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CONDICIONALES Expresan la condición para que se cumpla la principal. Representan una causa hipotética. CONSECUTIVAS INTENSIVAS Expresan que la subord

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or la vía principal que conduce hacia el sur de México, una lujosa carroza tirada por cuatro hermosos caballos se desplazaba con escoltas. Había salido desde la capital virreinal de Nueva España hacia las costas del Golfo de Tehuantepec en el Pacífico. En contraste con ese alegre día, el joven obispo recordaba cuando su tío, el arzobispo Vicente de la Madrid Echenegui, le hizo leer cuando tenía catorce años la primera edición francesa de la Historia de la Conquista de Nueva España escrita por Antonio de Solís y Rivadeneyra. En el último capítulo se describía la prisión de Guatimozín y la enorme masacre que la historia recogió con el nombre de «La Noche Triste». Habían combatido con desigual enfrentamiento las tropas del Rey, dirigidas por Hernán Cortés, contra los supersticiosos indígenas, defensores del Imperio Azteca de Montezumac. Su obispado, planificado y dirigido por su tío, tenía más de político que de vocación. Con ciertas amistades cardenalicias en la Curia Romana y con argumentos irrefutables para las arcas del Vaticano, al prelado de Nueva España no le fue difícil obtener para su sobrino la tan deseada tiara obispal. Si en el siglo X Juan XII llegó a ser papa a los dieciocho años de edad, ¿por qué no podía ser obispo su sobrino Pablo Echenegui de la Vega a los veinticinco? Pablo era un joven muy apuesto, de mediana estatura y de esqueleto bien formado que le hacía lucir una elegancia natural. Su fina cabellera rubia, algo ensortijada, le daba un aire de vikingo con sotana que hacía más interesante la fogosa mirada de sus hermosos ojos jades. Adoctrinado desde temprana edad bajo la tutela de su tío, en ausencia de sus padres ―fallecidos en una travesía atlántica―, supo responder con inquieta avidez a los deseos de instrucción de su mecenas, destacándose en temas históricos, de arte, filosóficos y teológicos, de los que él mismo decía que había aprendido a separar las cosas de Dios de las cosas de los hombres. De tez blanca y atractivo rostro tostado por el sol, desplegaba una sensualidad natural concentrada en unos carnosos labios que doblegaban la conciencia femenina de la beatitud católica. Monseñor Pablo Echenegui sabía que su tío no era un santo varón. El 9

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arzobispo tenía varios hijos regados sin precisar cuántos ni con quién. Se aprovechaba de nativas de mentes inmaduras y fervientes devotas para alcanzar sus aberrados propósitos sexuales. A su sobrino lo inició en tales prácticas con insospechados métodos de privacidad que no tardó mucho en imitar en el Virreinato del Perú, a donde había sido enviado como la máxima autoridad religiosa, según se hacía constar en Bula del Santo Padre con el Sello Vaticano y el consentimiento del rey de España, Carlos III. A diferencia de su tío, Pablo no se mezcló en actos eróticos con nadie que no fuera de la nobleza e ideó una sacrílega forma para lograrlo. La autoridad de la Iglesia se unía una vez más a la autoridad real, pero en esta ocasión la estrategia para alcanzar su deleitante placer estaría dirigida a las damas de la alta sociedad de Lima. Habían pasado doscientos cuarenta y siete años desde que Francisco Pizarro en 1534 entró en Cuzco, capital imperial incaica del Tahuantinsuyo. Dos décadas después el imperio incaico formaba parte del Virreinato de Nueva Castilla, más tarde Virreinato del Perú, con la ciudad de Lima por capital. Su inmenso territorio se extendía hasta Panamá como frontera norte, comprendiendo los territorios con costa en el Pacífico, hasta Argentina. Semejante extensión escapaba del control de la Corona, por lo que la Casa de Borbón creó el territorio del Virreinato de Santa Fe, incluyendo a Venezuela, que dependía en lo administrativo y en lo religioso de la Audiencia de Santo Domingo. Unos años después se creó el Virreinato del Río de la Plata, quedando reducido el del Perú a su mínima expresión. Desde la llegada del primer virrey Blasco Núñez Vela hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XVIII, los indígenas eran miserablemente explotados por los españoles bajo el sistema tributario de la mita, creado por los incas como tributo de la cuota de trabajo que se aportaba al Ayllu, organización socioeconómica formada por grupos de familias vinculadas entre sí por lazos de parentesco, por posesión común de la tierra y por sus tradiciones lingüísticas y culturales. Este sistema fue desvirtuado y seguido por la Corona bajo un régimen de abuso y de cruel explotación, obligados por la espada del conquistador, bajo la mirada complaciente de la Iglesia, que por lo general reaccionaba de forma moderada y tardía al atropello. Con una educación clasista, monopolizada en toda América Hispana por las órdenes religiosas, sobre todo por los de la Compañía de Jesús, el poder de la aristocracia peninsular en los virreinatos dependía de la Curia Romana y de la Corona Española. 10

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Así se presentaba el escenario, nada extraño para monseñor Pablo Echenegui de la Vega, cuando, acompañado por altos funcionarios al servicio de la Corona, hizo su entrada en Lima un caluroso día de 1781 con sonoros repiques de campanas de catedral en una elegante calesa sostenida por dos indios mitayos. El agitado clima social que todavía se respiraba por la rebelión y muerte de Túpac Amaru II, quien no logró salvarse de su horrible ejecución ni siquiera bajo el nombre cristiano de José Gabriel Condorcanqui, que nacía de la pila bautismal, no pasó inadvertido a la atenta mirada del recién llegado. La capital del Virreinato lucía sus mejores galas preparándose para la Semana Santa que se iniciaba un lunes primaveral. Por sus calles empedradas y alrededor de la Plaza Mayor se desplazaba en solemne procesión el Santo Sepulcro en conmemoración de la muerte de Jesucristo, como lo exigía y lo exige en todo el orbe la liturgia católica el día viernes de Semana Santa. Con gran boato y no menos piadosa actitud, un séquito de ministros de la Iglesia, precedido bajo palio por el obispo de Lima, monseñor Pablo Echenegui de la Vega, caminaba junto a la abigarrada multitud que lentamente iba girando en torno a la plaza, entonando el réquiem sepulcral de tan sagrado momento. Al pasar frente al balcón del palacio del Virrey, don Sebastián de la Hoz, la procesión se detuvo unos instantes en el que el monseñor intercambió sus bendiciones por un genuflexo gesto de la autoridad real. Bajando del balcón con su familia, el Virrey fue esperado por la autoridad eclesiástica para continuar hacia la puerta de la catedral, situada en el extremo opuesto de la plaza. Ya dentro de la iglesia, completamente abarrotada de gente, el virrey de la Hoz, su esposa y sus tres hijos, desde el sitio de honor que les correspondía, pasaron largas horas en oración con Biblia y rosario en mano, hasta que se retiraron al palacio con las doce campanadas de la medianoche, que anunciaban la llegada del sábado de gloria.

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gustina Andrade Llamoza, condesa de Cartagena, se había unido en matrimonio con Sebastián de la Hoz, conde del Prado, en espléndida ceremonia celebrada en el Palacio de Aranjuez, diez años antes de que el Rey nombrara a de la Hoz virrey del Perú. Se conocieron una mañana otoñal, en una romería campestre en los predios reales de cacería de Aranjuez, en ocasión de un festín gastronómico realizado por la buena caza que el monarca había logrado ese día. Tres hermosos venados resultaron los premios mayores conquistados: dos machos y una hermosa hembra que había quedado herida y que el Rey ordenó atender para dejarla melindreando por los jardines del palacio, como vivo trofeo de tan inolvidable jornada. Don Sebastián, de estatura más bien baja, ojos claros y nariz respingada, estaba presentando el día de su boda, a los cuarenta y cinco años, signos de obesidad y calvicie prematura. Su figura contrastaba con la llamativa belleza de Agustina, que acababa de cumplir diecisiete. Agustina era seis centímetros más alta que su pretendiente. Sus hermosos ojos verdes y su espesa y blonda cabellera le daban un aire de inocente coquetería que llegó a conservar en su edad madura, dándole siempre un toque de distinción a su atractiva personalidad. De esa unión nacieron en España dos de las hijas que tuvo el matrimonio: María Teresa de doce años y María Leonor de nueve. Las Virreinales, como las llamaban popularmente, habían sido criadas igual que Jesús Antonio, el hijo varón de tres años nacido en Lima, bajo el signo de la fe del mundo católico español, en el que imperaba una piedad extrema hacia las cosas de Dios; la iglesia era una de ellas. Con la inocencia de la edad temprana, la mayoría de los niños considerados de buen origen participaban con frecuencia no solo de los actos religiosos que señalaba el santoral, sino que además eran solícitos colaboradores cuando se trataba de poner en escena una representación religiosa o cuando así lo requerían distintas hermandades como la del Santo Sepulcro, la de la Caridad, la de la Santísima Trinidad, la del Santísimo y algunas más que dependían de la parroquia de la Catedral de Santa Rosa. No pocos de ellos ingresaban 13

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muy jóvenes a los claustros que mantenían en América las más importantes órdenes religiosas aprobadas por el Santo Oficio. Los padres de los niños eran los más complacidos de que sus hijos demostraran su pureza y su piedad por las cosas santas. La rancia aristocracia limeña, que competía tanto en los aspectos religiosos como en decoro, modales, buenas costumbres y conocimientos en todas las áreas del saber humano, concebía que los goces del cielo no solo se ganaban por la fe, sino que se alcanzaban también por generosas contribuciones, y, en consecuencia, quedaba eliminada la posibilidad de que los pecados terrenales no aseguraran su perdón. Para el sacramento de la confesión se disponían de dos grandes confesionarios tallados en madera, dispuestos en los laterales de la iglesia, formando un todo armónico con los bancos barrocos utilizados por la feligresía. Un tercer confesionario en la sala del ala izquierda, ubicado al lado del altar mayor, decorado con plata del Potosí que le daba una extraña majestuosidad, era el que le correspondía a los hombres y mujeres de la alta sociedad limeña. El cuarto y último confesionario, hecho de piedra y madera de árbol de caoba, había sido mandado a construir por el obispo Echenegui con una proporción exagerada para sus fines confesionales, ya que tenía treinta y dos metros cuadrados, decorado con arabescos de plata de estilo barroco en sus laterales y en la puerta de entrada, con recuadros en oro y motivos religiosos en su cara frontal. Estaba ubicado afuera de la catedral y se comunicaba internamente por la parte posterior del altar mayor. Solamente lo utilizaba el obispo para las confesiones del Virrey y su familia. A la capilla de atrás, como la llamaban los indios, no tardó el obispo en convertirla en un negocio lujurioso y de mucho dinero. El miércoles siguiente a la Semana Santa, en horas de la tarde, antes de la puesta de sol, monseñor Echenegui franqueaba las puertas del palacio para atender una invitación del Virrey y conversar sobre algunos asuntos de familia que querían consultarle. Arrellanados en sendas butacas y formando un triángulo con doña Agustina, monseñor Echenegui recreó lentamente la mirada en sentido circular por toda la sala, llamándole la atención varios lienzos; en particular, un retrato dispuesto en la pared de fondo que dio motivo a de la Hoz para extenderse en explicaciones sobre sus orígenes y pureza de sangre. El cuadro en cuestión era una réplica al óleo sobre lienzo en el que aparecía el rey Felipe III en posición erguida, sosteniendo en su mano derecha la bengala de general y con la izquierda agarrando la empuñadura de su espa14

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da. De la Hoz, con ademanes de un ensayado estilo cortesano que se hacía presente cuando se trataba del tema de su orgullosa descendencia, invitó a monseñor Echenegui a observarlo más de cerca con la intención de que pudiera reconocer la firma del artista. El obispo, hombre entendido en la materia, se dio cuenta de que en efecto era una excelente réplica del retrato original del rey Felipe III pintado por Bartolomé González, pero no se tragó el cuento de los lazos sanguíneos del Virrey con el caballero del cuadro. Después de charlar un rato sobre sucesos importantes ocurridos a la Corona Española en lo que iba de siglo y de la necesidad de aumentar algunos impuestos para mantener los gastos del Virreinato y poder enviar una mayor cantidad de dinero a la Tesorería Real, regresaron al centro del salón para entrar en el tema que originaba la visita del prelado. Doña Agustina, que no había abierto la boca desde los saludos iniciales, interrumpió la animada conversación: ―Perdone usted, monseñor. He estado conversando con mi esposo y lo he convencido de llamarlo para que usted acuda en nuestro auxilio. Se trata ―dijo doña Agustina, con cierto rubor en las mejillas― de nuestra hija María Teresa, que está presentando sus señales de desarrollo y desde el domingo de ramos lleva tres días encerrada en su cuarto apenas sin probar alimentos, pensando que va a morir desangrada por haber cometido algún pecado que ella no recuerda, porque todos los que había acumulado en la semana anterior y los días siguientes se los había confesado a usted el viernes del concilio. Mi esposo, por razones obvias, no participa en casos como estos, pero hemos considerado que a través de usted como Ministro del Señor, ya que las explicaciones que le he dado a mi hija no han surtido ningún efecto, sea la Divina Providencia la que intervenga en este asunto. Le rogamos que hable con la niña de la forma que mejor le parezca para sacarla de la postración en que se encuentra. ¿Qué piensa usted? ―inquirió doña Agustina. Monseñor Echenegui sintió que un escalofrío le corría de pies a cabeza. Había solucionado varios casos que eran más del cuerpo que del alma a ciertas damas de la sociedad limeña, pero hablarle a una adolescente, nada más y nada menos que a la primogénita del Virrey, siendo que la niña estaba convencida de que el sangrado era a causa de sus pecados, lo llevaban a la conclusión de que había que pensar más bien en darle un tratamiento a su alma, de manera que poco a poco fuera entendiendo el proceso biológico 15

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de su cuerpo. Pidió ver a la niña, y doña Agustina dejó a su esposo esperando en el salón y se dirigió con el monseñor a la habitación de María Teresa, que quedaba al lado de la de sus padres en el piso superior del palacio. La escalera de piedra, bordeada con un lujoso pasamano de caoba, se encontraba ubicada en un lateral del mismo salón donde se habían reunido y conducía al segundo piso. Cada escalón que subía el monseñor se le hacía interminable. Copiosas gotas de sudor le inundaban su cuerpo de arriba abajo y sintió un ligero temblor cuando la Virreina, al abrir la puerta de la habitación, lo tomó de la mano. ―¡Adelante, monseñor! ―dijo Agustina. ―Después de usted, mi señora ―respondió el monseñor. Se acercaron a la cama donde María Teresa yacía dormida, con el rostro pálido y con signos de agotamiento por la falta de alimento. Con un dulce susurro al oído, doña Agustina despertó a su hija, señalándole la presencia del monseñor, que había sido su confesor desde niña. Hacía dos años que María Teresa había tomado la primera comunión. ―¿Cómo te sientes, hija? ―inquirió el monseñor, haciendo un gran esfuerzo por mantenerse sereno. María Teresa movió ligeramente la cabeza en señal afirmativa y volvió a cerrar los ojos sin pronunciar palabra. ―Papá Dios me ordenó venir hasta aquí para explicarte por qué has estado sangrando ―insistió el monseñor―, pero tienes que hacer un esfuerzo y contestar a mis preguntas. ―Me voy a morir ―dijo con voz apagada la niña. ―No, no te vas a morir. No he oído de nadie que se haya muerto por pasar de niña a mujer. María Teresa, que seguía sin entender nada, se dirigió en un tono airado que sorprendió a monseñor Echenegui: ―¡Perdone usted, señor obispo! ¿Por dónde sangran los varones cuando pasan de niños a hombres? ―No, hija mía ―dijo el obispo algo turbado por lo inesperado de la pregunta―, los varones no sangramos porque Dios dispuso que esa señal se diera solamente en las hembras. ―Es una señal muy dolorosa ―respondió María Teresa, encogiendo más su cuerpo con las manos en el abdomen. Hubo un instante de silencio que a monseñor Echenegui le pareció un siglo, antes de que la niña atacara de nuevo: ―Pero… entonces, monseñor, ¿cuál es la señal en los varones? ¡Porque alguna debe haber! 16

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El diálogo empezaba a complicársele. El obispo seguía sudando como si estuviera respondiendo al interrogatorio de un tribunal de la Inquisición. ―Bueno, hija mía ―alcanzó a balbucear el obispo, que se había puesto más pálido que la niña―, ¡claro que existen señales en los varones! Por ejemplo, hija, cuando empiezan a salirle los pelitos de la barba y… ―Pero yo he visto ―interrumpió María Teresa― al hijo del capitán Soler que va a cumplir veinte años el próximo mes y no tiene un solo pelo en la cara. Doña Agustina, al observar el gesto de disgusto del obispo, intervino: ―Eso es normal, hija mía. Hay algunos varones que no le salen porque son lampiños, que significa sin pelos. ―Entonces ¿cuál es la señal de los que son lampiños? ―inquirió María Teresa. Monseñor se daba cuenta de que no podía alargar por mucho tiempo la conversación sin que se encontrara en un callejón sin salida ante una niña tan vivaz. Mirando a doña Agustina con una expresión de angustia reflejada en su rostro, de pronto le vino una inspiración que podría dar el resultado que todos esperaban. En un gesto sorpresivo y con un suspiro de alivio, salió corriendo como una tromba escalera abajo a la vez que gritaba: ―¡Ya lo vas a entender, hija mía! ¡Ya lo vas a entender! ¡Espera un instante! ―volvió a gritar el monseñor. Sin acordarse de que don Sebastián de la Hoz se había quedado esperándolos en el salón, bajó apresuradamente de dos en dos los tramos de la escalera, con tan mala suerte que faltándole los dos últimos escalones dio un traspié y… ―¡Alabado sea Dios! ―alcanzó a decir, antes de dar de cabeza a los pies del Virrey, que con los gritos del obispo se despertó sobresaltado. ―Perdone usted, don Sebastián, luego le explicaré. De un salto se puso nuevamente en pie, se acercó a uno de los cuadros y sin miramiento alguno lo desprendió de la pared, abarcándolo con todo lo que daban sus brazos. El Virrey, sin salir de su asombro, contemplaba cómo el obispo se las ingeniaba para subir el pesado cuadro y se preguntaba qué relación podía tener con lo que habían conversado y con todo el barullo que se estaba presentando. El cuadro en cuestión, interpretado magníficamente por un pintor peruano, era un óleo sobre lienzo que representaba al desnudo a 17

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una numerosa familia en el Paraíso Terrenal. Doña Agustina lo vio entrar jadeante y tembloroso. Con firme resolución, tras reposar unos segundos y midiendo cada palabra que iban a salir de sus labios, el reverendo se dirigió nuevamente a la niña: ―Dime, hija, ¿qué observas en este cuadro? María Teresa, recorriendo con su aguda mirada toda la dimensión del lienzo, al cabo de un minuto que se hacía interminable, dijo sin titubear: ―Hombres y mujeres desnudos. ―Bueno… bueno… ―rezongó el obispo―. ¡Muy bien! Pero fíjate que en la familia que allí está representada se encuentran unos niños y unos adolescentes. ¿Qué diferencia notable observas entre ellos? ―Que unos son más grande que otros ―respondió la niña. ―¡Bien, hija, bien! Pero, yo no me refería a la estatura yo…, yo… ―¡Tampoco yo, monseñor! ―contestó María Teresa, interrumpiendo al obispo, que en ese instante sacaba con gran dificultad su pañuelo para secarse el copioso sudor que le corría por la frente. ―Entonces ¿a qué te referías? ―interrogó de nuevo el obispo. ―A los bastoncitos, monseñor, a los bastoncitos, véalos bien. Monseñor Echenegui cruzó la mirada con doña Agustina, que interpretando sus deseos intervino en su auxilio: ―Mira, hijita, ésta es la zona púbica de los varones y de las hembras. Fíjate que los pequeños no tienen pelitos en esa zona. Cuando los niños pasan a ser adolescentes le salen pelitos y el bastoncito va aumentando de tamaño hasta su completo desarrollo. María Teresa quedó unos instantes pensativa, y cuando se disponía a ir de nuevo a la carga con más preguntas, monseñor Echenegui, que ya no aguantaba un minuto más en la estancia, se dejó de medias tintas y, cortando secamente la conversación sin dar oportunidad a que la niña abriera la boca de nuevo, exclamó: ―¡Mira, jovencita! Como sigas con la preguntadera y no te estés alimentando con la comida que te ofrece tu madre, te va a salir el diablo esta noche botando candela por los ojos. ¡Ya basta de tonterías! Mañana amanecerás sin rastros de sangre y como ya dejaste de ser una chiquilla quiero que sepas que todos los meses te bajará sangre por… por… ―al llegar a este punto el obispo titubeó unos segundos, al no encontrar la palabra adecuada en el momento―, por el mismo sitio y con dolores en el vientre que se te quitarán igual que éstos que vienes sintiendo en estos días. Y no olvides ―continuó el monseñor―, que los viernes por la tarde son 18

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los días que te corresponden para confesión y las jovencitas muy preguntonas como tú pueden caer en pecado mortal. Sin dar oportunidad a réplica alguna y con un poco de mal talante, monseñor Echenegui giró media vuelta y con el cuadro a cuestas, acompañado por la Virreina, bajó lentamente por las escaleras, con un mamonazo en la cabeza que le hacía recordar su aparatosa caída y que el Virrey los estaba esperando desde hacía un buen rato en el salón. Si la situación le había sido incómoda con la niña, más incómodo se había sentido con las explicaciones que le dio al Virrey para justificar su caída y toda la peripecia en la que se vio envuelto para que su hija entendiera el origen del mal que la aquejaba, que por lo demás era un hecho biológico natural. Después de acompañar y despedir al obispo a las puertas del palacio, agradeciéndole en su nombre y en el de la Virreina su piadoso auxilio para con su hija, don Sebastián de la Hoz, frotándose el mentón, se dirigió a su esposa: ―¿Qué te parece, Agustina, los caminos de Dios y la manera tan peculiar de que se ha valido para orientar a nuestra inocente criatura? ―En eso mismo estaba yo pensando, mi querido ―respondió doña Agustina.

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n la Catedral de Lima se oficiaban cuatro misas al día, desde las seis de la mañana hasta las cuatro de la tarde, salvo los domingos, en que se oficiaban cinco, siendo la última a las seis de la tarde. De los cinco sacerdotes de parroquia tres pertenecían a la Catedral, incluyendo al obispo que se reservaba la celebración diaria de misa cantada en la última hora, siendo la de mayor solemnidad la del domingo con la participación de todos los sacerdotes oficiantes. Las confesiones de los indios y mestizos se realizaban todas las mañanas hasta las diez, y la de los nobles por la tarde a partir de las dos. Las confesiones virreinales eran tomadas por el obispo con horario flexible a voluntad de la familia, pero ya se había hecho costumbre que las del Virrey eran dos veces por semana en la mañana, las de la Virreina igual número de veces por la tarde y la de María Teresa era solo los viernes por la tarde. Dos días después de la visita del obispo Echenegui a palacio, María Teresa iniciaba su confesión haciendo la señal de la cruz. ―Ave María Purísima ―dijo con voz celestial la niña. ―Sin pecado concebido ―respondió el monseñor. ―Confieso que he pecado en pensamientos, palabras y obras ―dijo María Teresa haciendo una pausa. ―A ver hija, ¿qué pecados quieres confesarle hoy a Dios, Nuestro Señor? María Teresa, que recordaba vivamente la conversación que sostuvo con el obispo y con su madre, empezó diciendo tímidamente: ―Confieso a Dios que he desobedecido a mis padres, que me he comportado como una niña malcriada, que no he querido alimentarme bien, que… me distraigo en los rezos, que no le recé anoche al ángel de mi guarda porque me quedé dormida… y… y… ―Continúa, hija, continúa ―susurró el monseñor, esperando oír alguna confesión de lo ocurrido el día miércoles, con la ansiedad de un morboso detective que investiga en el alma de una niña. ―Y… y…, le pido perdón a Dios…, porque creía que me iba a morir desangrada. 21

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