Basil Bazaroff, el malo malísimo del álbum de Tintín con mayores vínculos al mundo el espionaje: La oreja rota. La alargada sombra de La máscara…planeaba asimismo sobre en una de las películas más populares de los años 90, Sospechosos habituales de Bryan Singer, donde el fantasmagórico Kayser Sozé estaba fabricado con los mismos materiales que el camaleónico Dimitiros. Ambler, por cierto, dejó unas memorias muy divertidas desde su bien irónico título, Here Lies, y una gran frase para sintetizar el motor de sus obras: “No es tan importante quién apretó el gatillo, sino quién pagó las balas”. De regreso a John Le Carré, quien reconoció en Ambler a su mayor influencia, el padre del mítico agente de la inteligencia británica George Smiley y de su némesis, el espía ruso Karla – brillantemente resucitados por el cine en 2011 en El topo de Tomas Alfredson‐, reflejó como nadie el juego de dilemas morales y de faroles planteado por la Guerra Fría en los años 70. A través de su mirada, el empleo de espía se somete a un concienzudo proceso de desmitificación. "Los servicios de inteligencia no son más que el brazo izquierdo de la sana curiosidad gubernamental. Una tarea periodística, solo que realizada en secreto" comentó en una entrevista el escritor. La fastidiosa sensación de ser gregarios o marionetas de sus superiores y el postrero desencanto hacia su trabajo son recurrentes en los antihéroes de Le Carré, con Smiley y Alec Leamas, alias El espía que surgió del frío, a la cabeza. Tras la caída del Muro de Berlín, el autor buscó nuevos enemigos y, sin abandonar las encrucijadas morales, sí dio un giro marcadamente denunciativo de su prosa. De la ambigüedad que demandaba la política de bloques pasó a cargar las tintas sobre las peores lacras del tramo final del siglo XX, mostrando por el camino la degeneración del oficio. Porque mal están las cosas cuando, desaparecida la figura del espía profesional, la Inteligencia Británica fuerza a un sastre afincado en Panamá a ejercer de tal, caso de Harry Pendel, judío del East End con antecedentes penales y esposa muy legal, para abortar la devolución del canal (El sastre de Panamá), o recluta a un editor británico, Barley Blair, de cara a autentificar unos cuadernos con presuntos secretos militares en manos enemigas (La Casa Rusia). Y si el tráfico de armas atravesaba Night Manager y Single&Single, y la rapacidad de las empresa farmacéuticas contaminaba El jardinero fiel, Amigos Absolutos lanzaba toneladas de bilis sobre la, por entonces, aún coleante invasión de Irak. John Le Carré ha publicado recientemente su última novela, A Delicate Truth, que es todo un signo de los tiempos al versar sobre una
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operación de contraterrorismo encaminada a secuestrar a un traficante de armas yihaidista en Gibraltar. En cierta manera, Dan Fesperman recogió esta vena acusatoria de los turbios tejemanejes de la política internacional y la condujo hasta los Balcanes en El barco de los grandes pesares (RBA), donde un antiguo policía de Sarajevo se veía inmerso en la misión de llevar frente al Tribunal Internacional Para Crímenes de Guerra de la Haya a uno de los responsables de la matanza de Srebrenica para acabar destapando los sombríos tejemanejes entre la inteligencia croata y estadounidense. Fesperman prosiguió esta línea combativa con el thriller El prisionero de Guantánamo (RBA), mientras que en sus últimos trabajos, caso de The Double Game o The Arms Maker of Berlin, ha entrado 100% en territorio espía. Hay otros autores, en cambio, más centrados en jugar lo que podríamos calificar de “carta de la nostalgia”, en proponer un viaje a los prototipos y escenarios clásicos con una mirada impregnada de romanticismo y unas gotas de glamour. Este es el caso de Joseph Kannon, quien en El buen alemán (RBA) hacía coincidir en el Berlín recién tomado por las fuerzas de ocupación a un periodista estadounidense, al cadáver de un soldado de su mismo país y a una bella mujer de su pasado, dispuesta a confundir todavía más la situación. Los fantasmas de Casablanca y El tercer hombre, entre muchos otros, sobrevolaban una intriga con fuertes notas sentimentales y así lo entendió el cineasta Steven Soderbergh al filmarla en un suntuoso blanco y negro. La más reciente novela de Kannon, Estambul (RBA), también desborda clasicismo. En sus páginas conocemos a un expatriado estadounidense que ejerció de correo de los aliados, Leon Bauer, enfrentándose a un último encargo que saldrá sanguinariamente mal (¡cómo no! un buen puñado de las novelas de Le Carré versan sobre una misión segura y conclusiva que evidentemente deviene caótica y trágica). El libro parece guiñarle un ojo (u ojo y medio) a Viaje al miedo (RBA) de Eric Ambler, también ambientada en Estambul, si bien en 1940, en la que un fiambre de nuevo pone patas arriba la vida de un extranjero anglosajón, sujeto superado por las circunstancias que deberá discernir entre amigos y enemigos si no quiere acabar tomando el mismo camino de la morgue. No hay ninguna duda que el que ha llevado más lejos la estrategia de romantizar la novela de espías, de escribirla en blanco y negro, de perfumarla con mujeres fatales, de colocar de fondo una banda de swing, de animar a leerla con un vaso de bourbon en una mano y un Gauloise en la otra ha sido Alan Furst. Especializado en novela histórica de espías (Reino de sombras, La sangre de la victoria, Un oscuro viaje, los espías de Varsovia…), este estadounidense es de los que conocen al dedillo la cronología de las maniobras del NKDV y a los que se le ilumina la mirada cuando hablan de cómo todos los futuros líderes partisanos de la Resistenza Armada lucharon en España con las Brigadas Internacionales. De joven leyó a autores como Unamuno
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o Calderón de la Barca, peinó los escenarios bélicos de Europa y fue profesor de poesía norteamericana en la Universidad de Montpellier. De mayor se ha convertido en una de las referencias internacionales del género literario de espías porque se pasea con elegancia y ritmo por los intrigantes años 30 y 40, combinando astutamente los ingredientes justos de romance y sacrificio, sexo y drama, aventura y pathos. Sus novelas cuidan los detalles, cincelan atmósferas, rezuman cosmopolitismo y clase, a base de exprimirle al periodo de entreguerras todo su excitante y sofisticado romanticismo Y así llegamos hasta Olen Steinhauer, que se aparta de todos los citados hasta el momento para jugar en una liga propia, creador de un tipo de novela de espías 2.0, arraigada en el frenético y neurótico panorama actual, que no puede renunciar al cinismo que nos embarga ni se sonroja si por momentos ha de echarle miraditas al modelo action man de un Robert Ludlum y su Jasón Bourne. El ciclo de su agente Milo Weaver entronca con la popular serie Homeland –y antes con 24 o Rubicon‐ o con películas como Zero Dark Thirty en que lanza sus redes sobre las operaciones más secretas y abusivas de la CIA en la lucha contra el terrorismo, es decir, mete las narices en los trapos sucios de la superpotencia. El personaje trabaja para una sección clandestina de la agencia, llamada Turismo, que se encarga directamente de eliminar bajo el más absoluto secreto e impunidad a sus objetivos. En El Turista (RBA) nos lo sirvieron ya de entrada completamente machacado emocional y físicamente por su tan impecable como oscura hoja de servicios. Otras formas de desafiar a las cartas de presentación al uso fueron que Weaver no sólo acaba comprendiendo al enemigo sino que sus teóricos aliados, la CIA y Homeland Security, lo querían ver dentro de una bolsa. Añádanse a la mezcla políticos republicanos orquestando matanzas en Sudán con la complicidad de las más altas esferas y la venta de secretos de Estado a China y ¡boom! los boletines informativos parecen estallar frente a los ojos del lector mientras sus niveles de adrenalina no dejan de bombear. En la segunda entrega de las peripecias de Milo Weaver, La salida más cercana (RBA), el lector toma quizás más conciencia de que Steinhauer –quien tras residir en Croacia, República Checa, Italia y Rumanía, publicó la novela negra El puente de los suspiros (RBA), primer título de una pentalogía sobre la Guerra Fría en los Países del Este, que fue finalista del Ellis Peters Historical Dagger Award y del Edgaer Award‐ envuelve en un escenario de última generación planteamientos temáticos y cuestiones filosóficas que siempre han estado en el núcleo del género de espías. La salida…, sin ir más lejos, versa sobre el descubrimiento de un topo en los servicios estadounidenses, misión que recae en Milo Weaver, el cual acaba de pasar un período en la cárcel por fraude. La pregunta que en todo momento revolotea dentro de su cabeza es la que ha desvelado y llevado cerca de la locura a todos los agentes de espionaje: ¿En quién demonios puedo confiar? Esta duda cristaliza en el título de la novela, que tiene una
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explicación más detallada a modo de nota previa que reza lo siguiente: “En este avión hay tres salidas de emergencia. Dediquen un instante a localizar la más cercana, Por favor, tengan en cuenta que a veces la salida más cercana puede estar a tu espalda”. Por otro lado, como todo espía de raza Weaver es un ser muy dañado emocionalmente, al que un fundacional trauma infantil inhabilita para las relaciones sentimentales estables al tiempo que le permite descollar tanto en su faceta profesional. La condena es un don, y viceversa. Así en La salida más cercana leemos que: “Nunca había estado convencido de tener razón, y si Tina (la esposa de la que se ha separado) aparecía y le decía que se largara, obedecería sin discutir, estaba seguro. Creer que uno tiene razón nace del convencimiento de que te mereces algo de alguien. Pero Milo era incapaz de creer que alguien le debiera algo. Su delito había sido el secretismo. Entre otras cosas, le habían ocultado la identidad de sus padres, de sus auténticos padres. Yevgeny Aleksandrovich Primakov y Ellen Perkins. Uno era un espía soviético con el que Milo había vivido en Moscú durante su adolescencia; su madre se había suicidado en 1979 en una prisión alemana, siendo descrita, alternativamente, como terrorista marxista o perturbada mental nómada; cuando pensaba en ella, Milo la consideraba un fantasma. Las mentiras de Milo (omisiones, siendo generosos) habrían sido tolerables si las hubiese reconocido, algo que no había hecho. Tina había descubierto la verdad a través de extraños, y la humillación había sido excesiva. Por consiguiente, toda la culpa había sido de él, y no merecía su perdón: no había necesitado un consejero matrimonial que se lo dijera”. Puesto que estamos en el seno de una organización clandestina dentro de una agencia secreta la suspicacia y la paranoia se multiplican de forma exponencial. Milo mismo debe demostrar su lealtad matando a sangre fría a una adolescente del todo inocente. Y eso sólo para empezar. La búsqueda del infiltrado en un mundo en el que todos engañan para garantizarse un día más con vida exige tantos niveles de astucia como de violencia, aprovisionarse de tanto músculo como de capas psicológicas de protección. “‐ Un topo nos haría daño, pero Turismo podría sobrevivir. Nunca sería nuestra mayor amenaza. Lo peor para Turismo es que se sepa de su existencia. ‐ Pues los chinos ya están al corriente. Y hasta un teniente ucraniano.
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‐ No son los únicos. Los franceses se lo huelen, igual que los británicos. Y también hay algunos sitios en internet en los que se especula sobre nosotros. Como corresponde. Pero ahora mismo, Turismo es solo un mito, una fábula que a la gente le puede parecer una chorrada o algo digno de crédito. Los creyentes están aterrorizados ante el hecho de que podamos existir, pues un mito siempre da más miedo que la realidad. Finalmente, Drummond bajó del porche, y Milo le siguió hacia el coche. Andaba lento, lo cual obligaba a Milo a medir sus pasos para no chocar con él. -
¿Qué crees que sucedería si apareciera alguien con pruebas de nuestra existencia? No te lo plantees, ya te lo cuento yo: habría una investigación, y de las oficiales. Senadores y diplomáticos empezarían a hacer preguntas. Se preguntarían, por ejemplo, cuánto costamos… Y la respuesta, como ambos sabemos, es molesta. Pasaríamos de ser una historia de terror que los espías se cuentan e noche a convertirnos en otro departamento oneroso de la Compañía cuyos fracasos empiezan a salir en la prensa con una periodicidad alarmante. Nos convertiríamos en un chiste, como el resto del departamento. La gente (el pueblo americano) se lanzaría a bloguear sobre nosotros y a quejarse de nuestra existencia. “Explíquennos lo que hacen con el dinero de nuestros impuestos”, dirían. ¿Y qué excusas tendríamos para nuestro presupuesto de dimensiones épicas, o para lo de que tenemos que robar museos para financiarnos en épocas de vacas falcas? Por favor…”.
El desencanto y la desconfianza son las mismas que Le Carré y el peligro tan tangible como en Ambler, pero aquí no hay cabida para el glamour de un Kannon o los tonos pastel de un Furst, sólo para el sarcasmo y la neurosis. El propio Weaver descubre que ni siquiera él sabe bien para quién trabaja, cuántos tentáculos posee la organización, cómo se articula la bestia. El mundo del espionaje, como la vida misma, se ha vuelto demasiado complejo, burocratizado, tecnificado, una selva de datos imposible de descodificar.
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“‐ Cuando le dije a Zhu que se estaba inventando esa historia para impresionarme (pero bueno, ¿qué nombre es ese? ¿Departamento de Turismo?), me lo largó todo de inmediato. La administración del Departamento de Turismo está organizada en siete áreas. Cada sección cuenta con un supervisor y nueve Agentes de Viajes –sonrió‐. Ahí lo detuve, “¿Agentes de Viajes?”, pregunté, Y entonces me contó que eran una especie de analistas que recopilaban la información de los agentes de Turismo sobre el terreno, a los que se conoce como Turistas. Hay sesenta y tres Turistas repartidos por todo el mundo. Sesenta y tres: ni siquiera Milo estaba al corriente de ese número. Drummond podría verificarlo luego. -
Dijo que el Departamento de Turismo era la parte más sucia del nauseabundo aparato de inteligencia de los americanos.
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‐ ¿Y que tenía un topo en el departamento secreto?
Dzubenko asintió y extendió el vaso vacío para que Milo se lo llenara. ‐ ¿Te dio alguna prueba?”. ¿Cómo no seguir leyendo después de esto? ¿Para qué esperar a que The New York Times o The Guardian revelen que la CIA efectivamente dispone desde hace tiempo de un departamento sospechosamente parecido a Turismo?
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