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El Búho Revista Electrónica de la Asociación Andaluza de Filosofía. D. L: CA-834/97. - ISSN 1138-3569. Publicado en www.elbuho.aafi.es
Hannah Arendt, El concepto de amor en san Agustín, Madrid, Ed. Encuentro, 2001 (traducción y presentación de Agustín Serrano de Haro)
Javier de la Higuera
1.
Enfoque hermenenéutico de la obra
La obra que comentamos es la tesis doctoral de H. Arendt, dirigida por K. Jaspers, presentada en 1928 en la U. de Heidelberg y publicada en 1929 en alemán. La traducción española lo es del texto inglés que la autora revisó y reescribió a partir de 1964, y que fue publicado en Estados Unidos en 1996. En esta obra, Arendt ensaya una interpretación del concepto central de amor en san Agustín, desde la filosofía de la existencia (Jaspers; Ser y tiempo, publicado en 1927; y no olvidemos los seminarios sobre san Agustín que imparte Heidegger en Friburg en 1921, recogidos en el volumen Estudios sobre mística medieval) y en el contexto académico de Arendt en ese momento: R. Guardini, Bultmann, Dibelius. El enfoque hermenéutico lo califica la propia autora como “interpretación comprensiva” (15). El hecho o la dificultad con la que primeramente se encuentra Arendt es la existencia en la obra de san Agustín de “cursos diversos de pensamiento que aparecen en ella yuxtapuestos” (15), es decir, discursos heterogéneos o irreductibles que responden a “intereses originarios” (20) en los que el concepto de amor desempeña un papel relevante. De modo que el punto de partida del análisis es el reconocimiento de la “falta de unidad” de la propia obra agustiniana y la decisión metodológica de no reducir esa problematicidad o heterogeneidad, que lo son del propio tema de estudio (y que responde además, según señala Arendt, a las circunstancias de la propia vida de san Agustín). Los tres cursos de pensamiento a los que se refiere son tratados en las tres partes en que se divide el libro: “El amor como anhelo. El futuro anticipado”, “Creador y criatura. El pasado recordado”, y “Vida en sociedad (vita socialis)”. En cada uno de ellos, se plantea el tema del amor en un marco conceptual diferente, siendo el hilo conductor de los tres la cuestión del sentido y relevancia del amor al prójimo, que constituye, además, la instancia crítica para juzgar el concepto cristiano (esencialmente paulino) de amor. A la hora de precisar su enfoque, Arendt define lo que entiende por interpretar del siguiente modo: “por ‘interpretar’ entendemos aquí hacer explícito lo que el propio san Agustín dejó meramente implícito, y poner de relieve en la explicitación cómo los enfoques o intenciones diferentes van juntos y se influyen mutuamente dentro del mismo marco.” (16-7). Se trata, añade, no de someter al autor a “una constricción deductiva que le sea ajena, [sino que se] trata simplemente de interpretar incluso las afirmaciones y cursos de pensamiento de apariencia heterogénea sobre una base de sustentación común.” (loc. cit.). Esta opción hermenéutica ignora deliberadamente la evolución del pensamiento de san Agustín y pretende, por el contrario, llevar a cabo una “aproximación sistemática” (17), calificable como estructuralista, que saque a relucir la estructura invisible
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subyacente, no reductora de las diferencias sino generadora de las mismas (como lo que Foucault ha llamado un “sistema de dispersión”, en Archéologie du savoir). Se trata, pues, de un enfoque problematizador, que más que solucionar los problemas o reducir las dificultades, pretende mostrar cómo han llegado a surgir, cuáles son los factores posibilitadores que las hacen comprensibles en tanto tales dificultades o contradicciones.1 Hasta el punto, como veremos al final, de que la cuestión planteada desde el principio en el libro, la justificación de la importancia del amor al prójimo en san Agustín, va a recibir de la autora respuesta precisamente aludiendo a una fuente problemática, a un anudamiento de planos. Junto a la opción hermenéutica sistemática y pluralista, Arendt adopta el compromiso del “interés puramente filosófico” (19), y declara que sus análisis “carecen por principio de todo compromiso dogmático” (17). Reconoce con ingenuidad que esa independencia doctrinal puede “ser fatal” (17) en la interpretación precisamente de un autor religioso (aunque no lo dice, se supone que a causa de que esa independencia obligaría a ignorar la verdad más propia de los textos que hay que interpretar, produciendo una interpretación sencillamente falsa o fallida). Sin embargo, para justificar esa opción, Arendt alude a la distinción agustiniana entre la ley natural, escrita en nuestros corazones, que prescribe el amor al prójimo previamente al mandamiento divino, y la ley revelada. Esa distinción del propio san Agustín (y la convicción por parte de Arendt de que san Agustín no abandonó nunca “…el impulso del cuestionamiento filosófico”: p. 19) le permitiría una interpretación no doctrinal o dogmática y daría pie a una metodología de tres momentos: a) En primer lugar, la delimitación de la “esfera preteológica” (17), en la que se establece el marco o fundamento conceptual que rige un determinado enfoque del amor. b) En segundo lugar, la mostración de la novedad específica introducida por el planteamiento cristiano en el enfoque del amor tratado. c) En tercer lugar, la puesta a prueba de los resultados de los análisis anteriores, con la explicitación de los problemas o incongruencias generados por el marco conceptual, la realización doctrinal, o por la fricción entre ambos, en particular en lo que se refiere a la justificación y fundamentación del amor al prójimo (tema que sirve aquí de instancia crítica). Esta metodología se aplica a las dos primeras partes solamente. Y aquí la influencia de Heidegger parece evidente: en ellas, al mismo tiempo que se analizan enfoques distintos del concepto agustiniano de amor, se trata de hacer lo que podría considerase una analítica de la existencia individual y la prueba de hasta qué punto es posible derivar de sus categorías existenciales la existencia social. La tercera parte, de estructura diferente a las dos primeras, pretende servirse de las categorías agustinianas para definir un ámbito original de coexistencia. Trataremos de ella al final. La cuestión de qué importancia tiene san Agustín para Arendt, de hasta qué punto la pensadora construye su pensamiento sobre una matriz agustiniana, es demasiado difícil para poder ser resuelta en este momento. A juzgar por las editoras americanas de la presente obra, habría que revisar toda la aportación posterior de Arendt a la luz de este escrito sobre san Agustín.2 En cualquier caso, la 1
“La iluminación de incongruencias no equivale a la solución de problemas que surgen en marco conceptual y de experiencia relativamente cerrado, sino que se limita a responder a la cuestión de cómo tales incongruencias llegan a aparecer, de cuáles son los enfoques o intenciones enteramente diferentes entre sí que llevan a estas contradicciones que para el pensar sistemático resultan incomprensibles. Es preciso dejar que las contradicciones se alcen tal como son; es preciso hacerlas comprensibles como contradicciones y captar qué es lo que ocultan.” (p. 20). 2 La referencia está en la Presentación que hace el traductor español, en la p. 10 y en la nota 4 de la p. 11.
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importancia de san Agustín habrá que concretarla en el sentido específico de conceptos como nacimiento, amor, origen, coexistencia, inicio, etc., dejando abierta la respuesta a esta cuestión y pendiente del análisis de otras obras de la autora.
2.
La existencia humana como amor: proyecto y facticidad.
En las dos primeras partes del libro se lleva a cabo lo que podría considerarse una analítica de la existencia humana sobre la base, respectivamente, de dos categorías independientes aunque complementarias, proyección y facticidad, ligadas cada una de ellas a conceptos distintos del amor que aparecen en los escritos de san Agustín. De hecho, estas dos categorías fundamentales hacen referencia a dos aspectos correlativos del amor o deseo, como un “apuntar a” y como un “remitir retrospectivo” (ver pp. 25) y, como se señala en los títulos de estas dos partes, a dos dimensiones de la temporalidad, coimplicadas en el presente: el futuro anticipado y el pasado recordado. En san Agustín habría, pues, un análisis de la existencia humana como deseo, que Arendt pretende reconstruir a partir de sus conceptos fundamentales. En el primer capítulo de cada una de estas partes define, según el método en tres pasos explicado antes, el espacio preteológico o predoctrinal de esta analítica, su construcción a partir de conceptos derivados de la filosofía griega. Respectivamente se trata de los conceptos de: a) amor como anhelo o deseo (appetitus) del bien propio, en el marco del eudaimonismo griego (cap. 1º) ; b) amor como retorno y reactualización del origen, según la concepción neoplatónica (cap. 2º). Los segundos capítulos de cada una de estas partes, con el mismo título “caritas y cupiditas”, muestran la manera en que el planteamiento cristiano asume y realiza la existencia humana definida anteriormente, dando lugar a la distinción de formas existenciales verdaderas y falsas, auténticas e inauténticas, que responden a conceptos de amor diferenciados por san Agustín como caritas y cupiditas, respectivamente: según el objeto del deseo o del amor (cap. 1º), según la anterioridad o dependencia elegida (cap. 2º). Veamos primero esta analítica de la existencia y su aplicación específicamente cristiana. Después veremos la puesta a prueba de esa aplicación en su confrontación con la cuestión del amor al prójimo, lo cual es el objeto del tercer capítulo de cada una de las dos partes primeras. Por último, trataremos de la tercera parte que, según dijimos anteriormente, posee una estructura y una finalidad independientes de las partes anteriores.
2.1.
La existencia como amor (I): deseo del bien futuro
San Agustín concibe el amor como anhelo o deseo (appetitus), posibilidad para el ser humano de tomar posesión de su bien propio, que lo hará feliz. Sin embargo, la posibilidad para la vida de perder su bien propio genera un temor que se halla asociado constantemente al amor. Una vida feliz, es decir, verdadera, es aquella que no pierde su bien propio (no muere) y que no teme perderlo (el amor tiene como fin la liberación del temor a la muerte, que es en sí mismo el mal contrario a la vida). Si la vida humana es vita mortalis, su anhelo lo es de un bien que se proyecta como vida eterna en un futuro absoluto (lo cual ya plantea una primera contradicción, derivada de los conceptos griegos: el anhelo ha de serlo de algo que pueda poseerse o conseguirse; la vida es al mismo tiempo un bien mundano, una
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cosa, y como vida verdadera, es un bien ultramundano). La existencia humana, como vita mortalis, se produce en un presente determinado por el futuro de la expectativa, sea por el temor que gobierna todo tener, sea por el amor que preside todo no tener; un presente desposeído de plenitud y de presencia, un ahora vaciado de sustancia. Si la existencia humana es anhelo o deseo de unidad con su bien, es porque el ser humano está a distancia de sí mismo: “Si pudiera decirse del hombre que tiene alguna naturaleza esencial, sería el hecho de no ser autosuficiente. De aquí que el hombre se vea empujado a quebrar este aislamiento por el amor” (37). La manera en que la vida se percata de sí misma no es la plenitud o el reposo, sino la separación y la distancia, la problematicidad que surge al enfrentarse a la experiencia de la muerte, su contrario (ver p. 27: san Agustín: “…la vida, rehuyendo a su opuesto, se percibe a sí misma”; es la experiencia de la muerte del amigo lo que provoca la conversión de san Agustín: “me he convertido en un problema para mí mismo”, cfr. p. 30). La problematicidad y distancia características del ser humano se concentran en la “flagrante contradicción” en que se hallan su esencia y su existencia. El ser humano existe pero no es: “…mientras que el hombre existe, el hombre no es. El hombre sólo puede anticipar su esencia en el afán de eternidad, y el será únicamente cuando por fin posea y disfrute la eternidad.” (45). Parece claro, como admite Arendt, que para san Agustín, ser y tiempo se oponen, de modo que para ser, el hombre ha de trascender la existencia humana temporal, siendo el amor el impulso de autotrascendimiento que lleva al hombre hacia sí mismo. El amor posee la virtualidad de ser un proceso intratemporal que, sin embargo, reúne en sí la temporalidad y es capaz de trascenderla. Las cosas se convierten en mutabilia sólo al ser amadas por el ser humano. El mundo (mundus, saeculum) es constituido por el ser humano al dirigir su anhelo de permanencia (su amor) a cosas que se perderán con la muerte, de manera que es ese amor equivocado lo que convierte un “exterior neutral” (42) en casa o morada del hombre. Sobre la “fábrica de Dios”, se instituye la existencia del mundo. Para san Agustín, el mundo y la mundanidad son el resultado del amor equivocado hacia el mundo de un ser que no es del mundo pero que decide hacer de él su morada y hacer de sí mismo un ser mundano. Es lo que llama cupiditas, y que distingue de caritas, que es propiamente el amor verdadero que busca la eternidad (ambos tipos de amor se distinguen, pues, por sus respectivos objetos). Mientras que ésta es el anhelo de la vida verdadera (del ser), la primera es el anhelo vital de cosas mundanas (que no son propiamente). Si cupiditas representa un modo de existencia fallido e inauténtico, caritas es la forma auténtica de existencia, capaz de trascender la propia existencia en dirección al ser. Tanto cupiditas como caritas son impulsos de mediación o de cierre de la distancia que separa al amante de lo amado pero, al apuntar a cosas exteriores, cupiditas abre más la distancia y hace al ser humano esclavo precisamente de la exterioridad al convertirlo en parte del mundo, una cosa entre las cosas. Al alienarlo en el mundo lo aleja más de sí mismo. La mundanidad constituye el fenómeno existencial de la dispersión. Provocando la pérdida del yo en el mundo, la mundanidad da lugar a una falsa autosuficiencia (sólo intramundana) que se deriva de la mera distracción del temor, una huída de sí mismo para aferrarse en las cosas disponibles que no (nos) plantean problema alguno. Como forma de la dispersión, la curiosidad (concupiscencia de los ojos) nos lleva a querer conocer las cosas del mundo por ellas mismas, por el mero afán de conocerlas, tentación muy peligrosa
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porque nos convierte en contempladores admirados del “maravilloso espectáculo” del mundo natural. Frente a la dispersión asociada a la mundanidad, caritas conduce al repliegue sobre sí de un yo que no encuentra en sí mismo la autosuficiencia estoica (de aquí la diferencia de san Agustín con los estoicos y con Plotino: la autosuficiencia no se alcanza en este mundo; el repliegue sobre sí no basta para ello) sino la problematicidad de su propio ser. Es el punto en que, según Arendt, san Agustín abandona la filosofía griega, desplazando la cuestión exterior/interior a la cuestión de la relación entre yo y Dios. Dios es el objeto de mi amor (caritas) en tanto que quintaesencia de mi yo íntimo: “El hombre ama a Dios porque Dios pertenece al hombre como la esencia pertenece a la existencia” (45). Ya veíamos antes lo que esto suponía: mientras que exista, el hombre no es. El hombre que se ha replegado de ese modo sobre sí por obra del amor, es un extraño en el mundo; para él, el mundo es un desierto. La actualización de la eternidad que persigue el amor ha de convertirse en negación radical y en olvido del presente; el amor a uno mismo, debe tornarse en odio a sí mismo. (Arendt sostiene, no obstante, que la negación de sí no es verdaderamente una doctrina cristiana, y que el desprecio del mundo y de sus bienes tampoco lo es: cfr. pp. 39, 50 y 60). La propia estructura conceptual del amor como deseo impone esa serie de consecuencias extremas: el deseo es siempre un estado de olvido, sea el olvido de sí por amor al mundo, sea el olvido de sí por amor a Dios. Dejándose absorber por su objeto, el deseo conlleva un tránsito y una mediación. En el caso de caritas, es el tránsito hacia la eternidad, tránsito como trascendencia de la propia temporalidad, tránsito como superación de la mundanidad. De ahí que caritas implique que, en este mundo en que existimos, la experiencia del disfrute es sólo negativa, que los bienes del mundo son sólo bienes “por mor de” (propter) otro bien, que es el supremo bien, y que el mundo está ahí para usarlo y no para disfrutarlo. De manera que el amor verdadero permite transitar más allá del mundo instrumentalizando el mundo, apoyándonos en él para elevarnos por encima de él. Sólo de ese modo alcanzamos una eternidad provisional y conseguimos dar muerte a la muerte. El bien por excelencia, la vida verdadera, no puede ser sino un presente sin futuro, vida eternamente ocupada en la quietud de la posesión del bien de la vida. La vida, en un sentido pleno, como presente eterno o atemporal, es proyectada, como decíamos, para la vida mortal, a un futuro absoluto. De la definición del amor como deseo, se deriva, pues, que el ser humano extrae del futuro la orientación de su conducta en el presente, y que la anticipación de la posesión del bien supremo le permite establecer “el orden y la medida” de los deseos intramundanos y la norma de la virtud. El “amor bien ordenado” es aquél que no se dirige a nada ni a nadie por mor de sí mismo, sino sólo por mor de Dios. Si, como antes veíamos, el mundo era constituido por el hombre, en el amor ordenado por el bien supremo, la realidad independiente del mundo es pulverizada y reducida a instrumento de la vida verdadera futura. El ser humano impone a las cosas un propósito regulado desde fuera del mundo, convirtiéndolas por ello en objetos para el ser humano. Con ello, a través de este “’subjetivismo’ antropocéntrico” (59), se llevaría a cabo el desmontaje o desconstrucción de la mundanidad, hasta el extremo radical de la negación del mundo y de sí mismo. Las consecuencias extremas y problemáticas de lo anterior, en particular, en relación con el concepto de amor al prójimo, son imaginables. Pero no hablemos todavía de esas “incongruencias”, explicitadas por Arendt, derivadas del concepto
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de amor como deseo, y de su aplicación cristiana en la doctrina de san Agustín. Serán tratadas más adelante en el momento en que veamos cuál es la fuente de la que se deriva en san Agustín el concepto de amor al prójimo.
2.2.
La existencia como amor (II): reactualización del origen
El deseo es para san Agustín, como se dijo al principio, la combinación de un “apuntar a” y de un “remitir retrospectivo”. Ésta segunda orientación temporal hacia el pasado constituye la segunda y fundamental dimensión de la existencia humana. Esta dimensión es hallada en una radicalización del análisis, que se corresponde con el hallazgo de una capa de la existencia más fundamental (hasta el punto de que Arendt, tras repasar las incongruencias derivadas del concepto de amor como deseo anticipatorio, llega a afirmar, en una dialéctica quizás muy simplista, que esa definición del amor “es inadecuada”: 71). De una fenomenología del deseo se deriva que, por su estructura temporal anticipatoria y su referencia al objeto futuro, suele ocultarse su referencia al “desde dónde” del deseo, su punto de partida, y al yo real que desea. El deseo parece estar en nuestro poder y ser el ejemplo por excelencia de la conducta subjetiva en la que el yo que desea es él mismo deseo. Pero el conocimiento del objeto deseado, lógicamente debe preceder a la urgencia por poseerlo. La conciencia de aquello que he de buscar es para san Agustín un conocimiento que se guarda en la memoria: el conocimiento de la vida feliz (de la vida verdadera, eterna) se da a la conciencia pura antes de toda experiencia, garantizando nuestro reconocimiento de ella y fundando nuestra aspiración a la misma. La memoria es el lugar o el espacio en que el tiempo puede escaparse de la fugacidad y es capaz de trascender la experiencia presente y albergar en ella el pasado. Al ser recordada la vida feliz ésta forma parte del presente e inspira nuestros deseos de cara al futuro (que, de ese modo, está también contenido, en cierto modo en el presente). La función ontológica de la memoria es, pues, presentificar o reactualizar el pasado, deshacerlo en tanto que mero pasado, fluidificarlo transformándolo en posibilidad de futuro.3 En las coordenadas filosóficas en que se mueve san Agustín, ese pasado que es fuente original de la vida feliz trasciende todo origen histórico inmanente al mundo, y es origen y fundamento de la existencia humana. La existencia humana, abierta por una fractura ontológica que la separa de su propia esencia, encuentra en este origen “…un modo más profundo y fundamental de dependencia humana, un modo que el deseo, cuando opera de acuerdo con su propio sentido fenomenológico, no acierta nunca a detectar.” (76). La existencia humana depende de algo externo y anterior a la propia condición humana, su origen o procedencia y su fundamento, ya que de ello deriva su razón de ser. La memoria, posibilidad abierta para el ser humano de retorno al origen, le permite una “protoinstauración como ser consciente” (77), de manera que la “religación” (78) con la fuente extramundana de su existencia permite al ser humano alcanzar o adquirir la plenitud de su verdadero ser. Esta religación, claro está, no depende de una volición, sino que es una dimensión estructural de la existencia humana o, dicho de otro modo, es la estructura más radical en que se funda la estructura 3
“La función de la memoria es ‘presentar’ (hacer presente) el pasado, y privar al pasado del carácter de algo definitivamente ido. La memoria deshace el pasado. El triunfo de la memoria consiste en que, presentando el pasado y privándolo en cierto sentido del carácter de algo definitivamente ido, transforma el pasado en una posibilidad de futuro. Lo que ha sido puede ser otra vez…” (p. 74).
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deseante de la existencia. De aquí la asimetría en orden a su fundamentalidad de estas dos estructuras en relación con la vida: mientras que el hecho decisivo y definitorio del hombre como ser consciente es el nacimiento o la natalidad, es decir, el hecho de que hemos entrado al mundo por el nacimiento, recibiendo gratuitamente el don absoluto de la vida, el hecho decisivo del hombre como ser desiderativo es la muerte o la mortalidad (ver p. 78). La coimplicación de esas dos estructuras define la existencia humana y le confiere su específico ser: únicamente los seres humanos, que saben que nacieron y que morirán, actualizan la temporalidad en su misma existencia, dando unidad y totalidad a la misma a través de la memoria y, con ello, adquiriendo una participación en la eternidad.4 Esta capacidad de actualizar la temporalidad es lo que permite que el ser humano tenga, en alguna medida, la capacidad ontológica de iniciar y de producir algo nuevo, siendo de esa forma protagonista de la historia de la humanidad. Pero no olvidemos que esa capacidad de inicio se debe (¿según san Agustín o según Arendt?) a la capacidad de recordar el origen y de reactualizar o revivificar el presente y el futuro con su potencia ontológica. Si el ser humano puede hacer la historia y producir lo nuevo es porque es capaz de hacer explícita su religación con el fundamento a través de la imitación y, en suma, del amor (caritas) (ver pp. 80-81). Citemos el pasaje de Arendt:
Ese comienzo que fue creado con el hombre [y que san Agustín llama initium, a diferencia del comienzo del mundo, que es principium] evitó que el tiempo y el Universo creado como un todo girasen eternamente en círculo sobre sí mismos, sin propósito y sin que nada nuevo aconteciera nunca. Fue en suma, por mor de novitas, en cierto sentido, por lo que fue creado el hombre. El hombre es capaz de actuar como iniciador y capaz de incoar la historia de la Humanidad porque puede conocer su “comienzo” u origen, porque puede hacerse consciente de él y recordarlo. (p. 82)
El pasado se convierte en posibilidad futura para el ser humano y sólo para él, de manera que inicio y fin se revelan intercambiables, intercambiabilidad que expresa la anterioridad propia del origen o fundamento. Gracias a su conexión con ella, el ser humano puede participar de la eternidad y ser feliz en esta vida. En ella, el ser humano descubre su ser más propio. No olvidemos, sin embargo, que de la búsqueda del ser propio dependen tanto caritas como cupiditas, que ambas son formas de amor y de apropiación de sí, pero que están referidas a objetos distintos (como antes veíamos en relación con el deseo del bien futuro) así como a orígenes o anterioridades diferentes, sólo uno de los cuales es el verdadero, por lo que sólo una de esas formas de amor representa la forma de existencia auténtica. Para ver de nuevo la diferencia entre estas dos posibilidades existenciales, ahora en el marco de la facticidad, hemos de volver a la distinción agustiniana entre el universo y el mundo humano. Al mundo como creación de Dios, universo imperecedero, se le añade el mundo constituido por el habitar y por el amor 4
Arendt hace una referencia a Heidegger en este punto (la única en el cuerpo del texto y una de las dos referencias explícitas que hay en todo el libro): es la memoria, y no la expectativa, la anticipación de la muerte, lo que da unidad y totalidad a la existencia humana.Ver p. 83 y nota 44 de ese capítulo, en que da la referencia a los parágrafos de Ser y tiempo. La otra referencia a Heidegger, en nota, es a “De la esencia del fundamento” (1929), y se refiere al análisis que hace Heidegger del concepto agustiniano de mundus, y de cómo en la presente obra se pretende completar el análisis de Heidegger, tratando uno de los sentidos que el autor menciona “pero sin interpretarlo” (p. 105, nota 80).
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humanos, que es un mundo temporal, saeculum. “Ser del mundo” o “ser en el mundo” (95) significa que el mundo, en el sentido de universo creado, es anterior al hombre, que está pre-dado. El “encontrarse en el mundo” (94) es distinto de (y previo a) el hacer y producir humanos, de modo que al toparse o encontrase en el mundo, éste se le ofrece al hombre como algo extraño, como desierto, es decir, como lugar inhabitable para él, al cual él no pertenece propiamente. El hacer del universo creado un mundo habitable es obra del amor humano, que lleva a cabo su mundanización y, con ella, la del propio ser humano: se espera sólo del mundo el bien. Pero aquí es cupiditas de quien se trata, en tanto que elección del “de dónde” o del “antes” erróneo: esta forma de amor pretende apropiarse de la propia realidad anclándola en “la facticidad de ser ‘después del mundo’” (128), como si en ella residiera el origen y el ser verdadero del hombre. Su aliado es el hábito, que lleva a cabo el encubrimiento del origen verdadero, eternizando falsamente un pasado que no tiene futuro: apego a la errónea anterioridad del mundo, encadenamiento a lo que el propio ser humano ha hecho. Desde ese punto de vista, el pecado sería la inversión de la prioridad absoluta de Dios y la elección de los bienes mundanos como buenos en sí mismos, con independencia de Él. La cupiditas, como amor al mundo, es el intento de ponerse en el lugar de Dios y convertir lo que él mismo ha hecho en realidad en sí y por sí. Lo que aquí se encierra es el orgullo como perversa imitación de la grandeza de Dios, que hace al ser humano invertir el origen y poner en su lugar lo originado. Frente a lo anterior, caritas supone la apropiación positiva de la propia realidad en relación con el “antes” u origen correcto, Dios. Pero, si se trata de la anterioridad verdadera, más allá de cualquier comienzo o facticidad intramundanos, implica la pasividad por excelencia para el ser humano, que es la del don gratuito, la gracia de Dios, única posibilidad para el hombre de apropiarse de su ser propio. La actualización, por parte de Dios, de la dependencia del ser humano implica la presencia constante de Dios en forma de exigencia que, como ley está escrita en su corazón, compromete no ya sólo un retorno a Dios, sino un ponerse cara a cara con él. Ese paso del ante al coram, de la anterioridad al “en presencia de” (ver p. 116), es, según Arendt, el giro específicamente cristiano que san Agustín introduce en un concepto de Dios, hasta ahí sólo ontológico. Ciertamente, si de la analítica de la existencia se derivaba, en un segundo momento, la importante categoría de facticidad, junto a la de proyecto, ahora, en la aplicación de ese análisis a la existencia cristiana, esa categoría existencial da paso a la teológica de donación absolutamente gratuita, lo cual introduce en el escenario doctrinal la idea de una forma de existencia entregada a una facticidad absoluta, en la que se produce una transformación tan radical (nova creatura), que se puede hablar en ella de una re-creación. El correlato de la misma es, sin embargo, la “reducción a nada” (120, 125) de lo existente, negación de sí y del mundo, no mera inversión.5 En la conciencia, cara a cara con Dios, el mundo vuelve a ser un desierto, es reducido a nada el mundo constituido por el hombre y vuelve a ser lo que fue en la creación: “el mundo librado del mundo” (san Agustín, citado en la p. 125, nota 67). Nuestro problema, también el de Arendt, es si en esta existencia que retorna “arrojada de vuelta a su fuente” (100), donde se descubre la intercambiabilidad de comienzo y fin, el tránsito que define a la vida humana visto ahora como paso del ser al ser, de eternidad a eternidad, es hasta tal punto
5
En nota a pie, Arendt critica la idea de resentimiento cristiano entendido como inversión. Se trata de “aniquilación”, dice Arendt, y cita explícitamente a Nietzsche y a Scheler.
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nivelado, devaluado, que la vida particular y la coexistencia de los vivientes carecen de todo significado posible.
3.
La fuente del amor al prójimo
La puesta a prueba de los análisis anteriores a partir de la instancia crítica del amor al prójimo (de su posibilidad o no de ser derivado de los conceptos anteriores que constituyen el análisis agustiniano de la existencia), arrojan una serie de incongruencias y problemas, que el estudio de Arendt saca a relucir antes de abordar explícitamente la fuente de dicho amor. Si nos referimos, en primera instancia al contexto del amor como deseo, encontramos que en él, el ser humano se halla instalado en un futuro absoluto, proyectado él mismo en la anticipación de la eternidad y usando el mundo y lo contiene para operar dicho tránsito, incluido su yo y el prójimo. En ese contexto es difícil justificar el concepto y la importancia del amor al prójimo. El amor ordenado el bien supremo, capaz de reglar normativamente la esfera intramundana en referencia al orden trascendente, deja de tener el sentido del deseo de algo por mor de sí, convirtiéndose más bien en un orden de indiferencia con respecto al mundo. Arendt se refiere, en relación con ello, a la explicación agustiniana del amor a los enemigos. Si su significado es el amor a los seres humanos en cuanto tales, en su generalidad de especie, estamos muy lejos de lo que sería un encuentro en el sentido propio con mis congéneres.6 Arendt deduce de esos problemas que el concepto de amor al prójimo sólo será comprensible desde “un nuevo concepto de amor” y viendo cómo “dimana de una fuente enteramente distinta” (66), desde “otro contexto experiencial” (133) que le otorgue la relevancia que parece tener. ¿Proporciona ese nuevo marco hermenéutico el segundo de los conceptos de amor, como reactualización del origen? En este otro contexto, el amor al prójimo, en tanto que conducta de amor hacia nuestros semejantes, que brota de caritas, supone el retorno por el que toda persona recobra su carácter de ser originado en Dios. Si el prójimo pierde todos los atributos mundanos y sale a nuestro encuentro sólo en tanto que criatura de Dios, el amor hacia él es sólo la ocasión para amar a Dios en él. El amor al prójimo introduce la “distancia absoluta” (133) entre los seres humanos y no es más que la invitación a la soledad en que el prójimo, como uno mismo, ha de ponerse en presencia de Dios. Se trata de una negación del otro con vistas a la apropiación de su propio ser, igual que la negación de mí mismo me abre al mío. La conclusión de Arendt: “En verdad no es al prójimo a quien se ama en el amor al prójimo: es al amor mismo. Y con ello se suprime la relevancia del prójimo como prójimo (…) y el individuo permanece en su aislamiento.” (129).
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“Una respuesta que es equívoca [La respuesta a la pregunta ‘¿quién es prójimo a mí?’, que da san Agustín: ‘Todo hombre’]. Puede significar literalmente que todo el mundo me es próximo, y que no tengo derecho a elegir ni derecho a juzgar, y que todos los hombres son mis hermanos. Pero puede también significar que todo miembro de la especie humana me es igual de cercano, o sea, no ya todo hombre en su concreta unicidad sino más bien en el sentido en que todo hombre comparte con todos los demás la cualidad máximamente abstracta de ser humano: ‘Amo a los hombres porque son hombres’ y n animales. Es más, ‘quien vive de acuerdo con Dios (…) no odiará a un hombre por su vicio ni amará al vicio por el hombre, sino que odiará el vicio y amará al hombre’. O en otras palabras, amará a su vecino con la sublime indiferencia de no tomar en cuenta quién es él en persona o qué es él.” (p. 66).
El Búho Revista Electrónica de la Asociación Andaluza de Filosofía. D. L: CA-834/97. - ISSN 1138-3569. Publicado en www.elbuho.aafi.es
En ambos casos, el análisis agustiniano de la existencia humana se revela incapaz de construir la coexistencia. Sin embargo, el propio san Agustín y el mandato bíblico consideran que hay una copertenencia originaria entre todos los seres humanos en tanto que personas individuales. ¿Cuál es, pues, la fuente de la coexistencia? Es el asunto que aborda la tercera parte del libro de Arendt, de un solo capítulo, y que se sale de la pensada estructura del resto. En primera instancia, la comunidad de los seres humanos se funda en un acontecimiento histórico como es la descendencia común del primer hombre, Adán. Allí se halla radicada la igualdad de todos los hombres e instituida la determinación más esencial de la existencia humana: todos somos compañeros de destino (“consortes”) y tenemos el parentesco que nos da nuestra condición mortal.7 La igualdad de condición de todos los seres humanos se traduce en primer lugar en la “necesaria coexistencia” (144) del mutuo dar y recibir, en la interdependencia de los hombres en la sociedad, de la que surge la creencia en el otro. Esta comunidad “inevitable y que va de suyo” (137) está siempre dada de antemano, para cualquier existente de manera que el hombre histórico que existe en el mundo recibe su ser del pasado histórico primero a través de la cadena de las generaciones. De manera que la sociedad así originada es independiente de Dios y lo es a causa de su misma historicidad. El origen histórico, parece, de ese modo, para san Agustín, estar en contradicción o ser incompatible con el origen como fundamento. Veremos que se trata de un bucle. La descendencia común de todos los seres humanos a partir de Adán significa su participación común en el pecado original. Todos pertenecemos a la comunidad terrena por nacimiento, por la vía de la generación y la descendencia que nos vincula con Adán. Desde el punto de vista del género humano, la naturaleza humana es producto de la historia y surge por generación (en una cadena sólo humana), no por creación; desde el punto de vista del ser humano individual, su origen apunta directamente a Dios creador. Arendt se refiere a este “anudamiento” como clave para comprender el concepto de amor al prójimo en san Agustín (ver p. 147). No es extraño que esta tercera parte se salga de la estructura del resto del libro. Al margen de la analítica agustiniana de la existencia, lo que se plantea como fuente específica de la vida en sociedad es el solapamiento que en ella se produce entre verdad e historia, entre lo empírico y lo fundamental. Por el parentesco de la generación, el mundo deja de ser “lo extraño por excelencia” (139) y se convierte en lo desde siempre familiar, el lugar en que nos sentimos en casa. En este ámbito, el amor es expresión de la interdependencia y, la igualdad, la expresión del pecado. Pero hay otro acontecimiento histórico de trascendencia crucial: la revelación de Dios en Cristo. En él se apoya la posibilidad de una auténtica refundación de la coexistencia y, en definitiva, de la comunidad humana como ciudad de Dios. En ella, aunque no se produce la cancelación de la igualdad entre los hombres (prueba de ello es la pervivencia de la muerte), sí que es refundada como amor al prójimo. De ser algo inevitable y que va de suyo, la comunidad humana pasa a ser una elección libre y cargada de obligaciones o compromisos morales. En ese nuevo estado redimido, el pasado del pecado que fundaba la ciudad terrena no es anulado pero es reintegrado o, mejor, reinterpretado desde una realidad diferente, adquiriendo un sentido nuevo: el pasado de pecado “perdura como un factor constitutivo” (141) también en el estado 7
Recordamos el pasaje de las Confesiones (X, 4, 6), que cita Arendt en la p. 148 (nota 11): “ [Confieso no sólo delante de Dios, sino también] …a los hijos de los creyentes hijos de los hombres, compañeros de mi gozo y partícipes de mi mortalidad, conciudadanos míos y peregrinos conmigo, anteriores y posteriores a mí y compañeros en la jornada de mi vida.”.
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de gracia, de manera que aun en el extrañamiento del mundo, el creyente sigue viviendo en el mundo. Del pasado de pecado deriva su especificidad el prójimo: el prójimo es el recordatorio permanente del pecado, la “alarma viva frente al orgullo” (140), y lo es porque es el otro que ya no puede ser visto desde su posición intramundana, sino que está ya tocado por lo absolutamente otro (Dios). El prójimo es alguien en quien Dios ya ha obrado por la gracia y para nosotros es ocasión de amor y homenaje al don absoluto de Dios. El prójimo, en ese estatuto, intermedio, es signo del peligro que nos ronda a todos por igual y de ese modo es cifra de nuestra propia forma de ubicación en el mundo: “El ser-en-el-mundo del cristiano (…) consiste en estar-en-peligro” (144). El amor al prójimo es, como decíamos, libre elección y tarea. “Libre inclinarse hacia el otro en vista del peligro que nos acecha por igual” (144). La necesidad que el orden de la generación imponía se convierte en libre decisión acerca de la amenaza de la muerte, que deja de ser meramente un hecho natural y consabido, y se convierte en objeto de elección, y castigo de la opción pecaminosa (muerte como salvación, muerte como muerte eterna). El amor al prójimo impone el compromiso de conducir al otro hacia su ser propio, hacia Dios. Sólo en ese aislamiento, en que se encuentra cara a cara con Dios, se convierte el otro en mi prójimo. Aislamiento que, por cierto, sólo ha sido posible por la ocurrencia de un hecho histórico, que es la venida de Cristo. Sólo al ver al prójimo como tal, se produce la refundación del sentido de la coexistencia: el amor mutuo (no ya dependencia mutua) es el libre defenderse de la mundanidad del mundo, el combate contra el mundo con vistas a la vida eterna. Se produce cada vez que se entrecruzan las dos ciudades y de esa vibración surge la energía de lo nuevo. Es el amor que, en la extrañeza del encuentro con el otro, aniquila el mundo para llevarlo al nuevo comienzo de su estado originario. El amor, como coexistencia auténtica, es lugar de un anudamiento, como decía Arendt, de lo doblemente originario, el comienzo histórico y el fundamento, lo eventual y lo trascendental, lugar en que el acontecer histórico se dobla sobre sí mismo y se hace verdad con el poder de refundar el mundo.8
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Recordemos la interpretación que A. Badiou hacía del amor en San Pablo: el amor es la fuerza que inscribe en el mundo la universalidad que surge del acontecer de la verdad (del acontecimiento-Cristo). La declaración del acontecimiento funda al sujeto cristiano (subjetivación) pero a ello ha de sumarse la fuerza de la destinación universal, el poder de la verdad, que es el amor quien la proporciona. Ver: San Pablo. La fundación del universalismo, Barcelona, Anthropos, 1999, cap. VIII.