Entre Estado y Cosmópolis. Derecho y justicia en un mundo global. Edición de Alfonso Ruiz Miguel O R I R O

Entre Estado y Cosmópolis. Derecho y justicia en un mundo global Edición de Alfonso Ruiz Miguel O R I R O COLECCIÓN ESTRUCTURASY ¡ P R O C E S

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DIRECTORIO: T.A. LUIS ENRIQUE ACOSTA PARAMO PRESIDENTE MUNICIPAL CONSTITUCIONAL PROFR. JOSE ANTONIO ORTIZ SALAZAR SECRETARIO GENERAL. C. P. BRENDALI

D I R E C T O R I O REVISTA DE DERECHO ECONÓMICO INTERNACIONAL
DIRECTORIO REVISTA DE DERECHO ECONÓMICO INTERNACIONAL Editores: Bradly J. Condon y Gabriela Rodríguez Editor adjunto: Yahir Acosta Consejo Editorial:

B O R R A D O R. Bases y Criterios para la Conservación de las Aves Esteparias en Andalucía B O R R A D O R
BORRADOR Bases y Criterios para la Conservación de las Aves Esteparias en Andalucía BORRADOR Osuna Diciembre de 2003 BORRADOR BORRADOR BORRADO

N Ú M E R O E X T R A O R D I N A R I O
7135D1 ?69391< ÓRGANO DEL GOBIERNO DEL ESTADO DE VERACRUZ DE IGNACIO DE LA LLAVE DIRECTORA GENERAL DE LA EDITORA DE GOBIERNO ELVIRA VALENTINA ARTEAG

B O R R A D O R. 3. Aves Esteparias en Andalucía B O R R A D O R. 3.1 El carácter estepario en aves
BORRADOR 3. Aves Esteparias en Andalucía Libertad de la luz, damas altas, calandrias… Jorge Guillén. Los Aires. 3.1 El carácter estepario en aves La

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Entre Estado y Cosmópolis. Derecho y justicia en un mundo global Edición de Alfonso Ruiz Miguel

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COLECCIÓN ESTRUCTURASY ¡ P R O C E S O S S e rie

d erecho

© Editorial Trotta, S.A., 2014 Ferraz, 55. 28008 Madrid Teléfono: 91 543 03 ól Fax: 91 543 14 88 E-mail: [email protected] http://www.trotta.es © Alfonso Ruiz Miguel, para la edición, 2014 © Los autores, para sus colaboraciones, 2014 Cualquier forma de reproducción, distribución, com unicación pú­ blico o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares,salvo excepción previsto por )a ley. Diríjase a C E D R O (Centro Espoñol de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragm ento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 7 0 / 9 3 272 04 45).

ISBN: 978-84-9879-454-0 Depósito Legal: M-l 52-2014 Impresión Cofas, S.A.

CONTENIDO

Presentación: A lfonso Ruiz M iguel........................................................................

9

1. La función del Derecho en un mundo global: A lfonso Ruiz M ig u el...

19

2. Gobernanza y so ft law : nuevos perfiles jurídicos de la sociedad inter­ nacional: Francisco ]. L a p o r ta .........................................................................

41

3. Justicia global y justicia legal. ¿Tenemos derecho a un mundo justo?: L ib orio L. H ie r r o ................................................................................................

83

4. ¿Democracia más allá del Estado?: Juan Carlos R ayón ...........................

121

5. Liberalismo, tolerancia y pluralismo: J o s é Luis C o lo m er M artínC a le r o .....................................................................................................................

139

6. Los derechos humanos como valores plurales. Multiculturalismo, cos­ mopolitismo y conflictos: Silvina A lvarez....................................................

179

7. Lo respetable, lo razonable y lo intolerable: liberalismo político y creencias religiosas: Elena B eltrán ..................................................

213

8. El discurso público de la persuasión: una propuesta cosmopolita: J u ­ lián S a u q u illo .......................................................................................................

233

9. La cosmópolis desmentida: el caso Rorty: Evaristo Prieto N avarro ...

259

10. Negociaciones culturales y género: hacia un feminismo transnacio­ nal: Cristina Sánchez M u ñ o z ..........................................................................

289

11. Corrupción y mercados internacionales: Jo a q u ín A lm ogu era C arreres.......................................................................................................................

315

N ota sobre los a u tores................................................................................................

337

Indice g e n e r a l................................................................................................................

339

GOBERNANZA Y SO FT LAW: NUEVOS PERFILES JURÍDICOS DE LA SOCIEDAD INTERNACIONAL F r a n c is c o ] . L a p o r t a

A M anuel Atienza, Ju an Ruiz M anero y los dem ás colegas de la U niversidad de A licante, en cu yo prestigioso M aster de Argu­ m entación Jurídica presen té algunas de estas ideas.

1. Introducción Una intensa, compleja y multiforme transformación económica, social y cultural, pero también política y jurídica cuya expresión más evidente es el incremento imparable de las interacciones de todo tipo por encima de las fronteras de los Estados nacionales, plantea ante nosotros la cuestión, entre otras, de si, al lado del Derecho interno o doméstico y del Derecho internacional dibujado sobre el tejido de los tratados y las costumbres, cabe pensar un Derecho transfronterizo, es decir, un modo característico y nue­ vo de regular esas interacciones actuales cuando no se da la existencia de gobiernos competentes, ni la vigencia global de normas jurídicas adecua­ das, ni la posibilidad, ni siquiera remota, de acudir al respaldo coactivo para garantizar el cumplimiento de norma alguna. Realidades mundiales cotidianas, como las acciones individuales o colectivas que proyectan sus consecuencias lesivas a gran distancia y sus efectos inesperados en lugares remotos, la reducción de las coordenadas espacio-tiempo en las interaccio­ nes humanas en virtud de las nuevas tecnologías de la comunicación, el incremento exponencial de las relaciones económicas y financieras y de la interdependencia y la intensificación de los lazos entre las economías y las sociedades, y la erosión de las fronteras y las barreras a la actividad hu­ mana, plantean sin duda muchas preguntas al jurista. Para responderlas se arriesgan todos los días conclusiones y propuestas sobre integración global, reordenación de las relaciones de poder interregional, conciencia de nues­ tra condición global, etc.1. Y, desde luego, parecen presentar ante nosotros 1.

Sigo aquí a Held y M cG rew 2 0 0 3 : 3.

cierto deterioro de los esquemas conceptuales y normativos con los que definimos la acción política y jurídica, y ponen de manifiesto la fragmen­ tación de la unidad de esa acción y del ordenamiento jurídico que la con­ cibe. Es decir, ponen en cuestión las herramientas teóricas y conceptuales que habían tratado de dar cuenta de la realidad del Derecho y del Estado concebidos desde el prisma territorial. Hasta la gran teoría del Derecho del positivismo del siglo X X , que se había edificado a partir de esas realidades, está hoy siendo puesta en cuestión por unos y por otros2. Lo que parece que entonces nos piden estas nuevas realidades es ir a la búsqueda de nue­ vos conceptos políticos y jurídicos capaces de describir con acuidad la nueva situación. En eso consiste el gran debate sobre la globalización cuando se lo mira desde la perspectiva de la teoría del Derecho. Para ver de encajar las viejas nociones jurídicas y políticas en el panora­ ma de las transformaciones globales, una de las más llamativas tendencias que se registran en la literatura es la de suavizar las aristas de los conceptos tradicionales, de forma tal que puedan servir de herramientas para describir la nueva realidad sin — por así decirlo— perder el aroma de su anterior sig­ nificado. Los dos conceptos nuevos que voy a analizar aquí — gobernanza y soft law— parecen ser producto de esa lógica peculiar que consiste en «qui­ tarle hierro» a los conceptos antiguos, «matar su veneno» para hacerlos en­ cajar en un horizonte más fluido, menos definido, más flexible. Veremos después si eso es convincente, pero podemos ilustrar en qué consiste con un ejemplo conocido: la transformación que se ha tratado de operar so­ bre un concepto clave de la reflexión política y jurídica. Un concepto que, además, subyace a los que antes he mencionado. Me refiero al concepto de ‘poder’. Al fin y al cabo, la noción de poder está muy cerca del núcleo mis­ mo del fenómeno jurídico, y si se opera sobre ella alguna mutación, también tendrán que mutar importantes ingredientes de nuestra concepción del De­ recho. Y en este sentido se ha considerado que el «poder» nuevo que habría de aparecer en la escena global sería, desde luego, poder, pero un poder que se podía tildar de «blando» o «suave», un llamado soft pow er destinado a pre­ figurar nuevas actitudes y nuevos deberes para las potencias internacionales. Vale la pena detenerse un poco en esta operación de domesticación, por así decirlo, de los ingredientes más agresivos del viejo concepto. Ello podría ser un buen ejemplo para ilustrar ese giro conceptual. Quien puso en circulación la expresión soft pow er fue el académico norteamericano Joseph S. Nye en un artículo publicado en 1 9 9 0 3. No es que la invención fuera nueva, ni mucho menos, pero, aplicada a las reía2. Un reciente ensayo en esta dirección, Culver y Giudice 2 0 1 0 . 3. Nye 1 9 9 0 . En realidad, el artículo era una síntesis de ideas que el autor había desarro­ llado el mismo año en un libro de título ilustrativo: B o u n d to L e a d : T h e C hanging N atu re o f A m e­ rican P ow er (Nueva York, Basic Books, 1 9 90). En él ya adelantaba una de las ideas básicas del s o ft p o w e r: que los países pueden obtener los resultados que desean en la política internacional porque otros países quieren imitarlos en su cultura política y social, y organizar un sistema que produzca esos efectos.

dones internadonales y dotada del atractivo de un lema, consiguió tener cierto éxito. Nye no se detiene a hacer un previo análisis del concepto de poder, sino que parte de una definición muy común, tomada de Robert Dahl: poder es la capacidad de hacer que los demás hagan algo que de otro modo no harían. Y como una dimensión novedosa de esa capacidad activa de que los demás hagan u omitan algo, Nye identifica el nuevo rostro del poder, el soft pow er, como algo relativo a la conformación de las prefe­ rencias de los otros agentes, de forma que el nuevo poder sería aquel que consiguiera, no solo que los demás actuaran como uno deseaba, sino que lo hicieran precisamente porque hubieran desarrollado preferencias o valores que coincidieran con lo que uno desearía que hicieran. Ese es el nuevo y cambiante rostro del poder. Veámoslo un poco más de cerca. Las dos modalidades básicas, según Nye, de ejercicio del poder en las relaciones internacionales — el palo y la zanahoria— , es decir, la amenaza coactiva y la tentación económica, están viendo limitada su importancia en beneficio de otra forma de poder. Se trata de una forma que tiene aspectos intangibles: la información, la interdependencia económica, la cultura, las modas, etc., y se basa en la constatación de que «hoy los temas económicos y ecológicos llevan consigo amplios ingredientes de ventaja mutua que solo pueden ser alcanzados a través de la cooperación». Una serie de tendencias en el actual contexto de las relaciones de poder y una presencia cada vez mayor de recursos de poder de naturaleza intangible sugieren una manera nueva de ejercer el poder, diferente de las tradicionales: Un Estado puede alcanzar los resultados que prefiere en la política mundial porque otros Estados quieren seguirle o están de acuerdo respecto de una si­ tuación que produce tales efectos. En este sentido es tan importante establecer la agenda y estructurar las situaciones en la política mundial como conseguir que otros cambien en casos particulares. Este segundo aspecto del poder — que se da cuando un país consigue que otros países quieran lo que él quiere— podría ser llamado poder de persuasión, o soft pow er, en contraste con el poder duro o poder de mando de ordenar a otros que hagan lo que él quiere. [Tal poder es] la capacidad de un país de estructurar una situación de forma que otros países desarrollen preferencias o definan sus intereses en formas consistentes con la suya (Nye 1990).

Todavía en 2006 Nye se ratificaba en esta manera de plantearlo, afir­ mando que el soft pow er era una suerte de poder de atracción que se valía de tres recursos: los atractivos de la propia cultura para los demás, los valo­ res políticos vividos con coherencia y respetados dentro y fuera del propio país, y las políticas exteriores ejercidas legítimamente y dotadas de autori­ dad moral. Con estos medios podía conseguirse que otros hicieran lo que uno deseaba. Pero Nye no se paraba apenas en los métodos que podrían ponerse en marcha para conseguirlo. Lo único que decía, en un comenta­ rio incidental, es que también podrían sobrepasarse ciertas barreras éticas al hacerlo: «Torcer mentes no es necesariamente mejor que torcer brazos»,

afirmaba (Nye 2006). Es decir, que también en el nuevo concepto de soft pow er podía aparecer un componente de control y manipulación. Porque una cosa es que alguien coincida contigo en sus preferencias y convicciones, en cuyo caso no puede decirse que se ejerce poder sobre él cuando actúa de conformidad con lo que tú quieres, otra diferente convencerle para que las adopte, y otra muy distinta provocar mediante manipulación o artes persua­ sivas que sus preferencias y sus convicciones se ajusten a las tuyas — es de­ cir, torcer su mente— para lograr así que actúe de esa manera4. Esta nueva noción de poder, por tanto, no sabe muy bien cómo situarse en la conoci­ da tríada de la ciencia política: poder, influencia, autoridad. Puede ser, en efecto, una forma de poder en sentido estricto si procede mediante la ma­ nipulación de las mentes; o una forma de influencia si es el resultado de una conformidad espontánea con pautas propias; o una forma de autoridad si se produce por un ascendiente basado en el contenido de las convicciones. Es difícil, por ello, establecer el alcance del concepto de soft power. Lo que me parece ilustrativo, sin embargo, es la técnica de suavizar un concepto tradicional, como el de poder, para hacer que describa mejor una realidad internacional que nos aparece extremadamente fluida y cambiante, tan inaprehensible para el lenguaje de la teoría como para el de la estrategia de las relaciones internacionales. Como veremos a continuación, eso mismo va a suceder con dos conceptos clave para la nueva definición del perfil de la sociedad internacional: gobernanza y el soft law.

2. Las variedades de la gobernanza Si las consideraciones antes vistas sobre la imprecisión del término soft p ow er nos sitúan en un campo de referencia lleno de incógnitas a la hora de analizar las relaciones internacionales, con el término ‘gobernanza’, que se ha impuesto estos últimos años en los ámbitos públicos y académicos más variados, debemos añadir a la imprecisión una gran ambigüedad. La mayoría de los autores subrayan este estado de confusión a que puede in­ ducir el término por su múltiple significado (Pierre 2 00 0 : 3). Por ¡o demás, se trata de un neologismo que resulta malsonante en español (nunca se ha­ bía usado hasta ahora), y que, sin embargo, se va asentando paulatinamente

4. Por lo demás esro era ya sabido. Cuando he dicho antes que no es nada nuevo es porq ha sido objeto de atención por el pensamiento político desde siempre. Por no m encionar el G org ia s de Platón, me remito a lo que escribía Rousseau en el E m ilio : «Tomad una ruta opuesta con vuestro alumno; que crea que él es siempre el dueño, pero en realidad debéis serlo vosotros. N o hay ninguna sujeción más completa que la que posee todas las apariencias de libertad, ya que de este modo está cautiva la voluntad misma [...] Sin duda debe hacer lo que él quiera, pero no debe querer más que lo que queráis que haga, pues no debe dar un paso que vosotros no hayáis previs­ to, ni desplegar los labios sin que sepáis lo que va a decir» (Rousseau 1 9 7 3 : 1 4 4 -1 4 5 ). Una versión posible del s o ft p oiv er podría, pues, reformularse también con esa idea rousseauniana: es la capacidad de que alguien quiera lo que nosotros querem os que quiera, y en consecuencia, que quiera hacer lo que nosotros queremos que haga.

en el discurso académico y político. En la anterior edición del diccionario, la Real Academia Española solo reconocía, como «anticuada», una acep­ ción: «Acción o efecto de gobernar o gobernarse». En la vigesimosegunda edición ya se ha incorporado la novedad: «Arte o manera de gobernar que se propone como objetivo el logro de un desarrollo económico, social e institucional duradero, promoviendo un sano equilibrio entre el Estado, la sociedad civil y el mercado de la economía». ‘Gobernanza’ es una traducción literal del inglésgovernance, que sí pa­ rece haber tenido un uso acreditado en la lengua inglesa como acto, modo, hecho o función de gobernar, y que equivaldría a la acepción anticuada es­ pañola. Pero tanto por lo que respecta a la expresión inglesa como, según hemos visto, por lo que se refiere a la nueva acepción española, su uso pre­ tende ir más allá de la vieja denotación. Desde los pasados años ochenta, ‘gobernanza’ pugna por referirse a algo más amplio que ‘gobierno’ o que la mera actividad de gobernar, y es usado además, como vamos a ver, con una singular ambigüedad. En efecto, ‘gobierno’, como organización pública del poder, o ‘Estado’ como aparato coactivo de organización, son nociones cuya connotación se quiere deliberadamente aminorar o excluir del término ‘gobernanza’, o al menos de sus más importantes acepciones. De hecho se ha afirmado que el término ‘gobernanza’ denota una perspectiva que se establece desde fuera del Estado (Möllers 2006). Y también se refiere siempre a algo que, al me­ nos, está más allá, o es diferente del gobierno o del Estado. Lo problemá­ tico es que el neologismo tiene diversos significados y es también usado en contextos muy distintos. Por eso ha llegado a afirmarse que la elección de una definición no es algo que cae de su propio peso sino una función del relato, de las preguntas que hayan de contestarse y del enigma que haya que resolver (Rhodes 2000: 67), es decir, que ‘gobernanza’ es un térmi­ no que se construye a través de la pregunta que uno se hace. Hirst ofrece cinco «versiones» de la noción: 1) «Buena gobernanza» como componen­ te necesario de la modernización económica efectiva, como la creación de un marco político efectivo que facilite la acción económica privada. Esta, como veremos, es la versión del Banco Mundial. 2) Gobernanza en el ámbito de los regímenes e instituciones internacionales, en los que es ya evidente que demasiados problemas escapan a la acción de los gobiernos es­ tatales y se demanda un cierto tipo de regulación o «gobernanza sin gobier­ no», regímenes internacionales, más presencia de prácticas privadas, etc. 3) «Gobernanza corporativa», que trata de incrementar la responsabilidad y la transparencia de las grandes corporaciones y firmas. 4) Gobernanza como gestión o administración pública que se refiere a los nuevos modos de abordar la prestación de servicios por parte de los entes administra­ tivos, y 5) Gobernanza como práctica de coordinación de redes sociales (Hirst 2000: 14 ss.). Por su parte, Rhodes, en un esquema parecido, man­ tiene que hay al menos seis usos diferentes de ‘gobernanza’: como Estado mínimo, como gobernanza corporativa, como nueva administración pú­

blica, como ‘buena gobernanza’, como un sistema sociocibernético y como redes que se autoorganizan (Rhodes 1996: 653). Kjaer también ha afirma­ do que, sin que pueda decirse que son sinónimos, se utiliza al menos en contextos relativos a la administración pública, en contextos de relaciones internacionales y en contextos económicos relativos a la administración de la política financiera mundial (inicialmente por el Banco Mundial). A ello hay que añadir su relativo impacto en el lenguaje y las prácticas de la Unión Europea. Lo peor es precisamente que en algunas ocasiones signi­ fica cosas diferentes en función del contexto en que es usada. Aquí trataré de aislar el conjunto de los rasgos más comunes que nos permiten entender cuál es el uso más extendido del término, aunque dejemos a un lado algu­ nos usos periféricos. Pero antes de entrar en materia, tratemos de recordar algunos rasgos de su contexto de aparición. Durante los años setenta del pasado siglo se hace presente con mucha intensidad una literatura centrada en la incapacidad que muestran las instituciones del poder legítimo de las democracias oc­ cidentales para cumplir la misión que les es encomendada históricamente por la sociedad. Los límites del gobierno, entendidos de una forma no legal ni normativa, sino sociológica y fáctica, aparecen en ella como una suerte de impotencia de los sistemas políticos de las democracias históricas. «So­ brecarga y gobernabilidad» aparecen entonces como dos lugares comunes del debate político y económico (Gamble 2000: 124). Y esa consecuen­ te «ingobernabilidad» de las sociedades abiertas es interpretada por cada uno de acuerdo con sus propios presupuestos ideológicos. De ahí salen al­ gunos de los temas de los que se va a alimentar la idea de gobernanza. Si hubiera que adelantar una fórmula que explicara la aparición de esa idea, podría ser esta: en un contexto cultural, tanto nacional como internacio­ nal, invadido por esa idea de ingobernabilidad de las democracias, se tra­ ta de busca la gobernabilidad sin gobierno o más allá del gobierno. En ese marco, la idea de gobernanza adoptó la forma de un conjunto de condicio­ nes políticas y económicas que debían cumplir los Estados y los gobiernos para poder ser beneficiarios de un préstamo del Banco Mundial o de los favores del Fondo Monetario Internacional. Entre esas condiciones las ha­ bía, desde luego, muy plausibles y aceptables, como el aumento de la res­ ponsabilidad (accou ntability) y la transparencia de los sistemas políticos, pero algunas tenían también una alcance más discutible: por ejemplo, la privatización incauta y obligada de empresas públicas, que dio lugar a fe­ nómenos importantes de corrupción y de tráfico de influencias en todos los países, pero especialmente en los países en vías de desarrollo5. Algunos años después, el propio Banco Mundial empezaría a recomponer sus polí­ ticas financieras y establecer prioridades distintas. Es interesante pararse a 5. También las hubo innecesarias, com o la creación forzosa de algunas agencias especia­ lizadas de control económ ico (sobre el m ercado de valores, por ejem plo) en países en los que no tenían funciones que cumplir (por ejem plo, no se com praban ni vendían títulos-valor).

analizar brevemente cómo veía el Banco sus propias experiencias. En su informe de 1994 (World Bank 1994) se afirma explícitamente que el in­ terés del Banco en la gobernanza deriva de sus preocupaciones por la sostenibilidad de los programas y proyectos que financia. Habida cuenta de que los estatutos del Banco le vedan interferir en los asuntos políticos in­ ternos de los diferentes países, lo que se propone más bien es diseñar un marco de principios de ‘gobernanza’. Son los siguientes: administración del sector público, responsabilidad (accountability), marco jurídico apto para el desarrollo, y transparencia e información. Se trata de condiciones que han de darse en un país entendido como un todo. Dado que puede suscitarse la duda de si la aplicación de los principios mencionados es compatible con esa exigencia de no interferir en asuntos políticos internos, es necesario ver brevemente en qué consisten las pro­ puestas que se derivan de ellos: entre todas configuran lo que el Banco Mundial ha entendido y transmitido como la idea básica de gobernanza. Escuchemos al Banco: Una parte sustancial del trabajo de gobernanza en el que el Banco Mundial se implica cotidianamente incluye categorías de gestión del sector público tradi­ cional (pu blic s ector m an agem ent [PSM]) tales como la reforma del funcionariado, la gestión de las finanzas públicas y la reforma de la empresa pública. La experiencia en todas las regiones confirma que el PSM es un asunto clave para la efectividad del desarrollo. El énfasis renovado en el PSM se ha visto in­ fluido por las cambiantes percepciones del papel del Estado. El nuevo mode­ lo exige un Estado más pequeño equipado con una burocracia responsable y profesional que pueda proveer de un «medio ambiente capacitante» para un crecimiento liderado por el sector privado para desempeñar con efectividad funciones clave como la gestión económica, y para perseguir una reducción sostenida de la pobreza.

Por lo que respecta a la responsabilidad (accountability), el Banco se re­ fiere sobre todo a la mejora de la rendición de cuentas de sus sectores públi­ cos, y en lo que hace al apoyo al marco legal «ha tomado la forma de asesoramiento del Banco sobre nuevas leyes para establecer un marco para la actividad económica en los países en transición, tales como leyes sobre la pro­ piedad, sociedades (quiebras), bancos, competencia, inversión extranjera y el establecimiento de agencias regulatorias» (World Bank 1994: xv-xvii). Solo al final del informe refleja el documento que el Banco ha advertido la importancia de las instituciones para los procesos de desarrollo, y anuncia que en los próximos años los esfuerzos habrán de enfocarse en cómo asistir a los países en la construcción de instituciones fuertes, y habrá de explo­ rarse más la relación entre desarrollo institucional, PSM y las otras dimen­ siones de la gobernanza {ibid. 1994: xix). Y así ha sido en parte: el Banco Mundial ha reconocido (aunque un poco tarde) que la existencia de Estados fallidos o administraciones anémicas — es decir, la inexistencia de ‘go­ biernos’ en el viejo sentido— imposibilita de hecho todo tipo de desarrollo

económico y social. Pero, mientras tanto, la idea de gobernanza que nos transmitió es la que consiste en la limitación de las funciones estatales y la reducción de la economía del sector público a ser una máquina pequeña que posibilite el desenvolvimiento de la economía de mercado concebida de un modo que pudiéramos llamar neoliberal o liberal «manchesteriano». Gobernanza, pues, es la disposición de los gobiernos y de los agentes pú­ blicos de tal manera que se optimice todo lo posible el funcionamiento de los mecanismos de mercado libre. La idea, en definitiva, de que el Estado debe abstenerse de intervenir. Temo que en esto consista el «sano» equili­ brio de que hablaba la Real Academia de la Lengua. En la tripartición que antes hemos visto que Nye proponía sobre el ejercicio del poder, las prácticas del Banco Mundial pudieran ser clasificadas perfectamente dentro del epígrafe de la «zanahoria». No se trata tanto de transmitir, en el sentido del so ft pow er, algunas ideas y valores propios de una sociedad o de una convicción social y económica, sino de poner condiciones básicas a una actividad bancaria. Esto lo reconoce así el pro­ pio Banco, que afirma que gobernanza es un término amplio que incluye los criterios funcionales que el Banco utiliza para clasificar sus operaciones de préstamo. «El interés del Banco Mundial en la gobernanza deriva de sus preocupaciones por la sostenibilidad de los programas y proyectos que financia». La noción de gobernanza que se utiliza es la que el Banco quie­ re ver reflejada en aquellos países a los que se propone hacer préstamos. Esta noción de gobernanza es todo un esquema de articulación del poder público respecto de las actividades de la llamada sociedad civil: de lo que se trata aquí, como hemos visto, es de diseñar un esquema de actuación públi­ ca basado fundamentalmente en el aseguramiento de los principios de la economía de mercado y en la tendencia de las agencias públicas al laissez faire. Tres rasgos podrían definirla: propensión a la reducción del Estado y las agencias públicas, predominio de la actitud de abstención regulado­ ra frente a la actitud de intervención, y tendencia al Derecho dispositivo más que al Derecho necesario6. Pasemos a ver ahora qué es la gobernanza en otro contexto diferente del anterior, aquel que tiene que ver con la organización y funcionamiento de la administración pública y sus diversas agencias y actividades de prestación de servicios públicos. En ese contexto, la idea de gobernanza se ha unido a la corriente contemporánea de reforma del sector público tan característica de los últimos treinta años. Los ingredientes de esa corriente son de sobra conocidos: primero, la asunción por parte del sector público de principios de organización y management propios del sector privado, que giran sustancial­ mente en torno a las ideas económicas de eficiencia y programación por obje­ tivos. En segundo lugar, una importante oleada de privatizaciones de empre­ sas y organismos del sector público. La idea de racionalizar el sector público,

6.

Un informe más detenido y preciso se halla en Kjasr 2 0 0 4 : cap. 7.

evitando que emprenda actividades para las que, ni por su estructura ni por su funcionamiento, se considera idóneo, ha ido con frecuencia envuelta con la noción de gobernanza en la administración pública. En tercer lugar, hay una importante tendencia hacia lo que se ha llamado «agencificación», esto es, hacia el establecimiento de agencias autónomas o semiautónomas que se hacen responsables de la administración y control de ciertos sectores de ac­ tividad. Una idea clave en este punto es la del distanciamiento de las nuevas agencias d e 1 núcleo central de Jos departamentos ministeriales. Como escribe Kjter, a quien estoy siguiendo aquí, «la lógica es que mediante el aislamiento de la agencia de presiones políticas, pueden ser gobernadas más eficientemen­ te» (Kjter 2004: 28). En cuarto lugar, la gobernanza va siempre acompaña­ da de una insistencia, más o menos intensa, en la idea de «competitividad», de forma tal que la competencia se convierte en una suerte de estímulo para incrementar la eficiencia de la prestación de servicios. Ello se manifiesta en la creación de espacios de mercado o similares al mercado dentro del sector público. Y por último, a todo ello se une la idea fuerte de descentralización, sobre la presuposición de que los servicios y policies que surgen de un te­ jido descentralizado tienden siempre a ser más eficientes que aquellos que emanan de agencias centrales o de una estructura muy centralizada. El panorama que las nuevas ideas de reforma de la administración pú­ blica dibujan es, efectivamente, un panorama que se parece poco al mo­ delo tradicional del sector público, pero tiene algunos aspectos inquietan­ tes: como escribe Rhodes, uno de sus más conocidos teóricos, ya no hay un centro sino múltiples centros, ya no hay autoridad soberana sino redes con una considerable autonomía (Rhodes 1997: 109). Pero, claro, cuan­ do no hay centro sino centros y cuando no hay una fuente conocida de las pautas de regulación de la actividad, sino pautas reticulares autónomas cuyo origen no puede ser determinado ni controlado con precisión, en­ tonces la idea misma de «gobernar» esa realidad se diluye en gran medida. Y es aquí donde se recurre a la noción de ‘gobernanza’ como algo distinto de gobierno. Pero, cabría insistir, ten qué consiste ese algo que es distinto del gobierno? La respuesta aquí es poco clara: se afirma que la gobernanza no puede ya concebirse en términos de control externo por parte del gobier­ no, sino que emerge de una pluralidad de actores (Kooiman 1993: 258), pero esto no responde a la cuestión. Si no hay órdenes o reglas respalda­ das por una autoridad identificada, ¿qué es lo que define la gobernanza como algo diferente a la mera interacción anémica entre tales actores? Y la respuesta siempre aparece en forma de nociones extremadamente vagas, como ‘coordinación’, ‘composición’, ‘dirección’, ‘pilotaje’ o ‘guía’ (stee­ ring), collibm tion 7, integración, etc., es decir, mediante el recurso a ideas

7. Algunos autores denominan collib ra tio n (término que no tiene correlato en español) a la actividad de intervenir en procesos de autoequilibrio social mediante ayudas o gravámenes a alguna de las partes respecto de la otra. Steering (que se ha trasladado también a Alemania con Steuerung) es, sin embargo, el concepto clave que se usa en la literatura sobre la gobernanza.

que pueden quizás denotar una suerte de orientación débil de la actividad, o en otros casos, de composición de intereses o coordinación. En algunos casos se recurre más directamente a las metáforas: la nueva gestión pública se expresa en «menos gobierno (o menos remar) y más «gobernanza» (más guiar [steering])» (Rhodes 1996: 655)8. Esta idea de volver a la vieja metá­ fora del piloto que gobierna el barco, del timonel, puede inducir también a confusión. No se trata, como digo, de imposición de normas coactivas y de programas definidos, sino de algo más matizado. «¿Qué se quiere decir con steering?», se pregunta Stoker: No es el gobierno que establece directrices y deja a otros llevar a cabo su implementación, como fue sugerido por Osborne y Gaebler en su bien conoci­ do consejo a los gobiernos de que pilotasen y no remasen. En el contexto de la gobernanza, pilotar (steering) reconoce que el gobierno no puede imponer sus políticas sino que más bien debe negociar tanto las políticas como su implementación con socios de los sectores público, privado y voluntario. Pilotar implica que el gobierno ha de aprender un «código operativo» diferente que descansa menos en su autoridad para tomar decisiones y que, en lugar de ello, se construye a partir de su capacidad para crear las condiciones de una parti­ cipación de suma positiva y para establecer y cambiar las reglas del juego para estimular lo que se percibe como resultados benéficos (Stoker 200 0 : 98).

Pero es seguramente en el mundo de las relaciones internacionales don­ de se puede detectar con más intensidad el uso de la noción de gobernanza como algo que pretende ser diferente de gobierno. Un doble proceso con­ duce a ello. En primer lugar, se parte de la base de que los fundamentos del Estado westfaliano están en quiebra, de forma tal que muchas de las competencias que venía asumiendo con una razonable eficacia se le esca­ pan ahora de las manos: no puede, por ello, «gobernar» ciertas áreas de su soberanía clásica. De otro lado, un complejo y desigual proceso de internacionalización de la vida parece haber determinado que las fronteras ju­ rídicas y fácticas de los Estados westfalianos sean débiles y porosas, y que, en consecuencia, muchos agentes sociales y económicos, y muchos actos antes regulados por aquellos Estados, sean ahora objeto de una regulación trasnacional que ignora las fronteras. ‘Gobernanza’ viene a ser aquí una suerte de sucedáneo débil de lo que era el gobierno, y una suerte de para­ peto regulador contra las tentaciones de anarquía de la nueva realidad in­ ternacional. Se trata de someter tal realidad a ciertas pautas de orden ante la imparable anemia e impotencia de los Estados westfalianos. Por ello, en el ámbito de la teoría de las relaciones internacionales, esta nueva realidad emergente ha determinado cambios académicos no menores. Se pretende que para captarla y hacer frente a ella no valen ya las teorías «realistas» de la sociedad internacional como anarquía y pugnas de intereses presididas 8. Para la idea de gobernanza en la administración pública, que aquí no puede seguirse más allá, el libro básico es Kooim an 1 9 93.

por naciones hegemónicas, que se resuelven mediante el Derecho de los tratados. Eso ha de dar paso a una percepción de la realidad internacional como un conjunto de interacciones pautadas. La idea de norma, regula­ ción, orden, régimen (Krasner 1983) avanza hacia el proscenio de la con­ sideración de las relaciones internacionales. Pero ya no puede verse como un orden que descansa en los Estados soberanos y los lazos normativos de los tratados, sino de un orden de una naturaleza nueva y de una intensidad diferente que es, precisamente, el que quiere ser aprehendido por el con­ cepto de gobernanza. Si hay un tratamiento del tema que puede ser con­ siderado «clásico», este ha sido el trabajo de James N. Rosenau (Rosenau y Czempiel 1992). Desde su título mismo nos introduce en materia: «Go­ bernanza sin gobierno: orden y cambio en la política mundial». De lo que se trata es de concebir un mínimo de orden en la época de «los pilares deca­ dentes del templo westfaliano» (Zacher 1992). Escribe Czempiel: Entiendo que ‘gobernanza’ significa la capacidad de conseguir que se hagan las cosas sin la competencia jurídica de mandar que sean hechas. Allí donde los gobiernos [...] pueden distribuir valores mediante la autoridad (authoritati­ vely), la gobernanza puede hacerlo de una forma que no es autoritaria pero que es igual de efectiva (Czempiel 1992: 250).

A lo largo de su ensayo introductorio, Rosenau va desgranando los per­ files de la gobernanza: «presumir la presencia de gobernanza sin gobierno es concebir funciones que han de ser realizadas en cualquier sistema hu­ mano viable al margen de si ese sistema ha desarrollado organizaciones o instituciones explícitamente encargadas de realizarlas» (Rosenau 1992: 3). Vale la pena citar in exten so: Gobernanza no es sinónimo de gobierno. Ambos hacen referencia a conduc­ tas de propósitos, a actividades orientadas a un fin, a sistemas reglados, pero gobierno sugiere actividades que están respaldadas por la autoridad formal, por poderes de policía para asegurar la impíementación de directrices políticas debidamente conformadas, mientras que gobernanza se refiere a actividades respaldadas por metas compartidas que pueden o no derivar de responsabili­ dades prescritas legal y formalmente, y que no descansan necesariamente en poderes de policía para vencer desafíos y lograr su cumplimiento. En otras pa­ labras, la gobernanza es un fenómeno más amplio que el gobierno. Abarca las instituciones gubernamentales, pero también incluye en sí mecanismos infor­ males, no gubernamentales, mediante los que aquellas personas y organiza­ ciones que se hallan en su esfera avanzan, satisfacen sus necesidades y cumplen su voluntad (Rosenau 1992: 4).

Rosenau se demora en subrayar que la gobernanza funciona solo si es aceptada por la mayoría, o al menos, por los más poderosos, de aquellos a los que afecta; que la gobernanza hace posible el orden en la esfera inter­ nacional («no puede haber gobernanza sin orden, y no puede haber orden sin gobernanza» [Rosenau 1992: 8]; que se trata muchas veces de rutinas

que surgen espontáneamente, aunque otras veces están expresamente di­ señadas para el mantenimiento del sistema. Es una noción que no excluye la autoridad doméstica de los gobiernos, pero presupone que hay una au­ sencia de autoridad gubernamental al nivel internacional. Según el autor, el orden que acompaña a la gobernanza se despliega en tres niveles o estratos: en primer lugar, en el nivel «ideacional» o intersubjetivo de lo que la gen­ te siente difusamente, percibe en el fondo, o entiende de un modo u otro que son los acuerdos mediante los cuales los asuntos son abordados; en segundo lugar, en el nivel «conductual» u objetivo de lo que la gente hace regular o rutinariamente, con frecuencia sin darse cuenta, para mantener los arreglos globales prevalentes; y en tercer lugar, en el nivel agregado o político donde se da la gobernanza y los regímenes y las instituciones regu­ ladoras ponen en marcha e implementan las políticas inherentes a los pa­ trones «ideacionales» y «conductuales». El primer nivel incluye los sistemas de creencias y valores compartidos; el segundo, lo que los actores hacen de un modo regular o pautado; y el tercero, la dimensión más formal y organi­ zada del orden prevalente, es decir, aquellas instituciones y regímenes que los diversos actores del sistema conforman como medios para perseguir sus inclinaciones «ideacionales» o «conductuales» (regímenes o instituciones como Bretton-Woods, COMECON, Naciones Unidas, etcétera). Afortunadamente, Rosenau ha formulado con mucha más claridad su punto de vista hace algunos años (Rosenau 2005). Allí acoge una amplia de­ finición del Consejo de Roma para iniciar sobre ella un interesante traba­ jo analítico. El Consejo de Roma iniciaba su fórmula mencionando como característico de la gobernanza un «mecanismo de mando» o de «mandato» (command mechanism). Pero Rosenau se distancia deliberadamente de este dato. Será útil que reproduzcamos literalmente la manera en que lo hace: Pero el concepto de mandato puede ser desorientador. Implica que la jerarquía, incluso el gobierno de autoridad, caracteriza los sistemas de gobernanza. Una implicación tal puede ser descriptiva de muchas formas de gobernanza, pero la jerarquía no es ciertamente un prerrequisito necesario para el diseño de me­ tas, la emisión de directrices y la persecución de políticas. De hecho, un tema central de este análisis es que con frecuencia las prácticas y las instituciones de la gobernanza pueden desplegarse y de hecho se despliegan de modo que sean mínimamente dependientes de órdenes jerárquicos basados en mandatos. Por tanto, aunque se preserve el núcleo de la formulación del Consejo de Roma, reemplazaremos aquí la noción de mecanismo de mandato por el concepto de mecanismo de con trol o dirección (steering), términos que enfatizan la na­ turaleza propositiva de la gobernanza sin presumir la presencia de jerarquía. Son términos, además, informados por las raíces etimológicas de g obern an ­ za: el término deriva del griego kibern an y k ib em etes que significa «pilotar» y «piloto o timonel» respectivamente (la misma raíz griega de la que se deriva «cibernética»). El proceso de gobernanza es el proceso mediante el que una organización o sociedad se dirige o pilota a sí misma, y las dinámicas de la co­ municación y el control son centrales para ese proceso (Rosenau 2 0 0 5 : 46).

Para Rosenau, captar el concepto de control al margen de mandatos y jerarquías es lo que viene a definir la gobernanza. El control es propio de sistemas regulados, en el sentido de que tienen un m odicum o f regularity, «una forma de conducta recurrente que liga sistemáticamente los esfuerzos de los que controlan con la conformidad de los controlados, a través de ca­ nales formales o informales» (Rosenau 2 0 0 5 : 46-47). Algunos rasgos característicos de la gobernanza son la interdependen­ cia y la proliferación, lo que supone que los flujos de control y orden no solo se producen dentro de los sistemas sino también de unos sistemas a otros; y supone también que actualmente hay una extraordinaria densidad de organizaciones gubernamentales y no gubernamentales actuando como actores en la realidad internacional. Lo que Rosenau llama «desagrega­ ción» consiste en que «no hay un único principio organizador sobre el que la gobernanza global descanse, ni orden emergente alrededor del que sea probable que converjan comunidades y naciones». La «gobernanza global» —dice— «es la suma de millares — literalmente millones de— mecanismos de control guiados por diferentes historias, metas, estructuras y procesos» (ibid.: 48). Además, tales dispositivos, que se generan con frecuencia «de abajo a arriba» y se estabilizan en virtud de mecanismos de «dependencia de la senda», están en continuo proceso de cambio y evolución. Y ello de­ termina que se estén dando cambios importantes en la localización de la autoridad y en el lugar en el que se hallan los mecanismos de control. En el año 2001, la Comisión de la Unión Europea publicó un informe sobre la gobernanza en la Unión, en el que se afirmaba que la reforma de la gobernanza europea era uno de sus objetivos fundamentales. Sin embargo, ese informe, que recibió múltiples críticas, no ayudará demasiado a despe­ jar nuestras incógnitas. Su razón de ser estaba en el distanciamiento que se percibía desde tiempo atrás entre las políticas europeas y la ciudadanía de los países miembros: «muchos europeos se sienten al margen del trabajo de la Unión». Y para remediarlo era necesario renovar los métodos de la Comunidad mediante un enfoque que no sea tan «de arriba hacia abajo», e incorpore entre sus herramientas políticas instrumentos no legislativos (regulaciones, «directivas marco» y mecanismos correguladores). En una nota a pie de página, sin embargo, se definía de pasada la gobernanza así: «Gobernanza significa reglas, procesos y conductas que afectan a la ma­ nera en que los poderes se ejercen a nivel europeo, particularmente en lo que respecta a la apertura (openness), participación, responsabilidad (a c­ countability), efectividad y coherencia». Estos, en efecto, eran los proble­ mas que trataba de enfrentar ese w hite paper como principios de buena gobernanza. Todos ellos eran, como vemos, desiderata que podrían haber figurado en la agenda de cualquier gobierno democrático en el sentido más clásico. Quizás solo la idea de incrementar la participación abría una pequeña puerta a algo que es característico de la gobernanza tal y como la hemos visto hasta aquí: la inclusión de actores de la sociedad civil en el proceso de toma de decisiones. Es decir, que aunque, como se le ha repro­

chado, el informe se mantenía en los términos anteriores de actuación de las instituciones europeas, abría la puerta hacia dimensiones nuevas: la mencionada de la participación de actores de la sociedad civil, una cierta limitación de los objetivos a alcanzar por la legislación (limitarlos a «ele­ mentos esenciales») con una cierta apelación a instrumentos más flexibles, y una mención breve del llamado «método abierto de coordinación» (open m ethod o f coordination) del que ahora hablaremos. En realidad, esta idea de gobernanza que la aproximaba mucho a la tradicional concepción del gobierno democrático y se limitaba a poner de manifiesto problemas de legitimación y transparencia en las políticas era bien conocida. De hecho, al mismo tiempo que se redactaba este texto se estaba elaborando la idea de una nueva constitución para Europa sobre ba­ ses que se parecían mucho más a un proceso constituyente de tipo westfaliano que a la característica labilidad que transporta la idea de gobernanza. Solo con leer el artículo 1-33 de lo que fue el fallido «Tratado por el que se establece una Constitución para Europa», se cae en la cuenta del camino que se pretendió adoptar: «Las instituciones, para ejercer las competencias de la Unión, utilizarán los siguientes instrumentos jurídicos, de conformi­ dad con la Parte III: la ley europea, la ley marco europea, el reglamento europeo, la decisión europea, las recomendaciones y los dictámenes». Toda una panoplia de fuentes del Derecho de las que, excepción hecha de las re­ comendaciones y los dictámenes, se predicaba con contundencia su fuer­ za vinculante, sin que pudiera verse en semejante arquitectura nada de lo que puede connotar la nueva noción de gobernanza. Sea ello como fuere, lo cierto es que la Unión Europea no caminó hacia ese modelo. Por su peculiar articulación institucional y sus especíales modos de decisión, abandonó la vía de la institucionalización fuerte (constitucionalización, sistema claro de fuentes, definición de procesos decisorios, etc.) y consolidó nuevas formas de gobernanza. En un número especial del European L aw Jou rn al del año 2002, se detecta e identifica esto con toda cla­ ridad. Scott y Trubek son capaces de dar cuenta de un modo muy explícito de esa deriva en los modos de actuar de la Unión. Y lo hacen de un modo especialmente idóneo para los objetivos que se persiguen en estos comenta­ rios: comparando precisamente los modos tradicionales de gobierno de la Unión con los mecanismos de la nueva gobernanza. Ello identifica con cier­ ta claridad (claridad, por cierto, que se echa de menos en el documento de la Comisión) los perfiles propios de la noción de gobernanza aplicada a la Unión. Lo que los autores llaman «método comunitario clásico» tiene como premisas el derecho exclusivo de la Comisión a la iniciativa legislativa, y los poderes legislativos y presupuestarios del Consejo de Ministros y el Parla­ mento Europeo. El voto por mayoría cualificada también se considera un elemento esencial para asegurar la efectividad del método, y el Tribunal Eu­ ropeo cumple la función de garantizar el respeto al imperio de la ley. Pues bien, a partir de aquí surgen dos vías nuevas hacia la ‘gobernanza’. Por un lado, algunas variaciones sobre el modelo clásico. Y a este respecto los auto­

res citan situaciones en las que el proceso legislativo se ha usado para produ­ cir normas no vinculantes (soft law), o para permitir a los Estados miembros una flexibilidad sustancial en el modo de implementar las provisiones gene­ rales. Esta flexibilidad se consigue, al menos en algunos temas, mediante la utilización de estándares abiertos. Por otra parte, los principios de subsidiariedad y proporcionalidad pueden ser alegados para poner en cuestión actos legislativos de la Unión. También anotan los autores un creciente recurso a directivas marco que permiten a los miembros una flexibilidad sustancial en la implementación de las normas de la Unión. A continuación, los autores reseñan la rápida expansión de la presencia de la llamada sociedad civil en los procesos de toma de decisiones, y algunas otras derivaciones del méto­ do clásico hacia pautas nuevas propias de la gobernanza. Pero donde más se expresa —lamentablemente— el rumbo actual de la Unión es en una segunda categoría de mecanismos que Scott y Trubek lla­ man «alternativos» al método clásico: amplia participación de instancias nuevas en los procesos decisorios sobre fondos estructurales, diálogo social, y el nuevo «método abierto de coordinación». De acuerdo con este nuevo método, los Estados miembros «se ponen de acuerdo sobre un conjunto de grandes objetivos de algunas policies, y enuncian unos principios muy gene­ rales de orientación {guidelines), pero permanecen libres para perseguir esos objetivos de formas que encajen en sus contextos nacionales y a diferentes tempos» (Scott y Trubek 2002: 5). Este método, que se empezó aplicando a políticas de empleo, se basa en la aceptación de una lista de principios guía que, sin embargo, admite la posibilidad de diversificar sustancialmente las políticas, pues el poder genuino y la posibilidad de articularlo en normas ju­ rídicas permanece en el Estado nacional, y solo se procede cada cierto tiem­ po a hacer una supervisión de la Unión y una valoración de lo conseguido9. Es útil reflejar cuáles son, según Scott y Trubek, las características de la nueva gobernanza dentro de la Unión Europea (ibid.: 5-6): a) Participación y poder compartido. Los enfoques de la nueva gobernanza implican nuevas maneras de expandir la participación de elementos de la so­ ciedad civil en el proceso político. b) Integración multinivel. Aceptación de la necesidad de coordinar accio­ nes y actores en muchos niveles de gobierno, y entre gobierno y actores pri­ vados. c) Diversidad y descentralización. Aceptación de la posibilidad de la di­ versidad coordinada y las ventajas de dejar la decisión política final al nivel más bajo posible, cuando eso es factible. d) Deliberación. Los mecanismos de la nueva gobernanza están diseñados para fomentar una extensa deliberación entre los interesados sobre la natura­ leza de los problemas, la mejor manera de solucionarlos y el desafío de llevar adelante soluciones en los diferentes contextos de los Estados miembros.

9. Una útil presentación puede verse en Jacobsson 2 0 0 4. También, en un sentido más críti­ co, Radaelli 2 0 0 3 .

e) Flexibilidad y revisabilidad. Los enfoques de la nueva gobernanza des­ cansan menos en reglas formales y hard law que en estándares abiertos, guías flexibles y revisables, y otras formas de soft law. f) Experimentación y creación de conocimiento. Los procesos de delibera­ ción, los intercambios formales e informales, y las diversas experiencias faci­ litan la creación de conocimiento y la experimentación. Como vemos, el grado de precisión y definición no acaba de aumentar con todas estas aportaciones. No es imposible pensar, sin embargo, que Scott y Trubek hayan utilizado una perspectiva que tendía a hacer demasiado rígi­ do el modo de actuar «clásico» de la Unión Europea para así destacar más los nuevos caminos de la gobernanza. Lo cierto, sin embargo, es que en la Unión siempre ha habido dos rasgos que forzaban su política fuera de los cauces del típico Estado westfaliano: en primer lugar, naturalmente, lo que se ha llamado gobierno multinivel; en segundo lugar, el tipo caracte­ rístico de regulación europea (cf. Kjaer 2 004: cap. 4). No puede olvidarse que la estructura estratificada de la Unión impone una de las caracterís­ ticas que se han predicado de la noción de gobernanza, aquella que in­ volucra en las políticas relaciones entre actores supranacionales, actores nacionales y actores subnacionales. Tampoco ha sido la Unión ajena a la presencia de sectores de la sociedad civil. Por otro lado, Scott y Trubek ponen demasiado énfasis en la estructura normativa vinculante del orden jurídico europeo, proyectando así un poco de sombra sobre la flexibilidad que siempre ha caracterizado los mecanismos normativos de la Unión, mu­ chos de los cuales son armonizadores, producto de negociaciones incesan­ tes y más parecidos al steering, es decir, a la guía y coordinación, que a la imposición formal. Algún autor ha afirmado incluso que la cualidad básica de la Unión, y la que explicaba su éxito, era precisamente carecer en gran medida de rasgos propios de un Estado (Sbragia 2000). Pero ya va siendo hora de que tratemos de reasumir en un conjunto de rasgos más definidos las que puedan extraerse como propiedades razonables de eso que en contextos tan dispares se ha venido llamando ‘gobernanza’. Gerry Stoker hizo una primera aproximación que vale la pena mencionar. De acuerdo con él, pese a la variedad de significados que ha podido tener, hay «un acuerdo de base respecto de que la gobernanza se refiere al desa­ rrollo de estilos de gobierno en los que los límites entre, y dentro de, los sectores privado y público se han vuelto borrosos. La esencia de la gober­ nanza es su foco sobre mecanismos de gobierno que no descansan en el recurso a la autoridad y sanciones del gobierno» (Stoker 1998: 17). Y des­ pués de mostrar lo limitado que es el enfoque puramente económico del Banco Mundial (simple compromiso con la idea de gobierno eficiente y responsable), pasa a enumerar cinco proposiciones que presentan aspec­ tos a considerar en la idea de gobernanza. Las proposiciones son estas (la traducción es mía, y libre) (ibid.: 18):

1) G obern an za hace referencia a un mundo de instituciones y actores que sur­ gen a partir del gobierno, pero también más allá de él. 2) G obern an za identifica lo borroso de los límites y responsabilidades a la hora de enfrentar los temas sociales y económicos. 3) G obern an za identifica la dependencia de poder que se da en las relacio­ nes entre instituciones implicadas en acciones colectivas. 4) G obern an za trata de redes de actores que se autogobiernan autónoma­ mente. 5) G obern an za reconoce la capacidad de que se hagan las cosas sin que tal capacidad descanse en el poder del gobierno para ordenarlas o usar su autori­ dad. Ve el gobierno como capaz de usar nuevas técnicas y herramientas para pilotar (steer) y guiar.

Como se trata de puntos formulados de un modo general, y a veces poco claro, podemos ayudarnos del autor para rebuscar un poco por dentro de ellos. El primero hace referencia a dos tipos diferenciados de problemas: en primer lugar, a la complejidad actual de la estructura institucional de los gobiernos, que está fragmentada en un laberinto de instituciones y or­ ganizaciones: niveles locales, regionales, nacionales y supranacionales que mantienen entre sí lazos diversos. En segundo lugar está «la creciente im­ plicación de sectores privados y voluntarios en la prestación de servicios y en la toma estratégica de decisiones» (Stoker 1998: 19). Hemos, por tanto, de abandonar nuestras concepciones «constitucional-formales» de lo que son las agencias de gobierno y el Estado, y volver a una visión más realis­ ta: «En el mundo moderno, el gobierno ‘que es’ es complejo, confuso, re­ sistente a la dirección central y en muchos aspectos difícil de entender por los políticos, y menos por el público» (ibid.: 19). La segunda proposición sobre la gobernanza llama nuestra atención sobre un giro en la percepción de la responsabilidad. Trata de que el Estado dé un paso atrás para proyec­ tar más responsabilidades sobre los sectores privados y voluntarios, es decir, sobre el ciudadano (ibid.: 21). Es la expresión de un cambio en el balance a largo plazo entre el Estado y la sociedad civil, dados los límites borrosos que se dan entre lo público y lo privado. Trata de recordarnos cuántas ne­ cesidades son satisfechas por organizaciones no sometidas a la autoridad del gobierno. La tercera proposición sobre la carga teórica de la noción de gobernanza pretende recordarnos la interdependencia que se da entre to­ das las organizaciones presentes en el contexto social: ninguna organización tiene hegemonía en todos los momentos, aunque pueda dominar un tramo del proceso decisorio. Hay siempre «una persistente tensión entre el deseo de una acción de autoridad y la dependencia de la aceptación y la acción de los demás» (ibid.: 22). La función de gobernar es, desde la perspectiva de la go­ bernanza, un proceso interactivo, porque no hay ningún autor único, pú­ blico o privado, que tenga el conocimiento y la capacidad para responder a los problemas unilateralmente. Ello lleva consigo diversas formas de in­ teracción e interrelación, y supone, obviamente, una exigente demanda de «coordinación». La cuarta característica que nos presenta la noción de go-

bernanza es la formación de self-governing netw orks, de redes de autogo­ bierno. Tales redes no solo se dibujan en la estela tradicional de grupos de presión o asociaciones que están presentes en el proceso decisorio, sino que «implican no solo influir en las políticas del gobierno, sino asumir la tarea del gobierno» {ibid. : 23 )10. Y, por último, la última proposición, aquella que se refiere a la capacidad de que las cosas se hagan sin que ello descanse en el poder del gobierno para mandar o usar su autoridad, ve la misión del gobierno en el seno de todo ese complejo y semiautónomo magma de ac­ tores y organizaciones, de una forma mucho más matizada: ‘capacitador’, ‘agente catalítico’, ‘comisionador’. La autoridad pública no gobierna, sino que identifica problemas, coordina, pilota, influye. «En el contexto de la gobernanza, el gobierno ha de aprender un código de operar apropiado que desafía los pasados modos jerárquicos de pensar» {ibid.: 24). Stoker es consciente de que lo que ha presentado como caracteres de la gobernanza plantea serios problemas, «dilemas» los llama él, de legitima­ ción, de responsabilidad y escapismo, conductas oportunistas, imposibilidad de rendir cuentas y fallos de gobierno. Después tendremos que hacer algún comentario sobre ellos. El lector debe disculpar que se le haya obligado a hacer un viaje demasia­ do prolijo y desordenado por textos y aportaciones diferentes que surgen en contextos diferentes, pero era necesario para poder obtener un cierto perfil de lo que se quiere decir cuando se usa actualmente el término ‘go­ bernanza’. Ahora, me parece, estamos en disposición de formularlo de un modo más preciso. Y creo advertir en ese uso cuatro rasgos principales que pueden ayudarnos a sentar una idea homogénea y clara de lo que se quie­ re decir con el término, dejando al margen que en unos contextos u otros se subraye con más vigor alguno de los elementos. Por lo que respecta a los actores en presencia, cuando se habla de go­ bernanza se está haciendo referencia a un estado de cosas en el que toma parte una compleja pluralidad de actores, tanto públicos como privados, definidos de un modo más formal (como instituciones, por ejemplo) y de un modo menos formal (actores privados). Si se trata de actores públi­ cos, además, se registra una pluralidad de niveles: el nivel local, el nivel regional, el nivel estatal o nacional y el nivel supraestatal. En el caso de la Unión Europea, por ejemplo, esta presencia «multinivel» es manifiesta. Pero además encontramos en las reflexiones sobre la gobernanza una rei­ teración muy común en detectar la presencia de actores de la llamada «so­ ciedad civil»: corporaciones, organizaciones informales, organizaciones no gubernamentales (que pueden a su vez tener ámbitos de actuación local, regional, nacional o internacional), e incluso actores privados individua­ les. La pluralidad y la complejidad de los actores en presencia es, pues, la primera característica de las situaciones de gobernanza. 10. des 2 0 07).

Este es el rasgo que Rhodes ha considerado siempre característico de la gobernanza (R ho­

Por lo que respecta a las relaciones que se dan entre esos actores múl­ tiples en las situaciones de gobernanza, una cualidad que se menciona casi siempre es la de ausencia de relaciones de jerarquía en sentido estricto. Los actores son «interdependientes», es decir, no configuran un diseño de jerarquía en el que uno de ellos frente a los demás es hegemónico en la relación. Tampoco se trata de actores plenamente autónomos e interde­ pendientes que se relacionan desde la mera independencia, como sucede­ ría en las relaciones de mercado. Se trata de netw orks, de nodulos que dependen recíprocamente unos de otros, de forma tal que han de tomar en cuenta en sus decisiones particulares la presencia de los demás. Se su­ braya también con frecuencia que no hay un papel preponderante para el gobierno o el Estado nacional que pueda presentarse como clave de bóve­ da del edificio. No hay definida con claridad ninguna autoridad jerárqui­ ca superior al resto de los actores. Este es, sin duda, uno de los rasgos más controvertibles del modelo de gobernanza; incluso para sus mismos teóri­ cos, que discuten sobre el papel relativo del gobierno en el conglomerado complejo de la gobernanza, alineándose así en escuelas y posiciones teóri­ cas diversas. En todo caso, ninguno de sus proponentes niega el deterioro de la posición del gobierno en la arquitectura de la gobernanza. Por lo que respecta a las acciones de gobernanza, por un lado, se insiste en la autoorganización de las redes, que generan pautas de comportamiento a partir de sí mismas, pautas que han de tenerse siempre en cuenta en la ar­ ticulación de los actos de gobernanza. Por otro lado, se subraya con fuerza, casi unánimemente, la actividad de coordinación, guía, pilotaje, dirección, bajo la invocación repetida del término inglés steering o to steer, al que se da un alcance claramente diferenciado de la vieja metáfora del gobernante como timonel o piloto de la nave del Estado. Más bien se insiste en que coordinar o pilotar es en este sentido cualitativamente distinto de gobernar o mandar mediante medidas coercitivas. Es una actividad que consistiría más bien en encauzar y coordinar las diferentes fuerzas que surgen de los diver­ sos actores, sin que pueda afirmarse que el gobierno o el Estado tienen una fuerza superior que les permita imponer sus políticas. Se habla, a propósito de ello, no tanto de regular sino de gestionar las reglas que puedan surgir, o de negociar la generación de esas reglas. Eso da lugar a fenómenos de res­ ponsabilidad compartida difíciles de encajar en la literatura política usual. No es de extrañar, por ello, que la ‘persuasión’ como algo distinto de la im­ posición pase al primer plano en la literatura sobre la gobernanza. Y por último, por lo que respecta a la naturaleza de las pautas que sur­ gen de las actividades de gobernanza, se trata de regulaciones que se asientan sobre la flexibilidad y la permisividad, en el sentido de que muchas veces se presentan para ser seguidas siempre que no pueda aducirse alguna razón en contra de ellas que las supere, y pueden en todo caso ser discutidas. En ge­ neral, la gobernanza prefiere generar o secretar (uso esos términos porque en algunas de sus versiones no se advierte quién crea o cómo se crea la norma de gobernanza, y es tema poco estudiado) colecciones de metas compartidas

en la forma de reglas o normas «de fin», generalmente «blandas», que esta­ blecen estados de cosas deseados y dejan a los diversos actores que decidan sobre los diferentes caminos políticos y normativos para alcanzarlos. No es de extrañar, por ello, que en los contextos de uso del término ‘gobernanza’ aparezca con frecuencia como instrumento normativo característico el llama­ do soft law, que ahora vamos a examinar con cierta minuciosidad. 3. L a naturaleza d el soft law Para un jurista, la idea de soft law es un poco enigmática. Quizás no tan­ to para un jurista especializado en Derecho internacional, por la fami­ liaridad que en él existe desde siempre con el debate sobre la naturaleza jurídica y el alcance efectivo de las normas de ese Derecho. Pero en todo caso es, desde luego, una noción nueva. La ‘gobernanza’ está presente hace tiempo en las reflexiones actuales sobre las relaciones internacionales, pero el llamado soft law ha llegado más tarde a la reflexión de los juristas y solo se ha adquirido conciencia de su presencia en la normatividad internacio­ nal hace no muchos años. Las dos nociones, sin embargo, parecen tener relaciones evidentes entre sí. «En sistemas de gobiern o el Derecho es duro (,bard); en sistemas de gobernanza el derecho es blando (soft). La diferencia crucial entre estos dos tipos de normas jurídicas es que el soft law carece de la posibilidad de sanciones legales. Es decir, que el soft law no se con­ sidera legalmente vinculante». Así se inicia un conocido libro actual sobre el concepto (Mort 2004: 1; cursivas mías). La idea de gobernanza, pues, pa­ rece exigir la presencia de un Derecho más blando. Así pues, gobierno es a Derecho duro, lo que gobernanza es a Derecho blando o suave. Jerarquía, gobierno y Derecho duro se corresponden bien con el clásico diseño hobbesiano del Estado; gobernanza y soft law escapan de él, y plantean con ello algunos problemas al jurista. Después llegaremos a los que presenta ante nosotros esa carencia de vinculatoriedad recién mencionada; ahora solo se trataba de señalar que el tratamiento de la noción de soft law al lado de la de gobernanza no es arbitrario; obedece más bien a esa suerte de corre­ lación, conexión que parecen tener entre sí. El concepto de soft law ha llegado últimamente a otros ámbitos del Derecho11, también del orden jurídico interno, pero es sin duda un perso­ naje cuyo papel parece escrito para la escena internacional. Plantea al inter­ nacionalista, de cualquier persuasión que sea, serias cuestiones de fondo. Es natural. Mientras que la noción de netw ork hace referencia al tipo de relación entre los actores, y la noción de gobernanza al vínculo político que se da entre ellos, la noción de soft law atañe directamente a las fuen­ tes del Derecho internacional, y es capaz por ello de reabrir muchas de las 11. Puede verse ia exploración del concepto en la actividad normativa del G obierno en Es­ paña en Sarmiento 2 0 0 8 y en la actividad del legislador estadounidense en Gersen y Posner 2 0 0 8 .

viejas controversias sobre la naturaleza del orden jurídico internacional y muchas preguntas relevantes sobre su actual dimensión. Trataremos de ver algunas de ellas a continuación. Como telón de fondo merece la pena señalar algo ya mencionado an­ tes: la extendida conciencia de profundos cambios en el escenario jurídico y político internacional. Se citan, naturalmente, como los más evidentes, el nacimiento y desarrollo, tras la Segunda Guerra Mundial, de una red cada vez más tupida de instituciones internacionales permanentes, tanto a nivel universal como regional; la multiplicación y diversificación de los actores en la comunidad internacional; la rápida evolución de la economía global con la creciente interdependencia de los Estados, el progreso de la ciencia y la tecnología con su insólita capacidad de vehicular información, comu­ nicar acciones y mensajes, etc. (Dupuy 1991: 420-421). Vemos así que el marco en el que se introduce el nuevo concepto de soft law no dista mucha del contexto que define la idea de ‘globalización’. Estos cambios de mar­ co replantean, desde hace ya tiempo, la visión más común que se tenía de la nómina de las fuentes del Derecho internacional. Ya hace algunos años se pudo afirmar que el Derecho internacional tal y como ha llegado hasta nosotros es producto de un llamado «periodo clásico» (entre 1648 y 1914) caracterizado por una realidad que se consideraba ya obsoleta: la fragmen­ tación de la sociedad internacional (Hambro 1973: 78-79). En consonancia con ello, se va también viendo como algo cada vez más anticuado y poco idóneo para dar cuenta de la realidad jurídica el carácter limitado de la enu­ meración convencionalmente aceptada de las fuentes del Derecho interna­ cional, es decir, la enumeración contenida en el artículo 38(1) del Estatuto de la Corte Internacional de Justicia: tratados (en sentido fuerte), normas consuetudinarias y principios reconocidos por las naciones civilizadas. Eso ha sido hasta hace bien poco todo el «Derecho internacional». Era (y se pretende que siga siendo) el único Derecho que ha de aplicar la Corte In­ ternacional. Un Derecho percibido desde una óptica predominantemente ínter-estatal, ya que, según el Estatuto de la Corte, solo los Estados podían (y pueden) ser partes ante ella, y sus decisiones atañen exclusivamente a aquellos Estados que ante ella litigan. Sin embargo, cada vez es más evidente que ya no es posible mantener que la realidad de las relaciones internacio­ nales actuales se pueda acomodar dentro de ese marco. Esto significa, entre otras cosas, que hay más relaciones jurídicas internacionales de las que se sueñan en ese Estatuto. Lo que no significa que sea fácil identificar y esta­ blecer el carácter de esas pautas nuevas que, como normas jurídicas de uno u otro tipo, pugnan por ir más allá de ese elenco de fuentes. Quizás ello ha sido también el determinante de que se vuelva a plantear el problema de la naturaleza del Derecho internacional y su lugar en el mundo nuevo12, y que se traiga otra vez a colación, en relación con esta ape-

12.

Entre los autores españoles vale la pena m encionar el libro de Pérez-Prat 2 0 0 4 .

lación al so ft law , la «debilidad estructural» del sistema normativo interna­ cional, menos elaborado y más rudimentario que el orden jurídico interno, menos capaz de establecer mecanismos sancionatorios adecuados, y mu­ chas veces redactado en forma de estándares generales, de naturaleza co­ mendatoria, dotados de una gran generalidad, etc. (Weil 1983: 413-414). Pienso que eso no debe significar que pueda razonablemente volver a plan­ tearse en los términos clásicos el viejo problema de la carencia de juridici­ dad del Derecho internacional. De hecho, hay una creciente conciencia que camina precisamente en el sentido contrario. El orden internacional se está juridificando cada vez más. Algunas importantes contribuciones a la teoría de las relaciones internacionales insisten, en efecto, en que la vida en la comu­ nidad internacional está atravesando actualmente un periodo de «desplaza­ miento hacia el Derecho (m ove to law)» (Godstein et al. 2 000: 385-386). Lo que puede dar lugar incluso a una paradoja: más demanda de Derecho, sí, pero de un Derecho más suave. Quizás eso explique la necesidad de nue­ vos modos jurídicos de expresión como lo es sin duda el soft law. Lo que, sin embargo, no excluye que planteen problemas conceptuales y reales de gran importancia. Trataremos de verlos con algún detenimiento13. La expresión so ft law fue acuñada por Lord McNair, profesor de D e­ recho Internacional de la Universidad de Cambridge, miembro de la Corte Internacional de Justicia y presidente del Tribunal Europeo de Derechos Humanos hasta 1965, en su monumental The L aw ofT reaties. Se piensa que su intención al hacerlo fue más bien diferenciar entre enunciados nor­ mativos de lege lata y enunciados normativos de lege ferenda. Su invención semántica, sin embargo, ha dado lugar a discusiones porque parece portar una suerte de contradicción en los términos. Algunos autores han man­ tenido, en efecto, que si una norma es law no puede ser soft, y si es soft no puede ser law. Sin embargo, esa misma ambigüedad o mezcla de térm inos que parecen no casar entre sí, y que ha llevado a no pocos autores a ver en ella esa suerte de oxímoron o contradictio in term inis, es lo que hace de la nueva acuñación algo especialmente feliz para dar cuenta de los nuevos (y no tan nuevos) fenómenos normativos del Derecho internacional. Ha sido esa conciencia de estar asistiendo a algo nuevo en ese mundo norma­ tivo lo que ha unido la nueva expresión a la nueva realidad. Dos trabajos pioneros, uno crítico y uno más comprensivo, pueden ayudarnos a entrar en ese nuevo espacio (Dupuy 1975; Baxter 1980). Dupuy registra — digamos que con cierto pesar— la llegada de dos fe­ nómenos nuevos al proceder del Derecho internacional. En primer lugar, lo que llama la costumbre «salvaje», «contestataria», «separatista» o «revolu­ cionaria». Frente a las costumbres internacionales basadas en la repetición de hechos, «establecidas sobre la suntuosa lentitud del ‘eterno ayer’», que 13, M e propongo, sin em bargo, insistir aquí sobre todo en aspectos teóricos del concepto. Dos excelentes presentaciones en lengua castellana de muchos de sus problemas son las de Mazuelos 2 0 0 4 y Del Toro 2 0 0 6 .

miran hacia el pasado..., han aparecido ahora unas costumbres que despre­ cian este elemento histórico fáctico del comportamiento rutinario de los actores de la escena internacional. «Mientras que en la costumbre clásica, la multiplicación de hechos produce un crecimiento de la conciencia jurí­ dica según un proceso existencial en el que la existencia precede a la esen­ cia, cualificada después como Derecho», en las costumbres revisionistas o revolucionarias, en cambio, se propone como costumbre anterior a los he­ chos la «proyección fáctica de una voluntad política» (Dupuy 1975: 135). Mediante ella formulan la costumbre en una declaración que la hace pa­ sar del plano de la acción conjunta al plano de la afirmación colectiva. El elemento psicológico hace aparecer la costumbre como una regla nueva de Derecho. «Proclamando una ética que tiene en su favor la adhesión del mayor número, la Declaración aparece como democrática [...] Quiere en­ tonces constatar el fin de una regla consuetudinaria contraria a ella y dar el golpe de gracia a la costumbre crepuscular» (ibid.: 139). La declaración —Dupuy hace referencia explícitamente a las resoluciones de la Asamblea General de las Naciones Unidas lideradas por países en vías de desarro­ llo— se presenta, pues, como una expresión de opinio iuris que vale para subrayar «la prioridad de la conciencia sobre la historia». Pero estas resoluciones declaratorias de acuerdos no se quedan ahí, y aquí viene el segundo fenómeno registrado por Dupuy. Es aquel en que se transita desde esas resoluciones que expresan acuerdos al «Derecho programatorio», que es donde «se ve utilizar la expresión soft law», que no podría encontrar otra traducción al francés sino la de derecho blando o flexible (droit m ou) o Derecho verde o prematuro (droit vert). Se trata de acuerdos de contenido impreciso y alcance vago, generalmente en tono de exhortación, que van a acabar desembocando en un Derecho programatorio que se sitúa más en el mundo de la ética que en el del Derecho mismo, que busca fuerza en la opinión pública y en la «mala conciencia», y que acabará provocando el nacimiento de nuevas normas jurídicas que plantean difíci­ les problemas de aplicación. Fue el juez y profesor de Harvard R. R. Baxter, sin embargo, el que presentó el tema con toda su amplitud en un artículo que hoy es un clásico: Se entiende hoy generalmente — aunque los juristas no duchos en Derecho internacional pueden rebelarse todavía contra esa idea— que los principios y reglas del Derecho internacional tienen una existencia real y crean obligacio­ nes para los Estados y los individuos incluso aunque no puedan ser reforza­ das mediante sanciones. Que hay normas jurídicas que ocupan un lugar en el Derecho internacional aunque no creen derechos o deberes es una afirmación más radical, pero una afirmación, creo, que puede ser defendida.

Así presentaba el tema. Y afirmaba en ese sentido: Hay normas de grados variados de fuerza (cogency), persuasividad y consen­ so que se incorporan a los acuerdos entre Estados pero no crean derechos y

deberes aplicables por la fuerza. Pueden ser descritos como Derecho «sua­ ve (so ft)» como algo distinto del Derecho «duro (h a rd )» que consiste en re­ glas de tratados que los Estados esperan que se observen y se cumplan (Bax­ ter 1980: 549).

Usaba a este respecto la expresión «acuerdos internacionales» (Inter­ national agreements) para evadir la rigidez técnica que los juristas habían proyectado sobre el término «tratado», de modo que pudiera comprender «todas aquellas normas de conducta que los Estados o las personas que ac­ túan en nombre de los Estados, han suscrito sin considerar que fueran vin­ culantes, o aplicables por la fuerza, o que estuvieran sujetos a una obligación de cumplimiento de buena fe» (Baxter 1980: 550). Acuerdos para entrar en alianzas, para coordinar una acción militar, o declarar la neutralidad de un área, o declarar sus políticas de futuro, etc. Mencionaba ejemplos de algunos de esos acuerdos (la Carta Atlántica o el Acuerdo de Yalta) y afirmaba que ese tipo de acuerdos era particularmente vulnerable a la operación de la cláu­ sula rebus sic stantibus, y tan legalmente frágiles como lo pudieran ser los comunicados conjuntos o las declaraciones conjuntas. Extraía de su análisis tres tipos de estos acuerdos internacionales: los pacta de contrahendo, los artículos no autoejecutivos de un tratado que exigieran acuerdos ulterio­ res para darles efecto y las provisiones hortatorias. Todos ellos tenían se­ gún Baxter «la característica común de no crear obligaciones jurídicas que sean susceptibles de aplicación por la fuerza (en forcem en t), en cualquiera de los sentidos en que se emplee la palabra enforcem ent. Todos ellos son — concluía— soft law» (ibid.: 554). Y registraba por fin el incremento de las ocasiones en las que los Estados empezaban a recurrir a ellos. Ensayemos ahora un acercamiento al concepto de soft law sobre la base de esos y otros trabajos que han tratado de comprender en una definición cuál puede ser su naturaleza. Advierto de antemano que las definiciones que se proponen nunca son suficientes para captar lo que desean, y deben ser complementadas con un elenco más descriptivo de las características o ras­ gos que acompañan a ese nuevo tipo de normas. La prueba de ello es el alto grado de desacuerdo que existe con respecto de la mayoría de las defini­ ciones que se proponen. Wellens y Borchardt realizaron una breve recapi­ tulación de las mismas en su momento (Wellens y Borchardt 1989: 271 ss.). Registraban allí, por ejemplo, la temprana tentativa de Tammes (1983). Tras examinar la práctica, Tammes entendía que el término se utilizaba para hacer referencia a fenómenos que tienen las características de «Derecho» en sus efectos directivos orientados a influir la voluntad y a restringir la libertad de aquellos sobre los que se proyecta ese soft law. Pero al mismo tiempo afirmaba que algo se había perdido en su naturaleza jurídica o vin­ culante de normas de Derecho tal y como las conocemos de la vida coti­ diana e incluso de la vida internacional. En conclusión, afirmaba que el término se refería a dos situaciones: a) cuando no se asume que haya un gravamen real (no assumption o f a real burden), y b) cuando no se cumple

ninguna de las condiciones que hacen de un modelo de conducta una obli­ gación vinculante (Tammes 1983: 187 y 193). Wellens y Borchardt asu­ mían que la idea de fuerza jurídica atenuada, o de gradación de la fuerza jurídica, estaba presente en la noción de soft law , pero encontraban insu­ ficiente esta descripción, y se referían a otras dos que vale la pena men­ cionar. Una muy detallada de Thurer, que hacía referencia a normas in­ ternacionales a las que no corresponde ninguna vinculatoriedad jurídica (.Rechtsverbindlichkeit), pero que a pesar de ello producen ciertos efectos jurídicos (Rechtswirkungen) o presentan una cierta proximidad al Derecho (.Rechtsnáhe). Y otra de Bothe que, traducida literalmente, decía así: «No se trata de law sino de normas de tipo no jurídico que según el contexto político crean ciertas, mayores o menores, expectativas de conducta (Verhaltungserwartungeri), y en ese sentido pueden también ser más o menos hard o soft» (Wellens y Borchardt 1989: 272-273). Los autores terminan afirmando que el surtido de opiniones que han analizado no muestra sino la complejidad y la confusión que rodea al problema, y se inclinan por una definición amplia que, sin embargo, distinga claramente al soft law del cuer­ po de derechos y obligaciones vinculantes del Derecho internacional públi­ co, de un lado, y de los acuerdos e instrumentos exclusivamente políticos en los que la intención de las partes implicadas es y debe ser decisiva, de otro. He aquí su definición: El soft law se refiere a reglas de conducta que se encuentran en el nivel de lo no vinculante jurídicamente (en el sentido de ser aplicable por la fuerza y sancionable mediante la responsabilidad internacional) pero que, de acuerdo con la intención de sus autores, posee un alcance jurídico (legal scope) que ha de ser definido ulteriormente en cada caso. Tales reglas no tienen en común un están­ dar de intensidad uniforme por lo que a su alcance jurídico respecta, pero tie­ nen en común el que están dirigidas (intención de los autores) y tienen como efecto (a través del Derecho internacional) que la conducta de los Estados, las organizaciones internacionales y los individuos sea influida por esas reglas, sin contener, sin embargo, derechos y obligaciones jurídicas internacionales (Wellens y Borchardt 1989: 274).

Otra interesante investigación conceptual es la llevada a cabo por Tadeusz Gruchall-Wesierski pocos años antes y referida básicamente a normas económicas internacionales (Gruchall-Wesierski 1984). Aunque los Esta­ dos parecen dispuestos a enfrentar colectivamente este tipo de problemas económicos y financieros, afirmaba el autor, tienden también a limitar las constricciones a que están dispuestos a someterse a sí mismos. Para eso usan dos técnicas: en primer lugar, retienen la discreción sobre la defini­ ción de las obligaciones que asumen, y en segundo lugar, evitan las obli­ gaciones jurídicas. Las provisiones que usan estas técnicas para lograr los fines de la acción colectiva y la limitación de las constricciones son aque­ llas que pueden ser descritas como soft law. A partir de aquí el autor trata de dibujar el marco de comprensión de ese fenómeno, partiendo de una

definición tentativa sorprendente. La particularidad de ella es que afirma que dentro del soft law pueden darse tanto normas jurídicas como normas no jurídicas, con lo que la confusión parece ir en aumento. No solo esta­ mos ya ante un law que resulta no ser jurídicamente vinculante, sino ante un law integrado por normas que son law y por normas que no son law, de forma que la contradicción en los términos parece intensificarse aún más. Después hablaremos de los caracteres que le atribuye. De momento, he aquí su definición: Las normas del soft law económico son obligaciones jurídicas y no jurídicas que crean la expectativa de que serán usadas para evitar o resolver disputas. No están sujetas a la interpretación autorizada de un tercero y su contenido y formación son de naturaleza internacional.

Como luego trataremos de establecer una enumeración adecuada de los caracteres que están presentes en este tipo de normas, bastará ahora que completemos la información sobre la definición o concepto acudiendo a dos libros importantes. El primero es el de Linda Senden (Senden 2004). En él, tras entender que ninguna de las anteriores definiciones era satisfac­ toria, la autora trata de establecer como elementos centrales del concepto los siguientes: el primero, que se refiere a ‘reglas de conducta’ o ‘compromi­ sos’; el segundo, que tales reglas o compromisos están contenidos en ins­ trumentos que no tienen en cuanto tales fuerza vinculante jurídica, pero que, ello no obstante, no están desprovistos de todo efecto legal; el ter­ cero, que pretenden o pueden llevar a algunos efectos prácticos o influir la conducta. Sobre la base de esos elementos, propone la siguiente defini­ ción de soft law: Reglas de conducta establecidas en instrumentos que como tales no tienen atri­ buida fuerza jurídica vinculante, pero que pueden, sin embargo, tener ciertos (indirectos) efectos legales, y que tratan de, y pueden, producir efectos prác­ ticos (Senden 2 0 0 4 : 112).

Esta definición, aunque pretenda superar y corregir los defectos de las anteriores, también deja al lector poco satisfecho, pues resulta demasiado amplia en la medida en que el universo de las reglas de conducta que no son legalmente vinculantes pero producen algún efecto jurídico y tienen efec­ tos prácticos es mucho más amplio que el usualmente atribuido al soft law. Para disponer de un punto de partida, y con los datos que hemos ido viendo, voy a arriesgar por mi parte una definición provisional, sin perjui­ cio de que en las páginas que siguen podamos ir analizando algunos rasgos de ella, o rasgos ulteriores, que se atribuyan al soft law por unos u otros autores y que pueda resultar iluminador examinar. Naturalmente, me re­ fiero con ella al ámbito de las normas internacionales, dejando a un lado la cuestión de si puede hablarse del mismo fenómeno en el orden jurídico interno. Tampoco quiero aquí estipular de momento distinciones o matices

relativos al Derecho internacional en general o al Derecho de la Unión Eu­ ropea, en el que, como se ha visto, se basan algunas de las elaboraciones presentadas. Esta sería la definición provisional: El so ft law es un conjunto de normas de conducta pertenecientes al orden ju­ rídico internacional que carecen de fuerza jurídica vinculante, pero producen algunos efectos jurídicos directos o indirectos.

Vemos que con ella acepto como importante la afirmación de Baxter de que se trata de normas que «ocupan un lugar en el Derecho internacio­ nal». Provisionalmente doy por resuelto así el tema de si se trata de normas jurídicas o de otro tipo (morales, de lege ferenda, etc.). Señalo también que se trata de normas de conducta, extremo que no se ha debatido en la doc­ trina, pues parece asumido acríticamente por ella. Veremos si suscita algún problema. Y, por supuesto, consigno en la definición ese rasgo de carecer de fuerza vinculante que es la cruz del concepto, lo que transmite a esas normas la propiedad de ser soft aunque produzcan ciertos efectos jurídicos. Efectos, por cierto, que también habrá que enumerar o analizar (porque, vistos desde cierta perspectiva, cualquier cosa: sucesos naturales, hechos o acciones humanas, etc., pueden producir efectos jurídicos). Como las definiciones tienen por fuerza que ser sintéticas será mejor ahora que para ilustrar esta establezcamos tipos y ejemplos de normas del Derecho internacional que puedan ser candidatas a formar parte del con­ junto del soft law. Para hacerlo me serviré en principio de un texto de Virally muy conocido que trata de establecer una distinción entre textos in­ ternacionales de alcance jurídico (portée juridiqué) y textos internacionales desprovistos de tal alcance. En otro apartado discutiremos en qué consiste eso de tener p ortée juridiqué y si la solución que ofrece Virally se sostiene. Ahora utilizaré su trabajo solo para ofrecer una taxonomía posible de di­ chas normas, pues se trata de un trabajo muy informativo y recomendable por la cantidad de ejemplos que ofrece. Distingue en él el autor dos gran­ des categorías: lo que llama «textos inciertos» y lo que llama «textos con­ vencionales». Los textos inciertos son aquellos que «resultan de un acuerdo —y, en consecuencia, de una negociación, con frecuencia informal— pero que no son susceptibles de ser calificados de tratados de buenas a primeras ateniéndose a los indicios habituales» (Virally 1983: 191). Ampara bajo esa denominación general los siguientes instrumentos: los comunicados con­ juntos, las declaraciones conjuntas, los textos concertados en el seno de una conferencia internacional, los textos concertados en un órgano inter­ nacional y los acuerdos informales. De ellos, los comunicados conjuntos suelen ser notas para la prensa sin ningún interés normativo: son resúme­ nes de los trabajos realizados o en curso. Las declaraciones conjuntas, por el contrario, son afirmaciones solemnes de las partes de un acuerdo entre ellas sobre cuestiones importantes de sus relaciones recíprocas o sobre los principios a los que se acogen para regular esas relaciones. Pueden ir des­

de una simple declaración de intenciones hasta rozar la calidad de tratado. Según Virally, la expresión «declaración conjunta» se elige con frecuencia para designar un tratado del que no se quiere, por razones diversas, ha­ cer muy evidente su carácter convencional. Los textos concertados en una conferencia internacional, cuyo modelo es el Acta Final de Helsinki, son documentos aprobados al final de una conferencia por todos los partici­ pantes, con cierta solemnidad, y que en muchas ocasiones (como en esa Acta, precisamente) excluyen expresamente ser considerados como trata­ dos, o ser invocados ante la Corte Internacional de Justicia. Los que Vi­ rally llama textos concertados en un órgano internacional se adoptan por los miembros de un organismo internacional (la OCDE, por ejemplo) y se emiten como declaraciones cuyos destinatarios son los propios miembros y sus relaciones. Y, por fin, los acuerdos informales agrupan dos categorías: los gentlemen agreements, que son acuerdos entre dirigentes o responsables políticos que no vinculan a los Estados que representan, pero que han de ser respetados como cuestión de honor o buena fe. No crean, pues, obli­ gaciones jurídicas pero sí deberes de otro tipo. Los acuerdos informales sobre cuestiones administrativas, económicas o técnicas que se dan inclu­ so entre actores que no son los representantes diplomáticos tradicionales, y tienen efectos muy intensos a veces. Están generalizados en el sistema económico internacional, pero evitan la idea de la vinculación jurídica por diversas razones (falta de legitimidad internacional de los actores que los acuerdan, flexibilidad, etcétera). La otra categoría de textos que presenta Virally son los textos conven­ cionales. En realidad utiliza la categoría como sinónimo de tratados. «Se trata», escribe, «de tratados de buena y debida forma, sometidos al Dere­ cho internacional y especialmente a la regla pacta sunt servanda, pero que llevan en sí cláusulas cuyo alcance jurídico es incierto o difícil de determi­ nar de manera objetiva» (Virally 1983: 215). Su interés, y el nuestro, está en esas cláusulas, también «inciertas», que nos sirven de tipología posible del soft law. Menciona cinco tipos de cláusulas: las «consideraciones», las declaraciones de posición, las declaraciones de intención, los compromi­ sos «de buena voluntad» y los compromisos con reserva discrecional. Los primeros son las consideraciones abstractas que se suelen encontrar en los preámbulos y a veces en el articulado, como exposiciones de hechos o de ideales, y que no parecen tener alcance normativo o «efectos jurídicos», aunque no es imposible que tengan efectos interpretativos. Las declaracio­ nes de posición son actos de reconocimiento, declaraciones de principio o declaraciones interpretativas. Se trata de «la afirmación de una posición sobre un problema determinado, del reconocimiento de una situación dada, de la aprobación o rechazo de un estado de hecho o de derecho que com­ portan una coloración moral o jurídica más o menos acentuada, o de ca­ rácter más bien político» (ibid.: 217). Las declaraciones de intención son declaraciones en las que un actor expresa su intención actual sobre su com­ portamiento futuro, aunque no comportan compromisos al respecto. Los

compromisos de «buena voluntad», que dejan un espacio amplio para la apreciación subjetiva, y suelen tener un contenido indeterminado o vago. Virally distingue cuatro grandes categorías: compromisos de examinar y actuar de modo apropiado, compromisos de consulta mutua, compromi­ sos de negociar (pacta de negociando como diferentes, y menos exigentes, que los pacta de contraben do), y compromisos de cooperar. Y por último, los compromisos bajo reserva discrecional, que son «compromisos (y, en consecuencia, obligaciones) que tienen un objeto preciso y bien definido, evaluable desde fuera, pero en los que la puesta en práctica depende de una apreciación subjetiva que el promitente se ha reservado usar de modo más o menos discrecional, o en los que la ejecución se subordina a una apreciación como esa». Virally escribe que, aunque estamos en presencia de compromisos formales y precisos, «quien se compromete parece que no enajena verdaderamente su libertad, pues se reserva el derecho de decidir libremente (discrecionalmente, incluso arbitrariamente) lo que hará en las circunstancias del caso en cuestión» (ibid.-. 222-223). Una tipología de normas de soft law internacional nos las presentó tam­ bién en 1983 Tammes (1983: 192). Su interés reside en que descansa en la idea de consentimiento. Si el grado en que se presta el consentimien­ to no es suficientemente fuerte como para que las normas que integran el acuerdo puedan ser consideradas normas de un tratado en sentido estric­ to, entonces adoptarán la forma de soft law. Y así, distingue Tammes los siguientes cinco tipos: 1) Soft law que proviene de una autoridad recono­ cida como tal por la persona: por ejemplo, la organización de la que es miembro. Entonces, ese Derecho blando aparece como una suerte de ad­ monición, guía o consejo. 2) Soft law que proviene de una autoridad cu­ yas intenciones originarias eran algo más fuertes, pero que, por razones de procedimiento o falta de apoyo suficiente por sus miembros, no pudo tener éxito en producir una formulación clara para la directiva. Entonces, la directiva acaba por ser una segunda mejor opción en forma de recomen­ dación. 3) Soft law producido por una autoridad que tiene la competencia constitucional para imponer una obligación si se usan los procedimientos correctos, pero en el que el destinatario de la obligación puede liberarse de tal obligación. El autor se refiere aquí a algunas de las decisiones que se toman por un órgano de una organización que representa la voz de tal organización, pero respecto de la que el actor en cuestión guarda silencio o disiente. 4) El consentimiento implícito interpretado por una autoridad competente hace que esa interpretación pueda ser tenida por el destinata­ rio como sujeta a su propia apreciación o juicio. 5) Soft law interpretado como tal por una de las partes en un acuerdo porque no considera que los contenidos de su obligación son un gravamen sustantivo sobre su libertad de decisión o disposición. En una contribución más reciente que todas esas se reconoce ya que el término so ft law no es sino una descripción útil para una gran variedad de instrumentos no jurídicamente vinculantes que se usan en las relaciones

internacionales contemporáneas. Y añaden un párrafo descriptivo que lo ilustra muy bien: [El término] abarca ínter alia declaraciones de conferencias interestatales, ins­ trumentos de la Asamblea General de las Naciones Unidas, guías interpretati­ vas adoptadas por organizaciones intergubernamentales, códigos de conducta, directrices y recomendaciones de organizaciones internacionales, estándares internacionales comunes adoptados por redes transnacionales de cuerpos re­ guladores nacionales, ONG y asociaciones profesionales e industriales14. Final­ mente el término so ft law puede también ser aplicado a acuerdos que no son tratados entre Estados o entre Estados y otras entidades que carecen de capa­ cidad para concluir tratados (Boyle y Chinkin 2 0 0 7 : 212).

Podría decirse, después de esta aproximación taxonómica, que la no­ ción de soft law puede encontrar acomodo en todo aquello que los inter­ nacionalistas más estrictos consideran que no son tratados, costumbres o principios de acuerdo con la enumeración clásica del elenco de fuentes an­ tes mencionada. Pero, desde luego, si se acepta esto hay que concluir que el Derecho internacional ‘blando’ es casi más importante, y quizás más co­ pioso, que el ‘duro’ porque una gran parte de las relaciones internaciona­ les actuales se orienta por ese tipo de Derecho. A eso hay que añadir que los autores admiten casi siempre que entre las cláusulas de un tratado en sentido estricto se deslizan a veces estipulaciones blandas que carecen de fuerza vinculante aunque no de efectos jurídicos. Todo lo cual introduce en el tema una mayor confusión que solo podría ser disipada si dispusié­ ramos de criterios claros y operativos para distinguir un tipo de Derecho del otro. Es de temer que esto no sea así. Aunque no voy a ocuparme especialmente de la Unión Europea y su de­ recho, dado que no se advierte en ella una orientación que pueda ayudarnos especialmente a deslindar la naturaleza del soft law, mencionaré aquí breve­ mente tres aspectos de ella que parecen dar lugar a normas de esta naturale­ za15. En primer lugar, está la enumeración de los instrumentos normativos de la Unión contenida en el artículo 249 del Tratado, en el que junto a los reglamentos, directivas y decisiones, todos ellos obligatorios y, por tanto, hard law, se incluyen las recomendaciones y dictámenes, de los que ex­ presamente se dice que no serán vinculantes. Hay una general aceptación de que el soft law comunitario empieza por normas contenidas en esos dictámenes y recomendaciones. En segundo lugar, se menciona la aplica­ ción del principio general de cooperación entre los miembros a las rela­ ciones entre las instituciones de la Unión, que daría lugar a compromisos y directrices con efectos jurídicos entre ellas (Alonso 2 0 0 1 : 66 ss.). Y, por último, volvemos a encontrar aquí las operaciones del Open M ethod o f 14. Sobre estándares financieros com o s o ft la w puede verse también el interesante trabajo de Giovanoli 2 0 0 2 . 15. Rem ito para ampliar esto a los trabajos de Alonso 2 0 0 1 y Senden 2 0 0 4 .

C oordination que, vistas desde el punto de vista normativo, dan como re­ sultados compromisos informales o débiles entre los Estados que pueden ser portadores de normas de soft latu. La correlación antes mencionada entre ‘gobernanza’ y soft law se hace aquí muy explícita. Ninguno de es­ tos extremos, sin embargo, parece ser exponente de alguna característica particular del soft law comunitario que no tenga el mismo fenómeno nor­ mativo en el ámbito general del Derecho internacional público, y esa es la razón por la que aquí se opta por no hacer una diferenciación especial de su disciplina. Ello no obstante vale la pena mencionar una clasificación de instrumentos europeos en los que se vehicula soft law por lo que pudiera tener de mayor ilustración general. La desarrolla Linda Senden como cla­ sificación «funcional» (Senden 2 0 0 4 : 118 ss.): 1) Instrumentos preparato­ rios e informativos (los famosos libros o informes blancos, verdes, etc.) de los que duda que sean soft law , duda que comparto yo también. 2) Instru­ mentos ‘decisionales’ e interpretativos, que son aquellos que suministran guías sobre la interpretación y aplicación del Derecho comunitario. Los trasladado aquí como ‘decisionales’ (para evitar la connotación de vinculatoriedad que lleva en sí su traducción natural como ‘decisorios’), son los que «indican de qué modo aplicará a casos particulares el Derecho comu­ nitario una institución de la Comunidad cuando tiene poderes de implementación discrecionales» (ibid.: 119). 3) Instrumentos de guía o dirección (steering instruments) destinados a establecer o adelantar objetivos comu­ nitarios, a menudo con la intención de establecer pautas de armonización o una mayor cooperación. Para poder disponer de unos criterios que nos ayuden a identificar como soft o hard law una regla, principio o provisión cualquiera, me propongo ahora enumerar el ramillete de las propiedades que se han considerado más importantes de las normas del soft law. Aunque la definición antes mencionada incorpora las más importantes y controvertidas, la literatura ha postulado algunas más que, aunque puedan resultar discutibles en últi­ mo término, arrojan luz sobre muchos aspectos de este fenómeno norma­ tivo. Debo, sin embargo, recordar y precisar antes un extremo que puede inducir a confusión. Estamos acostumbrados a utilizar la noción de ‘nor­ ma’ de modos heterogéneos y muchas veces caprichosos. Decimos que la Constitución es una norma, que el Código de Comercio es una norma o que la costumbre es una norma. Pero también decimos que el artículo X de la Constitución o de un código es una norma. Para evitar problemas con esta polisemia, propongo que llamemos ‘disposiciones’ o ‘instrumentos’ normativos las formas en que aparece el Derecho (ley, tratado, costumbre, código, reglamento, constitución, etc.) y ‘normas’ a los enunciados indivi­ dualizados que prescriben una conducta, otorgan una competencia o crean una situación jurídica. Así, por ejemplo, el Estatuto de la Corte Interna­ cional de Justicia sería una ‘disposición’ o un ‘instrumento normativo’, y el artículo 34.1 («Solo los Estados podrán ser partes en casos ante la Cor­ te») sería una ‘norma’ en sentido estricto. Las disposiciones o instrumentos

están llenos de normas, vehiculan, transportan normas. Esta distinción es importante por dos razones: en primer lugar, porque, como veremos des­ pués, nos facilita la tarea de responder a la consabida cuestión de si el soft law es o no es fuente del Derecho internacional; en segundo lugar, porque hace posible concebir que una norma situada en un instrumento duro (un tratado internacional, por ejemplo) sea, sin embargo, un enunciado o norma de soft law , y también que no excluyamos que en un instrumento diseñado para vehicular normas blandas se introduzca una norma de Derecho duro. Esto no quiere decir, y me parece necesario recordarlo, que podamos iden­ tificar como soft o hard law una norma aislada. Esto, como veremos ense­ guida, es imposible conceptualmente. Tal imposibilidad no es más que la proyección sobre este problema de la imposibilidad general de identificar como jurídica una norma aislada del contexto normativo en el que apa­ rece y produce sus efectos. Igual que para saber si una norma es jurídica debemos situarla en un orden o sistema jurídico, para saber si una norma soft es jurídica o no lo es habremos de contar con algunos otros preceptos de su contexto, y para saber si una norma jurídica así identificada es una norma soft o no lo es habremos de recurrir a otras unidades de la disposi­ ción o instrumento en que se aloja. En primer lugar, se afirma a veces que el soft law se caracteriza por su vaguedad y su lenguaje genérico y abstracto16. Se trataría de normas emitidas con ambigüedad o vaguedad, en forma de generalizaciones vacías. La vague­ dad, se dice, deja al Estado contratante la capacidad de definir el contenido de la norma. Su contenido insuficiente preciso y su alcance vago determi­ nan su falta de normatividad. Godstein y sus colegas llegan a establecer la precisión de las reglas como uno de los tres criterios que determinan la ‘le­ galización’ de las relaciones internacionales. A más precisión mayor legali­ zación, a menos precisión más cercanos estamos del soft law. Sin embargo, ninguna de estas consideraciones resulta convincente como propiedad de este tipo de Derecho y solo de este tipo. Es cierto que las normas redacta­ das con extremada vaguedad, en términos muy genéricos o con una textura muy abierta dificultan mucho la definición de sus prescripciones, pero esto sucede tanto en el mundo del Derecho internacional como en el del Dere­ cho interno, tanto en el mundo del Derecho duro como en el del Derecho blando. Las normas jurídicas vagas y genéricas pueden ser perfectamente vinculantes jurídicamente (como los son, por ejemplo, los principios jurí­ dicos), lo que sucede es que presentan muchos problemas de aplicación. Se dice incluso que el redactor de textos jurídicos que procede a redactar normas con esas características está realizando una suerte de delegación tácita en el intérprete para que sea este el que perfile, o cree directamente, la norma aplicable. Pero eso sucede en el ámbito del Derecho con cierta frecuencia. Por ejemplo, y no es una mención inocente, las normas jurí16. Baxter 1 9 8 0 : 5 6 0 -5 6 1 ; Gruchalla-Wesierski 1 9 8 4 : 4 9 ; Wellens y Borchardt 1 9 8 9 : 2 7 1 ; Godstein et al. 2 0 0 0 : 3 8 7 ; Boyle y Chinldn 2 0 0 7 : 22 0 .

dicas producto de consensos parlamentarios difíciles suelen presentar ese perfil de vaguedad que permite a cada fuerza en presencia proyectar sobre ellas una interpretación propia. En el ámbito del Derecho internacional, donde es difícil a veces sostener que hay una agencia independiente de in­ terpretación y aplicación de las normas, el resultado de una estipulación vaga o genérica puede ser que sean las propias partes del convenio las que acaben por definir el alcance de sus derechos y obligaciones. Es esto segu­ ramente lo que ha confundido a los autores llevándolos a la identificación de las cláusulas vagas o abiertas con el soft law. Sin embargo, lo que hace blanda una determinada estipulación de un instrumento internacional es solo esto último: que sean las partes las que tengan la capacidad de esca­ par de la obligación contenida en ella, y ello, sea esta precisa o imprecisa, genérica o concreta, cerrada o abierta. Una segunda característica a menudo mencionada es la de la condición de recomendaciones o expresiones exhortatorias de las normas del soft law. Esto es algo que parece darse mucho en los instrumentos normativos in­ ternacionales (y también, aunque no tanto quizás, en los internos). Según algunos autores se trata más bien de consejos y exhortaciones que de verda­ deras reglas, más de buenos deseos o declaraciones de intenciones que de pautas para ordenar el presente. Por eso se siente la tentación de negarles el paso al mundo de lo jurídico y ubicarlos en el universo de la moral o la política (Dupuy 1975: 145). Y aquí quizás viene a cuento la diferencia en­ tre mandatos y consejos. Mucho antes de las actuales discusiones sobre el soft law, Bobbio afirmaba que lo que caracterizaba los consejos (frente a los mandatos) era «el hecho de que tengan la función de guiar o dirigir el com­ portamiento de los otros, sin que esta guía tenga la eficacia de los mandatos, y que esta menor eficacia se revele en el hecho de que la persona o perso­ nas a las cuales se dirigen no estén obligadas a seguirlos, o sea, lo que en el lenguaje jurídico se expresa diciendo que los consejos no son vinculantes» (Bobbio 1991: 77). Sin embargo, es difícil aceptar que los enunciados del llamado soft law puedan asemejarse a los consejos. Para que se dé la relación ele consejo son necesarias cosas que no aparecen en el contexto del Dere­ cho blando. Primero, que exista un actor (el que aconseja) que se encuentre en una situación de superioridad, por sus conocimientos o su experiencia, para dar el consejo. Aquí no se trata de tener poder, como en los mandatos, sino de tener auctoritas. Segundo, el consejo se emite a petición de quien lo recibe. Nunca ha tenido buena prensa dar consejos sin ser requerido para ello. Y ninguna de estas dos circunstancias se da en el terreno del soft law. La coincidencia que vemos en el texto de Bobbio de que los consejos no sean jurídicamente vinculantes, como no lo son los enunciados del Dere­ cho blando, no debe, sin embargo, engañarnos. Mediante las normas del soft law no se aconseja nada a nadie, se le recuerda un deber. Precisamente porque tienen con los consejos un aire de familia, las exhortaciones, con sus particularidades, tampoco alcanzan a identificar el soft law. La exhortación es una incitación persuasiva a realizar algo por-

que es considerado adecuado o útil tanto para quien lo realiza como para los demás. En el contexto de las exhortaciones, sin embargo, encontramos también relaciones de desigualdad con respecto de la autoridad, pero las exhortaciones se caracterizan por ser transmitidas mediante actitudes emo­ cionales y herramientas de persuasión. Y no parece que esto tenga cabida en el ordenamiento internacional. Lo que sucede es que ciertos enunciados del soft law se parecen mucho a la forma que adoptan las exhortaciones. Cuando la Declaración de Río sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo afirma en su principio 7 que «los Estados deberán cooperar con espíritu de solidaridad mundial para conservar, proteger y restablecer la salud y la integridad del ecosistema de la Tierra», no está exhortando a que los Esta­ dos hagan algo, sino que está estableciendo un deber genérico prim a facie de desarrollar comportamientos de cooperación. Los enunciados que es­ tablecen deberes, sean jurídicos, morales o sociales, tienen como función guiar las conductas de los destinatarios, y es eso lo que les confiere ese pa­ recido con las exhortaciones. Parece que exhortan a realizar la conducta, pero lo que hacen realmente es formular deberes. El soft law , como vere­ mos, es un vehículo de deberes. Se ha hablado también, como de una característica especial del so ft law , de la concurrencia en su elaboración y creación de agentes sociales, actores de la llamada sociedad civil que no son Estados (Chinkin 2000: 29). Y es cierto que con frecuencia aparecen en la escena de las conferencias internacionales, es decir, son convocados a ellas, asociaciones, clubes, en­ tidades económicas, ligas académicas, y expertos y consultantes de todo tipo que contribuyen, a veces decisivamente, a la formulación de los tér­ minos de las declaraciones y acuerdos resultantes de esas conferencias. Esta participación de agentes no estatales, de las llamadas organizaciones «no gubernamentales», haría del soft law un instrumento particularmen­ te idóneo para las tareas de la ‘gobernanza’, porque, como hemos visto, también en esta se convocan a la acción política a actores de la sociedad civil. Sin embargo, tampoco parece que este sea un rasgo especial y pro­ pio solo del soft law , sino más bien una tendencia general en los procesos actuales de creación de normas jurídicas de todo tipo. Se ha dicho que la tarea de legislar es también hoy día un proceso de negociación incesan­ te, una «mercado de las leyes», en el que se da una «contractualización de los contenidos de la ley». El legislador ya no es un actor jerárquicamente superior, fuente única de las normas porque «el acto de creación del De­ recho legislativo es la conclusión de un proceso político en el que parti­ cipan numerosos sujetos sociales particulares» (Zagrebelsky 102 0 1 1 : 37). La idea misma de Derecho dúctil (como traducción castellana del italiano m ite, dulce, apacible, suave, bondadoso) guarda un cierto parentesco con la de soft law , entre otros rasgos, en este de la elaboración de las normas jurídicas con participación de actores de la sociedad civil. Una cuarta característica que se predica del soft law es la de su propósi­ to declarado de evitar o resolver conflictos y disputas. Las estipulaciones de

este tipo de Derecho «proveen de una guía para la conducta, un mecanismo para considerar las disputas y una base sobre la que las discusiones pueden ser llevadas a cabo» (Gruchalla-Wesierski 1984: 48). Ello, naturalmente, porque están compuestas por normas, es decir, enunciados prescriptivos cuya función es guiar la conducta de sus destinatarios. Es importante que se mencione este rasgo porque a veces se presenta el soft law como una suerte de normatividad retórica destinada a ser ignorada sistemáticamen­ te, como si se tratara de un discurso completamente vacío cuya presencia no afecta nada al comportamiento de las partes. Esto es en gran medida incierto. Cuando un Estado acuerda adoptar una estipulación de esta for­ ma, o suscribir una declaración en la que se contenga, o participar en una organización internacional que la haya hecho suya, contribuye con ello a dibujar o definir el territorio dentro del cual, y las pautas según las cuales, se tratarán de resolver los conflictos que se susciten en esa materia. Hay, pues, con la presencia de cláusulas de soft law una presunción de que los actores internacionales que lo aceptan se producirán dentro del marco de ellas, y las pondrán en juego a la hora de zanjar las disputas que surjan en­ tre ellos. Un indicio característico de ello es que la carga de la justificación, por así llamarla, se traslada en esos contextos a quienes ignoran la pauta. En efecto, el Estado o actor internacional que ignora las pautas de soft law a las que se ha sometido previamente debe alegar razones suficientes para hacerlo. Esto nos lleva a una nueva característica de ese Derecho. Se dice a veces que el soft law se caracteriza por su naturaleza de Derecho voluntario. Aveces, en efecto, parece que los instrumentos internacionales están formados por cláusulas que «solo establecen directrices (guidelines) con las que no se exigiría cumplir ni a los Estados ni a las corporaciones transnacionales. Sin embargo, una convención redactada así supondría una presión sobre los Estados y las corporaciones». Pese a esa pretendida vo­ luntariedad del soft law — se dice— es invocado en la resolución de con­ flictos y constituye una inspiración muchas veces en la elaboración de la legislación interna de los Estados. «Al fin y al cabo — continuaba Baxter hace años en un artículo muy influyente— estamos perfectamente fami­ liarizados con la idea de que las reglas o normas o principios de Derecho internacional consuetudinario pueden tener un impacto variable, pueden ser aceptadas por pocos o por muchos, pueden ser aplicables por la fuer­ za en mayor o menor grado, pueden cambiar — en suma, que son protei­ cas— » (Baxter 1980: 562-563). Sugerir una gradación de la normatividad tiene algunos problemas im­ portantes. Al fin y al cabo, la idea de una obligatoriedad voluntaria parece una contradicción en los términos. Y aunque para muchos autores la misma expresión soft law es, en efecto, una contradicción en los términos, es me­ jor no aceptar conclusiones que se llevarían por delante toda posibilidad de describir este fenómeno normativo indudablemente presente en la escena de las relaciones internacionales. Por eso es mejor acogerse para formular esta característica a la idea general de que son obligaciones particularmente

sensibles a la cláusula «rebus sic stantibus». O, mejor todavía, que se trata seguramente de normas obligatorias acompañadas, sin embargo, de cier­ tas «cláusulas de escape» (Gruchalla-Wesierski 1984: 49-51). «La cláusu­ las de escape o provisiones de salida (opting-out provisions) permiten a la parte vinculada determinar cuándo es exigible la obligación». Y aquí aña­ de el autor una consideración extremadamente importante: «Las normas con cláusulas de escape no son lo mismo que las normas no jurídicas. Las normas no jurídicas no son exigibles por el Derecho pero son desde luego exigibles por medios políticos. Allí donde hay una cláusula de escape, sin embargo, no hay justificación para la aplicación por la fuerza de la norma, e incluso, la aplicación política por la fuerza estaría excluida». Cláusulas de escape puede haber de muchos tipos: Gruchalla-Wesierski menciona dos aplicadas al soft law económico: las que emplean una formulación especí­ fica que permite a la parte, en ciertas circunstancias, interpretar y aplicar la norma como le parece adecuado, y la que puede resultar de la debili­ dad del mandato. Estas últimas plantean, de nuevo, ciertos problemas de los que luego hablaremos, pero lo importante es la estructura del argumento: «La cláusulas de escape están diseñadas para ser interpretadas subjetiva­ mente por lo que a su contenido respecta. Son invocadas como un tipo de justificación para el hecho de no cumplimiento de la obligación prima­ ria» (ibid.: 50). Así formulada la idea de «voluntariedad» de las obligaciones emanadas del soft law, o la idea aún más contraintuitiva de obligaciones que no deben ser cumplidas, resulta muy matizada. En realidad, los enunciados del soft law, como por lo demás todos los enunciados del Derecho, han de ser entendidos siempre en su contexto normativo, y es en ese contexto de enunciados interrelacionados en el que se establece la conclusión defini­ tiva sobre la obligatoriedad de una provisión cuando se toman en cuenta todas las consideraciones que la rodean. Lo característico del soft law se­ ría entonces que la llamada ‘derrotabilidad’ de las obligaciones que vehicula no solo sería la misma que la de cualquier otra conclusión de Derecho, sino que en cierta medida, estaría sujeta a la consideración y decisión de la misma parte que es destinataria de esa obligación. Esto nos lleva a la si­ guiente característica. Se ha mantenido, en efecto, que uno de los caracteres más típicos de los enunciados del soft law es precisamente que no estaría previsto que los con­ flictos, dudas, o desacuerdos sobre el alcance de sus normas fueran resuel­ tos por una autoridad independiente situada en un nivel superior al de las partes en litigio. Esto implica, como hemos dicho, que los Estados (o los actores internacionales concernidos) retienen para sí la discreción para de­ terminar el contenido de sus obligaciones (Gruchalla-Wesierski 1984: 70). Lo que esto significa, empleando la terminología propuesta por Goldstein y sus colegas (Goldstein et al. 2000: 387), es que en este tipo de derecho se carece de la delegación en una tercera persona de funciones de inter­ pretación, control y ejecución. Comoquiera que los autores consideran esa delegación como uno de los tres criterios para definir la «legalización» del

orden internacional (los otros dos son la obligatoriedad y la precisión de sus enunciados), la ausencia de delegación supondrá necesariamente un défi­ cit de legalización. Es decir, que la inexistencia de la delegación en una autoridad neutral para la ejecución de las reglas acordadas, incluida su interpretación y la solución de las disputas, determina que el soft law se encuentre en un grado mínimo de «legalización». Abbot y Snidai, que em­ plean precisamente los tres criterios que los anteriores usan para definir la legalización del orden internacional, afirman efectivamente que «el reino del soft law empieza una vez que los acuerdos legales son debilitados en una o más de las dimensiones de obligatoriedad, precisión, y delegación. Esta suavización puede darse en varios grados a lo largo de cada una de esas dimensiones, y en diferentes combinaciones entre esas dimensiones». «Pero tengamos en mente» — concluyen— «que el soft law tiene muchas va­ riedades: la elección entre hard, law y soft law no es una elección binaria» (Abbot y Snidai 2 000: 422). La idea de que ambos tipos de derecho no se encuentran en mundos aparte y claramente diferenciados, sino que forman más bien parte de un continuo en el que solo se pueden hacer afirmacio­ nes aproximadas relativas a la posición de cada uno de los criterios en ese continuo, dificulta sin duda la idea de proporcionar un concepto de soft law adecuado y claro. Respecto a la precisión, es decir, a la presunta vaguedad congènita de estos enunciados, ya hemos visto algunos problemas. Pero si la «delegación» se atenúa o desaparece, estamos ante un problema mayor. Recordemos que Hart mantuvo que un orden que careciera, entre otras, de «reglas de adjudicación», es decir, reglas que atribuyeran a ciertos in­ dividuos poder para establecer con autoridad si una norma primaria de conducta había o no había sido quebrantada, sería un orden situado en un estadio «prejurídico». Si estamos de acuerdo con esto, y resulta correcta la afirmación de que en el soft law se carece de esa «delegación» o de esas re­ glas, entonces la identidad de ese Derecho blando puede empezar a poner­ se en cuestión. Por no mencionar que también la obligatoriedad de estas normas, es decir, el tercer criterio de «legalización» se duda o se atenúa mucho. Pasemos a ver, por último, este rasgo fundamental. Que las reglas del soft law no son jurídicamente vinculantes es casi un dogma entre los autores que de él se ocupan17. Hemos de ver qué alcance tiene eso como rasgo de este nuevo tipo de Derecho. Si lo es, es decir, si es un tipo de Derecho, entonces ha de tener un cierto alcance «normativo». Y si ese es el caso, nos encontramos con una reglas que tienen alcance nor­ mativo (jurídico, se entiende) y, sin embargo, no son jurídicamente vincu­ lantes. Se trata de una situación en la que la normatividad se «relativiza». No es de extrañar por eso que haya habido alguna alarma (Weil 1982), y por supuesto, que se haya hablado al respecto de un verdadero oxímoron. Veámoslo.

17.

Recientem ente, Boyle y Chinkin 2 0 0 7 : 2 1 2 -2 1 3 .

Se dice que los enunciados del soft law no son puros enunciados de­ clamatorios o descriptivos, sino que llevan consigo un cierto alcance nor­ mativo que determina que se creen expectativas respecto de las conductas de los que se han involucrado en ellos. Cuando un actor internacional sus­ cribe un enunciado del soft law produce con ello en los demás una expec­ tativa de que llegado el caso cumplirá con la norma contenida en él (Shel­ ton 2000: 2). Qué es lo que induce esa expectativa por parte de los demás es tema discutido. Se dice que es la precisión de la norma lo que la indu­ ce, pero esto, como hemos visto, no es convincente. M ejor es pensar que es la manera en que se crea la norma, mediante un compromiso explícito, generalmente registrado, de un actor internacional reconocido (un Estado, por ejemplo) que pone así de manifiesto la seriedad de su propósito, y la idea de que la norma no será modificada en cada supuesto de aplicación (Gruchalla-Wesierski 1984: 46 ss.). La idea de compromiso es, desde lue­ go, más prometedora, y ha sido traída a colación precisamente por ello. Lo que sucede es que, con esa idea de compromiso como fundamento de la vinculatoriedad relativa del soft law se dejan a un lado problemas impor­ tantes. Porque los compromisos pueden ser de muchos tipos: sociales, mo­ rales, políticos, jurídicos, etc. Y si se aplica este criterio podríamos perder la condición de «jurídico» del soft law. Si el compromiso es solo moral, la expectativa de cumplimiento y los mecanismos sociales para demandarlo serán muy diferentes de si el compromiso es jurídico o político, y con ello el Derecho blando podría acabar por perder su condición de Derecho y ser simplemente un conjunto de pautas morales convenidas (Virally 1983). Y así se podría inferir de la interpretación que a veces se da de lo que sig­ nifica esa ausencia de vinculatoriedad. Se dice, con toda claridad, que el soft law «consiste en normas de variada naturaleza pero que no crean dere­ chos y obligaciones susceptibles de ser aplicadas por la fuerza» (Wellens y Borchardt 1989: 271). Desde luego hay muchas normas jurídicas que no crean derechos y obligaciones (todas aquellas normas, por ejemplo, que tienden a facilitar transacciones, definir instituciones u otorgar competen­ cias, puede decirse que no lo hacen), pero las normas de principio y las re­ glas de conducta, o las normas que confieren derechos, sí suelen hacerlo. Determinan lo que jurídicamente debe ser hecho o se tiene derecho a que sea hecho. Y el soft law no se caracteriza porque sus normas sean «consti­ tutivas» en aquel sentido, sino precisamente por establecer pautas de com­ portamiento que parecen llevar consigo deberes (por blandos que sean) y derechos (en forma de expectativas sobre la conducta de los demás). Y si esto es así, entonces esa falta de vinculatoriedad solo podría ser predicada si se entendiera por vinculatoriedad la posibilidad de ser exigidas por la fuerza. En efecto, que una norma sea o no sea jurídica depende del concepto de De­ recho que uno utilice, y que sea o no jurídicamente vinculante depende de la noción de vinculatoriedad, normatividad, obligatoriedad, etc. que se ponga a contribución. Por eso el soft law nos traslada con su proteica naturaleza a preguntas muy de fondo sobre la naturaleza del Derecho y sus efectos. Y

como suele suceder, los problemas de fondo del Derecho suelen ser preci­ samente problemas filosóficos. Cuando en 1981, Michel Virally emite su informe a la séptima comisión del Instituto de Derecho Internacional so­ bre la diferencia entre textos internacionales «de portée juridique» y tex­ tos internacionales «dépourvus de portée juridique», incluye este párrafo: «Vuestro informador está convencido también de que conviene evitar toda reflexión puramente filosófica, que distrae a la Comisión de su verdadera tarea, que, indiscutiblemente, es un estudio jurídico» (Virally 1983: 187). Craso error. Los problemas más intricados y profundos del Derecho y su estudio son problemas filosóficos, y este de determinar si un texto es o no es jurídico, es o no es vinculante, tiene o no tiene alcance (portée) de D e­ recho, es de esa naturaleza, y tales problemas no pueden ser abordados tratando de «evitar» reflexiones filosóficas. Hay que introducirse claramen­ te en ellas. Eso es lo que les espera a los estudiosos del Derecho interna­ cional, y de cualquier otro Derecho. Suavizar los conceptos, disminuir su fuerza, atemperar sus aristas, no evita, sino que por el contrario, exacerba los grandes problemas que anidan en el Derecho, que son, aunque se sea tan poco consciente de ello, problemas filosóficos.

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JUSTICIA GLOBAL Y JUSTICIA LEGAL. ¿TENEMOS DERECHO A UN MUNDO JUSTO ?* L i b o r i o L. H ie r r o

«Toda persona tiene derecho a que se establezca un orden so­ cial e internacional en el que los derechos y libertades pro­ clamados en esta Declaración se hagan plenamente efectivos». Declaración Universal de Derechos Humanos, art. 28

1. Introducción El artículo 28 de la Declaración Universal de Derechos Humanos parece responder de forma tan contundente como positiva a la pregunta que apa­ rece en el título de este trabajo. El artículo 28, sin embargo, es de los que no ha tenido desarrollo alguno, ha recibido pocos comentarios y del que una voz autorizada — como es la de Antonio Cassese— ha dicho que enun­ cia «un derecho más bien oscuro» (Cassese 1991: 49). Mi propósito aquí no es hacer un comentario dogmático-jurídico del artículo 28 sino tomar­ lo como pretexto para sostener una tesis sobre la idea de justicia global. Mi conclusión será que el artículo 28 puede y debe ser interpretado de tal modo que viene a enunciar con gran claridad un derecho moral que tienen todas las personas, cuya satisfacción requiere un orden global nuevo y cuya satisfacción es también condición necesaria de la justicia global. Creo que * Una versión previa de este trabajo fue publicada en D o x a , 3 2 (2 0 0 9 ), pp. 3 4 1 - 3 7 4 . La versión actual se limita a incorporar algunas nuevas referencias bibliográficas a trabajos que se han publicado o que he conocido posteriorm ente. M erecen particular mención dos interesantes m ono­ grafías publicadas por dos jóvenes filósofos del Derecho españoles: la de Federico Arcos (2 0 0 9 ) de­ fiende un cosm opolitism o igualitario que entiendo es básicamente coincidente con mi propio punto de vista; la de Isabel Turégano (2010) sostiene lo que ella misma denomina «cosmopolitismo críti­ co», que me parece algo más distante tanto en su apreciación del derecho a la igualdad, que limita al ámbito de los conciudadanos, com o en la defensa de un pluralismo constitucional a nivel global que me resulta confuso. Estoy particularmente agradecido a los profesores Alfonso Ruiz M iguel, de la Universidad Autónoma de M adrid, y Carmen Pérez González, de la Universidad Carlos III de Madrid, que me ofrecieron imprescindibles consejos bibliográficos para hacer este trabajo.

solo si alguien rechaza la idea de justicia global, entonces puede prescindir de este derecho, pero en tal caso tiene que prescindir también, y de forma necesaria, de la idea de que los derechos humanos son universales. Desarrollaré esta tesis en cuatro secciones. En la primera de ellas, la sec­ ción segunda de este trabajo, analizaré cómo se presentan hoy las deman­ das de justicia global extendiendo en dos ámbitos, el de la pobreza y el de la degradación ambiental, la más antigua y tradicional demanda de paz. Argumentaré que estas demandas pueden responderse en tres niveles dis­ tintos y que solo en uno de ellos la respuesta se suscita propiamente como exigencia de justicia en un sentido estricto. Cualquiera que adopte como suficiente una de las otras dos respuestas puede prescindir de la idea de justicia global, argumentando que las tres demandas no corresponden al ámbito de la justicia, pero quien así lo haga no puede sostener que los de­ rechos humanos son derechos universales1. En la siguiente, la sección ter­ cera, analizaré lo que ocurre cuando esas demandas se interpretan como demandas de justicia, pero se ubican en el paradigma de la moralidad de los Estados, característico del actual orden internacional westfaliano. Las serias anomalías que caracterizan esa concepción de la «justicia internacio­ nal» nos obligarían a renunciar a interpretar aquellas demandas como de­ mandas de justicia, salvo que podamos construir una teoría de la «justicia global» que las resuelva. En la cuarta sección trazaré el esquema conceptual de la justicia global recurriendo a los instrumentos conceptuales de la teo­ ría de la justicia y confrontándolos con las condiciones reales en que se des­ envuelven aquellas demandas. Ello supone, desde luego, rechazar la idea de que en el nivel global, en el que ellas se suscitan, solo puede construirse una teoría de la justicia distinta a la que utilizamos en el nivel doméstico y este rechazo se basa principalmente en la idea de que todas las personas tienen similares derechos, es decir, que los derechos humanos son univer­ sales y que entre los derechos humanos está el derecho a la igualdad. En la sección quinta concluiré analizando la relación entre la justicia global y el derecho de todas las personas a un mundo justo. Cualquiera se habrá dado ya cuenta de que este trabajo se mueve en el paradigma del cosmopolitismo. Lo único que voy a tratar, más específi­ camente, es de demostrar que ese paradigma es el único consistente con la afirmación de que los derechos humanos son universales y de que entre ellos está el derecho a la igualdad y, al mismo tiempo, es el único que hace po­ sible responder consistentemente a las actuales demandas de justicia glo­ bal. El derecho enunciado en el artículo 28 dejará entonces — si no me equivoco— de ser un derecho oscuro y resultará ser un derecho tan claro como esencial.

1. Lógicamente es posible sostener que una o dos de tales demandas no son demandas justicia pero que sí lo es o lo son las restantes. Basta, desde luego, sostener que cualquiera de ellas es una demanda de justicia para tener que construir una teoría de la justicia global. M i argumento, en todo caso, considera que las tres demandas son demandas de justicia.

Este trabajo está particularmente influido por las ideas de dos autores, Charles Beitz y Thomas Pogge2. El primero esbozó en 1979 un esquema de las grandes concepciones vigentes sobre las relaciones internacionales y, tras argumentar que ni la concepción hobbesiana ni la concepción neoiusnaturalista eran acertadas, abogó por una concepción cosmopolita. Esto no era nuevo en absoluto, al menos desde Kant; lo nuevo era, en el trabajo de Beitz, que lo hacía en directo diálogo con la teoría de la justicia de Rawls a la que reconstruía críticamente para defender que las obligaciones y restric­ ciones derivadas del principio de diferencia eran aplicables a nivel global. Aunque John Rawls nunca cedió en este punto y siguió obcecadamente manteniendo que los dos principios de justicia solo resultaban aplicables en un contexto doméstico3, no cabe negar a Rawls el enorme mérito de haber avalado personalmente la tesis doctoral que en 1983 presentó en Harvard Thomas Pogge. Pogge contaba entonces solo treinta años, pero su tesis, di­ rigida por Rawls, era nuevamente una confrontación directa con las res­ tricciones que Rawls había impuesto a su propia teoría de la justicia. Pogge abogó también por una concepción cosmopolita de fundamentación explíci­ tamente kantiana señalando su sorpresa por esa obstinación de Rawls: [...] puede parecer sorprendente que Rawls, especialmente en sus escritos post-TJ, muestre tan poco interés en desarrollar algo más su concepción de tal modo que sus principios morales fundamentales puedan llegar a confrontarse con los principales problemas políticos d e nuestro tiem po (Pogge 1987: 9).

Pogge, como Beitz, se propuso demostrar que la teoría de la justicia de Rawls podía y debía proyectarse en el plano global. 2. ¿Pretensiones m orales o pretensiones de ju sticia? Cuando hoy hablamos de justicia global lo hacemos en un sentido nuevo que pretende ser muy distinto de conceptos anteriores que podrían, a primera vista, entenderse como sus matrices. Conceptos como ética internacional, justicia internacional o derecho de gentes denotaban un cierto marco ñor2. N o son solo ellos dos los que hoy representan los ideales cosm opolitas y la correspon­ diente teoría política que, afortunadamente, encuentra cada vez más sólidos apoyos tanto en el ámbito de la filosofía política com o en el de la teoría de las relaciones internacionales. Como luego se verá, tiene también un especial relieve la influencia de David H eld y su teoría de la democracia cosmopolita. 3. Rawls mantuvo ja misma posición en las sucesivas versiones de T h e L a w o f th e P eoples (Rawls 1998 [1993] y Rawls 2001 [1999]). Vid. el análisis comparativo y la crítica que hace Francisco J. Peñas (Peñas 2 0 0 3 :1 6 3 -1 7 2 y 2 2 2 -2 3 2 ). En una posición similar a la de Rawls se sitúa Thomas Nagel: «Una justicia igualitaria es una exigencia para la estructura interna política, económica y social, de las naciones-Estado y no puede extrapolarse a contextos diferentes» (Nagel 2 0 0 5 : 114). Obvio es decir que los comunitaristas mantienen tesis similares pero con fundamentos más radicales en favor del carácter exclusivamente nacional de las demandas de justicia igualitaria (por todos, M iller 1 9 9 5 ; un buen análisis de los argumentos comunitaristas sobre esta cuestión en Arcos 2 0 0 9 : 2 5 8 y ss).

mativo, más o menos ético o más o menos jurídico, de las relaciones en­ tre comunidades políticas distintas y separadas. El marco característico en que se utilizaron estos conceptos era el mundo de los Estados. La idea de justicia global, sin embargo, no se refiere — y aquí estriba su novedad4— a la virtud que regula idealmente las relaciones entre los Estados, sino a la vir­ tud que regula idealmente las relaciones entre los individuos en un mun­ do global, esto es: las relaciones entre los individuos que son ciudadanos de Estados diferentes. Una de las formas posibles de aproximarse a esa concepción de la jus­ ticia global, y posiblemente una de las formas más gráficas y expresivas, consiste en partir de las situaciones de injusticia global (Forst 2 0 0 5 : 27). Serían aquellas situaciones en que las personas se encuentran, en un nivel global, enfrentadas a graves riesgos, carencias o daños provocados por la acción o la omisión de otras personas que son ciudadanos de Estados dife­ rentes. A pesar de la ingente literatura actual sobre la globalización no es fácil encontrar una definición precisa de esos fenómenos de «injusticia glo­ bal». A los efectos que aquí interesan creo que debemos distinguir entre los riesgos, carencias o daños que puedan sufrir las personas de una deter­ minada comunidad política o de parte de ella (tribu, etnia, raza, religión, etc.) por la acción u omisión directa o inmediata de los miembros de otra comunidad política distinta, como es el caso de las colonizaciones, inva­ siones, sustracción de recursos naturales y situaciones similares y, de otro lado, los riesgos, carencias y daños derivados de forma indirecta o media­ ta de la acción u omisión de los miembros de otras comunidades políticas. En el primer caso se daría una relación especial entre unos y otros de la que podrían derivar derechos y obligaciones especiales5, mientras que en el segundo caso nos enfrentaríamos a la necesidad de justificar relaciones, de­ rechos y obligaciones de carácter general. Como luego veremos, algunas de las respuestas a estas cuestiones se pueden apoyar en reinterpretar esas relaciones generales como relaciones especiales, pero, como punto de par­ tida, conviene retener que cuando nos referimos a injusticias en un nivel global nos estamos situando en un contexto de relaciones entre personas que pertenecen a distintas comunidades políticas independientes y entre las que no es necesario que se den actualmente relaciones especiales de dominación o dependencia. Bajo este punto de vista, es muy común hoy día entender que las tres situaciones más relevantes de injusticia en el ni­ vel global son la guerra, el hambre y la degradación medioambiental6. No

4. Por eso el concepto de «justicia global» no supone, respecto de aquellos, una mera inno­ vación term inológica, sino que, com o veremos, implica una im portante modificación semántica y pragmática: «This shift in terminology is significant» (Follesdall y Pogge 2 0 0 5 : 2). 5. Vid. com o ejem plo el análisis de Lorenzo Peña sobre las responsabilidades derivadas de los procesos de colonización y descolonización, con especial atención al tráfico de esclavos, que resultarían ejemplos claros de relaciones especiales (Peña 2 0 0 9 : 4 2 9 -4 5 5 ). 6. Hedley Bull señalaba, hace ya más de treinta años, que el argumento clásico en favor de un gobierno mundial era el de evitar la guerra, pero que también se podía utilizar com o argumen-

hace falta un exceso de imaginación para proyectarlas simbólicamente en los tres primeros jinetes del Apocalipsis: el rojo, el amarillo y el negro. El cuarto caballo, el blanco, es el que más quebraderos de cabeza ha dado a los exégetas, pero nos vendrá muy bien mantenerlo presente e interpre­ tarlo como el portador de la corona y el artífice de la victoria, que ha sido una de sus interpretaciones habituales. Es decir, hacerlo portador del de­ recho enunciado en el artículo 28. 2.1. El problema de la guerra y la pretensión de paz El problema de la guerra es, de los tres, el más clásico y el que ya hace mu­ cho tiempo llamó la atención de los filósofos del Derecho y de la política, que vieron en el desafío de la guerra, y en la injusticia de sus consecuencias para las personas concretas, el punto de apoyo para justificar la institucionalización de la fuerza en forma de monopolio de la autoridad. La racionalidad del contrato social, ya sea en su formulación hobbesiana, ya sea en su formulación lockeana, deriva justamente de las ventajas de abandonar el estado de naturaleza como estado de guerra actual o poten­ cial entre los individuos. Hobbes, sin embargo, no tenía claro que hubiese similar racionalidad para salir del estado de naturaleza entre las sociedades políticas como la había para hacerlo entre los individuos7. Considera que las comunidades políticas soberanas viven inevitablemente en estado de natura­ leza, lo que implica que sus relaciones no obedecen a ningún principio moral ni a ninguna norma jurídica. Se encuentran, sencillamente, en un estado de guerra potencial de todos contra todos8, un estado en que, según Hobbes, «las nociones de bien y mal, justicia e injusticia, no tienen allí lugar. Donde no hay poder común, no hay ley. Donde no hay ley, no hay injusticia [...] Es consecuente también con la misma condición que no haya propiedad, ni do­ minio, ni distinción entre mío y tuyo» (Hobbes 1979: 226-227). to que un gobierno mundial sería la m ejor form a de alcanzar una justicia económ ica para todos los hombres y una buena gestión del medio ambiente (Bull 2 0 0 5 : 3 0 4 ; vid. también 3 3 3 -3 3 4 donde, citando a Richard A. Falk, presenta tres argumentos normativos contra el sistema de Estados: que no garantiza la paz, que no garantiza la justicia económ ica y que no ofrece garantías ecológicas). Beitz señalaba igualmente, en 1 9 7 9 , que los desafíos políticos inmediatos eran tres: «desigualdades dis­ tributivas globales cada vez más visibles, hambruna y deterioro medioambiental» (Beitz 1 9 7 9 : 128 ). Ferrajoli, por su parte, se refiere a «la guerra, la opresión, las amenazas al ambiente y la condición de hambre y miseria en que viven miles de personas, no com o maldades naturales o incluso simples injusticias sino com o violaciones de los principios inscritos en esas cartas...» (Ferrajoli 1 9 9 8 : 178). 7. C om o es sabido, para H obbes «durante el tiempo en que los hombres viven sin un po­ der común que les obligue a todos al respeto, están en aquella condición que se llama guerra; y una guerra com o de todo hom bre contra todo hombre»; la ley fundamental de la naturaleza com o regla general de la razón es que «todo hom bre debiera esforzarse por la paz, en la medida en que espere obtenerla, y que cuando no puede obtenerla, puede entonces buscar y usar toda la ayuda y las ventajas de la guerra» (Hobbes 1 9 7 9 : 2 2 4 y 2 2 8 -2 2 9 ). 8. «Pero aunque nunca hubiera habido un tiempo en el que los hombres particulares estu­ vieran en estado de guerra de unos contra otros, sin embargo, en todo tiempo, los reyes y personas de autoridad soberana están, a causa de su independencia, en continuo celo, y en el estado y pos­ tura de los gladiadores [...] lo que es una postura de guerra» (Hobbes 19 7 9 : 2 2 6 ).

Para Hobbes, por lo tanto, resultaba posible y razonable suprimir la le­ gítima defensa privada entre los individuos mediante el contrato social, mientras que no resultaba posible y, por tanto, no era razonable, hacerlo en las relaciones entre comunidades políticas soberanas entre las cuales la gue­ rra resulta una práctica inevitablemente necesaria. Locke, por el contrario, introdujo una distinción entre el estado de naturaleza y el estado de guerra que le permitió — criticando expresamente a Hobbes (Locke 1969: 16)— sostener que la ausencia de autoridad común solo situaba a los hombres en estado de naturaleza, cosa muy distinta al estado de guerra que solo se genera cuando alguien utiliza ilegalmente la fuerza contra otro, con independencia de que exista o no una autoridad común9. Esto significa que para Locke, a diferencia de lo que Hobbes pensaba, las sociedades políticas independientes pueden encontrarse entre sí en estado de naturaleza sin que ello signifique necesariamente que se encuentren en estado de guerra. Kant, por su parte, explicó que la racionalidad de salir del estado de naturaleza mediante un pacto no implicaba solo una facultad sino un auténtico deber moral y que la racionalidad de este deber de abandonar el estado de naturaleza no era solo exigible a los individuos sino también a los Estados, pues era la con­ dición necesaria para alcanzar la paz perpetua10. Desde Kant hasta hoy el ideal de alcanzar la paz por medio del Derecho, generando un Derecho internacional efectivamente coercitivo, ha sido frecuentemente invocado por filósofos del Derecho de muy diferente orientación, entre los cuales ocupa un lugar destacado Hans Kelsen (1974 y 2003). Resulta bastante obvio, por otra parte, que las razones por las que los individuos tienen el derecho y el deber de abandonar el estado de naturaleza para garantizar el pacífico disfrute de sus derechos a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad, son las mismas razones por las que los individuos tendrían el derecho y el deber de que los grupos en los que se integran, sean estos las tribus, los clanes, las familias, los municipios o los Estados, aban­ donen igualmente el estado de naturaleza para garantizar que los miembros de estos grupos, que son aquellos mismos individuos, tengan garantizado el pacífico disfrute de sus derechos a la vida, la libertad y la búsqueda de la fe­ licidad, ahora no solo frente a los individuos miembros de su propio grupo sino también frente a los individuos miembros de otros grupos11. En este as­

9. «La falca de un juez común con autoridad coloca todos los hombres en un estado de N turaleza; la fuerza ilegal contra la persona física de un hom bre crea un estado de guerra, lo mismo donde existe que donde no existe un juez común» (Locke 1 6 9 0 : 16). También Rousseau conside­ ra que el estado de guerra no es el estado natural del hom bre, discrepando así de H obbes con una crítica explícita (Rousseau 1982: 5 0 y 61). 10. «Los Estados que se hallan en recíprocas relaciones no tienen, según la razón, otro modo de salir de una condición de cosas privadas de leyes y siempre causas de guerra, que renunciar, com o los individuos aislados, a la salvaje y an árquica libertad en que viven, para doblegarse a leyes caracte­ rísticas generales y formar en semejante modo un Estado de pueblos...» (Kant 1 9 8 4 : 4 0 ; cursiva mía). 11. En este mismo sentido O tfried H öffe sostiene que «para las relaciones interestatales vale, entonces, el mismo argumento que para las relaciones intraestatales. Los Estados viven modesta­ mente de acuerdo con la razón cuando se som eten a reglas coactivas» (H öffe 2 0 1 1 : 12).

pecto, las restricciones de Hobbes no parecen ser sino el fruto de un cul­ to al Estado nacional no contrastado racionalmente o de una concesión a la incómoda testarudez de los hechos, pero, a pesar de ello, se trata de un punto de vista que conserva todavía una extendida aceptación. Por eso Charles Beitz distinguió, a este respecto y muy lúcidamente, dos grandes concepciones de las relaciones internacionales. La primera de ellas, que Beitz consideraba la concepción dominante en el pensamiento anglo­ sajón, es la que, siguiendo a Hobbes, continúa sosteniendo que las comuni­ dades políticas soberanas viven en estado de naturaleza, al margen de toda regla o principio moral o jurídico y permanentemente en un potencial esta­ do de guerra. Algunos dirían que es una concepción realista de las relacio­ nes internacionales; Beitz la denominaba escéptica (Beitz 1979: 181). La segunda es la concepción propia de los neoiusnaturalistas que, siguiendo de una u otra forma a Pufendorf, a Wolff y a Locke, creen que las relaciones de las comunidades políticas soberanas se apoyan en dos principios morales que son el de autonomía y el de ausencia de justicia distributiva. Beitz cali­ fica esta segunda como de «moralidad de los Estados» (i b i d 63-66 y 181). En esta concepción hay principios y reglas morales que fundamentan obli­ gaciones de respeto y ayuda mutua, pero son obligaciones de carácter moral y no obligaciones de justicia en sentido estricto. Lo que Beitz se propuso fue precisamente criticar estas dos concepciones, tanto en sus presupues­ tos descriptivos como en sus pretensiones normativas, para defender una concepción cosmopolita en la que se justifican las demandas de justicia y las correspondientes obligaciones de satisfacerlas en un nivel global. Lo cierto es que, salvo en el escepticismo hobbesiano, la guerra ha sido generalmente considerada como una práctica requerida de justificación o, dicho de otro modo, de la que se podía predicar la justicia o injusticia. Para las doctrinas ubicadas en la moralidad de los Estados, la guerra era una conducta solo justificable como instrumento de legítima defensa (vim vi repeliere licet) y, por lo tanto, justificable solo en determinados supues­ tos; para las doctrinas cosmopolitas, sin embargo, la guerra es una práctica que debe ser evitada y cuya erradicación se justifica como exigencia de la razón práctica, aunque ello supone, necesariamente, que el contrato social se extienda por encima de los límites de las comunidades políticas sobera­ nas, arrasando su soberanía y sometiéndolas a un monopolio de la fuerza legítima de alcance universal. 2.2. Los problemas del hambre y la extrema pobreza y la pretensión de subsistencia El problema del hambre, que también se formula cada vez más como el problema de la extrema pobreza, se ha hecho relevante para la filoso­ fía política mucho más recientemente. Cabe decir que ha sido Thomas Pogge el primer autor que, de forma sistemática, ha planteado el pro­ blema de la pobreza extrema como un problema de derechos humanos

(Pogge 2 0 0 5 )12. Sin embargo, la vieja y arraigada tradición de considerar el problema de la extrema pobreza y del hambre como meras demandas morales y su eventual respuesta como una conducta, bien supererogato­ ria, bien solo exigible moralmente sigue todavía presente. Marisa Iglesias ha distinguido tres perspectivas o líneas arguméntales frente a este problema. La primera es aquella que lo considera como una situación en que ciertas personas se encuentran, por la causa que sea, en una carencia de satisfacción de necesidades urgentes por cuanto afectan a su supervivencia; situación que genera para los demás un deber moral bá­ sico derivado del sentimiento compartido de pertenencia a la humanidad (esta sería — como dice ella— la orientación defendida por Derek Parfit). La segunda es aquella que lo considera como un problema de distribución injusta de los recursos; la injusticia de esta distribución estriba en que unos tengan lo necesario e incluso mucho más y otros carezcan de lo necesario; lo que se genera, bajo este enfoque, es una obligación de justicia distribu­ tiva de los que tienen a favor de los que no tienen (esta sería — como dice ella— la orientación defendida por Charles Beitz)13. La tercera, y la más exigente, es aquella que considera que esta situación de hambre y pobreza extrema está causalmente provocada por la acción u omisión de los ciuda­ danos de los países ricos, ciudadanos que, por ello, tienen una responsa­ bilidad causal que les obliga a reparar el daño causado; se trata, pues, de una obligación de justicia conmutativa (esta sería— como igualmente afir­ ma ella— la orientación defendida por Thomas Pogge) (Iglesias 2 005: 44 y 2006: 219). El brillante análisis que Marisa Iglesias ha hecho, entre nosotros, de este problema la ha conducido a abrazar la primera de las orientaciones señaladas. Para ella, la inexistencia de un marco cooperativo a nivel global que pueda asimilarse al de un Estado y las dificultades motivacionales de «apelar a prin­ cipios igualitaristas» (Iglesias 2005: 47 y 2006: 231), junto a la urgencia de dar respuesta a estas situaciones, son razones suficientes para abrazar la orientación que fundamenta un deber natural o deber de humanidad que nos ha de conducir a un altruismo organizado. No quiero ahora discutir los argumentos de la autora14; solo señalar que muy claramente ella distin­

12. M acario Alemany también ha planteado el problem a del hambre com o un problem a de derechos humanos y, en con creto, ha sostenido — en conclusión muy parecida a la que yo voy a mantener— que «tendríam os un derecho frente al Estado a crear las c o n d ic io n e s en las que sea po­ sible cumplir nuestros deberes positivos generales, [...] un derecho de los ciudadanos a un mundo sin hambre», lo que form aría parte del derecho a un mundo justo (Alemany 2 0 1 2 : 25). 13. Entre nosotros, esta posición es la defendida explícitam ente por Federico Arcos: «Proble­ mas como el hambre y la pobreza globales deberían convertirse en una cuestión de justicia social distributiva y no de humanidad» (Arcos 2 0 0 9 ; 3 0 1 ). 14. Sí quiero, no obstante, dejar constancia de que la consideración de una cierta demanda como una demanda de justicia no impide aceptar que, en tanto se dan los com plejos pasos para sa­ tisfacerla en el debido m arco jurídico-institucional, podemos tener obligaciones morales de satisfa­ cerla o de contribuir a su satisfacción (altruismo organizado). En este aspecto com parto con Marisa Iglesias el argumento de la urgencia en el problema del hambre. Sin embargo, calificar una demanda

gue tres posibles respuestas diferentes: la primera, que es la que ella misma asume, entiende que el hambre o la pobreza extrema suponen una deman­ da moral urgente pero no una demanda de justicia en sentido estricto; para las otras dos respuestas, estas situaciones implican, por el contrario, una demanda de justicia en sentido estricto, en un caso, de justicia distributiva y en el otro, de justicia conmutativa15. 2.3. El problema de la degradación del medio ambiente y la pretensión de sostenibilidad Algo parecido sucede cuando nos enfrentamos a los daños de que es por­ tador el tercer jinete. Se trata ahora de la constante degradación del medio natural con los daños y los riesgos que de ello se derivan inmediatamente para muchos seres humanos actuales, para todos los seres humanos futu­ ros, para otras especies animales y para el equilibrio ecológico en el que ha sido posible el desarrollo de la vida en este planeta. También este proble­ ma puede ser enfocado como motivo de una serie de demandas morales que requieren nuestro compromiso activo por conseguir que las autorida­ des impongan límites razonables a la producción, lo que probablemente requiere también que modifiquemos sustancialmente algunos de nuestros hábitos de consumo; algo, podríamos decir, que sería mejor para todos en general, aunque no se lo debamos a nadie en particular. O bien puede ser enfocado como un problema de justicia distributiva puesto que algu­ nos seres humanos individuales se benefician de los daños que causamos al medio ambiente de forma cuantitativa y cualitativamente muy superior a cómo otros seres humanos sufren la degradación de aquel, resultando por ello la situación actual una distribución injusta de los beneficios y las cargas. O bien, finalmente, puede enfocarse como un problema de justicia conmutativa, pues los seres humanos ciudadanos de los países del primer mundo son, por su acción y por su omisión, los que han venido causando estos daños que sufren, principalmente, los seres humanos ciudadanos de los países menos desarrollados. Una aparente peculiaridad de este último problema reside en que, bajo el punto de vista de la racionalidad de las decisiones, ha sido un ejemplo clásico de lo que Garrett Hardin presentó en 1968 como «tragedia de los comunes»16, un ejemplo paradigmático de dilema del prisionero. Las sicomo exclusivamente moral implica no aspirar a darle una respuesta jurídico-institucional. En este aspecto discrepo de ella respecto al argumento de los principios igualitaristas. Si asume este argu­ mento, difícilm ente puede sostener que los derechos humanos son universales y que, entre ellos, está el derecho a la igualdad. 15. Arcos subraya que Pogge ha pasado de entender la justicia distributiva global com o una exigencia de la igualdad de oportunidades a entenderla com o una exigencia de la reparación por daño, lo que probablem ente implica que así «tendríamos una razón moral más fuerte para erradi­ carla» (Arcos 2 0 0 9 : 168), 16. El artículo de Hardin «The Tragedy o f Commons» se publicó en 1968 en la revista Science. La tesis de Hardin era que, contra lo que se solía dar por supuesto, existían problemas sin solución

tuaciones de este tipo sirven para demostrar que, dadas ciertas circuns­ tancias, la cooperación es la solución más eficiente, es decir: la que ofrece más ventajas para todos los implicados, aunque solo bajo la condición de que todos ellos cooperen; en ausencia de esta condición, lo más ventajo­ so para cada implicado es maximizar su interés, aunque, al hacerlo, el re­ sultado obtenido por todos será subóptimo. Por ello, cuando la coopera­ ción no está asegurada, lo único que conduce a un resultado óptimo es la imposición coercitiva de la cooperación. Puesto que la condición no está asegurada nunca en un contexto de decisiones autónomas soberanas, en el que por definición la decisión de cada uno (de cada comunidad política in­ dependiente) es autónoma respecto a la que puedan tomar los demás (las demás comunidades políticas independientes), la conclusión es que las de­ cisiones siempre conducirán a un resultado subóptimo y, para el supuesto de los recursos comunes, terminarán por arruinarlos, ya que al sumar todas la utilidades parciales, el pastor racional concluye que la única decisión sensata para él es añadir otro animal a su rebaño, y otro más... Pero esta es la conclusión a la que llegan cada uno y todos los pastores sensatos que comparten recursos comunes. Y ahí está la tragedia. Cada hombre está ence­ rrado en un sistema que lo impulsa a incrementar su ganado ilimitadamente, en un mundo limitado. La ruina es el destino hacia el cual corren todos los hombres, cada uno buscando su mejor provecho en un mundo que cree en la libertad de los recursos comunes. La libertad de los recursos comunes resulta la ruina para todos (Hardin 1995: 3).

La consecuencia que se deriva de este análisis es que, en estas situacio­ nes, está racionalmente justificado imponer coercitivamente la cooperación. Es difícil, desde luego, sustraerse a la impresión de que algo muy pa­ recido podría predicarse también de la guerra. Probablemente el escenario hobbesiano de la guerra de todos contra todos en el estado de naturaleza no es más que una tragedia de los comunes, escenario en que el bien común que se consume es precisamente el de la convivencia pacífica mediante la exclusión del uso particular de la fuerza17. Del mismo modo, el argumento

técnica. Su ejemplo era el problema poblacional y, utilizando un argumento formulado en 1833 por un matemático llamado William Foster Lloyd, Hardin sostenía que la optim ización del aprovechamien­ to de los recursos comunes por cada uno lleva necesariamente a la ruina y constituye una refutación de la idea de la mano invisible. Incluía ejemplos relacionados con la contam inación junto al proble­ ma de la reproducción humana incontrolada, que era el motivo principal del artículo. La solución que proponía es justamente la que procede ante cualquier dilema del prisionero: «El gran reto que tenem os ante nosotros es cómo inventar las retroa lim en tacio n es coercitiv as que se requieren para mantener honestos a nuestros guardianes» (Hardin 1 9 9 5 : 5 ; cursiva m ía), es decir: un mecanismo que garantice cóm o imponer legislativamente la m oderación. Peter Singer coincide en señalar que el problema medioambiental es un claro ejemplo de tragedia de los comunes (Singer 2 0 0 2 : 28). 17. M e parece que Rousseau también se planteaba el problem a de la guerra com o un dilem del prisionero cuando argumentaba que en la guerra todos pierden, tanto los vencedores com o los vencidos, y, por lo tanto, que aunque prescindamos de suponer en los hom bres valores morales com o la bondad o la generosidad y solo supongamos «la racionalidad suficiente para poder ver lo que les es útil y el valor necesario para construir su propia felicidad», deberían todos, y en particu-

podría extenderse, con alguna ulterior sofisticación, para reducir también el problema del hambre o de la pobreza extrema a un escenario de dilema del prisionero (no en vano el problema tiene asimismo una estrecha relación con el problema poblacional). Pero nada de ello es necesario ahora. 2.4. Tres respuestas posibles Lo único que, al fin y al cabo, trato de presentar en esta primera parte es que los tres problemas globales que suscitan demandas hipotéticas de justicia, en cuanto son susceptibles de ser percibidos como graves riesgos, caren­ cias o daños provocados por la acción o la omisión de otras personas que son ciudadanos de Estados diferentes, son actualmente el de la guerra, el del hambre y el de la degradación medioambiental, y que los tres, o cua­ lesquiera de ellos, admiten un triple enfoque: 1) Si asumimos la idea de que las comunidades políticas independientes, los Estados, se encuentran en un estado de naturaleza hobbesiano, entonces asumimos que las relaciones de estas comunidades entre sí y de los miem­ bros de unas y otras entre sí no están sometidas a normas morales ni jurídi­ cas; en principio todo es de todos y cada uno puede utilizar su propia fuer­ za para hacerse con ello. Ni la guerra, ni el hambre y la pobreza extrema, ni la degradación del medio son cuestiones en las que los miembros de una comunidad política independiente pueden esgrimir derechos frente a los miembros de las otras comunidades políticas independientes que tendrían los correlativos deberes. Esta interpretación no impide considerar que cua­ lesquiera miembros de cualquier comunidad obran bien si procuran evitar la guerra o suavizar sus efectos, como si procuran paliar el hambre o la pobreza de los miembros de otras comunidades o, finalmente, se esfuerzan por pro­ teger el medio natural. Lo que hacen está moralmente bien, pero no están obligados a hacerlo ni hay nadie que tenga derecho a exigírselo; su acción en cualquiera de esos sentidos es una acción supererogatoria. 2) Si, rechazando la interpretación anterior, asumimos el modelo de la moralidad de los Estados, podemos sostener que hay ciertos principios y re­ glas morales que fundamentan obligaciones de respeto y ayuda mutua, aun­ que se trata de obligaciones de carácter meramente moral y no de obliga­ ciones de justicia. Lo que esto significa es que las acciones y omisiones que los miembros de cada comunidad política independiente han de realizar o satisfacer para evitar la guerra, paliar la extrema pobreza o proteger el me­ dio ambiente son acciones moralmente debidas y que, por ello, no solo es moralmente bueno hacerlas, sino que es moralmente malo no hacerlas. El problema es que como no existe ni — según esta concepción— puede y/o debe existir una autoridad política por encima de las comunidades políticas

lar los soberanos, adoptar el proyecto de paz perpetua (Rousseau 1 9 8 2 : 3 3 ). Así lo entiende tam­ bién Alfonso Ruiz M iguel com entando a Ferrajoli (Ruiz M iguel 2 0 0 8 : 3 6 5 -3 6 6 ).

independientes, los Estados, estas obligaciones en ningún caso pueden con­ vertirse en obligaciones exigibles coercitivamente. Si entendemos la justicia como la primera virtud de las instituciones sociales (Rawls 1971: 3) y consi­ deramos, asumiendo ahora la idea más extendida, que su contenido es dar a cada uno lo suyo, las obligaciones de justicia son los deberes correlativos a lo que es de cada uno, es decir: a sus derechos. Así entendidas, las obligaciones de justicia son obligaciones morales cuyo cumplimiento es de tal relevancia moral para la convivencia social que debe ser impuesto coercitivamente por medio del Derecho. Puesto que, en este modelo, no hay una autoridad con fuerza legítima superior a los Estados, lo que, a lo sumo, pueden surgir son obligaciones convencionales con cierto carácter jurídico elemental (funda­ do en el supuesto precepto natural pacta sunt servando) siempre y cuando los miembros de una comunidad política independiente hayan contraído, a través de las autoridades que les representan, determinados compromisos con los miembros de otra u otras determinadas comunidades políticas inde­ pendientes. Tal y como señalaba Beitz, esta es la concepción que dio origen —y que todavía hoy subyace— al Derecho internacional público moderno, la concepción de la moralidad de los Estados18. 3) La tercera posibilidad es considerar que todas las personas tienen un derecho a vivir en paz y/o un derecho a disfrutar de los medios nece­ sarios para subsistir y/o un derecho a la conservación del medio ambiente. Decir que todas las personas tienen estos derechos, o cualquiera de ellos, es decir que son derechos universales. Afirmar que son derechos univer­ sales implica que su contenido es un bien que es de todas y cada una de las personas, es decir, que forma parte de lo que es suyo y que, por ello, la justicia — entendida como dar a cada uno lo que es suyo— exige satis­ facer estos derechos19. 18. M uchos internacionalistas y algunos filósofos, entre ellos destacadamente Jo h n Rawls, tratan de ubicar aquí una teoría de la justicia diferente de la que se ocupa de las relaciones entre individuos y/o grupos de individuos en el ám bito de una comunidad política soberana. Para ellos, la teoría de la justicia internacional es específica, com o lo es el D erecho internacional que ella ha de justificar, porque asume que los sujetos son los Estados. Com o señala Francisco J. Peñas, refirién­ dose a Rawls, ello supone que «la justicia para los individuos queda relegada al ám bito doméstico» (Peñas 2 0 0 3 : 2 3 2 ). M artin D. Farrell también propone explícitam ente, aunque en mi opinión sin demasiados argumentos, una distinción entre una teoría de la justicia interna, que debería seguir a Rawls y abandonar a N ozick, y una teoría de la justicia internacional, que debería seguir a Nozick y abandonar a Rawls; lo que separa ambas es precisam ente la redistribución de la riqueza para la cual las fronteras «tienen relevancia» (Farrell 2 0 0 3 : 2 6 3 -2 6 8 ). Algo parecido sostiene Thom as Na­ gel, como ya vimos (supra, nota 3), cuando limita la justicia igualitaria al ámbito interno del Estadonación. N o me parece lo más im portante discutir si se puede utilizar el mismo nom bre, el de justi­ cia, para dos órdenes tan dispares com o son el de los individuos som etidos a un orden legal y el de los Estados sometidos solo a obligaciones naturales y convencionales. La cuestión no es nominal sino sustantiva. Lo que voy a sostener, y trataré de demostrar, es que sin un orden legal (justicia le­ gal) las soluciones de distribución y conm utación pretendidam ente justas resultan llamativamente anómalas, además de dejar sin satisfacción las tres demandas que estamos analizando. 19. Com o señala Alfonso Ruiz M iguel en relación con el derecho a la paz: «De lo que aquí se trata es de intentar justificar moralmente tal derecho a la paz, lo que de paso exige, creo, atribuirlo básicamente a los individuos y no a los Estados» (Ruiz M iguel 1 9 8 8 : 2 7 5 ).

Ahora bien, aun admitiendo que de este modo estas pretensiones se sitúan en el ámbito de la justicia en un sentido estricto, caben todavía dos interpretaciones. Según una de ellas se trataría de derechos especiales o relati­ vos. Son derechos especiales aquellos cuya titularidad depende de o aparece como consecuencia de una relación especial, sea de parentesco, de perte­ nencia a un cierto ámbito comunitario, de intercambio o reciprocación de bienes o males, de cooperación, o de cualquier relación similar. Los dere­ chos especiales son relativos a la persona o personas con las que se man­ tiene aquella relación y, por ello, solo el pariente, el conciudadano, el que me debe una compensación o aquel con el que he cooperado, están obli­ gados a satisfacerlos (Hart 1962: 78-85). Según la otra interpretación se trataría de derechos generales o absolutos. Son derechos generales aquellos cuya titularidad no depende de o aparece como consecuencia de ninguna relación especial y, por ello, se tienen contra todos (erga om nes). Es toda­ vía frecuente pensar que los derechos generales o absolutos son siempre y solo derechos negativos, es decir, derechos cuya satisfacción solo exige de los demás, de todos los demás, una abstención. Derechos tales como el de­ recho a la vida, a la integridad física o al honor, serían derechos universales y absolutos porque los tienen todas las personas contra todas las perso­ nas y lo único que exigen de los demás, de todos los demás, es que se abs­ tengan de matar, lesionar o injuriar al titular. Hace ya tiempo, sin embar­ go, que la teoría de los derechos ha abandonado esta simplificación para comprender y explicar que hay derechos universales y absolutos que, sin embargo, requieren que otros hagan algo para satisfacerlos20. Ello no obs­ tante, son derechos que se tienen contra todos, aunque su satisfacción efec­ tiva pueda requerir una imputación de obligaciones en cascada de modo tal que la segunda solo surge en defecto de la efectividad de la primera, la tercera en defecto de la efectividad de la segunda y así sucesivamente. Cuando, por ejemplo, sostenemos que todos los niños tienen derecho al cuidado y la nutrición, no dudamos de que la obligación de satisfacer este derecho debe recaer, en primer lugar, sobre sus padres, solo en defecto de 20. Este carácter absoluto es uno de los que se utiliza para distinguir entre los derechos libe­ rales y los derechos económ ico-sociales en perjuicio de estos últimos que tendrían — se dice— un carácter relativo. Sin em bargo, es claro que si los derechos humanos tuvieran que ser derechos ab­ solutos y el carácter absoluto de los derechos consistiera en que el titular puede esgrimir su derecho contra todos y todos están obligados a realizar alguna acción o a observar alguna abstención para satisfacerlo, entonces ninguno de los derechos políticos clásicos sería absoluto y, en consecuencia, no serían derechos humanos. Los derechos políticos se predican de un sujeto frente al Estado del que el sujeto es ciudadano. El derecho de sufragio no se pretende que lo tenga todo ser humano respecto a los gobernantes de cualquier Estado, sino precisamente del Estado del que él form a par­ te y a cuyas decisiones normativas está habitualmente sometido. Por eso, cuando decim os que el derecho al sufragio o el derecho a un juicio justo es un derecho humano, decimos que cualquier persona tiene derecho m oral al sufragio o , en su caso, a un juicio justo, pero el obligado a satisfacer estos derechos — obligado m oralm ente y obligado por las declaraciones internacionales cuando han sido suscritas y, si todo va bien, obligado por las normas constitucionales internas— es el Estado al que una cierta persona pertenece com o ciudadano, en el primer caso, y el Estado que procesa a una persona, aunque no sea ciudadano del Estado, en el segundo caso (Hierro 20 0 7 : 2 5 4 -2 5 5 ).

ellos sobre otros parientes llamados a la tutela y solo en defecto de ellos sobre ciertas instituciones sociales, cuya organización es contingente (mu­ nicipio, provincia, Estado, etc.) siempre y cuando se establezca, lo que sí es necesario, la institución obligada a satisfacer el derecho21. Si todas las personas tienen un derecho a vivir en paz y/o un derecho a disfrutar de los medios necesarios para subsistir y/o un derecho a la conservación del medio ambiente, entonces se hace necesario establecer quién está obliga­ do a satisfacer estos derechos.

3. Justicia conmutativa y justicia distributiva en la m oralidad de los Estados Las razones para ubicar los tres problemas, y las demandas que ellos, respectivamente, generan en el ámbito de la justicia — esto es: las razones para sostener que todas las personas tienen derecho a la paz, derecho a la subsistencia y derecho a la conservación del medio— pueden derivarse de una consideración genérica y otra específica. La consideración genérica es entender los derechos humanos como expresión normativa de aquellas ne­ cesidades cuya satisfacción hay razones morales suficientes para exigir en todo caso y, utilizando un concepto estricto de derecho subjetivo como po­ sición normativa (tal y como fue desarrollado por Ross a partir de Hohfeld), definirlos como aquellas libertades, inmunidades, pretensiones y potestades que corresponden a todo ser humano como condición necesaria para rea­ lizarse como sujeto moral y cuya satisfacción es condición necesaria y sufi­ ciente para justificar la existencia,' el origen y el contenido de un sistema ju­ rídico22. La consideración específica, por su parte, se adapta a cada una de 21. Creo que con mucha frecuencia se confunde la dimensión de universalidad de los dere­ chos, que se refiere al sujeto (particular/universal), con la dimensión de generalidad, que se refiere al obligado a satisfacer el derecho (especial/general). Peces Barba, por ejemplo, sostiene que en los de­ rechos económico-sociales «se ha producido una gran confusión en el Estado social y se ha conside­ rado como meta de estos derechos la generalización de los mismos a todos los hombres, con lo cual se ha desviado su objetivo y se han favorecido situaciones de injusticia. La llamada generalización de la protección de la salud o de la gratuidad de la enseñanza, han desvirtuado la finalidad de esos dere­ chos al acoger a quienes tienen medios para satisfacer esas necesidades, junto a los que no podían ha­ cerlo por sí mismos» (Peces Barba 1999: 65 -6 6 ). Frente a ello él propone, respecto a estos derechos, un criterio de igualdad-como-diferenciación que sirva para alcanzar la igualdad-como-equiparación y ello le conduce a concluir que en los derechos individuales, civiles y políticos «Jos destinatarios son todas las personas», mientras que en los derechos económico-sociales los destinatarios son «solo los afectados por las carencias» (ibid. \ 6 6 ). Me parece claro que Peces Barba está argumentando sobre la distribución de los costes y sobre en qué ocasiones el Estado ha de resultar el obligado directo a satis­ facer el derecho y en cuáles solo estaría obligado a garantizar su protección. Supongo que Peces Barba coincidiría conmigo en que cualquier niño, por rica que sea su familia, tiene derecho a la educación o en que cualquier persona, por muy adinerada que sea, tiene derecho a la protección de su salud. Otra cosa es cómo distribuir el coste de lo uno y de lo otro, lo que nos debe llevar a la distinción entre el titular (universal/particular) y el obligado a satisfacer (general/especial) (Hierro 2 0 0 7 : 259 ). 2 2 . Vid. H ierro 1 9 82. La definición que ofrezco coincide sustancialmente con las dos con­ clusiones de Gewirth: «Lo que hemos tratado de mostrar en este ensayo — dice— es que todos los

esas pretensiones y deriva de las anomalías que su satisfacción ofrece bajo el modelo de la moralidad de los Estados. Para el derecho a la paz es suficiente ahora constatar que tod o s los argumentos que justifican la abolición de la defensa privada en favor de un monopolio institucional de la fuerza legítima en el Estado son exten­ sibles, en sus propios términos, a la abolición de la guerra en favor de un monopolio institucional de la fuerza legítima en manos de una institución política supraestatal23. Sostenemos que todos tienen derecho a la vida, a la integridad física y moral, a la libertad y a la seguridad (por ejemplo, en los artículos 15 y 17 de la Constitución española) e imaginamos que, para hacer efectiva la satisfacción de estos derechos, los miembros de una co­ munidad política bien ordenada han hecho un acuerdo por el que han delegado en la comunidad el uso legítimo de la fuerza. Si una persona o un grupo de personas es ilegítimamente agredido por otra persona o grupo de personas, ya se trate de una banda terrorista, un grupo organiza­ do de delincuentes o un grupo airado de vecinos, el pacto social impide que la persona o el grupo de personas agredidas reaccione agrediendo a los agresores. La legítima defensa se convierte así en una mera circuns­ tancia excepcional para eximir o atenuar la responsabilidad de alguien que comete una acción delictiva cuando concurren ciertas circunstancias muy especiales: una inmediata agresión ilegítima, la necesidad racional y la idoneidad del medio empleado para impedir o repeler la agresión, y la ausencia de provocación por parte del defensor (artículo 19 del Código Penal español). Todo ello implica una relación directa y una respuesta inmediata que poco o nada tienen que ver con la justificación de la gue­ rra como medida defensiva. La guerra como situación en la que, al me­ nos, el derecho a la vida, el derecho a la integridad física, el derecho a la libertad y el derecho a la seguridad quedan suspendidos tanto para las derechos humanos tienen un fundamento racional en las condiciones necesarias o necesidades de la acción humana, de modo que ningún agente humano puede denegarlas o violarlas so pena de autocontradicción. Así, las demandas que los derechos humanos hacen a las personas se justifican por el PCG (Principio de Consistencia Genérica) en cuanto principio supremo de la moralidad. Es tam­ bién a través de las exigencias morales establecidas por este principio com o el orden político y ju­ rídico recibe su justificación central en cuanto provisor de la protección de los derechos humanos» (Gewirth 1 9 9 0 : 145). Siguiendo la indicación de Ricardo G arcía M anrique suprimí de la definición que propongo la caracterización de los derechos humanos también com o condición suficiente para realizarse com o sujeto moral, ya que han de darse otras condiciones extranormativas tales que, por ejemplo, ciertos niveles mínimos de salud física y mental. 23. Una tesis explícitamente contraria, que invoca en su favor poco más que el consabido riesgo de una «pax romana» imperialista, es la de Horowitz: «La soberanía de las naciones no es, de por sí, enemiga de la paz. Ofrece, por el contrario, una base real para la solución natural y pacífica de las disputas internacionales entre pueblos que viven bajo distintos tipos de disposiciones econó­ micas y políticas, y que despliegan distintos grados de control sobre sus recursos naturales» (H o­ rowitz 1 9 6 0 : 2 5 0 ). En el mismo sentido, más recientem ente, se pronuncia Reinhard Zintl: «Los Estados q u e internam ente respetan el im perio de la ley al menos hasta cierto punto y que respetan la soberanía de cada uno, no vivirán en U selva hobbesiana, sino que tenderán naturalmente a re­ solver sus conflictos pacíficamente, a través de tratados, negociaciones , arbitrajes. No necesitarán una autoridad suprema para que el sistema siga funcionando» (Zintl 2 0 0 5 : 154),

personas miembros de la comunidad política enemiga, o parte de ellas, como para los propios miembros de la comunidad política que presun­ tamente se defiende, o parte de ellos, no tiene paralelo ninguno con la legítima defensa. Ni hay una relación directa entre las personas que co­ meten la agresión y las personas que ejercen la defensa ni la respuesta tiene un carácter inmediato y difícil o imposible es que se mantenga la propor­ cionalidad del medio empleado, pero, sobre todo ello, las excepciona­ les circunstancias de la legítima defensa en una comunidad política bien ordenada son circunstancias cuya concurrencia se somete al juicio de las autoridades institucionalmente competentes (los tribunales) y no al cri­ terio del propio defensor24. Si, como parece generalmente admitido, el derecho universal de las personas a la vida, la integridad, la libertad y la seguridad requiere una protección institucional por parte de la comunidad política que se tra­ duce en la deslegitimación y efectiva abolición del uso privado de la fuer­ za a cambio de la existencia de instituciones públicas de protección y reparación de aquellos derechos, no se comprende por qué ese derecho universal se detiene en las fronteras del propio país. Por eso es suficien­ te, por ahora, constatar que no hay ninguna razón sólida que permita jus­ tificar por qué deberíamos renunciar a la defensa privada o a la defensa a escala feudal (en la que se intercambia dependencia por protección, con un carácter en parte personal y en parte territorial) para pasar a una situación en la que, mediante el contrato social, se institucionaliza el so­ metimiento del súbdito-ciudadano a cambio de la protección por el Estadosoberano de los derechos de los súbditos25, y no justificar en los mismos términos la renuncia de la defensa a escala estatal intercambiando suje­ ción por protección en una escala global. Si es justo, porque es necesario para la seguridad de las personas en cuanto agentes morales y de sus bienes básicos, suprimir el uso de la violencia privada en favor de un monopo­

24. Bobbio ha señalado con lucidez el problema epistémico que suscita una evaluación (la de si una guerra es justa o injusta) cuando no hay certeza en los criterios aplicables ni imparcia­ lidad en el que ha de aplicarlos. Por eso, concluye, «el reconocim iento por ambas partes de que la mayor parte de las guerras eran justas fue una de las razones que, al levantar serias dudas en la mente de sus propios sostenedores, term inó por dar paso a las críticas y m arcó el com ienzo de la decadencia de la teoría de la guerra justa» (Bobbio 1 9 7 9 : 5 3 ). O tros argumentos, en particular el de la desproporción de las armas atómicas, conducen a Bobbio a concluir que en el mundo ac­ tual la guerra queda fuera de cualquier posible criterio de legitimación y de legalidad: «en una pa­ labra, está incontrolada y es incontrolable por el D erecho, com o un terrem oto o una tempestad... la guerra vuelve a ser, com o en (a representación hobbesíana del estado de naturaleza, la antítesis del Derecho» (i b i d 60 ). Sobre cóm o la distinción guerra justa/guerra injusta derivó en la distin­ ción guerra agresiva/guerra defensiva, que es característica del pacifismo relativo, vid. Ruiz M i­ guel 1 9 8 8 : 1 0 8 -1 1 1 . La apreciación discrecional y unilateral de la concurrencia de las condiciones es también puesta de relieve por Lorenzo Peña, que luego añade hasta nueve diferencias entre la justificación de la respuesta penal y la guerra punitiva (Peña 2 0 0 9 : 4 0 2 y 4 0 9 ). 25. Esa era la concepción de la soberanía desde la formulación de Jean Bodino en 1 5 7 6 : «[...] la nota característica de la ciudadanía es la obediencia y reconocim iento del súbdito libre hacia su prín­ cipe soberano, y la tutela, justicia y defensa del príncipe hacía el súbdito» (Bodino 1 9 7 3 [1 5 7 6 ]: 40).

lio institucional del uso legítimo de la fuerza a escala territorial, entonces es igualmente justo suprimir el uso de la violencia estatal en favor de un monopolio institucional del uso legítimo de la fuerza a escala global. La consideración específica relativa a los otros dos problemas puede refe­ rirse, alternativamente, al ámbito de la justicia conmutativa o al de la justicia distributiva. La formulación más fuerte de esas pretensiones (tanto la de sub­ sistencia26 como la de conservación del medio), sea de ambas o de cualquiera de ellas, como derechos y, en consecuencia, como pretensiones ubicadas en el ámbito de la justicia, es aquella que las formula como pretensiones de jus­ ticia conmutativa. Los países ricos, o más exactamente, las personas miem­ bros de las comunidades políticas independientes más enriquecidas, han cau­ sado daños a los países pobres, o más exactamente, a las personas miembros de las comunidades políticas independientes más empobrecidas, y por ello están obligados a reparar el daño causado27. El principio en virtud del cual alguien está obligado a reparar el daño causado es, junto al de la obligación de cumplir los pactos, un principio básico de la justicia de los intercambios. La explicación es sencilla. Todos los supuestos de reciprocación — tal y como los explicó Torstein Eckhoff (1974: 3-4)— suponen una reposición del equi­ librio previo al daño. Si la situación de partida estaba justificada, enton­ ces las medidas que vuelven a equilibrar, voluntaria o forzadamente, aquella situación son medidas justas28. Planteadas en este nivel, estas pretensiones implican que puede establecerse que hay un sujeto responsable de sus actos (digamos todos o algunos de los miembros de la sociedad A) que, por su ac­ ción u omisión voluntaria, han causado la extrema pobreza y/o el hambre de los miembros de la sociedad B. Lo que la justicia conmutativa requiere es que los miembros de la sociedad A reparen, indemnicen o compensen en la cantidad equivalente al daño causado a los miembros de la sociedad B29. Pero sostener esto requiere superar algunas dificultades. 2 6. En la term inología introducida, o al menos consolidada, por el Inform e sobre D esarrollo Humano elaborado en 1 9 9 4 por el Programa de las N aciones Unidas para el D esarrollo (PNUD) se han em parejado com o dimensiones de la seguridad humana la libertad frente al miedo (freed o m from fear), que guarda una estrecha vinculación con el concepto tradicional de la protección de la vida, la integridad física o la libertad personal como inmunidades, y la libertad frente a la necesi­ dad (freed om fr o m w aítt), que guarda una estrecha relación con la satisfacción de las necesidades básicas (Escudero 2 0 0 8 : 2 9 ). 2 7. Com o afirma Isabel Turégano, que suscribe en este aspecto las tesis de Pogge: «La co n tri­ bución a los procesos estructurales que originan injusticias es lo que genera la responsabilidad de actuar para superarlas» (Turégano 2 0 1 0 : 2 4 2 ). 2 8. En el esquema de Eckhoff se ofrecen cuatro situaciones de reciprocación posibles que son las siguientes: el intercam bio, en que la transferencia de un bien (o valor positivo) de un sujeto A a otro B se com pensa con la transferencia de un bien (o valor positivo) equivalente de B a A: la venganza, en que la transferencia de un mal (o una carga) de A a B se compensa con la transferen­ cia de un mal (o una carga) equivalente de B a A; la reparación, en que la transferencia de un mal de A a B se com pensa con la transferencia de un bien equivalente de A a B; y la com pensación, en que la transferencia de un bien de A a B se compensa con la transferencia de un mal equivalente de A a B (Eckhoff 1 9 7 4 : 3-4). 29. Creo que las tesis de Thomas Pogge sobre la pobreza global y nuestras obligaciones res­ pecto a ella se apoyan en la idea de que somos culpables de la situación (Pogge 2 0 0 5 : 3 8 -3 9 , 1 7 3 ,

La primera dificultad para ubicar bajo el principio de justicia de la re­ paración las dos demandas a las que nos estamos refiriendo estriba en in­ dividualizar el daño e individualizar la responsabilidad. Es fácil constatar que, para poder identificar una situación de reciprocación, de cualquier tipo que sea, se requiere satisfacer descriptivamente ciertas condiciones previas que son, al menos, las dos siguientes: 1) la condición de agente de una transferencia, es decir, la asignación de capacidad para realizar una transferencia voluntaria o para responder de una transferencia involuntaria y 2) la previa asignación de lo que es de cada agente. No es en absoluto po­ sible establecer que A ha transferido a B un bien o un mal sin que exista un criterio previo que atribuya a A tanto el carácter de agente de la transfe­ rencia como el valor positivo transferido a B, o bien atribuya a B el valor positivo suprimido por la acción u omisión de A. En consecuencia, cual­ quier relación de reciprocación requiere, previamente, la asignación del carácter de agentes a A y B y la asignación de valores entre A y B, es de­ cir, una previa distribución o reparto. Dicho en otros términos: la justicia conmutativa requiere una previa distribución de posiciones y de valores. Cuando se ha establecido quiénes son los agentes, sus poderes y los valo­ res que pertenecen a cada uno, la justicia conmutativa requiere un criterio que haga moralmente aceptables las reciprocaciones, es decir, que requiere una tercera condición: 3) un criterio de equilibrio entre los valores trans­ feridos. Tanto se trate de intercambios voluntarios como de intercambios forzosos, si disponemos de un criterio de justicia de la reciprocación (por ejemplo, el criterio de igualdad aritmética más una medida de compara­ ción), entonces la voluntad de las partes, en los primeros, o la autoridad que los ha establecido, en los segundos, son irrelevantes a efectos de la jus­ ticia de la reciprocación, mientras que si no disponemos de un criterio de justicia de la reciprocación y/o de una medida de comparación, entonces es relevante la voluntad de las partes, en los primeros, y la autoridad que los ha establecido, en los segundos. Ello nos obligaría a formular alterna­ tivamente una tercera condición de la justicia conmutativa: 3 ’) un proce­ dimiento (o una autoridad) para establecer el criterio de equilibrio y/o la medida de los valores transferidos (Hierro 2002: 20-23).

1 86, 1 87, 2 5 5 , 2 5 7 y 2 6 6 ). Su conclusión es, a este respecto, lapidaria: «la mayoría de nosotros no solo deja morir de hambre a las personas, sino que también las mata de hambre» (i b i d 2 7 0 ). Pogge, sin embargo, rechaza que tengamos deberes positivos hacia los que sufren esa situación e in­ cluso menosprecia los derechos económ ico-sociales, a los que llega a calificar de «seudoderechos» {ibid.-. 89). Su insistencia en mantener que nuestra responsabilidad ante la extrem a pobreza global deriva del incumplimiento del deber negativo «de no dañar a otros de forma indebida, ni solos, ni en colaboración con otros» {ibid.: 173) me parece, sin embargo, que fracasa, pues, a fin de cuentas, termina por sostener que hacemos ese daño mediante el incumplimiento del deber de mitigar los daños que el actual orden internacional ocasiona y m ediante el incumplim iento del deber de pro­ mover las reformas necesarias [ib id .:2 6 6 ); en mi opinión, ambos son claram ente deberes positivos, el de mitigar y el de promover, pues ambos exigen nuestra acción. C om o indica Arcos, «Pogge ter­ mina por sobredimensionar el concepto de deberes negativos, al dar cabida en estos a una visión encubierta de los deberes positivos» (Arcos 2 0 0 9 : 184).

La proyección de este esquema de justicia conmutativa a las relaciones entre los ciudadanos mediante la intervención de los Estados de que for­ man parte, tal y como se produce bajo la moralidad de los Estados, ofrece llamativas anomalías. En el siglo x x y en el ámbito de un Estado civilizado, nadie admitiría que los daños causados por una pandilla de delincuentes de una etnia determinada deben se reparados por todos los miembros ac­ tuales de la etnia, como no admitiría que los daños causados por un grupo terrorista defensor de la independencia de una sedicente comunidad nacio­ nal deban ser reparados por todos los miembros actuales de esa sedicen­ te comunidad nacional. Sin embargo, en el mundo de la moralidad de los Estados, todo el mundo parece admitir que los daños causados por la acción militar de un determinado Estado bajo la dirección de un cierto gobierno (digamos, por ejemplo, el III Reich alemán) deben ser reparados por todos los miembros actuales de ese Estado. Esto quiere decir que bajo el esquema de moralidad de los Estados se ha atribuido a los súbditos-ciudadanos la condición de agentes responsables de las acciones de sus gobiernos incluso en los casos en que esos gobiernos previamente han reducido a sus ciudada­ nos o a gran parte de ellos a la condición de meros súbditos. El argumen­ to es el mismo si en lugar de referirnos a las responsabilidades por daños de guerra nos referimos a las responsabilidades por periodos coloniales. En ambos casos, se pretende establecer una responsabilidad colectiva que recae sobre personas o generaciones que no han sido los autores del daño cuya reparación se les imputa y, con frecuencia, ni siquiera se han benefi­ ciado en forma alguna de él30. Algo muy parecido ocurre también si estos argumentos se aplican a la pretensión de conservación del medio suponien­ do, como el argumento conmutativo supone, que las personas miembros de los países más desarrollados han de responder de los daños causados por sus gobiernos o, lo que es todavía más extraño, por determinadas em­ presas privadas radicadas en sus países31.

30. Lorenzo Peña ha realizado un interesante análisis de la deuda histórica del N orte con el Sur, basada en la responsabilidad de reparar el daño causado. Allí analiza con gran detalle hasta trece objeciones posibles a las que va respondiendo. Sin embargo, me parece que su formulación de una responsabilidad genérica se concreta, en un segundo escalón, en una responsabilidad por daños coloniales y, en un tercer escalón, en una responsabilidad por la trata de esclavos. En la medida en que el daño se va concretando, la causalidad y, por ello, la posibilidad de individualizar la responsa­ bilidad se va com plicando (¿por qué los finlandeses responden de los daños coloniales en el Congo belga?). Peña afirma que «a las poblaciones del sur los gobernantes y los privilegiados del norte (y —p o r ex ten sión y en algu n a m e d id a — las propias poblaciones septentrionales) Íes han causado un inmenso padecim iento...» (Peña 2 0 0 9 : 4 4 0 ; cursiva mía). Una teoría de la justicia conmutativa ha de ocuparse, precisamente, de resolver razonablemente esos problemas de extensión y de medida de la responsabilidad. 3 1 . Iris M arión Young propuso un modelo de responsabilidad — que denominó «modelo de conexión social»— que, desarrollando las ideas de Pogge, trataba de fundar este tipo de responsa­ bilidad colectiva por injusticias estructurales: «La injusticia estructural ocurre com o consecuencia de la acción de muchos individuos e instituciones que buscan unas metas e intereses particulares, en el marco de unas normas establecidas y aceptadas. Quienes participan mediante sus acciones en las pautas de cooperación que constituyen estas estructuras son responsables de las mismas» (Young 2 0 0 5 : 697 ).

Una segunda dificultad estriba en identificar o individualizar quién es el agente dañado, puesto que, de nuevo, la concepción de la moralidad de los Estados lo resuelve reconociendo que los gobiernos de hecho exis­ tentes son los representantes de las personas miembros de su comunidad política y que, por ello, les corresponde recibir las indemnizaciones proce­ dentes que, con la mayor frecuencia, no se utilizan para paliar el hambre, la pobreza o la degradación del medio que tales personas sufren. Resulta igualmente anómalo que el gobierno actual de un cierto país pretenda re­ cibir en nombre de sus ciudadanos la reparación por los daños causados en su medio ambiente por otros países o empresas radicadas en otros paí­ ses que obtuvieron la concesión o autorización para causarlos de otro go­ bierno anterior de aquel mismo país. Una tercera dificultad, finalmente, se refiere a la ausencia de criterios y/o procedimientos para cuantificar estos daños. Resulta prácticamente inviable cuantificar el daño que una situación histórica colonial o el daño causado por la sobreexplotación de los recur­ sos y carecemos de procedimientos o instituciones para hacerlo, por lo que la práctica habitual en el sistema de moralidad de los Estados es que estas indemnizaciones se limiten a los daños de guerra y sean impuestas, en una negociación muy imperfecta, por los vencedores a los vencidos. Es fácil concluir que ubicar estas dos pretensiones en el ámbito de la justicia conmutativa resulta sumamente difícil y, desde luego, muy poco motivador para los presuntos responsables actuales. La razón última es que solo cabe hablar de justicia conmutativa cuando tenemos establecido quiénes son los agentes de las transferencias, qué es de cada agente y cómo esta­ blecer la cuantificación de los valores positivos o negativos que se trans­ fieren, bien recurriendo al acuerdo de los agentes mismos (en virtud del principio de autonomía) bien, en su defecto, a algún procedimiento o au­ toridad preestablecidos. Es decir: que solo es posible situar pretensiones de este tipo en el ámbito de la justicia conmutativa si previamente se han resuelto problemas básicos de distribución. Ubicar estas dos pretensiones en el ámbito de la justicia distributiva parece, por todo ello, más prometedor. Se trata, en tal caso, de satisfacer necesidades materiales básicas de las personas, necesidades que afectan a su alimentación, salud, vivienda, educación, y posibilidad de subsisten­ cia en un medio natural sostenible. El criterio moral básico, aunque no el

Ahora bien, com o ella misma reconocía que es muy difícil determinar los responsables de este tipo de injusticias, el resultado es que «todos los agentes que contribuyen mediante sus acciones a los procesos estructurales que originan injusticias tienen la responsabilidad de trabajar para solucionar esas injusticias» (i b i d 6 8 9 ), pero se trata de una responsabilidad política compartida que requiere una acción colectiva (ib id.: 7 0 2 y 7 0 6 ). Aunque la autora lo que quería era apoyar su modelo en una responsabilidad «in participando» y no en la convivencia c o m ú n , m e parece que su conclusión no establece responsabilidades reparativas (conmutativas) sobre agentes determinados, sino una es­ pecie de responsabilidad general de actuar en favor de un orden más justo (justicia legal) y de una distribución más justa (justicia distributiva). Sobre la adscripción a Estados y poblaciones de la responsabilidad derivada de la acción de organizaciones privadas vid. Fleiner y Fleiner 2 0 0 9 : 80.

único, de la justicia distributiva es el de igualdad. Como señaló Peter Singer, «el principio de que todos los seres humanos son iguales es hoy parte de la ortodoxia ética y política dominante» (Singer 1984: 28). El ámbito en que ha de aplicarse este criterio varía entre la vieja concepción liberal, para la cual se trata solo de igualdad entre todos en la libertad, y las res­ puestas igualitaristas, hoy más extendidas, que defienden la igualdad entre todas las personas en los bienes primarios básicos (John Rawls), la igual­ dad entre todos en las capacidades (Amartya Sen), la igualdad entre todos en los recursos (Ronald Dworlcin), o la igualdad entre todos en la satis­ facción de necesidades (D. D. Raphael y Peter Singer), etc., etc. Creo que cabría formular la coincidencia de estas concepciones igualitaristas en los siguientes términos: el ideal moral de igualdad es la igualdad entre todos los seres humanos en los recursos adecuados para satisfacer las necesida­ des básicas de forma que permitan a todos y cada uno desarrollar de forma equiparablemente autónoma y libre su propio plan de vida32. Esto incluye unas condiciones mínimas y relativamente equiparables de alimento, sani­ dad, vivienda, educación, y ciertos derechos de seguridad y de libertad ne­ gativa y libertad positiva. Pero también la hipótesis de la justicia distributiva ofrece anomalías cuando se proyecta sobre las relaciones entre las personas que son ciuda­ danos de Estados independientes y soberanos bajo el modelo de moralidad de los Estados. En efecto, el sistema de moralidad de los Estados implica una delimitación normativa del ámbito en el que la igualdad, entendida en estos términos, es satisfecha por cada uno de ellos. La institucionalización de los derechos económico-sociales como derechos constitucionales bajo este modelo implica, de forma necesaria, su incorporación a un ordena­ miento jurídico determinado, el de un Estado. La igualdad real, en cuanto ideal de igualdad institucionalizable, se convierte en la igualdad real de los ciudadanos de un Estado dado (prescindiendo, ahora, de si se preten­ de como igualdad en oportunidades, en recursos, en satisfacción de nece­ sidades, en resultados, etc.). Lo que esto significa, en términos morales, es que se institucionaliza jurídicamente un derecho a la igualdad real, en mayor o menor grado, que se corresponde con un deber de solidaridad exigible a los más favorecidos. Esto es: se imponen jurídicamente deberes positivos generales a unos ciudadanos en favor de otros mediante técnicas normativas que, de un modo u otro (impuestos progresivos, expropiacio­ nes, intervención pública en la economía, prestación pública de servicios, etc.), vienen, en definitiva, a redistribuir la renta, los bienes y los servicios entre los ciudadanos. Desde el punto de vista moral, la justificación de es­ tos deberes positivos generales es discutible33, pero, en efecto, son estas

3 2 . D esarrollé esta idea y cóm o encuentra inevitables restricciones constitucionales en el sis­ tema de Estados en H ierro 1995. 33. En el año 1 9 8 6 , la revista D o x a publicó un importante debate (D o x a 3 ,1 9 8 6 , pp. 1 7 -8 2 ) sobre ellos en que la propuesta de justificación de Ernesto Garzón Valdés fue matizada, en dos aspec-

técnicas normativas para convertir deberes positivos generales en deberes positivos especiales las que caracterizan y hacen posible la institucionalización de la igualdad real. Solo así el Estado instrumenta jurídicamente como deberes positivos especiales los deberes positivos generales (Garzón Valdés 1986: 32); y se convierten en especiales precisamente porque di­ manan de la institucionalización de una relación especial, cuasicontractual, que es la ciudadanía común. Pero al mismo tiempo, de este modo, el Estado se delimita como ámbito de realización del ideal de igualdad con tres graves consecuencias: a) una consecuencia que podemos llamar ideo­ lógica o incluso epistémica: el sistema de Estados cierra a nivel de Estadonación el ámbito de definición de los iguales, esto es, de los seres humanos candidatos a la igualdad; b) una consecuencia que podemos llamar ética: el sistema de Estados cierra a ese mismo nivel el ámbito de exigibilidad de nuestros deberes éticos y de su institucionalización ético-política (es de­ cir, de nuestras ofertas de sacrificio y de nuestras demandas de moralidad institucional)34; y c) una consecuencia que podemos llamar jurídica: el sis­ tema de Estados delimita jurídicamente el ámbito del Estado social y sepa­ ra radicalmente lo justo como jurídicamente exigible (la justicia nacional que se realiza mediante los deberes positivos especiales) de lo moralmen­ te deseable pero jurídicamente no exigible (la «justicia» internacional, que queda abandonada al ámbito de la beneficencia, la solidaridad espontánea y voluntaria o, simplemente, de los buenos sentimientos)35.

tos de interés (aunque no los únicos), por Juan Carlos Bayón y Francisco J . Laporta. Bayón po­ nía en cuestión que el sacrificio exigible para justificar la im posición de un deber positivo general tuviese que ser — como Garzón sostenía— trivial, por lo que argumentaba a favor de un princi­ pio de «altruismo más que mínimo» (Bayón 1 9 8 6 : 5 2 ) ; Laporta, por su parte, argumentaba que para supuestos de gran complejidad (no para los consabidos ejemplos simples, como el del niño que se ahoga), «el único significado analítico que podemos atribuir a la idea de la existencia de un de­ ber positivo general, por ejemplo, de ayuda mutua, que gravite sobre un colectivo, consiste en arti­ cular un conjunto de deberes positivos especiales que graviten sobre los miembros de ese colectivo» (Laporta 1 9 8 6 : 62), de lo que concluía que «los deberes positivos generales se diluyen en deberes positivos especiales» (ib id .). Idéntica tesis sostienen W ilfried H insch y Markus Stepanians: «Una especificación más completa y manejable de estos deberes solo puede conseguirse mediante esque­ mas institucionalizados de cooperación que asignen deberes a agentes particulares y de ese modo conviertan los deberes naturales indeterminados en deberes convencionales específicos» (Hinsch y Stepanians 2 0 0 5 : 3 1 2 ). Hirohide Takikawa denom ina «modelo de la responsabilidad asignada» a la distribución de las obligaciones generales para obtener, com o resultado, un conjunto de obliga­ ciones especiales (Takikawa 2 0 0 5 : 802). 3 4 . En palabras de Peter Singer: «para mucha gente, el círculo de preocupación por los demás termina en las fronteras de su propia nación... D an por sentado que las fronteras nacionales con­ llevan valor moral» (Singer 2 0 0 2 : 152). Isabel Turégano, siguiendo en ello a Thom as N agel, sería un buen ejemplo; ella sostiene explícitam ente que «el ideal de igual dignidad y respeto de todo ser humano, no implica una obligación universal de igualar socialm ente a todos los individuos ni de igualarlos en sus ingresos o recursos, así com o tam poco exige que los individuos sean imparciales con todos sus semejantes» (Turégano 2 0 1 0 : 2 2 2 ), por lo que el valor igualdad solo adquiere senti­ do bajo una estructura coercitiva legítima y, a nivel universal, el criterio de justicia distributiva no es el de igualdad sino el de suficiencia (ib id.: 2 2 9 , 2 3 8 , 2 4 0 y 2 4 4 ). 3 5. Nancy Fraser afirma en este mismo sentido: «Al establecer criterios de pertenencia social y, por ende, determinar quién es miem bro, la dimensión política de la justicia especifica el alcance

La delimitación de la igualdad entre los seres humanos a la igualdad en­ tre los conciudadanos no es la única anomalía que la distribución ofrece en el sistema de moralidad de los Estados. La distribución vigente ofrece tam­ bién otras dos anomalías, al menos, que son paralelas a las que hemos seña­ lado respecto a la justicia conmutativa en relación con la individualización del autor de los daños y con la individualización del receptor de las indem­ nizaciones. Thomas Pogge las ha definido como el privilegio internacional sobre el préstamo y el privilegio internacional sobre los recursos: Cualquier grupo que controle los medios de coerción predominantes dentro de un país es reconocido internacionalmente como el gobierno legítimo del te­ rritorio y la población de ese país [...] [este reconocimiento] significa que acep­ tamos el derecho de ese grupo a actuar en nombre de las personas que gobierna y, en particular, que le otorgamos el privilegio de poder solicitar libremente préstamos en nombre del país (privilegio internacional sobre el préstamo), y el de poder disponer libremente de los recursos naturales del país (privilegio internacional sobre los recursos) (Pogge 2 0 0 5 : 148).

Efectivamente, en ambos casos y de acuerdo con el principio de no in­ tervención en los asuntos internos, se reconoce, en la esfera internacional, que el gobierno de facto de un país es el que tiene atribuida la potestad de obtener préstamos de los que luego habrán de responder los gobiernos su­ cesivos y cuya carga pesa, en todo caso, sobre la población sin necesidad de acreditar que efectivamente se haya beneficiado del préstamo, lo que con frecuencia no es el caso. Lo mismo ocurre con el privilegio de los recur­ sos que autoriza al gobierno de facto a utilizar, explotar, arrasar o enajenar los recursos naturales. Tales situaciones son inconcebibles en el ámbito de la justicia distributiva cuando se ha establecido legalmente un criterio ra­ zonablemente justificado de distribución de los bienes y cargas36 y de las potestades correspondientes a sus titulares.

de todas las otras dimensiones. N os indica quién queda incluido y quién queda excluido dei círcu­ lo de los que tienen derecho a la justa distribución y al reconocim iento mutuo [...] esta decisión excluye a los no miembros del universo de los que tienen derecho a que la comunidad los tenga en consideración» (Fraser 2 0 0 5 : 7 4 y 7 6 ). Vid. también H irohide Takikawa: «El estado de bienestar establece una barrera entre los que están dentro y los que están fuera de él. Solo asiste a los nece­ sitados nacionales» (Takikawa 2 0 0 5 : 7 9 8). 36. Com o ya he señalado, el criterio básico de distribución es, cuando se asume com o valor la igualdad de valor moral entre todos los seres humanos, el de igualdad entre los individuos y sir­ ve para atribuir iguales oportunidades, condiciones, bienes básicos o recursos iniciales. Posterior­ mente, otros criterios, com o el m érito o la capacidad, pueden justificar distribuciones desiguales de los resultados. Pero, desde luego, lo que ninguna sociedad legalmente organizada admite como un criterio básico de distribución justa es el m ero hecho de la apropiación por la fuerza. Como señala Pogge, «si los gánsteres consiguieran ocupar las oficinas de M icrosoft, lo único que tendría que hacer Bill Gates para desalojarlos es llamar a la policía... la manera más simple de transponer esta idea disuasoria a! escenario de los países es crear algún cuerpo internacional parecido a la po­ licía...» (Pogge 2 0 0 5 : 196).

4. Justicia g lo b a l y justicia legal Las anomalías señaladas no son más que el inevitable resultado de proyec­ tar principios morales derivados del axioma moral de la igual dignidad de las personas humanas, a partir de los cuales hemos diseñado una teoría de la justicia doméstica, sobre un sistema de Estados soberanos que no se basa en ese mismo axioma, sino en el del valor moral de la igual dignidad de ciertas entidades transpersonales de carácter histórico y fáctico, los Estados. La asimetría fundamental entre estos axiomas se manifiesta no solo en su fundamento moral respectivo sino — a los efectos que ahora intere­ san— en la conclusión de que, conforme al primero de ellos, es un deber racionalmente exigible a las personas el d e abandonar el estad o d e natura­ leza para entrar a formar parte de un estado civil cuya principal caracterís­ tica es la monopolización institucional del ejercicio legítimo de la fuerza, mientras que, conforme al segundo de ellos, no es un deber exigible a los Estados, ni a las personas en cuanto miembros de ellos, abandonar el esta­ do de naturaleza en forma similar. Esta asimetría tiene una consecuencia fundamental para una teoría de la justicia. Como hemos visto, la justicia conmutativa como equilibrio entre los intercambios requiere necesariamente una serie de previas decisiones distributivas que establezcan: 1) la condición de agente de una transfe­ rencia, es decir la asignación de capacidad para realizar una transferencia voluntaria o para responder de una transferencia involuntaria, 2) la previa asignación de lo que es de cada agente y 3) un criterio de equilibrio en­ tre los valores transferidos o, en su defecto, 3 ’) un procedimiento o una autoridad para establecer el criterio de equilibrio y/o la medida de los va­ lores transferidos. A su vez, la justicia distributiva requiere necesariamente una serie de decisiones previas que establezcan el marco general de la distri­ bución, es decir: 1) la condición de receptor del reparto, 2) el conjunto de valores positivos o negativos (bienes, cargas, derechos, deberes) que repartir y 3) un criterio de distribución de los valores transferidos en el reparto o, en su defecto, 3 ’) un procedimiento o una autoridad para establecer los crite­ rios de distribución37. Lo que ello significa es que no cabe resolver de forma consistente las cuestiones de justicia conmutativa sin un previo escenario de justicia distributiva y que no cabe resolver consistentemente los problemas de justicia distributiva sin un previo escenario de un orden legal justo38. Supon­

37. En H ierro 2 0 0 2 he desarrollado estas ideas siguiendo a Torstein Eckhoff con lo que, se­ gún creo, se explica satisfactoriam ente la clásica distinción de Aristóteles entre justicia conmutativa (ord o partis a d p a r te m ), justicia distributiva {ord o totiu m a d p artes) y justicia general o legal (ordo p artiu m a d totu m ), así com o la relación necesaria entre las tres especies de justicia. 38. Hedley Bull sostuvo, aparentem ente en sentido inverso, que a nivel mundial «estas in­ cursiones en la teoría de la justicia solo se justifican por ser esenciales para el debate acerca del or­ den» (Bull 2 0 0 5 : 4 9 ). Sin embargo, él mismo aclara enseguida que en la política mundial, el valor primario «sería el orden de la humanidad en su conjunto y no el orden en la sociedad de Estados» (¡ibid.: 73) y reconoce que «es cierto que la justicia, en cualquiera de sus formas, solo puede ser

go que, bien entendido, es lo que quería decir Hobbes cuando afirmaba que la justicia es dar a cada uno lo suyo (Hobbes 1992: 9), pero que lo suyo de cada uno es algo que solo aparece cuando se ha celebrado un pacto mediante el que se distribuyen los derechos; por lo tanto, la propia idea de justicia im­ plica necesariamente que existan leyes que atribuyan lo que es de cada uno39. La necesidad conceptual de un orden legal para poder hablar de justicia distributiva y de justicia conmutativa remite el problema a un nuevo nivel: el de la justificación moral del orden legal40, problema cuya respuesta pue­ de abordarse en tres posibles escenarios teóricos (Hierro 2002: 27-29). El primero sería aquel escenario en el que resulta posible acceder al conoci­ miento de los criterios necesarios para establecer objetivamente las condi­ ciones de la justicia conmutativa y de la justicia distributiva. Para ilustrarlo con un ejemplo histórico podríamos decir que este es el escenario del iusnaturalismo ontològico: algo asequible a nuestro conocimiento, como sería la ley natural, nos indica quiénes son sujetos (por ejemplo, los miembros adultos nacidos en la ciudad o acogidos en ella) y quiénes no (por ejemplo, los niños, los extranjeros y los esclavos), en qué grupos se dividen los suje­ tos por su rango natural (por ejemplo, en nobles y plebeyos), qué recursos básicos le corresponden a cada uno (por ejemplo, los adquiridos por heren­ cia), cómo se valoran los bienes (por ejemplo, mediante el justo precio), etc. De esta forma, la ley natural nos dejaría establecidas todas las condiciones básicas requeridas por la justicia distributiva y por la justicia conmutativa, de modo que el orden legal de la comunidad (la ley positiva) lo único que tendría que hacer es imponer la ley natural y, en su caso, desarrollarla. La justicia distributiva y la justicia conmutativa se convierten así en el criterio de la justicia legal. La ley injusta — la que contradice a esa ley natural— no nos obliga moralmente, precisamente porque es injusta. En este escenario, el problema de quién hace las leyes, el problema de la legitimidad del sobera­ no, resulta irrelevante o, al menos, secundario a efectos de la justicia41. Un

conseguida en un con texto de orden» (ib id .: 138) para concluir que «las demandas de justicia mun­ dial son revolucionarias porque suponen la transformación del sistema y de la sociedad de Estados» {ibid.: 140). La argumentación de Bull, por tanto, parte de una preocupación por el orden para con­ cluir en una preocupación por la justicia, lo que aparentemente parece una argumentación inversa a la mía, pero, en realidad, recorre el mismo camino y conduce a idénticas conclusiones: «el orden mundial, u orden en la gran sociedad formada por el conjunto de la humanidad, es condición para la realización del objetivo de la justicia humana o cosmopolita» {ibid.: 148). 39. D ice H obbes: «[...] pues donde no ha precedido pacto, no ha sido transferido derecho, y todo hom bre tiene derecho a toda cosa y, por consiguiente, ninguna a c c ió n puede ser injusta [...] allí donde no hay República, nada es injusto» (Hobbes 1 9 7 9 : 2 4 0 -2 4 1 . En el mismo sentido H ob­ bes 1 992: 9 -1 0 ). 40. En este mismo sentido, Rainer Forst afirma: «Por consiguiente, la primera demanda de justicia, o la justicia fundamental, requiere una adecuada estructura básica de justificación — en orden a conseguir (idealmente) la m áxim a justicia: una estructura básica com pletam ente justifica­ da— . Tal estructura fundamental de justificación ha de ser establecida, primero y principalm ente, como la primera tarea de la justicia» (Forst 2 0 0 5 : 34). 41. Aparece así lo que Carlos S. N iño denominó «la paradoja de la irrelevancia m oral del gobierno» (Niño 1 9 8 9 : 1 1 3 -1 3 3 ; 1 9 9 4 : 1 3 0 -1 4 7 ).

segundo escenario sería aquel en el que no resulta posible acceder al cono­ cimiento de los criterios necesarios para dar respuesta a las condiciones de la justicia conmutativa y de la justicia distributiva. No hay, por tanto, otra forma de establecer lo que es distributivamente justo y lo que es conmuta­ tivamente justo más que la de referirse a lo que establece la ley positiva. El problema valorativo reside ahora en decidir quién tiene autoridad moral, legitimidad, para establecer el orden legal. Al contrario que en el escenario anterior, la ley se convierte ahora en el criterio de la justicia distributiva y la justicia conmutativa en cuanto la ley solo es justa si quien la dicta tiene autoridad moral para hacerlo. Un ejemplo histórico de este escenario se encontraría en la concepción democrática de Rousseau, conforme a la cual, la ley, en cuanto expresión de la voluntad general, no puede equivocarse42. Creo que algo parecido, dejando aparte los matices, es lo que subyace a la concepción tradicional del parlamentarismo inglés. El tercer escenario se­ ría, finalmente, el que admite que pueden establecerse de algún modo cri­ terios de justicia distributiva y de justicia conmutativa, pero que, además, el soberano requiere un criterio de legitimidad. Buscando nuevamente un ejemplo histórico, parece que el más claro sería el iusnaturalismo deontológico. En el Preámbulo de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, aprobada el 4 de julio de 1776 por el segundo Congreso Continen­ tal, Jefferson escribió un excelente resumen de la doctrina: Sostenemos por evidentes por sí mismas las siguientes verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables, entre los cuales están la vida, la libertad y la búsque­ da de la felicidad; que para garantizar estos derechos se instituyen entre los hombres los gobiernos, que derivan sus poderes legítimos del consentimiento de los gobernados.

En este tercer escenario disponemos tanto de un criterio de legitimidad como de criterios de justicia; sabemos quién está moralmente legitimado para establecer el orden y qué orden debe establecer.

5. Conclusión: el derecho a un m undo justo Un mundo justo requiere, por tanto, un mundo legalmente bien ordenado o, dicho en otras palabras, un orden legal mundial que derive sus poderes legítimos del consentimiento de las personas y que tenga por único objeto garantizar sus derechos morales básicos, los derechos humanos43. 4 2 . «Se sigue — dice Rousseau— de todo lo que precede que la voluntad general es siempre recta y tiende a la utilidad pública» (Rousseau 1 9 6 8 : 40). 4 3 . Nagel subraya que, sea bajo la concepción cosm opolita, sea bajo la concepción que él denomina «política» (y que coincide con lo que aquí he llamado «moralidad de los Estados»), «la justicia global requeriría una soberanía global» (Nagel 2 0 0 5 : 122).

5.1. Un orden legal mundial El primer problema de cualquier teoría de la justicia doméstica es el de definir el ámbito de una comunidad política determinada, quiénes forman parte de ella y quiénes son extranjeros. Como ha señalado Brian Barry, la teoría de la justicia de Rawls elude arbitrariamente «el problema de la de­ finición de la comunidad» y da por supuesto que los Estados actuales son «las unidades dentro de las cuales operan los principios de justicia» (Ba­ rry 1993: 135)44. Para una teoría de la justicia global, el problema de es­ tablecer los criterios de delimitación de la comunidad política desaparece, ya que, por definición, la comunidad política a estos efectos es la huma­ nidad misma en su totalidad. Las objeciones que se han formulado a una delimitación de la comunidad tan sencilla pero tan extensa apelan tanto a su posibilidad como a su conveniencia. Respecto a su posibilidad se aducen las evidentes diferencias entre la sociedad internacional y las sociedades nacionales. Como señaló Beitz, principalmente se alega que en el ámbito internacional concurren un de­ fecto institucional, la ausencia de un aparato coercitivo y un defecto motivacional, la ausencia de sentimiento comunitario (Beitz 1979: 154-161). Pero, como él mismo subrayaba, estos defectos son meramente contingen­ tes y lo cierto es que argumentar la imposibilidad de configurar un dem os universal porque no hay un previo ethnos universal supone, por un lado, ignorar que «las naciones han sido con frecuencia el resultado de proce­ sos de construcción nacional exitosos llevados a cabo por Estados sobre poblaciones carentes del deseado nivel de homogeneidad e identidad co­ mún» (Bayón 2 008: 35-36); y, de otro lado, incurrir en la falacia de olvi­ dar las alternativas, ya que si el cosmopolitismo defiende la promoción de un sentimiento étnico común (el humanismo) para fundar sobre él un or­ den legal universal es, obviamente, porque ni aquel sentimiento ni este orden existen actualmente. Lo que el cosmopolitismo pretende es, precisamente, ofrecer una alternativa45. Respecto a su conveniencia se aducen los riesgos de un Estado mundial dotado de los poderes coercitivos (el monopolio institucional de la fuerza) que son propios del Estado moderno. Para responder a esta objeción hay que distanciarse de la idea de que un orden legal tiene necesariamen­ te que revestir la misma forma de un Estado-nación soberano. Como se ha apuntado repetidamente, desde perspectivas en gran parte diferentes, hay que liberarse de la idea de un Estado mundial o de una república mun­ 44. En el mismo sentido Beitz 1 9 79: 1 5 1 -1 5 2 ; Peñas 2 0 0 3 : 1 6 3 ,1 7 2 y 2 0 0 ; Pogge 1987: 8 8-92; y Singer 2 0 0 2 : 177. Vid. también Pogge 2 0 0 5 : 2 2 4 , donde critica los argumentos con los que Walzer restringe la justicia distributiva a comunidades políticas delimitadas. 4 5 . Com o afirma Thom as M ertens, «el universalismo moral no niega que la gente se preocupe más de sus parientes y menos de los extranjeros. Solo subraya que tales preferencias locales debe­ rían tener lugar en un m arco global justo, q u e n o ex iste en esto s m o m e n to s » (Mertens 2 0 0 5 : 100; cursiva mía).

dial para concebir un tipo de orden legal universal más complejo46. Habermas propone, en este sentido, un modelo de sociedad política mundial basado en una división de la soberanía en el que la presencia de un solo actor, el Estado-nación, que actúa en dos escenarios, el de la política in­ terior y el de la política exterior, queda sustituida por la presencia de tres actores, la organización mundial, los Estados y los individuos, que actúan en tres escenarios, el supranacional, el transnacional y el estatal (Habermas 2005: 109-111). Algo muy parecido al modelo que bajo la discutible calificación de neomedievalismo propuso Hedley Bull: Si los Estados modernos llegaran a compartir la autoridad sobre sus ciudada­ nos y Ja lealtad de los mismos, con las autoridades regionales y mundiales, por un lado, y con las autoridades subestatales y subnacionales, por el otro, hasta el punto de que el concepto de soberanía dejase de ser aplicable, podríamos hablar del surgimiento de un orden político universal de tipo neomedieval (Bull 2 0 0 5 : 3 0 5 )47.

5.2. Un orden legal mundial democrático El segundo problema, un problema bastante más complejo, es el de qué forma debería adoptar ese orden legal universal para ser un orden justo. La forma de un orden legal es básicamente, aunque no exclusivamente, la

46. Vid., en este sentido, Arcos (2 0 0 9 : 1 1 4), donde propone «alguna form a de gobierno — que no Estado— m undial...»; Cortés Rodas (2 0 0 7 : 1 5 8 *1 5 9 ), donde parece defender la compatibilidad de una autoridad universal con la soberanía de los Estados; Turégano (2 0 1 0 : 9 9 ), donde afirma de forma categórica, siguiendo a M artha Nussbaum, que «todo Estado mundial sería, ip so f a d o , tirá­ nico» y, por ello, propone un pluralismo constitucional sin prioridad del legislativo, algo que lla­ ma democracia postrepresentativa, para el orden mundial (ib id .: 119 y 1 2 3 -1 6 0 ). H óffe (2 0 1 1 : 14 y 2 5 -2 8 ), por su parte, aboga por una república mundial con parlam ento bicam eral, poder ejecu­ tivo y poder judicial, com patible con los Estados, pero que «no es tan mínima com o parece en un principio». González Amuchastegui (2 0 0 4 : 295) también defiende la creación de instituciones legisla­ tivas, ejecutivas y judiciales con com petencia universal pero compatibles con los Estados nacionales. 47. En parecido sentido se han pronunciado Charles R. Beitz (1 9 7 9 : 1 8 2 ); Luigi Ferrajoli (1 9 9 8 :1 7 9 ) , que, siguiendo a Kelsen, defiende las instituciones jurídicas globales pero rechaza como indeseable la idea de un gobierno global; David H eld (Held 2 0 0 5 : 1 4 8 ; y Held, M cGrew , Goldblatt y Perraton 2 0 0 2 : 5 5 9 -5 6 0 ); Peter Singer (2 0 0 2 : 5 0 ) y Tilomas Pogge cuando afirma que «¡o que se requeriría es la abolición, no de las sociedades nacionales, sino solo de su soberanía absoluta» (Pog­ ge 19 8 7 : 1 9 2 ; se inclina, por ello, a favor de «un modelo federalista flexible», ib id .: 178). Vid. tam­ bién Pogge 2 0 0 5 : 2 2 7 y 2 6 9 , donde más decididamente afirma: «Realizar nuestro interés prudencial y moral por un futuro en paz y económ icam ente viable exigirá — y aquí voy más allá de mi anterior modestia— instituciones y organizaciones supranacionales que limiten los derechos de soberanía de los Estados de una manera más rigurosa de lo que hoy es habitual». Kelsen ya había señalado la incompatibilidad entre soberanía y orden norm ativo supraestatal (Kelsen 1 9 7 4 : 106 ). N o es ex­ traño añadir a estas consideraciones la idea de un progreso paulatino e invocar, com o referente, la experiencia de la Unión Europea (por todos, Fleiner y Fleiner 2 0 0 9 : 6 9 ; Haberm as 2 0 0 5 : 109-111 y Singer 2 0 0 2 : 1 9 9). David Held insinúa una crítica a la idea de neomedievalismo porque podría implicar un orden «altamente fragmentado» frente al cual propone su modelo de comunidad cos­ mopolita, delimitada por un D erecho dem ocrático cosm opolita, que se sitúa a medio camino entre un orden federal y un orden confederal (Held 1 9 9 7 : 2 7 8 y 2 7 5 , respectivam ente; sobre los ocho elementos de su propuesta vid. ib id .: 3 2 2 -3 2 3 ).

configuración de la autoridad última48. Como acabo de indicar, bajo el pun­ to de vista de la teoría de los derechos humanos, este problema tiene con­ testación, pues la legitimidad de la autoridad está en función del consen­ timiento de los gobernados. La configuración de un orden democrático universal parece, sin embargo, haber suscitado numerosas objeciones que cuestionan la posibilidad de institucionalizar la democracia en una comu­ nidad tan amplia y heterogénea. El punto de partida es el denominado dilema de Dahl, pues fue Robert A. Dahl quien por primera vez planteó el posible dilema entre la calidad y la extensión de la democracia: Este es el dilema entre participación ciudadana frente a eficacia del sistema. Cuanto menor sea una unidad democrática, tanto mayor será el potencial de la participación ciudadana y tanto menor la necesidad de que los ciudadanos deleguen las decisiones políticas en representantes. Cuanto mayor sea la uni­ dad, tanto mayor será la capacidad de estos para lidiar con los problemas im­ portantes de sus ciudadanos y tanto mayor será la necesidad de que los ciuda­ danos deleguen decisiones en sus representantes (Dahl 1999: 128).

Este dilema, sin embargo, ofrece ciertas características paradójicas. Mientras que parece casi trivialmente obvio que la calidad intensiva de una democracia se alcanzaría con mayor efectividad en una comunidad huma­ na pequeña y homogénea, y resultaría cada vez más difícil de conseguirse en la medida en que la comunidad es más extensa y más heterogénea, lo que no resulta nada asequible es en qué momento cuantitativo y en qué grado de pluralismo la democracia resultaría inalcanzable o de tan mala calidad como para no merecer tal nombre. A este problema de vaguedad que nos sitúa ante un típico «sorites» hay que añadir un ingrediente empírico tam­ bién paradójico y es que no siempre las comunidades pequeñas son homo­ géneas y las grandes heterogéneas. Puede resultar fácil convenir en que la calidad democrática en los cantones suizos es elevada, aunque, paradóji­ camente, Suiza resulta ser un Estado pequeño pero multilingüístico. Los Estados Unidos de América, que hace mucho despertaron la admiración democrática de Tocqueville, son una comunidad política amplia en núme­ ro de miembros y en extensión territorial, multicultural en origen y, hasta tiempos muy recientes, prácticamente monolingüística. La India, por su parte, constituye una comunidad territorialmente extensa, inmensamente mayor en número de miembros y bastante compleja culturalmente. Todo ello no obstante, aceptamos que Suiza, Estados Unidos y la India constitu-

48. «La justicia global solo puede funcionar si se ha resuelto la cuestión de quién decide» {Mertens 2 0 0 5 : 9 9 ). O bvio es decir que en el sistema de moralidad de los Estados, una característi­ ca sobresaliente es la afirmación de «la dem ocracia en los Estados-nación y las relaciones no dem o­ cráticas entre los Estados; el arraigo de la responsabilidad y de la legitimidad dem ocrática dentro de las fronteras del Estado y la búsqueda del interés nacional (y de una ventaja política m áxima) fuera de esas fronteras...» (H eld, M cGrew, Goldblatt y Perraton 2 0 0 2 : 23).

yen ejemplos distintos de comunidades políticas soberanas democráticas49. Por otra parte, hay formas despóticas de gobierno asociadas a comunidades políticas mucho más pequeñas y/o mucho más homogéneas50. Dahl y Tufte, en su obra de 1973 sobre el tamaño de la democracia, habían abierto paso a la necesidad de imaginar unidades políticas más amplias y complejas en las que proyectar las exigencias de la democracia51. Quince años después Dahl todavía citaba la Comunidad Europea como ejemplo de un crecimiento supranacional remarcando que «la mayor escala de las decisiones no tiene por qué conducir necesariamente a un sentimien­ to de mayor impotencia, siempre y cuando los ciudadanos estén en condi­ ciones de ejercer un control significativo sobre las decisiones en todos los asuntos que corresponden a una escala menor pero trascendente para su vida diaria» (Dahl 1993: 385); y, consecuentemente, concluía que «de esta manera —y los ciudadanos de una sociedad democrática podrían encontrar otras— sería factible adaptar una y otra vez el proceso democrático a un mundo que se parece muy poco a aquel en el cual nacieron las ideas y las prácticas democráticas» (Dahl 1993: 408)52. 4 9 . Para establecer los términos de esta com paración cabe recordar que, en estos momen­ tos, Suiza, la Confederación Helvética, es un Estado integrado por unos siete millones y medio de personas, que reconoce oficialmente tres idiomas distintos y se organiza en veintitrés cantones; los Estados Unidos forman un Estado integrado por unos trescientos cincuenta millones de habitantes, que no reconoce una lengua única oficial, aunque prácticam ente ha funcionado com o exclusiva­ mente anglòfona hasta la reciente expansión del español com o segunda lengua más hablada, y que se organiza en cincuenta estados más el distrito federal; la India, finalmente, es un Estado integrado por unos mil doscientos millones de habitantes, que hablan unas cuatrocientas lenguas distintas, y se organiza en veintiocho estados. Sobre la ausencia de correlación entre población y diversidad cultural vid. Dahl y Tufte 1973: 34. 50. Dahl citaba com o ejemplos las dos Coreas, Yemen y Yemen del Sur, Alemania Oriental, Polonia, la República Arabe Unida y H aití (Dahl 1 9 9 3 : 3 0 6 ). Actualizando estos ejemplos todavía podrían tener vigencia los de Yemen (que, tras la unificación de 1 9 9 0 , cuenta con algo más de vein­ te millones de habitantes con casi un 1 0 0 % de población árabe y musulmana y que, en la práctica, sigue gobernado por un partido único) o H aití (con una población cercana a los nueve millones de habitantes, notablemente homogénea étnica y lingüísticamente, y que hasta las elecciones de 2 0 0 6 , tuteladas por la ON U, ha sido gobernada despóticamente). 5 1 . «Ningún único tamaño de unidad será el óptim o para cualquier propósito. Un com ple­ jo sistema político emergente de unidades interrelacionadas necesitará unidades que cambien en tamaño y alcance en cuanto la tecnología, las com unicaciones, los valores, las identidades y otros factores modifiquen el balance de costes y beneficios». Esta disociación entre tam año y ám bito les permitía sostener una conclusión: «Concluimos, por tanto, que, en conjunto, la dem ocracia repre­ sentativa en un país grande no es ni más ni menos propensa a su destrucción desde dentro que en un país pequeño» (Dahl y Tufte 1 9 7 3 : 28 y 13 3 , respectivamente). 5 2 . Puesto que el original de la obra citada es de 1 9 8 9 , cabe señalar que otros diez años des­ pués Dahl se mostraba más cauteloso. En efecto, en 1998 publica O n D em o c ra c y , en la que si bien afirma que su dilema puede afrontarse y que «el desafío no consiste en detener el despliegue de la internacionalización — algo que resulta imposible— , sino en democratizar las organizaciones in­ ternacionales» (Dahl 19 9 9 : 133) y que, para conseguirlo, «probablemente habría de desarrollarse algún tipo de identidad común, equivalente a la que existe en los países dem ocráticos» (ibtd., 135), al mismo tiempo califica la primera afirmación de «excesivamente optimista» y la segunda de «al­ tam ente improbable». Entre nosotros y en referencia al dilema de D ahl, Bayón ha defendido la relación necesaria entre democracia y soberanía y se ha mostrado bastante escéptico respecto a la posibilidad de mantener esa relación en un nivel global (Bayón 2 0 0 8 : 4 3 -4 6 ). Afirman, por el

No resulta, por tanto, conceptualmente imposible un mundo en el que exista un orden legal universal democrático. Habrá de ser, con toda proba­ bilidad, un orden legal poliárquico mucho más parecido a los grandes Esta­ dos federales que a los Estados-nación centralizados, pero nada hay que im­ pida que, en un diseño de ese tipo, se satisfagan las seis condiciones que Dahl requería: 1) cargos públicos electos, 2) elecciones libres, imparciales y fre­ cuentes, 3) libertad de expresión, 4) fuentes alternativas de información, 5) autonomía de las asociaciones y 6) ciudadanía inclusiva (Dahl 1999: 99). 5.3. Un orden legal mundial democrático garante de la seguridad, la libertad y la igualdad de las personas Ese orden legal universal, de carácter federal, poliárquico, descentralizado y democrático no tendría otra función que aquella que el preámbulo de Jef­ ferson atribuía, de acuerdo con la idea de los derechos naturales del hom­ bre, a cualquier entidad política: ¡a de «garantizar estos derechos». Garantizar que el derecho a la seguridad o el derecho a la libertad son respetados y satisfechos para todas las personas solo exige, bajo el punto de vista conceptual, un orden universal (esto es: al que todas las personas están igualmente sometidas y del que son igualmente beneficiarías) que ofrezca su protección efectiva. Refiriéndose al sistema jurídico-positivo establecido por la Ley Fundamental de Bonn, Robert Alexy introdujo la noción de derechos de protección, señalando muy razonablemente que, con ellos, se pretende la protección de bienes diferentes, como la vida y la salud, la libertad, la familia o la propiedad, y que lo que tienen en común los derechos a protección es que son «derechos subjetivos constituciona­ les frente al Estado para que este realice acciones positivas fácticas o nor­ mativas que tienen como objeto la delimitación de las esferas de sujetos jurídicos de igual jerarquía» (Alexy 1993: 436). Esto es cabalmente lo que requiere la universalización efectiva de los de­ rechos humanos: un conjunto básico de normas de validez y eficacia universal que sirvan para asegurarlos por encima de la voluntad de cualquier estruc­ tura estatal, supraestatal o subestatal. Esta estructura normativa, dotada de una eficacia apíicativa razonablemente suficiente, resultaría la condición ne­ cesaria y suficiente para globalizar la satisfacción del derecho a la seguridad contrario, la posibilidad de democratizar las instituciones internacionales, incluso como un marco más apto para alcanzar la libertad, autores com o Jam es Bohm an («... la libertad de la dominación está ahora m ejor conseguida en un d e m o i múltiple que conecta la libertad comunicativa con insti­ tuciones en las que los ciudadanos están autorizados para deliberar» [Bohman 2 0 0 9 : 157]). David Held es, entre todos, el que con mayor definición ha diseñado un orden democrático cosmopolita y ha defendido la posibilidad de transitar desde el actual orden internacional, definido por la Car­ ta de las N aciones Unidas, hacia ese orden ideal (Held 1 9 9 7 : 2 8 3 , 3 1 9 y 3 2 2 -3 2 3 ). Entre nosotros Lorenzo Peña sostiene, con mayor rotundidad todavía, que «la República mundial es posible, es deseable y, además, acabará siendo una realidad, tal vez no a la vuelta de unos decenios, más sí de varios siglos» (Peña 2 0 0 9 : 3 8 2 ). También, com o ya hemos visto, H offe defiende la posibilidad de una república mundial dem ocrática, a la que denomina «una utopía realizable» (Hóffe 2 0 1 1 : 28).

y del derecho a la libertad de todas las personas. La Constitución española vigente, como ejemplo, satisface el derecho a la libertad y el derecho a la se­ guridad jurídica para todos los seres humanos. Su artículo 17 dice que «toda persona tiene derecho a la libertad y a la seguridad» y no parece haber, en ello, ninguna dificultad. Aunque la Constitución española tiene un ámbito de validez espacial y personal limitado, no hay ninguna dificultad en reconocer la libertad y la seguridad jurídica a toda persona que se encuentre, aun oca­ sionalmente, bajo ese ámbito de validez, de tal modo que esta configuración limitada por el ámbito espacial y personal de validez de estos derechos no perjudica su potencial universalización; si todas las constituciones del mun­ do tuviesen sobre ello las mismas normas, dotadas de una similar razonable eficacia, todos los seres humanos actuales serían similarmente libres y goza­ rían de una similar seguridad jurídica. En consecuencia, un orden legal glo­ bal que garantizase normativamente con razonable eficacia — como lo hace actualmente cualquier Estado constitucional efectivo en su ámbito territo­ rial de competencia en relación con las entidades políticas y administrativas inferiores que forman parte de él— que ningún orden regional, estatal o subestatal infringe el derecho de persona alguna a la seguridad y a la li­ bertad supondría la satisfacción universal de estos derechos. Un poco más compleja resulta la satisfacción del derecho de todas las personas a la igualdad. Como ya hemos visto, el sistema de Estados deli­ mita jurídicamente el ámbito del Estado social y separa radicalmente lo justo como jurídicamente exigible de lo moralmente deseable pero jurídi­ camente no exigible. Ello explica que, por poner un solo ejemplo, la Cons­ titución española vigente, como muchas otras, establezca en su artículo 14 que «los españoles son iguales ante la ley» y que el Tribunal Constitucio­ nal español no haya dudado en afirmar que «cuando el Artículo 14 de la Constitución proclama el principio de igualdad, lo hace refiriéndose con exclusividad a ‘los españoles’ por lo que son estos quienes, de conformidad con el texto constitucional, son ‘iguales ante la ley’, y no existe prescrip­ ción ninguna que extienda la igualdad a los extranjeros» (STC 107/1984, de 23 de noviembre, FJ 2). En el debate al que antes me he referido, en relación con los deberes positivos generales, el punto de partida era el aparente dilema formulado por Fishkin. La aportación de Ernesto Garzón Valdés proponía superar el dilema en una línea coincidente con las orientaciones cosmopolitas de Sin­ ger o Beitz. Desde luego, no hay necesidad conceptual alguna para asumir que las dimensiones aparentemente inconmensurables de problemas como el del hambre en el mundo o el de la superpoblación sean efectivamente inconmensurables y nos aboquen al cinismo ético o — como Fishkin pro­ ponía rechazando el cinismo— a convivir inexorablemente con una ética asistemática. Lo que estas demandas suponen, en términos morales, es que necesitamos una organización política para «posibilitar el cumplimiento» (Laporta 1986: 62) de un deber positivo general de ayuda, un deber que resulta la condición necesaria para que el ideal de igualdad rompa su estre­

cha y discriminadora construcción constitucional estatal53. Esta condición no tiene, por otra parte, nada de nuevo. En definitiva, como Alexy puso de relieve refiriéndose solo al ámbito de un Estado constitucional, no existen, primero, garantías institucionales objetivas que, a través del asegu­ ramiento de un conjunto básico de normas sirvan para el aseguramiento de derechos fundamentales y, segundo, derechos fundamentales como derechos subjetivos que de esta manera son asegurados, sino que existe un derecho sub­ jetivo a la vigencia de normas de derecho privado que son necesarias para que sea posible aquello que garantiza el derecho fundamental (Alexy 1993: 4 7 1 )54.

El derecho a la igualdad no requiere solo que una organización polí­ tico-jurídica de ámbito universal garantice normativamente de forma ra­ zonablemente eficaz que cada Estado garantiza normativamente de forma razonablemente eficaz la igualdad entre sus ciudadanos, sino también — y esto es mucho más— que la igualdad de todas las personas trascienda las fronteras de los Estados y que, desde aquella organización, se haga posi­ ble el cumplimiento de los deberes positivos generales que la igualdad de todos los seres humanos requiere, convirtiendo aquellos deberes positivos generales en deberes positivos especiales de configuración institucional me­ diante los cuales se redistribuyan equitativamente los recursos en el ámbito global, ofreciendo más medios y recursos a quienes tienen más carencias o necesidades básicas insatisfechas. Nada de todo ello exige la extinción de los Estados nacionales como enti­ dades políticas intermedias; pero todo ello exige prescindir de la noción de soberanía como característica definidora del Estado. No se trata solo de que los Estados dejan de ser soberanos, en un sentido clásico, porque están obli­ gados a respetar, promover y proteger los derechos humanos55; es decir:

53. Es solo un problema de rigor ético y de imaginación práctica porque — com o señalaba Juan Carlos Bayón en aquel debate— «una cosa es la incapacidad de nuestro razonam iento prác­ tico para alumbrar una posición moral coherente y otra muy distinta nuestra escasa disposición a aceptar un principio moral que quiebra nuestra buena conciencia y exige un serio sacrificio de nues­ tros intereses» (Bayón 1 9 8 6 : 5 4 ). 54. Alexy se está refiriendo aquí a los derechos fundamentales que él denomina «de organiza­ ción y procedimiento» y, en concreto, a los que constituyen «competencias de Derecho privado» (que incluyen contratos, propiedad, matrimonio, sucesiones y asociación). De ahí su mención explícita en la cita a la «vigencia de normas de Derecho privado». Me parece obvio que su generalización puede y debe extenderse mucho más allá de este subtipo de derechos fundamentales, ya que cualquier dere­ cho implica su aseguramiento mediante la vigencia de las normas, de Derecho privado o de Derecho público, que sean necesarias «para que sea posible aquello que garantiza el derecho fundamental». Aunque creo que hay cierta contradicción en esta afirmación de Aiexy y su distinción entre derechos de defensa y derechos de protección (Hierro 2 0 0 7 : 2 6 4), la idea suya que ahora cito me parece su­ mamente adecuada precisamente para ubicar el artículo 28 de la Declaración Universal. 55. Bull 2 0 0 5 : 2 0 4 ; Farrell 2 0 0 3 : 2 4 2 ; Ferrajoli 1 9 9 8 : 181. Allí Ferrajoli propone, com o solución de la antinomia entre universalidad de los derechos y ciudadanía estatal, lo que muy sugerentemente denomina «desnacionalización de los derechos humanos». La incompatibilidad entre la universalidad de los derechos humanos y el principio de soberanía estatal resulta, afortunadam en­ te, un tópico muy generalmente admitido hoy (por todos, Fleiner y Fleiner 2 0 0 9 : 73).

que las personas tiene un derecho moral básico a vivir en un cierto tipo de Estado. Se trata, además, de que las personas tienen un derecho mo­ ral básico a que, en el orden global, exista una institución político-jurídica con poder coercitivo para garantizar que los Estados son Estados de ese determinado tipo y, también, para garantizar que el derecho a la igualdad no es solo el derecho a la igualdad formal y material entre los conciuda­ danos, sino que es un derecho a la igualdad formal y material entre todas las personas humanas. Si, utilizando la formulación de Alexy, existe un derecho subjetivo a la vigencia de las normas que son necesarias para que sea posible aquello que el derecho garantiza, entonces existe el derecho de todas las personas a que se establezca un orden social e internacional en el que los derechos y libertades proclamados en la Declaración Universal se hagan plenamente efectivos, que es lo que reconoce el artículo 28 que estábamos comentando56. Por supuesto que este artículo 28, como señala Thomas Mertens57, lo que enuncia es un prerrequisito para la satisfacción de los derechos hu­ manos a nivel universal y también, como hemos visto, para satisfacer las demandas emergentes de justicia. No voy ahora a discutir si su enuncia­ do puede interpretarse propiamente como el de un derecho subjetivo en sentido propio y estricto, por utilizar las clásicas palabras de Grocio, aun­ que cada vez más nos vemos abocados a «concebir los derechos humanos principalmente como demandas dirigidas hacia instituciones sociales e indi­ rectamente como demandas frente a quienes sostienen tales instituciones» (Pogge 2005: 65). Cuestión distinta — la última por ahora— es si la rea­ lización de este derecho resulta, hoy por hoy, una aspiración meramente utópica. ICelsen era consciente de que cualquier idea de Estado mundial era «punto menos que un proyecto utópico» pero también de que podría realizarse «después de un largo y lento desarrollo, sobre todo si se fomen­ ta ese desarrollo por medio de una labor política consciente en el campo ideológico» (Kelsen 1974: 50 y 175).

5 6 . Aunque, com o indiqué al principio, no pretendía aquí hacer un estudio dogmático del artículo 2 8 , sino solo tomarlo com o pretexto para un estudio sobre las demandas y las condiciones de la justicia global, justo es recordar ahora que el artículo 28 fue propuesto por el delegado del Lí­ bano, Charles Habib Malik. Como señala johannes M orsink, forma parte de una serie de «derechos especiales internacionales» que no aparecen normalmente en las constituciones estatales, ya que «re­ quieren más de una nación para ser puestos en práctica», lo que implica «ceder un pedazo de so­ beranía» (Morsink 1 9 9 9 : 7 2 -7 3 y 2 3 1 ). 5 7 . «Este artículo no se dirige a añadir otro derecho individual humano más, sino que for­ mula la precondición legal necesaria para la realización de los derechos básicos, a saber: un orden legal global» (Mertens 2 0 0 5 : 90).

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¿DEMOCRACIA MÁS ALLÁ DEL ESTADO?* J u a n C a r lo s B a y ó n

1. Introducción La forma institucional que ha adoptado el ideal democrático en la Moder­ nidad ha sido, para bien o para mal, el gobierno representativo en el mar­ co de los estados-nación1. Es cierto que de las instituciones de esta forma de gobierno se dice en ocasiones que son escasamente fieles al verdadero significado del ideal democrático. Pero las más de las veces lo que propo­ nen los críticos es enmendar, complementar o sustituir las instituciones de la democracia representativa dentro del estado con objeto de hacer de él un sistema político más participativo o deliberativo, sin llegar a poner en cuestión, no obstante, la idea misma de que los individuos deberían gober­ narse democráticamente en una única unidad soberana. En otras palabras, muchas críticas usuales propugnan puntos de vista alternativos en relación con el sentido del ideal democrático y el diseño institucional que exigiría, pero no discuten la tesis central de que el locus apropiado para la demo­ cracia es en todo caso precisamente el tipo de sistema político que damos en llamar el estado soberano moderno. Llamaré a cualquier aproximación que asuma esta tesis central la visión estatalista de la democracia.

* Publicado originalm ente en Js o n o m ía (M éxico), 2 8 , 2 0 0 8 , pp. 27 -5 0 . 1. Aunque sea bastante usual, no es del todo satisfactorio referirse a las unidades políticas básicas del actual orden internacional com o «estados-nación», dado que de muchos de ellos cabe decir que son plurinacionales (aun concediendo que el significado de «nación» es cualquier cosa menos claro). Por ello, «Estado-nación» se ha de entender aquí — al igual que ocurre en realidad en gran parte de la literatura— solo com o un sinónimo del estado soberano moderno o «westfaliano», esto es, una unidad territorialm ente delimitada que posee autoridad política última dentro de sus fronteras y es externam ente reconocida com o un igual a cualquier otra unidad también soberana; y que, según los casos, puede abarcar una o varias «naciones» o partes de ellas. De ese modo, «supranacional» se usará aquí, dependiendo del con texto, bien con el significado de «por encima de la nación», bien con el de «por encima o más allá del estado soberano o westfaliano». Volveré sobre estas ambigüedades en el apartado 2.

Sin embargo, el estado soberano moderno es sin lugar a dudas un fenó­ meno histórico. Otras formas de organización del poder político han existi­ do en el pasado y podrían existir en el futuro. Esto, por supuesto, no está en discusión. Lo que es más discutible, aunque esté hoy muy de moda en algu­ nos círculos académicos, es la idea de que como cuestión de hecho el esta­ do soberano está llegando ya a su fin y de que hay razones, además, para celebrar su desaparición2. Respecto a la primera afirmación, de carácter descriptivo, hay varias tendencias que se interpretan como muestras del declive de la soberanía3, pero la evidencia preferida y supuestamente más fuerte sería la aparición de un sistema de gobierno como el que represen­ ta la Unión Europea, a la que se concebiría como el resultado de una con­ junción parcial de soberanías, de manera tal que ningún estado miembro sería ya plenamente soberano sin que tampoco pasara a serlo en su lugar la Unión resultante4. Este punto de vista merecería un examen más minucioso y yo lo encuentro a fin de cuentas equivocado5, pero en este momento no me detendré en él. Lo que ahora me propongo explorar es la pretensión normativa de que la superación del estado-nación podría ser algo deseable, así como sus implicaciones para la teoría democrática. Porque si aceptá­ ramos esta pretensión es evidente que, en la medida en que valoremos la democracia, tendríamos que esforzarnos en romper cualquier vínculo en­ tre estatalidad y gobierno democrático, esto es, tendríamos que superar la visión estatalista de la democracia. De lo contrario, no habría esperanza para la idea de un proceso verdaderamente democrático desplegado más allá del estado soberano. En definitiva, lo que hemos de intentar aclarar es en qué sentido -—si es que en alguno— está vinculado el gobierno demo­ crático a la estatalidad, qué razones podría haber para insistir en desligar

2. Véase, por ejem plo, Held 1991 y 1 9 9 5 ; Pogge 1 9 9 2 ; Sandel 1 9 9 6 : 3 4 9 -5 0 ; Curtin 199 7 ; M acCorm íck 1 9 9 9 ; Belíamy 2 0 0 3 ; Bohman 2 0 0 7 ; y Besson 2 0 0 6 . 3. Especialm ente, el increm ento de regulaciones internacionales sobre una serie de materias fundamentales (conducta bélica y crímenes de guerra; derechos humanos y protección de minorías; medio ambiente y recursos naturales), de manera que ninguna de ellas podría considerarse ya como un asunto puramente interno, lo que pondría en entredicho la idea clásica de la autoridad suprema y exclusiva de los estados dentro de su territorio (cf. Ferrajoli 72 0 1 0 ; y H eld 2 0 0 2 : 5 -1 7 ). 4. Ver la Unión Europea com o un sistema de gobierno multinivel en el que la soberanía está «compartida», «puesta en común», o «dispersa» es prácticam ente la ortodoxia en la doctrina do­ minante sobre la UE. Para una visión similar entre teóricos de las relaciones internacionales, véase Philpott 1 9 9 5 ; 3 6 7 -3 6 8 ; o Caporaso 2 0 0 0 : 15-18. 5. Por supuesto, todo depende de cóm o se entienda el concepto de soberanía. Así, para hacer frente a la «tesis de la soberanía dispersa» es esencial distinguir, prim ero, entre control efectivo o d e fa c to y derecho a regular; segundo, entre soberanía com o un conjunto de com petencias básicas que pueden ser atribuidas a distintos actores y com o com petencia última para decidir acerca de la atribución de cualquier otra com petencia; y, tercero, entre la delegación de autoridad — retenien­ do el derecho a recuperarla unilateralmente— y su transferencia irrevocable. Teniendo presentes estas distinciones, me parece convincente ver el conjunto del sistema de la UE com o un supuesto muy com plejo de autoridad delegada en el que los estados miembros siguen siendo en todo caso «los dueños de los Tratados», en cuyo caso la UE no representaría en realidad, com o a menudo se pretende, una muestra apropiada del declive de la soberanía. Sobre este punto, véase en especial Troper 2 0 0 4 , que me parece particularmente esclarecedor.

el procedimiento democrático del estado soberano y de qué modo podría quedar configurada una democracia más allá del estado. 2. Escala, congruencia y dilem a de Dahl Comenzaré refiriéndome a una línea de pensamiento bien conocida que pretende explicar por qué en la actualidad podría considerarse insatisfac­ torio que el gobierno democrático se desarrolle en el plano del estadonación6. Podemos decir que una determinada unidad política afronta un problema de escala cuando sus elecciones internas están constreñidas por acciones y decisiones que se toman más allá de sus fronteras y que por lo tanto quedan fuera de su control. Por supuesto, se trata de un problema general en un mundo globalizado, en el que crecientes niveles de interde­ pendencia crean múltiples externalidades transfronterizas. Desde este punto de vista, y dado un conjunto de unidades políticas claramente delimitadas, cada una de ellas habría alcanzado idealmente su escala óptima cuando to­ das las externalidades estuvieran internalizadas. Por tanto, que una unidad política esté por debajo de la escala óptima implica que sus ciudadanos no tienen la posibilidad de gobernarse por sí mismos en algunas materias que, sin embargo, pueden afectar a sus vidas de manera crucial. Se podría pensar que el remedio para un problema de escala es simple­ mente una unidad política más grande. Si las cosas fueran así de simples, el argumento no afectaría en realidad de ninguna manera a la visión estatalista de la democracia, puesto que la idea del gobierno en una sola uni­ dad soberana no requiere en sí misma que esa unidad tenga algún tamaño en particular: lo que la visión estatalista comporta es algo acerca de la ca­ lidad de las unidades y de la clase de relación que existe entre ellas y no el que sean mayores o menores. Pero esa conclusión sería demasiado apresu­ rada. Para ver por qué, puede ser útil reflexionar acerca del modo en que la democracia puede quedar afectada tanto por problemas de escala como por diferentes intentos de resolver esos problemas. Los problemas de escala implican que no hay correspondencia perfecta entre el círculo de los decisores políticos y el de los receptores de las decisio­ nes adoptadas. Para hacer referencia a esa disparidad se habla a veces de un «problema de congruencia» (Held 1991: 198 y 203-204; y Zürn 2000: 93). Y la falta de congruencia podría ser vista en sí misma como una falla en tér­ minos democráticos, al menos mientras aceptemos que para la democracia es esencial el derecho de los individuos a tomar parte como iguales, direc­ tamente o a través de sus representantes, en la adopción de cualquier deci­ sión que les afecte (lo que es tanto como mantener que para responder a la espinosa cuestión de cómo trazar los confines de las unidades democráticas 6. Véase, por ejem plo, Dahl 1 9 8 9 : 3 1 9 -3 2 1 , y 1 9 94: 2 4 ; Held 1 9 9 1 : 2 0 1 -2 0 9 , y 1 9 9 5 : cap. 6; Sandel 1 9 9 6 : 3 3 8 -3 3 9 ; y Zürn 2 0 0 0 : 9 3 -9 4 .

debería atenderse a la vieja máxima quod om nes tangit ab ómnibus approbetur). No obstante, como criterio para definir quién es el pueblo que debe­ ría tener la palabra en la adopción de una decisión política, el principio de congruencia o de inclusión de todos los afectados, tomado al pie de la letra, resultaría claramente inviable. Cada decisión requeriría una circunscripción diferente y esto es impracticable por múltiples razones7. Por tanto, el prin­ cipio de congruencia debe ser contrapesado con otras consideraciones, de manera que cualquier unidad política viable resultará a la postre, en alguna medida, tanto infra como sobreincluyente desde el punto de vista del criterio de todos los afectados8. Pero aun cuando haya de llevarse a cabo ese tipo de ajuste o transacción, la justificación que subyace al principio de congruencia probablemente exigiría que el proceso democrático sobre un territorio de­ terminado sea organizado en más de una unidad. Así, cuando la congruencia se pierde a causa de problemas de escala, parece que lo que haría falta para restablecerla no es tanto aumentar el tamaño —y por consiguiente reducir el número— de una serie de unidades políticas que en cualquier caso siguie­ ran siendo territorialmente delimitadas y mutuamente excluyentes, sino más bien una combinación de unidades de diferentes escalas que se superpusie­ ran en el territorio relevante (y que reflejasen —aunque solo hasta el nivel apropiado que resulta del balance entre el criterio de inclusión de todos los afectados y otras consideraciones de viabilidad— la diversidad de asuntos que se han de regular). Y en ese caso — aun cuando todo dependa, como es obvio, del modo en que se articulen esas unidades políticas superpuestas— parecería que hay al menos una razón prima facie a favor de la idea de que el buen gobierno democrático exige una pluralidad de lugares de decisión y en contra, por lo tanto, de la visión estatalista de la democracia y de su pre­ tensión de que la política democrática debe tener lugar en el seno de una única unidad soberana. Hay una línea de argumentación algo diferente, aunque relacionada con la anterior, que en un sentido refuerza esta conclusión, pero que al mismo tiempo deja claro que aquí se esconde un problema más profundo. Como notoriamente mostró Robert Dahl, los intentos de hacer frente a problemas de escala también pueden resultar en sí mismos perturbadores para la demo­ cracia9. De acuerdo con Dahl, el gobierno democrático en un estado-nación que se sitúe por debajo de la escala óptima está condenado a la ineficacia, pero, dadas ciertas presuposiciones, cualquier intento de corregir tal sitúa-

7. El número de unidades políticas necesarias sería extrem adam ente alto (Tullock 1 9 6 9 : 25; y W helan 1 9 8 3 : 19), en cuyo caso, si cada una de esas unidades hubiese de desarrollar sus propios procesos deliberativos y electorales, ello exigiría, en prim er lugar, un abrumador nivel de implica­ ción en política de los ciudadanos; y en segundo lugar, dado el gran número de representantes que deberían ser controlados y la probable confusión sobre com petencias resultante de una prolifera­ ción tal de unidades políticas, la rendición de cuentas y la responsabilidad efectiva de los represen­ tantes resultarían poco menos que impracticables {Tullock 1 9 6 9 : 2 6 ; y Barber 2 0 0 5 : 3 1 7 ). 8. Pogge 1992: 6 7 ; y Barber 2 0 0 5 : 3 1 7 -3 1 8 . 9. Véase Dahl 1 9 9 4 y 1999.

ción —ya sea generando estados de mayor tamaño a través de procesos de unificación o creando instituciones supranacionales por encima de los esta­ dos-nación existentes-—también puede resultar dañino para la democracia. Esas presuposiciones tienen que ver con las ideas de que para mantener co­ hesionada una comunidad política hace falta un sentimiento de identidad compartida como fuente de integración política estable; de que dicho senti­ miento de identidad común difícilmente se da más allá de los estados-nación existentes; y de que, a falta de tales condiciones, es improbable que prospe­ ren tanto el propio sistema de decisión por mayoría como las circunstancias que realmente dan sentido a la participación democrática. En primer lugar, parece que por debajo de un cierto nivel de identidad común la toma de de­ cisiones a través de la negociación y los diseños institucionales de tipo conso­ ciativo tenderían a tomar precedencia sobre la regla de la mayoría, dado que cuanto más heterogénea sea una comunidad política más probable resulta la presencia de minorías estructurales que luchan por conseguir posiciones de veto y más cercana a la unanimidad habrá de ser entonces su regla de deci­ sión colectiva. En el caso de las instituciones supranacionales esto significa que lo más probable es que sean diseñadas dando un peso desproporcionado en la toma de decisiones a los estados miembros más pequeños (quizá incluso hasta el extremo del principio «un estado, un voto») y exigiendo unanimidad para las decisiones más importantes (con los riesgos bien conocidos de ver­ se atrapados en la dinámica del mercadeo entre paquetes de exigencias que cada parte formula en bloque o de no poder llegar a tomar decisión algu­ na10). Todo lo cual supone, de un modo u otro, apartarse significativamente del ideal de la igualdad política incorporado en la regla de la mayoría. Y en segundo lugar, en lo que se refiere a las condiciones que realmente dan sen­ tido a la participación democrática, las verdaderas oportunidades para es­ tar adecuadamente informado y para intervenir en el debate público como un participante competente parecen tanto más difíciles de conseguir para el ciudadano normal cuanto más amplia y heterogénea sea la comunidad po­ lítica, de modo que difícilmente ha de esperarse que se den — excepto para las élites— en un nivel supranacional11. Así pues, el resultado del argumento de Dahl es que cuando afronta­ mos problemas de escala tenemos que hacer un balance entre la efectivi­ dad del sistema — es decir, su capacidad real para decidir en lo tocante a ciertos asuntos que son sin duda de verdadera trascendencia— y la cali­ dad democrática de sus mecanismos de gobierno y sus procesos de partici­ pación. Pero entonces parece que el compromiso óptimo no sería el que, partiendo de la base de que todas las decisiones deben atribuirse a una

10. Por supuesto, esto no solo pondría en peligro la dem ocracia, sino que afectaría además a la efectividad o capacidad de resolución de problemas del sistema sobrecargándolo con onerosos costes de transacción. 11. Y esto produciría déficits sistémicos en lo tocante a la representatividad y la exigencia de responsabilidad: véase Grande 2 0 0 0 : 1 2 4 -1 2 7 .

sola unidad política, intentara resolver cuál sería la mejor escala — mayor o menor— que, todo sumado, podría tener dicha unidad. El compromiso óptimo consistiría más bien en atribuir las distintas decisiones a unidades de diferentes escalas, de modo que idealmente cada una de ellas fuera solo tan grande como resultara necesario para conseguir en cada caso decisiones efectivas, pero no más, puesto que ello implicaría un probable e innecesa­ rio coste para la democracia. Por tanto, en un sentido, la lógica interna del argumento de Dahl parece converger con el argumento de la congruencia al poner en duda la solidez de la pretensión de que la política democrática haya de tener lugar en una sola unidad soberana. Por otro lado, sin embar­ go, el argumento destaca cómo tener una multiplicidad de ámbitos para la decisión con algunos de ellos por encima de un cierto nivel crítico pue­ de implicar el debilitamiento de todo el sistema democrático. Como esto tiene que ver principalmente con la debilidad de los lazos entre los ciuda­ danos que es probable que aqueje a los más amplios y más incluyentes de esos hipotéticos ámbitos, vuelvo ahora sobre esta cuestión.

3. E l trazado de los confines de la com unidad política: ethnos, demos, demoi Es evidente que para que una democracia pueda funcionar tienen que es­ tar establecidos del modo que sea los confines de su cuerpo ciudadano, de su dem os11. Así, de cualquier comunidad política democrática en funcio­ namiento puede decirse por definición que tiene un dem os, entendido de manera puramente formal como su circunscripción de f a d o (y ser parte de un dem os en este sentido formal equivale simplemente a tener atribuida jurídicamente la condición de miembro de una comunidad política demo­ crática). Sin embargo, se dice a veces de una determinada comunidad po­ lítica que es deficiente como democracia precisamente porque su circuns­ cripción de hecho, su dem os en el sentido puramente formal, no cumple con ciertas exigencias que harían de él «un auténtico demos». Y esta noción parece apelar a algún tipo de vínculo sustantivo o material, verdaderamen­ te capaz de mantener cohesionados a sus miembros y, desde luego, más exigente que el mero hecho de la común pertenencia desde el punto de vista jurídico, del que es preciso aclarar en qué podría consistir. Una forma bastante común de explicarlo es la que consiste en decir que para que exista un dem os propiamente dicho, un dem os en sentido material, lo que hace falta es que sus miembros tengan un sentimiento de verdadera identificación común, de verdadera pertenencia conjunta a una misma comunidad. Aunque no es del todo claro lo que esto significa, qui­ zá se puede traducir la idea en términos menos oscuros. Si la preocupación

12.

Véase W helan 1 9 8 3 , ya un clásico sobre el tema. También Dahl 1 9 8 9 : 1 9 3 -2 0 9 .

tiene que ver con las precondiciones para una democracia saludable y dura­ dera — con los requisitos que han de darse para que la regla democrática se perciba como legítima, de modo que la imposición de las decisiones mayoritarias pueda ser aceptada por los perdedores— parece que lo que exigiría un dem os en el sentido material sería primordialmente un consenso básico acerca del modo en el que están trazados sus confines (en otras palabras: una creencia compartida entre los miembros del dem os formal de que el «pue­ blo» en el que desde un punto de vista normativo ideal debería desarrollar­ se el gobierno democrático coincide a grandes rasgos con la circunscripción existente). A falta de este acuerdo, las decisiones mayoritarias serán perci­ bidas por quienes pierdan la votación y no se reconozcan a sí mismos como auténticos miembros de la comunidad política con un sentimiento de alie­ nación, como una imposición ajena resultante de un procedimiento de decisión injustificado. Así pues, la disposición a aceptar decisiones colectivas como legítimas aun cuando sean adversas — sin la cual está amenazada la viabilidad de la democracia— parece exigir que la comunidad política esté recortada de modo tal que abarque precisamente a un conjunto de personas que constituya un dem os en este sentido sustantivo o material. Ahora bien, se dice a menudo que no puede haber un dem os en el sen­ tido material sin homogeneidad cultural y lingüística, esto es, que cualquier demos propiamente dicho tiene que descansar en el sustrato prepolítico de un etbnos común13. Y si esto fuera correcto, habría una fuerte conexión en­ tre democracia y estado-nación, y de un tipo que no podría ser considerado mero accidente histórico. Esta estrecha conexión nos permitiría afirmar que los estados plurinacionales con agudas divisiones lingüístico-culturales no po­ drían ser a largo plazo más que comunidades políticas democráticas endebles, escasamente integradas y difícilmente duraderas14; y que, precisamente por eso, sería improbable que sistemas de gobierno supranacional como la Unión Europea lleguen a convertirse —y, sobre todo, nunca deberían convertirse— en un superestado soberano de tipo clásico (ni siquiera federal)15. Según ese punto de vista, en definitiva, no puede haber un auténtico d e­ mos sin un ethnos común. En contra de esta idea, sin embargo, se formulan habitualmente al menos tres tipos de objeciones. La primera, que es históri­ camente incorrecto ver la común identificación cultural y lingüística como algo ya dado, totalmente exógeno al proceso político. Por el contrario, las 13. Por supuesto, esta noción no tiene por qué ser concebida en términos organicistas o esencialistas (y menos aún raciales), com o en la idea rom ántica de «nación». Conviene insistir en que aquí se alude solo a la com ún identificación lingüístico-cultural. 14. Una observación, com o es bien sabido, ya hecha por Joh n Stuart M ili: «Las institucio­ nes libres son prácticam ente imposibles en un país formado por diferentes nacionalidades. Entre gentes sin sentim ientos comunes, en especial si hablan y escriben en diferentes idiomas, no puede existir una opinión pública unificada, necesaria para el funcionamiento del gobierno representati­ vo» (Mili 1 9 5 1 : 3 6 1 ). 15. Véase, paradigmáticamente, en el con texto de las discusiones sobre el déficit dem ocrá­ tico europeo y las perspectivas de una Unión cada vez más integrada {e v er c lo se r ) subsiguientes al Tratado de M aastricht, Grimm 19 9 5 .

«naciones» han sido con frecuencia el resultado de procesos de construc­ ción nacional exitosos llevados a cabo por estados sobre poblaciones previa­ mente carentes del deseado nivel de homogeneidad e identidad común (Zuleeg 1997): si las naciones son «comunidades imaginadas» (Anderson 1983), pueden ser y de hecho han sido reimaginadas, y la práctica de la ciudadanía en una misma comunidad política parece ser un instrumento de lo más po­ deroso para la construcción social de identidades colectivas. Parece entonces que la común identificación cultural y lingüística no solo puede fortalecer sino también ser fortalecida por el funcionamiento de una comunidad polí­ tica: que ambas cosas pueden, en suma, reforzarse mutuamente (aunque sin duda no tenga por qué ser así, como lo atestiguan algunos ejemplos históri­ cos de intentos de construcción nacional fallidos). Y en ese caso, la preten­ sión de que el nivel de cohesión exigido para tener un auténtico demos —y, por tanto, una democracia saludable y duradera— no puede ser alcanzado, ni siquiera a largo plazo, al nivel de unidades políticas más amplias e inclu­ yentes que los estados-nación resultaría simplemente infundada. En segundo lugar, no solo se puede decir que la homogeneidad y la co­ mún identificación cultural y lingüística pueden generarse donde previa­ mente no las había, sino incluso que son por completo innecesarias para que exista un demos en sentido material o sustantivo (es decir, que un au­ téntico dem os no exige en absoluto un ethn os común). Esto es precisa­ mente lo que pretenden mostrar los partidarios del llamado «patriotismo constitucional»16. Desde su punto de vista, todo lo que se necesita para conseguir la necesaria cohesión en una comunidad política democrática es la lealtad compartida a un orden constitucional apreciado, un compro­ miso puramente cívico o político que no tendría que estar enraizado en absoluto en una homogeneidad etno-cultural. Y a diferencia de esta, que básicamente no es elegida, la voluntad de desarrollar una vida política en común en torno a un conjunto de valores y procedimientos sería clara­ mente el resultado de una elección. Por tanto, dado que la formación de un auténtico dem os no dependería de lazos prepolíticos, sino del reconoci­ miento voluntario de un orden constitucional, nada impediría en principio que pudieran constituirse comunidades políticas democráticas de carácter estable y duradero a un nivel o escala cualquiera (aunque fuese mayor que la de los estados-nación actualmente existentes). Por último, y más radicalmente, se ha dicho que una comunidad polí­ tica democrática no necesita para funcionar adecuadamente ninguna clase de lealtades, ni «nacionales» ni puramente cívicas o políticas, puesto que la voluntad de atenerse a las decisiones de la mayoría en una comunidad po­ lítica aun cuando sean adversas solo sería, cuando existe, el resultado de un cálculo complejo que muestre que a largo plazo uno estaría mejor sien­ do miembro de ese dem os formal que en cualquier otra alternativa viable 16. Véase H aberm as2010: 6 1 9 -6 4 3 ; 1 9 9 9 : 9 5 , 110 y 1 4 1 -1 4 3 ; 2 0 0 0 : 8 1 -1 4 6 ; Ingram 1996; Closa M ontero 1 9 9 8 : 1 7 3 -1 7 4 ; y M acC orm ick 1 9 9 9 : 1 4 4 -1 4 5 .

(esto es, sería un equilibrio en términos de teoría de juegos). Así, mientras se cumpla esa condición, cualquier unidad política — mayor o menor y con un grado de homogeneidad cultural y lingüística más alto o más bajo— podría en principio llegar a ser una comunidad democrática saludable y duradera, y no habría razón alguna para asumir que los estados-nación existentes gozan de una posición privilegiada a este respecto17 (las identidades colectivas, los sentimientos de identificación común y demás no serían más que subproduc­ tos de aquel tipo de cálculo y, por tanto, modificables por principio). Sin embargo, incluso si hay un grano de verdad en cada una de estas ob­ servaciones18, creo que no deberíamos llegar tan lejos como para concluir que cualquier vínculo entre democracia y estado-nación no pasa de ser un mero accidente histórico. Es cierto que algunos de los que sostienen que no puede haber un auténtico dem os sin un ethnos común parecen concebir las identidades nacionales como fijas e inmutables, y eso indudablemente es un error. Y también es verdad que no se ha probado en absoluto la pre­ tensión de que la voluntad de atenerse a las decisiones colectivas de un d e­ mos — que parece exigir, entre otras cosas, consenso acerca del modo en el que están trazados sus confines— no se podría conseguir donde no haya ho­ mogeneidad lingüística y cultural (se diría más bien que el consenso sobre los confines y la disposición a aceptar decisiones mayoritarias aunque sean adversas pueden deberse a diferentes motivaciones que es probable que estén presentes en proporciones variables entre los miembros de un d e­ mos, incluyendo un sentido de pertenencia a la misma comunidad cultural, el compromiso con ciertos valores políticos, y el puro y simple cálculo pru­ dencial). Pero a mi juicio, el punto clave está en otra parte: si la democra­ cia se concibe no solo como un mecanismo para agregar preferencias que se toman como dadas, sino como un sistema de gobierno que en primer lugar trata de asegurar mediante la deliberación las mejores condiciones para la formación de las voluntades, entonces parece haber a fin de cuen­ tas un fuerte argumento para insistir en la común identificación cultural y especialmente lingüística como una exigencia de una comunidad política democrática saludable. La idea misma de una política democrática participativa y deliberativa parece exigir un ámbito de discurso comprehensivo verdaderamente abierto a cada miembro del dem os, y entonces para de­ liberar juntos necesitamos al menos compartir un lenguaje19. Si no es así, la esfera pública se fragmentará en un conjunto de esferas deliberativas en buena medida paralelas y la limitada comunicación que cabrá esperar en­ 17. Este punto es defendido vigorosamente por Sánchez Cuenca 2 0 00. 18. Y a decir verdad, también un buen número de problemas. En particular, sobre las difi­ cultades e insuficiencias del patriotismo constitucional, véase Canovan 2 0 0 0 . 19. Así, com o Kymlicka dice, «las comunidades políticas delimitadas por la lengua siguen siendo el foro primario para los debates dem ocráticos participativos», de modo que la política de­ mocrática genuina «es la política en lengua vernácula» (Kymlicka 2 0 0 1 : 215 y 2 1 3 ). De modo si­ milar, Brian Barry ha mantenido que «las comunidades políticas están llamadas a ser comunidades lingüísticas, puesto que la política está [,..] construida lingüísticamente» (Barry 2 0 0 1 : 227 ).

tre ellas se reducirá probablemente a las élites (un escenario sin duda más apropiado para la negociación que para la argumentación propiamente dicha). Así que a fin de cuentas las preocupaciones de Dahl parecen bien fundadas: una comunidad política democrática saludable y duradera tal vez no pueda alcanzar un nivel o escala cualquiera, dado que no hay un dem os apropiado para la política democrática deliberativa sin un mínimo de identidad lingüístico-cultural. Adviértase, sin embargo, que todo lo que se ha discutido hasta este mo­ mento en realidad deja intacta la visión estatalista de la democracia. Aquí nos acecha sin duda la ambigüedad fundamental que subyace a cualquier discurso sobre «democracia postnacional» o «supranacional» o «democra­ cia más allá del estado-nación». Porque, en realidad, poner en tela de juicio al estado-nación como el locus apropiado de la democracia puede implicar o bien un desafío a la «nacionalidad», o bien un desafío a la «estatalidad» (de lo que resulta que hay dos formas bastante diferentes de entender la preten­ sión de que el estado-nación debe ser superado). En el primer caso, lo que se sostiene es que el vínculo entre homogeneidad lingüístico-cultural e in­ tegración política puede y debe ser roto, de modo que individuos con di­ ferentes trasfondos culturales comiencen a verse a sí mismos como miem­ bros de un d em os más amplio, más incluyente y puramente cívico. Pero sean cuales fueren los méritos de esta pretensión, lo que constituye cier­ tamente una cuestión diferente es si un nuevo dem os más amplio — pero todavía único— forjado de ese modo requeriría algo diferente de las tra­ dicionales instituciones estatales, solo que recreadas a un nivel más alto. De ahí que una propuesta de democracia postnacional o supranacional en este primer sentido pueda seguir siendo todavía verdaderamente estatalis­ ta. Por el contrario, un verdadero desafío a la estatalidad implica la preten­ sión de que el gobierno democrático en un mundo globalizado no podría ni debería adoptar en absoluto la forma del estado soberano moderno, que lo que hace falta no es reubicar la soberanía desplazándola hacia arriba, sino dispersarla y al hacerlo poner en cuestión la idea misma de soberanía20. A veces estas propuestas aparecen también bajo la etiqueta de «democra­ cia postnacional» o «supranacional», pero para dejar clara la diferencia con el planteamiento anterior sería mejor decir que lo que se reclama desde este segundo enfoque es una forma «postsoberana» de gobierno democrático21. 20. Véase una defensa clara de esta posición en Pogge 1 9 9 2 ; y Sandel 1 9 9 6 : 3 3 8 -3 5 1 (aun­ que basada en una ética cosm opolita en el primer caso y en profundas desconfianzas hacia el cos­ mopolitismo en el segundo). 21. Com o ilustración de la diferencia que anda en juego aquí, así com o de la engorrosa inestabi­ lidad terminológica que la nubla, véase Weiler 1 9 96: 5 2 6 -5 2 7 , Curtin 1 9 9 7 : 5 2 y Nicolaidis 2 0 0 3 : 4 (que critican «supranacionalismo» com o un térm ino lastrado aún por la perspectiva estatalista, abo­ gando en su lugar — en el caso de N icolaidis 2 0 0 3 : 6— por «transnacionalism o»), Curtin 1 9 9 7 . 50 51 (que distingue «supranacional» de «postnacional» y entiende que este últim o térm ino comporta la superación de la visión estatalista); y Bellamy 2 0 0 3 (que evita el uso tanto de «supranacional” corno de «postnacional», hablando, en cam bio, de «postsoberanía» o «soberanía mixta» para deno­ minar la alternativa a (as visiones cstatalistas).

Lo que resulta fundamental en cualquier propuesta de democracia postsoberana es la idea de que deberíamos dejar de pensar en una comunidad política democrática como algo necesariamente constituido alrededor de un solo dem os (sea mayor o menor y más o menos homogéneo). Debería­ mos pensar, en cambio, se dice, en una multiplicidad de dem oi superpues­ tos a los que los individuos pertenecerían simultáneamente y a partir de los cuales debería constituirse algún tipo de sistema político democrático policéntrico o compuesto22. Por supuesto, lo que aquí importa no es el tri­ llado hecho sociológico de que cualquier individuo tiene a la vez vínculos más fuertes y más débiles con una pluralidad de grupos de diferentes tama­ ños: lo que importa es la idea de que a partir de esta múltiple pertenencia concéntrica —y de los resultantes estratos de lealtades— debería construirse de algún modo una combinación de ámbitos superpuestos de decisión y, por tanto, de autoridades interconectadas en diferentes escalas. La cues­ tión, entonces, consiste, en primer lugar, en aclarar de qué modo deberían relacionarse entre sí esas unidades políticas interconectadas para constituir una verdadera alternativa al sistema westfaliano de estados soberanos; y acto seguido, en determinar qué clase de consecuencias tendría para la de­ mocracia ese nuevo tipo de arquitectura política.

4. L a articulación de un sistem a político com puesto de carácter p ostsoberan o: i dem ocracia sin soberan ía? Por supuesto, en un mundo puramente westfaliano hay también ámbitos de decisión por encima y por debajo del estado-nación. Ninguna organiza­ ción política moderna consiste en una sola unidad que decide sobre cual­ quier cuestión: por el contrario, todas tienen una estructura escalonada, de modo que unidades políticas de distintos niveles son competentes para decidir sobre diferentes asuntos. Pero este hecho archisabido no compro­ mete en absoluto la soberanía mientras consista simplemente en un haz de delegaciones verticales de autoridad, hacia arriba o hacia abajo, desde una unidad política que mantiene en todo caso el control final y, por tanto, sigue siendo soberana. Delegar autoridad — como algo completamente diferente de enajenarla— implica tener la capacidad de recuperarla, de decidir sobre el preciso contenido y alcance de la delegación y de revisar cómo se ejerce la autoridad delegada para asegurar que no se exceden los términos de la dele­ gación23. Esto significa que cualquier conflicto entre la autoridad delegante y la delegada ha de resolverse en favor de la primera de ellas (es decir, que 22. Este paso desde un sujeto único a uno plural, desde el d e m o s a los d e m o i, se subraya a ve­ ces usando el neologismo «demot'-cracia» en lugar de democracia: véase, por ejemplo, Nicolaidis 2 0 0 3 • Bohman 2 0 0 7 ; Besson 2 0 0 6 . 23. Sobre la crucial distinción entre delegación y alienación de autoridad, véase Dahl 1989113-114.

sus decisiones prevalecen sobre las de la autoridad delegada). Así, en un mundo westfaliano, la unidad política cuya autoridad no es delegada y que en ese sentido mantiene la última palabra sobre la distribución apropiada de los poderes de decisión a cualquier otra autoridad es el estado-nación. Esto no implica en absoluto que sea la más amplia o más incluyente de las unidades políticas en funcionamiento: las instituciones internacionales (e incluso los sistemas confederales) son la sede para tomar ciertas decisio­ nes cuando los estados soberanos han delegado en ellos su autoridad. Y por supuesto, los estados también delegan autoridad a favor de unidades menos incluyentes o de nivel más bajo, como ocurre en los sistemas fede­ rales o incluso en los meramente descentralizados24. Así pues, se podría decir que todos habitamos en comunidades políticas compuestas más o menos complejas. Cuando son concebidas en los términos más abstractos, meramente como conjuntos de unidades políticas de distintos tamaños imbricadas o concéntricas, la cuestión que se suscita para la teoría democrática es cuál de esos niveles más altos o más bajos debería ser ideal­ mente el locus preferente para la toma de decisiones, esto es, cuál de ellos debería tener la última palabra acerca de la distribución apropiada de los po­ deres de decisión. Como de cada una de estas unidades puede decirse que tiene su propia circunscripción, su dem os, también se podría plantear la cuestión preguntando cuál de esos dem oi más o menos incluyentes debería ser soberano. Como es bien sabido, Dahl nos previno contra la tentación de dar por supuesto apresuradamente que la idea misma de democracia exigiría que sea siempre la unidad superior la que prevalezca, simplemen­ te porque una mayoría en una unidad de nivel inferior puede ser una mi­ noría en un nivel superior y la democracia implicaría por definición que es la mayoría quien tiene que gobernar (Dahl 1983: 100 ss.). Esa conclu­ sión, naturalmente, constituiría un craso error. Pero esto le lleva a Dahl a concluir que, desde el punto de vista puramente democrático, la cuestión ha de quedar inevitablemente abierta25. Yo pienso, por el contrario, que si aceptamos la idea de que un dem os apropiado exige un cierto nivel de identificación lingüístico-cultural, el ideal democrático sí que ofrece algún 2 4 . Se dice a veces que un sistema federal divide o dispersa la soberanía (véase, por ejem­ plo, Pogge 1 9 9 2 : 6 0 ; Sandel 1996: 3 4 7 ; Kymlicka 2 0 0 1 : 9 4 ), pero aunque es difícil alcanzar un acuerdo acerca de qué se entiende por «federalismo», pienso que esto es incorrecto. Dejando a un lado otros rasgos más o menos típicos de las federaciones (para una útil visión de conjunto, véase Watts 1 9 9 8 ), en todo sistema federal las com petencias están distribuidas entre una unidad central y varias sub-unidades territoriales, y el esquema de distribución — y es aquí donde reside la princi­ pal diferencia con un sistema descentralizado pero unitario— está protegido constitucionalmente: pero los conflictos relativos a esta distribución son resueltos por un tribunal de nivel federal, las normas federales prevalecen sobre las de una subunidad en caso de colisión y la distribución de competencias puede ser alterada reform ando la constitución sin que ello exija la conform idad de cada una de las subunidades cuyos poderes pueden verse afectados. Así, las subunidades no tienen autoridad soberana en ningún sentido significativo. 25. Dahl 1 9 83: 103 («no se puede decidir d esd e d en tro de la teoría dem ocrática qué es lo que constituye una unidad apropiada para el proceso dem ocrático» [cursiva en el original]). Véase también Dahl 1 9 8 9 : 2 0 7 -2 0 9 .

criterio para resolverla. Y más aún, si ese criterio se combina con las con­ sideraciones relativas a la escala y la efectividad del sistema, todo ello nos permitiría concluir que la unidad política más amplia que satisfaga hasta el grado apropiado ese requisito de identificación común debería ser el locus preferente o primario para que se desarrolle el proceso democrático, lo que equivale a decir que esa habría de ser la unidad que cuente con la úl­ tima palabra acerca de la distribución apropiada de los poderes de decisión a cualesquiera otras unidades políticas mayores o menores. No estoy dando por supuesto que los estados-nación existentes, que como es obvio deben sus confines a meras contingencias históricas, satis­ fagan perfectamente en todos los casos estos criterios que nos permitirían seleccionarlos como unidades primarias26. Está claro que muchas veces no es así. Pero en la medida en que a grandes rasgos lo hagan — si es que lo hacen— parece haber un argumento decisivo para mantener que es desde el proceso democrático nacional desde el que en último término se debe dis­ cutir y decidir acerca de la conveniencia, el alcance y la legitimidad de cual­ quier delegación de autoridad, hacia arriba o hacia abajo. Esto implica que las instituciones supranacionales habrían de seguir una lógica esencialmen­ te intergubernamental, lo que conlleva obvias restricciones a la toma de decisiones comunes por mayoría y posibilidades solo indirectas de exigir responsabilidad y rendición de cuentas. Pero la alternativa es trasladar el proceso democrático primario o «soberano» al nivel superior, supranacional, donde por hipótesis (dado que se ha supuesto que no hay un dem os apropiado tan amplio e incluyente) funcionaría peor27. En todo caso, una vez que está claro cómo operaría una estructura de gobierno con diversos niveles cuando se la concibe en términos westfalianos, se hace evidente dónde residiría la diferencia con un sistema político com­ puesto de carácter pretendidamente postsoberano. Una organización política postsoberana sería un sistema policéntrico basado en una distribución hori­ zontal de competencias entre distintas unidades políticas de diversa magni­ tud geográfica, sin ninguna autoridad suprema en ningún nivel (esto es, en el que ninguna unidad tendría la capacidad de decisión final para modelar y remodelar esa distribución mediante delegación vertical ni sería competente para actuar como árbitro final capaz de decidir autoritativamente acerca de pretensiones de competencia en conflicto)28. De ese modo —se dice— la so­ 2 6 . A llí donde cupiese decir que unidades más grandes o más pequeñas los satisfarían m e­ jor habría un argumento prim a fa cie para poner en marcha procesos de federación o de secesión. Pero solo un argumento p rim a fa c ie , porque una cosa es decir qué sería m ejor desde un punto de vista puramente dem ocrático y otra muy distinta mantener que la dem ocracia es lo único que importa aquí. En realidad, pienso que a la hora de determinar cuál habría de ser la m ejor forma de parcelar el espacio político también habría que tom ar en cuenta otras consideraciones (y principalmente, desde luego, las diferentes perspectivas que habría en cada caso en lo tocante a la protección de los derechos básicos). 27. Véase Kymlicka 2 0 0 1 : 2 1 4 -2 1 5 y 3 2 4 -3 2 6 . 2 8 . La idea es formulada con claridad por Thom as Pogge: «Los individuos deben ser ciuda­ danos de una pluralidad de unidades políticas de varios tamaños y gobernarse a sí mismos a través

beranía se habría desvanecido, dispersándose entre un número de agencias de diversos tamaños y dando lugar a un sistema de autoridades superpuestas en el que ninguna de ellas actuaría realmente como poder final o supremo dentro de confines territoriales bien delimitados. Esto no constituye en absoluto una imposibilidad conceptual. Por el con­ trario, debería ser evidente lo mucho que ese mundo postsoberano se aseme­ jaría al modo de organización política presoberano o premoderno, así que no debe sorprendernos que con alguna frecuencia se denomine «neomedieval» este modelo29. Lo que me resulta más llamativo es que eso se haga con apro­ bación, como en efecto ocurre a veces, dado que el moderno estado sobera­ no fue evidentemente la respuesta a la inestabilidad y el desorden desenca­ denados en la Edad Media por un trasfondo de lealtades entrecruzadas y de pretensiones de autoridad en conflicto. Pero, sin lugar a dudas, el nuestro es un mundo completamente diferente y cualquier analogía tosca estaría fuera de lugar. Así que vale la pena pararse a reflexionar acerca de qué puede lle­ var a algunos académicos a encontrar atractivo el modelo postsoberano. Y hasta donde se me alcanza, ese atractivo tendría que ver principalmente con el hecho de que parece prometer una vía de escape entre dos opciones apa­ rentemente exhaustivas y que se perciben como igualmente desagradables. Efectivamente, muchos estudiosos de la Unión Europea se niegan a aceptar que esta deba ser o bien una organización esencialmente intergubernamental, o bien un genuino estado federal, y mantienen que es el prejuicio de pensar cualquier organización política en términos de soberanía el que crea aquí la apariencia de una alternativa cerrada. A su juicio, la estructura forma­ da por la Unión Europea y los estados miembros sería — y debería seguir siendo— una forma completamente nueva de sistema de gobierno policéntrico no soberano, enteramente ajena al paradigma westfaliano y para refe­ rirnos a la cual careceríamos incluso de una terminología apropiada30. Del mismo modo, la clave para armonizar la necesidad de instituciones políticas capaces de gestionar problemas globales con el terco hecho de que nuestras lealtades e identidades cívicas en cuanto yoes con compromisos plurales tie­ nen diferentes intensidades y son más fuertes en los niveles más próximos, se ha querido encontrar en la dispersión y superación de la soberanía, de modo que —como dice Sandel— «diferentes formas de asociación política gobiernen distintas esferas de la vida y comprometan diferentes aspectos de nuestras identidades» (Sandel 1996: 345). Pero esa salida tiene también su coste. Entre estructuras de autoridad diferenciadas, cada una de las cuales pretende regular ciertas materias —o «esferas de la vida»— , es inevitable que surjan conflictos de competencia.

de ellas, sin que ninguna unidad política sea dom inante y desempeñe de ese m odo el papel tradi­ cional del estado» (Pogge 1 9 9 2 : 58). 2 9 . Véase, por ejem plo, Held 1 9 9 1 : 2 2 3 ; Friedrichs 2 0 0 1 ; Wínd 2 0 0 3 . 3 0 . M acCorm ick ha propuesto llamarla C om m on w ea lth (M acCorm ick 1 9 9 9 : 1 4 2 ); véase tam­ bién Schmitter 1 9 96: 2 2 5 -2 2 6 y 2 0 0 0 : 1 7 -18, que usa los términos «consorcio» y «condominio».

Y para resolverlos no basta con algún principio sustantivo de distribución (como, por ejemplo, el de subsidiariedad), porque no puede evitarse que sur­ jan conflictos sobre su aplicación31: lo que se necesita es una decisión dotada de autoridad que zanje los desacuerdos acerca de lo que exige el principio. Pero un adjudicador final que decida autoritativamente sobre pretensiones de competencia en conflicto es precisamente lo que, por definición, no tiene un sistema político compuesto postsoberano. Y si hay conflictos últimos para los que no existe una vía de resolución autoritativa, entonces no hay en ningún nivel un dem os que tenga la última palabra sobre la distribución de los poderes de decisión y que, por lo tanto, se autogobierne plenamente; ni es viable en realidad la exigencia de responsabilidades, puesto que ello requeriría demarcaciones de autoridad indiscutidas que dejen claro quién está a cargo de qué. Así pues, la democracia parece exigir que alguna uni­ dad política tenga autoridad última y sea, por tanto, soberana32. Y más aún, como también parece que lo que hace falta para resolver el problema de las pretensiones de autoridad en conflicto es organizar el espacio político so­ bre una base territorial33 (de manera que contar con la autoridad efectiva dentro de ciertos confines sea lo que determine quién actúa en ese espacio como adjudicador final), podría decirse que entre la democracia y el estado soberano hay bastante más que un vínculo contingente. 5. Conclusión: la dem ocracia y las inciertas perspectivas de la «tercera transform ación» Es bien sabido que el ideal democrático se ha adaptado históricamente a cambios de escala muy significativos y que cada una de esas transformacio­ 31. Sobre las dificultades a la hora de aplicar el principio de subsidiariedad, originadas sobre todo por ía im posibilidad de decidir de una form a «neutral» de qué modo exige exactam ente que queden distribuidas las com petencias entre las diferentes unidades políticas y, en consecuencia, por la ínevitabilidad de dar la última palabra en la materia precisamente a alguna de esas unidades, véa­ se Estella 2 0 0 2 y Davies 2 0 0 6 . 32. Se ha dicho que la ausencia de un adjudicador último, lejos de ser un problem a, habría de ser más bien celebrada. Así, inspirándose en la tradición republicana, Bellamy y Castiglione de­ fienden que un cuerpo político en el que alguien cuenta con la última palabra puede ser una fuen­ te de arbitrariedad y dom inación, mientras que un sistema político que dispersa la soberanía, por el contrario, reduce el riesgo de tiranía alentando el diálogo y el control recíproco. La razón sería que cuando ninguna agencia tiene autoridad última, las decisiones finales para resolver conflictos jurisdiccionales solo podrían alcanzarse mediante el acuerdo, lo que obligaría a cada unidad polí­ tica a mostrar a todas las demás a través de la deliberación que las decisiones que propone son jus­ tificables públicam ente (véase Bellamy y Castiglione 2 0 0 3 ; y Bellamy 2 0 0 3 ). Pero a mí me parece que la relación entre la existencia o no de una autoridad última y la tiranía o la dom inación es en realidad contingente: en particular, nada asegura que unidades políticas que carezcan por igual de autoridad final sean aproxim adamente igual de poderosas, ni, por tanto, que las decisiones finales se alcancen m ediante una genuina deliberación y no com o resultado de la negociación — en la que siempre se reflejarán las asimetrías de poder— o de la pura y simple imposición. Y en cualquiera de los casos se produciría siempre un daño para la democracia. 33. Cf. Kratochw il 1 9 8 6 : 5 0 ; y Caporaso 2 0 0 0 : 10.

nes dio lugar a diseños institucionales sin precedentes. Por ello, sería corto de miras negar de entrada la posibilidad de que la «tercera transformación» necesaria hoy para adaptar la democracia a un nuevo cambio de escala traiga consigo formas de ciudadanía, representación y rendición de cuentas com­ pletamente novedosas. Pero entre tanto deberíamos tener cuidado en no rebajar nuestros estándares normativos hasta el punto de celebrar como nuevas formas de democracia lo que más bien sería una degradación de los ideales democráticos. Por el momento, parece que hay un sólido vínculo entre soberanía y democracia (véase Plattner 2004), así que tal vez la me­ jor forma de mantener los valores democráticos razonablemente a salvo en una época de crecientes interacciones transnacionales sea reforzar y mejo­ rar el proceso democrático dentro de los estados-nación, de modo que las delegaciones de autoridad a instituciones supranacionales no se conviertan en simples pérdidas de autogobierno. Y, como se ha dicho, «esto debería precavernos contra el anuncio prematuro de la hora de la muerte del Leviatán» (Van Staden y Vollaard 2002: 184).

B IB L IO G R A F ÍA

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