La responsabilidad de narrar

rebeld a18.qxp 19/04/2004 12:23 p.m. PÆgina 47 cultura y zapatismo Bases de apoyo zapatistas, Selva Lacandona, Chiapas, 1996 ORIANA ELIÇABE La

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cultura y zapatismo

Bases de apoyo zapatistas, Selva Lacandona, Chiapas, 1996

ORIANA ELIÇABE

La responsabilidad de narrar Elías Canetti Notas, selección de textos y versión en castellano de Ramón Vera Herrera

Regreso de la Marcha del Color de la Tierra, La Garrucha, Chiapas, abril de 2001

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JAVIER GARCÍA

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omsitapaz y arutluc En el ámbito sombrío de un mundo cada vez más ajeno y distante, donde muchos creemos estar solos, donde no parece haber transformaciones posibles y se pierde al mismo tiempo la vital idea de que lo valioso permanece, el zapatismo ha insistido en propiciar que se cuenten todas las historias borradas. Que enfrentemos la historia única, la oficial, que dictamina hechos, causas y concatenaciones, y que resta a la gente su capacidad de encuentro y transformación. En ese contexto, se hace necesario que nos asomemos a cualquier texto iluminador que aborde la responsabilidad y la urgencia de la narración como herramienta transformadora indispensable. El siguiente texto, del cual seleccionamos sólo los fragmentos más reveladores, proviene de una conferencia impartida en Munich en enero de 1976 por Elías Canetti — inquietante pensador nacido azarosamente en Bulgaria en 1905, fallecido a finales del siglo XX, premio Nobel 1981—, cuya obra fustigó al fascismo desde los fundamentos que el poder encuentra en el pánico para ejercerse despiadadamente sobre las personas que el miedo sume en estado condición de masa. Canetti fue un escritor demoledor cuyo pensar se resume en la frase “Existen pocas cosas negativas que no haya dicho de la humanidad, y a pesar de todo me siento tan orgulloso de ella que sólo odio una cosa: su enemigo, la muerte”. Buscó afanosamente toda su vida ser tan sólo “un ser humano” y fustigó igualmente a quienes practicaban una literatura y un oficio narrativo escindidos de la realidad y buscando sólo logros y fama. Intentó en cambio entender las motivaciones profundas que debían guiar la tarea, la responsabilidad de escribir y de narrar, la fuerza de la poesía en la vida cotidiana y el compromiso (no con ideología alguna sino con la humanidad) que el oficio de escritor o narrador debían entrañar.

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Aunque el título de la conferencia de 1976 era “La profesión del escritor”, nos parece que muchos de los argumentos esgrimidos en ese texto pueden iluminar la discusión que cruza la necesidad de ampliar los ámbitos donde la gente se narra mutuamente. El texto apunta a fijar las posibilidades y la responsabilidad que dan sentido al quehacer de los narradores, sean escritores, trovadores, cantantes, cuenta cuentos, dramaturgos, cronistas, reporteros o ensayistas, sea que narren oralmente o por escrito. Por encima de todo, da cuenta de las motivaciones que crean eso que hoy varios pensadores llaman el impulso narrativo, algo situado en el origen de la narración, la escritura, la literatura e incluso la historia como oficio. Al término de la segunda guerra mundial —cuenta Elías Canetti— se halló entre las ruinas de un edificio en Berlín un cuaderno de notas. Era el diario de un escritor, y en una de sus últimas páginas anotadas se podía leer la frase: “si realmente hubiera sido un escritor, habría evitado la guerra”. Por supuesto, reflexiona Canetti, esto era, fue y es imposible, pero vale la declaración del hombre alemán por su “sentirse responsable”. Por asumir una responsabilidad por los hechos y los fenómenos sociales, verdaderamente históricos que conforman toda vida colectiva. Ese “sentirse responsable” no es debido — como muchas personas pregonan enfadadas y hasta cínicas— a un sentimiento de culpa. Para Canetti, este “sentirse responsable” es uno de los primeros pálpitos de quien centra su vida en hacer sentido, contra el caos o la nada, contra el punto ciego, el sinsentido en todos los órdenes de la vida que es el fascismo. Para Canetti, buscar sentido, rastrearlo, ponerlo en común con otros, es tarea que nos viene de lo ignoto estableciendo un hilo conductor mediante el mejor de los regalos: la transmisión de mitos,

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cultura y zapatismo experiencia, saberes, vida, historias. Quienes buscan sentido para ellos o para todos posibilitan, según Canetti, la metamorfosis, la transformación. Y para ello, el trovador, el cuenta cuentos, el narrador, el historiador, el poeta, el dichter (término alemán usado por Canetti para resumir a todos quienes están en el impulso de narrar recuperando experiencias y buscando sentido), quien narra debe ejercer la metamorfosis, es decir, ser los personajes que quiere narrar. Al ponerse en su circunstancia, al alojarlos dentro de sí mismo, posibilita que quienes lean o escuchen experimenten también la transformación. Puesto en esos términos los narradores se tornan puentes, vasos comunicantes, memoria, flujo, catalizador, portadores de luces, impulsores de conocimiento, por encarnar y propiciar transformaciones, que son el núcleo de toda escritura, narración, poesía o disciplina social. Julio Cortázar resume la idea central del texto de Canetti que presentamos al decir, en Morelliana siempre, que “cuando Saint-Exupéry (en El principito) sentía que amar no es mirarse el uno en los ojos del otro sino mirar juntos en otra dirección, iba más allá del amor de la pareja porque todo amor va más allá de la pareja si es amor, y yo escupo en la cara del que venga a decirme que ama a alguien sin probarme que por lo menos en una hora extrema ha sido ese amor, ha sido también el otro, ha mirado como él desde su mirada y ha aprendido a mirar como él hacia la apertura infinita que espera y reclama”. Y si el narrador mantiene la herencia de un pasado rico y las tradiciones interminables de los pueblos del mundo, también mantiene viva la mera idea de la transmutación, porque el que recrea transforma, nos hace re-conocer. Esto lo logra, siendo los otros, como esperarían Cortázar y Saint-Exupéry, por lo menos un momento, y buscando hacer sentido, resistiendo la muerte y la nada. A continuación los fragmentos más relevantes del texto de Canetti.

La profesión del escritor Elías Canetti

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[...] En verdad, nadie puede ser escritor, narrador, si no duda seriamente de su derecho a serlo. La persona que no ve el estado del mundo en que vivimos tiene muy poco que decir acerca de éste. Los riesgos que afligen al mundo, alguna vez asunto principal de las religiones, recaen ahora en el ámbito de lo cotidiano. La destrucción del mundo, ensayada más de una vez, es contemplada con frialdad por quienes no escriben. Incluso hay gente que calcula las posibilidades de tal destrucción, hacen de eso su profesión y se vuelven gordos y más gordos. Desde que le confiamos las profecías a las máquinas, profetizar perdió todo valor. Mientras más nos escindimos de nosotros mismos, mientras más nos confiamos a autoridades sin vida, menos controlamos lo que ocurre. Nuestro creciente poder sobre todas las cosas, sean animadas o inanimadas, y especialmente sobre nuestra propia especie, ha producido un contra poder, pero tampoco lo controlamos realmente. En torno a esto se podrían decir tal vez miles de cosas, pero todas son familiares, eso es lo extraño, pues los detalles se han tornado asunto de las noticias cotidianas, banalidades infames. Tal vez valga la pena, sería más modesto, pensar cómo podrían servir los escritores, los narradores, en la situación en que nos hallamos. [...] La literatura puede ser muchas cosas pero no está muerta. Las personas que se aferran a ella tampoco. Qué podrían ofrecer estas personas. Por accidente, me topé hace poco con una frase escrita por un autor cuyo nombre no puedo compartir porque nadie lo conoce. La frase,

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omsitapaz y arutluc manuscrita en un cuaderno de notas, lleva la fecha de 23 de agosto de 1939, una semana antes del estallido de la segunda guerra mundial. Y dice: “Pero todo ha terminado. Si realmente hubiera sido un escritor, habría evitado la guerra”. Cuánto sin sentido, dice la gente ahora, pues sabemos lo que ocurrió después; ¡qué presunción! Qué podría haber evitado una persona en lo individual, y qué podría haber hecho un escritor, entre tanta gente. ¿Podemos concebir un alegato más alejado de la realidad? Qué podría distinguir esa frase de la alharaca bombástica que deliberadamente produjo el comienzo de la guerra. Me irritó la frase, la copié con enojo creciente. Aquí, pensé, me topo con la cosa que más me repele de tanto dichter (escritor, narrador, trovador), un alegato que contrasta enormemente con lo que un narrador debería hacer. Es un ejemplo de ese ampulismo que ha desacreditado tanto la palabra escritor y que nos llena de desconfianza tan pronto como algún miembro del oficio se da golpes de pecho con sus intenciones colosales. Luego, después de algunos días, me percaté de que, para mi sorpresa, la frase no se iba, seguía persiguiéndome. La arranqué, la desmenucé, la empujé y la tironeé como si debiera, por mí mismo, hallarle significado. Su comienzo era realmente raro: “Pero todo ha terminado”, el balbuceo de una derrota completa y desesperanzada en un momento en que deberían impulsarse las victorias. Mientras todos se centraban en buscar victorias, este hombre ya expresa la desolación del final —y de tal modo Regreso de la Marcha del Color de la Tierra, Betania, Chiapas, abril de 2001 que parece inevitable.

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Sin embargo, si uno mira más de cerca la frase —“Si realmente hubiera sido un escritor, habría evitado la guerra”— resulta que está plena de lo contrario a lo ampuloso, es decir, la admisión de un fracaso rotundo. Es más, admite una responsabilidad y la expresa en aquellos aspectos en que menos podríamos situar responsabilidades en el sentido normal del término —eso es lo sorprendente. He aquí una persona que obviamente cree lo que dice, pues lo dice calladamente y se lanza contra sí mismo. No mantiene alegato alguno, se está rindiendo. En su desesperación ante lo que habrá de ocurrir, se acusa a sí mismo, y no se lanza contra los verdaderos responsables, que con seguridad conoce perfectamente, pues si no los conociera, pensaría diferente en cuanto a lo que va a ocurrir. Así, la fuente de la irritación inicial se mantiene en un aspecto: su idea de lo que debería ser un escritor y que él se consideraba uno, hasta ese momento, cuando con el estallido de la guerra, todo se colapsó para él. Es precisamente este sentirse irracionalmente responsable lo que me da pauta para pensar y me cautiva. Uno podría agregar que lo que condujo a la guerra, lo que la hizo inevitable, fue el trastocamiento deliberado y reiterado de muchas palabras. Entonces, si las palabras son tan poderosas, también, ¿por qué no podrían impedir la guerra? No debería sorprendernos que una persona que lidia con palabras, más que el resto de la gente, pueda esperar tanto de las palabras y sus efectos. Así, un escritor (un narrador) —y tal vez somos muy rápidos en decirlo— sería una persoJAVIER GARCÍA na que va acumulando

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cultura y zapatismo palabras, le gusta andar entre ellas, tal vez más que el resto de la gente. Está a merced de las palabras y la gente, pero como tiene mucha confianza en las palabras las jala de su asidero para reinstaurarlas con mayor aplomo, las cuestiona y las siente, las acaricia y las rasca, las planea, las pinta. Es entonces capaz, después de tanta íntima impudicia, de salirse de ellas con reverencia. Incluso en el caso de ser fallido al usarlas, como con frecuencia ocurre, su fracaso tiene que ver con un amor por ellas. Porque todas sus actividades esconden algo que como narrador no siempre sabe, algo frágil pero que a veces es una fuerza que lo rasga en pedazos y lo lleva a la voluntad de asumir lo que con palabras puede iluminarse, y jugársela con eso hasta el punto del fracaso. Qué valor puede tener para el resto de la gente que quien narra asuma una responsabilidad ficticia. ¿No queda esta responsabilidad privada de cualquier efecto por el hecho de tener un carácter irreal? Creo que las personas, incluso las más limitadas, consideran con más seriedad lo que una persona asume por sí misma que aquello que se vio forzada a hacer. No hay un estado más cercano a los sucesos, ninguna relación es más profunda, que sentirnos responsables por tales sucesos. Si el término dichter, o escritor (o narrador), es menospreciado por mucha gente, es porque lo asocian con inventar o hacer creer; con una falta de seriedad, con un alejamiento en aras de evitar problemas. La humanidad entró a uno de los periodos más sombríos en la historia sin la capacidad de reconocerlo hasta que le estalló encima. Ahí, la combinación de Caracol de Oventic, Chiapas, arrogancia con estética de agosto de 2003

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mucha literatura fue algo que no inspiró respeto. La falsa confianza de muchos escritores, su incomprensión de la realidad, a la que se aproximaban con desprecio y nada más, su negación a conectarse con alguna realidad, su lejanía interior con todo lo que ocurría (pues no podía aflorar con el lenguaje que usaban) provocó que ojos que miraban con más precisión y firmeza se alejaran con horror ante tanta ceguera. Podría objetarse que alguien recoja frases como la que da pie a esta discusión. Pero mientras haya alguien que asuma responsabilidad por las palabras reconociendo con profundo sentimiento un fracaso absoluto, tendremos el derecho de defender el papel de quienes han sido autores de las obras esenciales de la humanidad, obras sin las cuales no tendríamos siquiera conciencia de lo que constituye la humanidad. Aunque en forma diferente, requerimos esas obras tanto como el pan nuestro: nos nutren, nos brindan. Incluso si no quedara nada más, incluso si no entendiéramos lo mucho que nos brindan, buscaríamos afanosamente, en nuestra era, algo que pudiera alumbrarnos hacia tales obras. Al confrontarnos con ellas, sólo una actitud es posible: estando tan en contra de nuestra época y de nosotros mismos como estamos, tal vez no exista algo como los antiguos narradores, pero aún así deseamos apasionadamente que existan personas así. Lo anterior suena muy rotundo, y tiene poco valor si no intentamos clarificar qué debería ser un narrador. Lo primero y más importante, diría yo, es que debe ser custodio de la metamorfosis —custodio ERNESTO RAMÍREZ en dos sentidos. Primero

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omsitapaz y arutluc porque haría propia toda la herencia narrativa de la humanidad, tan rica en metamorfosis. Hoy, cuando los escritos de casi todas las culturas antiguas han sido descifrados, sabemos lo ricas que son en metamorfosis. [...]Me es imposible suponer completo ya el corpus de aspectos tradicionales que sirven para nutrirnos. Pero aun suponiendo que ya no se produjeran más obras escritas de tal importancia, permanece aún la enorme reserva de las tradiciones orales de los pueblos primigenios. Porque ahí no hay fin para las metamorfosis. Uno podría pasar la vida colectándolas y reactuándolas y no sería una mala vida. Las tribus, algunas veces tan sólo unos cientos de personas, nos han legado una riqueza que seguramente no merecemos porque es nuestra culpa que hayan muerto o estén muriendo ante nuestros ojos, ojos que casi no miran. Han preservado sus experiencias míticas hasta el final, y lo extraño es que no hay casi nada que nos beneficie más, casi nada que nos llene de más esperanza, que aquellas creaciones tempranas, creaciones de gente a la que hemos cazado, engañado, robado, y que perecieron en la miseria y la amargura. A los que despreciamos por su modesta cultura material, a los que exterminamos ciega y despiadadamente, y que nos legaron una herencia espiritual inagotable. No puede uno sino agradecer a la academia por rescatarla, pero su verdadera conservación, su resurrección a la vida, le compete a los poetas, a los narradores, a los dichter. He dicho que el dichter es el guardián de las metamorfosis, pero es custodio en otro sentido también. En un mundo de logros y especialización, en un mundo que atiende únicamente los

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picos, en donde la gente se esfuerza enfocando en forma lineal y ejerce su fuerza sólo en la fría soledad de esas alturas mientras se borronean las cosas adyacentes, las muchas cosas reales, esas que no se prestan para trepar a los picos —en un mundo que prohibe las metamorfosis más y más porque obstaculizan el objetivo global de la producción, que sin preocuparse multiplica los medios de su autodestrucción mientras intenta sofocar las más tempranas cualidades humanas, en un mundo así que uno podría etiquetar como el más ciego de los mundos—, parece de significancia cardinal que haya gente que, pese a todo, siga practicando el don de la metamorfosis. Ésta, en verdad, sería la real tarea de todo narrador. Ese don de transformación, alguna vez algo universal, ahora condenado a la atrofia, tiene que conservarse por todos los medios posibles. Y el narrador, gracias a ese don, debe mantener abiertos los accesos entre las personas. Debe ser capaz de volverse cualquiera y todos, incluso el más pequeño, el más ingenuo, el más incapaz de los mortales. Su deseo de experimentar a otros desde ellos mismos, desde dentro [de volverse ellos, por eso la metamorfosis] nunca deben determinarlo los objetivos de nuestra vida normal, virtualmente oficial. Entonces, el deseo debe despojarse de cualquier intento de éxito o prestigio, debe surgir de la pasión misma, la pasión por la metamorfosis. Esto requiere, sin duda, de un oído atento, pero no es suficiente, porque hoy una gran parte de la gente apenas está en posibilidad de hablar; les han hecho hablar con la fraseología de los periódicos y los medios de comunicación y dicen las mismas cosas sin ser lo mismo.

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cultura y zapatismo Sólo la metamorfosis, en el sentido extremo en el que uso aquí el término, hace posible sentir a una persona tras sus palabras. La verdadera existencia de cualquier cosa que la vida sea no puede aprehenderse de ninguna otra manera. Es un proceso misterioso, su naturaleza casi no se ha examinado, y no obstante es la única aproximación real a otro ser humano. La gente intenta diferentes formas de nombrar este proceso y hablan de empatía. Por razones que no voy a discutir aquí, prefiero el término, más demandante, de metamorfosis. Pero use uno el término que sea, no puede uno atreverse a dudar que estamos ante algo real y muy precioso. En su práctica interminable, en su experimentar apasionadamente toda clase de seres humanos — todos, pero en particular aquellos a quienes se ha prestado la menor de las atenciones—, en la incansable forma asumida por esta práctica, que ningún sistema ha podido atrofiar o paralizar, es donde veo el oficio real del narrador. Es concebible, incluso probable, que sólo una porción de su experiencia fluya a su obra. Hacer el intento por evaluar esto, proviene del mundo de logros y fama, y no nos interesa. Mejor intentemos atrapar lo que debería ser un narrador sin preocuparnos por aquello que abandona para serlo. Pero no puedo ignorar que el éxito, aunque desconfiemos de él, es un peligro que vive en todos nosotros. La búsqueda del éxito y el éxito mismo tienen un efecto de empobrecimiento. La persona que va tras de objetivos considera casi todo lo que no sirve a sus fines como lastre. Los va tirando para ser más ligero, y no se da cuenta que tal vez sean sus mejores cosas. Lo importante para una persona así es lo que consigue, lo que la lanza a mayores alturas, que mide en escalones o distancia. La posición lo es todo, pero como está determinada desde afuera, no es creada por la persona en cuestión, ni ella toma parte en su génesis. La mira y aspira a ella, y por necesarios y útiles que sean sus esfuerzos en las grandes empresas de la vida, serán destructivas para un narrador, como a mí me gustaría encontrar alguno. Porque lo más importante es que abra más y más espacio dentro de sí mismo. Espacio para el saber, que adquiere sin propósito aparente, espacio para la gente, a quienes experimenta y absorbe

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mediante la metamorfosis. En cuanto al conocimiento, puede obtenerlo sólo mediante un proceso claro y honesto por determinar la estructura interna de cada rama del saber. Pero en la elección de estas áreas, que yacen muy aparte, no se deja llevar por ninguna regla expresa sino por un hambre inexplicable. Dado que se abre a sí mismo a las personas más dispares a la vez, y las comprende en forma pre académica y ancestral, es decir mediante metamorfosis porque se halla en constante movimiento interior, no se debilita ni termina (pues no acumula gente, no la clasifica ordenadamente, simplemente se encuentra con ella y la absorbe viva) y dado que recibe empujones violentos de mucha de esta gente, es muy posible que tales encuentros determinen algunas inmersiones repentinas a nuevas ramas del saber. Estoy consciente de la asombrosa naturaleza de mi exigencia. Muchos no podrán sino protestar. Suena como si pidiera que alguien buscara el caos, las contradicciones o los asuntos conflictivos dentro de sí mismo. Tengo poco que decir de esa objeción: tiene bastante peso. Pero un narrador está más cerca del mundo cuando aloja el caos dentro de sí mismo y siente, no obstante, responsabilidad por ese caos —ese es nuestro punto de partida. No lo aprueba, no se siente a gusto en él, no se considera grande por tener espacio para alojar tantas cosas contradictorias y desconectadas, odia ese caos, nunca ceja en remontarlo para otros y, como tal, para sí mismo. Para verbalizar algo de algún valor para el mundo, no puede alejarse del mundo ni evitarlo. Pese a todo propósito o plan, vivimos un mundo más caótico que antes pues se mueve más y más aprisa hacia su propia destrucción. Lo que el narrador aloja es un caos y no un resumen totalizante, suavizado y pulido. Pero no puede caer presa del caos. Usando la experiencia que tiene en éste, debe combatirlo y oponerlo con toda la impetuosidad de su esperanza. Cuál es entonces esta esperanza y por qué es valiosa sólo cuando la alimentan las metamorfosis, las anteriores, de las que se apropia inspirándose en sus lecturas, las contemporáneas, que un narrador se apropia siendo abierto hacia la gente que lo rodea.

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omsitapaz y arutluc Por un lado, está la fuerza de los personajes que se alojan en el narrador, que no abandonan el espacio que en él tienen. Reaccionan a partir de él. Es como si él los conformara. Son su mayoría, articulada y consciente, son su resistencia ante la muerte —porque viven en él. Una de las cualidades de los mitos que se nos han otorgado oralmente es que se repiten y repiten. Su vitalidad es su ser definitivos, no están destinados a cambiar. Sólo abordando mito por mito puede uno entender lo que los hace vitales y tal vez nunca se ha estudiado el por qué es importante que se repitan [...] Sin embargo, la única cosa que además de los contenidos específicos es la verdadera esencia de los mitos es la metamorfosis practicada en ellos. Es a través de ésta que la humanidad se creó a sí misma. Es a través de ella que hizo al mundo propio, a través de ella toma parte en el mundo. Podemos constatar que toda su potencialidad la debe a la metamorfosis, a esa recreación constante, pero le debe algo todavía mejor a la metamorfosis, su propia compasión. No dudo en usar este término que le parecerá impropio a quienes trabajan con la mente: se le ha exiliado (eso también es la especialización) al ámbito Junta de Buen Gobierno, Oventic, de las religiones, ahí la Chiapas, agosto de 2003 nombran y administran. De otro modo, se le mantiene alejada de las decisiones objetivas de nuestra vida diaria, que están determinadas más y más por la tecnología. He dicho que una persona puede ser un dichter, un narrador, sólo si siente responsabilidad, aunque haga menos que otros para concretarla en acciones. Es esta una responsabilidad por la vida, que vemos destruirse, y no debemos avergonzarnos

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de decir que esta responsabilidad nace de la compasión. Ésta será inútil si se le proclama como sentimiento universal indefinido. Porque exige la metamorfosis concreta hacia toda persona o cosa individual que vive y existe. El narrador aprende y practica la metamorfosis en los mitos, en la literatura que ha llegado a nuestros días, pero no servirá de nada si no la aplica incesantemente en su ambiente, en su entorno. La miriada de vidas que entran en el narrador, que permanecen sensorialmente divididas en todas sus formas fenoménicas, no se amalgaman en un mero concepto, pero le dan al narrador la fuerza para oponerse a la muerte y eso las vuelve universales. No es posible que la tarea de un narrador sea liberar a la humanidad de la muerte. Si no se cierra a nadie, se sorprenderá constatando el creciente poder que tiene la muerte sobre mucha gente. Aun en el caso de que toda la gente la considerara una tarea inútil, el narrador se sacudirá y bajo ninguna circunstancia capitulará ante la muerte. Será su orgullo resistir y luchar —con dispositivos diferentes al resto de la gente— los embates de la nada, que también crecen más y más en la literatura. Vivirá entonces una ley propia que no fue hecha a JOSÉ CARLO GONZÁLEZ/LA JORNADA su medida. Esta ley es la siguiente: No lanzaremos a nadie hacia la nada aunque quiera estar ahí. Buscaremos la nada sólo para encontrar caminos de salida y marcaremos los caminos hallados para todos. En dolor o desesperanza, hay que resistir de modo de aprender cómo salvar a otros de éstos, pero sin menosprecio. Por la felicidad que todas las criaturas merecen, incluso en los casos en que se desconozcan y se despedacen unas a otras. 

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