LA DECISIÓN DE MUERTE: EL ORIGEN ROMÁNTICO- IDEALISTA DE UNA AFIRMACIÓN KIERKEGAARDIANA

cadernos ufs - filosofia LA DECISIÓN DE MUERTE: EL ORIGEN ROMÁNTICOIDEALISTA DE UNA AFIRMACIÓN KIERKEGAARDIANA María J. Binetti Doutora em Filosofia

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LA DECISIÓN DE MUERTE: EL ORIGEN ROMÁNTICOIDEALISTA DE UNA AFIRMACIÓN KIERKEGAARDIANA

María J. Binetti Doutora em Filosofia Ciafic - Conicet

Resumen: El desplazamiento de lo absoluto hacia la inmanencia de la finitud implicó la interiorización de la muerte como realidad esencial de la subjetividad humana. No se trata meramente aquí de ser-para-la-muerte sino de ser, en la muerte, para una infinitud autocreadora. Tal es la intuición romántica-idealista asumida por S. Kierkegaard en el dinamismo dialéctico y autorreflexivo de la libertad singular. Palabras claves: Libertad, subjetividad, negación, infinitud, creación.

Abstract: The displacement of the absolute toward the immanence of finiteness implied the interiorization of death as essential actuality of human subjectivity. It is not merely about being-for-death but about being, in death, for a self-creative infinity. Such is the Romantic-idealistic intuition assumed by S. Kierkegaard into the self-reflexive and dialectical dynamism of singular freedom. Keywords: Freedom, subjectivity, negation, infinity, creation.

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1) LA TRAGEDIA METAFÍSICA DEL ABSOLUTO ROMÁNTICO

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El desplazamiento de lo absoluto hacia la inmanencia del orden temporal y finito implicó la interiorización de la muerte como realidad esencial de la libertad humana. Desde el punto de visto histórico, el origen de tal desplazamiento podría remontarse a la incondicionalidad de la libertad kantiana, emancipada de los hechos e infinitizada por su propia determinación interior. Una vez superada la heteronomía que sometía el libre arbitrio a la objetividad fenoménica, el espíritu se sintió capaz de lo absoluto y tuvo el coraje de su decisión. La reelaboración fichteana de la subjetividad trascendental como sujeto absoluto, sumada al realismo de la metafísica spinoziana y a la estetización de la libertad promovida por F. Schiller, posibilitaron una nueva conceptualización de la experiencia subjetiva, caracterizada por la conciencia de su propia infinitud autocreadora En este contexto histórico surge el romanticismo, como vivencia metafísica de lo infinito en la intimidad del yo personal. Nos referimos aquí al Frühromantik de Jena, desarrollado entre 1797-1802 particularmente alrededor de las figuras de F. Schlegel y Novalis. La preocupación esencial de estos autores, asegura F. C. Beiser, fue la de “lograr la identidad-en-la-diferencia, la unidad-en-la-oposición” (Beiser, 2003, p. 33). Frente a un absoluto que reclamaba su presencia efectiva y una realidad que estallaba en su propia finitud, la única alternativa viable sería la mediación dialéctica de la identidad y la diferencia. La filosofía romántica podría definirse –en este sentido– por el sentir íntimo del todo en su unión y desunión con lo finito, por la reconciliación dinámica de lo uno con los momentos particulares de su acontecer. La presencia de lo absoluto se concibe allí como la paradójica experiencia de una re-unión en la cual, asegura Novalis, “la separación cesa y no cesa” (Novalis, 1948, p. 115). Lo propiamente romántico consistiría en esta afirmación que afirma y niega al mismo tiempo la identidad de lo divino en la inmanencia de la multiplicidad finita por la acción creadora de la libertad. Autonomía subjetiva y monismo metafísico comulgan así con una libertad productora de lo incondicionado en la conciencia de su propia finitud. Precisamente en la identidad dialéctica que reúne finitud e infinitud emerge la realidad de la muerte como mutua exclusión de ambos términos. En efecto, la conciencia de la infinitud se obtiene al precio de la propia aniquilación o bien, dicho con mayor precisión, lo IN-finito coincide con la negación de la finitud experimentada como nada. Si la intención del romanticismo, según la enuncia F. Schlegel, es la de “saciar el sentimiento de la vida con la idea de lo infinito” (Schlegel, 1958, p. 46), entonces la existencia deberá transitar su muerte, porque solo “en el entusiasmo de la aniquilación se revela por vez primera el sentido de la creación divina. Sólo en medio de la muerte se levanta la flama de la vida eterna” (Schlegel, 1958, p. 53). No se trata, claro está, de la muerte como fenómeno natural sino como irrupción absoluta de la libertad en la inmanencia de la finitud.

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La muerte constituye, para el romanticismo, la instancia metafísica en la cual la libertad se reconoce como fondo y fundamento de la existencia y, por lo tanto, como el todo-nada desde el cual ésta resurgirá. La «nada» tiene aquí un doble sentido. Por una parte, ella indica la negatividad en la cual se pierde el mundo de los hechos. Por la otra parte, ella señala una potencialidad omniabarcante, capaz de resignificar el acontecer fáctico por la acción mediadora del espíritu. La libertad de la muerte es entonces la decisión de retornar a una unidad originaria, cuya indeterminación borra toda diferencia a la vez que promete su restitución esencial. A esta realidad metafísica corresponde la angustia como stemning de una nada radical, en la cual se refleja la diferencia entre el mundo y la idea eterna, es decir, la diferencia que escinde lo absoluto y lo afirma en su propia negación. La poesía de Novalis ofrece quizás la mejor representación romántica de la muerte en su dinamismo metafísico. Aniquilación y destrucción son, para él, el comienzo mismo de la filosofía, porque de ellos emerge la infinitud. De este modo asegura: “el suicidio es el verdadero acto filosófico, el comienzo real de toda filosofía” (Novalis, 1948, p. 56). Que la filosofía comience con un suicidio indica la negación autoinfligida de la libertad, por la cual se liberan eternidad e infinitud. De aquí que morir sea, según Novalis, “una victoria sobre sí mismo, la cual, como toda victoria de tal naturaleza, procura una nueva existencia” (Novalis, 1948, p. 168). La muerte acontece hic et nunc, como desdoblamiento superador de la vida que la niega y la eleva a la vez. Los Himnos a la noche, por su parte, veneran la virtualidad infinita de la muerte capaz de arrojar sobre la vida una nueva luz. Noche y muerte constituyen allí la metáfora del ápeiron fundacional, el proto-yo o la divinidad reveladora del secreto que la claridad oculta. En su seno, comenta E. Albizu, la experiencia y la individualidad inmediatas “se licuan” (Albizu, 1995, p. 68), es decir, esfuman sus límites en una oscuridad sin fondo. La noche dilata hasta la nada la percepción y la representación del ser finito. Sin embargo, precisa Novalis, ante ninguna tumba llora quien ama y cree porque el poder infinito de la muerte asegura una nueva vida. Más aun, el poder de la muerte no es sino esta nueva vida de la fe y el amor; una “agonía”, dice P. de Man, “un momento apocalíptico de autodestrucción y autorenovación” (de Man, 1993, pp. 16-7). Novalis establece una co-pertenencia esencial entre la muerte y el amor, la infelicidad y la felicidad suprema. El uno implica al otro y ambos suponen la reconciliación de la identidad primigenia. “El amor lleva a la muerte: he aquí el motivo central del romanticismo” (Villacañas, 1988, p. 208). A lo cual cabría añadirse que la muerte retorna al amor, como restablecimiento de la unidad en la diferencia. De aquí la imagen del morir como una noche de bodas en la que se consuma la unión de la vida perfecta. El romántico no quiere perderse ni en los abismos de una noche sin fondo ni en la mala infinitud de lo finito. El quiere, por el contrario, regresar desde ellos a una existencia superior que medie ambos términos en el hic et nunc de la autoproducción espiritual. En este sentido, la subjetividad romántica reali-

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za un doble movimiento: el de la separación y el de la re-unión, el de la negación y la recuperación, el de la autodestrucción y la autocreación. El núcleo conceptual de la Bildung como proceso de formación, individual y universal, reside en este doble dinamismo de ascenso y descenso, por el cual el más allá de la muerte retorna al más acá de una vida transfigurada en lo absoluto, esto es, a la vida misma de lo absoluto, expresada románticamente en la poetización del universo entero.

2) HEGEL Y LA ACCIÓN NEGATIVA DE LA LIBERTAD

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Mientras que J. Hyppolite asegura que “lo que quiere pensar Hegel, como todos los románticos, es la inmanencia de lo infinito en lo finito” (Hyppolite, 1998, p. 476), F. C. Beiser sostiene que, en lo que atañe a la dialéctica de la identidad-en-la-diferencia, la unión-en-la-no-unión, “Hegel fue simplemente un típico romántico” (Beiser, 2003, p. 33). En efecto, al igual que en el romanticismo, el sentido de lo infinito se revela para Hegel en una acción negativa, que excede las determinaciones de la finitud. Así lo sostiene: “la más alta forma de no-ser para sí será la libertad; pero la libertad es la negación elevada a su mayor grado de intensidad y que es también una afirmación y la absoluta afirmación” (Hegel, 2005, § 87). En tanto que forma suprema de la reflexión, la libertad niega la inmediatez del en-sí, esto es, niega la negación de lo finito y será por eso afirmación de lo absoluto en la diferencia de la finitud. Por otra parte, y en cuanto que reflexión del espíritu subjetivo, “la decisión es en sí lo negativo” (Hegel, 1999, p. 277), que hace al individuo metafísica y éticamente culpable. En consonancia con esta idea, L. Nancy se refiere a la libertad como la concentración de la nada de la cual irrumpe la existencia, como la ausencia del fundamento y la experiencia del vacío del cual surgen tiempo y finitud. “La libertad –dice– es la retirada del ser cuya existencia se funda” (Nancy, 1996, pp. 105-6) y de este modo es ella el absoluto ab-suelto a partir del cual es posible crear. El círculo hegeliano según el cual el fundamento se presupone en la posición de su obra exige la negación del origen, por la cual se garantiza la producción libre de la acción, vale decir, su autoproducción. Hegel explicita la voluntad romántica del aniquilamiento en el registro propiamente especulativo de la reflexión, donde la negación no es una determinación sustancial sino subjetivamente relacional, y donde ella constituye la diferenciación o el desdoblamiento en-sí de la identidad. La negatividad pura consiste en el escindirse de lo uno por su propia autorrelaci ón, en la posición de la libertad en tanto que otro de sí. Y precisamente esto es la muerte: ese “desdoblamiento en el que el ser para sí alcanzado es otro que lo que entraba en el movimiento” (Hegel, 1999, p. 266). La muerte manifiesta la alteridad en la que todo desaparece. Ella constituye, dicho de otra manera, el propio ser-otro de lo mismo, la infinitud y la universalidad en la que sucumbe toda particularidad.

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Desde el punto de vista fenomenológico, lo universal se presenta a la autoconciencia como la nada de la inmediatez. La emergencia de lo infinito coincide con la desaparición de lo particular inmediato, y en este sentido ella determina el límite a partir del cual la conciencia flexiona sobre sí. La autoconciencia surge entonces como negación, como el vacío de un yo=yo que se disuelve en la nada de su propia esencia absoluta. Angustia y terror de muerte dominan esta subjetividad abstracta, que únicamente devendrá concreta en la medida en que retorne de la muerte. El hecho de que “solo arriesgando la vida se mantenga la libertad” (Hegel, 1999, p. 116) indica, como propone A. Kojéve, la fuerza antropógena de la decisión mortal, entendiendo por hombre la diferencia de lo divino. La muerte es el poder de lo negativo, la fuerza de la contradicción y el desdoblamiento de lo uno en el cual el individuo se reconoce más allá de sí mismo para volver sobre si, transfigurado. En tanto que categoría de la reflexión, la libertad muere para alcanzar lo infinito. Sin embargo, y en cuanto que categoría especulativa, toda negación es a la vez mediación y la mediación es devenir vital, dinamismo formador, bildung absoluta. La mediación posibilita la fuerza activa y creadora de la nada, porque la conserva en la totalidad original. La especulación hegeliana no resiste el aislamiento de ningún término abstracto. En ella todo deviene intimidad recíproca, esto es, mediación. De aquí que el sentido último de lo negativo sea la afirmación y el de la muerte, la vida. Este doble movimiento de muerte y recreación constituye lo que Hegel llama «espíritu»: unidad de los extremos y mediación entre una inmediatez y una negación cuya abstracción carece de significado. En el espíritu, la muerte se apropia de la vida y la vida resurge de la muerte, de manera que él “sólo conquista su verdad cuando es capaz de encontrarse a sí mismo en el absoluto desgarramiento” (Hegel, 1999, p. 24). La identidad, el sí mismo espiritual coincide con su propia negación, razón por la cual la diferencia cesa y no cesa al mismo tiempo, es decir, está siempre llegando a ser. La unidad de lo tercero se mantiene, en la muerte, como proceso continuo de formación, como bildung individual y universal. Que la filosofía hegeliana constituya –según la tesis de A. Kojève– una filosofía de la negación o la muerte significa que es ella una filosofía de mediación, es decir, de la afirmación y de la vida absolutas, porque cuando el medio esta en todas partes, la creación es continua. La nada que desdobla la unidad produce lo efectivo en su estructura trinitaria, donde aquella conserva su poder renovador. Como desdoblamiento de lo en-sí, la muerte actualiza un absoluto repetido continuamente en su negación. De este modo es el sujeto la obra póstuma de su libertad y es la libertad el origen negado que permite crear al infinito.

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3) LA DECISIÓN KIERKEGAARDIANA DE LA MUERTE

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La interiorización dialéctica de la negación estructura por entero el devenir singular de la subjetividad kierkegaardiana, escindida entre lo temporal y lo eterno, lo humano y lo divino; y paradójicamente recuperada en la síntesis dialéctica de ambos términos. Varios son los nombres con los cuales Kierkegaard designa esta negación estructural del sujeto, según sea el nivel reflexivo en el que ella opere. No obstante, podríamos tomar el motivo de la muerte como analogado principal de todos ellos. En efecto, Kierkegaard dedica el tercero de sus Tres discursos sobre ocasiones imaginarias a “la decisión de la muerte” (Kierkegaard, 1920-1936, V 261 ss.). La muerte es allí entendida como el pensamiento más serio y la decisión más cierta, por ser la absolutamente indeterminable. Su indeterminación obedece a la ausencia de todo contenido finito, a la aniquilación de sujeto y objeto en la igualdad indiferente de la nada. Sin embargo, esta misma negación es una fuente de energía incomparable porque produce la energía de la eternidad. Por la muerte, dice Kierkegaard, “tu aprendes a reconocerte y a ser reconocido delante de Dios” (Kierkegaard, 1920-1936, V 281). En esta elevación divina residen la certeza y la afirmación máximamente decisiva de la muerte, capaz de transformar la vida entera. La negatividad de la decisión actualiza los diversos niveles y sentidos de interiorización dialéctica que autoflexionan el devenir subjetivo. Sea que se trate de la ironía, de la angustia, de la resignación infinita, la desesperación, la culpa o el pecado, la libertad equivale en todo caso a la muerte, producida por el desdoblamiento del sujeto contra sí mismo. De aquí que Kierkegaard se refiera a la “decisión negativa infinita, como la forma infinita de la individualidad para el ser de Dios en ella” (Kierkegaard, 1920-1936, VII 27). En su propia nada, la individualidad se afirma contra lo absoluto para mediar por él su identidad. En el caso de la ironía –inicio, según Kierkegaard, de la existencia personal– la infinitud de la libertad se descubre en su puro y abstracto ser para-si, cuya negatividad aniquila por entero el mundo fenoménico. Análogo es el movimiento de la resignación infinita, afirmada como pérdida total de la finitud. La angustia, por su parte, presiente la efectividad libre de la nada desde lo aun posible. La diferencia absoluta del pecado es propiamente lo que la angustia intuye en su posibilidad y aquello que teme en su deseo. Desesperación y culpa –otros dos nombres del pecado– son el objeto de la verdadera elección, que produce de este modo la aniquilación subjetiva. El resultado de este tipo de libertad consiste en que, según Kierkegaard, hagas lo que hagas te arrepentirás, en tanto y en cuanto la decisión es en sí lo negativo y la existencia espiritual “exige siempre la negación” (Kierkegaard, 1909-1948, XI1 A 152). La energía de la muerte es entonces la verdadera formadora de la singularidad, que se reconoce nada delante de Dios. A. Grøn comenta al respecto que la teoría kierkegaardiana de la subjetividad se funda en un negativismo metódico, según el cual ser sujeto

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significa la “experiencia fundamental de sí mismo como otro” (Grøn, 1997, p. 71). La alteridad expresa aquí la negación asumida en su carácter reflexivo, esto es, como diferencia y contradicción. El desdoblamiento del tiempo y la eternidad, la finitud y la infinitud, el hombre y Dios son el resultado de la acción libre, sostenida en su propia escisión. Sin embargo, el espíritu no es para Kierkegaard lo meramente otro sino más bien “lo tercero positivo” (Kierkegaard, 1920-1936, XI 143), vale decir, la recuperación del sí mismo en y por la diferencia. “El movimiento en sí de la infinitud” (Kierkegaard, 1909-1948, X1 A 481), por el cual él define el concepto de fe, no se agota en la negación sino que supone mediante ella el restablecimiento de una unidad diferenciada. La fe describe, por lo tanto, el doble movimiento de la inmediatez, según el cual ésta se pierde a fin de recobrarse transfigurada por su pertenencia a lo absoluto. Este dinamismo espiritual es lo que Kierkegaard llama, con otras palabras, «reduplicación» o «repetición». Lo repetido es y no es lo mismo, asegura la vuelta de la identidad a la vez que asume su interna diferencia. La repetición supera la muerte mientras afirma, en su devenir continuo, la permanencia de la contradicción. La última palabra del pensamiento kierkegaardiano no es la tragedia de la separación sino la paradójica síntesis de la unidad que niega y afirma la divinidad de lo humano. La muerte indica allí el instante transfigurador, la nada de la cual surgirá una segunda inmediatez potenciada al infinito.

4) CONCLUSIONES Mientras el pensamiento y la cultura mantuvieron el esquema binario de una trascendencia desentendida de toda finitud, la muerte señalaba el pasaje a un hiperuranio puro e inmaculado, sin ningún lugar en este mundo. Este modo de entendimiento abstracto, donde los consuelos de la ultratumba alienaban la conciencia en la heteronomía del más allá, hizo tan incomprensible lo divino, como lo humano y su destino mortal. La autonomía kantiana dio, en este sentido, el primer paso hacia la incorporación absoluta la libertad, único lugar donde la infinitud se reconoce a sí misma. A partir de entonces, el coraje de la muerte se apoderó de lo absoluto y la filosofía asumió el doloroso camino de la negación. En tanto que desdoblamiento o diferencia, la negación presupone y salva la unidad de una infinitud desplegada en el mundo y la unidad de un mundo recuperado en lo infinito. Lo «otro» abre el tiempo y el espacio de una libertad incondicionada, que deberá devenir su propia obra. La acción humana es precisamente esta negación, en la cual lo absoluto se desgarra a fin de llegar a ser. Ella es la nada tanto de lo finito como de lo divino, para que ambos puedan devenir a la vez. En la libertad mueren el hombre y dios, y ese día es el día de su boda. La intuición romántico-idealista asumida por Kierkegaard no es la de serpara-la-muerte sino la de ser, en la muerte, para una infinitud autocreadora.

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Desde el punto de vista metafísico, sólo la inmanencia de los opuestos puede asegurar la mutua aniquilación y renovación del todo. El hombre muere porque lo absoluto muere en él para volver a nacer, transfigurado. Creación poética, mediación o repetición aseguran, en cualquiera de los casos, la recuperación de una unidad que será siempre y no será nunca la misma. El pensamiento y la cultura contemporáneos han asumido el compromiso de la muerte como condición de toda posibilidad, deseo y creación infinitos. La fragilidad del ser y la diseminación de sentidos dan cuenta de esta infinitud expansiva de la negación, que rompe y excede todos los límites. Desde el psicoanálisis, el deseo puro de unidad esta inexorablemente ligado al deseo de la aniquilación, y la experiencia de la muerte sostiene la búsqueda continua de la existencia. La decisión es hoy absolutamente responsable, no de esto o aquello sino de lo otro, de eso que nunca podrá cumplir por estar siempre en su cumplimiento. Ella esta destinada a dar la muerte, y este es el precio de su creación absoluta. En el mejor sentido kierkegaardiano, la singularidad se sabe ya muerta, y es entonces cuando la tragedia de lo absoluto deviene vida y obra de lo finito.

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