Pinceladas de la Historia II

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Pinceladas de la Historia II Historias para quienes no les gusta la Historia Roberto Gómez-Portugal M.

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Índice

Página Introducción

i

Charles & Lucy

1

Un amor trágico

10

¡Ya no importa el dinero…!

17

El robo de Hawaii

28

En la cervecería

38

La Carambada

46

El muerto no estaba en casa

53

Por una manzana

61

Cinco de mayo

68

El cañón de Gonzales

78

¡Porque yo lo valgo...!

86

Los bandeirantes

94

¿Usted y quién más?

103

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Página El muro

113

La expropiación de la banca

125

El rey que perdió un zapato

136

México rojo

148

Venganza rusa

157

Veintitrés puñaladas

165

El coronel desobediente

178

Unser Kini

190

El final

204

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Introducción Escribí el primer tomo de Pinceladas de la historia hace varios años, pero no lo pude ver como libro hasta que Aurora Gómez Velarde me hizo el favor de formatearlo, acomodando cuadros y fotografías de manera atractiva a la vista. Aún así, no pude encontrar una editorial que quisiera correr el riesgo comercial de publicar el primer libro de un autor desconocido de modo que, para verlo impreso tuve que financiar yo mismo una pequeñísima edición que terminó en manos de amigos y familiares. El contar con un conjunto de lectores inclinados a la parcialidad hizo que Pinceladas I fuera juzgado con generosidad a pesar de sus fallas y la retroalimentación que recibí, amable y cordial, en lugar de hacerme desistir de mis esfuerzos como “cuentacuentos”, me hizo reincidir. Sigo convencido de que la Historia, lejos de ser un aburrido conjunto de datos, nombres y fechas, puede ser un fascinante recuento de hechos, unos trágicos, otros inesperados y extraños, otros incluso divertidos, pero siempre, siempre interesantes. Y que si los vemos como las acciones de personas de carne y hueso como nosotros mismos, seres vivos sujetos a emociones y miedos, víctimas de la ambición, de la lujuria y del engreimiento, capaces de equivocarse y tener que pagar caros sus errores -a veces con la vida misma- o bien de alcanzar la cumbre con osadía, llevados por pura suerte y buena fortuna, no tienen por qué parecer acciones ajenas o lejanas, sino actos de los que podríamos sentirnos testigos y quizás, llevados por la imaginación, protagonistas. En este segundo tomo de Pinceladas he querido corregir algunos de los errores más evidentes del primero, en donde varios pasajes, al releerlos, me parecieron excesivamente cortos y me dejaron un sentimiento de algo incompleto. Es verdad que la Historia es un proceso continuo y poner un principio y un final a un episodio a menudo lo encontré difícil, pues la vida siempre sigue y el relato podría también continuar, pero he buscado contar un suceso completo y detenerme en un punto lógico. i

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Al igual que en el primer tomo, mi intención es que puedas abrir el libro en cualquier página y leerlo en cualquier orden, o desorden. Las historias saltan en la geografía y en el tiempo sin ninguna limitación. Sin embargo, el rigor que me he impuesto es relatar Historia, no fantasías, ni cuentos, ni leyendas, por lo que he hecho mi mejor esfuerzo, documentándome en fuentes reconocidas y veraces. Claro que eso no garantiza nada, ya que no es raro encontrar opiniones divergentes sobre un mismo suceso, especialmente cuando los hechos han sido oscurecidos por el tiempo; cada quien tiene su versión de la verdad. Finalmente, creyendo, tal vez optimista o ingenuamente, que voy a lograr despertar tu interés con mi relato, al final de cada tema he añadido “Para saber más”, señalando allí los libros o fuentes en donde encontré lo que te cuento y donde, si quieres, podrás ampliar tu conocimiento del asunto. Gracias por leerme. Ojalá encuentres que no he desperdiciado tu tiempo. Roberto Gómez-Portugal México, DF 2014.

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Charles & Lucy Charles Stuart -su nombre se ha traducido al español como Carlos Estuardo- era apenas un muchacho de alrededor de veinte años cuando su padre, el rey de Inglaterra fue no sólo destronado sino juzgado por los revolucionarios, condenado a muerte y decapitado. Carlos y toda su familia tuvieron que salir huyendo de su nativa Inglaterra y refugiarse donde pudieran. Su madre, la reina Henriqueta Maria, era hermana del rey Luis XIII de Francia que acababa de morir, o sea que la pobre reina era tía del nuevo rey niño de Francia, Luis XIV, quien obviamente le dio acogida a su atribulada tía y a la más pequeña de sus hijas llamada también Henriqueta, una chiquilla más o menos de la edad del rey niño de Francia y de su hermano Felipe. La otra hermana de Carlos, María, se había casado años antes con el príncipe Guillermo de OrangeNassau, hijo y heredero del estatúder –o sea, el gobernante- de las Provincias Unidas de Holanda, de modo que el joven Carlos pudo refugiarse allí y encontrar una cálida acogida. Pero por mucho que hubiera cercanos vínculos de familia, los problemas de religión creaban dificultades e imponían diferencias a veces incompatibles e imposibles de conciliar. En efecto, Inglaterra profesaba la religión anglicana desde que Enrique VIII había roto con el papa y había inventado su propia Iglesia de Inglaterra de la que era cabeza el mismo rey. Sin embargo, los Stuart venían de Escocia donde la religión católica era aún dominante y en la misma Inglaterra y a pesar del tiempo transcurrido, las dos religiones, protestante y católica, coexistían con dificultad. Para hacer más difíciles las cosas, Francia era un bastión del catolicismo y la ahora viuda y destronada Henriqueta Maria era apasionada católica, a pesar de haber estado casada con el rey inglés, monarca de un país de la religión protestante. Y quienes les habían destronado, Cromwell y sus partidarios, no sólo eran protestantes anticatólicos sino puritanos extremistas. Las disputas entre católicos y protestantes tenían a toda Europa dividida y formando frágiles alianzas, basadas a veces en convicciones y a veces en inestables conveniencias. 1

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A Carlos la religión no parecía importarle mucho. Más le preocupaba hacer todo lo posible por recuperar el trono que le habían arrebatado a su padre y aunque sus partidarios reconocían a Carlos como rey legítimo aunque estuviera en el exilio, eso de no tener casa ni dinero le obligaba a pasar temporadas ¿Qué era el Estatúder de Holanda? en las diferentes Estatúder, en holandés, stadhouder, significa cortes en donde era literalmente 'lugarteniente' y era un cargo político acogido, pidiendo no de las antiguas provincias del norte de los Países sólo albergue, sino Bajos, que conllevaba funciones ejecutivas y de gobierno. Cuando se unificaron todas las provincias dinero, soldados y (Unión de Utrecht) el puesto se convirtió en el todo tipo de apoyo cargo supremo: el de Estatúder y Capitán General militar, económico, de las Provincias Unidas de los Países Bajos, que diplomático o lo que sólo rendía cuentas ante los Estados Generales. siempre fuera, Su función era dirigir la política y las actividades militares de las provincias neerlandesas. A partir de intentando recuperar 1747, el cargo se convirtió en hereditario. su reino. Pero a pesar de tantas presiones y dificultades, el carácter de Carlos no se amargaba. Todo lo contrario. Carlos era un muchacho alegre y despreocupado. Sin ser guapo, tenia un porte elegante y su gran estatura y su largo cabello, oscuro y rizado, lo hacían parecer muy atractivo. Lo de ser pobre no ayudaba, pero ser rey, aunque fuera sólo nominalmente, en algo compensaba y Carlos tuvo siempre mucho éxito con las damas. La primera de sus amores fue Lucy Walter -aunque hay quien afirma que su apellido era Waters. Sea como fuere, Lucy era una hermosa morena cuya familia, de la pequeña nobleza de Gales y partidarios del rey, vio como las tropas revolucionarias quemaban la mansión familiar del castillo de Roch y ponían a todos a huir y a luchar por sus vidas como pudieran. Lucy se hizo amante de un joven militar cromweliano pero pronto lo dejó pues se “ligó” a un caballero realista de apellido Sydney y luego al hermano de éste, el coronel Robert Sydney. Fue Robert quien llevó a Lucy a La Haya, en Holanda, donde el joven príncipe-en-el-exilio había creado una pequeña corte donde se refugiaban él y sus partidarios. Lucy se las ingenió para tropezarse con el alegre Carlos y la belleza de Lucy y las hormonas de ambos hicieron que el tropiezo terminara en la cama y se convirtiera en una relación estable. Carlos, en un tono bromista, 2

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le dijo al coronel Sydney que, como buen militar que éste era, debía saber cuando retirarse. Sydney, prudente y divertido, así lo hizo. Al poco tiempo, los amorosos retozos de Carlos y Lucy dieron por resultado un hermoso niño, a quien el exiliado príncipe gustoso reconoció. Le pusieron por nombre James y en familia de decían cariñosamente Jemmy. Pero Carlos seguía sin poder recuperar su trono y aunque en 1649 sus partidarios en Jersey lo proclamaron rey como Carlos II, la realidad es que sólo había pasado de ser príncipe-en-el-exilio a rey-enel-exilio, y seguía tan pobre y tan carente de elementos para alcanzar su trono como antes. Seguía teniendo que ir por Esta retrato, supuestamente de Lucy Europa de corte en corte, Walter, sigue siendo propiedad de los buscando aliados y descendientes del duque de Buccleuch, es decir, de “Jemmy”. seguidores. Entretanto, la cama de Lucy se enfriaba y había que mantener llena la alacena, por lo que al poco tiempo Lucy se hizo amante de sir Henry Bennet, un apuesto caballero inglés al servicio del duque de York, es decir de James, el hermano menor de Carlos, que, naturalmente, también andaba huyendo y arreglándoselas como podía. Los amores de Lucy con Henry Bennet dieron, a su debido tiempo, como fruto una hermosa niña a quien le pusieron Mary y que comenzó a crecer como hermanita de Jemmy. De hecho, en aquel grupo de exiliados ingleses todo mundo sabía que Lucy era la mujer de Carlos y muchos suponían que Mary era también hija del exiliado rey. Incluso corrió el rumor de que Carlos y Lucy se habían casado en secreto, pero como andarse exhibiendo como la 3

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señora Stuart no era buena idea y podía ser incluso peligroso, Lucy decidió hacerse llamar mistress Barlow. Eso de que sus amantes formaran parte de un grupo de ingleses en el exilio, que andaban siempre a salto de mata, pobres y “arrimados” comenzaba a cansar a Lucy, Ella tomó la decisión de regresar a Londres, a ver si allí la fortuna le sonreía un poco más. ¡Tremendo error! Como su relación con Carlos era bien conocida, los cromwelianos inmediatamente la apresaron y la encerraron en la Torre, con todo y sus hijitos y su fiel sirvienta Ann. Como entre sus posesiones encontraron un escrito de Carlos en donde le prometía pagarle una pensión de 400 libras anuales, la tacharon de espía en beneficio del exiliado rey y hubo un escándalo mayúsculo. A Lucy la prisión le sentó muy mal, acostumbradas como estaban sus carnes a mejores tratos y su salud se desmejoró mucho, a pesar de los amorosos y dedicados cuidados que le prodigaba Ann. Para su fortuna, los cromwelianos se dieron cuenta de que Lucy no era ninguna espía y de que no representaba ninguna amenaza para el régimen republicano y decidieron deportarla de regreso a Holanda, no sin antes exhibirla como la despechada amante y ejemplo de la decadencia moral que representaba Carlos y el régimen monárquico que aún muchos apoyaban.

Retrato de Carlos II pintado por Philippe de Champaigne en 1653, es decir, cuando estaba aún en el exilio.

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De Holanda Lucy se mudó pronto a París y allí trató de abrirse camino, explotando los únicos recursos que tenía: su belleza, su simpatía y su cuerpo. Pero su salud se siguió deteriorando rápidamente y falleció, dejando a la pobre Ann con los dos hermosos chiquillos, Jemmy y Mary. Ann, que era una chica rústica y falta de recursos pero no de talento, se las ingenió para informarse dónde estaba Carlos y lo localizó en Bruselas. Hasta

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allí fue Ann a llevarle a los niños junto con la noticia de la muerte de Lucy. Carlos lamentó sinceramente el fallecimiento de su amante, a quien le tenía un afecto singular, aunque naturalmente ya la había ido sustituyendo no con una sino con una serie de complacientes mujeres con quienes compartir sus tristezas y ocasionales alegrías. Por mucho que un rey en el exilio no pudiera dar recompensas muy generosas, Ann se postró a los pies de Carlos, agradecida, y recibió gustosa la bolsa que le tendió, mientras ella bañaba de lágrimas y de besos la mano del rey. Carlos, que nunca supo muy bien para qué servían las lágrimas de las mujeres, la despachó y no se volvió a saber de la fiel sirvienta. Carlos llamó entonces a uno de sus partidarios, el viejo Lord Crofts, hacia quien sentía un afectuoso respeto y le dijo, con la alegre simpatía que era parte de su personalidad. -Milord, me alegra comunicaros que hoy habéis adquirido un hijo. Os ruego y os ordeno que acojáis a vuestro cuidado a mi hijo James y lo hagáis parte de vuestra casa. Lord Crofts inclinó, obediente, la cabeza, consciente del honor que eso significaba. -Os lo agradezco con toda el alma –dijo Carlos. Se que mi hijo no podría estar en mejor cuidado. Y creo también que será mejor que de ahora en adelante se le conozca como James Crofts. Y así fue como el pequeño Jemmy fue encomendado a Lord Crofts para hacer de él un caballero de calidad. Restaba, sin embargo, qué hacer con Mary. Carlos sentía simpatía por la chiquilla pero, a final de cuentas, no era su hija. Mandó entonces llamar a Sir Henry Bennet y cuando lo tuvo enfrente le dijo, -Henry, ¿que pensáis hacer con vuestra pequeña bastarda? Henry sólo supo esbozar un gesto de duda por toda respuesta. 5

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-Acabo de encomendar a mi hijo James al cuidado de un noble caballero que velará por su educación y su futuro. Deberíais preocuparos también un poco por vuestra hija. -Majestad, atinó por fin a responder sir Henry. El pequeño es el bastardo de un rey, en tanto que mi hija es sólo bastarda de un pobre caballero. ¡Pobre Mary! Y pensar que todos la tomaban por hermanita de Jemmy. Ambos han gozado siempre del amor de su madre y del orgullo de sentirse hijos de un rey. ¡Cómo sufrirá cuando la separen del chiquillo con quien ha compartido sus juegos! -¿Estáis acaso insinuando que debo encargarme del cuidado de vuestra hija? -Señor, ¿qué más da una pequeña niña…? -¡Que insolencia, sir Henry! ¡Qué descaro! No sólo me habéis robado la mujer y le habéis hecho una hija, sino que ahora pretendéis que yo me haga cargo de ella! ¡Qué falta de vergüenza! -Majestad, respondió sir Henry, agachando la cabeza pero levantando temeroso la mirada. -No es falta de vergüenza, señor, ¡es falta de dinero! Carlos no pudo seguir manteniendo el gesto de seriedad y enojo que había querido imprimirle a la conversación. La cara compungida de Henry casi le hizo soltar una sonrisa. Pero se controló y dijo, tratando de sonar formal y severo: -Marchaos pronto de aquí, Henry. ¡Fuera de mi presencia, antes de que me arrepienta y castigue vuestra insolencia! Pero fue Carlos quien abandonó el salón antes de que se le escapara una risotada. ¡Que más daba una niña! La pobre de Lucy podía descansar en paz, sabiendo que sus chiquillos, los dos, estarían bien atendidos en la mansión de Lord Crofts. Habían pasado ya dos años desde la muerte de Oliver Cromwell, 6

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quien había gobernado Inglaterra durante casi una década como Lord Protector y como auténtico rey, imponiendo un opresivo regimen puritano en donde todo estaba prohibido. La tradicional alegría de Londres, los bailes y las celebraciones callejeras habían desaparecido y hasta los festejos de Navidad habían sido declarados prohibidos y sustituidos por aburridas ceremonias de perdón y de expiación. Los ingleses se estaban cansando. A Cromwell le sucedió su hijo, Richard Cromwell, y aunque heredó de su padre el título de Lord Protector, no recibió de éste ni el carisma ni el don de mando que poseía Oliver, y que le hacia arrastrar multitudes y ejércitos, a pesar de su ideas radicales. Cromwell hijo abdicó en 1659 y el concepto de Protectorado quedó abolido, sobreviniendo un período de inestabilidad política y civil. Fue entonces cuando el gobernador de Escocia, George Monk, un experimentado militar que había servido bien a Cromwell pero que se había hartado del mal gobierno de los parlamentarios, decidió que “un rey sería tal vez mejor que un protector” y que él, Monk, estaría dispuesto a apoyar a “ese príncipe moreno” a recuperar el trono de su padre. Se disolvió el Parlamento y la nueva asamblea estaba ya dominada por la facción realista. Mediante la Declaración de Breda, Carlos aceptaba perdonar a muchos de los que habían destronado a su padre y, en consecuencia el parlamento lo investía como legítimo soberano. Carlos partió hacia Inglaterra, desembarcó en Dover y llegó a Londres el 29 de mayo de 1660, justo el día de su cumpleaños Catalina de Braganza, reina de número treinta. A pesar de la Inglaterra. aministía que había decretado para los seguidores de Cromwell, Carlos no perdonó a los jueces y autoridades que directamente habían participado en la ejecución de su padre. A algunos los hizo ejecutar y a otros los apresó con cadena 7

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perpetua. En cuanto a Oliver Cromwell y a sus cercanísimos colaboradores Henry Ireton, su yerno y John Bradshaw, juez principal en el proceso contra el rey Carlos I, que ya habían fallecido, los hizo exhumar y ejecutar de manera póstuma. Quizá concientizado por todas las vicisitudes que tuvo que sufrir a lo largo de los diez años que duró su exilio y su peregrinar hasta recuperar el trono, Carlos fue un monarca muy consciente de la realidad, de sus limitaciones y, en consecuencia, siempre dispuesto a negociar y a encontrar soluciones por la via del acuerdo, todo lo contrario a como había actuado su padre. Se casó, por razones de conveniencia política, El nombre de James se repite frecuentemente con Catalina de entre los miembros de la familia Stuart. Acepto Braganza, una princesa que los historiadores hayan traducido el portuguesa, católica y apellido a Estuardo en español, pero nunca he muy poco agraciada, que entendido por qué escogieron traducir el nunca pudo darle un nombre de James como Jacobo. Creo que lo correcto sería llamarlo Jaime, pues en inglés el heredero vivo, pues todos nombre que llevaban era James y no Jacob. su embarazos terminaron Pero, en fín, así han pasado a la historia y en en abortos. Carlos insitió las listas de reyes ingleses los James en que la reina fuera aparecen como Jacobos, y no como Jaimes. tratada con el debido respeto y rehusó divorciarse de ella, cosa que hubiera podido hacer para buscar un heredero legítimo. No obstante, eso no le privó de buscar la alegría en sus múltiples amantes, que le dieron una infinidad de hijos e hijas. A final de cuentas, reconoció públicamente a 14 de sus hijos bastardos a quienes dotó de señoríos, ducados y condados. A su muerte, ocurrida inesperadamente en 1685, le sucedió su hermano James, quien gobernó como Jacobo II. ¿Jaime o Jacobo?

Para saber más:  The Wandering Prince -Jean Plaidy  A Health unto his Majesty -Jean Plaidy  Here Lies our Sovereign Lord -Jean Plaidy  Restoration: Charles II -Tim Harris

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Sus amantes y sus hijos e hijas. Margaret de Carteret - James Carteret –sacerdote jesuita. Algunos historiadores atribuyen a Carlos la paternidad de este individuo, en tanto que otros rechazan los documentos como apócrifos. Lucy Walter o Waters - James Crofts, duque de Monmouth (Inglaterra) y duque de Buccleuch (Escocia) - Mary Crofts –no reconocida por el rey, pues su paternidad se atribuye a Henry Bennet Elizabeth Killigrew, vizcondesa de Shannon - Charlotte Jemima Henrietta Maria Fitz Roy, casada primero con James Howard y después con William Paston, conde de Yarmouth. Catherine Pegge, Lady Greene - Charles FitzCharles, conocido como "Don Carlo", conde de Plymouth - Catherine FitzCharles, murió joven o profesó como monja en Dunkirk. Barbara Villiers, esposa de Roger Palmer, conde de Castlemaine. Ella fue nombrada Duquesa de Cleveland. - Anne Palmer Fitzroy, casada con Thomas Lennard. - Charles Palmer Fitzroy, duque de Southampton, y después duque de Cleveland - Henry Fitzroy, duque de Euston y duque de Grafton(1675), ascendiente directo de Diana, la Princesa de Gales. - Charlotte Fitzroy, casada con Edward Lee, conde de Lichfield - George Fitzroy, duque de Northumberland - Barbara (Benedicta) Fitzroy, probablemente hija de John Churchill, duque de Marlborough, que fue otro de los muchos amantes de la duquesa de Cleveland. Carlos II nunca reconoció a Barbara como su hija. Eleonor “Nell” Gwyn” - Charles Beauclerk, duque de St Albans(1670–1726), - James, Lord Beauclerk Louise Renée de Penancoët de Kérouaille, duquesa de Porthsmouth - Charles Lennox, duque de Richmond (Inglaterra) y duque de Lennox (Escocia). Ascendiente directo de Diana, princesa de Gales, Camilla, duquesa de Cornwall y Sarah, duquesa de York Mary 'Moll' Davis, célebre actriz y cantante -

Lady Mary Tudor, casada con Edward Radclyffe, conde de Derwentwater, después con Henry Graham y más tarde con James Rooke.

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Un amor trágico En la convulsa península ibérica del siglo XIV, donde se entremezclaban las alianzas y los parentescos entre leoneses, castellanos, portugueses, príncipes, caballeros y reyes, nació, en una localidad de Galicia, la bellísima Inés de Castro. Inés fue fruto de los amores ilícitos de don Pedro Fernández de Castro, un gran héroe y guerrero que pertenecía a una de las familias más antiguas e ilustres de Galicia, y de Aldonza Lorenzo de Valladares. Aunque bastarda, la importancia de su padre y sus medios-hermanos la investía de estatura y de calidad. Pasada su niñez, la mandaron a vivir con su tío, el infante don Juan Manuel, duque de Peñafiel, y al lado de su prima, la pequeña Constanza, a quien Inés le llevaba un par de añitos. El tiempo pasaba y la joven Inés iba creciendo en estatura y en belleza. Ella tenía unos dieciséis y su tío tal vez cuarenta y cinco, de modo que de la familiaridad a la lujuria y a la pasión hubo pocos pasos e Inés tuvo amoríos con su tío el infante. En esa pequeña corte regional, como en todas, se tejían alianzas y acuerdos. A la primita de Inés, Constanza, la prometen sus padres con el rey castellano Inés de Castro Alfonso XI, pero el matrimonio no se consuma y a la doncella la regresan a su casa, sana y salva, pero con cierto oprobio para su padres, que buscarían pronto otra nueva alianza. Similarmente, al hijo del rey de Portugal, el infante don Pedro, también se le había malogrado el intento de matrimonio. La hijita del rey de Aragón con quien le habían arreglado casarse resultó una chiquilla enclenque y enfermiza que tuvo que regresarse a casa de sus padres. 10

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Se arregla entonces el matrimonio de la pequeña Constanza con el príncipe portugués don Pedro y en la comitiva parte la hermosa Inés, como dama de compañía de su prima. De momento, don Pedro está encantado con su nueva esposa, pero no deja de mirar anheloso a esa dama de compañía con cuello de cisne, ojos de verdes pupilas, largas piernas y cabellos ondulantes, que ya es mujer por encima de sus pocos años. ¡Y pasa lo que ha de pasar! Las relaciones entre el infante y doña Inés pronto son conocidas en todo el reino y hasta más allá de las fronteras portuguesas. En tanto, la sumisa Constanza calla y se limita a parir los hijos que de ella se esperan: primero una niña y luego un enfermizo principito a quien llamarán Fernando. El tercero, Luis, muere a los pocos días de nacido. Por su parte, Inés le da a Pedro cuatro retoños, y aunque el primero muere al poco tiempo, Beatriz, Juan y Dionisio crecen sanísimos en la casa donde Inés se ha instalado, en la ciudad de Coimbra. El padre de Pedro, Alfonso IV, ve con preocupación no sólo el amor que Pedro le tiene a Inés, a quien el rey considera sólo una puta, sino la influencia que ella tiene sobre el príncipe y la fuerza de toda la familia de Castro. Cuando Constanza, la esposa legítima, muere a consecuencia de un parto, la situación se agrava, pues el rey teme que Pedro quiera casarse con Inés, legitimar a sus hijos y así alejar del trono al debilucho de Fernandito. Peor aún, las mentes aceleradas de sus más Don Pedro I, rey de Portugal cercanos consejeros suponen que los hermanos de Inés, Fernando de Castro y Álvaro Pires de Castro planean asesinar al pequeño Fernando y hasta se habla de que hay intentos de unificar el reino de Portugal con el de Castilla. 11

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Incluso le recuerdan a don Alfonso los angustiosos momentos que él mismo pasó cuando su padre, el rey don Dionisio, parecía tener preferencia por poner en el trono a su hijo natural, don Alfonso Sánchez, en vez de al heredero legítimo. Se reúne el Consejo y el atribulado rey quiere oír todas las opiniones. Pero sus asesores coinciden en una sola alternativa: hay que matar a Inés de Castro, y en medio de lágrimas y de emociones argumentan que la “razón de Estado” lo exige. Deciden cometer la terrible atrocidad cuando el infante don Pedro se encuentre de cacería. Son tres los instigadores del crimen: Álvaro Gonçalves, Pedro Coelho y Diego López Pacheco. Cuando la oportunidad se presenta, el rey va al palacio de Santa Clara, en Coimbra, donde habita Inés con sus hijos. Queriendo darle un toque de legalidad al asesinato, el rey va acompañado del Justicia Mayor, quien lee a Inés la orden donde “se condena a doña Inés de Castro a ser degollada por el verdugo”. La bella mujer, rodeada de sus hijos, se arrodilla ante el rey preguntando qué ha hecho ella para merecer ese castigo y, llorando, pide clemencia al monarca para ella y La muerte de Inés de Castro, en una pintura del para sus hijos, artista ruso Karl Briullov nietos mismos que son del rey. Don Alfonso se conmueve ante la terrible escena y se retira, decidido a revocar la condena. Pero sus consejeros, que han permanecido afuera, se lo reprochan y lo empujan a ejecutar lo acordado. El rey sale atropelladamente y les dice “Haced lo que os plazca”. Los verdugos entran a la estancia y comienzan a apuñalar a Inés, ante la mirada atónita de sus hijos. Como la pobre mujer se defiende, la arrastran por los cabellos hasta el jardín mientras ella 12

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sigue luchando por su vida. Siguen apuñalándola los torpes asesinos, mientras ella grita y trata de librarse, hasta que uno de los hombres la hiere en ese “colo de garça” –ese cuello de cisne que mencionan quienes hablan de su belleza. Inés muere por fin, ahogada en su propia sangre que bulle de su garganta cercenada. Los asesinos montan en su caballos y huyen cobardemente, dejando el cadáver abandonado en el jardín de la casa, llamada, por cierto Quinta das Lágrimas. Algún servidor fiel del infante don Pedro sale a caballo a informarle de lo ocurrido y Pedro, reventando su montura con las espuelas y seguido por sus compañeros de caza, llega al palacio de Santa Clara donde yace muerta Inés, todavía rodeada de sus hijos, transidos de espanto y mojados por lágrimas que no cesan. Pedro está por volverse loco. Su padre, que permitió tamaño ultraje, ya no es su padre, grita el atribulado infante. ¡Ahora es su peor enemigo! Pedro no tarda en reunir a sus partidarios y a todas sus fuerzas, que no son pocas y se desata la guerra entre padre e hijo, dividiendo las lealtades y sumiendo al reino en la guerra civil. Pedro quiere arrasarlo todo, el reino entero si es preciso, pero las fuerzas de ambos bandos están equilibradas y el resultado es incierto. Cuando don Pedro entra a Oporto con sus huestes para apoderarse de la ciudad, sale a su encuentro el fiel Gonzalo Pereira, obispo de Braga, quien lo acorrala, le hace ver que quien sufre es el pueblo y lo obliga a hacer la paz con su padre. Pedro cede, pero le imponen como condición el perdonar, bajo juramento, a los asesinos de Inés. La rabia y el deseo de venganza corroen sus entrañas, pero no tiene alternativa. Jura ante Dios y bajo palabra de honor. Regresa la paz y el reino se entrega al trabajo, pero rey y príncipe, padre e hijo, son como dos leones encadenados; uno, rumiando su venganza, el otro, temiendo el ataque. El tiempo pasa y el viejo león ya se muere, de vejez, de remordimiento, de vergüenza y sabe muy bien que el hijo desatará su ira independientemente de lo jurado. “Huid”, dice a sus fieles. “Huid tan pronto y tan lejos como podáis. No espereis a que yo muera. ¡Huid pronto y salváos!” Alfonso muere y Pedro asume el poder. 13

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En Castilla reina otro Pedro, apodado nada menos que “el cruel”. El portugués y el castellano no se llevan nada bien, y bajo la premisa de que “los enemigos de mi enemigo son mis amigos”, Pedro el de Castilla acoge a los asesinos de Inés de Castro. Pero el infante portugués –ahora rey- descubre que en su reino se encuentran tres caballeros huídos de la ira del rey castellano y le propone un canje. Los tres caballeros castellanos por los tres verdugos portugueses. Pedro Coelho, Álvaro Gonçalves y Diego López Pacheco son conducidos bajo pesada escolta a Portugal. No se sabe cómo, pero Diego López Pacheco consigue escapar, refugiándose primero en Aragón y huyendo luego a Francia. Los otros dos no tuvieron tanta suerte. El rey portugués los somete a indecibles torturas, cuidando siempre de conservarlos vivos. Finalmente y después de varios días de suplicio, tiene lugar el acto final de su venganza, en el palacio de Santarem y en presencia de infinidad de sus cortesanos. Don Pedro mandó amarrar a las dos víctimas a sendos postes donde siguieron siendo torturados hasta que finalmente ordena el rey arrancarles el corazón aún palpitante, aún en vida, mientras él observa. A Gonçalves lo abre el verdugo por la espalda y a Coelho por el pecho. Saciada su sed de sangre y de venganza, Pedro hace, en presencia de toda la corte, la famosa declaración de Cantanhede, jurando que un año antes de la muerte de Inés ambos se había casado en secreto. De esta forma, da a Inés el rango de reina y legitimiza a sus hijos. Después ordena que los restos de Inés, inhumados apresuradamente en el monasterio de Santa Clara en Coimbra, sean trasladados con pompa y ceremonia hasta Alcobaça, a la abadía cisterciense donde descansarán para siempre. El fúnebre cortejo, donde van prelados y cortesanos con ropas de luto, es encabezado por el propio Pedro, gritando a voz en cuello y con adolorido tono “¡Es la reina! ¡Es la reina de Portugal!” El pueblo llano sale de sus casas para llorar y rezar por la difunta.

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En Alcobaça ordena erigir el túmulo mortuorio más hermoso que las manos de artistas puedan esculpir en el mármol blanco de la pureza. Allí descansará la reina. Pero antes, falta un requisito por cumplir. Pedro ordena que el cadáver de Inés sea extraído del ataúd y vestido con los ropajes propios de su rango, incluyendo el manto real y la corona enjoyada. La hace sentar en un trono y el propio rey se coloca en otro a su lado. Toda la corte allí reunida se debate entre el asombro y la repugnancia, entre la admiración que despierta el amor inconmensurable de su rey hacia Inés y la pestilente atmósfera que impera en la aglomerada sala. Es entonces cuando el rey ordena: -“Rendid homenaje a vuestra reina y besad su mano, en señal de fidelidad y de vasallaje!”

El cadaver de Inés, vestido con ropajes de reina y sentada en el trono, para recibir el homenaje de la nobleza.

Pasa el tiempo y el rey envejece. Tiene cuarenta y siete años en 1367 y lleva diez en el trono. No ha dejado de visitar Alcobaça y mantiene bajo pago a los capellanes para que oficien misa diariamente. Antes de morir dispone que se construya otro túmulo 15

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morturio, gemelo al de su amada y justo enfrente, donde él sea enterrado al fallecer. -El día del juicio final”, dice con voz cansada, “cuando todos los muertos nos levantemos del sepulcro, lo primero que he de ver será el rostro de Inés, frente a mí”.

Los sepulcros de Pedro e Inés, uno frente al otro, en el monasterio de Alcobaça.

Para saber más:  La verdadera historia de Inés de Castro –Bernardo María de la Cerda  Os Lusíadas –Luis de Camoēs  Reinar después de morir –Luis Vélez de Guevara

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¡Ya no importa el dinero…! En los últimos meses de la primera guerra mundial Alemania estaba al borde del colapso militar y económico. El alto mando reconoció la inutilidad de continuar la guerra y pidieron el armisticio pero de alguna manera los jefes militares se las ingeniaron para dar la impresión de que eran los políticos los que habían querido la rendición, sin que el ejército hubiera sido verdaderamente derrotado. Mientras la población e incluso las tropas, desesperanzadas y agotadas, esperaban el armisticio, empezaron a ocurrir muchas cosas En el puerto de Kiel los marineros se amotinaron y la manifestación se convirtió en una revuelta general que fue reprimida de manera rápida y violenta. Pero el motín de Kiel sirvió para encender la revolución en el resto de Alemania. En Brunswick los obreros y soldados tomaron por asalto las cárceles, obligaron a dimitir al Gran Duque (que fungía como gobernador de la provincia) y proclamaron la República Socialista de Brunswick. Similarmente, en Munich el agitador socialista Kurt Eisner constituyó un consejo de obreros, soldados y campesinos y proclamó la República de Baviera. El rey Luis III huyó y así terminó el gobierno de la dinastía Wittelsbach, que había reinado en Baviera durante más de 700 años. En Berlín, Philipp Scheidemann, exministro imperial proclamó también, desde el Reichstag, la república de Berlín. El Imperio Alemán se desmoronaba. Se formó un Gobierno Provisional en donde las tres corrientes, social-demócratas, socialistas independientes y los radicales de la Liga Espartaquista, alcanzaron un precario y peligroso equilibrio, en el que coexistían difícilmente los políticos tradicionales con los representantes de los consejos populares. Las repúblicas recién proclamadas duraron sólo unos días y desaparecieron con la misma velocidad con que habían surgido. El kaiser Guillermo II ya había abdicado y al día siguiente se firmó el armisticio de Compiègne, imponiendo los aliados los 14 puntos de Wilson.

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Los socialdemócratas empiezan a ganar primacía y dominan el Consejo Provisional, luego el Congreso Pan-Alemán, del que se deriva la convocatoria a elecciones para una Asamblea Nacional Constituyente. A pesar de sus acciones desesperadas, los espartaquistas pierden fuerza, igual que los socialistas independientes quienes adoptan posturas conciliatorias que no dejan contentos a nadie y los hacen debilitarse. Los radicales como Karl Liebknecht y Rosa Luxemburg, espartaquistas, incitan a los obreros a tomar las armas y ante esa violencia el ministro de defensa Gustav Noske echa mano de los Freikorps, unos grupos de choque paramilitares y antirrepublicanos, para acabar con los levantamientos, cosa que consigue con mucha violencia y muchos muertos. Es en esos momentos de caos y violencia cuando se constituye el Partido Obrero Alemán, un partido pequeño de ideas mal definidas al que se une Adolfo Hitler en octubre de 1919 y que más tarde se convertirá en el Partido Nacional Socialista Alemán de los Trabajadores. A pesar de la represión que hace el gobierno mediante los Freikorps, la guerra civil continúa en partes del país. No obstante, la Asamblea Constituyente lograr reunirse y hacer su trabajo, que es proclamar la Constitución de Weimar, llamada así por la ciudad donde se reúne la Asamblea. Friedrich Ebert resulta electo presidente de la república y Scheidemann, jefe de gobierno. Aunque parece que los socialdemócratas han triunfado, la verdad es que sólo logran la victoria gracias al apoyo de los ultranacionalistas de extrema derecha, que se van fortaleciendo cada día, particularmente los más exaltados, como Hitler y Ludendorff. La Constitución de Weimar, creada con el deseo de concordia y conciliación, termina siendo un documento lleno de indefinición y ambigüedad con el cual es muy difícil gobernar. El régimen de Ebert carece, además, de apoyo popular, pues ningún sector se siente satisfecho con lo logrado. La reforma agraria no mejora las condiciones de vida en el campo ni cambia la estructura de la 18

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propiedad. Los Freikorps, que no son sino bandas armadas de oficiales despedidos del antiguo ejército imperial y de soldados desmovilizados que no quieren regresar a la vida civil, funcionan como saqueadores y chantajistas violentos. Incapaz de disolverlas, el gobierno termina por incorporarlas al Reichswehr, es decir, al ejército regular, y el resultado es un ejército rapaz, independiente y casi incontrolable, que alimenta su aureola de invencibilidad y acusa al gobierno civil de traidor por aceptar el Tratado de Versalles que le imponen los que ganaron la guerra. El Tratado de Versalles es muy duro. Obliga a Alemania a desarmarse, a hacer importantes concesiones territoriales y a pagar fuertes indemnizaciones a los países vencedores. La mesa está servida para que la república de Weimar lidie con crisis política, crisis financiera, tremendas indemnizaciones de guerra, intentos golpistas, huelgas y separatismos. Además, los partidos radicales de oposición alimentan la hostilidad de la opinión pública con el tema de las reparaciones de guerra a los vencedores y las pérdidas territoriales. Va naciendo el nacional-socialismo.

Marineros alemanes de Kiel, sublevados en el buque Prinzregent Luitpold, noviembre de 1918. 19

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La invasión francesa del Ruhr En 1923 se efectuó en Londres la cuarta reunión de la Comisión de Reparaciones de Guerra en donde los aliados iban a considerar otorgar o no a Alemania una moratoria en el pago de las indemnizaciones a los vencedores. El presidente francés Poincaré anunció con fuerza que “pase lo que pase, yo avanzaré sobre el Ruhr el 15 de enero”. Sir Eric Geddes, ministro del gabinete inglés, hizo un comentario que pasaría a la historia: “Vamos a exprimir a Alemania como un limón, sacándole todo el jugo hasta que las semillas truenen.” Pero hay quienes afirman que sir Geddes se refería a la actitud de Francia y no a lo que querían los británicos. Probablemente así era, pues el Primer Ministro inglés Lloyd George había declarado unas semanas antes, con referencia a los planes de Poincaré: “…demuestran una absoluta y total incapacidad para entender las más elementales condiciones bajo las que un país puede hacer pagos a otro. Parece más bien un siniestro propósito para generar una bancarrota que justifique la invasión de los campos mineros de Westphalia, con la intención ulterior de arrancárselos al territorio alemán.” Por otra parte, los británicos estaban tratando de convencer a la Comisión de Reparaciones de Guerra de que no tenía ningún sentido acumular miles y miles de millardos de marcos alemanes, pues literalmente no valían nada. No había manera legal de detener a Poincaré y a pesar de los esfuerzos británicos, el 9 de enero de 1923 los representantes belgas, franceses e italianos de la Comisión de Reparaciones de Guerra, con la notable abstención de Inglaterra, votaron que Alemania había “incurrido voluntariamente en falta grave en las entregas de carbón y madera, según los términos del tratado de paz.” El 11 de enero Poincaré despachó a una comisión de ingenieros al Ruhr con el propósito de “asegurar las entregas” y acompañada de numerosas tropas, cuya misión explícita era “proteger a la comisión técnica y asegurar la ejecución de sus objetivos”. La expresión utilizada por los franceses era “sacudir a Alemania para que entre en razón” y pague lo que debe. El Primer Ministro británico siguió expresando privada y públicamente que “ese acto de agresión militar contra una nación desarmada no tiene justificación y puede resultar contraproducente”. El resultado que tuvo sería de consecuencias a largo plazo: convencer a los alemanes de que tenían que rearmarse a la primera oportunidad.

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Para 1923, Alemania se retrasa un poco en el pago de las indemnizaciones de guerra y Francia invade militarmente la cuenca del Ruhr para cobrarse “a lo chino” con el carbón de esa región. El banco central alemán, el Reichsbank, que desde que estalló la guerra en 1914 había suspendido la convertibilidad del marco en oro, se pone simplemente a imprimir papel moneda en grandes cantidades. Antes de la guerra, un dólar estadounidense equivalía más o menos a 4 marcos. En 1919 el cambio es ya de 8.9 por cada dólar. A principios de 1922 ya costaba 37 marcos y para diciembre de ese año el dólar valía 7,600 marcos. Para entonces, la mayoría de la gente había perdido sus ahorros, El presidente francés Raymond pues lo que había guardado con el Poincaré esfuerzo de toda una vida apenas servía ahora para comprar la comida de un par de días. La recaudación de impuestos se hundió, pues los contribuyentes se dieron cuenta que simplemente con retrasar el pago de sus impuestos, al seguir creciendo la inflación, las cantidades a pagar se volvían insignificantes. El gobierno, cada vez con menos ingresos, no tenía otra forma de financiarse más que imprimiendo más billetes. En enero de 1923 ya el dólar costaba 18 mil marcos y para julio valía 350 mil; un millón para principios de agosto y 160 millones de marcos por un dólar a finales de septiembre. Empiezan a ocurrir cosas graciosas, si no fueran tan trágicas. La gente tiene que utilizar costales, canastas o maletas para transportar el dinero cuando sale de compras Se dan incidentes de personas a quienes, en un descuido, les roban la canasta o la maleta, pero les dejan los fajos de billetes en el suelo. Los trabajadores reclaman su pago no al final del mes ni de la semana, ni siquiera al final de día, sino al inicio de la jornada de trabajo, para poder entregarlo a sus familias quienes se van a gastarlo de inmediato, pues si se esperan al 21

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final del día para hacer las compras, los precios ya habrán subido. Los restaurantes exigen al los clientes pagar su consumo en el momento de ordenarlo, pues para cuando hayan terminado de comer, la taza de café que piensan tomarse habrá pasado de costar cinco millones de marcos a diez.

Hemingway en Alemania El que después sería famoso escritor, Ernest Hemingway, trabajada como corresponsal del Toronto Daily Star en aquellos días de 1922. Cruzó la frontera desde Francia hacia Alemania, y esto es lo que nos relata: “No pudimos conseguir marcos en Estrasburgo, porque el tipo de cambio creciente había dejado secas las ventanillas de los bancos. Así que cambiamos algo de dinero francés en la estación de trenes de Kiel. Por 10 francos me dieron 670 marcos. Diez francos eran entonces menos de un dólar canadiense, unos 90 centavos. Esa cantidad nos alcanzó a mi esposa y a mí para hacer compras en Alemania durante todo el día y al final de la tarde todavía nos quedaban 120 marcos. La primera compra que hicimos había sido en un puesto de fruta donde escogimos cinco hermosas manzanas y le dí a la señora un billete de 50 marcos. Me devolvió 38 de cambio. Entonces un caballero muy bien arreglado, con una cuidada barba blanca vio nuestras manzanas y nos saludó con un gesto de su sombrero. -Perdón, señor, me dijo en alemán, algo tímidamente, -¿cuánto le costaron las manzanas? Conté entonces el cambio y le dije: -Doce marcos. Sonrió y sacudió la cabeza. –No puedo permitírmelo. Es demasiado. Siguió su camino por la calle, andando como cualquier caballero de barba blanca y de la vieja escuela caminaría en cualquier país del mundo, pero volteó una vez más a mirar las manzanas. No sé por qué no le ofrecí darle algunas. Doce marcos, ese día, equivalían para mí a unos dos centavos canadienses. Ese caballero, cuyos ahorros de toda la vida estaba probablemente invertidos en títulos financieros del imperio, o incluso en bonos de guerra, no podía permitirse gastar doce marcos”.

Por otra parte, el banco central de Alemania, parece estar en manos de locos o de incompetentes. Desde hace mucho que todos 22

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sabemos que la inflación la produce el exceso de dinero en circulación, pero el Reichsbank anuncia y ejecuta al pie de la letra, una política de impresión ilimitada de papel moneda. El director del banco, Dr Rudolf E. Havenstein, parece no entender cómo funcionan la economía ni los mercados de dinero. En agosto de 1923, cuando en el comercio la tasa de interés que se aplica es de 1% al día, Havenstein decide subir la tasa que cobra el Reichsbank de 19 a 30% anual. Cuando algunos de los miembros de la mesa directiva señalan que eso es inferior a las condiciones de mercado, Havenstein replica que al banco central no le compete fijar tasas de interés, sino seguirlas. Obviamente, el señor no entiende lo que dice, pues si lo hiciera tendría que estar cobrando al menos 360% de interés anual y no 30%. Havenstein estaba convencido de que la cantidad de dinero en circulación no guardaba conexión ni con los precios ni con las tasas de interés. Simplemente declaraba que su tarea como banquero central era darle a la economía todos los medios de cambio, es decir, todo el papel moneda que fuera necesario. En agosto de 1923 declaró ante el Congreso de Estado, henchido el pecho de satisfacción: “El Reichsbank emite actualmente veinte mil millardos de marcos todos los días en billetes de altas denominaciones. Y a partir de la semana entrante emitiremos 46 mil millardos cada día.” Sólo los ingleses parecían darse cuenta de estas barbaridades. El embajador británico, Lord D’Abernon, escribió en uno de sus informes a Londres: “En todo el curso de la historia, ningún perro ha perseguido su propia cola con la velocidad con que lo hace el Reichsbank. El desprecio que los alemanes tienen por sus propios billetes de banco crece más rápido que la cantidad de dinero en circulación. El efecto ya es más grande que la causa. La cola corre más aprisa que el perro.” El 1 de septiembre el Reichsbank emitió por primera vez un billete con valor de 500 millones de marcos.

El director del Reichsbank, Dr Rudolf Havenstein 23

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Apenas meses después se llegarían a imprimir billetes de 10 y hasta 20 mil millones de marcos, que, obviamente, no servían para nada. La situación llegó a ser tal que la gente ya no contaba el dinero; ahora simplemente lo pesaba, sabiendo que un paquete de 1 kilo de billetes de determinada denominación significaba un cierto número de millones de marcos. Poco más o menos. Cualquier cantidad inferior a un millón dejó de ser tomada en cuenta.

Billete del Reichsbank por veinte milmillones de marcos

El nuevo problema era que los campesinos ahora se negaban a entregar sus productos a las ciudades, pues no querían recibir dinero a cambio. El resultado fue que los citadinos se fueron al campo. Grupos de varios cientos de habitantes de las ciudades organizaban paseos en bicicleta a las granjas más cercanas y simplemente se llevaban todo lo que encontraban. Ese año hubo una cosecha particularmente abundante; el único problema para poder distribuir los alimentos era la falta de un medio de cambio, de un dinero que sirviera para poder comprarlos. En lo político, el país se desmoronaba. El 2 de septiembre Hitler y Ludendorff lograban reunir más de 200 mil manifestantes bajo los estandartes de su pequeño partido, denunciando que el gobierno había regalado a Francia el honor de Alemania y pidiendo la creación de una dictadura nacional. 24

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Comenzó a fraguarse un plan, bastante descabellado, por cierto, para imponer la dictadura en Pomerania, Prusia y Baviera. Se hablaba de que Gustav Noske, antes ministro de defensa y ahora presidente provincial de Hannover sería el líder, con Hitler, como jefe provincial de Baviera. Al viejo Ludendorff ya no le encontraban mucha utilidad. La idea era tan desarticulada que nunca progresó mucho. Sin embargo, el caos, las revueltas, los hechos violentos, incluyendo asesinatos políticos, se daban por todas partes. La tensión en toda Alemania era enorme: secesionismo, revolución, violencia. En Baviera comenzó a rumorarse que Gustav von Kahr, el comisario estatal y el general Otto von Lassow, planeaban declarar la independencia de Baviera como una monarquía. Se decía que los apoyaba también Hans von Seisser, el jefe de la policía. Eso decidió a Hitler a intentar dar un golpe de estado antes de que “le comieran el mandado”. Ese fue el famoso “putsch de la cervecería” de Munich. Sin embargo, las cosas le salieron mal a Hitler y terminó siendo detenido y condenado a pasar cinco años en prisión, de los cuales sólo cumplió nueve meses en la cárcel. Utilizaría ese tiempo para escribir su famosísimo ideario Mein Kampf, Mi lucha. Era noviembre de 1923.

Un billete Notgeld de 1 marco, emitido por un obscuro municipio del sur de Baviera. 25

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El caos monetario había alcanzado niveles difíciles de describir. Un obrero recibía como paga 405 millones de marcos cada día, pero esa astronómica suma era equivalente a menos de 8 peniques de libra esterlina. Sin embargo, lo importante no eran las equivalencias si con ese dinero se hubiera podido comprar lo necesario para vivir. Lo grave es que el dinero no servía ya para nada. Algunas empresas y gobiernos locales comenzaron a emitir unos vales llamados Notgeld, intentando basarlos en un pseudo patrón-oro. Pronto habría no menos de 8 tipos de “dinero” en circulación. Las situaciones más absurdas imperaban: mientras en las calles había gente literalmente muriéndose de hambre, sin posibilidad de comprar comida, en los graneros y silos de las granjas se acumulaban y a veces hasta se pudrían los alimentos, sin que los granjeros encontraran la manera de venderlos y distribuirlos. Además, la falta de periódicos a causa de la huelga de los impresores y a la dificultad de obtener materias primas, hacía que aumentara la consternación de la gente y que los rumores difundieran comunicaciones inexactas y hasta absurdas. También en noviembre de 1923, el Dr Hjalmar Schacht, un oscuro funcionario financiero que incluso había sido despedido por malos manejos durante la guerra, fue nombrado Comisionado Monetario y empezó a desarrollar un plan para controlar la inflación introduciendo el Rentenmark, un nuevo concepto de moneda basado en el valor hipotecario de todas las propiedades inmobiliarias de Alemania. Nadie sabía si eso iba a funcionar, pero a menos de 30 días de haber tomado las decisiones los resultados ya eran asombrosos. Schacht detuvo la producción de dinero que el Dr Havenstein seguía imprimiendo con singular alegría y que, cuando se pararon las prensas, los billetes, que ya estaban subidos en trenes para repartirlos por toda Alemania, ocupaban 10 vagones de ferrocarril de 300 Dr Hjalmar Schacht toneladas de capacidad cada 26

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uno. En ese momento, Schacht ordenó quitarle ¡doce ceros! al marco para fijar la equivalencia con el nuevo Rentenmark. El concepto de Rentenmark implicaba, en realidad, una ilusión, un truco de confianza. El valor real de garantía inmobiliaria que se le pretendía dar era incierto, si no es que de plano ilusorio. Pero el truco funcionó, y la confianza en el dinero se fue restableciendo bastante rápido. Ahora lo importante era que el Reichsbank aplicara una estricta disciplina y no concediera al gobierno recursos de modo ilimitado. El presidente Friedrich Ebert y el canciller Gustav Stresemann decidieron nombrar a Schacht director del Reichsbank. Aunque su suerte ya estaba echada, el loco de Havenstein tuvo la oportuna ocurrencia de morirse el 20 de noviembre, por lo que ya ni siquiera fue necesario despedirlo para que su puesto lo ocupara el Dr Schacht.

Para saber más:  Eine Jugend in Deutschland -Ernst Toller, 1933.  When Money Dies –Adam Fergusson, 1975.  Weimarer Republik -DocumentArchiv.de 2004.  Paper Money by Adam Smith – George J.W. Goodman, 1965  The Rise and Fall of the Third Reich – William L. Shirer, 1950.

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El robo de Hawaii El rey Kamehameha V, último monarca de la dinastía Kamehameha, había muerto sin dejar heredero ni nombrar sucesor al trono. Era diciembre de 1872. Dos primos del difunto rey eran los candidatos más probables: William Charles Lunalilo y David Kalakahua. Lunalilo gozaba de más popularidad y le hubiera sido fácil forzar a la Asamblea Legislativa a declararlo rey, pero en un acto de inusitada humildad democrática, Lunalilo insistió en que todo el reino participara en la elección. Se dio entonces lo que podríamos llamar la “campaña política” en que ambos candidatos invitaron al pueblo a expresar su voluntad.

William Charles Lunalilo

David Kalakahua

Kalakahua incluso publicó una poética proclama en la hermosa lengua hawaiana que, traducida al español, decía más o menos lo siguiente: "¡Oh, pueblo mío! ¡Compatriotas de antaño! ¡Alzaos! ¡Ésta es la voz! ¡Ho! ¡Todas vuestras tribus! ¡Ho! ¡Mi pueblo de antaño! El pueblo que consiguió y forjó el Reino de Kamehameha. ¡Alzaos! ¡Ésta es la voz!. ¡Dejad que os dirija, pueblo mío! ¡No actuéis en contra de la ley o de la paz del reino!” 28

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Se celebró la consulta popular y Lunalilo ganó la votación. Kalakahua caballerosamente reconoció su derrota. El reinado de Lunalilo duró poco más de un año, pues falleció en febrero de 1874 y entonces Kalakahua fue elegido de manera casi automática. El reino de las islas de Hawaii había surgido entre 1810 y 1816, quizá no como un reino convencional al estilo de las monarquías europeas, pero sí como una nación unificada y regida por un monarca reconocido. A finales del siglo XVIII, uno de los jefes tribales de aquellas paradisíacas islas logró, tras una serie de batallas y negociaciones, unificar las islas de Hawaii bajo el mando de un único gobernante, Kamehameha I, conocido como el Grande. Aquellas islas de origen volcánico y desparramadas en mitad del océano Pacífico, a medio camino entre Asia y América, fueron colonizadas a lo largo de cientos de años por pueblos polinesios que se aventuraron en sus pequeñas canoas desde otras lejanas islas, distantes miles de kilómetros. Así se fue forjando el pueblo hawaiiano, creándose un elaborado entramado social basado en castas e impregnado de tabúes religiosos y sociales conocidos como kapu. Sin duda los navegantes españoles, en sus travesías entre las islas Filipinas y sus posesiones de América, recalaron alguna vez en las islas de Hawaii pero, extrañamente, no se interesaron demasiado por quedarse ni España hizo nunca reclamación oficial sobre esas tierras. Fueron, en cambio, los ingleses quienes, buscando un paso entre Alaska y Asia, dieron con las islas que el capitán James Cook en 1778 decidió llamar Islas Sandwich, en agradecimiento y honor al Primer Lord del Almirantazgo, John Montagu, cuarto conde de Sandwich, que había financiado sus expediciones. O sea, que apenas consolidado el poder de Kamehameha sobre la totalidad del archipiélago, ya tuvo que lidiar con la presencia de los ingleses, lo que complicaba la unificación apenas lograda, pues algunos jefes de las islas se consideraban a sí mismos bajo la protección inglesa. Por esos años, hubo otro intento intervencionista por parte de los rusos, que intentaron congraciarse con un vasallo de Kamehameha, pero a pesar de todos esos escollos, el rey logró 29

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consolidad su poder e incluso obtener el reconocimiento de Hawaii por parte de otras naciones como un reino libre y soberano.

Yo mismo tomé esta fotografía de una de las tantas playas maravillosas de Hawaii, en donde el mar tiene una transparencia y unas tonalidades de belleza indescriptible.

El siguiente monarca, Kamehameha II, tuvo, poco después, que enfrentar otra intromisión extranjera que habría de ser más grave y de peores consecuencias, pues en 1820 llegó a las islas un grupo de misioneros protestantes que venían de Nueva Inglaterra, es decir, de los Estados Unidos de América. En mala hora Kamehameha II les concedió un permiso limitado para hacer proselitismo pues en pocos años el congregacionalismo -así se llamaba la rama protestante que los misioneros promovían- prendió entre los nobles de más alto rango y después entre los plebeyos, que no hicieron sino seguir el ejemplo de sus dirigentes. Hawaii se transformó en pocos años en una nación cristiana protestante. Las estrictas actitudes de los misioneros fueron haciendo cambiar las costumbres y hasta las leyes de los hawaiianos que, a pesar del rígido sistema kapu de reglas y tabúes, tenían, no obstante, costumbres bastante relajadas en cuanto al sexo, la promiscuidad y la desnudez.

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A lo largo del siglo XIX los misioneros y, a través de ellos, los Estados Unidos fueron adueñándose del país, de sus tierras, e infiltrándose en el poder. Kamehameha II dio a los extranjeros el derecho de adquirir tierras y Kamehameha III lo amplió y les concedió otros privilegios. Comenzó a decirse en Hawaii que “al comienzo los misioneros tenían la Biblia y la gente tenía la tierra. Ahora la gente tiene la Biblia y los misioneros, la tierra”.

Hula es una forma de danza que constituye una parte importante de la cultura de Hawaii, pues a través de ella se relatan, mediante el movimiento de las manos, historias o se describen a los personajes y situaciones tradicionales. Los misioneros consideraban lascivos los ondulantes movimientos y prohibieron el hula durante décadas.

Para fines del siglo XIX los norteamericanos había transformado la vida y la cultura de los hawaianos, introduciendo cultivos que antes no se acostumbraban, como la caña de azúcar y el arroz, en detrimento de las cosechas tradicionalmente hawaiianas como el taro, un tubérculo semejante a la papa o al camote, que era fundamental en la cocina y la alimentación de los nativos. Para hacer frente a estos cultivos, se propició la afluencia de inmigrantes asiáticos como mano de obra barata. Poco después, los inmigrantes, tanto occidentales como asiáticos, superarían en número a los propios hawaiianos. Eso sí, los estadounidenses no permitieron a los asiáticos recién llegados compartir con ellos privilegios ni poder. Habían venido sólo a trabajar en las plantaciones. 31

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Quizá arrepentidos de ver cómo los estadounidenses se apoderaban y explotaban las islas donde los ingleses habían desembarcado primero, el lord británico George Paulet, de la Royal Navy, entró inopinadamente en febrero de 1843 en la bahía de Honolulu y se apoderó de la fortaleza y con ello de la ciudad. A punta de cañones exigió a Kamahameha III su abdicación y que Hawaii fuera cedido a la corona británica. Kamehameha, aunque cesado como rey, presentó de inmediato una queja al gobierno inglés y ¡oh, sorpresa!, el almirante Richard Thomas desconoció las arbitrarias acciones de Lord Paulet y restableció en el trono de Hawaii a su legítimo soberano Kamehameha III. ¡Todo esto en menos de seis meses! Los norteamericanos no iba a resultar tan blanditos. Ya le habían sacado a Kamehameha III y a sus sucesores todas las concesiones imaginables e incluso otras difíciles de creer, como era el hecho de que muchos de estos extranjeros estadounidenses, investidos también con nacionalidad nominalmente hawaiiana, participaban en política e incluso ocupaban posiciones clave como ministros o asesores del rey. Ahora que Kalakahua había ascendido al trono, estaba claro que iba a tratar de reducir y limitar el poder y la influencia de los extranjeros en el gobierno y en el manejo del país. Desde el principio Kalakahua nombró y cesó a los ministros de su gabinete como lo haría un verdadero monarca, buscando siempre el bien de su pueblo. Viajó a los Estados Unidos para negociar condiciones comerciales y tratados que ayudaran a aliviar la depresión económica de Hawaii y buscó también acercamiento con el imperio de Japón. Viajó igualmente a Inglaterra, Alemania, Francia, Austria-Hungría e incluso visitó al Papa León XIII, logrando proyectar la imagen internacional de sus islas y tratando de asegurar el progreso de su pueblo. Pero tanta independencia y autonomía no le gustó nada al Partido Reformista, mejor conocido por todos como el “partido misionero”, y comenzaron a acusar al monarca de despilfarro por sus viajes y por construir el palacio Iolani, y a censurar sus intentos de acuerdos con otras naciones. 32

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Un buen día de 1887, acompañados de una milicia armada, le impusieron al rey una nueva constitución, que pasó a ser conocida como la “constitución de la bayonetas”. Esta nueva legislación despojaba a la monarquía de gran parte de su autoridad y poder y, mediante un sistema de requisitos en ingresos y propiedades para tener derecho a votar, privaba de esa facultad a casi todos, como no fuera el grupo de empresarios y terratenientes extranjeros que dominaban el país. La Asamblea Legislativa podía también anular el derecho de veto del monarca y restringía sus facultades ejecutivas. Algunos empezaron a hablar incluso de abolir la monarquía y surgió la Liga Hawaiiana que, a pesar de su nombre no tenía ninguna postura nacionalista, sino que hablaba ya de anexionar las islas a los Estados Unidos. La salud de Kalakahua, seguramente entristecido por estos acontecimientos, comenzó a fallar y el rey murió de una parálisis renal en enero de 1891 en San Francisco, California, a donde había ido en busca de tratamiento médico. A su muerte, asumió el trono su hermana la princesa Liliuokalani, que ya había fungido como regente durante las ausencias de Kalakahua. Casi de inmediato, la ahora reina Liliuokalani se dedicó a promulgar una nueva constitución restaurando los derechos de los hawaiianos y reduciendo la influencia de los extranjeros, lo cual produjo una feroz resistencia La reina Liliuokalani, última de los empresarios-políticos soberana del reino de Hawaii estadounidenses que se pusieron, aún más activamente, a buscar la anexión de las islas a los EUA. Contaron con el apoyo invaluable del ministro plenipotenciario de los Estados Unidos en Hawaii, un tal John L. Stevens. Con su ayuda, un grupo de trece importantes capitalistas 33

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crearon un Comité de Seguridad Pública, pretendidamente para proteger las propiedades y las personas de los residentes extranjeros. Los barones del azúcar se sentían amenazados por la malvada reina. Alegaban que Liliuokalani estaba intentando “por la fuerza armada y mediante amenazas” desatar el derramamiento de sangre. “No podemos protegernos sin ayuda”, gemían “y por ello imploramos la protección de las fuerzas de los Estados Unidos”, mismas que se materializaron en la forma de dos compañías de infantes de marina y una de casacas azules, que llegaron a bordo de la fragata USS Boston y tras desembarcar, tomaron estratégicas posiciones en la legación y en el consulado de los Estados Unidos, además de en el Salón Arion. El Comité de Seguridad Pública comunicó a la reina que tenían la intención de declarar vacante el trono de Hawaii. Horrorizada, la reina pidió apoyo al propio ministro Stevens, suponiendo ingenuamene que el país que ella tanto admiraba y que recién había visitado, con cuyo gobierno creía tener magníficas relaciones, se opondría a su derrocamiento. El Comité de Salud Pública proclamó entonces una república provisional “hasta que las condiciones de la unión con los Estados Unidos hayan sido negociadas” y nombró a Sanford B. Dole, un descendiente de misioneros convertido en magnate del azúcar y además ministro de la Suprema Corte, como primer presidente de la República Hawaiiana. A Liliuokalani no le quedó más que hacerse a un lado, pues se esforzó en efecto por evitar el derramamiento de sangre y aceptó, siempre ingenua y esperanzada, “renunciar a mi autoridad hasta que el gobierno de los Estados Unidos enmiende la acción de su representante”. Los partidarios de la reina, encabezados por un tal Robert Wilcox, que antes se había declarado enemigo de la monarquía pero que ahora decidió defenderla de la descarada agresión estadounidense, intentaron organizar una insurrección, con pocos o nulos resultados efectivos.

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Entretanto, el presidente norteamericano Grover Cleveland condenó enérgicamente de palabra el derrocamiento de la reina y apeló a su restauración, ordenando una investigación que llevó a efecto un excongresista apellidado Blount concluyendo que “los representantes diplomáticos y militares de los Estados Unidos habían abusado de su autoridad”. Entonces el descarado de Sanford Dole replicó criticando la interferencia de Washington en los Sanford B Dole, único asuntos internos de Hawaii. El presidente del Territorio de Hawaii presidente Cleveland se lavó las y después presidente del nuevo manos y le pasó el problema al territorio de Hawái hasta que la Congreso, el cual ordenó otra Ley Orgánica de 1900 estableció investigación. Esta vez el resultante un gobierno territorial permanente Informe Morgan, contradiciendo la dirigido por un gobernador. investigación de Blount, exoneraba a Stevens y a las tropas estadounidenses de toda responsabilidad en el derrocamiento. Así las cosas, la República de Hawaii quedó establecida el 4 de julio de 1894 con Sanford B Dole como presidente, quien no contento con eso, al año siguiente ordenó el arresto de la reina, utilizando la rebelión de Wilcox y el hecho de haber encontrado algunos rifles y bombas caseras en los sótanos de su residencia como pruebas irrefutables de su violenta rebeldía. Fue acusada de traición y condenada a cinco años de cárcel y trabajos forzados, además de una multa, sentencia que le fue gentilmente conmutada por un arresto domiciliario en el piso superior de su residencia. Finalmente fue liberada en 1896.

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Los volcanes de Hawaii Todas las islas de Hawaii deben su origen a la actividad volcánica que las formó hace unos 70 millones de años mediante erupciones subsecuentes por debajo de las profundas aguas, acumulando el magma que se solidificaba hasta alcanzar la superficie. La isla más extensa y que está más al sur es la que da nombre al archipiélago, pues es la isla Hawaii, también llamada “la isla grande”. Aseguran los geólogos que esta isla se formó por la reiteradas erupciones de cinco volcanes, de los cuales el Mauna Loa, el Kilauea y el Huelalai han seguido teniendo erupciones diversas durantes los últimos 200 años. Visitar el Parque Nacional de los Volcanes en la isla de Hawaii es una de las muchas atracciones espectaculares que ofrece este maravilloso grupo de islas.

Caminos de lava que fluyen del volcán Kilauea, en la isla de Hawaii.

Liliuokalani siguió haciendo gestiones para recuperar su trono e incluso presentó una demanda contra el gobierno de Estados Unidos por daños en sus propiedades y reclamando para sí los bienes de la corona hawaiiana. Todo lo que consiguió fue una pensión de 4 mil dólares anuales y las rentas de alguna propiedad. Abandonó el 36

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palacio Iolani y se instaló en su antigua residencia de Washington Place en Honolulu, donde vivió callada y tranquilamente hasta su muerte en 1917. Hawaii quedó anexado como territorio a los Estados Unidfos en 1898, mediante una resolución conjunta del Congreso estadounidense y no fue sino hasta marzo de 1959 que se le concedió la condición de Estado de la Unión Americana. Fue el número 50.

Las islas hawaiianas se han convertido en uno de los destinos turísticos más apreciados del mundo, por ser un sitio de belleza natural impresionante, apoyado por una infraestructura hotelera de primera, además de la simpatía de su gente y de sus coloridas tradiciones.

Para saber más:  Hawaii’s History by Hawaii’s Queen -Liliuokalani  The Betrayal of Liliuokalani -Helena G. Allen  Hawaii’s Chronicles -Bob Dye  A History of the Hawaiian Islands -Gavan Daws

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En la cervecería Cualquiera pensaría que después de haber controlado la desbocada inflación que llevó a tener que pagar 4 mil millones de marcos por un solo dólar, el presidente de la república alemana, Friedrich Ebert y su canciller Gustav Stresemann habrían quedado como héroes, pero no ¿Qué eran los SA? fue así. La gente había perdido los El nombre viene de Sturmabteilung, que puede traducirse como sección de asalto. Entre las tropas ahorros de toda una del Imperio Alemán durante la guerra 1914 a 1918 el vida viendo cómo se Sturmabteilung era un grupo selecto de tropas de esfumaba el valor del asalto. Pero los que organizó Hitler usando ese dinero y cómo los mismo nombre era un grupo de golpeadores que, aprovechando su experiencia militar y su alimentos llegaban a rudeza, fueron asignados a la función de seguridad costar miles de en las conferencias, discursos y reuniones del partido millones. Nazi contra posibles ataques de sus oponentes, los socialdemócratas, los comunistas, o contra cualquier grupo que Hitler quisiera neutralizar o amedrentar. En los sucesos del 8 y 9 de noviembre, los SA jugaron un papel muy importante. Sin embargo, durante el encarcelamiento de Hitler y hasta 1925, tuvieron que ocultarse y guardar un perfil bajo. En 1933, tras la llegada de Hitler al poder los SA recuperaron su importancia e incluso mostraron grandes ansias de poder, encabezados por su líder Erich Röhm. Pronto los SA se ganaron la animadversión del Reichswehr – el ejército regular- quienes los veían como lo que eran, un grupo de rufianes y de escoria con organización militar. Otros miembros del partido veían con preocupación el creciente poder de Röhm y a muchos repugnaba su descarado homosexualismo. Un buen día hicieron llegar a Hitler todo un expediente –probablemente falso- en donde acusaban a Röhm de estar siendo pagado por los franceses para preparar un golpe de estado contra Hitler. Finalmente lo convencieron de ordenar la ejecución de Röhm y de los máximos dirigentes de los SA en las noches del 30 de junio al 2 de julio de 1934, evento que pasó a ser conocido como la noche de los cuchillos largos. Muy pronto los SA, aunque no desparecieron formalmente del todo, pasaron a quedar marginados del poder, en beneficio de los SS (Schutzstaffel, o escuadrón de defensa) 38

La desesperación de ver que cualquier sueldo se convertía simplemente en un montón de billetes inservibles, que no alcanzaban para comprar ni lo más elemental, era enorme. Aún después de controlada la inflación gracias a la introducción del nuevo Rentenmark, que logró el milagro de recuperar la confianza de la gente en el dinero alemán, el resentimiento y la ira ante un gobierno que había permitido ese

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caos, era gigantesco. Los ricos se habían hecho más ricos, pues tenían propiedades e incluso habían comprado otras a precios de regalo por la inflación, en tanto que los pobres, los asalariados, e incluso la clase media, con todo y sus ahorros, se había hundido en la miseria. Francia seguía exigiendo los pagos por reparaciones de guerra que Alemania había dejado de cumplir, pero cuando el gobierno de Ebert reanudó los onerosos pagos a los vencedores de la guerra en septiembre de 1923, el pueblo alemán acabó de perder la poca confianza y aprecio que tenía por sus gobernantes. Los radicales de derecha, entre ellos el naciente partido Nazi, explotaron hábilmente este sentimiento de frustración y desesperanza, que incluso había adquirido un nombre. La gente se refería al Dolchstoss, es decir a la puñalada por la espalda, atribuyendo la derrota de Alemania en la reciente guerra -la 1ª guerra mundial- no a la fallida acción militar, sino a la torpeza del gobierno civil, que había aceptado la rendición y el oprobioso Tratado de Versalles después. Hitler había aprovechado bien este caldo de cultivo para ir poniendo bajo su control, primero, a unos grupos de radicales y revoltosos –en su mayoría exsoldados- conocidos como Kamfbund (asociaciones de combate) y después a sus propios “camisas pardas”, los SA o Sturmabteilung, el primer grupo nazi militarizado que adquiriría posteriormente una terrible fama. Su gente estaba más inquieta que perros encadenados y Hitler sabía que tenía que actuar pronto, pues además, había surgido un “triunvirato”, encabezado por el comisario estatal de Baviera Gustav von Kahr, con el general Otto von Lossow y el jefe de la policía de Munich, el coronel Hans von Seisser, que seguramente iban a emprender pronto acciones decisivas. Hitler decidió aprovechar una noche en que los “triunviros” celebraban una reunión con unas 3 mil personas en el Bürgerbräukeller, una de las cervecerías más grandes y populares de Munich en donde la gente solía reunirse no sólo a beber cerveza sino a discutir los graves sucesos nacionales. La noche del 8 de noviembre de 1923 hacía un tremendo frío. Hitler mandó rodear la cervecería con cerca de 600 de sus secuaces mientras él y sus más fieles entraron a la reunión 39

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El Bürgerbräukeller, la taberna donde Hitler intentó adueñarse del poder en 1923, durante una de las conmemoraciones que anualmente se celebraban.

Lo acompañaban Herman Göring, Rudolf Hess, Alfred Rosenberg y otros, unos veinte en total. Para hacerse oir entre el bullicio disparó un balazo hacia el techo y se subió al podio, donde ya estaban von Kahr, von Seisser y von Lossow. Hitler anunció a voz en cuello “¡La revolución nacional ha comenzado! El edificio está rodeado por cientos de mis seguidores. Nadie puede abandonar este lugar”. Y, acto seguido y a punta de pistola, se llevaron a “los triunviros” al salón de junto para exigirles que secundaran las acciones de Hitler y apoyaran el golpe. Hitler creyó que sus tres prisioneros se asustarían al verse encañonados y aceptarían de inmediato sus exigencias, pero los triunviros no eran niños de escuela, sino militares con experiencia y al principio sólo lo miraron con desprecio y hasta se negaron a dirigirle la palabra. Hitler usó entonces su gran habilidad persuasiva, explicándoles que estaba proclamando una gran revolución nacional y la creación de un nuevo gobierno en donde ellos, los triunviros, participarían de manera importante, concretamente prometiéndole a von Kahr hacerlo regente de Baviera. Hitler evocaba la gran Marcha hacia Roma que Benito Mussolini había emprendido años atrás para tomar el poder y creía que toda Alemania se iba a volcar en 40

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seguimiento del golpe que los nazis estaban dando. Entre sus argumentos, Hitler les dijo: “Señores, me quedan cuatro tiros en mi pistola. Uno para cada uno de ustedes y el último para mí”. Entonces regresó al salón principal –habían pasado apenas unos diez minutosdejando a los triunviros bien resguardados en el salón pequeño, y se dirigió a la multitud, que ya comenzaba a impacientarse y a sentirse desorientada. Entonces la oratoria de Hitler entró en juego. Habló en contra del gobierno criminal de Berlín, diciendo que ese mismo día debía dejar de existir, para poder salvar al pueblo alemán. “Mañana tendremos un nuevo gobierno nacional, o bien estaremos muertos” afirmó. Según comentó un testigo presencial, Hitler fue cambiando el ánimo de su audiencia, de hostil a eufórico y delirante en cuestión de minutos, con unas cuantas frases, como si fuera magia. Un rugido de aprobación coreaba sus palabras y después entonaron Deutschland, Deutschland über Alles!

La plaza del ayuntamiento -Marienplatz, el día del putsch de Hitler.

Entretanto había llegado el general Ludendorff, el héroe de guerra a quien Hitler había logrado manipular para apoyarlo, beneficiándose así de su prestigio militar, bastante molesto de que Hitler hubiera emprendido tales acciones sin antes consultar con él. No obstante, Ludendorff habló con los prisioneros en el otro cuarto y les recomendó, apelando al honor militar y al sentido del deber, que apoyaran el golpe, secundando a Hitler y avalando el nuevo régimen. 41

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Los triunviros finalmente aceptaron, aunque a regañadientes. Todos regresaron al salón principal, algunos hablaron y todos se dieron públicos apretones de manos. El ambiente fue haciéndose menos tenso y la gente comenzó a marcharse. Entonces Hitler cometió el error de dejar irse a los triunviros, que ya habían reiterado a Ludendorff su promesa de fidelidad al nuevo régimen. Hitler había encargado a Ernst Röhm y a otros de su grupo que tomaran algunos edificios oficiales clave en la ciudad como el ayuntamiento o la sede de la policía. Röhm logró ocupar solamente unas oficinas del ejército dentro del Ministerio de Guerra, pero otras bandas de revoltosos andaban sueltos por la ciudad, indecisos aún de con quien afiliarse. Como a las 3 de la madrugada hubo incluso un tiroteo entre la gente de Ernst Röhm y una guarnición del Reichswehr –es decir, del ejército regular- que produjo un par de muertos y algunos heridos. La noche transcurrió en la incertidumbre y confusión pues lo mismo gente del ejército que de la policía, funcionarios del gobierno y bandas independientes, aún no decidían hacia qué lado inclinarse. Toda la noche Hitler estuvo informándose de cómo iban las cosas y por la mañana se dio cuenta que la revolución nomás no prendía. Temprano el día 9, von Kahr hizo declaraciones diciendo que las promesas que les habían exigido a von Seisser, a von Lossow y a él a punta de pistola la noche anterior, no podían ser consideradas como válidas. Otras gentes empezaron a moverse, entre ellas el general Jakob von Danner quien, aunque nominalmente subordinado de von Lossow, dijo que se encargaría de reprimir el putsch –es decir el golpe, con von Lossow o sin él. Los golpistas no sabían ya qué hacer y Hitler, en un acto desesperado, mandó que su gente detuviera a los miembros del ayuntamiento de Munich, como rehenes, lo cual, en realidad, no le servía de nada. Entonces a Ludendorff se le ocurrió organizar una marcha por las calles. “Wir marschieren!”, gritó el viejo general, pues al fin y al cabo tenían más de 2 mil hombres bien dispuestos, aunque no supieran muy bien para qué. Ludendorff dirigió la marcha hacia el Ministerio de Guerra, pero al llegar a la plaza del Odeón, frente al monumento a los héroes, se encontraron con un grupo de cien hombres cerrándoles el paso, al mando del barón Michael von Godin, 42

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de la policía. Ludendorff siguió adelante, seguro de que por su condición de héroe de guerra, no se atreverían a dispararle. Sin embargo, se soltó el tiroteo y hubo 16 nazis muertos y cuatro policías. El propio Herman Göring resultó con una herida en la entrepierna y el mismo Hitler también salió lastimado, no de bala, pues su ayudante Ulrich Graf, lo cubrió, recibiendo varios tiros, lo que probablemente salvó la vida de Hitler. Hitler se dislocó un hombro por el empujón que le dio su guardaespaldas para librarlo de los disparos y luego se arrastró por la banqueta hasta un auto que estaba allí esperándolo y que lo rescató. Ludendorff, como el recio militar que era, siguió caminando entre los disparos unos metros más, hasta que fue arrestado por la policía en la calle siguiente.

Odeonsplatz, la plaza del Odeón, en Munich. Al fondo se observa el Feldherrnhalle, -el monumento a los héroes .

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Hitler fue llevado por el misterioso coche que lo salvó a la casa de sus amigos los Hanfstängels, en cuya domicilio estuvo escondido dos días en el ático, en un estado de máxima depresión y amenazando a cada momento con suicidarse. A la tercera noche, llegó la policía y lo arrestó, para llevarlo a la prisión de Landsberg. Otros de los involucrados, entre ellos Herman Göring, lograron huir a Austria. El juicio de Hitler comenzó el 26 de febrero de 1924, y ya para entonces Hitler había recuperado la seguridad en sí mismo y había moderado su actitud. Se defendió con habilidad, arguyendo que sus actos no habían sido sino en defensa del pueblo y de la patria, y de la necesidad de actuar con decisión para salvarlos. Se atribuyó toda la responsabilidad por el golpe y usó por primera vez el término Führer – líder o guía- para referirse a sí mismo. De hecho, Hitler estaba usando el juicio para promover sus ideas, pues sabía que cada palabra iba a ser reproducida en los periódicos del día siguiente. El juez Neithardt, que presidió el proceso, sentía bastante simpatía por los acusados y así lo demostró en su sentencia. Ludendorff fue hallado inocente y exonerado de culpa. Ernst Röhm y Wilhelm Frick, fueron liberados, aunque se les encontró culpables. Para Hitler, el resultado fue una multa por 500 marcos y una condena de prisión por cinco años, de los cuales sólo purgó 8 meses y además, en condiciones bastante blandas, pues la llamada Festungshaft era un régimen de cárcel que no implicaba trabajos obligatorios y le permitía recibir visitas con frecuencia y por períodos de varias horas.

Aunque Hitler no lograra adueñarse del poder mediante su putsch de la cervecería, el asunto se convirtió para los nazis en una gran victoria de propaganda, que les dio por primera vez relevancia a nivel de toda Alemania. Hitler aprovechó su estancia en la prisón de Landsberg am Lech para escribir su ideario Mein Kampf –Mi lucha- y para afinar sus pensamientos sobre cómo alcanzar el poder y conquistar el corazón y la mente de los alemanes. Se convenció que para lograrlo, tenía que hacerlo estrictamente por la vía legal y recurrir a la violencia sólo de manera subrepticia.

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El nueve del once Años después, cuando los Nazis subieron al poder en 1933, el nueve del once se volvió una de las fechas más importantes en el calendario de las teatrales conmemoraciones del régimen hitleriano. Cada año se conmemoraba en toda Alemania el fallido putsch, siendo los eventos más importantes los que se celebraban en Munich, el teatro original de aquellos sucesos. La noche del 8 de noviembre de cada año, Hitler pronunciaba un emotivo discurso a los Älte Kämpfer –los viejos guerreros- en el lugar mismo de los acontecimientos, el Bürgerbräukeller, y al día siguiente se efectuaba una repetición de la famosa marcha por las calles de Munich. La bandera que habían llevado aquel 9 de noviembre de 1923 y que había quedado manchada de sangre tras el tiroteo, pasó a ser venerada como la Blutfahne –la bandera de sangre- y se convirtió en un objeto de adoración que sólo se utilizaba en las más solemnes ceremonias del mundo hitleriano.

Para saber más: • The Rise of Adolf Hitler –The History Place • The Rise and Fall of the Third Reich –William Shirer • Hitler: A Biography –Ian Kershaw

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La Carambada Leonarda Emilia Martínez había nacido en la hacienda de San Antonio del Pozo y era apenas una chiquilla cuando se quedó huérfana de padre. Su madre se las veía negras como viuda ignorante y llena de hijos y además queriendo mantener pretensiones de familia "decente", de modo que le pareció una oportunidad y una verdadera bendición cuando se enteró de una convocatoria que hacía el partido conservador, invitando a "santas señoritas de buenas familias" para ir a Europa a recibir entrenamiento para ser damas de compañía del entorno del emperador Maximiliano y de su esposa, la emperatriz Carlota. Leonarda Martínez, -otros dicen que realmente se apellidaba Medina- ya era entonces una bella y joven mujer y se las ingenió para ser incluida en el afortunado grupo. Ya estaba de regreso en Veracruz cuando llegó la imperial pareja e incluso tuvo la suerte de que la hospedaran en la misma casa donde se alojaban Sus Majestades antes de emprender su triunfal entrada a la ciudad de México. Leonarda estaba un día dándose un relajante baño de tina cuando Maximiliano entró "por error" al saloncito donde Leonarda se bañaba. Los ojos traviesos de Max se detuvieron sobre la piel blanca y las dulces curvas del cuerpecito de Leonarda Emilia, mientras la muchacha, turbada y confusa, se cubría como mejor podía, intentando guardar la compostura ante la imprevista visita de "su emperador". Max, quien en materia sexual solía no ser remilgoso ni desperdiciar oportunidades, "requirió de amores" a Leonarda, pero la muchacha lo rechazó, respetuosa pero firmemente, diciéndole que su lealtad a la emperatriz como dama de su "entourage" le impedían tajantemente acceder a los deseos del emperador - o al menos éste fue el rumor que la chica se encargó de difundir entre el pequeño grupo cortesano, cosa que le permitió a Leonarda elevar su prestigio de dama decente y digna. Si durante los años siguientes, ya instalada 46

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la corte imperial en el castillo de Chapultepec, Leonarda calentó las sábanas -y otras cosas- en el lecho de Maximiliano, nunca lo supimos. Pasaba el tiempo y el imperio no lograba asentarse. A pesar del decidido apoyo de los conservadores a Maximiliano, ese impertinente indio Benito Juárez no dejaba de ostentarse como presidente de la república y de recorrer todo el territorio de México, escabulléndose quién sabe cómo- a las fuerzas imperiales, apoyadas, aunque cada vez menos efectivamente, por el emperador de Francia Napoleón III. Entre esos militares -heroicos a los ojos de Leonarda- estaba un capitán del ejército monárquico de quien ella se había enamorado apasionadamente, José Joaquín Ortiz. La ilusionada mujer esperaba ansiosamente el fin de la guerra y con ella la prosperidad que el gobierno imperial inyectaría sin duda al país, sacándolo del marasmo económico y poniéndolo a la altura de las naciones de Europa. Pero las cosas van mal para Maximiliano y a pesar de ponerse él mismo a la cabeza de sus tropas, o quizás por eso mismo, las fuerzas imperiales quedan acorraladas en Querétaro. Hay varias batallas y en una escaramuza los republicanos toman prisionero a José Joaquín y el coronel Benito Santos Zenea ordena fusilarlo sumariamente, pues era él -José Joaquín- el que encabezaba la fuerza que se opuso a los republicanos en el pueblo de Hércules. Aquello no fue sino el principio del final: cae preso el emperador mismo y se rumora que van a fusilarlo. La desolación en Palacio no podría ser más grande. Varias mujeres de alcurnia -Concha Lombardo, esposa del general Miramón y la princesa de Salm-Salm- viajan apresuradamente a San Luis para entrevistarse con Juárez, sumándose a más de doscientas mujeres, de todas las clases sociales, que pretenden ablandar al presidente para que perdone la vida a Maximiliano. Postrándose a los pies del indio oaxaqueño, la princesa de Salm-Salm le pide que perdone la vida al vencido emperador. Juárez, caballeroso, le impide permanecer de rodillas, pero es inflexible y rechaza su angustiada petición.

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El destino tiene que cumplirse. Maximiliano, Miramón y Mejía son fusilados en el Cerro de las Campanas el 19 de julio de 1867. El imperio ha terminado, y las damas del "entourage" tienen que salir corriendo, buscar el abrigo de sus familias y ocultarse. Leonarda decide cambiarse el nombre y regresar a su terruño del bajío, donde se le conoce ahora como Oliveria del Pozo. Siempre ha sido una mujer valiente y ahora el caos que se vive en el país la obliga a "crear sus propias oportunidades". Celaya es un cruce de caminos; las diligencias que van a San Luis Potosí, las que vienen de la ciudad de México, unas llevan plata que viene del norte, otras las monedas acuñadas en la capital. Otras vienen de Querétaro, sacando el oro de la "casa de rentas". Siempre hay "soplones" dispuestos a informar cuando el cargamento vale la pena. Leonarda tiene amigos que conocen bien el terreno, de manera que organizarlos para asaltar las diligencias no le resulta difícil. No lo hace por codicia sino más bien por venganza, pues su odio hacia el coronel Zenea, ahora gobernador de Querétaro, y hacia el presidente Juárez es más grande que nunca y saber que al robar esos dineros está golpeando al gobierno le deja un agradable sentimiento en el pecho. Gran parte del dinero lo distribuye entre los pobres, cosa que la hace popular y le compra fidelidades. Ella misma participa en los atracos, bien embozada con una capa y trapos que ocultan su identidad, pero a veces no se aguanta las ganas de hacerles saber a sus víctimas que es una mujer quien los ha vencido, así que antes de huir con el botín le gusta abrirse la ropas y enseñar sus senos de mujer, gritando: -¡Fíjense con quien perdieron, jijos de la re... tostada! A veces, hace gala de ingenio, como cuando decide atacar una conducta 1 que venía fuertemente custodiada. Leonarda manda poner sombreros y puros encendidos en todos los "órganos" a ambos lados del camino, esos cactus espinosos que crecen derechitos. Los custodios no se atreven a oponerse a Leonarda y a su puñado de 1

Recua o carros que llevaban la moneda que se transportaba de una parte a otra, y especialmente la que se llevaba al gobierno.

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bandoleros, creyéndose superados fuertemente en número. Ya no la conocen por su nombre, sino por el apodo de "la Carambada", una palabra inventada para decir "¡es como el carambas!, ¡es como el demonio!" Leonarda tiene habilidad para moverse en varios círculos, como jefa de una banda de asaltantes, donde se le respeta e incluso se le teme como al más rudo de los hombres, pero también en los saraos de sociedad, donde se conduce como la más ¿Existe la veintiunilla? educada de las damas. La herbolaria mexicana es muy amplia y riquísima Pronto se ve invitada a y hay quien afirma que, en efecto, existe una reuniones a donde planta tóxica con la capacidad de matar de asisten personajes y manera diferida y sobre todo, sin dejar rastro. En políticos importantes, diferentes regiones le dan nombres diferentes, como Guillermo Prieto por ejemplo, flor de culebra o chontalpa en Oaxaca, hierba maría o burladora en Michoacán, y Sebastián Lerdo de cochinita o cajón de gato en Guanajuato y Tejada, quien la cuenta Querétaro, pero sobre todo, veintiunilla, por esa entre sus amistades. perversa característica de matar tres semanas Don Sebastián es después de haber ingerido su sustancia. colaborador del Científicamente le dan el nombre de asclepias curassavica linaria, y la describen como una presidente Juárez y se yerba de hojas pecioladas opuestas, de lámina dice su amigo, pero elíptica, con ápice agudo acuminado y base recién ha sido su obtusa o decurrente. ¿Quién se atreverá a contrincante en las preparar su misterioso veneno? elecciones, donde ganó Juárez y perdió Lerdo. Ahora don Sebastián es presidente de la Suprema Corte. Es ya el año de 1872 y una noche asiste a una recepción a donde acude el presidente Juárez y Leonarda se acerca a Lerdo de Tejada para, a su vez, estar cerca del presidente. En un momento en que don Benito deja su copa sobre una mesita, Leonarda aprovecha para verter discretamente en la bebida unas gotas de un frasquito que lleva oculto convenientemente. Es la "veintiunilla", un misterioso concentrado de una yerba tóxica que tiene la característica de no actuar de inmediato, sino ejercer un efecto retardado a los 21 días, 49

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descomponiendo el sistema central y causando algo semejante a una embolia o a un infarto. Lerdo de Tejada, ¿cómplice de la Carambada? Don Sebastián Lerdo de Tejada y Corral fue, durante largo tiempo, colaborador de Benito Juárez. Durante los años de huída, en que el “gobierno” del presidente Juárez no era sino un puñado de personas que iban por todo el país, de población en población, huyendo del ejército de Maximiliano, don Sebastián desempeñó diversos puestos en el “gabinete” de don Benito. Incluso se condujo con habilidad cuando el general González Ortega se apersonó en Chihuahua y quiso reclamar de don Benito que le entregara la presidencia, pues ya había transcurrido su período de mandato (Ver Pinceladas de la Historia, pág 116). Pero Lerdo de Tejada tenía sus propias ambiciones y, en su fuero interno, nunca dejó de considerar a Juárez un “indio” –así, con ese dejo de desprecio indefinido. Una vez restaurada la república, Lerdo, por una parte, y el general Porfirio Díaz, se presentaron a las elecciones federales de 1871, en contra de Juárez, en las cuales don Benito ganó y fue reelecto. Lerdo de Tejada aceptó su derrota y se incorporó al gobierno de Juárez como presidente de la Suprema Corte, en tanto que Díaz se levantó en armas con el Plan de la Noria. Pero no queda la menor duda de que don Sebastián seguía abrigando pretensiones de ocupar el puesto de Juárez y él, como muchos, empezaba a cansarse de ver a don Benito en la presidencia, donde ya llevaba 14 años. Las malas lenguas dicen que en aquella recepción que, por cierto, fue en casa del señor Lerdo, en la cual Leonarda deslizó unas gotas misteriosas en la copa de Benito Juárez, algunos ojos vieron cómo don Sebastián intercambió con ella una sonrisa de complicidad. Sea como fuere, el 19 de julio de 1872, Sebastián Lerdo de Tejada ascendió a la Presidencia de la República. 50

La Carambada regresa a Querétaro y se propone ahora matar al gobernador Zenea y tiene el atrevimiento de publicar clandestinamente un "bando" ofreciendo cien pesos de oro a quien le traiga “las berijas" es decir, las partes nobles de su enemigo, el coronel Zenea. Mientras tanto, en la ciudad de México, el presidente Juárez seguía llevando en doloroso silencio el duelo por la muerte de su esposa Margarita, que había fallecido en enero de 1871, dejando a don Benito tremendamente afectado. Juárez vivía en un departamento que había sido acondicionado en un entresuelo del propio Palacio Nacional y lo compartía con sus hijos solteros, Soledad, María de Jesús, Josefa y Benito, además de Manuela y su esposo, Pedro Santacilia, que trabajaba como secretario del presidente, su suegro.

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El 17 de julio don Benito comienza a sentirse mal desde la mañana, al grado de posponer algún compromiso para el día siguiente. Por la tarde, como a eso de las seis, Juárez sale en el carruaje que suele usar para dar un paseo con algunos de sus hijos, pero al regresar, no quiso ya ir al teatro con Manuela, como se lo había prometido y le pide a Pedro, su yerno, que él la acompañe. Durante la noche siguió con náuseas y por la mañana decide ordenar don Benito que venga a verlo su médico, el Dr Ignacio Alvarado. En presencia del médico siente un calambre dolorosísimo en el pecho que le obliga a dejarse caer sobre la cama. El Dr Alvarado diagnostica “angina de pecho” y aplica el torpe remedio que prescribe la medicina de la época: verter agua hirviendo sobre el pecho del paciente para hacerlo reaccionar, y lo logra. Juárez es impasible, pues a pesar de los fuertes dolores no deja escapar ni un grito ni un quejido. Se acuesta a descansar unas horas pero le avisan que el ministro de Relaciones Exteriores, José María Lafragua, insiste en verlo con un asunto urgente. Juárez se pone pantalones y se arropa con una capa, para recibir, sentado en un sillón, a su ministro. En cuanto puede, se vuelve a acostar y como el dolor no cede, el Dr Alvarado, desesperado, decide aplicar de nuevo el salvaje tratamiento del agua hirviendo sobre el pecho. Don Benito se somete sin protestar, con la piel enrojecida y ampulada por la bárbara quemada. Parece reaccionar y platica un poco, incluso recibe a otro funcionario que solicita audiencia, el general Alatorre, pero en cuanto puede se vuelve a acostar. El Dr Alvarado hace venir a los doctores Gabino Barreda y Rafael Lucio, las mayores eminencias médicas que posee el país, pero ambos se dan cuenta de que no pueden hacer nada. Juárez se oprime el pecho en silencio para aliviar un poco el intenso dolor. El pulso es ya muy débil y el presidente se acomoda sobre su lado izquierdo, para ya no levantarse nunca más. Muere como a las 11,30 de la noche del 18 de julio. Tenía 66 años. Sebastián Lerdo de Tejada, en su papel de presidente de la Suprema Corte, sustituye a Juárez en la presidencia de la república.

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¿Y qué fue de Leonarda, la Carambada? Los hechos no son claros y se dicen muchas cosas; chismes, rumores. Hay quien asegura que, muerto el gobernador de Querétaro, Zenea, su sucesor infiltra un informante en la banda de la Carambada y les preparan una emboscada para capturarla cerca de la hacienda de la Capilla, sobre el camino de Celaya. Como es un personaje con arraigo popular, las autoridades temen que la gente pueda amotinarse, por lo que prefieren aplicarle la “ley fuga”. Ella huye, le disparan y, dándola por muerta, llevan el cadáver al convento de las monjas capuchinas. Sucede que no está muerta, y aunque malherida, revive y pide un sacerdote para su confesión. Allí es donde, para descargar su alma, cuenta toda su historia antes de morir.

Para saber más: • La epopeya de México -Armando Ayala Anguiano • La Carambada, realidad mexicana -Joel Verdeja Soussa • Juárez de carne y hueso -Armando Ayala Anguiano

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El muerto no estaba en casa El país estaba en muy mala situación: la pobreza de las clases populares, agravada por la pésima situación agrícola, la gran desigualdad entre éstas y la burguesía que despreciaba a los pobres y, más recientemente, las desastrosas campañas militares en el norte de África habían ido desgastando la popularidad de que alguna vez gozó el rey. Las elecciones en las principales ciudades las ganaron mayoritariamente los republicanos y muchos consideraron que constituían prácticamente un plebiscito entre monarquía y república. La turbulencia política y social era enorme y el sentimiento general entre la población era muy tenso. El rey decidió tirar la toalla y se marchó al exilio. Corría el mes de abril de 1931 y España vivía un momento que contrastaba con sus glorias pasadas, ahora caducas. Se instaló entonces la Segunda República. El nuevo régimen llegó lleno de energía y de buenas intenciones, dispuesto a transformar y a modernizar al país. Se intentó aumentar la productividad del campo mediante una reforma agraria, se implantaron medidas de tipo liberal muy ansiadas, como la jornada de ocho horas, igualdad de derechos para las mujeres y diversas medidas que daban mayor autonomía y libertad a las regiones con tradición histórica. Otras determinaciones no fueron bien recibidas por todos. El gobierno de la república decidió aplicar fuertes ajustes al ejército, que estaba anquilosado y sobrado de mandos superiores y que, además padecía de un engreimiento totalmente injustificado, ya que sólo había cosechado fracasos estrepitosos en las recientes campañas de Marruecos. Por otra parte, se intentó aplicar una reforma de la iglesia y así reducir su quasimonopolio sobre la educación y su excesiva influencia social, además de no cesar de inmiscuirse en cuestiones políticas. La huída del rey dejó un vacío de poder en donde los cambios que intentaba la república se encontraron con la oposición de las partes afectadas: los monárquicos, las clases privilegiadas y desde luego, el ejército y la iglesia. Por su parte, los radicales consideraban que las medidas eran tibias y no llegaban suficientemente lejos. Los sindicalistas, los anarquistas, los monárquicos, los comunistas, 53

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divididos incluso entre sí, todos se manifestaban, promovían huelgas, paros y desórdenes y la república se debilitaba, al igual que el orden.

Azaña, presidente de la República Manuel Azaña nació en Alcalá de Henares, muy cerca de Madrid, en una familia acomodada pero de ideas liberales. Desde joven se interesó por la literatura y fue autor de varios libros, pero también por la política y cultivó ambas al mismo tiempo. Desde que se inició la Segunda República en 1931, Azaña fue ocupando diversos puestos, incluyendo la cartera de Guerra y en febrero de 36 es electo presidente de la República. La guerra estalla en julio de ese año y a Azaña le toca dirigir la república durante todo el conflicto, enmedio de la desunión de las fuerzas políticas que se supone encabeza y sufriendo graves desencuentros con otros líderes del gobierno, como Francisco Largo Caballero y especialmente con Juan Negrín. La república va perdiendo irremediablemente la guerra y Azaña transfiere la sede de su gobierno de Madrid a Barcelona y cuando esta ciudad termina siendo tomada por las fuerzas de Franco, Azaña huye a Francia. Acaba cruzando la frontera a pie entre lodazales, pues el coche que lo llevaba se descompone y tienen que seguir andando. Refugiado en la región del Rosellón, con media Francia ocupada por el ejército alemán (aliado de Franco) y la otra mitad bajo administración del gobierno títere de Pétain, es vigilado y hostigado sin cesar por agentes del régimen del general Francisco Franco, que pretenden su captura y deportación a España. Finalmente, la Gestapo decide detenerlo. Sin embargo, el embajador de México ante el régimen de Vichy, Luis Rodríguez, prevenido al parecer por un soplo procedente de los propios alemanes, consigue librar a Azaña de sus captores y trasladarlo en un difícil viaje en ambulancia a Montauban, al Hôtel du Midi, donde la legación mexicana utiliza varias habitaciones como sede provisional en la que se refugian numerosos españoles exiliados en espera de poder huir de Francia. Azaña se instala allí con su mujer, prematuramente envejecido y agotado por las penalidades sufridas. Finalmente fallece el 4 de noviembre de 1940. El mariscal Pétain prohibió que fuera enterrado con honores de Jefe de Estado: sólo accedió a cubrir su féretro con la bandera española, a condición de que ésta fuera la del bando nacionalista, y no la bandera republicana. El embajador de México decidió entonces que fuera enterrado con la bandera mexicana.

Es ya febrero de 1936 y los grupos de izquierda se han agrupado -casi todos- en una confusa alianza llamada Frente Popular, mientras que las fuerzas de derecha se integran en torno a la CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas) que se presenta como el gran partido de masas de la derecha española, como la 54

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alternativa de orden y progreso contra las coaliciones de izquierda. La votación es muy apretada y triunfa la izquierda por un escaso margen. El nuevo presidente será Manuel Azaña, quien designa como su Primer Ministro al señor Casares Quiroga, un hombre desprovisto de carácter, que pronto se verá rebasado por los acontecimientos. La derecha no acaba de aceptar su derrota y desprecia la democracia, argumentando que las clases populares no están preparadas para ejercerla. GilRobles, dirigente de la CEDA, comienza a conspirar calladamente. Los sindicatos de izquierda no ayudan en nada con su actitud revoltosa y agresiva. Los acontecimientos se precipitan y los ánimos se calientan. Abundan los enfrentamientos a palos e incluso a tiros, principalmente en Madrid.

A causa de las numerosas carnosidades que el presidente Azaña tenía en la cara, los soldados y los jefes nacionalistas le apodaban despectivamente “Tío Verrugas”.

Azaña está consciente de que los altos mandos del ejército están muy resentidos por la reforma que la república les ha impuesto. Se han reducido radicalmente los efectivos militares y los altos jefes han visto recortados sus privilegios y sus ascensos. Es un secreto a voces que una junta de generales, secundada por la derechista Unión Militar Española, está cocinando una insurrección. Azaña cree que con dispersar a los jefes a puntos alejados podrá desactivar la bomba de tiempo. Manda al general Mola a Pamplona, a Franco lo destina a Canarias, a Goded, a las Baleares. El presidente Azaña ciertamente ha minusvaluado la magnitud de la conjura. Aunque los generales aún no tienen a un líder claramente definido ni aceptado, están más organizados de lo que el gobierno cree. Los conspiradores cuentan con importantes apoyos financieros de los grupos tradicionalistas y de derechas, incluyendo el de un nuevo y apasionado partido de extrema derecha denominado Falange 55

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Española, cuya cabeza pensante es el joven José Antonio Primo de Rivera. El general Mola firma las comunicaciones que envía secretamente a los conjurados ostentándose como El Director, pero eso está por verse, pues algunos, como Franco, ni siquiera han dado todavía su clara aceptación. En marzo se proponen decidir quién tendrá el mando supremo de la sublevación y deciden otorgárselo al general José Sanjurjo, quien años antes había intentado, sin éxito, dar un golpe de estado y ahora vive exiliado en Portugal. José Sanjurjo Molesto, al igual que muchos otros generales, con las reformas al ejército que hace la Segunda República, el general José Sanjurjo organiza una rebelión en Sevilla el 10 de agosto de 1932 La rebelión, conocida como la sanjurjada, tiene éxito inicial en Sevilla donde logró hacerse con el control de la situación, pero fracasa absolutamente en Madrid, donde el gobierno la aplaca y la reprime fácilmente. Sanjurjo pierde el dominio de las cosas y termina siendo apresado al intentar huir. Como cabecilla de la fracasada rebelión, Sanjurjo es juzgado y condenado a muerte, pero se le conmuta la condena por la de cadena perpetua. Más tarde, cambios en el gobierno y un decreto de amnistía le permiten marchar al exilio en Estoril, Portugal. Desde allí, no dejará de conspirar, manteniendo el contacto con sus colegas, altos jefes militares en España. Cuando los conjurados deciden nombrar a Sanjurjo jefe de la nueva rebelión que ha liderado el general Mola, mandan una avioneta que tripula Juan Antonio Ansaldo a recogelo para traerlo a España. Ansaldo aterriza en un llano cubierto de hierba cerca de Cascais, donde un grupo de gente se ha reunido para despedir al general. El ayudante de Sanjurjo arrastra una pesada y enorme maleta que intenta subir a la avioneta. Ansaldo objeta, -“Va a ser demasiado peso. Llevamos el tanque lleno y además la pista es corta”. –“La maleta tiene que ir”, explica el ayudante. “Contiene los uniformes de gala del general y sus condecoraciones. ¡No querrás que llegue a Burgos ni que haga su entrada triunfal en Madrid sin sus uniformes de gala!” El piloto se resigna, pero cuando el voluminoso y pesado personaje se instala en el asiento, a Ansaldo se le hace un nudo en la garganta. Acelera a fondo el motor con los frenos bien puestos y los suelta de golpe, para maximizar la potencia del aparato. Se elevan y parece que lo han conseguido, pero una de las ruedas se atora en la copa de los árboles, la avioneta trastabillea y se precipita al suelo, donde termina chocando contra una barda de piedra. Sanjurjo se abre la cabeza contra una barra de la estructura del avión y muere en el acto. El piloto sobrevive con heridas menores. 56

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Mientras tanto, en Madrid, el calor del verano hace que los madrileños tomen el fresco en los cafés y en las terrazas, en donde no se habla de otra cosa que de la tensa situación y de los rumores sobre los militares. Una de esas noches, en una calle cercana a la céntrica Puerta del Sol, un pistolero falangista dispara a quemarropa sobre un teniente de las Guardias de Asalto de la república. La causa, tal vez ni ellos mismos la saben. El cadáver del joven teniente es velado en las instalaciones de la Dirección General de Seguridad, en donde algunos compañeros de la víctima no se aguantan la rabia y juran que esa misma noche van a asesinar, en venganza,a algún personaje connotado de la derecha. Con el ánimo caliente, el capitán de la Guardia Civil Fernando Condés, que no lleva uniforme sino ropas de civil, ordena sacar del garage una camioneta y sale a la calle, acompañado por el guardia Orencio Bayo, que conduce el vehículo. En el último momento, otros guardias uniformados se suben a la camioneta. Escogen por víctima al líder monárquico Alejandro Goicoechea, pero cuando llegan al domicilio les informan que "el señor no está en casa". Hay que pensar en otro y la elección recae en José María Gil-Robles, el jefe de la CEDA. Van a su domicilio y se encuentran que también está ausente. Las cosas no salen bien pero la rabia no se aplaca ni las ganas de venganza. Circulan por la calle Velázquez, en pleno barrio residencial de Salamanca cuando uno de ellos se acuerda que por allí vive el diputado de ultraderecha José Calvo Sotelo. Hay dos guardias que custodian el portal del edificio pero como ven a varios uniformados y el capitán Condés, aunque sin uniforme, los saluda marcialmente, no oponen ninguna resistencia y los dejan subir hasta el cuarto piso donde vive el diputado con su familia. Tocan el timbre y les abre la sirvienta. Con toda corrección, pero con firmeza, Condés pide ver al diputado Calvo Sotelo. La sirvienta responde que el señor ya se ha ido a dormir. 57

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Franco Franco nació en 1892, en un hogar no muy bien avenido; su padre, autoritario y mujeriego, su madre, resignada y muy religiosa. De niño, el pequeño Francisco tuvo que aprender a sobrellevar burlas a causa de su baja estatura y su voz atiplada. Tal vez por eso, una vez encumbrado propiciará un culto extremo hacia su persona: Generalísimo, Caudillo de España y esas cosas La difícil relación con su padre hizo que Francisco se refugiara en su madre y absorbiera de ella los caracteres que posteriormente lo identificaron: su desinterés por el sexo, su puritanismo, su moralismo y religiosidad, su alejamiento del alcohol y las juergas. La pérdida de Cuba y el desmoronamiento de lo que fuera el Imperio Español ayudaron a forjar probablemente su rudimentario ideario político, al identificar la grandeza del imperio perdido con los antiguos regímenes autoritarios, y el desastre, con las nuevas actitudes liberales de izquierda. La carrera militar de Franco dio un salto gracias a la guerra del Rif en Marruecos, que le permitió alcanzar el grado de general en 1926. Después de la sanjurjada y por las sospechas que pesaban sobre algunos altos mandos, el gobierno alejó de los centros de poder a los generales más proclives a la sedición, destinando a Franco a las islas Canarias. En julio de 1936 y tras muchas indecisiones, Franco se une al golpe de Estado instigado por el general Sanjurjo y el general Mola contra el gobierno de la Segunda República Española y se pone al frente del ejército de África. Tras la muerte de Sanjurjo en un accidente aéreo pocos días después del golpe y ayudado por el prestigio que cosechó con el rápido avance de sus tropas y la toma del Alcázar de Toledo, Franco ve el camino libre para convertirse en líder indiscutible de los sublevados, quienes lo designan Jefe de Gobierno el 28 de septiembre de 1936. Poco después, se autoproclama jefe de Estado y continúa en el puesto aún después de terminada la guerra civil en 1939. Durante la Segunda Guerra Mundial, Franco mantuvo una política oficial de neutralidad y de no beligerancia pero colaboró encubiertamente con el Eje Roma-Berlín de diversas formas, principalmente permitiendo la escala y el aprovisionamiento de aviones y submarinos en territorio español, y enviando tropas para combatir junto a los alemanes en la campaña contra la Unión Soviética, la denominada División Azul. Franco siguió gobernando España con mano férrea hasta su muerte en 1975 y sólo entonces pudo reinstalarse la monarquía, en la persona del rey actual, Juan Carlos I.

-Pues despiértelo!, ordena el capitán con energía. A los pocos instantes aparece Calvo Sotelo, en bata. -De qué se trata?, pregunta 58

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El capitán Condés le muestra su identificación como elemento de la Guardia Civil al tiempo que contesta -Se trata de un registro de rutina. -¿Cómo, a estas horas?, replica el diputado y pide un momento para avisar a su esposa a fin de que no se alarme. Utiliza ese momento para asomarse al balcón y ver la camioneta de la Guardia Civil, con lo que constata que en efecto son policías los que están a su puerta. Los deja pasar para que efectúen la pretendida inspección de su departamento, lo cual sólo tarda un par de minutos. Entonces Condés le dice: -Tendrá usted que acompañarnos a la Comandancia. -Eso sí que no, alega Calvo Sotelo, y como conocedor de las leyes les dice que ningún ciudadano puede ser molestado en su domicilio y menos detenido sin una orden judicial. -Además, añade -como diputado que soy ¡tengo inmunidad parlamentaria! Bueno, se acabó la farsa y se acabaron los miramientos. El capitán Condés le ordena que se vista con ropa de calle y sanseacabó. Cuando Calvo Sotelo intenta utilizar el teléfono, uno de los guardias arranca de un tirón el cable de la pared. El diputado decide obedecer, se viste y sale con los policías. Desde la puerta, mira al balcón del cuarto piso y se despide con la mano de su esposa, que contempla atónita la escena. Sube a la camioneta y lo sientan atrás, entre dos guardias. -A la Dirección General de Seguridad, ordena el capitán Condés al chofer. Pero mucho antes de llegar a ese destino, apenas a unas cuantas cuadras del domicilio, otro de los guardias, llamado Victoriano Cuenca, que va sentado justo atrás del prisionero, saca su pistola y, a quemarropa, le suelta un tiro en la nuca a Calvo Sotelo, quien cae de inmediato hacia adelante y a la derecha. El pistolero le dispara una segunda vez, para estar seguro. 59

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-Al Cementerio del Este, le dice al chofer. Cuando llegan, encuentran a dos guardias en la puerta del panteón y les dicen, -A éste, lo encontramos muerto en la calle, y arrojan el cadáver al suelo. La mujer de Calvo Sotelo se dedica a hacer llamadas -de algún modo habrán reparado el teléfono. Nadie sabe nada. En la Dirección General de Seguridad niegan que ningún vehículo ni ningún contingente policial haya sido enviado al domicilio del diputado. A la mañana siguiente, por fin se acepta la noticia: el diputado José Calvo Sotelo ha sido asesinado. Media España está indignada. La otra mitad se sobrecoge ante lo que vendrá. Es el 13 de julio de 1936. Apenas cinco días después estallará la guerra civil, un baño de sangre que costará un millón de muertos.

El general Francisco Franco, a la izquierda aún como militar sublevado y después, ya entronizado como Generalísimo y Caudillo de España. Queipo de Llano, otro de los generales sublevados que compitió con Franco por el liderazgo de la rebelión, se refirió siempre a él irrespetuosamente como “Paca la culona”. Para saber más • Los cipreses creen en Dios –José María Gironella • Un millón de muertos –José María Gironella • Una historia de la guerra civil que no va a gustar a nadie –Juan Eslava Galán

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Por una manzana Hacia finales del siglo XIII Rodolfo de Habsburgo forcejeaba con otras casas feudales de la época como los Hohenstaufen, los de Bohemia y los Hohenzollern por adueñarse de territorios y por dar gloria y brillo al nombre familiar. Los Habsburgo no había alcanzado ni lejanamente el gran poderío y riqueza que más adelante habrían de lograr pero Rodolfo ya había conseguido hacerse coronar con el curioso título de Rey de los Romanos. Era el intento de los gobernantes medievales de emular el imperio de Carlomagno y de revivir el prestigio y las glorias del ya lejano imperio romano en lo que pretenciosamente llamaron Sacro Imperio Romano Germánico. Cubría territorios muy amplios, entre los que estaban los que después serían Suiza, Austria y el sur de Alemania. Por su parte, los pobladores de esas tierras, campesinos y granjeros, sólo querían que esos grandes señores los dejaran trabajar y vivir en paz, sembrando y cosechando sus parcelas, criando su ganado en las escarpadas laderas y disfrutando de aquellos parajes boscosos llenos de belleza, en donde los rigores impuestos por las nieves y fríos del invierno se veían más que compensados por las flores y frutos del bosque que venían con la primavera y el verano, sin exigirles demasiados tributos ni agobiar con demasiadas restricciones a estos montañeses orgullosos y duros, celosos de su libertad. Pertenecían a la etnia de los “allamani”, palabra de donde se derivó el nombre de Alemania en castellano y en francés, por oposición a otros grupos germanos, que a su vez fueron origen del nombre Germany o Germania con que se conoce a la moderna Alemania en inglés y otros idiomas. Robustos, nervudos, astutos e indomables, estos habitantes de los alpes estaban acostumbrados a desafiar y resistir a una naturaleza implacable y, en consecuencia, no eran hombres sumisos ni fáciles de domar. En 1282 Rodolfo logró imponer a su hijo Albrecht –Alberto- como duque de Austria y a Rodolfo como duque de Styria. Rodolfo era entonces un niño de apenas doce años, pero su hermano Albrecht ya tenía 27 y era poseedor de un carácter más ávido y ambicioso. Poco tardó Albrecht en imponer condiciones opresivas a los Estados del 61

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Bosque, como gustaban de llamarse los cantones de Uri, Schwyz y Nidwalden, que mantenía una cierta alianza o unidad, sin dejar de insistir en su preciada independencia. Albrecht mandó a sus factores, jueces, magistrados y gobernadores con amplias facultades para hacer prácticamente lo que les viniera en gana a fin de someter a estos súbditos difíciles e insumisos y pronto estos funcionarios se convirtieron en codiciosos y crueles tiranos que imponían impuestos, cobraban multas, encarcelaban y humillaban a los infelices habitantes prácticamente a su antojo. Quejarse e intentar recurrir al rey para buscar justicia era completamente inútil, pues el rey simplemente se negaba a escucharlos o a recibirlos. Uno de estos odiosos gobernadores era un tipo llamado Gessler, notable por su arrogancia y arbitrariedad. Un buen día, le gustaron un par de reses que vió en una granja de la población de Melchi, en Nidwalden y ordenó que sus hombres fueran a confiscarlas. Como el joven granjero opuso resistencia y golpeó a uno de los enviados de Gessler, el malvado gobernador mandó apresarlo y al encontrar que el joven ya había huído, el desalmado Gessler sació su espíritu de venganza sobre el viejo padre del granjero, a quien mandó traer a su castillo y allí ordenó que le sacaran los ojos. En el cantón de Uri, Gessler ya había hecho otras tropelías, como adueñarse de la casa del granjero Staufacher, simplemente porque le gustó, para dársela a alguno de sus incondicionales, y así, se cometían infinidad de atropellos sin que hubiera posibilidad de hacer nada para evitarlos o para defenderse. En el pueblo de Altdorf, en el cantón de Uri, Gessler mandó colocar un poste en la plaza del mercado sobre el cual fijó un sombrero que, según anunció, representaba el poder real. Se dieron órdenes estrictas de que había que inclinarse respetuosamente ante el sombrero cada vez que alguien pasara frente a él, en muestra de obediencia y respeto. Mientras Gessler seguía imaginando maneras de humillar y fastidiar a los aldeanos, un hombre llamado Wilhelm (Guillermo) Tell, atravesó la plaza del mercado e ignoró olímpicamente la orden de inclinarse ante el mentado sombrero. No tardaron los esbirros de Gessler en apresar a Tell y en llevarlo a comparecer ante el odiado gobernador, quien le preguntó airado por 62

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qué había desobedecido la orden de inclinarse humildemente ante el sombrero. “Por descuido” –respondió Tell, “porque soy un pobre aldeano ignorante”, dijo haciéndose el tonto. Gessler se enfureció, como igual se hubiera enfurecido ante cualquier otra respuesta que no fuera de total abyección, y le dijo: “Debería yo colgarte por la ofensa que has cometido, maldito montañés majadero”, y sabiendo que Tell tenía fama de ser muy diestro con la ballesta, añadió: “Pero te voy a dar una oportunidad de salvar tu pellejo. Manda que venga el mayor de tus hijos” -Gessler sabía que el hijo de Tell era apenas un adolescente, todavía un niño. “Si eres tan bueno con la ballesta como la gente dice, vas a demostrarlo, disparando una flecha a esta manzana”, continuó diciendo mientras teatralmente cogió la fruta de un cesto que tenía a su alcance, “que tú mismo vas a colocar ¡sobre la cabeza de tu hijo!” Guillermo Tell tembló de miedo y de rabia, pero no tuvo más remedio que aceptar la peligrosa alternativa que le imponía Gessler. “Pues mañana al mediodía sabremos si eres tan hábil como dicen todos, o si tu hijo acaba con una flecha en la cabeza”, dijo el odioso gobernador con una risotada. “Y mientras tanto ¡llévenselo al calabozo!” No tardó en correrse la voz y al día siguiente, en la plaza del mercado, se reunieron los lugareños y se montó un estrado con una poltrona donde se sentaría Gessler a presidir el estúpido espectáculo. La gente murmuraba conteniendo mal su rabia por el atropello contra Tell, pues sentían que cualquiera era vulnerable, hoy o mañana, de las arbitrariedades del odiado gobernador y de sus esbirros austríacos. Incluso había quienes censuraban a Tell por haber aceptado poner en riesgo la vida de su hijo en vez de dejarse simplemente que lo colgaran. Llegada la hora, trajeron a Tell atado de 63

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manos y todavía cegado por la luz del día, después de salir repentinamente del oscuro calabozo. El capitán de la guardia de Gessler arrancó al hijo de Tell de los brazos de sus parientes y lo colocó con la espalda apoyada sobre el gran portón de madera del edificio principal, mientras que otro soldado entregaba a Tell de mala manera la ballesta y la caja de flechas que le habían traído sus amigos. El capitán contó sesenta pasos desde donde estaba el chico y se plantó en el sitio, mirando hacia Gessler en busca de aprobación. El miserable gobernador le hizo un gesto con la mano, indicándole que se alejara aún más. El capitán contó otros veinte pasos. Gessler asintió con la cabeza. ¡Ochenta pasos! Eso era una distancia enorme. Ni el ballestero más diestro podría estar seguro de acertar desde tan lejos. Finalmente, a otra señal de Gessler, el capitán colocó una manzana sobre la cabeza 64

Guillermo Tell en la música y la literatura A lo largo de los siglos, la figura de Guillermo Tell ha sido un modelo de los ideales de independencia y libertad, por una parte, y por otra, del amor paterno y de la valentía personal. Todos hemos escuchado desde niños, aún sin saberlo, la Obertura de Guillermo Tell, compuesta por Gioachino Rossini, que es la introducción instrumental a la ópera del mismo nombre, pues se hizo conocidísima como el tema musical de El llanero solitario que veíamos en televisión. Rossini inmortalizó la historia de Guillermo Tell en el mundo de la música culta mediante esta ópera que escribió en 1828, y Franz Liszt hizo su propio arreglo de la obertura y la convirtió en un elemento que no faltaba en sus conciertos. En 1804, el poeta y dramaturgo alemán Friedrich von Schiller escribió un drama en verso que intituló Guillermo Tell y que constituye una de las mejores obras de este gigante de la literatura romántica.

Monumento a Guillermo Tell en Altdorf, cantón de Uri, en Suiza.

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del chico, mientras la muchedumbre se sobrecogía. Gessler parecía disfrutar enormemente de esta grotesca situación, como si el imponer miedo a toda la población fuera la mejor fuente de entretenimiento. Otro gesto del gobernador indicó a Tell que procediera con la horrible tarea. El aldeano cogió la ballesta, sacó de la caja no una sino dos flechas y colocó cuidadosamente una de ellas sobre su arma. Respiró profundo y alzó la ballesta hasta sus ojos para apuntar con todo cuidado. El tiempo pareció detenerse, todos contenían el aliento. Un movimiento imperceptible de la mano de Tell sobre el gatillo liberó el proyectil que cruzó el aire con un silbido apenas audible para clavarse… ¡justo en el centro de la manzana! Las dos mitades cayeron hacia ambos lados del niño mientras la muchedumbre soltaba un gemido de alivio, explotando después en vítores y gritos de alegría. El que no estaba contento era Gessler. Hubiera preferido que el asunto terminara en tragedia y no que este maldito aldeano se saliera con la suya y hasta se convirtiera en un héroe para los locales. “Muy bien, Tell”, le dijo, “eres bueno con la ballesta. Pero, ¿para qué cogiste dos flechas?”, le preguntó, señalando la que todavía tenía Tell en su aljaba. “Porque si hubiera herido a mi hijo”, le respondió Tell, mirándolo retadoramente a los ojos, “esta segunda flecha hubiera terminado clavada en el pecho de vuestra señoría”. “¡Insolente! ¡Maldito montañés patán!” gritó Gessler enfurecido. “Pero verás, yo te ofrecí esta oportunidad para que salvaras tu miserable vida, pero no te dije que quedarías libre. Vas a ir de nuevo al calabozo más oscuro donde no veas ni siquiera la luz del día, y para vigilarte mejor, será en las mazmorras de mi propio castillo”. Los soldados amarraron fuertemente a 65

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Tell, dejándole incluso la ballesta y la aljaba terciadas al pecho y se lo llevaron a una barcaza en la que se subieron todos, incluso el gobernador Gessler, para regresar a su castillo en Axenstein, al otro lado del enorme lago 2, pues ya el cielo de la tarde se encapotaba y presagiaba mal tiempo. La tormenta no tardó en desatarse y los torpes soldados, extranjeros y desconocedores de los caprichos de la naturaleza de la región, ya preveían el naufragio. A alguien se le ocurrió que desataran a Tell, habituado a navegar en esas aguas, para que condujera la barca y los sacara a salvo. Tell negoció bien la tormenta y dirigió la barca hacia Axenberg, donde había una especie de muelle natural formado por una gran roca, conocida como Tellenplatte. Apenas llegando, Tell saltó a tierra y salió corriendo, llevando consigo su ballesta y sus flechas, ganando tiempo mientras los torpes soldados luchaban todavía por sacar la barca a tierra y ayudar a desembarcar al personaje. Tell corrió como una cabra por el bosque, que conocía a la perfección y se escondió en una hondonada cerca de Kusnach, sabiendo que la comitiva tendría que pasar por allí en su camino hacia el castillo. Allí, oculto entre las ramas de los árboles, esperó pacientemente y cuando el grupo se acercó, abriéndose paso trabajosamente por el bosque, Tell distinguió claramente la figura de Gessler, empapado y con las lujosas ropas llenas de lodo. Tomó puntería tranquilamente y le disparó la flecha que le tenía reservada, haciendo un blanco perfecto en la mitad del pecho. Gessler se desplomó resoplando y escupiendo sangre. La muerte de Gessler no libró de inmediato a los pobladores de los Cantones del Bosque de la tiranía de los autríacos, pero la valentía de Guillermo Tell sirvió para reforzar las aspiraciones de libertad de esta gente resuelta, esforzada y valerosa y su convicción de defender su independencia, formando una Confederación (Eidgenossenschaft) a la que se fueron sumando otros cantones. La lucha fue larga, pero con la batalla de Morgarten en 1315, en donde los suizos -si es que ya se puede hablar de estos diferentes grupos como una nación- impusieron una tremenda derrota a los Habsburgo y a sus aliados, logrando con ello el reconocimiento de importantes derechos y libertades para la naciente Confederación. 2

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Se trata del Lago de los Cuatro Cantones, también conocido como Lago de Lucerna.

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La Confederación Helvética ¿Federación o Confederación? La confederación se diferencia de la federación en que en la primera, los miembros mantienen altos niveles de autonomía y el poder central está limitado, mientras que en la segunda, los federados renuncian a una parte de sus competencias y el poder central es más fuerte. Aquellos cantones alpinos que tuvieron que unirse para defenderse eran tremendamente independientes y celosos de su autonomía, por lo que formaron una confederación (Eidgenossenschaft) a la que poco a poco fueron sumándose otros cantones. Al principio eran tres, luego cinco, después ocho y más adelante trece. Aunque a lo largo de los siglos esa confederación habría de sufrir muchas transformaciones, divisiones, aumentos y guerras internas –incluso cuando los invadió Napoleón I, se convirtió en 1798 en la efímera República Helvética- esa antigua Confederación Suiza es la precursora de la Suiza de hoy.

Suiza tiene hoy 26 cantones.

Para saber más • The Story of Switzerland. -Lina Hug & Richard Stead • White Book of Sarnen. -Aegidius Tschudi

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Cinco de mayo El gobierno de México estaba quebrado. En julio de 1861 el presidente Benito Juárez anunció un moratoria en el pago de la deuda extranjera por un período de dos años. Eso fue suficiente para enfurecer a los gobiernos de España, Francia e Inglaterra quienes decidieron enviar buques y fuerzas militares a Veracruz. España desembarcó 6 mil hombres dirigidos por el general Juan Prim. En enero del año siguiente llegaron 3 mil franceses al mando del almirante Edmond Jurien de la Gravière y después un contingente inglés de 800 infantes de marina al mando del comodoro Hugh Dunlop. Previamente las tres potencias habían firmado la Convención de Londres acordando la acción militar para exigir a México el pago de adeudos por 80 millones de pesos. Una vez desembarcados sus soldados, los tres países enviaron un ultimátum al gobierno mexicano exigiendo el pago inmediato o de lo contrario invadirían el país. Juárez no acababa de respirar tranquilo después de tres años de la Guerra de Reforma y de su difícil triunfo sobre los conservadores y aunque había ganado constitucionalmente la elección a la presidencia, venciendo a Lerdo de Tejada y a González Ortega, difícilmente podría decirse que Juárez tuviera a un país unificado tras de sí. Respondió al ultimátum con una invitación a negociar de manera amistosa y los invitó a parlamentar, pero al mismo tiempo, previniendo una posible invasión que llegase hasta la ciudad de México, creó una unidad militar que denominó Ejército de Oriente y la mandó a pertrecharse cerca de la ciudad de Puebla, al mando del general José López Uraga. Era ya febrero de 1862 cuando los representantes extranjeros se reunieron con Manuel Doblado, que era el ministro de Relaciones Exteriores y con el de Guerra, Ignacio Zaragoza, en la hacienda de la Soledad, en Veracruz y gracias a la habilidad de Doblado llegaron a un acuerdo preliminar que esencialmente consistía en que seguirían negociando en Orizaba, pero respetando la integridad e independencia del país. De pronto, el 5 de marzo, llegó al puerto veracruzano un nuevo contingente militar al mando de Charles Ferdinand Latrille, conde de Lorencez, quien relevó al anterior comandante francés de la Gravière 68

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y comenzó a internarse en el país. Casi al mismo tiempo, el general conservador Juan Nepomuceno Almonte –hijo nada menos que del prócer de la independencia José María Morelos y Pavón- se proclamó “Jefe Supremo de la Nación” y comenzó a reunir tropas conservadoras, apenas apaciguadas después de la Guerra de Reforma, ¡para apoyar a los franceses! España e Inglaterra pronto se dieron cuenta que Napoléon III tenía otras intenciones y no sólo la de cobrar sus adeudos, sino que urdía secretamente planes para establecer un imperio mexicano controlado por Francia. Los representantes español e inglés negociaron separadamente con el gobierno juarista y finalmente aceptaron la moratoria y reembarcaron sus tropas. Francia, por el contrario, presentó a México “las cuentas del gran capitán”, exigiendo el pago inmediato y total de la deuda o que de lo contrario se le entregase el control absoluto de las aduanas y prácticamente el manejo económico del país. Lorencez desconoció los tratados de La Soledad y se dirigió con sus tropas hacia Puebla, con la intención de seguir después y tomar la ciudad de México. El ejército francés gozaba de un prestigio de invencibilidad en toda Europa y se les consideraba el mejor ejército del mundo, lo que se traducía en una arrogancia extrema. Se sentían no sólo mejores soldados, con mayor entrenamiento y equipo sino incluso se creían, y así lo expresaban, miembros de una raza marcadamente superior a los desarrapados soldados mexicanos. Lorencez mandó incluso un comunicado a sus superiores diciéndoles que “con nuestros 6,000 valientes soldados, soy ya dueño de México.” Por su parte, el ejército mexicano tenía un cuerpo de oficiales jóvenes, valientes y entusiastas pero poco experimentados y la tropa era un desastre, pues había sido en su mayoría reclutada mediante la leva, es decir, forzando simplemente a los pobres campesinos y aldeanos a sumarse al ejército, sin recibir, en la mayoría de los casos, ni el menor entrenamiento. Estaban, además, mal equipados y mal alimentados. El general Zaragoza pedía una y otra vez al alto mando en la ciudad de México, el envío de recursos, pues no tenía los 69

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medios para comprar lo necesario para alimentar a su tropa. Encima, dado que la Guerra de Reforma había terminado poco tiempo atrás, no se podía tener plena certeza de las lealtades de los militares hacia el gobierno liberal de Juárez.

Chalchicomula El trabajo subversivo de los conservadores en contra del gobierno liberal de Juárez y en favor de los franceses era constante. Apenas unas semanas antes de la batalla de Puebla y cuando ya era claro que los franceses no venían a cobrar sino a invadir, ocurrió la tragedia de Chalchicomula. Precisamente para evitar que pudieran caer en manos de los franceses, el gobierno de Juárez había acumulado en Chalchicomula gran cantidad de pertrechos militares, además de concentrar allí varios batallones, que eran parte de las fuerzas con que contaba el Ejército de Oriente que comandaba Zaragoza. La ex-colecturía de diezmos de San Andrés, un viejo edificio eclesiástico, era el lugar en donde se habían almacenado la pólvora y las armas y en torno al cual acampaban los soldados, las soldaderas que los acompañaban y servían y buena cantidad de población civil que también se agrupaba alrededor del campamento. Poco después de las ocho de la noche y sin que se supiera cómo, se inició un incendio en el depósito de pólvora y momentos después sobrevino una terrible explosión y el derrumbe de parte de la vieja estructura y de las casas vecinas. Sólo cuando se aplacó el polvo y entre los gemidos de los heridos pudo comenzar a apreciarse la magnitud del daño sufrido. Más de 1300 soldados, unas 500 soldaderas y quizá otras 500 personas entre los lugareños y curiosos que allí estaban, resultaron muertos. La cantidad de heridos fue también muy grande. El daño para el ejército de Zaragoza era enorme, pues no sólo le privaba de valiosos y escasos pertrechos militares que iba a necesitar para repeler a los franceses sino peor aún, le quitaba a más de mil soldados que, además, eran de los pocos elementos entrenados y fogueados con que podía contar Zaragoza en su lucha por defender a México del invasor. Aunque nunca se pudo saber con certeza ni mucho menos agarrar a los causantes, es claro que el atentado fue provocado por soldados conservadores que los traidores generales Mejía y Almonte lograron infiltrar entre las tropas que estaban en Chalchicomula. México luchaba contra el invasor francés y contra el traidor mexicano.

El primer encuentro entre las tropas mexicanas y los invasores de Lorencez tuvo lugar el 28 de abril en algún punto de las Cumbres de Acultzingo, entre Veracruz y Puebla, donde Zaragoza vio la oportunidad de “caerles” por sorpresa a los franceses y dar a sus 70

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inexpertos soldados una oportunidad de foguerase y de causar al invasor las mayores pérdidas posibles. La estrategia funcionó, pues en la batalla de Las Cumbres Zaragoza les hizo cerca de 500 bajas a los franceses, perdiendo los mexicanos sólo unos 50 hombres. Sin embargo, tras retirarse los mexicanos, los franceses recibieron refuerzos de su columna principal que venía de Veracruz y recuperaron el control del paso de montaña. Lorencez quería llegar con sus tropas a la ciudad de Puebla, que era todavía un baluarte del partido conservador y donde los franceses esperaban ser recibidos con “una lluvia de rosas” como había expresado alguno de los jefes galos en una carta a su emperador. Zaragoza llegó con su Ejército de Oriente a Puebla el 3 de mayo por la noche y se encontró que los habitantes, lejos de recibir y ayudar al ejército mexicano, se habían encerrado en sus casas y dejado desiertas las calles de la ciudad, pues Puebla era, en efecto, más Entre los telegramas que envió partidaria de los franceses que Zaragoza a la ciudad de México en los del ejército liberal de Juárez. días cercanos a la batalla del 5 de de 1862, se refiere a la manera Zaragoza tuvo que concentrar mayo de “evitar noticias falsas que en la sus fuerzas en el extremos sur y traidora cuanto egoísta Puebla oriente de la ciudad, tratando de circulan. Esta ciudad no tiene evitar que los franceses llegaran remedio”. Y en otra ocasión añadió al área urbana de Puebla, pues “... nada se puede obtener aquí, esta gente es mala en lo estaba seguro de allí contarían porque general y sobre todo muy indolente y con la ayuda de los pobladores. egoísta…” “Esto es triste decirlo, pero es una realidad”.

El 4 de mayo, los exploradores de avanzada que había enviado Zaragoza le trajeron la alarmante noticia de que una numerosa columna de jinetes, al mando de los conservadores Leonardo Márquez y José María Cobos, venían desde Atlixco para sumarse a las fuerzas de Lorencez para atacar Puebla. Zaragoza tuvo que mandar un destacamento de 2 mil hombres a las órdenes de Antonio Carbajal y Tomás O’Horan para detenerlos, lo cual lograron. Por su parte, el general Almonte y Antonio de Haro y Tamariz, conservadores –yo diría traidores- que se habían sumado a las fuerzas de los franceses, asesoraban a Lorencez sobre cómo convenía orientar la inminente batalla. Los mexicanos le sugerían 71

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acercarse al exconvento del Carmen, pero Lorencez, en su arrogancia, los desoyó y decidió concentrar su ataque en los fuertes de Guadalupe y Loreto, quizá porque esperaba allí recibir el apoyo de las tropas de Márquez, sin saber que ya habían sido dispersadas. Zaragoza había dispuesto a unos 1,200 hombres para defender los fuertes y a otros 3,500 en cuatro columnas de infantería y una brigada de caballería sobre el camino de Amozoc. Sus principales generales eran Porfirio Díaz, Felipe Berriozábal y Francisco Lamadrid. También estaba el general Miguel Negrete con una división de infantería. Al general Santiago Tapia le correspondió ocuparse de la artillería que habían colocado en los fortines. Como a las 9 de la mañana del 5 de mayo los franceses comenzaron a avanzar y hubo tiroteos con algunos grupos de caballería mexicanos que los hostigaban, pero no fue sino hasta las 11 de la mañana en que los En medio de tantas traiciones -y franceses se agruparon y las que vendrían- de los comenzaron el ataque. Sonaron los conservadores, es interesante la cañones desde los fuertes, mientras figura del general Miguel que en la ciudad, repiqueteaban las Negrete, quien había combatido del lado de los conservadores campanas. Los franceses, en una en la reciente Guerra de maniobra repentina, dirigieron una Reforma. Negrete se acercó a imponente columna de más de 4 mil Zaragoza en los días previos a soldados, apoyados por su artillería, la batalla de Puebla y se puso a hacia los fuertes, en tanto que su su disposición, diciendo: “Antes que partido, yo tengo patria”. segunda columna permanecía como reserva en el valle. Zaragoza reaccionó de inmediato a la maniobra francesa y replanteó su plan de batalla, movilizando las tropas al mando del coronel Juan N. Méndez hacia las faldas del cerro, en tanto que Berriozábal situaba a los suyos en la hondonada entre ambos fuertes y el general Álvarez protegía el flanco izquierdo. Porfirio Díaz avanzó con sus hombres por la derecha de la línea de batalla.

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Lorencez había estado reservando a su regimiento de élite de infantería, el de los zuavos, y fue entonces cuando los mandó por el cerro hacia Guadalupe, quedando fuera del alcance de los fusileros mexicanos. Pero en cambio, el fuego que les disparaban los mexicanos desde el fuerte Los zuavos los detuvo en seco y los soldados de Berriozábal, saliendo de entre las rocas, los atacaron con bayonetas. Pero los zuavos eran soldados expertos y curtidos, que supieron reagruparse a salvo y ponerse fuera de tiro, para lanzarse de inmediato en una segunda embestida. La lucha se generalizó con una fuerza terrible, pues Zuavo es el nombre que recibió cierto tipo los dos regimientos de soldados (zouave, en francés) que franceses de infantería se formaron regimientos en el ejército francés lanzaron sobre la línea a partir de la década de 1830. Eran mexicana en un combate originarios de Argelia, y su nombre se deriva de una palabra bereber que es directo, cuerpo a cuerpo y a gentilicio de la tribu a la que pertenecían. bayoneta calada. Los Desde su incorporación a los ejércitos de mexicanos resistieron Francia, los zuavos se ganaron una repeliendo poco a poco a los reputación de fiereza y valentía, logrando franceses en sus ataque victorias en condiciones desventajosas. En Argelia misma se les conocía como “los hacia los fuertes. El coronel chacales”. mexicano José Rojo estimó que era el momento de enviar la caballería mexicana sobre los franceses y así se lo sugirió al general Álvarez, con lo cual se recrudeció la carnicería, a golpe de sable a diestra y siniestra. En la ciudad de México, el presidente Juárez tenía pocas noticias. Habían recibido un telegrama de Zaragoza cerca del mediodía, 73

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anunciando que la batalla había comenzado con gran fuego de artillería por ambos bandos. Pasadas las dos de la tarde parecía que los mexicanos llevaban la ventaja y entonces Lorencez ordenó un supremos esfuerzo a los zuavos, reforzándolos con su regimiento de cazadores de Vincennes. Ya sólo quedaba como reserva a los franceses el regimiento del 99 de Línea, que se lanzó a atacar el ala derecha mexicana. Como reacción, el general Lamadrid salió a su encuentro con los Zapadores de San Luis Potosí y la batalla cobró una crudeza descomunal; los hombres luchaban cuerpo a cuerpo, defendiéndose y atacando como fieras, con fusiles, con armas cortas y cuando ya no quedaba otra alternativa, embistiendo con la bayoneta. Los franceses lograron apoderarse de una casa en la falda del cerro, hasta que los zapadores los desalojaron con arrojo. Un cabo mexicano apellidado Palomino, batiéndose cuerpo a cuerpo entre los zuavos, logró arrebatar el estandarte al francés que lo portaba, a la vez que le encajaba la bayoneta en el pecho. La heroicidad de Palomino y el haber arrebatado el simbólico estandarte a los zuavos significó para los mexicanos un gran estímulo emocional. Avanzada la tarde se soltó un fuerte aguacero, que dificultaba el avance de los franceses sobre el cerro. Hábilmente, Zaragoza aprovechó para que el batallón Reforma reforzara la defensa de los fuertes. En Loreto había un cañón de buen tamaño, cuyos disparos causaban fuertes estragos a los atacantes y los zuavos hicieron un supremos esfuerzo para apoderarse de esa pieza. De pronto un francés llegó hasta donde el artillero mexicano tenía en sus manos la bala que estaba por poner en la boca del cañón. El artillero, en una rápida reacción, golpeó la cabeza del soldado francés que tenía enfrente con la bala de cañón que tenía en las manos y lo hizo rodar por el parapeto. El asalto fue rechazado y los mexicanos mantuvieron así el dominio de la vital pieza de artillería. Como a las cuatro de la tarde en Palacio Nacional se recibió otro telegrama informando que el enemigo había mandado su ataque sobre el cerro contra los fortines y que el esfuerzo mexicano se concentraba en rechazarlos. 74

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Cuando la segunda columna francesa llegó hasta el fuerte de Guadalupe, apoyada por Tres eran, mas la Inglaterra una nutrida línea de Volvió a lanzarse a las olas fusileros, Porfirio Díaz atacó y las naves españolas con su batallón de Guerrero tomaron rumbo a su tierra. y dio alivio a los Rifleros de Sólo Francia gritó: “¡Guerra!” San Luis Potosí, que Soñando ¡oh patria! en vencerte, sirviéndose en su provecho estaban viéndose rodeados se alzó, erigiendo en derecho por los franceses y mandó a el derecho del más fuerte. otra parte de sus tropas a apoyar a los coroneles Manuel Acuña tenía sólo 13 años Loaeza y Espinoza para cuando ocurrió la batalla de Puebla, acabar de dispersar al pero nadie mejor que él inmortalizó en enemigo de esa zona. Los apasionadas palabras ese hecho comandantes mexicanos heroico con su poema Cinco de Mayo, parecían bien coordinados y del que sólo reproduzco la primera Diaz siguió apoyando con estrofa. Manuel Acuña era un sus tropas a los de San Luis apasionado y un romántico y fueron hasta lograr hacer precisamente esas características de su retroceder a los atacantes personalidad las que lo llevaron a acabar con su vida, justo cuando en los de manera definitiva. Poco círculos intelectuales y artísticos todos después los franceses reconocían su genio, su calidad como emprendieron una franca escritor y nadie dudaba de su exitoso huída, retirándose hacia Los futuro. Acuña se enamoró Álamos y después de profundamente de Rosario de la Peña, y reagruparse, hacia Amozoc. fue ese desenfrenado amor por ella lo Finalmente, ya cerca de las seis de la tarde llegó a Palacio Nacional otro telegrama, el quinto, diciendo:

que llevó al joven poeta a terminar con su vida el 6 de diciembre de 1873, ingiriendo cianuro de potasio y tras haberle dedicado otro de sus exaltados poemas, el Nocturno a Rosario.

“E. S. ministro de la Guerra: Las armas del Supremo Gobierno se han cubierto de gloria: el enemigo ha hecho esfuerzos supremos por apoderarse del cerro de Guadalupe que atacó por el oriente a derecha e izquierda durante tres horas; fue rechazado tres veces en completa dispersión, y en estos momentos está formado en batalla, fuerte de 75

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más de cuatro mil hombres, frente al cerro, fuera de tiro. No lo bato, como desearía, porque, el gobierno sabe, no tengo para ello fuerza bastante. Calculo la pérdida del enemigo que llegó hasta los fosos de Guadalupe, en su ataque, en seiscientos o setecientos entre muertos y heridos; cuatrocientos habremos tenido nosotros. Sírvase usted dar cuenta de este parte al C. Presidente. I. Zaragoza”. Zaragoza se equivocó en la estimación que hizo de las bajas, tanto propias como del enemigo, pues los franceses tuvieron 476 muertos y 345 heridos, y los mexicanos sólo 83 muertos y 250 heridos, además de una docena de desaparecidos que bien pudieron ser desertores. En donde no se equivocó fue en la brillante conducción de la batalla y de sus hombres, a quienes arengó antes del encuentro con gran éxito, diciéndoles que si bien los franceses eran considerados “los primeros soldados del mundo” ellos eran “los primeros hijos de México”, con lo cual les infundió un orgullo capaz de superar sus carencias materiales y su escaso entrenamiento. Zaragoza tuvo que tomar decisiones arriesgadas, como la de enviar dos mil de sus efectivos a detener a las tropas que el traidor de Leonardo Márquez traía para reforzar a los franceses, decisión que tal vez fue crucial para el resultado final, además de conducirse serenamente durante la batalla y utilizar sus fuerzas con efectividad. Por su parte, Lorencez tal vez debió lanzarse sobre Puebla en vez de atacar los fuertes de Loreto y Guadalupe, además de otros detalles, como la colocación que hizo de sus piezas de artillería, pero los estrategas militares podrían seguramente discutir ese punto largamente. Lo que sí no previó Lorencez, en su arrogancia, fue la valerosa resistencia y denuedo de los mexicanos. Lamentablemente, la batalla de Puebla no detuvo la invasión francesa, sino que sólo la retrasó. Menos de un año después los franceses volverían a atacar, esta vez llegando hasta la ciudad de México y obligando al presidente Juárez a emprender un itinerante exilio por todo el país, mientras los franceses, apoyados por los conservadores mexicanos y por la iglesia católica, imponían el segundo Imperio Mexicano con Maximiliano de Habsburgo en el trono. 76

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El padre de Ignacio Zaragoza era un soldado del ejército mexicano destacado en Tejas y allí fue donde nació su hijo Ignacio en 1829, en Presidio de la Bahía del Espíritu Santo (hoy Goliad, Texas). Aún antes de que Tejas se independizara, la familia Zaragoza se mudó a Matamoros y luego a Monterrey, donde Ignacio entró al seminario, pero pronto lo dejó pues el sacerdocio no era su vocación. Durante la invasión estadounidense a México en 1846-48, el joven Ignacio intentó alistarse para defender su patria, pero no fue aceptado. Fue hasta 1853 cuando pudo entrar al ejército mexicano. Durante la Guerra de Reforma combatió bajo las órdenes del general Jesús González Ortega y en octubre de 1861 fue nombrado ministro de Guerra por el presidente Benito Juárez, cargo que dejó para asumir el mando el Ejército de Oriente para combatir la invasión francesa. Condujo sus fuerzas con habilidad y patriotismo y fue el héroe indiscutible de la batalla de Puebla, el 5 de mayo de 1862. Zaragoza hubiera seguido desempeñando un papel muy principal entre las fuerzas liberales de Juárez de no haber sido porque en septiembre de 1862, estando aún destacado con sus tropas en la ciudad de Puebla, Zaragoza enfermó de tifoidea y murió tres días después, a la edad de apenas 33 años.

Para saber más: • Noticias del Imperio -Fernando del Paso • La epopeya de México -Armando Ayala Anguiano • Archivo Histórico de la Sria de la Defensa Nacional • Revista del Colegio Militar, SDN -Subtte. José Ayala Morelos

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El cañón de Gonzales Desde que Tejas era parte de la Nueva España, el gobierno virreinal ya se preocupaba por aquel lejano territorio, pobre, desértico y poco poblado, por lo que no tuvo inconveniente en otorgar concesiones a quienes le pidieron permiso para llevar familias a poblar y desarrollar esas tierras bajo un régimen de “empresarios”, es decir, de enganchadores que llevarían a la gente y les venderían a bajo precio las tierras que ellos conseguían gratis. Uno de esos primeros “empresarios” fue el padre de Stephen Austin quien, al fallecer, dejó como heredero de la concesión a su hijo, al mismo tiempo que la Nueva España se convertía en el México independiente. El joven Austin viajó a la capital mexicana cuando ya gobernaba Agustín I y se relacionó hábilmente con los políticos mexicanos a quienes causó una grata impresión por su educada moderación y buenos modales, logrando que le reiteraran la concesión que le habían dado a su padre. Stephen F. Austin había nacido en Virginia y luego ejerció la abogacía en Kentucky y en Louisiana. Tenía poco interés en continuar la concesión que había heredado de su padre para colonizar Tejas pero accedió, a instancias de su madre viuda. Tras la independencia de Tejas, Austin participó en la elección para ser presidente de la nueva república, pero perdió ante Sam Houston, que arrasó en la elección. Austin fue nombrado Secretario de Estado del naciente gobierno pero a escasos dos meses de su nombramiento falleció de neumonía, en diciembre de 1836.

La idea de colonizar Tejas con gente que provenía de otros estados de México y de los Estados Unidos era buena, pues había muchos inmigrantes que efectivamente deseaban echar raíces, cultivar la tierra, criar ganado y crear un patrimonio para sus familias. Pero las cosas no habían funcionado del todo bien, principalmente a causa de dos diferencias difíciles de conciliar, una era la falta de libertad religiosa y otra, el tema de la esclavitud. La Nueva España, y México 78

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después, no podían imaginar territorios en donde imperara otra religión que no fuera la católica. En cuanto a la esclavitud, aunque los españoles hubieran tratado a los indios mexicanos peor que a esclavos, oficialmente la esclavitud no existía y el México independiente había reiterado su abolición. Las autoridades podían hacerse de la vista gorda, pero no aceptarla oficialmente. En aquel 1821, la provincia de Tejas era apenas un territorio anexo al Estado de Coahuila y las fuerzas políticas del naciente México forcejeaban entre organizarse como una monarquía constitucional –ese imperio que apenas duró- y una república. Tejas estaba muy lejos de sus prioridades como para concederle mucha importancia y apenas un mes después de la abdicación de Agustín I, los colonos tejanos empezaron a organizarse para formar un gobierno propio, e incluso mandaron a un representante, Erasmo Seguín, a participar en la elaboración de la Constitución Mexicana de 1824. Había entre ellos gente decente, como Austin, deseosos de cumplir con los compromisos adquiridos con el gobierno mexicano y aspirando a convertir Tejas en un estado de la república mexicana. Había también otros, menos moderados, influídos o pagados por los esclavistas del los estados sureños del país del norte, que buscaban ya otra cosa. La vida en esos territorios no era fácil. Además de la lejanía con las ciudades importantes de México y con su centro de decisiones y de tener que procurarse casi todo lo necesario para subsistir mediante su esfuerzo propio, sufrían sistemáticamente el acoso y los ataques de los indios apaches, comanches y karankawas, además de los “rufianes” y malvivientes venidos de los Estados Unidos a sembrar el desorden. El gobierno del naciente México estaba quebrado desde el principio y no podía dedicar dinero ni soldados para guardar el orden en Tejas, por lo que animó a los tejanos a crear milicias para mantener la paz y para defenderse. Además, los contratos de concesión otorgados a Austin y a muchos otros, expresamente estipulaban que ellos, los “empresarios”, tenían obligación de encargarse de la seguridad de las familias que llevaban a esas tierras. En 1826 el pueblo de Gonzales fue atacado y quemado por los comanches, que mataron a casi todos los infelices pobladores. Los pocos sobrevivientes que regresaron a reconstruir el pueblo 79

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recibieron, en 1831, del comandante mexicano de la región, un cañoncito de 6 libras, un arma que muchos consideraron casi un juguete, pero cuyo estruendo bien serviría para asustar y dispersar a los indios. Con el paso del tiempo, las relaciones entre México y los colonos de Tejas se fueron deteriorando. El gobierno mexicano sacó una ley el 6 de abril de 1830 restringiendo la inmigración y cambiando los términos de las concesiones, como la de Austin, por lo que Stephen Austin emprendió en 1833 el larguísimo viaje –más de tres mil kilómetros- hasta la ciudad de México, confiado en que podría negociar con las autoridades como ya lo había hecho antes. Por otra parte, los abolicionistas del norte y los esclavistas del sur de los Estados Unidos estuvieron a punto de ir a la guerra por sus diferencias y sólo se evitó ésta mediante el acuerdo de prohibir la esclavitud al norte del paralelo 36º 30” (la línea Mason-Dixon) pero permitirlo al sur de esta frontera. El arreglo evitó la guerra pero no dejó satisfecho a los sureños, que siguieron codiciando territorios para su expansión, buscando incluso que México accediera a venderles tierras. Como no lo lograron, encontraron en Andrew Jackson, un rico negrero de Tennessee, al líder que consiguiera ese objetivo y cuando Jackson subió a la presidencia de su país en 1928, esas posibilidades se fortalecieron. Jackson reclutó como su instrumento a Samuel Houston, un desprestigiado político de Tennessee que había tenido que renunciar a la gubernatura de su estado en medio de un escándalo. Houston, apoyado por Jackson, se valdría de los “ruffians” y de otros malvivientes mercenarios para calentar el ambiente. El desorden político que imperaba en México iba a serle sumamente útil. Austin parecía estar logrando sus propósitos en la ciudad de México, pero una carta suya al gobierno de Coahuila y Tejas hablando de declarar a Tejas como estado mexicano independiente puso furioso al vicepresidente Gómez Farías quien lo mandó encarcelar. Austin fue liberado sólo hasta septiembre de 1835, momento en que regresó a Tejas, probablemente mucho menos optimista que antes.

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Samuel Houston también era originario de Virginia pero fue en Tennessee donde desarrolló su carrera política como protegido de Andrew Jackson. Una vez iniciada la revolución de Tejas contra México, Houston se puso a la cabeza del ejército rebelde y se enfrentó a las fuerzas mexicanas que comandaba Antonio López de Santa Anna. Después de dejar que Santa Anna aniquilara a los tejanos que se habían pertrechado en el fuerte de El Álamo, Houston tuvo la habilidad de hacer que el engreído general lo persiguiera hasta San Jacinto, donde cayó por sorpresa sobre las agotadas tropas mexicanas y las derrotó en pocos minutos, tomando al propio presidente mexicano prisionero el 21 de abril de 1836. A cambio de su vida y de su libertad, Santa Anna firmó el Tratado de Velasco, reconociendo la independencia de Tejas en condiciones ignominiosas.

Mientras tanto, la actividad subversiva de los rufianes de Houston iba en aumento. Ya en 1827 un tipo llamado Haden Edwards y un puñado de alocados seguidores se habían declarado independientes y creado la República de Fredonia cerca del poblado de Nacogdoches, pero los colonos legítimos, incluído el propio Austin, formaron milicias para rechazarlos, haciéndolos huir de regreso a los Estados Unidos. Similarmente, habían ocurrido otros incidentes en 1832 y 1835 en la zona de la desembocadura del río Trinidad, en la parte norte de la bahía de Galveston, cuando insurgentes tejanos atacaron las guarniciones militares mexicanas de Anáhuac y de Velasco. Habían sido sólo incidentes sin mayores consecuencias, tiroteos inconexos entre los soldados mexicanos y los tejanos levantiscos, pero que reflejaban la tensión existente. Por todo eso, en septiembre de 1835, el coronel Domingo de Ugartechea, comandante de todas las fuerzas mexicanas en Tejas, 81

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consideró inconveniente que los residentes de Gonzales tuvieran un cañón, por más que fuera pequeño, y solicitó su devolución. Como su solicitud no fuera atendida, Ugartechea mandó un contingente de cien “dragones” a Gonzales, bajo el mando de Francisco de Castañeda, quien llevaba una orden oficial para el alcalde Andrew Ponton de que entregara el cañón pacíficamente. Pero Ponton ya se había movilizado desde antes, pidiendo ayuda al cercano poblado de Mina, que le mandó 140 hombres. Algunos de los colonos de Gonzales opinaban que simplemente devolvieran el cañón y ya, pues los soldados mexicanos no exigían otra cosa, pero la mayoría, más exaltada, incluyendo al propio alcalde Ponton, consideraba que devolver el cañón era un punto de orgullo y de autonomía sobre el que no iban a ceder. Cuando los jinetes del teniente Castañeda llegaron a las afueras de Gonzales, se encontraron que lo pobladores habían hecho desaparecer los pontones y barcas que servían para atravesar el río Guadalupe –que, por cierto, estaba algo crecido- con lo que dificultaban el paso del grupo de militares y que del otro lado del curso de agua, estaban reunidos 18 colonos en actitud retadora. De hecho, los tejanos se morían de ganas de entablar pelea, mientras que los soldados mexicanos tenían órdenes expresas de actuar cautelosamente y evitar la violencia. Los tejanos dijeron a Castañeda que el alcalde Ponton no estaba en el poblado, lo cual era mentira, por lo que debían esperar sin entrar a Gonzales y sin cruzar el río. Prudentemente, el teniente Castañeda y sus hombres acamparon a unos 300 mts del río Guadalupe a esperar. Mientras tanto, en Gonzales todo era movimiento y alboroto. Respondiendo a la llamada de Ponton, llegaron otros 80 hombres procedentes de los pueblos de Fayette y Columbus y tras una acalorada asamblea, eligieron como líder al coronel Henry Moore, de Fayette. Al día siguiente, Castañeda volvió a exigir que le entregaran el cañón y por toda respuesta le dijeron que eso no iba a ocurrir y que los de Gonzales querían negociar directamente con el comandante 82

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Ugartechea. Castañeda entendía claramente que los tejanos sólo buscaban ganar tiempo para acrecentar sus fuerzas, pero se mantuvo prudente y transmitió la información a Ugartechea en San Antonio, y éste aprovechó al Dr. Launcelot Smither, un residente de Gonzales que se hallaba en San Antonio, para que actuara como su enviado e intentara apaciguar los ánimos de sus paisanos y convencerlos de acatar lo ordenado. Smither llegó a la mañana siguiente, pero su embajada no sirvió de nada pues Moore ya estaba en pié de guerra y tenía a los gonzaleños ansiosos de pelea. Castañeda recibió informes, a través de un indio coasatl, de las fuerzas reunidas en Gonzales y de sus preparativos y para evitar que lo tomaran por sorpresa, movió su campamento a unos 10 km. más arriba, siguiendo el curso del río y refugiándose detrás de una loma. Al atardecer y aprovechando que había niebla, los tejanos cruzaron el río y se fueron acercando calladamente al campamento mexicano, hasta que el ladrido de unos perros alertó a los mexicanos del ataque y comenzaron a defenderse de los disparos. El repentino alboroto encabritó al caballo de uno de los tejanos y derribó a su jinete, que acabó con un golpe en la cara y la nariz ensangrentada. La balacera continuó a intervalos toda la noche sin que los mexicanos pudieran evaluar, por la niebla y la oscuridad, la magnitud de la fuerza atacante, por lo que optaron solamente por defenderse y ocultarse. Por la mañana y con una pausa en el tiroteo, Castañeda parlamentó con Moore, quien alegó que los colonos no reconocerían al nuevo régimen centralista de Santa Anna y que se declaraba fieles a la Constitución de 1824, argumentos que poco venían al caso con el conflicto en cuestión. Los tejanos habían montado el famoso cañoncito con ruedas sobre una carreta y lo habían usado durante el ataque, aunque con poco éxito, pues tras cada detonación, el arma se les caía de la carreta por el retroceso. Más aún, habían confeccionado una bandera blanca con el dibujo en negro del cañón y la leyenda “Come and take it” (Vengan y llévenselo) y la enarbolaban con gran brío. Castañeda se dio cuenta que se enfrentaba a fuerzas muy superiores a las suyas y que el incidente sólo produciría resultados indeseados, por lo que optó por retirarse y regresar a San Antonio de 83

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Béxar. La famosa batalla sólo produjo un muerto entre los mexicanos y entre los tejanos sólo un herido: el que se cayó del caballo. Sin embargo los tejanos consideraron que la batalla de Gonzales había sido un gran triunfo para ellos. Aunque el enfrentamiento tuvo un impacto mínimo en lo militar, desde el punto de vista político las consecuencias Detalle de un mural que existe en el fueron enormes pues constituyó museo de Gonzalez, Texas, en donde la primera batalla de la guerra se reproduce la famosa bandera con la leyenda “Come and take it” (Vengan y de revolución por la llévenselo) y el famoso cañoncito. independencia de Tejas. La noticia se extendió como reguero de pólvora no sólo por Tejas sino por los Estados Unidos, de donde pronto vinieron más aventureros y buscafortunas a participar en la guerra contra México. Apenas una semana después toda Tejas estaba en guerra y el 11 de octubre los tejanos eligieron a Stephen Austin como su comandante general, a pesar de que el buen hombre carecía de toda experiencia militar. Austin emprendió diversos ataques sin lograr ningún resultado efectivo hasta que llegaron más rufianes procedentes de Nueva Orleans y de Mississippi. Lo despojaron entonces del mando militar, que le fue entregado a Houston y esas fuerzas se apoderaron el fuerte del Álamo, en las afueras de San Antonio de Béxar, desalojando al comandante mexicano, el general Martín Perfecto de Cos, quien fue liberado para regresar a Saltillo, previa promesa de no volver a empuñar las armas contra ellos. Con la salida de Cos y de sus escasas tropas, en todo Tejas no quedó ya ningún soldado mexicano. Las noticias de esa desoladora situación llegaron finalmente a 84

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oídos del “Napoleón mexicano”, de “su Alteza Serenísima”, -el presidente Antonio de Padua María Severino López de Santa Anna y Pérez de Lebrón -quien tuvo que salir de su hacienda de Manga de Clavo en Veracruz, para ponerse al frente de un imponente ejército de más de seis mil hombres a fín de solucionar, de una vez por todas, “el problema tejano”. El desenlace ya lo conocemos.

Para saber más: • La epopeya de México -Armando Ayala Anguiano • Lone Star Rising -William C. Davis • México mutilado -Francisco Martín Moreno • El seductor de la patria -Enrique Serna

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¡Porque yo lo valgo...! Aunque Julio acababa de ser admitido en el Colegio de Pontífices y eso le abría grandes posibilidades para su desarrollo, el joven decidió sin embargo tomarse un tiempo para estudiar filosofía y retórica con uno de los maestros más notables y famosos en la especialidad. Pero el barco en el que Julio viajaba hacia Rodas fue atacado en alta mar por unos piratas quienes, al ver las costosas ropas y los refinados y arrogantes modales del joven, se dieron cuenta de que seguramente pertenecía a una importante y acaudalada familia, por lo que, en vez de limitarse a robarle sus pertenencias y dejarlo proseguir su viaje, lo secuestraron y se lo llevaron prisionero a una isla cercana en donde tenían su guarida. Allí, el jefe de los bandidos evaluó tranquilamente la bonanza que había caído en sus manos. Estaba seguro de que podría exigir un jugoso precio a cambio de la libertad y la vida de su prisionero. Se dispuso a redactar un mensaje para hacerlo llegar a la familia del joven, exigiendo un rescate de veinte talentos de oro, una suma fabulosa. El jefe pirata, encantado con su suerte, no se aguantó las ganas de comentarle a su propia víctima la elevada demanda que pensaba exigir por su libertad. Julio, que estaba sentado sobre unas rocas a la orilla de la playa y escribía un discurso que seguramente pronunciaría ante los pontífices, miró con desprecio al desarrapado bandido y soltó una sonora carcajada. -¿¡Veinte talentos!? ¡Cómo se ve que no conoces ni tu propio negocio!, exclamó Julio. –Si supieras lo que haces y lo que yo valgo, pedirías como mínimo cincuenta. El aturdido pirata se quedó perplejo. Veinte talentos eran ya una fortuna. Exigir cincuenta superaba las más elevadas y locas expectativas del bandido. Pero... ¡bueno! Si el mismo prisionero se lo sugería, habría que hacerlo. Borroneó el mensaje que había escrito para poner la nueva cifra y despachó enseguida a quien lo llevaría. ¡Por todos los dioses! –pensaba el pirata. Habrá que tratar a este cautivo con toda cortesía y miramiento, para no poner en ningún 86

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riesgo tan interesante suma. ¡Ojalá que pronto tengamos respuesta de su gente! En efecto, la respuesta no tardó mucho en llegar y con ella el rescate exigido, sin regateo ninguno. ¡Los piratas no podían creer su buena suerte! Los treinta y ocho días que el muchacho había pasado entre sus captores ni siquiera habían sido desagradables. El refinado y culto prisionero los había entretenido leyéndoles las cosas que escribía y hasta dándoles pacientes explicaciones cuando los muy brutos no entendían. Finalmente Julio se marchó con quienes vinieron a buscarlo y los piratas casi sintieron tristeza por la despedida.

El artista británico Edward Mortelmans es el autor de esta acuarela, representando a Julio César entre los piratas que lo secuestraron.

Recuperada la libertad, Julio no perdió tiempo en organizar una fuerza naval que partió del puerto de Mileto y en pocos días se convirtió en azote de su propios captores, a quienes sorprendió en su refugio y se los llevó prisioneros a Pérgamo, no sin antes apoderarse de los tesoros acumulados en su guarida, entre ellos, del rescate que recién había pagado su familia para liberarlo. Para darle un poco de legalidad al asunto, Julio buscó la participación del rey Junio, el monarca de esas regiones del Asia Menor a quien le correspondería castigar a los piratas apresados, pero al gobernante no le interesó la 87

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suerte de los bandidos y dejó a Julio en libertad para castigarlos como quisiera. Al joven le pareció que crucificarlos sería el castigo adecuado para los crímenes cometidos por esa banda de salvajes, pero acordándose quizá de que lo habían tratado bien durante su cautiverio, Julio ordenó que en vez de dejarlos agonizar largamente en la cruz, los degollaran piadosamente para así abreviar sus sufrimientos. Aunque Julio tenía entonces sólo unos 25 ó 26 años ya era un hombre ante quien se desplegaba un brillante futuro. Había nacido en el seno de una familia de mucho abolengo aunque de poca fortuna –la gens Julia- cuya estirpe, según la leyenda, se remontaba hasta Eneas y se decían descendientes de la diosa Venus, y había sabido aprovechar los parentescos y relaciones desde temprana edad para irse labrando una buena posición en la política. Su padre había logrado algunos éxitos en la carrera de servicio público –la cursus honorum- pero eso se había acabado con su repentina muerte en campaña. Sin embargo, su tía paterna, que era esposa del político reformista Mario, estaba segura que el muchacho alcanzaría logros muchos mayores que los que había escalado su padre. Fue ella quien se preocupó mucho por la educación y orientación del joven Cayo Julio César quien, gracias a su tía, con apenas 16 años había ocupado ya el cargo de flamen dialis, un ceremonioso puesto como sacerdote de Júpiter que le imponía complicadas obligaciones pero le confería singulares honores y privilegios. En una Roma en donde la religión y el Estado se entremezclaban, el puesto era considerado un buen trampolín político. Julio había ya sorteado muchos peligros –algunos quizá mucho mayores que ser secuestrado por los piratas. Siendo sobrino de Cayo Mario, el poderoso político que fue cónsul siete veces, Julio quedó del lado perdedor cuando su tío murió y Sila se adueñó del poder. Sólo la habilidad y sangre fría de Julio, sumadas a la influencia de su tía, le permitieron salvar la vida e incluso más tarde, al fallecer su esposa Cornelia, casarse con Pompeya, la nieta del nuevo y poderoso gobernante. Julio, como joven abogado, logró hacerse elegir edil curul (algo así 88

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como Presidente Municipal) y más tarde, aprovechando esa dualidad político-religiosa de Roma, alcanzó el puesto de Pontifex Maximus (Pontífice Máximo) algo así como arzobispo primado, un cargo que implicaba no sólo gran autoridad, sino también mucho honor y prestigio. Pero apenas se había mudado Julio a la casa que su nuevo puesto le concedía en el Foro mismo de Roma cuando estalló el escándalo. Pompeya, su esposa, como cónyuge del presidente del Colegio de Pontífices, era a quien correspondía la organización de los ritos de la Bona Dea –la buena diosa- una serie de rituales sagrados reservados estrictamente a las mujeres y durante los cuales cualquier presencia masculina era considerada sacrílega y completamente prohibida. Ocurrió que Publio Clodio Pulcro, un joven y escurridizo político, se disfrazó de mujer y logró colarse a la casa o templo donde se oficiaban las celebraciones, aparentemente con el sucio deseo de buscar una ilícita relación con Pompeya o quizá sólo de perjudicar a Julio César con el escándalo. ¡Y vaya que lo logró! Los romanos podían ser muy tolerantes en algunas cosas, y varias décadas después incluso se convertirían en una sociedad desenfrenada. Pero en aquel año de 62 antes de Cristo, la sociedad romana tenía criterios muy estrictos en materia de liturgia religiosa. La noticia de la supuesta relación entre Publio Clodio y la mujer de Julio César se inflamó como reguero de pólvora. Una vez más la habilidad política de Julio salió a relucir y le permitió dominar la situación. Aunque públicamente expresó que él consideraba inocente a Pompeya, acató la injusta decisión que le impusieron de divorciarse de ella, y acuñó una frase que pasaría a la historia: “La mujer de César no sólo debe ser honrada, sino también parecerlo.” No había duda de que Julio sabía moverse en política y de que su carrera iba en claro ascenso. Durante el escándalo que sacudió a Roma, provocado por la rebelión que organizó Lucio Sergio Catilina, un patricio de noble familia que estaba frustrado por no alcanzar el éxito político a que se sentía acreedor, Julio vió acrecentada su fama como abogado y como político prudente. Fue nombrado pretor 89

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urbano, puesto que desempeñó hábilmente durante un año, en medio de una atmósfera de tensión y de alboroto popular. El siguiente escalón fue ser nombrado propretor de Hispania Ulterior, y también allí se condujo con éxito, dirigiendo una rápida guerra en el norte de Lusitania. Pero Julio no quería estar lejos de Roma, y buscó regresar en cuanto pudo para participar en las elecciones al consulado, a pesar de la oposición de Catón, el El cónsul era el magistrado romano de más poderoso lider de la facción alto rango durante la República. El cargo más conservadora quien lo tenía duración de un año y era colegiado, detestaba. César ganó la pues se elegía a dos cónsules, que se elección al consulado, pero desempeñaban juntos; de hecho el nombre no pudo evitar que como significa los que caminan juntos. Su responsabilidad era la dirección del Estado, segundo consul fuera electo y más específicamente, del ejército en el pupilo de su enemigo, campaña. Al inicio de los tiempos Marco Calpurnio Bíbulo, republicanos, los cónsules tenían amplias yerno de Catón. Tras atribuciones administrativas, legislativas y enfrentarse con poco éxito a judiciales, además de militares, que progresivamente fueron perdiendo hasta las estrategias mañosas de que, durante el Imperio, los cónsules eran Catón, un viejo zorro de la una figura meramente decorativa y política romana, Julio unió nostálgica de los orígenes republicanos de esfuerzos con Pompeyo, uno Roma, con muy poca autoridad y poder, de los generales romanos pues el emperador actuaba como el líder absoluto. más reconocidos y amados y con Marco Licinio Craso, otro político que, además, era muy rico. Tres personajes distintos que decidieron unirse por razones egoístas y que necesitaban cada uno de los demás. Pompeyo necesitaba a Julio Cesar para lograr aprobar las leyes que beneficiarían a sus partidarios en el ejército, Craso buscaba un puesto que le diera fama y gloria y Julio César necesitaba de los dos para conseguir el mando de una provincia, que mucho ansiaba. La alianza funcionó y a pesar de todas las triquiñuelas de Catón y de Bíbulo para impedir que Julio César aprobara leyes durante su consulado, éste logró su objetivo, que era recibir poderes proconsulares para gobernar las provincias de Galia Transalpina (lo 90

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que hoy es el sur de Francia) e Iliria (la costa de Dalmacia) y poco más tarde también la Galia Cisalpina. Julio César no tenía intenciones de gobernar pacíficamente sino bien al contrario, buscaría motivos para guerrear y para conquistar, adquiriendo con ello botín, que mucho necesitaba para pagar deudas políticas, adquiridas y por adquirir. Una pequeña rebelión de los helvecios le dio el pretexto para iniciar operaciones bélicas que luego terminarían siendo lo que la historia conoce como la Guerra de las Galias y que lo llevaron a conquistar territorios de lo que hoy son Francia, Holanda, Suiza, partes de Bélgica y de Alemania. Dos veces cruzó con sus tropas el Rhin, invadiendo Germania, y en un alarde de fuerza y atrevimiento, cruzó el canal de la Mancha para llegar hasta las Islas Británicas, aunque una vez logrado el efecto político y militar, regresó sobre sus pasos.

Julio César ha sido llevado a la pantalla innumerables veces y encarnado por excelentes actores. Nunca sabremos cómo era verdaderamente el líder romano, pero una de las personificaciones que más me gustan es la que hizo el actor inglés Rex Harrison en la película Cleopatra, filmada en 1963. El verdadero Julio César debe haber sido exactamente como lo representa Harrison: valiente, arrogante, osado y muy inteligente.

Pero a pesar de sus triunfos, Julio César no lograba vencer a sus enemigos políticos en Roma. El triunvirato se tambaleaba, pues uno desconfiaba de los otros dos y la violencia desatada en Roma amenzaba a los tres. Julio César invitó a sus aliados a conferenciar en 91

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la ciudad de Lucca, pués él no podía entrar a Roma sin renunciar antes a su mando militar. Allí conferenciaron no sólo los tres, sino un buen número de senadores que también asistieron. Se acordó que Pompeyo y Craso se presentarían a elección para el consulado y que, ganándolo, extenderían el proconsulado de Julio César por cinco años más, y así sucedió. Aunque teñidas de cierta teatralidad, Julio César demostró poseer habilidades notables como estratega militar, aplicando a menudo la celeritas caesaris, una especie de guerra relámpago, precursora tal vez de la Blitzkrieg hitleriana del siglo XX. Era frecuente que sus tropas aparecieran de pronto frente al enemigo como por arte de magia, cubriendo inesperadamente distancias que implicaban días enteros de marcha, o construyendo fortificaciones que surgían casi de la noche a la mañana. Además, supo combinar sabiamente la fuerza militar con la diplomacia y la intriga, usando las rencillas que tenían entre sí las tribus galas para enfrentarlas y vencerlas. Supo derrotar a los vencios, a los belgas, a los helvecios y a los vénetos y finalmente venció a una confederación de tribus galas encabezadas con Vencigétorix en la batalla de Alesia. Tras ocho años de guerra en las Galias y con efectivos que nunca superaron los 50 mil hombres, Julio César venció a ejércitos galos que superaban cinco o seis veces en número a los romanos. Pero Craso murió tiempo después y el triunvirato acabó de desmoronarse. Muchos senadores veían el poder militar y político de Julio César como una amenaza y buscaban la manera de traerlo a Roma para juzgarlo por supuestos crímenes cometidos durante su primer consulado, pero mientras Julio César desempeñara una magistratura, tendría inmunidad judicial y no podían someterlo a juicio. El Senado se vio envuelto en tremendas discusiones entre los enemigos de César y entre sus partidarios. Pompeyo finalmente se sumó a los más tradicionalistas y propuso despojar a Julio César de su mando militar y hacerlo venir a Roma para concurrir a las elecciones al consulado. Así, despojado de su mando, podrían juzgarlo. Pero Curio, tribuno de la plebe, se opuso y vetó todos los intentos por apartar a Julio César de su mando en las Galias. 92

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Ante este bloqueo, Pompeyo se puso al mando de tres legiones, mismas que empezó a acrecentar mediante la leva, lo cual era ilegal. Julio César sólo podía imaginar que Pompeyo dirigiría esas fuerzas contra él. Más aún, el Senado comunicó a Julio César la orden de licenciar sus legiones y, de no hacerlo, ser declarado enemigo público. Aquello dejaba claro que, hiciera lo que hiciera, estaba a merced de sus enemigos políticos. Todavía hizo un intento de conciliación enviando al Senado una carta en la que proponía que tanto él como Pompeyo renunciaran simultáneamente a su mando, pero el Senado no respondió y evitó que la propuesta fuera conocida públicamente. Ya los partidarios de Julio César en el Senado y los tribunos, no podían hacer más y tuvieron que huir de Roma, acosados por bandas de rufianes propiciadas por Pompeyo. El Senado declaró el estado de emergencia y nombró consul único a Pompeyo –consul sine collegacon poderes excepcionales. Cuando Julio César recibió la noticia de esos acontecimientos, arengó a sus tropas y les explicó que, si lo seguían, tendrían que enfrentarse a Roma y probablemente ser calificados de traidores, pero los legionarios decidieron seguir a su lider sin dudarlo. Fue entonces cuando Cesar decidió cruzar con sus legiones el rio Rubicón, que servía de frontera entre la Galia y Roma, con lo cual desafiaba la orden senatorial de no pisar territorio romano sin renunciar antes al mando militar. Se dice que pronunció entonces la famosa frase alea iacta est –la suerte está echada.

Para saber más: • Vidas paralelas -Plutarco • Historia de Roma -Indro Montanelli • The Emperors of Rome -David Potter • Vida de los doce Césares –Suetonio • La Columna de Hierro –Taylor Cadwell

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Los bandeirantes Desde el primer viaje de Colón a América, España y Portugal empezaron a tener dificultades sobre qué territorios descubiertos o por descubrir correspondían a cada reino, pues ambas coronas estaban sumamente interesadas en el control de los mares y tierras que exploraban sus respectivos navegantes. Tanto los reyes católicos españoles –Isabel y Fernando- como el rey portugués João II, estuvieron de acuerdo en someter su conflicto al arbitraje del papa, que en aquel momento era Rodrigo Borgia, titular del trono de San Pedro bajo el nombre de Alejandro VI. El resultado fue el Tratado de Tordesillas, el cual, en esencia, resolvía trazar una línea que, teniendo sus extremos en los dos polos del planeta, pasara justo a 370 leguas al oeste de las islas de Cabo Verde. La tierras que quedaran al oeste de esa línea serían para España y las que quedaran al este, pertenecerían a Portugal. Esa línea corresponde hoy al meridiano 46º 37’ de longitud oeste y pasa por donde se ubica la ciudad brasileña de São Paulo. Quien haga este trazo sobre un mapamundi no podrá dejar de observar que la decisión era muy favorable para España y poco para Portugal, quizá porque el papa había nacido en Valencia y su apellido original no era Borgia sino Borja.

El Meridiano de Tordesillas según diferentes geógrafos: Ferber (1495), Cantino (1502), Oviedo (1545), los peritos de Badajoz (1524), Ribeiro (1519), Pedro Nunes(1537), João Teixeira Albernaz, el viejo (1631, 1642) y Costa Miranda (1688). 94

De cualquier modo, cuando Pedro Álvares de Cabral arribó en 1500 a las costas de Brasil, las tierras en las que desembarcó quedaban dentro de lo asignado por el Santo Padre a Portugal y así pudo comenzar la colonización de esa región. No dejó, sin embargo,

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de haber conflictos, pues el tratado no especificaba desde cuál de las islas de Cabo Verde debía efectuarse la medición, ni definía la longitud de una legua y, peor aún, los conocimientos geográficos de la época no eran precisos respecto al tamaño de la esfera terrestre. El resultado fue que la famosa línea tenía no menos de nueve ubicaciones diferentes, dependiendo de quién fuera el cartógrafo que hiciera los cálculos. Sea como fuere, la colonización portuguesa de Brasil fue dándose sobre el litoral, pues la naturaleza agreste de la región no favorecía las incursiones portuguesas hacia el interior. Era más fácil ir fundando poblaciones sobre la costa. A diferencia de los conquistadores españoles en México o en Perú, quienes pronto sentaron la base de su explotación del nuevo mundo en el oro y la plata, para lo cual emplearon a la población autóctona, los portugueses en Brasil se enfrentaron a condiciones bastante diferentes. Los nativos no tenían culturas tan avanzadas como las de México o Perú y tampoco sabían de la existencia de yacimientos de oro o plata, porque no les interesaba o porque simplemente no sabían que los hubiera en las tierras de Brasil. Sin embargo, los portugueses encontraron que en sus nuevos territorios crecía espontáneamente un árbol rojo, con madera de color brasa, similar a lo que en Europa se conocía desde la edad media como “palo brasil” y que se usaba para teñir las telas durante su fabricación. El producto atrajo la codicia de los europeos y pronto llegaron a las costas de la nueva tierra numerosos traficantes, no sólo portugueses sino también franceses, holandeses y hasta españoles, buscando hacerse ricos con el palo tintóreo que terminó dando su nombre a las nuevas tierras. De hecho, la falta de atención que la corona portuguesa, enfrascada en sus negocios en el lejano oriente, concedía a las nuevas tierras descubiertas por Álvares de Cabral, convirtió el litoral brasileño en una especie de tierra de nadie, donde franceses, holandeses, y españoles competían abiertamente con los portugueses en el comercio de las maderas de tinte, sin que el gobierno luso hiciera nada por contener a los traficantes ilegales ni sus incursiones en tierras que, al menos nominalmente, el Tratado de Tordesillas había concedido a Portugal. 95

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El tremendo aumento en la actividad de los contrabandistas sobre tierras brasileñas, terminó convenciendo al monarca portugués –ahora João III- de la necesidad de desalojar a los intrusos y de impulsar más seriamente la colonización de sus territorios en América, ante el riesgo de perderlas. El gobierno portugués mandó una escuadra integrada por varios barcos de guerra, y luego otra, y más tarde otra flota, para erradicar poco a poco a los franceses de sus costas. Estableció además un sistema de capitanías destinadas a estimular el poblamiento y promover la explotación de su colonia en América. Las capitanías eran una especie de señoríos feudales y se basaban en un sistema de colonización que los portugueses ya habían puesto en práctica en otros territorios conquistados. En una de esas flotas que llegó a la villa de Salvador de Bahía, en el litoral norte, venían unos 450 colonos, en su mayor parte exdelincuentes y un grupo de 5 jesuitas, encabezados por el fraile Manuel de Nóbrega. Estos fueron los primeros religiosos de la Compañía de Jesús que llegaron al nuevo mundo y habrían de desempeñar un papel muy importante en la colonización de ciertas áreas. Los jesuitas, a base de regalos, promesas y halagos fueron convirtiendo a al catolicismo a los principales jefes aborígenes de la zona. Poco a poco fueron reuniendo y concentrando a los indios en poblaciones –que llamaban “reducciones”- enseñándoles a trabajar la tierra y sometiéndolos a una estricta disciplina, beneficiándose los frailes con el fruto del trabajo de los indios. Pronto el derecho de explotar a los indígenas traería conflictos entre los colonos y los jesuitas, tan ávidos y codiciosos los unos como los otros. Corría ya el año de 1553 cuando los portugueses empezaron a introducir el cultivo de la caña de azúcar, que ya habían explotado con éxito en otras de sus colonias, como las islas de Madeira, las Azores o las de Cabo Verde. Pronto se dieron cuenta que el litoral brasileño ofrecía condiciones inmejorables para el cultivo de la caña y los ingenios para convertirla en azúcar comenzaron a surgir por doquier. La mano de obra de los indígenas resultaba entonces utilísima e indispensable. Coincidió aquello con que el ciclo económico del palo 96

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brasil estaba llegando a su fin, pues surgieron otras alternativas para el tinte de las telas que los europeos adoptaron. Hacia 1570 el negocio de la producción de azúcar era importante y muy lucrativo y el problema de la mano de obra necesaria se agudizó. Portugal tenía ya experiencia en el tráfico de esclavos y la corona concedió permisos para traer esclavos negros que complementaran la mano de obra de los indios. Pronto hubo en Brasil dos grupos sociales marcados: los colonos dueños de plantaciones e ingenios por un lado y por el otro, una gran masa de africanos y de indígenas explotados. Fernão Dias Pais (1608-1681) fue un famoso bandeirante, conocido como el cazador de esmeraldas. Había nacido en la villa de São Paulo de Piratininga, donde poseía propiedades y esclavos. Para escapar de sus problemas financieros organizó una bandeira para capturar indios. Al regresar de una expedición en 1661, no supo ya qué hacer con tantos indios, pues la demanda de mano de obra para los ingenios había disminuido. Decidió entonces ir a la búsqueda de gemas, atraído por los rumores de que había esmeraldas de Sabarabuçu. Se dirigió a lo que hoy es el estado de Minas Gerais y exploró durante siete años la región minera, recorriendo los valles de los ríos São Francisco y Pardo. En Sabarabuçu, así llamada por los indios, fundó un poblado que llamó Sumidouro. Alli permaneció cuatro años. La expedición encontró oro y algunas piedras preciosas en las proximidades del río das Velhas. Más tarde alcanzó el valle del Jequitinhonha, en el centro de Minas Gerais, y fue allí donde finalmente encontró las anheladas piedras verdes. Emprendió entonces el regreso a São Paulo, pero halló la muerte en las proximidades del río das Velhas en 1681, sin saber que sus atesoradas piedras no eran esmeraldas, sino turmalinas. Garcia Rodrigues Pais, su hijo mayor, llevó sus restos a São Paulo, donde fueron enterrados en la iglesia de São Bento. La estatua que aquí aparece está en el Museo Paulista.

La casa real portuguesa estaba en decadencia y al morir sin descendientes el joven rey Sebastião I, el soberano español Felipe II reclamó en 1581 su derecho al trono luso por herencia de su madre y 97

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se adueñó del poder, uniendo las coronas de ambos reinos ibéricos en su persona. El problema de la fuerza de trabajo seguía siendo fundamental en Brasil. Los dueños de ingenios y los hacendados utilizaban a la población indígena como mano de obra esclava, y cuando se acababan los indios en la zona cercana, hacían incursiones para capturarlos en otras regiones. La supuesta protección de los jesuitas a los indios al acogerlos en reducciones no era desinteresada, pues los frailes también explotaban a la población aborigen, sujetándolos a un duro régimen disciplinario. Las autoridades se conformaban con mantener una postura distante y temporizadora que no ayudaba en nada. El problema era particularmente agudo en las regiones sureñas, como Río de Janeiro y São Paulo y la zona empezó a llenarse de gente de baja estofa; aventureros y mercaderes que buscaban ganancias fáciles y que para lograrlas estaban dispuestos a comerciar con cualquier “producto”, especialmente con los indios a quienes, además, la sociedad local consideraba simplemente como una mercancía al grado de que se hablaba de captar “piezas” para las labores domésticas o de labranza y se les listaba en los inventarios de cualquier propiedad, lo mismo que se inventariaba el ganado o el grano acumulado en los almacenes. Cazar indios para esclavizarlos y venderlos en los mercados y en las plantaciones del litoral era definitivamente un buen negocio. Se hicieron frecuentes los asaltos de los traficantes a la reducciones de los jesuitas pues los indios que capturaban allí tenían la ventaja de que ya estaban “entrenados” por los frailes para muchas labores y habituados a aceptar una disciplina estricta. Durante el período en que España detentaba también la corona de Portugal, los colonos de Brasil empezaron una expansión sistemática hacia el interior. Avanzaron desde las villas costeras para adentrarse en regiones que antes no habían explorado, detrás de las colinas y montañas. Hasta entonces, los portugueses habían respetado más o menos escrupulosamente la frontera que el Tratado de Tordesillas les imponía hacia el oeste, por más que estuviera muy mal definida, pero 98

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ahora, con el pretexto de que los dos reinos estaban unidos y, sobre todo, impulsados por sus propios intereses, avanzaron sin escrúpulos. Más aún, coincidentalmente comenzó a circular el rumor de que se habían descubierto yacimientos de oro, del tipo llamado “placeres”, es decir, aquéllos en donde el mineral está a flor de tierra y puede recogerse muy fácilmente. Ese imán irresistible indujo a muchos a afrontar los desiertos y las selvas y a desafiar los caudalosos ríos e ignorar lo que los gobiernos habían acordado en el célebre tratado de demarcación. Comenzaron a formarse entonces grupos heterogéneos de mercenarios y aventureros que fueron denominados “bandeiras”, pues se inventaban un pabellón o estandarte bajo el cual se agrupaban. Una “bandeira” era un híbrido de empresa comercial y grupo militar y sus filas las integraban mestizos de blanco e indígena llamados “mamelucos”, indios esclavizados o atraídos a sus filas por ser de tribus diferentes a los que capturaban y aventureros blancos, criollos o europeos, portugueses y a menudo holandeses, que eran los capitanes o líderes y aplicaban un mando férreo. Las huestes sumaban varios cientos y a veces hasta miles. Contaban con al apoyo e incluso financiamiento de los señores de los ingenios y de las haciendas y con la complicidad de las autoridades, que se limitaban a ignorar el asunto. Curiosamente y a pesar de que las misiones jesuitas estaban entre las principales víctimas de los bandeirantes, no faltaban frailes que acompañaran a las huestes; unos, supuestamente por razones humanitarias de celebrar misas y dar auxilio a los heridos y murientes, otros, porque también eran seducidos por la codicia y sed de aventuras. Uno de los primeros bandeirantes fue Antonio Raposo Tavares, quien con sus huestes atacó 21 reducciones jesuitas en el valle del alto Paraná, capturando a cerca de 2,500 indígenas. A menudo los indios capturados era puestos en corrales, esperando el momento de llevarlos en la dura jornada hacia el litoral, de modo que, en los corrales y en el viaje, el número de cautivos que moría de hambre, de exposición y de agotamiento era enorme. Se calcula que en los años de 1628 y 1629, los bandeirantes Raposo Tavares, Manuel Preto y Antonio Pires asolaron sistemáticamente las reducciones jesuitas de 99

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Guayrá, capturando a más de 5,000 guaraníes, que eventualmente fueron llevados a São Paulo para ser vendidos en el mercado de esclavos. Se reporta que sólo llegaron unos 1,200, pues la gran mayoría murió durante el traslado.

¿Por qué Brasil no llega a los Andes? El esfuerzo expansionista de los bandeirantes, una vez iniciado, no conoció límites. ¿Por qué entonces, su avance hacia el oeste no llegó hasta la cordillera de los Andes, o quizá hasta el Pacífico? Y es que en el año de 1641, la expansión hacia el oeste se detuvo por una batalla enorme en la que participaron cerca de 10,000 hombres, en lo que hoy es territorio de la provincia argentina de Misiones. Los contendientes fueron, por una parte, las aventureros bandeirantes, implacables en su avance y en su designio de capturar y esclavizar a los indios que vivían en las reducciones jesuitas y por otra, ese ejército de guaraníes evangelizados por los seguidores de Loyola y que vivían, regidos por los frailes, en los que hoy es Paraguay, Misiones y Corrientes. Los indígenas y los frailes decidieron esperar a los bandeirantes en un punto llamado Mbororé, sobre la ribera derecha del río Uruguay. Los portugueses venían en 300 canoas y estaban tan acostumbrados a arrollar a los indefensos indios que no tomaron ni las precauciones más elementales. Lo que no sabían es que los frailes habían conseguido que el rey de España levantara la prohibición que vedaba a los indios el uso de armas de fuego. Por si fuera poco, los frailes también habían obtenido del papa un Breve que fulminaba con la excomunión a cualquier cristiano que cazara indios, aunque probablemente ese recurso espiritual era menos efectivo. Para empezar, la tremenda corriente del río comenzó a desordenar a los invasores y, acto seguido, los soldados jesuitas recibieron a tiros a los bandeirantes. La batalla duró cinco días, durante los cuales los indios y frailes hicieron uso de ingeniosos inventos de guerra, como una catapulta que lanzaba troncos ardientes. Finalmente los caza-indios fueron vencidos y tuvieron que huir desordenadamente por la selva, donde anduvieron errantes durante más de diez días, arrastrando a sus heridos y enterrando a sus muertos. Peor aún, los maltrechos restos de la bandeira fueron acosados por una tribu de indios caníbales y por las fieras de la selva. Los pocos que sobrevivieron tardaron un año y medio en regresar a São Paulo. De no haberse dado esta batalla de Mbororé, un suceso casi desconocido y escondido en las nieblas de la Historia, el avance brasileño se habría extendido aún más.

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Se estima que la población indígena de Brasil era de unos dos y medio millones de personas en el año 1500. Para mediados del siglo XVIII, el número apenas excedía el millón de individuos. A pesar de los crueles y desalmados propósitos que motivaron a los bandeirantes, su labor no fue perjudicial para Brasil y para su desarrollo, sino todo lo contrario. Sus expediciones fueron extendiendo el control portugués hacia el interior y conquistando efectivamente enormes extensiones. Al hacerlo, abrieron brechas por donde más tarde se construirían caminos, fundaron villas y poblaciones y, como sus expediciones solían durar meses y hasta años, extendieron la agricultura y el trabajo de la tierra a regiones hasta entonces selváticas. Algunos bandeirantes tuvieron éxito en su búsqueda de minerales y joyas, como Fernão Dias Pais, que pasó a ser recordado como el “cazador de esmeraldas”, o como Pascual Moreira Cabral, cuyas tropas abandonaron la caza de indios cuando hallaron el riquísimo yacimiento de Cuyabá, en Mato Grosso, y pasaron de ser traficantes de esclavos para convertirse en mineros. Como las bandeiras cubrían etapas muy extensas, fueron surgiendo a lo largo de su camino poblaciones que vivían del comercio con las huestes. Cambio de caballos y de bueyes, alquiler de carros, venta de comida, todo a cambio del polvo de oro que comenzaba a salir de las minas. Algunas de estas paradas comenzaron a adquirir importancia y terminaron por convertirse en núcleos principales de población. La gran amenaza bandeirante terminó a finales del siglo XVII, cuando las causas que la motivaban comenzaron a desaparecer. Brasil fue el gran ganador de esta sangrienta y cruel expansión, pues logró consolidar su dominio sobre las tierras ocupadas, en perjuicio de España, y “legalizarlas” después bajo el criterio jurídico de la posesión (uti possidetis). En Brasil, hoy se recuerda a los bandeirantes como héroes que contribuyeron a forjar una nueva raza de brasileños: valientes, aventureros, indomables, justo lo que el agreste territorio exigía para ser conquistado y rendir sus frutos. Por el contrario, en los libros que reseñan la historia de Paraguay o de Argentina, no se les aprecia 101

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tanto, pues son señalados como invasores, ladrones de territorios que pertenecían a esos países y como comerciantes de carne humana. En el parque Ibirapuera de la ciudad brasileña de São Paulo existe un enorme monumento dedicado a los bandeirantes, con una inscripción labrada en una placa de piedra que dice:

Gloria a los héroes que trazaran nuestro destino en la geografía del mundo libre. Sin ellos, Brasil no sería tan grande como es.

Para saber más: • Brasil: uma história -Eduardo Bueno • Paraguay y Brasil. Crónicas de sus conflictos -Alfredo Boccia R. • Breve historia del Brasil -A. Prieto y S. Guerra

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¿Usted y quién más? Desde mayo de 1937 los trabajadores petroleros habían planteado un movimiento de huelga en contra de las compañías petroleras exigiendo mejores condiciones de trabajo, pidiendo no sólo mejores sueldos sino también vacaciones, servicios médicos, compensación especial por trabajos en condiciones insalubres y otras cosas más. Y es que, en verdad, los trabajadores no sólo estaban mal pagados, sino que ellos y sus familias vivían en condiciones realmente muy duras, asolados por el paludismo, las enfermedades gastrointestinales, infecciones y plagas. Además, las compañías ni siquiera respetaban la jornada de 40 horas semanales. La explotación del petróleo en México estaba totalmente en manos de extranjeros, merced a concesiones que habían sido otorgadas desde antes de la llegada de Maximiliano. Desde 1861 el señor Adolph Autrey explotaba una “mina de petróleo” denominada La Constancia, cerca de Papantla, Veracruz y por la misma época el celebre inglés Cecil Rhodes, que habría más tarde de hacerse archimillonario en Sudáfrica, tuvo también una explotación petrolera. Para la década de 1890, la Walter Pierce Oil Company poseía una operación en Árbol Grande, con capacidad para dos mil barriles diarios. En la región de La Huasteca, un exgambusino estadounidense de nombre Edward L. Doheny, operaba su Huasteca Petroleum Company, en la cual se había asociado con la Standard Oil. Por su parte, Sir Weetman Dickinson, había creado, con apoyo del régimen porfirista, la Compañía Petrolera El Águila, vinculada con la Royal Dutch Shell. Los petroleros habían ido adueñándose de las tierras donde encontraban petróleo por todos los medios; comprándolas, arrendándolas o lo que fuera, y como fuera, muchas veces en contra de la voluntad de los dueños legítimos, pues quien se negaba a rentar o vender corría el riesgo de ser asesinado, como fue el caso de Hilario Jacinto, quien, no contento con la bicoca que le habían pagado por concesionar su tierra durante 30 años, exigió más y sólo consiguió que lo asesinaran a tiros frente a su propia casa. Su viuda, sin embargo, terminó sus días pensionada por la Huasteca Petroleum Company, en Los Ángeles, California. 103

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Lázaro Cárdenas del Río fue presidente de México desde el 1 de diciembre de 1934 hasta el 30 de noviembre de 1940. Desde 1913 había participado en la Revolución y alcanzó el grado de general cuando sólo tenía 25 años. Después fue gobernador de Michoacán, su estado natal y más tarde secretario de Gobernación en el gabinete de Pascual Ortíz Rubio. Cuando asumió la presidencia, Cárdenas tuvo que enfrentarse con el expresidente Plutarco Elías Calles, quien pretendía seguir gobernando desde las sombras. Cárdenas lo confrontó y lo obligó finalmente a exiliarse del país. Por debajo de un trato sencillo y cordial, de un exterior apacible, Cárdenas era poseedor de un espíritu indomable y una voluntad recia. Durante su administración, México acogió a miles de refugiados españoles que huían de la guerra civil que azotaba España. Esa oleada de inmigrantes enriqueció al México de entonces con una generación de gente trabajadora y buena en su mayoría, que se incorporó bien a la sociedad mexicana. Otra de las acciones de su gobierno fue la creación del “ejido”, un curioso sistema de reparto y tenencia de la propiedad rural que algunos califican de visionaria y muchos consideran impráctica y retardataria. Cárdenas también fue responsable de incorporar grandes centrales obreras y campesinas (CNC, CTM) al Partido Nacional Revolucionario, predecesor del PRI, iniciando con ello el “cardenismo”, un proyecto político incluyente que aún ahora suscita acaloradas discusiones sobre sus éxitos y sus fracasos. Se dice que Cárdenas fue uno de los pocos políticos mexicanos que no utilizó su cargo para enriquecerse. Su vida moderada y su sencillez le granjearon siempre una gran popularidad. Murió en 1970.

La prepotencia de los petroleros extranjeros no se limitaba a amedrentar a los particulares, sino que también se enfrentaban a las autoridades mexicanas. Habían creado verdaderos ejércitos privados con los cuales desafiaban a los inspectores que les mandaba el gobierno, negándose a pagar los impuestos que se les aplicaba y actuando como verdaderas extensiones de sus gobiernos de origen. Durante la Primera Guerra Mundial, los petroleros ingleses incluso tendieron una tubería hasta la Isla de Lobos para sacar desde allí y sin ningún control, el petróleo que tanto le urgía a su gobierno durante el conflicto armado.

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Para resolver el problema laboral en 1937, las autoridades mexicanas crearon, como lo establecía la Ley Federal del Trabajo, una comisión especial para estudiar la situación real de las compañías con referencia a las demandas de los obreros, pues las compañías alegaban que las demandas de los trabajadores estaban muy por encima de lo que podían pagar. Efectuado el análisis, la comisión concluyó que la situación de las empresas era extraordinariamente bonancible. No sólo podían pagar fácilmente las exigencias de los obreros, sino que se hizo ver que muy poco de las enormes ganancias se quedaba en México, pues las empresas no hacían trabajos de exploración ni obras de importancia, sino que repatriaban casi la totalidad de sus beneficios. A las empresas, el mentado informe les cayó como bomba e inmediatamente arguyeron que era ilegal que la Junta hubiera nombrado una comisión para estudiar el asunto, pues era como crear un tribunal especial, decían. La Junta de Conciliación y Arbitraje emitió su laudo, es decir, su sentencia, ordenando la aplicación, hasta entonces ignorada, de la semana de 40 horas, y obligando a las empresas a pagar prestaciones, fondos de ahorro, servicio médico, y compensación por trabajo en condiciones insalubres. Para colmo, las condenaba también a pagar los “salarios caídos”, es decir, los sueldos durante la duración de la huelga. Todo ese paquete quedó valuado en algo más de 26 millones de pesos. Las empresas pusieron el grito en el cielo y de inmediato sus abogados presentaron un recurso de amparo ante la Suprema Corte, mientras manifestaban su total oposición a lo resuelto por las autoridades laborales y se manifestaban en franca rebeldía. La Suprema Corte confirmó el laudo en todas sus partes y negó el amparo, con lo que no dejaba más recursos legales abiertos. Treinta días después, se declararon terminados todos los vínculos de trabajo con los obreros, por lo que las empresas petroleras sólo se quedaban con sus empleados de confianza, y para todos efectos, paralizadas. Era ya marzo de 1938. Había que hacer algo y pronto, pues se corría el riesgo de que el país entero se quedara sin gasolina, petróleo y todos los productos 105

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energéticos indispensables para mantener en marcha la economía. El presidente Lázaro Cárdenas sostuvo personalmente, no una, sino varias reuniones con los representantes de las compañías petroleras, intentando llegar a un arreglo. En la junta del 7 de marzo, Cárdenas insistió en el pago de los 26 millones como paso indispensable para resolver el impasse. Una voz insolente se alzó entonces: -¿Y quién nos garantiza que con el pago de esos 26 millones y pico se dará solución al conflicto? -Yo, el Presidente de la República, contestó el general Cárdenas. -Usted, ¿y quién más?, dijo la voz en tono irónico. Cárdenas recogió tranquilamente los papeles que tenía sobre la mesa, se puso de pié y dijo con voz calmada: -Señores, hemos terminado. Los días transcurrían dentro de una tensa y pesada calma. La prensa reportaba la situación con alarma y la opinión se dividía entre quienes pensaban que no había quien pudiera doblegar a las compañías y quienes decían que el país no podía ya tolerar sus abusos. El presidente no quería precipitarse. Incluso comentó a alguno de sus allegados: -Voy a dejar pasar algunos días… voy a pensar serena y fríamente el siguiente paso que hay que dar. México no tenía una economía sólida y sus finanzas eran endebles. En aquel mes de marzo las reservas del recién creado Banco de México llegaban sólo a 20 millones de dólares y el tipo de cambio de 3.60 pesos por dólar parecía cada vez más difícil de sostener. Mientras la prensa comentaba la huelga de los obreros petroleros y los chismes sobre la confrontación con las compañías iban y venían, el secretario de Hacienda Eduardo Suárez recorría la ciudad de 106

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Nueva York, gestionando un préstamo del gobierno estadounidense, para apuntalar la frágil economía. Henry Morgenthau, secretario del Tesoro de los EUA le dijo a Suárez que, en vista de lo agitado de la situación que había en México, tenía que consultar el tema del préstamo con el presidente Roosevelt. Había que esperar. Entretanto, el director del Banco de México, Luis Montes de Oca, no dejaba de llamar por teléfono al atribulado secretario de Hacienda para preguntarle qué pasaba con los fondos que tanto necesitaba el banco, pues las reservas disminuían cada día. Por fin recibió Suárez la respuesta de Mongenthau, quien le dijo que el presidente Roosevelt había accedido de buena gana a conceder el préstamo, pues esperaba que la relación económica de México con los Estados Unidos tuviera un gran desarrollo. Antes de tomar su avión de regreso, Suárez se entrevistó con el subsecretario de Estado Summer Welles, quien le habló de su preocupación por la huelga petrolera y le dejó entrever, siempre con amables palabras, que esa creciente relación de que hablaba el presidente Roosevelt bien podía verse entorpecida por la falta de arreglo con las empresas petroleras, “pues ellas tienen”, le dijo, “un sinnúmero de tentáculos en toda la vida americana”. Finalmente, el presidente Cárdenas citó a su gabinete para una reunión en Palacio Nacional el viernes 18 de marzo. Los oídos que las compañías petroleras tenían a sueldo, incrustados dentro de las estructuras del gobierno, informaron que el presidente “planeaba algo fuerte” en contra de ellas y en el último momento anunciaron estar dispuestas al pago de los 26 millones. Pero era demasiado tarde. Cárdenas se reunió con su gabinete aquel día y todos los ministros, reunidos en el salón de Consejo de la Presidencia de la República, aprobaron la decisión de expropiar las 17 empresas petroleras extranjeras que funcionaban en México. El decreto se emitió de inmediato, firmándolo el presidente Lázaro Cárdenas, Efraín Buenrostro como secretario de Economía y Eduardo Suárez, por Hacienda. En un discurso que hizo por radio esa misma noche, Cárdenas 107

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explicó a la nación lo que acababa de hacer y las razones que había tenido para ello.

Entre los viejos archivos de mi papá encontré este facsímil del decreto de la expropiación petrolera que hizo el presidente Lázaro Cárdenas el 18 de marzo de 1938.

La reacción de los mexicanos fue sumamente positiva. El 23 de marzo hubo una enorme manifestación por las calles, en donde gente 108

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de todas las clases sociales expresaban su respaldo a la acción del gobierno. Pronto se organizaron colectas, aportando la gente dinero, joyas y algunos hasta gallinas y otros animales de granja, todo orientado a cubrir las indemnizaciones que México tenía que pagar a las compañías por la expropiación de sus activos. Lejos estaban esas colectas de solucionar el problema económico, y el gobierno, transcurridos unos días, comenzó a devolver los donativos, pero representaron movilizaciones impresionantes de la opinión pública a favor de la expropiación. Hasta la iglesia, siempre reaccionaria y aún los sectores sociales más conservadores, aplaudieron la decisión. En el terreno internacional las cosas no fueron tan fáciles. Las compañías afectadas no tardaron en promover fuertes campañas en la prensa estadounidense en contra del “abuso y expoliación perpetrado por el gobierno de México”. La Standard Oil de Nueva Jersey y la Royal Dutch Shell anunciaron abiertamente un gran boicot contra México, invitando al mundo entero a sumarse. El gobierno del Reino Unido rompió relaciones diplomáticas con México, en tanto que el de los Países Bajos decretaba un embargo comercial. En Estados Unidos pronto se resintió un aumento en el precio de los hidrocarburos, producido al suspenderse el abasto desde México, por más que el gobierno estadounidense se apresuró a afirmar que sus reservas estratégicas estaban fuera de peligro. La prensa norteamericana y europea no dejaba de decir que México era una nación salvaje e inconstante, indigna de la confianza del capital internacional. Sólo países como la Unión Soviética que geográfica, económica y políticamente estaban muy alejados de los efectos del conflicto, expresaron opiniones favorables a las acciones adoptadas por el presidente mexicano. La prensa soviética hablaba de una “histórica decisión” al expropiar la industria petrolera y enfrentar con ello el imperialismo del capital. La primera administración de Petróleos Mexicanos, la empresa que se creó para manejar las instalaciones petroleras y producir los energéticos que el país requería, bien pudo haberse sentido como aquél que ganó la rifa del tigre. El Ing Vicente Cortés Herrera, su primer director, tuvo que enfrentarse a la falta de piezas de recambio, pues el boicot organizado contra México hizo que no hubiera a quién 109

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comprárselas. El ingenio mexicano tuvo que ir resolviendo con creatividad de artesano la falta de refacciones. Dicen que la consigna que se daba a los trabajadores era la de seguir haciendo lo que hacían, “sin moverle nada”, no fuera que algún proceso se desajustara y no hubiera cómo recomponerlo. Uno de los mayores problemas era la falta del tetraetilo de plomo, un aditivo para la gasolina que permitía regular el octanaje. Se reunió a los mejores especialistas del país para intentar descubrir el proceso y cuando ya se tenía mucho avanzado, una explosión en el laboratorio mató a parte del personal y descarriló los esfuerzos. En un segundo intento, se convocó a los mejores estudiantes de química de la Universidad Nacional Autónoma de México y del Instituto Politécnico Nacional, éste último creado por el propio Cárdenas apenas dos años antes, y después de muchos esfuerzos y tropiezos, lograron sintetizar el compuesto. Apenas en noviembre de aquel año, los petroleros mexicanos se apuntaron el primer descubrimiento de un nuevo pozo, en la región de Las Choapas, Veracruz, con lo que se acrecentó su autoestima y la seguridad de que saldrían adelante. Los pronósticos de que México no encontraría en el mundo quien quisiera comprar sus hidrocarburos se fueron abajo cuando Alemania y Japón expresaron interés en adquirir el petróleo que Estados Unidos había dejado de comprar. Poco a poco las cosas fueron normalizándose y el mundo aceptó la decisión de México, y los estadounidenses se dieron cuenta que, ante la volátil situación prevaleciente en Europa, era preferible que ellos aseguraran sus suministros energéticos en vez de dejar que Hitler los aprovechara. Durante la Segunda Guerra Mundial, México se mantuvo alineado con los aliados y sobre todo, con los Estados Unidos y la industria petrolera mexicana cobró gran impulso y se consolidó.

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El presidente Cárdenas seguramente se volvería a morir si resucitara para ver en qué se ha convertido Petróleos Mexicanos. La empresa surgida del decreto que firmó el 7 de junio de 1938, dotándola de todas las facultades necesarias para realizar todos los trabajos relacionados con la exploración, explotación, refinación y comercialización del petróleo. Si bien Pemex se ha convertido en una de las empresas petroleras más grandes del mundo, también se ha vuelto una de las más ineficientes. Libre de toda competencia comercial, ya que la Constitución mexicana prohíbe a los particulares cualquier actividad relacionada con los hidrocarburos, reservando su explotación como un monopolio de Estado, Pemex no tiene que esforzarse para ganar mercado, ni para dar servicio, ni para fijar los precios de sus productos. Y como Pemex es “patrimonio de todos los mexicanos”, al pueblo no le queda más que aceptar y consumir lo que se le da, a los precios que sea y con la calidad que sea; altos los primeros y baja la segunda. Peor aún, los gobernantes mexicanos han usado a Pemex como un instrumento de sus políticas, muchas veces caprichosas, fijando precios con criterios no comerciales ni de mercado, sino con fines demagógicos y de clientelismo político. La principal clientela política de los gobernantes han sido los propios trabajadores de Pemex, a quienes se les han dado recompensas y prebendas muy por encima de las que gozan los trabajadores mexicanos normales. Naturalmente, todo eso ha hecho a la empresa menos eficiente y productiva de lo que debería ser si estuviera razonablemente manejada. Y los verdaderos ganadores han sido los líderes de los trabajadores, quienes haciéndose pasar por obreros y defensores de sus hermanos de clase, son en realidad sus esquilmadores, llenándose los bolsillos con las cuotas sindicales que nadie les controla ni les limita. Y como esa posición es envidiable, los líderes sindicales se eternizan en ella, mientras tengan la fuerza y el modo de evitar que alguien los sustituya. El actual, Carlos Romero Deschamps, lleva en el puesto desde 1997 y hace poco se hizo reelegir hasta 2018. Y por si todo esto fuera poco, el gobierno mexicano utiliza a Pemex como la principal fuente de sus ingresos, compensando con ellos su ineptitud para cobrar impuestos de manera justa y eficiente. Pemex tiene que entregar al Servicio de Administración Tributaria un porcentaje desproporcionado de sus beneficios, muy por encima de los que pagaría una empresa sujeta al régimen impositivo normal. Por eso, Pemex no tiene nunca suficientes recursos para hacer las inversiones en tecnología, en investigación, en exploración que necesita para mantenerse a la vanguardia en una industria tan compleja y tan técnica como la petrolera. Ciertamente, Lázaro Cárdenas supo morirse a tiempo. 111

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Refinería de Petroleos Mexicanos (PEMEX), en la ciudad de Minatitlán, Ver..

Para saber más: • El conflicto petrolero entre México y los Estados Unidos -Lorenzo Meyer Cosío • Historia de la expropiación petrolera -Instituto Mexicano del Petróleo • Los empresarios se negaron a pagar 26.3 millones de pesos -José Valderrama (artículo periodístico). • La “Fiebre del oro negro” cambia al mundo -Joaquín Herrera (artículo periodístico) • Se decreta la expropiación petrolera -Excelsior 19 de marzo de 1938.

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El muro Al término de la Segunda Guerra Mundial, los aliados dividieron el territorio de la vencida Alemania en cuatro zonas, ocupadas cada una de ellas por cada uno de los vencedores: Estados Unidos, Francia, Inglaterra y la Unión Soviética, tal como lo habían convenido en la Conferencia de Potsdam. Sin embargo, la relación entre los aliados occidentales con la Unión Soviética, que ya había sido difícil durante la guerra, se tornó más y más áspera; cualquier cooperación respecto de la ocupación de Alemania se convirtió en un conflicto abierto, teñido de agresividad. Desde 1944 en Yalta y al año siguiente en Potsdam, los aliados trataron de definir qué iban a hacer con el territorio de Alemania, de la cual cada uno ocupaba una porción. Los occidentales se entendieron entre sí, pero no llegaron a entenderse con Stalin sino a medias. El jefe ruso se hubiera adueñado de Alemania entera si lo hubieran dejado, pero al menos quería a toda costa quedarse con Berlín de manera exclusiva y no repartido entre los cuatro y buscaría para ello cualquier oportunidad, como lo hizo en 1948. Aunque se había hablado de la eventual reunificación de Alemania, esa unión se fue dando sólo en la Alemania dominada por los aliados occidentales, la del oeste, mientras que en el este se iba creando otra Alemania dominada por la URSS. Aquello se volvió un enfrentamiento entre democracia y comunismo. Stalin hacía lo indecible por quedarse con Berlín completo, pero los aliados occidentales no estaban dispuestos a ceder. En sus oídos resonaban las palabras de Lenin: “Quien tiene Berlín, tiene Alemania; quien tiene Alemania, tiene Europa”. En 1949 esta dicotomía entre democracia y comunismo se formalizó cuando las tres zonas ocupadas por franceses, ingleses y estadounidenses se unieron para dar nacimiento a la República Federal de Alemania. Los soviéticos pronto imitaron la decisión, creando la República Democrática Alemana, o sea Alemania del Este. En cuanto a Berlín, la capital, la situación era semejante, pero más complicada. Berlín también había sido dividido entre las cuatro 113

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potencias, pero como la ciudad quedaba enteramente dentro de la zona soviética, las partes que formaron el Berlín occidental quedaban como una isla, democrática y capitalista, completamente rodeada por el territorio de la Alemania del Este, socialista y bajo la bota soviética. Muy pronto la calidad de vida en las dos Alemanias empezó a acusar diferencias importantes. Con el apoyo de los vencedores occidentales, la Alemania del Oeste empezó a desarrollarse como una economía capitalista y democrática, con tanto éxito y prosperidad que se hablaba de un “milagro económico”. Los alemanes, una población con altos niveles de instrucción y acostumbrada a trabajar de manera seria y dedicada, pronto alcanzaron un nivel de vida caracterizado por automóviles, aparatos electrodomésticos y libertad de viajar y desplazarse a voluntad por el mundo. En la Alemania del Este imperaba exactamente lo contrario. Como los soviéticos la consideraban parte de su botín de guerra, se dedicaron a desmantelar fábricas y a llevarse maquinaria y equipos y todo lo que tuviera valor a la Unión Soviética. Cuando la Alemania del Este se creó formalmente, nació con un gobierno comunista, que limitó importantemente las libertades individuales y la creación de riqueza económica. Para finales de la década de 1950, muchos alemanes del este querían irse de su país. Cansados de las condiciones de vida y de la represión, muchos hicieron simplemente las maletas y se fueron al oeste, principalmente los jóvenes y los profesionales y técnicos que sentían tener habilidades con las que fácilmente encontrarían empleo o podrían iniciar negocios. Cada año eran más los alemanes del este que se pasaban a occidente. Al comenzar la década de 1960, Alemania del Este estaba rápidamente perdiendo a lo mejor de su población y de su fuerza de trabajo. En 1961 eran ya más de dos y medio millones los que habían emigrado y el gobierno necesitaba detener ese éxodo de inmediato.

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El puente aéreo. En 1948, los aliados occidentales decidieron introducir una reforma monetaria en la zona que ocupaban, y sustituyeron el viejo Reichsmark por un nuevo Deutsche Mark. La medida impedía de hecho el intercambio comercial entre las dos zonas de Alemania pues la URSS se opuso terminantemente a que en su zona de control se aceptara la moneda del lado occidental y, en su enojo, Stalin ordenó a partir del 24 de junio bloquear todos los accesos terrestres a Berlín occidental que, siendo una isla dentro de la zona oriental, dependía para su acceso de unos “corredores” que atravesaban la zona de ocupación rusa. Al prohibir el acceso, Stalin dejaba aislado a Berlín occidental, sin comida, sin combustibles y prácticamente sin nada. El jerarca ruso estaba seguro de que Berlín no podría resistir mucho tiempo así y que sus habitantes pronto tendrían que registrarse en la administración de racionamiento de Berlín oriental, aceptando con ello formar parte de la zona comunista. El efecto sería que Berlín entero pasaría a manos de los rusos. Pero la situación estratégica de la ciudad era demasiado importante para occidente, por lo que los aliados decidieron no ceder. La primera idea fue de entrar por la fuerza por los corredores establecidos, pues al fin y al cabo tenían el derecho de paso, pero enviar tropas y convoyes armados hubiera seguramente llevado a un conflicto bélico con la URSS de consecuencias imprevisibles. Estados Unidos decidió entonces abastecer la ciudad mediante un puente aéreo. La tarea parecía titánica e imposible pues hacían falta más de cuatro mil toneladas diarias de víveres, combustible y todo tipo de mercancías, para mantener a una población que excedía los dos millones de personas, pero los franceses e ingleses apoyaron la iniciativa estadounidense y asumieron una parte de las misiones de vuelo. Durante julio y agosto las cosas funcionaron mal, pero a partir de septiembre, tras organizar un sistema de descarga rápida, mantenimiento de los aviones y mejoramiento de las pistas, todo en lo que los propios berlineses beneficiados colaboraron intensamente, el puente aéreo funcionó muy bien, llevando a la población de Berlín occidental casi todo lo que necesitaban Los vuelos fueron incrementándose hasta llegar a ser más de novecientos cada día, llevando nueve mil toneladas de mercancías diariamente. El bloqueo impuesto por la URSS estaba resultando inútil. Llegó a ocurrir que, gracias al puente aéreo, había más suministros de toda clase en el sector oeste que en el propio sector oriental controlado por los soviéticos, que no estaba sujeto a ningún bloqueo. Llegado el invierno, la nieve y las tormentas hicieron más difícil el suministro y se dieron algunos accidentes en los aterrizajes y despegues, al grado que Stalin creyó que una vez más el frío le haría ganar la partida.

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Pero no fue así; a partir de enero se regularizaron los vuelos y los aviones aliados llegaron a suministrar cerca de 13 mil toneladas de carbón en 48 horas a Berlín del oeste, para combatir el frío. Los berlineses de ambos sectores comentaban con admiración el puente aéreo, ganando simpatías entre la población y haciendo que muchos habitantes del sector oriental empezaran a mudarse al sector oeste, buscando beneficiarse de la administración aliada. El colmo fue cuando, durante los días de Pascua, los aviones dejaron caer sobre Berlín occidental cajas de pasitas con chocolate y caramelos, productos que eran escasos en cualquier parte y que volvieron locos a los niños. Los Estados Unidos no podían haber pensado en una propaganda más exitosa. El bloqueo iba a cumplir casi un año y los soviéticos no habían logrado su objetivo. Al contrario, la población de Berlín occidental mostraba ahora una adhesión mucho mayor hacia los Estados Unidos y sus aliados, en tanto que la URSS y su gobierno era cada vez más impopular en Berlín oriental. El 12 de mayo de 1949 el régimen de Stalin ordenó levantar el bloqueo sin dar explicaciones.

Aviones descargando y volviendo a despegar de inmediato.

Si bien en el gobierno de Alemania del Este había quienes pensaban simplemente en adueñarse de mala manera del Berlín occidental, mediante una invasión con el apoyo de la Unión Soviética al estilo de Hungría en 1956, también sabían que los Estados Unidos y todo el mundo occidental estaban decididos a defender esa ínsula 116

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del “mundo libre”. En respuesta, el gobierno de la Alemania comunista decidió construir un muro para impedir que sus ciudadanos escaparan. Poco después de la medianoche del 12 al 13 de agosto de 1961, toda una flota de camiones cruzaron las calles de Berlín, rebosantes de soldados y de obreros de la construcción. Mientras la población dormía, las cuadrillas trabajaron rápidamente, levantando las calles que llevaban hacia el oeste, sembrando postes de concreto y extendiendo alambradas de púas que pronto separaron la ciudad en dos partes. Las líneas telefónicas también fueron cortadas. Se bloquearon también los túneles del metro a la altura de los puntos de frontera. Los berlineses no podían creer lo que veían sus ojos a la mañana siguiente. Lo que antes había sido una demarcación abierta ahora estaba cerrada. Desde muy temprano por la mañana del 13 de agosto, las calles se convirtieron en fronteras y a los peatones se les prohibía el paso por la fuerza de las armas. De pronto, les estaba vedado cruzar de un sitio a otro para ir al teatro o a la ópera, o a un partido de futbol y menos para acudir a 117

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trabajos que muchos tenían en el sector occidental porque eran mejor pagados. Las familias, los amigos, ya no podrían reunirse ni visitarse.

Los que podían, salían corriendo e intentaban cruzar antes de que los Vopos –así llamaban despectivamente a los miembros de la Volks Polizei, la policía de Berlín Oriental- pudieran detenerlos. La desesperación se veía en las caras de la gente, conscientes de que donde hubieras dormido aquella noche sería obligatoriamente tu país por las décadas siguientes. Aquello se volvió una angustiosa carrera entre las cuadrillas de construcción, que intentaban fijar el cerco y quienes intentaban burlarlo. Se dieron escenas de un dramatismo desgarrador, como el caso de una anciana de 77 años que intentaba saltar desde una ventana hacia la libertad, pero le faltaba valor. Un joven se propuso ayudarla pero cuando lo hacía, los Vopos sujetaron a la anciana para que no huyera. Entonces alguien lanzó una granada de humo, obligando a los comunistas a soltar a la pobre señora, que fue acogida por la multitud que miraba. Los Vopos de inmediato tapiaron las ventanas y evacuaron las viviendas. En unos cuantos días, el muro de Berlín se extendía por una longitud de más de 150 kilómetros, pues no sólo dividía la ciudad, 118

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cortándola por el centro, sino que envolvía todo el Berlín occidental, aislándolo del resto de la Alemania oriental en que estaba inmerso. El muro se fue transformando en poco tiempo y lo haría aún más a lo largo de los años. Lo que comenzó como una serie de postes con alambrada de púas pronto fue reforzado con paneles y estructuras más sólidas, hechas de bloques de concreto, siempre con púas o cuchillas en lo alto. En consecuencia, los esfuerzos para escapar tuvieron que volverse más elaborados y complejos. Hubo quienes cavaron túneles de muchos metros de extensión, para salir del otro lado del muro. Un grupo de personas construyó un globo de aire caliente con retazos de tela y, jugándose la vida, lograron volar por encima del muro hasta el Berlin Oeste. Por desgracia muchos de los intentos de escapar no fueron exitosos. Más de 200 berlineses murieron intentando huir, pues los guardias del muro tenían órdenes de tirar a matar a quien intentara salvar el muro. Uno de los intentos fallidos más ignominiosos fue el de dos chicos de 18 años que, en agosto de 1962, a escaso un año de levantado el muro, intentaron cruzar las alambradas y trepar como pudieran hasta el otro lado. El primero lo logró, pero el segundo, un muchacho llamado Peter Fechter, no tuvo tanta suerte y fue alcanzado por los disparos de los guardias. Herido, intentó trepar pero se desplomó, todavía sobre el lado oriental. Los guardias lo dejaron ahí. Ni le dispararon de nuevo ni fueron en su ayuda. Durante más de una hora Peter gritaba pidiendo auxilio, pero nadie lo socorrió. Cuando por fin murió desangrado, a los guardias les ordenaron ir a recoger el cadáver, 119

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reflejando sus caras la angustia que ellos mismos sentían. Para 1965 ya era una robusta pared de concreto con vigas de acero. Más adelante, en 1975, el muro llegó a alcanzar casi 4 metros de altura y tenía un espesor de 120 centímetros, con un tubo fuerte hasta arriba que impedía cualquier intento de escalada. Detrás, había una “tierra de nadie” de cerca de cien metros de ancho, donde había un segundo muro a lo largo del cual patrullaban soldados con perros. Se puso incluso una zona de grava fina en donde las huellas de pasos se detectarían inmediatamente y había además zanjas para impedir el paso de vehículos, vallas electrificadas, sistemas de iluminación con torres para vigías, e incluso zonas minadas.

Del lado occidental no estaba prohibido acercarse a la infranqueable barrera, y la gente del Berlín Oeste encauzaba su furia decorándolo con grafitti.

Se dejó sólo un reducido número de puntos para posibles cruces, que usarían únicamente los soldados o funcionarios y los pocos que tuvieran autorización para cruzar. El más famoso de estos puntos de cruce fue el denominado Checkpoint Charlie, que rompía la frontera justo sobre la Friedrichstrasse, una importante arteria del centro de Berlín. El Checkpoint Charlie se convirtió en el principal punto de acceso por donde el personal de las fuerzas aliadas de ocupación y otros pocos occidentales cruzaban hacia la otra parte de la ciudad 120

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dividida. Se habilitaron otros varios puntos de cruce entre Berlín occidental y la Alemania del Este, algunos para propósitos tan específicos como sacar la basura y los desechos de la ciudad y llevarlos a basureros determinados. También se habilitó un acceso para el ferrocarril. Poco a poco se fueron estableciendo mecanismos que permitían a los occidentales visitar el lado oriental mediante una sencilla solicitud, pero siempre los comunistas se reservaban el derecho de negar el acceso sin necesidad de dar explicación alguna. Se fijó la obligación de cambiar un mínimo de 25 marcos occidentales por marcos orientales a la par, lo cual era un abuso, pues el marco oriental valía muy poco. El dinero que no se gastaba, no era reconvertido y se perdía. También cobraban 5 marcos –occidentales, claro- por la visa o permiso. Al pasar en automóvil o autobús, la revisión era exhaustiva, utilizando incluso espejos que metían por debajo del vehículo para revisar. ¿Qué era lo que buscaban? Yo nunca lo entendí. Al principio, los berlineses del este y los de toda la Alemania oriental no podían venir a occidente por ningún motivo. Después se fueron concediendo permisos a los viejos y pensionados y a los profesionales que justificaran su visita al oeste por rigurosas razones de trabajo. De manera excepcional, se concedían a veces permisos para atender asuntos familiares importantes. Sin embargo, cualquier solicitud tenía que estar ampliamente documentada y las negativas de la autoridad no requerían explicación. Como a los de Alemania oriental les permitían cambiar sólo una mínima cantidad de dinero por divisas occidentales, el gobierno de la Alemania del oeste estableció una práctica llamada Begrüssungsgeld, o “dinero de bienvenida”, una cantidad que se concedía anualmente a los compatriotas del este que visitaban la República Federal de Alemania. 121

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La existencia del muro de Berlín se convirtió en un símbolo de la opresión que agobiaba no sólo a los berlineses del este, sino a todos los habitantes de los países en donde la dictadura soviética imponía y controlaba gobiernos, encabezados nominalmente por ciudadanos de esos países –alemanes, polacos o checos- pero que no eran sino títeres de la Unión Soviética. El de Alemania oriental, en aquellos años de ignominia, se llamaba Walter Ulbricht.

Ulbricht muestra, orgulloso, el muro de Berlín al jerarca soviético Nikita Krushev. Se dice que Krushev comentó divertido: “He leído que el presidente americano (Kennedy) ha mirado el muro con gran desagrado. A él no le gusta, pero a mí, sí. A mí me gusta extraordinariamente”.

Después de más de dos décadas desde la erección del muro, en junio de 1987, el presidente estadounidense Ronald Reagan, pronunció frente a la Puerta de Brandenburgo, un discurso que habría de causar mella. Dirigiéndose al entonces Secretario General del Partido Comunista Soviético, Mikhail Gorbachov, Reagan dijo: “Señor Gorbachov, si ud busca la prosperidad de la Unión Soviética y de Europa del este, si ud busca la liberalización, venga hasta esta puerta, señor Gorbachov y ábrala. ¡Señor Gorbachov, derribe este muro!” Las palabras de Reagan verbalizaban el sentir del mundo entero.

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El régimen soviético, antes férreo y tremendamente opresivo, se había ido debilitando. El fracaso y desmoronamiento del comunismo era evidente. Ulbricht había sido sustituido por su pupilo Erich Honecker, un tipo igual de fanático del comunismo que su predecesor. Casualmente, Honecker había sido el encargado de la construcción del muro en 1961, y aún en enero de 1989 declaraba que el muro seguiría en pié por 50 ó 100 años más. Pero en agosto de ese año Hungría empezó a abrir su frontera hacia Austria. No sólo húngaros, sino muchos alemanes del este, empezaron a escapar, pasando por Hungría. Pronto pasó lo mismo por Checoslovaquia. Las protestas y manifestaciones empezaron a generalizarse en Alemania oriental. La gente gritaba “Wir wollen raus!” (¡Queremos salir!). Honecker fue sustituido por Egon Krenz mientras las cosas iban desmoronándose. Pronto se hizo evidente que nadie, entre las autoridades germanoorientales, se atrevería a hacer uso de la fuerza para detener a la gente, que ya era un torrente. Finalmente, el 9 de noviembre por la noche, se abrieron los puntos de cruce en Berlin. Los del este, apodados Ossies, se desbordaron hacia occidente, mientras los Wessis, es decir, sus hermanos occidentales, los recibían con flores y con Sekt –la champaña alemana- en medio del regocijo general. Las puertas de la prisión se habían abierto.

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A partir de esa noche y durante los días y semanas que siguieron, los berlineses de ambos lados se deleitaron en demoler pedazos del tremendo muro con marros, cinceles y todo tipo de instrumentos. Les apodaron los Mauerspechte –los pájaros carpinteros del muro.

Para saber más: • Museo Memorial del Muro -Bernauer Strasse, Berlin • The Berlin Airlift -American Experience Website • Discurso del presidente Ronald Reagan -12 junio 1987 • Revista Die Mauer -Adquirida en Berlin, junio de 1968 • Exposición “Die Freiheit darf hier nicht enden!” -en Checkpoint Charlie, Berlin

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La expropiación de la banca El México bronco de la revolución parecía haber quedado atrás. Estimulada por la Segunda Guerra Mundial, la economía mexicana crecía a un ritmo nunca antes alcanzado de 7.3% anual entre 1940 y 1945, además de acusar una notable estabilidad política. De 1947 a 1952 y aún más adelante, el crecimiento siguió consolidándose, aunque a ritmo más pausado, fortaleciéndose no sólo los sectores primarios sino también la producción de energía eléctrica, el petróleo, lo mismo que la industria manufacturera y de la construcción. Si bien el modelo escogido por los gobernantes, de crear industrias nuevas y necesarias para sustituir importaciones se basaba en un mercado interno cautivo, con empresas carentes de competitividad con el exterior e incapaces de exportar, aún así el país avanzó de manera muy importante y hubo momentos en que el mundo hablaba del “milagro económico mexicano”. El desarrollo estabilizador, como se dio en llamar a este modelo de crecimiento, mantuvo un veloz progreso económico con estabilidad de precios. Favoreciendo la creación de industrias que sustituyeran bienes importados, se buscaba la creación de empleos, elevar el ingreso nacional y estimular el consumo, generando un efecto multiplicador. Limitando las importaciones y sujetándolas a altos aranceles y al requisito de permiso previo, se protegía a las empresas locales y se garantizaba a los inversionistas una alta rentabilidad, pues las ventas estaban aseguradas por un mercado interno cautivo. El Estado se hacía cargo de las obras de infraestructura y corregía “las desviaciones del mercado” mediante subsidios, créditos preferenciales y otros mecanismos, a la vez que mantenía las cuentas nacionales en equilibrio con el exterior, sin excederse en el endeudamiento y manteniendo un tipo de cambio fijo que daba tranquilidad a propios y a extraños. La banca en México tenía viejas raíces, pues el primer contacto con los bancos “modernos”, databa de la época de Maximiliano, e incluso antes, pues el Bank of London, Mexico and South America abrió una sucursal en nuestro país en 1846. Algunos años después, dos bancos independientes, el Banco Nacional Mexicano y el Mercantil Mexicano, 125

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se fusionaron para dar origen en 1884 al Banco Nacional de México, el cual, además de su labor de crédito, desde su nacimiento sirvió al Estado mexicano como banco emisor de billetes, entre otros, y prácticamente como Tesorería General del gobierno, tareas que desempeñó durante varias décadas. Muchos otros más, nacidos años después, atendían más o menos eficientemente las necesidades de la economía nacional. El Banco de México, surgido en 1925 como banca central, regulaba y controlaba muy de cerca su funcionamiento, exigiéndoles obligatoriamente una parte de sus recursos –el encaje legal- no sólo como medio de control monetario sino para orientar esos dineros a actividades que el gobierno quería favorecer de manera especial. En general había certidumbre y seguridad, condiciones que favorecían el progreso y el crecimiento de una clase media cada día más importante. La inflación era una palabra que sólo conocían los economistas. Sin embargo, el sistema no era perfecto. La industrialización sustentada por el proteccionismo fue muy costosa, pues inducía a producir de todo, aunque no hubiera ventajas competitivas para hacerlo y las empresas resultantes eran ineficientes y sus productos mediocres, sin posibilidad de competir jamás internacionalmente. Por su parte, el sector agropecuario estaba estancado y la productividad rural iba en picada, ante una reforma agraria inoperante combinada con una inseguridad en la tenencia de la tierra que desanimaba al más valiente. El gobierno de Gustavo Díaz Ordaz, aunque continuó con el desarrollo económico, no fue tan exitoso en materia social, pues durante su gobierno se dieron importantes dificultades, particularmente la huelga estudiantil de 1968 que culminó en la matanza de Tlatelolco el 2 de octubre de ese año. Luis Echeverría, quien fuera secretario de Gobernación en ese sexenio, fue el siguiente presidente, y quiso identificarse con una imagen de izquierda política. Cuando Echeverría asumió la presidencia de México, además de las dificultades sociales internas, encontró que en el exterior se formaban nubes negras. El mundo desarrollado se encontraba ante una gran crisis financiera y la economía estadounidense padeció un fuerte 126

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receso. En México sobrevino la “atonía” y el PIB creció apenas al ritmo en que aumentaba la población, lo cual nulificaba el progreso. Echeverría, ungido con la omnipotencia con que el sistema investía a los presidentes mexicanos, se sintió capaz de vencer cualquier reto. Anunció que era evidente la necesidad de “revisar los términos de nuestra convivencia… y de sacudir la inercia originada por… una prosperidad desigual”. Se comprometió a atender las necesidades de todos los sectores mediante el avance equilibrado que beneficiara a toda la sociedad, a través de lo que llamó el desarrollo compartido. “En cinco años haremos lo que no se ha hecho en cincuenta”, afirmó. Echeverría emprendió un gobierno a toda velocidad, en donde ser el último en dejar la oficina o pasarse “trabajando” toda la noche era un timbre de orgullo. Las juntas a las que convocaba el presidente, citando a todo su gabinete y a todo aquel que lejanamente estuviera vinculado con el tema, duraban horas y horas. Echeverría recorría el país ordenando que se construyeran caminos, clínicas de salud, escuelas, a diestra y siniestra. Pero las obras estuvieron mal proyectadas, sin pensar ni evaluar si la inversión tenía sentido económico. El resultado fue un caos administrativo y un gasto enorme, que se financió emitiendo dinero sin parar y contratando deuda externa. El gasto público se cuadruplicó y el déficit presupuestario del gobierno, que era de 1.8% del PIB en 1970, pasó a 7.5% en 1976. Echeverría ordenó al Banco de México subir el encaje legal y a canalizarlo hacia sus causas favoritas: agricultores pobres, ejidatarios, zonas rurales deprimidas, empresas “de beneficio social”. No sólo le quitó a la banca comercial dinero que debía haber ido a financiar la inversión productiva, sino que los recursos que destinaba a sus “programas de desarrollo” eran irrecuperables. La economía entró en una espiral inflacionaria nunca antes vista. El presidente decretó ocho aumentos “de emergencia” a los salarios, matando la productividad en casi todos los sectores y estrangulando a las empresas. Los empresarios dejaron de invertir. Cuando el secretario de Hacienda Hugo Margáin renunció, incapaz de aceptar este desorden, Echeverría nombró para el puesto a su amigo y antiguo compañero de escuela José López Portillo, quien no tenía ninguna experiencia financiera ni entendía de economía. No se requería, pues 127

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el presidente aclaró “las finanzas se manejan desde Los Pinos” -la residencia presidencial. A pesar del oleaje político, la banca mexicana trabajaba bien. Había una estrecha y hasta amistosa colaboración entre los banqueros y los empresarios, bajo la bendición de autoridades hacendarias que actuaban con responsabilidad y profesionalismo –mientras no les ordenaran lo contrario desde arriba. En 1974 hubo cambios importantes en la legislación que regulaba a los bancos y se estableció la banca múltiple, que no fue sino El director de Banamex, Agustín F. reconocer y dar forma a lo que ya Legorreta, era uno de los banqueros venía haciéndose a través de más respetados de esos años. empresas separadas. Ahora los bancos podrían ofrecer todos los servicios financieros, bursátiles y de asesoría desde una misma institución en vez de varias. Lo que no cambió fue la estructura oligopólica de la banca, pues los dos bancos principales acaparaban la mitad del mercado, los dos siguientes abarcaban otro 20% y los demás el resto, incluyendo a varios bancos llamados “mixtos”, en donde el Estado era dueño de parte de las acciones, como resultado de haber tenido que intervenirlos por haber sufrido dificultades. Como resultado de la alocada administración de Echeverría, la deuda externa fue creciendo hasta volverse agobiante. De cerca de tres mil millones de dólares en 1970, la deuda pública externa en diciembre de 1976 era de 19,600 millones de dólares, más de seis veces el monto inicial. La confianza de los inversionistas, los empresarios y hasta las amas de casa se había ido deteriorando progresivamente al grado de que hasta las empleadas domésticas ponían sus ”ahorritos” en dólares. En 1976 la presión sobre las cuentas nacionales era insostenible y Echeverría no tuvo más remedio que devaluar el peso en cerca de 60%, cosa que anunció el día anterior a su último informe presidencial. El tipo de cambio de 12,50 pesos por dólar se desplomaba, después de 22 años de paridad fija. 128

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Echeverría, que se había autoerigido como paladín del tercer mundo y utilizaba una retórica cada vez más agresiva hacia el capitalismo y hacia los Estados Unidos, terminó su gestión presidencial de triste manera, como quien sale por la puerta de atrás. Los grafitti que se veían sobre las paredes decían “No LEA (–las iniciales del presidente-) ¡piense!” Su sucesor, José López Portillo recibió el país en condiciones críticas, de no ser por la esperanza que abrigaban todos los mexicanos de que el nuevo presidente –en México, casi un nuevo rey- trajera Don Manuel Espinosa Yglesias consigo soluciones mágicas que dirigía Bancomer, el otro de los dos sacaran al país de sus problemas. grandes bancos mexicanos. Y en efecto, López Portillo tuvo una suerte fabulosa, pues justo cuando el mundo se debatía en una tremenda crisis energética, generada por los países árabes al decretar un embargo petrolero contra los Estados Unidos y sus países aliados, México encontró nuevos y riquísimos yacimientos petroleros. El precio del oro negro se multiplicó por diez en un plazo de siete años, en tanto que México veía sus reservas petroleras crecer de 3.9 mil millones de barriles ¡a 57 mil millones de barriles! De pronto las exportaciones mexicanas eran casi exclusivamente de petróleo y los ingresos que recibía el país crecieron exponencialmente. Con la reanimación económica se olvidó pronto la amarga experiencia echeverrista y el nuevo presidente declaró, arrogante, que el reto consistía en “administrar la abundancia”. Lejos de meter orden en el caos que había dejado Echeverría, López Portillo quiso superar todos los récords; amplió los programas sociales, aumentó los subsidios a los productos y servicios que ineficientemente producía el Estado, emprendió grandes proyectos de infraestructura. Incluso el sector privado se benefició de subsidios a la 129

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exportación y menores aranceles a lo importado, además de aprovechar el “boom” generado por un gasto público enorme. La economía se recuperó y el PIB creció 8.2% en 1978 y 9.2% en 1979. Nunca conoció México esos niveles de crecimiento, ni antes ni después. José López Portillo era inteligente y culto, autor de varios libros de cierto mérito literario, pero fue un hombre frívolo y arrogante, muchas de cuyas acciones demuestran su convicción de sentir que las leyes y las reglas estaban hechas para otros, no para él. Sus excesos y los de su familia eran la comidilla permanente de la sociedad mexicana que, sin embargo, era incapaz de limitarlos. No se conformó con dar a su hijo José Ramón puestos en la administración pública para los que no estaba capacitado, sino que descaradamente se refería al hecho como “el orgullo de mi nepotismo”. Su arrogancia era tal que se rumoraba que pretendía obligar al papa durante su visita a México a oficiar una misa privada para su madre en la residencia presidencial de Los Pinos, a sabiendas de que estaba violentando la laicidad de un recinto oficial. Eso, por fortuna, no ocurrió. Las excentricidades de su esposa, doña Carmen, también fueron épicas. La señora viajaba por el mundo con gran boato y enorme comitiva, exigiendo que la decoración de sus alojamientos satisficiera sus requisitos caprichosos y que hubiera siempre un piano de cola en el aposento, para que la señora, que se creía una virtuosa pianista, pudiera practicar su arte. La supuesta amante del presidente, Rosa Luz Alegría, fue nombrada secretaria de Turismo, puesto para el que ciertamente había candidatos mucho más competentes. El colmo quizá lo personificaba el general Arturo Durazo, un antiguo compañero del vecindario durante la infancia de López Portillo a quien el presidente elevó a jefe de la Dirección de Policía y Tránsito de la ciudad de México, a sabiendas de su incompetencia y de sus vicios –era cocainómano empedernido. La corrupción de Durazo se convirtió en escándalo cuando se supo de la estrafalaria y lujosa casa que el jefe de policía se había construido en Zihuatanejo, en el estilo de un templo griego.

El auge petrolero despertaba expectativas exageradas en todos los segmentos de la economía e incluso de la sociedad mexicanas. Había dinero “para echar pa’ arriba” y por si no alcanzara, el gobierno empezó a emitir petrobonos, un nuevo título de inversión garantizado por cantidades específicas de petróleo. La economía se sobrecalentaba, la moneda se sobrevaluaba y las importaciones de 130

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todo, desde alimentos hasta bienes suntuarios, crecían. Pero como ni siquiera los ingresos petroleros eran suficientes para financiar tanto desperdicio, crecieron también el déficit del gobierno (de 7.2% del PIB en ’76 a un espantoso 17.5% en ’82) y la deuda externa. Si Echeverría la había llevado de 3 mil a más de 19 mil millones de dólares, López Portillo elevó la deuda a casi 60 mil millones de dólares en 1982. El ingreso petrolero de más de 13 mil millones de dólares –cifra que antes había parecido estratosférica- ahora sólo alcanzaba para cubrir el déficit en cuenta corriente generado por las importaciones. Para colmo, en 1980 el precio del petróleo comenzó a bajar y a estabilizarse, pues a los altos niveles en que estaba, las economías del mundo se esforzaron por racionalizar el consumo. La bonanza mexicana había sido breve y la factura por la embriaguez empezaba a pintarse en un cuadro sombrío: inflación descontrolada, moneda sobrevaluada, tremendos déficit fiscal y comercial, una deuda externa muy pesada. Y encima, ni la industria ni el sector agropecuario tenían fortaleza. Las fugas de capital se hicieron más y más agudas y el tipo de cambio ya no podía sostenerse, a pesar de las arrogantes afirmaciones del presidente de que la paridad del peso la “defendería como un perro”. Se fue de 26 pesos por un dólar a casi 44 para febrero de 1982. Vino entonces un programa de ajuste económico, intentando reducir el gasto y aumentar los ingresos por impuestos, reforzando el control de precios y decretando un alza salarial de emergencia. Como se dice en inglés, too little, too late. La salida de divisas era tremenda y el crédito internacional se cerró para México ante la crisis. El gobierno implantó un doble tipo de cambio, uno general y otro preferencial y prácticamente cerró el mercado cambiario. Entonces decretó que los depósitos denominados en dólares que había en los bancos mexicanos se convertían en mexdólares que se pagarían a 70 pesos, cuando el mercado ordinario pagaba el dólar a 148 pesos. Con esto, López Portillo le robaba a los mexicanos, a todos, a los empresarios, a la clase media, a las amas de casa y hasta a las empleadas domésticas, más de la mitad de sus ahorros, en algunos casos, ahorros de toda una vida. La inflación era de locura: 98% hacia final del año. 131

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Entonces llegó el 1 de septiembre, día en que el presidente rendía su informe anual ante el Congreso y ante la nación. López Portillo anunció que esa misma mañana había decretado la expropiación de los bancos privados y que éstos pasaban a ser propiedad del Estado. En un teatral discurso, que más que emotivo resultaba ridículo, el presidente lloró, pidió perdón y manoteó sobre la tribuna, en medio del aplauso servil de diputados, senadores y servidores públicos. Acusó a los bancos y a sus dueños de ser responsables de que en los dos años anteriores los capitales huyeran del país y se agotaran las reservas de dólares. Los llamó traidores a México e inventó el apelativo sacadólares como el mayor insulto. Al mismo tiempo anunció la sindicalización de los empleados de la banca y la formalización del control de cambios. La sorpresa fue enorme, incluso para el Carlos Abedrop, a la sazón presidente electo Miguel de la presidente de la Asociación de Madrid, presente en el recinto y Banqueros, fue una de las pocas voces cuya expresión de asombro fue que se alzaron para rechazar las acciones del presidente. captada por las cámaras de televisión. Al día siguiente, jueves, todas las oficinas bancarias del país amanecieron custodiadas por militares uniformados, que impidieron la entrada a los empleados y a los clientes. Los bancos permanecerían cerrados hasta el lunes siguiente, con total insensibilidad a las necesidades de la sociedad. Se suscitaron escenas de desesperación; gente que requería urgentemente dinero para sacar a un enfermo del hospital o para emprender un viaje inaplazable. Las empresas no pudieron pagar las nóminas esa semana. El presidente nombró apresuradamente a una serie de funcionarios públicos –unos con buen prestigio y otros no, pero casi todos sin experiencia 132

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financiera- a la cabeza de cada una de las instituciones expropiadas. López Portillo eligió a la banca privada como chivo expiatorio para disimular ante el país su ineptitud y el fracaso de su gobierno. Acusó a los banqueros de fomentar la especulación y la fuga de capitales, de falta de solidaridad con el pueblo y de saquear al país. Nada era más falso ni más injusto; la banca no hubiera nunca podido corregir ni contrarrestar las malas decisiones del gobierno. De hecho, fue el presidente quien engañó a la nación haciéndole creer que vivía en Jauja. Fue él quien no supo “administrar la riqueza” ni “defender el peso como un perro”. López Portillo utilizó el poder de facto que tenía como presidente para expropiar la banca, aún violando las leyes y excediéndose en sus facultades. De hecho, el gobierno tuvo que modificar a posteriori tres artículos de la Constitución y gran parte de las leyes que reglamentaban el sistema financiero mexicano para darle legalidad a la arbitrariedad del presidente. Fue un desesperado –e inútil- intento por salvar su imagen, sin importar el costo ni las consecuencias de su acción. El presidente que le sucedió, Miguel de la Madrid, recibió un país con una economía destrozada, una inflación de casi 100%, un déficit público gigantesco, un mínimo ingreso de divisas, el crédito internacional cerrado, una deuda externa inmanejable y un elevado desempleo, y todo esto, con una sociedad sumida en un ambiente de desconfianza y de duda. México tardaría varias décadas en recuperarse y en pagar las consecuencias de esta acción alocada e incalificable, y aún ahora, hay consecuencias que no podrán nunca subsanarse.

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La privatización Durante la década que siguió a la expropiación, la banca estatizada no hizo más que burocratizarse, pues la Secretaria de Hacienda le impuso un esquema administrativo sujeto a un Programa Operativo Anual que le amarraba las manos. Además, sus nuevos directores, todos funcionarios públicos obedientes al sistema, no eran demasiado hábiles para manejar el complejo negocio de la banca en medio del tormentoso estado que guardaba la economía nacional. La banca estatizada no podía, no sabía llenar las demandas del público, por lo que la clientela le perdió la confianza y prefirió trabajar con otros intermediarios financieros, como las casas de bolsa, que actuaban como banca paralela. De hecho, el ahorro captado por la banca descendió significativamente. Finalmente, en el sexenio del presidente Carlos Salinas, el gobierno decidió privatizar la banca, argumentando "la necesidad de que el Estado concentre sus esfuerzos en la atención de objetivos básicos", aduciendo además que "se han modificado de raíz las circunstancias que explicaron la estatización de la banca". Curiosamente, también se mencionó "el propósito de mejorar la calidad del servicio de banca y crédito en beneficio colectivo", con lo que se estaba reconociendo el deterioro sufrido durante la gestión gubernamental. Fue necesario modificar -otra vez- los arts. 28 y 123 de la Constitución para permitir la propiedad privada de bancos y reajustar toda la reglamentación respectiva. A partir de junio de 1991 y hasta julio de 1992 el subsecretario de Hacienda Guillermo Ortiz Martínez, fue el principal artífice de la privatización bancaria. Aunque la sociedad acogió con beneplácito la privatización, el proceso de venta dejó mucho que desear, pues en la selección de los compradores no se privilegió ni la experiencia en el manejo de asuntos bancarios ni la sabiduría en el otorgamiento de crédito y en algunos casos tampoco se investigó a fondo la solvencia moral de algunos compradores. Con el ansia de vender rápido y al mejor postor, Ortiz quizá dejó puestas las bases de la siguiente crisis bancaria, que él mismo, ya como secretario de Hacienda tendría que enfrentar. En efecto, los neobanqueros, en general carecían de experiencia como prestamistas.

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Muchos habían hecho sus fortunas como casabolseros, con tácticas agresivas y hasta osadas y, en consecuencia, no mostraron mucha prudencia en la colocación de créditos. Los clientes recibían ofertas de crédito sin haberlas siquiera solicitado e incurrieron en la torpeza de endeudarse por encima de sus capacidades. El gobierno de Salinas, que hasta allí había tenido logros impresionantes, como bajar la inflación a un dígito y la firma del TLC, también creyó que la fiesta iba a seguir y no hizo algunos ajustes muy necesarios. Bastaron algunos tristes acontecimientos como el asesinato del candidato Colosio y la rebelión de Marcos en Chiapas para enturbiar la confianza y atraer nubes negras sobre el panorama. Salinas se fue y dejó la economía “prendida con alfileres”. Llegó Zedillo y con el “error de diciembre” se los quitó.

Para saber más: • La expropiación: ¿error garrafal o traición a la patria? -Agustín F. Legorreta • Los bancos, caja chica del gobierno -Agustín F. Legorreta • Privatización de la banca ¿Transparencia? ¿Buena fe? -Agustín F. Legorreta • La expropiación de la banca en México -Miguel Angel Peralta W. • Sexto Informe de Gobierno 1 septiembre 1982 -José López Portillo • Bancomer, logro y destrucción de un ideal -Manuel Espinosa Yglesias

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El rey que perdió un zapato Eduardo Plantagenet, príncipe de Gales era quizá el mayor héroe militar de la época y ciertamente el personaje más amado de Inglaterra, pues había derrotado a los franceses en la épica batalla de Crécy, en 1346. Le apodaban el Príncipe Negro, por el color de la armadura que acostumbraba usar y a la muerte de su padre asumiría el trono en medio de una gran popularidad. Pero su padre, Eduardo III, no se moría y, en cambio, el que falleció fue el Príncipe Negro, víctima de una misteriosa enfermedad que lo consumía lentamente y que hoy probablemente se hubiera diagnosticado como cáncer. Su padre el rey lo siguió a la tumba apenas un año después. Por desgracia, el heredero que dejaban, Ricardo, hijo del Príncipe Negro, era tan sólo un chiquillo de 10 años y para colmo, algo enfermizo y no muy robusto. El problema es que los tíos de Ricardo, hermanos de su padre, en particular Juan de Gante, duque de Lancaster, y Thomas de Woodstock, duque de Gloucester, no tenían muchos deseos de que la corona y el poder recayeran sobre el muchachito, por muy legítima que fuera su herencia. Cuando el Príncipe Negro sentía ya cerca la muerte y sabedor de la deslealtad y avidez que podía esperar de sus hermanos, encargó a sir Simon de Burley, un fiel amigo y servidor leal de toda la vida, que cuidara y protegiera al pequeño Ricardo. Aunque de Burley tenía un origen humilde, o quizá precisamente por ello, el Príncipe Negro depositaba en él toda su confianza, a diferencia de sus hermanos y de otros nobles, que no tendrían empacho en hacer a un lado a Ricardo, para quedarse ellos con el poder. El hermoso niño, rubio como un auténtico Plantagenet, poseedor de un armonioso rostro heredado de su bellísima madre, la “hermosa dama de Kent” como habría de ser recordada, conquistaba a quien lo conociera y el pueblo de Inglaterra parecía ciertamente preferir a este adorable y tierno heredero que a cualquiera de sus intrigantes y turbulentos tíos. La coronación de un rey solía efectuarse en domingo, pero para sir Simon de Burley y para la madre del niño cada día que esperaran era 136

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quedar expuestos a las peligrosas maquinaciones de los tíos, por lo que se decidió que la ceremonia tuviera lugar el 16 de julio de 1377, aunque cayera en jueves. Las finanzas nacionales estaban prácticamente en bancarrota, y con la flota francesa asolando las costas del sur de la isla, el clima era poco propicio para celebraciones. Aún así, de Burley se las arregló para que de las fuentes de Londres manara vino en vez de agua, para regocijo de la gente. Se construyeron estructuras de madera en forma de castillos y recubiertas de flores desde donde hermosas doncellas arrojaban pétalos al paso del cortejo del reyecito. Se hizo todo lo necesario para que la ciudad luciera como un oasis de ensueño y para que la población olvidara, al menos por un momento, los males que aquejaban al reino y a sus pobladores. La ceremonia dio inicio a las doce del mediodía y a las afueras de la abadía de Westminster se había reunido una gran muchedumbre que, si bien parecía festejar la llegada del joven rey, comenzaba ya a dar signos de excesivo entusiasmo, que igual podía convertirse en incontrolado comportamiento. Tal vez eso de llenar las fuentes con vino no había sido tan buena idea. Ya dentro del recinto, se dio lugar a la vieja costumbre medieval de presentar a un “campeón” que, en nombre del rey, retaba a quien quisiera disputar el legítimo derecho de quien iba a ser coronado. Correspondió a sir John Dymore, barón de Fontenay de Marmion, el honor de protagonizar la extraña ceremonia. Entró a caballo a la iglesia y a voz en cuello retó a entablar con él mortal combate a cualquiera que se atreviese a disputar el legítimo derecho hereditario del rey niño, arrojando dramáticamente al piso su guantelete de acero. Al no haber quien aceptara el reto, el protocolo dictaba ofrecer al campeón una bebida para refrescar su agitación, en una copa de oro, misma que pasaba a ser atesorada y simbólica propiedad del caballero, lo mismo que el magnífico corcel que se le había facilitado para la teatral escena. Acto seguido, el obispo de Rochester pronunció un apasionado sermón, exhortando a los presentes a defender y a apoyar al joven rey y señalando que el niño había sido escogido por Dios mismo para ocupar el trono. Entonces el obispo debía despojar al rey de sus vestiduras de la cintura para arriba, mientras algunos servidores 137

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desplegaban un brocado de oro para ocultar la desnudez del rey de los ojos de los curiosos. Se le ungió entonces con el crisma u óleo sagrado, en medio de cánticos, oraciones e himnos, mientras se le vestía con nuevos ropajes cargados de joyas y bordados, se le colocaba la corona sobre la cabeza y se le ponían el cetro y el orbe en las manos. Sir Simon de Burley veía preocupado cómo el cansancio comenzaba a vencer las fuerzas de Ricardo, cuyo cuello parecía doblarse ante el peso de la corona y sus hombros bajo el de los tiesos y pesados ropajes. Después la estola, las espuelas en sus talones, todo bajo el palio que se sostenía sobre su cabeza. Más cánticos, himnos y durante el ofertorio Ricardo tenía que acercarse al altar para depositar allí una bolsa llena de oro como generosa limosna. Seguía la misa, la comunión y más cánticos. De Burley veía cómo las fuerzas del niño se gastaban, como un globo que se vacía. El noble caballero sufría al mirar los esfuerzos del reyecito por mantener la cabeza erguida y los ojos abiertos y de Burley temió que Ricardo fuera a desmayarse. Fue entonces cuando, violando cualquier protocolo, de Burley hizo un gesto imperativo para que el obispo Este es el retrato considerado diera por terminada la ceremonia más auténtico de Ricardo II. Cuelga hoy en la abadía de Westminster y y sin esperar más, tomó al joven se estima que fue pintado alrededor rey en sus brazos y lo sacó de la de 1390. iglesia, llevándolo hacia una litera, que cuatro ágiles portadores elevaron de inmediato sobre sus hombros. El protocolo dictaba que el rey recién coronado montara en su caballo para regresar al palacio entre los vítores del populacho. En cambio, Ricardo habría de ser llevado en litera y bajo un palio azul. La tensión era enorme, pues cualquier paso en falso podría ser interpretado de modo negativo por la muchedumbre afuera reunida a quien –de Burley estaba seguro- los tíos del rey, Lancaster y 138

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Woodstock, azuzaban con dinero y promesas para desconocer al reyecito. En medio del alboroto y al ser subido a la litera, al rey niño se le cayó una zapatilla. De inmediato el populacho se lanzó entre gritos a recuperar la prenda y a disputársela a puñetazos. La zapatilla de Ricardo habría de volverse un bien preciado y el incidente, ocurrido con la evidente debilidad física del reyecito que, sin embargo, se esforzaba por sonreír y devolver los saludos de quienes lo aclamaban, conquistó el cariño y simpatía de quienes lo presenciaron. Ricardo había ganado, con su sonriente ternura de niño, el corazón de los londinenses. Al día siguiente de la coronación, se procedió a escoger un consejo de regencia para dirigir el reino durante la minoría de edad de Ricardo. La selección de su integrantes significó una absoluta derrota para el duque de Lancaster, pues no se le incluyó como miembro del consejo, ni tampoco a sus hermanos Thomas de Woodstock ni Edmund de Cambridge. Los miembros elegidos fueron los obispos de Londres y de Salisbury, el barón de March y el conde de Arundel, además de otros seis nobles más. El no haber incluido al obispo de Canterbury, que era el primado de Inglaterra, fue no sólo una ofensa individual, sino una muestra de la pérdida de influencia del duque de Lancaster, pues Simón de Sudbury, obispo de Canterbury, era tenido como incondicional del duque. Aunque excluido del consejo, el duque de Lancaster no dejaba de ejercer su fuerte influencia en el gobierno, por lo que el gobierno del rey niño y su permanencia en el trono no quedaba libre de peligros y riesgos. El tío Woodstock era aún menos diplomático que Lancaster y no tenía empacho en decir abiertamente que su sobrino Ricardo debía ser separado del trono. Pero el país no andaba bien. La peste bubónica que había asolado Inglaterra de 1348 a 1353 había causado la muerte de casi un tercio de la población total y encima, la guerra contra Francia había mermado la población masculina aún más. El resultado era una tremenda escasez de mano de obra, por lo que enormes extensiones, antes productivas, ahora estaban sin cultivar e incluso había aldeas y 139

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pueblos abandonados y sin pobladores. Todo eso se tradujo en una fuerte alza en el precio de los alimentos. Aún en vida del viejo rey, el gobierno había intentado controlar la situación congelando los salarios en los niveles que tenían antes de 1348, pero no había logrado con ello controlar los precios y el malestar de la gente que se moría de hambre iba en aumento. Para colmo, el duque de Lancaster, que era jefe de los ejércitos y sólo se preocupaba por la guerra contra Francia, impuso en 1380 un nuevo impuesto personal (poll tax) de un chelín para financiar la guerra, que debería pagar toda persona mayor de 15 años. Para un artesano calificado, equivalía al ingreso de toda una semana y para un campesino, representaba una suma monumental. La gente huía de sus pueblos y aldeas y se escondía cuando oía que el recolector de impuestos se aproximaba. Pronto surgieron líderes que incitaban a la gente a no pagar el impuesto y a rebelarse contra la nobleza y a quitarle el poder de imponer tan terribles cargas. Entre esos líderes descolló uno llamado Wat Tyler, que se decía tejador de oficio, pero antes había sido soldado y hasta asaltante. Tyler empezó a organizar su ejército y a formular una lista de exigencias y como iba de pueblo en pueblo invitando a la gente a unírsele e incluso liberando a los que estaban en las cárceles, pronto se vio al frente de una fuerza formidable. Cuando llegaban a ciudades importantes, no dudaban en asaltar las casas de los ricos y a dejarlas en ruinas que luego incendiaban. Al llegar a Rochester apresaron al condestable del castillo, sir John Newton, y lo mandaron a Londres a exigir al rey Ricardo que se reuniera con los rebeldes en Blackheath para escuchar sus demandas. De lo contrario, matarían a toda la familia del pobre sir John. La revuelta tomó al consejo del rey y a todo el gobierno por sorpresa. Sin duda algunos estaban conscientes del malestar popular y del hambre que había en el campo; no pudieron dejar de enterarse de la resistencia de la gente a pagar el odiado impuesto personal, pero la magnitud del alzamiento nadie la esperaba. Se estima que la muchedumbre que seguía a Wat Tyler era de cerca de cien mil personas, una cifra dos veces superior al de la población completa de Londres. Para colmo, el duque de Lancaster, aunque odiado por muchos, era el mejor jefe militar del reino, y se hallaba en Escocia cuando esto ocurrió. El consejo del rey y los principales nobles y 140

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funcionarios del gobierno corrieron a refugiarse en la Torre de Londres, a donde naturalmente encerraron también al rey y a su madre, protegiéndolos detrás de sus gruesos muros. Todos tenían ideas diferentes sobre cómo enfrentar la revuelta, pero el joven rey insistió en que la única alternativa realista era ir a su encuentro y escuchar sus demandas. Al día siguiente Ricardo y su comitiva salieron en una barca por el Támesis hasta Greenwich, donde pensaban desembarcar y seguir a pié una milla y media hasta Blackheath, pero al llegar a Greenwich la muchedumbre les impidió desembarcar y tampoco pudieron hacerse oír sobre los gritos y alboroto. Por la seguridad del rey decidieron regresar a la Torre. Pero los rebeldes de Wat Tyler no se quedaron donde estaban, sino que siguieron a la comitiva real y como al llegar a la Torre encontraron cerradas las fuertes rejas, la plebe se lanzó sobre la elegante calle Fleet, donde saquearon los comercios y las lujosas residencias. La horda siguió avanzando hasta llegar a Aldgate, mientras los aterrorizados londinenses les daban comida, en un desesperado esfuerzo por evitar que saquearan sus casas o les quitaran la vida. Sin embargo, los rebeldes, envalentonados por el vino y la cerveza, continuaron el saqueo de las residencias más lujosas hasta llegar al famoso palacio Savoy, que era la residencia del duque de Lancaster. Allí, la gente dio rienda suelta a su furia contra el odiado duque, robando lo que pudieron, destruyendo lo que no podían llevarse y prendiendo fuego a lo que quedaba. La lujosa mansión quedó verdaderamente en ruinas. Igual suerte corrió el palacio Lambeth, residencia londinense del arzobispo de Canterbury, que por su asociación con el duque de Lancaster era igual de odiado por la gente. Las obras de arte, los muebles y hasta los archivos acabaron en las llamas de grandes fogatas y el propio arzobispo hubiera corrido la mismo suerte si lo hubieran hallado allí. Mientras tanto, el consejo del rey, los principales nobles y el propio rey de catorce años, prisioneros tras los altos muros de la Torres de Londres, podían contemplar al caer la tarde el resplandor anaranjado de los incendios en la ciudad y el clamor de la embriagada multitud. El Lord Alcalde de Londres, William Walworth y sir Robert Knollys, prisioneros en la fortaleza junto con el rey y los demás, aconsejaban 141

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reunir a todos los soldados de que podían echar mano, que no llegaban siquiera a dos mil hombres, pero que, armados y bien adiestrados como estaban, podrían dispersar a la multitud, por más que fuera cincuenta veces más numerosa, y hacerle miles de bajas, pues eran muy pocos los rebeldes que tenían armas. Por el contrario, el viejo conde de Salisbury opinaba que recurrir a la violencia desataría la ruina del país. Ricardo sabía que ésa era la opinión más sabia, pero se requería más valor para enfrentar a Wat Tyler y negociar que para soltar a un regimiento de soldados. La clave estaba en fijar el encuentro en un lugar fuera de la ciudad para hacer que los rebeldes abandonaran Londres y también en ayudar a que el odiado arzobispo Sudbury y el pobre Tesorero Real John Legge –jefe de todos los recolectores de impuestos- pudieran huir antes de que la plebe los hiciera picadillo. A la mañana siguiente Ricardo salió al parapeto de la fortaleza y desde lo alto y a gritos intentó hacerse oír. Anunció que se reuniría con los jefes si la multitud se dispersaba, para lo cual le exigieron asegurarles que no habría represalias. Para ello, firmó allí, desde el balcón y a la vista de todos, un perdón general que luego dos de sus caballeros llevaron a las rejas y entregaron a los rebeldes. Wat Tyler y sus hombres acordaron reunirse con el rey en el prado conocido como Mile’s End, una llanura en las afueras de la ciudad. Sorprendentemente, los rebeldes recibieron a Ricardo con respeto, señalando que lo reconocían como rey y como hijo del gran héroe, el Príncipe Negro. Comenzaron las conversaciones y el rey aceptó abolir el odiado impuesto personal y considerar la posibilidad de abolir también la servidumbre que ataba a los campesinos a las tierras de su señor. También reiteró la promesa de un perdón general y ordenó que treinta escribanos prepararan las cartas de perdón que se entregarían a los diversos jefes rebeldes. Entonces Tyler insistió en que Legge, el arzobispo Sudbury, Hales y otros que habían participado en diseñar e implementar el odiado impuesto personal fueran juzgados como traidores. Ricardo dijo que estudiaría el asunto y aplicaría la ley, pero eso no satisfizo a Tyler y mientras Ricardo seguía negociando con otros líderes y tratando de contener a la multitud, Tyler se escabulló y se dirigió a Londres, donde se habían quedado cerca de 30 mil 142

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campesinos levantiscos. El arzobispo, el canciller Hales y el tesorero Legge habían intentado huir en una barca por el Támesis pero la turba los reconoció y tuvieron que regresar a esconderse de nuevo en la Torre de Londres. Cuando Tyler llegó, arengó aún más a la multitud hasta llevarla a un estado de descontrol y, de alguna manera, lograron penetrar dentro de la fortaleza. Una vez dentro, se dedicaron a hacer destrozos en la fortaleza real después de apoderarse de las armas que había en la armería del rey. Irrumpieron incluso en los aposentos de la reina madre y aunque a ella no la tocaron, los rebeldes violaron a una de sus damas de compañía allí mismo, en su presencia. La madre del rey fue velozmente rescatada por sus sirvientes y en una barca huyó por el río hasta el castillo de Baynard, donde comenzó a reponerse del susto. Cuando la turba forzó las puertas de la capilla de San Juan, encontró allí lo que estaban buscando: a sir Robert Hales, al tesorero Legge y a otro caballero, quienes, arrodillados recibían la absolución de parte del arzobispo Sudbury. Sin dejar siquiera que el prelado acabara de dar sus bendiciones, la turba se hizo cargo de los cuatro y a golpes de espada les cercenó torpemente las cabezas, mismas que fueron colocadas en sendas picas para exhibirlas desde el Puente de Londres. Entretanto, el rey adolescente daba por terminada las negociaciones y estaba a punto de encaminarse de regreso a Londres cuando un heraldo le llevó noticias de lo ocurrido en la fortaleza, añadiendo que no se sabía si la reina madre había llegado con vida hasta Baynard. Ricardo concluyó que no podía regresar a la Torre de Londres y se encaminó en cambio hacia el castillo de Baynard donde, al llegar, pudo constatar que su madre estaba bien. Después de lavarse y comer, Ricardo convocó a sus consejeros para tomar decisiones. A pesar de todo lo ocurrido, el joven rey estaba decidido a detener la violencia, y envió a un paje a Londres para comunicarle a Tyler que quería volver a reunirse con él al día siguiente en Smithfield, un paraje al norte de Londres. Al regresar, el mensajero relató al rey las horribles escenas de destrucción y de sangre que había visto en la ciudad, en esta segunda jornada de alocada devastación y asesinato. El sábado 15 de julio, acompañado por el Lord Alcalde Walworth y una escolta de doscientos hombres, entre caballeros y soldados, el 143

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rey Ricardo acudió a encontrarse con Tyler a quien acompañaban cerca de 30 mil rebeldes. Eso significaba que otros 30 mil estaban aún en Londres. Tyler se sentía ahora dueño de Londres y eso le daba una seguridad que se manifestaba en arrogancia. Se acercó al rey montado a caballo y no a pie como lo haría un súbdito y tomando a Ricardo fuertemente por el brazo le dijo: -Señor rey, ¿veis a toda esta gente aquí reunida? A fe mía que han jurado seguir mis órdenes sin dudarlo. Ricardo, tratando de sacar el mejor partido de la situación, ignoró el comentario y reiteró las promesas que había hecho el día anterior. Pero esto ya no bastaba. Tyler estaba desatado y exigió que toda la nobleza, con excepción del rey, habría de renunciar a sus títulos, a su tierras y a sus posesiones. Lo mismo tendrían que hacer los obispos y todos los prelados de la iglesia. Y a esto siguieron otras exigencias, igualmente descabelladas. Luego pidió un tarro de cerveza para enjuagarse la boca y tras hacerlo, escupió vulgarmente al suelo, justo enfrente del rey. Ricardo, asustado como estaba, contuvo su ira y su miedo y expresó estar de acuerdo con todo. Entonces Tyler, excediendo todos los límites, ordenó al paje del rey que le entregara la espada real, representativa del poder del Estado. El paje se negó, diciendo, -No lo haré. No sois digno de sostenerla, puesto que sólo sois un villano. Tyler explotó gritando, a la vez que sacaba un puñal de la montura de su caballo, -¡Por mi fe, miserable, tendré tu cabeza antes de volver a probar bocado!

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Entonces el Lord Alcalde Walworth, viendo el peligro en que se hallaba el rey, espoleó su caballo y se interpuso entre Tyler y Ricardo, profiriendo insultos contra el bellaco. Tyler estiró el brazo y tiró una puñalada sobre el vientre de Walworth, pero éste, previsor, se había puesto una coraza de acero bajo las ropas y la puñalada de Tyler resbaló sin hacer daño. Eso bastaba. Walworth desenfundó su espada en un instante y descargó un fuerte golpe con la empuñadura sobre la cara de Tyler, alcanzando a hacer un corte sobre el cuello. Tyler se llevó las manos a la herida y dejó abierto el flanco, por donde Walworth lo atravesó con su espada. Tyler tuvo aún vida para hacer girar a su caballo y encaminarse al trote hacia donde estaba su gente. El caballo sólo avanzó unos metros antes de que Tyler se desplomara al suelo, ante sus miles de seguidores.

Esta imagen intenta reproducir el momento en que Walworth ataca a Wat Tyler con su espada, defendiendo a Ricardo II.

La tensión era indescriptible. Los arqueros tensaron sus armas, las espadas salieron de sus fundas y las lanzas se enfilaron hacia el frente. Los pocos soldados del lado del rey hicieron lo mismo. Fue entonces cuando el rey adolescente hizo avanzar su caballo, al mismo tiempo que, con un gesto, indicó a sus soldados que no se movieran. Entonces alzó la voz y dijo: 145

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-Buenos señores, ¿empuñaréis las armas contra vuestro rey? Yo soy vuestro legítimo comandante. ¡Yo seré vuestro líder! El que me ame, sígame. Acto seguido, hizo girar a su caballo y les dio la espalda, encaminándose hacia Londres, mientras la enorme muchedumbre enfundaba sus armas y avanzaba dócilmente tras su señor. Sólo unos cuantos se ocuparon de recoger el cadáver de Tyler. Algún rato después sir Robert Knollys reunió soldados y arqueros para ir a “rescatar” al rey. Lo encontraron en el campo de Clarkenwell, conversando tranquilamente con los rebeldes, explicando cada uno sus posturas. Por otra parte, Walworth despachó a un contingente para traer el cadáver de Tyler, al cual le cortaron la cabeza sin ceremonia ninguna, para ponerla en una pica y exhibirla en lo alto del Puente de Londres, sustituyendo a la del arzobispo Sudbury. La mayor parte de los rebeldes se desbandaron y recibieron los perdones ofrecidos, aunque otros, que continuaron con la revuelta durante dos semanas más, fueron finalmente vencidos y sus líderes llevados a la horca, siendo tal vez unos ciento cincuenta el número de los ajusticiados. Un reyecito de tan sólo catorce años, carente de buenos consejeros y sujeto a las maquinaciones e intrigas de sus familiares más cercanos quienes, lejos de ayudarlo, querían hundirlo, tuvo, no obstante, la sensatez, el tacto y el valor personal para desactivar la mayor revuelta popular que se hubiera jamás visto en Inglaterra. Sin embargo, la revuelta de los campesinos tuvo importantes repercusiones. Nunca más se pudo imponer en Inglaterra un impuesto personal per capita y la odiada institución de servidumbre fue abolida durante el siglo que siguió. No obstante, el resto del reinado y de la vida de Ricardo no fue nada fácil. La nobleza siguió siendo levantisca y el rey lograba imponer un precario control que duraba sólo un tiempo. Sus tíos seguían intentando dominarlo y llegaron a extremos de encarcelar y hasta ejecutar a sus funcionarios sin que el monarca pudiera evitarlo. 146

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Así perdió Ricardo al fiel de Burley, a quien Lancaster y Woodstock hicieron ejecutar en 1388. En ese permanente forcejeo con la nobleza el rey tuvo episodios de aciertos y de torpezas, como cuando murió su tío Lancaster, en 1399, que Ricardo decidió obstaculizar el camino para que su primo Enrique de Bolingbroke, su hijo, recibiera todos los títulos y posesiones de su padre. Enrique reunió a sus aliados y venció a Ricardo, quien fue despojado de la corona y acabó sus días prisionero en el castillo de Pontefract.

Para saber más: • Britain’s Kings and Queens -Michael St John Parker • Chronicles -Jean Froissart • Tales from the Tower of London -Mark P Donnely & Daniel Diehl • The Last Plantagenets -Thomas B. Costain • Kings and Queens of England and of France -Joseph Fattorusso

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México rojo Con sus siete u ocho añitos el niño probablemente no comprendía lo que estaba pasando, pero estaba aterrado. Por más de que le habían dicho que la ceremonia en que le tocaba participar era algo muy importante y que debía sentirse orgulloso y afortunado de haber sido destinado para un honor tan grande, no podía dejar de sentirse abrumado por la muchedumbre, por el vocerío y los cánticos rituales, por el aroma penetrante del copal y los sahumerios. Lo que más le agobiaba era la opresiva presencia de los tlatoques, unos horribles personajes responsables de custodiar el templo y las instalaciones dedicadas a los dioses y, probablemente, de asegurarse de que él y los demás cautivos no escaparan. Pero él no era un prisionero ni un esclavo. Era hijo legítimo de sus padres y había sido escogido precisamente por ser un niño hermoso, de bellas facciones dentro de los estándares de su raza, esculpidas en una perfecta piel cobriza. Lo trataban con deferencia, casi con afecto y desde la mañana lo habían vestido con un colorido traje confeccionado con finas hojas de amate, esa corteza que, martillada, se convertía en delgadas láminas que parecían de papel o de seda. Le habían adornado la cabeza con un tocado de hermosas plumas de quetzal y le habían puesto brazaletes y collares de hermosas cuentas de jade verde. Le decoraron el rostro y parte del cuerpo con pintura vegetal de vivos colores. Lo pasearon por las calles y la gente, al verlo, lo aclamaba y elevaban los brazos al cielo, aullando plegarias y derramando lágrimas. Más tarde, ya caída la noche, lo llevaron a un adoratorio a orillas de la laguna donde lo obligaron a pasar la noche en vela, en medio de sacerdotes que no cesaban de entonar cantos rituales dirigidos al dios Tláloc. Por fin, a la mañana siguiente, lo colocaron en una litera bellamente decorada con flores y plumas de colores diversos, entre los que sobresalía el verde brillante de las plumas de quetzal. Sin que 148

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cesaran los cánticos ni el sonido de las flautas, la litera fue llevada a hombros hasta uno de los cerros cercanos a la gran Tenochtitlán, en cuya altura había un pequeño adoratorio. Allí se celebraría la horrible ceremonia. Agarrando firmemente al niño de brazos y piernas, los sacerdotes le arrancaron las uñas lentamente, una tras otra. El niño lloraba desconsoladamente y aquello era considerado un signo óptimo, pues entre más lágrimas derramara, más abundantes serían las lluvias que habría de conceder Tláloc, el dios homenajeado. Finalmente uno de los sacerdotes tomó un cuchillo de obsidiana y con su afilada hoja degolló al pequeño, mientras otros recogían cuidadosamente en una jícara la sangre que salía a borbotones y entre espasmos de su cuello. Ese preciado líquido era ofrecido al dios, vertiéndolo sobre un brasero ardiente o usándolo para otros actos rituales, bebiéndolo o comiéndolo mezclado con harina o semillas. Otro de estos carniceros dedicados al dios acabó de cercenar la cabeza del pequeño, pues había que horadarla por las sienes para ponerla sobre un palo para exhibirla en el tzompantli –una especie de osario- junto con los cráneos de otros sacrificados. El cuerpo del niño, en este caso, pudo haber sido arrojado al barranco que quedaba a un lado del adoratorio, o bien destazado, para ser comidas algunas partes. Esta terrible y sangrienta escena se repetía a diario en la gran Tenochtitlán, particularmente en el mes atlacahualo, que corresponde a febrero en nuestro calendario, pues era el mes dedicado a Tláloc, aunque también se honraba en ese mes a su hermana Chalchitlicue. Había seis cerros o montes en torno a la gran ciudad, en donde se habían construido pequeños adoratorios destinados al dios y que estaban orientados principalmente, aunque no de manera exclusiva, al sacrificio de niños, pues estas bestiales ofrendas continuaban durante el mes tozoztontli (marzo) y el mes huytozoztli (abril) y no cesaban hasta que no llegaran las lluvias abundantes. ¿De dónde procedían los niños destinados a este horrible sacrificio? La información es confusa, pero hay crónicas que dicen que muchos eran comprados a sus madres por dinero y que otros, siendo esclavos, eran cedidos por sus dueños. Pero hay quien afirma que, en casos especiales, la familias nobles ofrendaban a alguno de 149

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sus hijos, como cuando había terrible sequía o se ansiaba obtener buenas cosechas. Hay evidencias que muestran que en el año 1 Toxthli, correspondiente a 1454 en nuestro calendario, hubo una gran incidencia de estos sacrificios de niños, como lo evidencian las osamentas encontradas al pie de un pequeño adoratorio anexo al Templo Mayor, en la ciudad de México. Los sacrificios tenían diversas posibles formas. Algunos culminaban con el degüello y la recolección de la sangre, pero otros consistían en sacar el corazón de la víctima, a quien se acostaba boca arriba en una enorme piedra redonda mientras cuatro sacerdotes o verdugos Después de haberle sacado el corazón a la víctima la sostenían y otro, el o de degollarlo, el cuerpo era arrojado por las escaleras del templo, donde los encargados de de más dignidad, le despiezarlo, lo recogían, como lo muestra esta abría el pecho con un imagen del Códice Magliabechiano. cuchillo de obsidiana y le sacaba el corazón, arrancándolo aún palpitante. De hecho, los sacerdotes dedicados a Tláloc estaban entre los más reverenciados en la dignidad eclesiástica de los antiguos mexicanos. Estos sanguinarios verdugos, se dejaban crecer el cabello indefinidamente y nunca se lavaban ni peinaban, limitándose a secarse las manos empapadas de sangre en los cabellos y en el cuerpo. Es fácil imaginar el terrorífico aspecto que tenían estos asquerosos sacerdotes. En otros casos, los sacrificados eran desollados después de muertos, tarea que se hacía con mucho cuidado y habilidad para mantener la piel de la víctima en una sola pieza, pues los sacerdotes se la ponían, como si de una prenda se tratara, personificando así al dios. 150

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A menudo, después de efectuada la extracción del corazón, el cadáver de la víctima era empujado y caía rodando por los escalones hasta la explanada que había abajo. Allí, se acercaban unos viejos encargados de llevar el cuerpo a un recinto donde lo despiezaban, para entregar después las diversas partes que iban a ser consumidas a los guerreros, señores o gente principal. Es poco probable que la gente del pueblo recibiera algo. La carne se cocinaba, hirviéndola junto con granos de maíz, para después comerla ceremoniosamente. Bernal Díaz del Castillo nos relata. “Oí decir que le solían guisar [al tlatoani Moctezuma] carnes de muchachos de poca edad” y añade que como “nuestro capitán le reprendía el sacrificio y comer carne humana, que desde entonces mandó que ya no le guisaran tal manjar”. Otro cronista, Diego Muñoz, relata que en Tlaxcala “había carnicerías públicas de carne humana, como si fueran de vaca y carnero, como el día de hoy las hay”. Si esto es cierto, la noción de que sólo la consumían los nobles y en condiciones ceremoniales queda desmentida. En otros meses, los sacrificios tenían otros propósitos. En hueytecuihuitl, el octavo mes, que caía en lo que para nosotros es junio y julio, se trataba de honrar a Xilonen, la diosa del maíz, y, en sentido más amplio, de la subsistencia. Para ello, se escogía a una doncella y se hacía una fiesta, pagada por los señores principales, que duraba ocho días y en la cual participaba toda la gente de la comarca, invitando particularmente a los pobres. Se servía de comer hasta hartarse y se bailaba y se cantaba sin parar, alumbrándose durante la noche con antorchas. Finalmente, la víspera del gran día, a la elegida la vestían con ricas ropas y la enjoyaban con los ornamentos propios de la diosa. Le daba a beber el octli divino, un 151

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pulque que la atontaba un poco y la hacía probablemente menos aprehensiva de lo que estaba ocurriendo. La hacían subir los escalones hasta la cima del adoratorio y allí, mientras uno de los sacerdotes la cargaba contra su propia espalda, ofreciéndole el frente de la víctima a otro, le abrían el pecho y le sacaban el corazón palpitante, para ofrecerlo a Xilonen y al sol.

Tezcatlipoca

En la religión de los nahuas, Tezcatlipoca y Quetzalcoatl representan dualidad y antagonismo, dos lados de una misma moneda. Tezcatlipoca es el “espejo negro humeante”, en tanto que el color de Quatzalcoatl es el blanco. A ambos se debe la creación del mundo.

Pero lo mejor, lo más grandioso, ocurría en el quinto mes, toxcatl, es decir abril-mayo para nosotros, el mes dedicado a Tezcatlipoca. Éste era para los antiguos mexicas el señor del cielo y de la tierra, fuente de vida, tutela y amparo del hombre, origen del poder y la felicidad, maestro de las batallas, omnipresente, fuerte e invisible. Algunos lo llamaban “dios de dioses”. A él estaba dedicado siempre todo lo mejor, lo óptimo, lo perfecto. Por eso se escogía, con un año de anticipación, a un joven guerrero, de origen noble y sin tacha, cuya perfección física y belleza fuesen indiscutibles. Durante un año se le 152

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cuidaba y mimaba con todos los deleites y comidas, con ricas ropas y lujos. Se le enseñaba a tocar la flauta, a cantar y a hablar en público. Se paseaba por todas partes engalanado con plumas y cubierto con mantos bordados, mientras la gente lo aclamaba, lo aplaudía y lo veneraba como a un gran personaje, pues para los mexicas era la viva representación del gran dios Tezcatlipoca. Veinte días antes de la gran fecha, se le entregaban cuatro bellas muchachas, preparadas también de antemano para este gran honor, quienes pasaban a ser de inmediato sus mujeres y concubinas, complaciéndolo en todas las formas sexuales que el joven pudiera desear. Finalmente, el día de la ceremonia, el muchacho subía en libertad y por su propio pié los escalones del templo o adoratorio en medio de una gran solemnidad, mientras él arrojaba y rompía las flautas que había tocado durante los meses pasados. En lo alto, cuatro sacerdotes lo agarraban de brazos y piernas mientras el quinto le abría el pecho y le sacaba el corazón sangrante y lo colocaba sobre un brasero con ascuas ardientes donde se consumía y ascendía, convertido en humo, hasta el dios homenajeado. Después le cortaban la cabeza, misma que iría a para al osario o tzompantli.

El tzompantli era un altar donde se empalaban ante la vista pública las cabezas aún sanguinolentas de los sacrificados con el fin de honrar a los dioses y se conservaban sus cráneos en una especie de estacada de madera. Fray Bernardino de Sahagún reporta que tan sólo en Tenochtitlan había siete tzompantlis. El del Templo Mayor contenía casi cien mil cráneos. 153

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Las crónicas que hablan de los sacrificios humanos se refieren principalmente a lo que ocurría en Tenochtitlan y en la zona dominada por los aztecas pues sus autores eran gente que vino con Cortés, como Bernal Díaz del Castillo, o bien que se asentó en la zona central, como Fray Bernardino de Sahagún y otros cronistas. Sin embargo, la costumbre de ofrecer sacrificios humanos para aplacar a sus dioses o para ganar su favor parece haber estado ampliamente repartida en lo que hoy es México. Desde los olmecas, de cuya cultura conocemos poco porque ya se habían extinguido cuando llegaron los europeos, parece, no obstante, haber evidencias de que practicaban sacrificios humanos, particularmente de niños. En Tula, sede de la cultura tolteca, también se han encontrado osamentas de niños decapitados masivamente en alguna ceremonia ritual. En Teotihuacan, a pesar de lo poco que se sabe de esa cultura, tenemos la certeza de que practicaban sacrificios humanos, ya que debajo de la pirámide de la Luna se encontró un recinto con los esqueletos de varias decenas de hombres decapitados ritualmente. Se cree que podía tratarse de prisioneros de guerra. Está perfectamente claro que entre los mayas los sacrificios humanos también eran cosa muy extendida. El Popol Vuh, el libro sagrado de los mayas, dice expresamente que los dioses exigían a los hombres la ofrenda de corazones, por haberles regalado el fuego. En las ruinas mayas existen infinidad de bajorrelieves y estelas donde se evidencian los sacrificios humanos, vinculados muchas veces con el juego de pelota, tras el cual los derrotados eran decapitados ceremonialmente. Mientras los mexicas practicaban con frecuencia la extracción del corazón en sus sacrificios, los mayas parecen haberse inclinado más hacia la decapitación e incluso el autosacrificio. En Petén existen murales que representan la creación del mundo y en la imagen el dios aparece cortándose el pene, para bendecir con su sangre y consagrar los cuatro árboles que son pilares del mundo. Se sabe que los sacerdotes mayas emulaban valerosamente al dios en sus ceremonias. Pero su creatividad no se detuvo allí, pues muchos de sus sacrificios consistían en arrojar bellas doncellas y también jóvenes guerreros a los cenotes, esos enormes pozos naturales que abundan en la geografía de Yucatán. Es muy probable que a las víctimas se les degollara o se les decapitara antes de arrojarlos a las 154

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profundidades, para evitar la posibilidad de que se escaparan nadando. El sacerdote, empuñando un filoso cuchillo de obsidiana o de sílex, le abría el pecho, metiendo el cuchillo entre dos costillas y le arrancaba el corazón y, todavía palpitante, lo ofrecía al dios. La pericia y velocidad con las que realizaban este acto eran tales que antiguos relatos narran asombrosas historias de víctimas que, aun con vida, contemplan azorados durante algunos segundos su corazón palpitar fuera de sus pechos.

Algo que probablemente nunca entendieron los españoles es que para los pueblos de México el titular del sacrificio no era la víctima sino el dios mismo a quien se honraba. Es decir, la víctima se convertía en el dios. Por eso la vestían con los atuendos de más lujo, con las mejores joyas y ornamentos que caracterizaban a la deidad que adoraban; por eso la alimentaban con las más deliciosas y especiales cosas, por eso tenía que tratarse de un niño hermoso o de una bella muchacha o de un guerrero valiente, admirable, perfecto. Porque el sacrificio era como una renovación del mundo, en donde el dios o la diosa se personificaban. Y como la energía, la fuerza, el valor y todo lo bueno se concentraba en el corazón y en la sangre, por eso eran preciadas ofrendas que, al consumirse en el fuego, regresaban como humo y cenizas al mundo de los dioses. Por eso mismo, comer el resto del cuerpo era un privilegio ya que esa carne era algo divino, que les daba fuerza y energía. Los europeos, lo mismo soldados que monjes o funcionarios civiles, se horrorizaron siempre de estas prácticas y las consideraron inspiradas por el diablo y muestras evidentes del salvajismo indígena y de una cultura que había que erradicar de manera total. Por eso tal vez pusieron tanto ahínco en evangelizar a los indígenas y llevarlos al cristianismo. Sin embargo, más modernamente hay quien especula que quizá gran parte del éxito que tuvieron los misioneros y monjes en esa labor cristianizante fue porque a los antiguos mexicanos les encantó la idea de un dios sacrificado. Cristo crucificado, martirizado, 155

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muerto, era la idea suprema de la nueva cultura y coincidía precisamente con lo que ellos venían haciendo desde tiempo inmemorial. Cristo podía ser Tezcatlipoca, Huitzilopochtli, Tláloc, el dios del maíz o quien uno quisiera. Y lo de comer y beber su cuerpo, aunque fuera de manera simbólica en pan y vino, también encajaba perfectamente.

Para saber más: • Historia verdadera de la conquista de la Nueva España -Bernal Díaz del Castillo • Historia general de las cosas de la Nueva España -Fray Bernardino de Sahagún • Historia de Tlaxcala -Diego Muñoz Camargo • Morir por los dioses -Elsa Rodríguez Osorio • The Maya. Glory and Ruin -Guy Gugliotta

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Venganza rusa Desde finales de 1944 el avance de las tropas rusas contra Alemania se veía imparable y la región de Prusia Oriental, un trozo de territorio alemán separado del resto del país por un estrecho corredor de terreno nominalmente perteneciente a Polonia, era por donde entraría con toda su fuerza el golpe de Rusia. La población civil estaba aterrada. Los rumores e incluso la información oficial no hablaban sino de las atrocidades que cometían los soldados rusos por donde pasaban, violando a cuanto ser humano del sexo femenino encontrasen, sin importar si eran niñas o ancianas, destruyendo todo y masacrando a todos los que encontraban en su camino de la manera más cruel, más inhumana. Y como el ejército alemán había llamado a filas a todos los hombres en edad de luchar, los que quedaban en los pueblos para sufrir este bestial embate eran en su gran mayoría mujeres, niños y ancianos. Por su parte, los corazones rusos palpitaban en busca de venganza. No había un sólo soldado que no hubiese perdido a familiares y amigos cercanos durante la invasión alemana del territorio ruso. Tan sólo la batalla de Stalingrado entre agosto de 1942 y hasta febrero de 1943 había costado a los soviéticos un millón de muertos civiles, más otro tanto en bajas militares y quedaba como una herida abierta. ¡Y eso sólo en Stalingrado! Los soldados soviéticos aún no sabían que el saldo total de muertos rusos durante la guerra alcanzaría la absurda cifra de 27 millones, pero lo adivinaban. Encima, el trato que los prisioneros de guerra habían recibido a manos del ejército alemán había sido espantoso. El alma rusa clamaba venganza y ahora era el momento de desquitarse. No en vano sus comandantes los arengaban diciendo: “Todo lo que posee la bestia fascista, nos pertenece”. Hitler y muchos de sus fanáticos seguidores nazis se negaban a reconocer la inminente derrota de Alemania. Las autoridades incluso filmaron evidencias de las atrocidades cometidas por los rusos en el pueblecito de Nemmersdorf en Prusia Oriental y las exhibieron ante la población de otras ciudades con el pretendido objetivo de “reforzar el espíritu de la sociedad para resistir a los rusos”. Algunos funcionarios, 157

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más realistas, habían preparado desde mediados de 1944 planes de evacuación, pero el fanático Gauleiter (una especie de gobernador) Erich Koch, dio órdenes de que cualquier civil que intentara abandonar Prusia Oriental fuese abatido a tiros de inmediato, pues su conducta “socavaba la moral militar”. Es justo decir que Koch y otros funcionarios nazis fueron de los primeros en huir cuando, a mediados de enero de 1945, la situación se hizo insostenible. A partir de entonces la gente huía como podía, improvisando medios de transporte con cualquier cosa que tuviera ruedas, pues las autoridades militares habían confiscado todos los vehículos motorizados y la gasolina desde largo tiempo atrás. Entre mediados de enero y mitad de febrero, más de ocho y medio millones de personas salieron de Prusia Oriental para intentar refugiarse en otras partes más occidentales de Alemania. Huían penosamente caminando o arrastrándose por los caminos y por los campos helados, donde un frío de -25º C había convertido el lodo en piedra, Imagen del fanático hitleriano mientras los aviones soviéticos fundador del Partido nazi en Suiza, cuyo nombre puso Hitler sobrevolaban y los ametrallaban a al barco de la KdF placer. Pero cuando las tropas rusas cerraron la pinza aún esta horrible vía de salida fue bloqueada y sólo quedó la posibilidad de salir por mar desde la bahía de Danzig (hoy Gdansk) o de Gdynia, que los alemanes habían rebautizado como Gotenhafen. El general Karl Dönitz implementó la Operación Hannibal, que sería una de las mayores acciones de evacuación por mar de la historia. Dönitz echó mano de cuanta embarcación pudo –la mayoría de ellas pequeñas- para intentar evacuar a cerca de 900 mil civiles y a unos 350 mil soldados a través del mar Báltico hacia las regiones occidentales de Alemania. Entre las naves de las que Dönitz logró disponer –la más grande- estaba el barco MV Wilhelm Gustloff. 158

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El tal Wilhelm Gustloff había sido un fanático nazi, fundador del Partido Nacional Socialista de los Trabajadores en Suiza, con sede en Davos. Era un alocado admirador de Hitler que profesaba un odio ilimitado contra los judíos y que se dedicó rabiosamente a repartir propaganda antijudía y a promover el nazismo en Suiza, hasta que un buen día, en 1936, un estudiante judío de nacionalidad Croata llamado David Frankfurter, lo mató a tiros. Hitler, que consideraba a Gustloff modelo y ejemplo de funcionario nazi, ordenó que se le hiciera un funeral de Estado en su ciudad natal de Schwerin, al cual asistió el propio Führer, acompañado de su plana mayor: Göring, Himmler, Bormann, Göbbels y von Ribentropp.

Barco de ensueño del Tercer Reich. Así nombra esta imagen al Wilhelm Gustloff, refiriéndose al breve tiempo que estuvo en servicios para la sociedad sindical Kraft durch Freude, encargada de complacer con conciertos, cruceros y vacaciones a los trabajadores adictos al régimen nazi. Los tres círculos en a parte baja del casco indican dónde hicieron impacto los torpedos rusos.

Cuando en 1937 la organización Kraft durch Freude (literalmente “fuerza a través de la alegría) necesitó un barco para sus actividades, Hitler ordenó que la nave se bautizara con el nombre del fanático suizo. KdF era una dependencia del Frente Alemán del Trabajo, el único sindicato permitido por los nazis, que tenía entre sus actividades la de estructurar, vigilar y uniformar el tiempo libre de la población. El barco se destinaría a ofrecer cruceros de recreo, conciertos y otras actividades recreativas a funcionarios y trabajadores que el régimen nazi quisiera premiar, además de mostrar “el rostro amable y humano” del Tercer Reich. 159

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Pero en 1939 surgieron otras necesidades y el Wilhelm Gustloff fue usado para repatriar a Alemania a la Legión Cóndor, una vez que las fuerzas del General Franco habían consolidado su victoria en la guerra civil española. Iniciada la Segunda Guerra Mundial en 1939, la nave fue convertida en barco hospital, aunque esa función sólo duró hasta noviembre de 1940, en que lo convirtieron en barco regular de la marina alemana y fue anclado en Gotenhafen (Gdynia) para ser usado como habitación para cerca de mil marineros en entrenamiento, que después irían a tripular submarinos. La última misión del Wilhelm Gustloff, ya en plena Operación Hannibal, sería la evacuación de refugiados civiles y de personal militar para abandonar Prusia Oriental con destino al puerto de Kiel, en el norte de Alemania. El manifiesto de pasajeros para ese viaje reportaba un total de 6,050 personas, pero esa cifra no incluía a un número, grande pero indeterminado, de civiles que abordaron el barco precipitada y desordenadamente, sin que se les pudiera registrar ni identificar debidamente. Algunos años después y tras exhaustiva busca de evidencias, se pudo estimar que la nave llevaba una tripulación de 173 marinos, y el pasaje incluía 918 oficiales, unos en servicio y otros sin comisión, 373 asistentes navales femeninas, 162 soldados heridos y 8,956 civiles, entre los cuales estaban cerca de 4 mil niños. El total sumaba 10,582, entre tripulación y pasajeros. El barco zarpó de Gotenhafen por la noche del 30 de enero de 1945. Iba acompañado por otro barco, el Hansa y eran escoltados ambos por dos lanchas torpederas. Apenas partiendo, el Hansa y una de las torpederas tuvieron problemas mecánicos y tuvieron que desistir de la travesía, por lo que quedó como única escolta la lancha torpedera Löwe (León). El Wilhelm Gustloff llevaba a bordo cuatro capitanes, tres civiles y uno militar, y como no estaba claro quien debía asumir el mando, reinaba la confusión. Los cuatro marinos estaban bien conscientes del peligro de ser interceptados por alguna nave rusa y de ser torpedeados, pero no lograban ponerse de acuerdo sobre la mejor manera de protegerse. El comandante militar Wilhelm Zahn opinaba que lo conveniente era mantenerse cerca de la costa en aguas poco profundas y navegar sin luces, para no ser detectados, pero el comandante Friedrich Petersen, uno de los civiles, impuso su 160

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criterio de adentrase en aguas más profundas. Al poco tiempo se recibió un mensaje de radio diciendo que un convoy de barreminas alemanes estaba acercándose, por lo que se decidió encender las luces de navegación, rojo a babor y verde a estribor, para evitar una posible colisión en la oscuridad. Nunca se consiguió precisar el origen de ese misterioso mensaje de radio, o siquiera si el mensaje existió. El caso es que no había ningún convoy barreminas alemán en las cercanías.

El Wilhelm Gustloff, ya pintado de gris como cualquier navío militar, en el puerto de Gotenhafen, en Prusia Oriental, rodeado por la muchedumbre que ansiaba embarcarse.

Bajo las aguas, el submarino ruso S-13 que comandaba el capitán Alexander Marinesko, ya había localizado al Wilhelm Gustloff y lo tenía bajo la mira. Cuando estuvo listo, el S-13 disparó tres torpedos hacia el lado de babor del barco alemán, cuando éste se hallaba a unos 30 kilómetros de la costa. Eran cerca de las 9 de la noche. Los tres proyectiles hicieron blanco. Después se supo que el primero llevaba pegado un cartel que decía “por la Patria” e hizo impacto cerca de la proa. El segundo, con un letrero “por el pueblo soviético” pegó de lleno en la mitad del navío. El tercer torpedo, “por Leningrado”, hizo 161

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blanco justo en el cuarto de máquinas y con ello cortó de golpe el suministro eléctrico del barco alemán. El S-13 pretendía disparar un cuarto torpedo, con un letrero “por Stalin”, pero el proyectil se atoró y tuvo que ser desactivado. El Wilhelm Gustloff, herido de muerte, escoró hacia babor y pronto empezó a hundirse por la proa.

La bahía de Gdansk, hoy Polonia, y el puerto de Gotenhafen (Gdynia) desde donde zarpó el Wilhelm Gustloff. Las líneas punteadas señalan la ruta costera que pretendía seguir el capitán Wilhelm Zahn y la ruta de aguas profundas, que el navío siguió ante la insistencia del capitán Friedrich Petersen, lo que permitió que el submarino ruso los torpedeara. Se muestra también cómo las fuerzas rusas (flechas rojas) tenían cercados a los alemanes.

A bordo, el caos fue inmediato y el pánico se adueñó de los pasajeros, que comenzaron a correr en todas direcciones, sin orden ni concierto, buscando cómo salvarse, disputándose un chaleco salvavidas, una lancha, cualquier objeto que ofreciera flotación. El agua en el mar Báltico en el mes de enero suele estar a unos 3 ó 4 grados Celsius, pero ésa noche era particularmente fría y soplaba un viento helado. Se reporta que había incluso pequeños témpanos flotando sobre las aguas. La mortandad fue enorme y por todas las causas: muchos murieron por la explosión y fuego que causaron los torpedos, muchos más, atropellados y aplastados por la muchedumbre desesperada que buscaba una salida. Hubo quienes ni siquiera pudieron salir de los salones interiores en que se hallaban 162

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para subir a cubierta. Pero la mayor cantidad de muertes se debieron a lo helado de las aguas, que mataron en pocos minutos y calladamente a miles de náufragos. En menos de 40 minutos desde el impacto de los torpedos, el Wilhelm Gustloff yacía sobre su costado de babor, a 44 metros de profundidad. Las lanchas y barcos alemanes que pudieron ser notificados, se apresuraron a ayudar a los sobrevivientes, que sólo podrían resistir unos minutos en las heladas aguas antes de morir por hipotermia. La lancha torpedera Löwe recogió a 472 náufragos y otras embarcaciones recogieron a más, sumando 1,252 los que sobrevivieron al ataque del submarino ruso. Pero la cantidad de muertos fue elevadísima; se estimó en 9,343, muchos de ellos niños. Curiosamente, los cuatro capitanes a bordo estuvieron entre los que se salvaron, y el gobierno alemán inició una investigación formal en contra del capitán Wilhelm Zahn, responsabilizándolo de la tragedia, pero como Alemania estaba ya a pocos meses de perder la guerra, la investigación nunca prosperó. Muchas voces se alzaron cuando se conoció el número de muertos y la indignación ante el número de victimas infantiles fue grande. Hubo quien calificó el hecho como un crimen de guerra. Pero estrictamente no lo fue. El Wilhelm Gustloff había dejado de ser un barco hospital y ya no gozaba de la inmunidad que protege a ese tipo de navíos. Ya no estaba pintado de blanco con una raya verde como los barcos hospital, sino de gris, como cualquier otra nave militar. Incluso tenía instaladas dos ametralladoras de calibre medio, que no le hubieran servido para nada. Lo que sí es innegable, es que nunca se perdieron más vidas en ninguna otra tragedia marítima, que en el hundimiento del Wilhelm Gustloff. Ni aún sumando el número de víctimas por el hundimiento del Titanic en 1914 (1,522) con las que murieron al irse a pique el Lusitania (1,198), torpedeado en 1915 por los alemanes, nos acercaríamos al número de los que murieron al hundirse el Wilhelm Gustloff. Tendríamos que sumar los muertos en tres naufragios más, pero hablando ya de acciones de guerra, como fue el hundimiento del acorazado alemán Bismarck (2,100) en 1941 por los ingleses, los que 163

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murieron en el USS Arizona (1,117) en Pearl Harbor en 1941 y los que perecieron en el acorazado japonés Yamato (2,475), hundido por los estadounidenses en el Pacífico, en 1945, para siquiera estar cerca, en número de víctimas, de la cifra de los que perecieron cuando los rusos torpedearon el Wilhelm Gustloff.

Para saber más: • History’s Greatest Naval Disasters -John Ries. Journal of Historical Review • The Cruelest Night -Christopher Dobson, John Miller and Ronald Payne • Im Krebsgang -Günter Grass • Nacht fiel über Gotenhafen -Película 1959

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Veintitrés puñaladas Cuando Julio César cruzó con sus tropas el río Rubicón, considerado la frontera entre Galia e Italia, sabía que se estaba convirtiendo –él y todos sus seguidores- en proscritos fuera de la ley. Pero no le quedaba alternativa, pues había agotado las tentativas de negociación y el Senado había dotado a Pompeyo de poderes especiales para combatir a César. Con la celeridad y decisión que le caracterizaban, Julio César se apoderó de varias ciudades en la costa adriática, mientras su incondicional Marco Antonio atravesó los Apeninos para tomar la ciudad de Aretio. Cuando las noticias de la acelerada y triunfante campaña de César llegaron a Roma, de inmediato cundió el pánico y el mismo Senado ordenó a los magistrados abandonar Roma, declarando traidor a quien en ella se quedara. Los asustados senadores llegaron a pensar en lo impensable: ¡instalarse fuera de Roma por primera vez en su historia! Al abandonar Roma el Senado decepcionó a la población y la hizo sentirse traicionada, con lo que vertió su confianza hacia el único líder que de verdad parecía serlo: Julio César. Las grandes mansiones de los nobles y de los políticos, tras ser abandonadas, fueron presa de la furia de la plebe. La república, sus instituciones, sus magistrados y funcionarios, parecían haber desaparecido. Pompeyo, dando Roma por perdida, huyó hacia el sur y trató de concentrar su tropas en Brundisium, (hoy Bríndisi) dando órdenes que eran cada vez menos obedecidas, como cuando le ordenó a Lucio Domicio Enobardo trasladarse al sur con sus fuerzas. Domicio Enobardo, que odiaba tanto a Pompeyo como a César, desobedeció la orden pero decidió enfrentarse al avance de César en la ciudad de Corfinium, un sitio clave no sólo por su ubicación en un cruce de caminos, sino por haber sido el lugar donde los rebeldes de Cayo Mario –tío de César- se habían atrincherado durante su rebelión cuarenta años antes. Los hombres de Domicio se identificaban más con las ideas populares de aquel gran líder del pasado y ahora con su sobrino, que con los representantes de una república que se desmoronaba. César sitió la población y Corfinium se rindió a los 165

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pocos días, y Domicio fue llevado por sus propios soldados ante César, esperando que lo ejecutara. Pero César le perdonó la vida y expresó sus propósitos: no habría persecución, ni listas de proscritos, ni matanzas y sus enemigos serían perdonados sencillamente si se rendían. La popularidad de César crecía como la espuma. Pompeyo, con su ejército y rodeado de un gran número de senadores asustados, se refugió en Brundisium, con la intención de cruzar el Adriático hacia Grecia y de allí al oriente. Logró reunir una flota para trasladar a la mitad de su ejército a Grecia, mientras él esperaba con el resto de sus tropas, a que regresaran los barcos. En cuanto César llegó a Brundisium, sitió la ciudad y trató de cerrar la salida del puerto mediante la construcción de un rompeolas. Mientras lo construían, las fuerzas de César se veían acosadas por las de Pompeyo, quienes desde unas torres lanzaban proyectiles y flechas a los sitiadores y retrasaban la construcción de la barrera. Entretanto, la flota de Pompeyo regresó y logró adentrarse en el puerto. A pesar de los esfuerzos de César, Pompeyo y sus hombres lograron escabullirse por el estrecho paso que aún quedaba en el puerto y huir hacia Grecia. César decidió regresar a Roma donde fue recibido fríamente por los senadores que aún quedaban allí. Nombró a Marco Antonio jefe de sus legiones en Italia y como los senadores y funcionarios se negaban a entregarle recursos de la ciudad, César forzó las puertas del templo de Saturno y se adueñó del tesoro público. Durante dos semanas permaneció en Roma organizando sus fuerzas y planeando las acciones que iba a tomar. Nombró a Marco Lépido pretor de la ciudad, ignorando la autoridad del Senado, que hubiera tenido que hacer o al menos sancionar el nombramiento. Mandó tropas a Cerdeña y a Sicilia para asegurar la continuidad de los suministros de trigo y se dispuso a marchar a Hispania, donde había varias legiones fieles a Pompeyo. Éste, que había pasado largas temporadas en Hispania, había dejado allí muchos amigos, lo mismo que oficiales fieles a su causa. En su paso hacia Hispania, César llegó a Massilia –la actual Marsella- ahora controlada por Domicio Enobardo, el mismo a quien 166

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César había perdonado en Corfinium. Domicio, de nuevo, cerró las puertas de la ciudad e impidió la entrada de César quien de inmediato puso sitio a la ciudad. A pesar de lo bien pertrechados que estaba los de Massilia, César ordenó a sus fuerzas construir máquinas de guerra y finalmente logró que la ciudad se rindiera. A pesar de las traiciones, César volvió a ser clemente con los vencidos. Las legiones que había mandado de avanzada a Hispania mientras él sitiaba Massilia, lograron contener los avances de las tropas pompeyanas y cuando César llegó a Hispania con el resto de sus hombres tras la caída de Massilia, logró la derrota total y definitiva de las fuerzas fieles a Pompeyo en Ilerda, donde hoy se ubica Lérida, en el norte de España. Quizá asombrado por las noticias de los triunfos de César en Hispania, el Senado –o lo que quedaba de él- lo nombró dictador, de lo que éste se enteró cuando aún estaba en Massilia. César entonces regresó a Roma, donde estuvo un tiempo y dictó algunas leyes, al mismo tiempo que organizaba sus fuerzas para seguir en su persecución de Pompeyo. Concentró sus tropas en Brundisium y aunque tenía 12 legiones y más de mil jinetes, sólo tuvo barcos suficientes para partir con 7 legiones y 500 caballos, dejando el resto allí, esperando el regreso de navíos. Por su parte, la armada pompeyana, al mando de Marco Bíbulo, tenía cerca de 300 navíos, repartidos por el sur del Adriático y atento a los diferentes puntos en donde las fuerzas cesarianas pudieran desembarcar. No El actor Kenneth Cranham personifica a Pompeyo el Grande en la magnífica serie obstante, César, con una Rome, producida por la BBC en 2005. parte de sus fuerzas, logró bajar a tierra en un sitio no vigilado y desde allí comenzó a adueñarse de plazas costeras cercanas y de puertos donde pudieran desembarcar el resto de sus legiones. El juego estratégico continuó, Bíbulo tratando de bloquear el paso y las naves cesarianas tratando de escabullirse. Aunque Bíbulo 167

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logró apresar algunos navíos, César se encaminó al norte, persiguiendo a Pompeyo que iba hacia Macedonia donde esperaba reclutar más fuerzas. Tras sufrir el acoso de las fuerzas pompeyanas, finalmente Marco Antonio logró cruzar el Adriático con 4 legiones y unos 500 jinetes para apoyar a César. Pompeyo intentaba evitar que las dos fuerzas cesarianas se unieran, pues lo superaban en número de efectivos y con mucha habilidad capturó la flota de su rival en Oricus y la incendió, dejando así a César varado y sin navíos para regresar a Italia. A César no le quedó más que enfrentarse a su oponente, pero Pompeyo, sabiamente, rehuyó el combate hasta encontrar condiciones favorables en Dyrrachium y allí le infligió una derrota a César. Éste, sin flota y privado de suministros tuvo que huir hacia el sur para poder abastecerse y reagruparse. Dos grandes genios militares se enfrentaban. Ambos repartían sus fuerzas por la zona esperando encontrar las mejores condiciones para vencer a su enemigo, pero ambos, siendo auténticos patriotas, deseaban poder vencer a su oponente con el menor derramamiento de sangre romana. Los dos ejércitos se enfrentaron finalmente en Farsalia, el 8 de agosto del año 48 antes de Cristo. La caballería pompeyana atacó a la de César pero cayó en una estratagema preparada y tuvo que dispersarse. Entonces Pompeyo abandonó el campo de batalla y eso afectó gravemente la moral de sus tropas, que fueron rodeadas por la caballería de César mientras huían hacia el campamento pompeyano. César reagrupó sus efectivos y emprendió el asalto final al campamento, donde se habían refugiado más de cuatro legiones, además de soldados tracios y otros irregulares, todos los cuales acabaron rindiéndose incondicionalmente. Tras la derrota, Pompeyo huyó hacia la costa del Egeo y después de reunirse con su esposa Cornelia en Mitilene, zarpó con una pequeña flota hacia Egipto, donde pensaba pedir ayuda y refuerzos al faraón Ptolomeo XIII, un chiquillo de apenas doce años. Al llegar a la costa egipcia, una barca se acercó al navío de Pompeyo y lo invitó a abordarla para llevarlo hasta la orilla donde se encontraba el faraón. Pompeyo dejó a su mujer en el navío y se fue en la barca a 168

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encontrarse con Ptolomeo, pero justo al desembarcar en la playa, un excenturión romano llamado Aquila lo recibió y en vez del abrazo que esperaba Pompeyo, lo atravesó con su espada y lo apuñaló varias veces, decapitándolo después y dejando su cuerpo abandonado en la orilla, mientras Cornelia y su comitiva contemplaban, impotentes, la escena desde el barco. Algún tiempo después César llegó a Egipto con cuatro mil soldados, en busca de Pompeyo y fue recibido por el eunuco Potino, primer ministro del faraón, quien, como ofrenda de bienvenida le presentó la cabeza de Pompeyo. El faraón niño de Egipto estaba enzarzado en una guerra contra su hermana Cleopatra y sus consejeros pensaron que presentándole a César la cabeza de su oponente ganarían su buena voluntad y su apoyo. Pero fue todo lo contrario. César estalló en cólera contra los asesinos de su antiguo amigo y derramó muchas lágrimas por Pompeyo. Después, se instaló con su gente en el palacio real de Alejandría y prácticamente se adueñó del gobierno de Egipto, ordenando y haciendo a su antojo. Exigió grandes cantidades de dinero, que le fueron entregadas y tranquilamente anunció que él dirimiría la guerra entre Ptolomeo y Cleopatra, para lo cual los citó a su presencia. Ptolomeo se presentó ante César pero Cleopatra no pudo hacerlo porque había quedado aislada por el ejército de su hermano. No obstante, varios días después, un comerciante siciliano se presentó ante César y puso a sus pies una alfombra enrollada, de la que emergió, al desplegarla, una joven y bella mujer. Era Cleopatra, que casi de inmediato sedujo al romano y lo convenció de apoyar su causa. Por su parte, Ptolomeo comenzó a organizar a la población para rebelarse, resentidos como estaban los habitantes por las exigencias de dinero que había hecho César y por la prepotencia con que se había adueñado del palacio y del gobierno. Ptolomeo asedió el complejo palaciego donde se refugiaba César con sus soldados y ahora con su hermana. César intentó calmar la situación declarando a Ptolomeo y Cleopatra como monarcas conjuntos, pero eso no fue suficiente, pues la revuelta de Ptolomeo continuó durante cinco meses. Finalmente, César recibió refuerzos de Roma y pudo adueñarse del control del puerto y de la ciudad. Mientras Ptolomeo 169

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huía, cayó a las aguas del Nilo y el peso de su lujosa armadura de oro hizo que se ahogara, con lo que dejó a su hermana sin rival para el trono de Egipto. César hizo ejecutar al eunuco Potino y se enteró de que Cleopatra estaba embarazada, al tiempo que el romano quedaba cada vez más y más cautivado por la belleza e inteligencia de la joven reina egipcia. Cleopatra, la joven reina de Egipto, sedujo a Julio César no sólo por su belleza sino también por su inteligencia. El hijo de ambos recibió el nombre de Ptolomeo Filópator Filómetor César, aunque es mejor conocido por el apodo que le impusieron los habitantes de Alejandría, Cesarión. La fecha de su nacimiento no está clara pero se supone que nació en junio del año 47 a.C. y fue llevado por Cleopatra y por César a Roma. Tras el asesinato del dictador, ambos regresan a Egipto y su madre se alía con Marco Antonio, quien compite con Octavio por el poder y mando de Roma. Por si hubiera alguna duda, Marco Antonio proclama a Cleopatra reina de Egipto, Chipre y Libia, y ambos declaran a Cesarión corregente, con el título de Cabeza de Cesarión, esculpida Ptolomeo XV, subordinado sólo a su madre y en granito y que fue encontrada lo proclaman hijo y heredero de César, aún bajo las aguas en el puerto de cuando éste nunca lo había reconocido. Fue Alejandría, Egipto. precisamente esta proclama la que produjo la ruptura definitiva entre Octavio y Marco Antonio, pues Octavio fundaba su poder y sus ambiciones en el hecho de ser el hijo adoptivo de César, y precisamente por ello reclamaba el apoyo del pueblo romano y la lealtad del ejército. Octavio y sus tropas se enfrentaron a las de Marco Antonio y Cleopatra. La batalla decisiva fue un encuentro naval en Accio, frente al golfo de Ambracia, en Grecia, donde Octavio derrotó de manera definitiva a sus rivales y tras lo cual tanto Marco Antonio como la reina egipcia se suicidaron. Octavio se adueñó entonces de Egipto –corría el año 30 a.C.- y lo convirtió en una mera dependencia de Roma, a la vez que se alzaba como el gobernante absoluto e incuestionable de Roma. Cleopatra había intentado proteger a su hijo enviándolo al puerto de Berenice, en el mar Rojo, desde donde habría de embarcarse para huir a India. Pero antes de zarpar, uno de sus consejeros recomendó a Cesarión que era mejor volver a Alejandría y confiar en la magnanimidad de Octavio. ¡Terrible error! Octavio no podía dejar con vida a quien competiría con él como hijo y heredero de César, así que lo hizo asesinar de inmediato.

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Las noticas que llegaban no eran buenas, incluso eran alarmantes. Farnaces, rey de Ponto, aprovechó el desorden de Roma para expandir sus dominios e invadir Colchis y parte de Armenia y en Roma misma, el gobierno de Marco Antonio era impopular y sus enemigos, encabezados por Catón, estaban organizando un ejército. Pero César estaba embelesado con los encantos de su nueva amante y durante más de dos meses ignoró las noticias y se dedicó a pasársela bien, navegando con Cleopatra por el Nilo. Finalmente se decidió a marchar con sus tropas hacia Ponto y enfrentarse a Farnaces, a quien venció totalmente y con su acostumbrada celeridad en Capadocia. César, que entre sus muchas habilidades tenía la de saber promoverse a sí mismo, se aseguró de que las noticias de esta victoria resonaran en Roma, confirmando con ello sus habilidades militares por encima de las hazañas de Pompeyo y de cualquier otro. Para ello pronunció e hizo circular la frase veni, vidi, vici -vine, ví y vencí. Entretanto, sus enemigos políticos Metelo Escipión y Catón habían organizado un poderoso ejército en Africa e incluso contaban con el apoyo del rey de Numidia. César, que había regresado a Roma, permaneció allí corto tiempo, pues tuvo que ir a combatir esta nueva amenaza. Desembarcó en Hadrumeto (Túnez) y tuvo algunos pequeños enfrentamientos con sus rivales, pero pospuso la batalla directa porque esperaba recibir refuerzos. Cuando los tuvo, se enfrentó a sus enemigos en la ciudad de Tapso y les impuso una terrible derrota que terminó en carnicería. Cuando Catón, que estaba en la cercana Útica, supo de la tremenda derrota, se suicidó, pues su orgullo no aceptaba la posibilidad de ser ni apresado ni perdonado por César. El victorioso general permaneció varios meses más en Africa, pacificando la zona e incorporó a Numidia como provincia de Roma. Cuando por fin regresó a Roma, sus victorias habían dado a César un prestigio y un poder enormes. El Senado, lleno de asombro y hasta de miedo, decidió nombrarlo dictador una vez más por un período de diez años, que era un plazo sin precedentes. Se le concedió celebrar 171

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no un triunfo 3, sino cuatro, organizando cuatro impresionantes y magníficos desfiles con prisioneros, carros de guerra, e incluso la representación de batallas, todo lo cual dejaba pasmados y boquiabiertos a los que lo presenciaban. A pesar de tantos éxitos, al año siguiente se desató una rebelión en Hispania, encabezada por los hijos de Pompeyo, quienes aprovecharon la fuerte influencia de su padre en esa provincia y lograron reunir un ejército de trece legiones, utilizando los restos de las tropas de Africa y otros grupos de seguidores de la memoria del gran militar. Los hermanos Cneo Pompeyo y Sexto Pompeyo, hijos de Pompeyo (el Grande) y Tito Labieno (otro fiel seguidor del finado), tomaron control de casi toda la Hispania Ulterior, al grado que los legados de César en esa provincia prefirieron no hacerles frente y esperar la llegada de éste. César llegó a Hispania en diciembre y durante el invierno hubo sitios y escaramuzas, pero fue hasta la primavera en que Cneo Pompeyo decidió presentar batalla. Se enfrentaron en los llanos de Munda, cerca de Osuna, en el sur de la península y las tropas cesarianas se llevaron la victoria. Tito Labieno quedó muerto en el campo de batalla. Poco después, en una batalla naval cerca de Cartagena, las naves de César destruyeron los navíos pompeyanos, impidiendo con ello su huida por mar. Acto seguido, César tomó la ciudad de Córdoba, en donde se ocultaba Cneo Pompeyo y, contrariamente a su habitual clemencia, César ordenó la muerte de todos los defensores, por ocultar a su enemigo. Cneo Pompeyo también fue ejecutado pero su hermano Sexto logró escapar. César regresó a Roma envuelto en un aura de triunfo indescriptible que lo hacía parecer casi divino. Tomó unilateralmente una serie de medidas como conceder la ciudadanía romana a los habitantes de muchas ciudades de las provincias, lo cual escandalizó a los tradicionalistas. También aumento el número de senadores de 300 a 900, con lo cual restaba poder e influencia a los optimates, la clase dirigente, pues entre los nuevos senadores habría muchos 3

El triunfo era una espectacular ceremonia que se celebraba en la antigua Roma para agasajar al general o comandante militar que hubiera regresado victorioso con su ejército de alguna campaña en tierras extranjeras.

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ciudadanos de las provincias. Mandó construir caminos, puentes, acueductos y grandes obras de urbanismo. Dictó nuevas leyes y repartió tierras y pensiones entre los miembros del ejército, recompensándolos generosamente. Incluso introdujo un nuevo calendario, diseñado por el astrónomo egipcio Sosígenes, con lo cual se corregía en gran parte el desfasamiento con las estaciones que el calendario entonces en uso había permitido. El nuevo añadía a los 365 días un día más cada cuatro años, corrigiendo así casi completamente el defecto del anterior. Este calendario, llamado juliano en honor a Julio César, estuvo en uso en occidente hasta 1582, cuando fue reemplazado por el calendario gregoriano, pero en algunos países de Europa del este, como Rusia, estuvo en uso hasta principios del siglo XX.

Mapa de Roma y de los reinos y naciones cercanos, en la época de Julio César.

El poder de César era enorme y su orgullo y engreimiento crecieron también. Empezó a vestirse con una toga púrpura, como lo hacían los antiguos reyes de Roma y ordenó o permitió que se erigieran estatuas suyas por doquier y se mandó hacer un trono de oro en el que se sentaba cuando iba al Senado o en otras ceremonias públicas. Sin tener el título, César ya era y actuaba como un monarca; el poder que 173

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se había concentrado en él era total. El Senado había aceptado que todos los actos de César fueran automáticamente sancionados, con lo cual se convertía en una asamblea consultiva que sólo aprobaba las resoluciones del gobernante. Por su parte, César podía ignorar completamente cualquier resolución o iniciativa del Senado, sin tener siquiera que dar explicaciones. Se reservaba el derecho de disponer a su antojo de los recursos del Estado y era él y sólo él quien decidía los nombramientos de funcionarios y magistrados, lo mismo que las listas de candidatos a cualquier puesto. De hecho, todo funcionario público, al asumir sus funciones, debía jurar que jamás se opondría a ninguna medida emanada de la voluntad de César. Se hizo conceder las facultades de tribuno de la plebe, lo que incluía la tribunicia potestas, que le daba la facultad de aplicar la pena capital a cualquiera que interfiriese con sus acciones. La tradición republicana de Roma era muy fuerte y muchos empezaron a sentir que el poder de César era peligroso y que en cualquier momento se convertiría en rey. Quizá en las provincias eso habría sido aceptado fácilmente, pues muchas eran antiguos reinos, pero en Roma, la idea de tener un rey era abominable. Había habido incluso intentos de poner una corona sobre la cabeza de César o sobre una de sus estatuas durante diversos actos o ceremonias, y siempre César había desdeñado el honor y rechazado la corona, arrojándola a distancia, o diciendo que mejor la colocaran a los pies de la estatua de Júpiter, pero muchos estiman que eran actos para sondear la disposición del pueblo a aceptar su nombramiento como rey. Empezó a circular el rumor de que, durante la próxima sesión del Senado, a celebrarse el 15 de marzo, Lucio Aurelio Cotta, distinguido personaje que había sido pretor e incluso cónsul y que, casualmente, era tío de Julio César, iba a proponer que se le confiriera el título de rey. Quizá fueron esos rumores los que orillaron a Cayo Casio Longino y a otros senadores de la facción optimate a pasar a la acción y planear el asesinato de César en el propio Senado. Longino decidió hablar con Marco Junio Bruto. Ambos estaban de acuerdo en que la existencia de la república estaba en riesgo pero no coincidían en cómo proceder. Bruto habló de oponerse a la aprobación de cualquier nombramiento e incluso de quitarse la vida como protesta, pero Longino lo convenció de que no era así 174

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como evitarían el ocaso de la república. La adhesión de Marco Junio Bruto al plan de Longino hizo que se sumaran otros colaboradores valiosos, entre ellos Décimo Junio Bruto Albino, que era primo lejano de Julio César y en quien éste tenía plena confianza. En total se estima que los conjurados eran alrededor de sesenta, aunque sólo 23 tomarían parte activa en el atentado. Se inclinaron por la idea de matar a César en el Senado, pues aunque un acto así era considerado sacrilegio, el perpetrarlo allí lo elevaría como una acción salvadora de la Patria. Seguramente las motivaciones de los conspiradores no eran todas tan elevadas como las de Longino, de salvar a la república. Había muchos resentimientos contra César, envidias, rencor de muchos partidarios del gran Pompeyo, odio ancestral de los familiares y seguidores de Catón y ambición frustrada de otros que creían no poder alcanzar los puestos que merecían porque todo lo acaparaba César. Incluso había quienes, habiendo sido perdonados por él después de vencerlos, se sentían más agraviados que agradecidos. Llegado el día, un grupo de los senadores complotados, convocó a César al Senado con el argumento de presentarle una petición. Marco Antonio, que había sido informado de modo impreciso de lo que se fraguaba, intentó detener a César en las escaleras mismas del Senado, pero el grupo de conspiradores lo interceptó y se llevó a César a un saloncito anexo donde le entregaron la petición. César se disponía a leerla cuando Tulio Timber, uno de los que se la habían entregado, lo jaloneó de la toga, a lo que César reaccionó indignado, pues su persona era intocable. Entonces Servilio Casca sacó una daga y le asestó a César un corte en el cuello. Éste se volvió y le clavó a Casca el punzón de escritura que tenía en la mano, arma endeble que no le serviría de nada, mientras le decía “¿Qué haces, Casca, maldito?” Entonces Casca gritó, en griego, “¡Ayuda, hermanos!” ante lo cual se abalanzaron todos sobre el 175

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dictador, apuñaleándolo. César intentó acercarse a la salida, buscando auxilio, pero tropezó y cayó. Los agresores siguieron acuchillándolo en las escaleras del pórtico y allí quedó su cadáver, a los pies de la estatua de Pompeyo. Le dieron 23 puñaladas. Se dice que las últimas palabras de César, fueron para su pariente Décimo Junio Bruto Albino, a quien César quería como un hijo. Suetonio afirma que César exclamó: "Tu quoque, Brute, fili mi" (¡Tú también, Bruto, hijo mío!). Pero Plutarco asegura que no dijo nada, sino que simplemente se cubrió la cabeza con su toga cuando vio a Bruto entre sus atacantes. Los asesinos dejaron allí el cuerpo de César y luego lo recogieron tres esclavos que lo llevaron a su casa en una litera. De allí lo sacó Marco Antonio para exhibirlo ante el pueblo en el foro, quedando la gente conmocionada ante la visión del cadáver. Allí pronunció Marco Antonio su famoso discurso: "¡Amigos, romanos, compatriotas, préstenme sus oídos! ¡Vengo a enterrar a César, no a ensalzarlo!”. Después, los soldados de la decimotercera legión, la más cercana a César, encendieron una pira para incinerar el cuerpo de su querido jefe. El pueblo de Roma, enardecido, alimentó la hoguera arrojando a ella todo lo que encontraron a mano.

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La muerte de César trajo como consecuencia inmediata la creación de un triunvirato formado por su hijo adoptivo César Octavio, por su fiel seguidor Marco Antonio y por Marco Emilio Lépido, quienes se enfrentaron a las fuerzas de los asesinos de César, encabezadas por Marco Junio Bruto y Cayo Casio Longino. Pero la consecuencia más importante sería la guerra que se desató después entre Marco Antonio y César Octavio, con los románticos episodios de Marco Antonio y Cleopatra pero en donde a final de cuentas el triunfador es Octavio, que se convierte en César Augusto y da inicio a la llamada Roma de los Césares.

Para saber más: • Vida de César -Suetonio • César -Plutarco • Historia de Roma -Indro Montanelli • Guerra de las Galias -Cayo Julio César • The Emperors of Rome -David Potter

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El coronel desobediente México, un país del que muchas páginas de su historia fueron protagonizadas por hombres de a caballo, no figuraba entre las naciones con equipos ecuestres sobresalientes ni habituados a triunfar en las competencias hípicas del mundo. No obstante, en el Colegio Militar, cuna de aguiluchos, algunos destacaban. Entre ellos, Humberto Mariles Cortés, un cadete llegado de Chihuahua, que pronto sobresalió como jinete de salto. Su excelencia a caballo lo llevó a formar parte del equipo mexicano que fue a los Juegos Centroamericanos y del Caribe en 1935 y conquistó la medalla de oro, mientras que otro militar mexicano, Ramiro Palafox, se trajo el oro individual. Al año siguiente, el presidente Lázaro Cárdenas mandó a Mariles, acompañado por Palafox, como observadores a la olimpiada de Berlín. A su regreso, Mariles presentó sus conclusiones al presidente: en México había calidad en jinetes y caballos como para competir en los altos niveles de la equitación mundial. Lo que se necesitaba era un gran trabajo de selección y entrenamiento, un estricto programa de actividades, incluyendo competencias nacionales e internacionales y, claro, un apoyo financiero sin titubeos. El Presidente de la República aprobó el plan y comprometió el apoyo. Mariles se puso a trabajar, a seleccionar caballos y jinetes, a entrenar sin descanso. En los criaderos y en la caballada del ejército fue hallando a Azteca, Águila Blanca y Resorte, éste último que se reservó para él mismo. Luego, a organizar y coordinar competencias, como el primer Gran Concurso Internacional, que se disputó en el Estadio Nacional en 1938 y donde Mariles mismo resulta ganador. A buscar más caballos, mejores. Y jinetes: ya destacan Uriza, Campero, Saucedo, Valdés. El equipo gana premios importantes en Estados Unidos y en Canadá. Pero el estallido de la Segunda Guerra Mundial hace que el mundo deje olvidado el deporte por un tiempo. Los Juegos Olímpicos de 1940 y 1944 nunca se celebrarían. No importa; Mariles seguía trabajando y forjando lentamente un equipo ecuestre de calidad mundial. En 1945 acabó la pesadilla; Alemania y Japón se rinden. La guerra ha terminado. Inglaterra anuncia en 1946 que Londres organizará los 178

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Juegos Olímpicos de 1948, reviviendo su compromiso que había adquirido de hacerlos en 1944 y que la guerra impidió. Mariles está feliz; ahora podrán competir en Europa. Dos presidentes le han favorecido: Cárdenas y Ávila Camacho; ambos exmilitares, amantes de los caballos. Él acuerda directamente con ellos y eso molesta a muchos. Ahora está en el poder un presidente civil: Miguel Alemán. En un rancho de los Altos de Jalisco Mariles es un hombre de llamado Las Trancas, nació, en 1938 un acción, que no acepta el no potrillo alazán tostado al que bautizaron por respuesta. Por su como “Arete”, pues tenía una hendidura, un corte natural en la oreja izquierda. El coronel carácter y para lograr lo que Rocha Garibay lo compró en cuatrocientos ha logrado, ha tenido que pesos y se lo llevó al trigésimo regimiento, herir muchas donde los oficiales empezaron a montar y a susceptibilidades, dejar entrenar al caballito. Buen saltador y dócil, algunos resentimientos. el caballo ganó varias competencias y fue comprado por el ingeniero Juan Barragán en Pero eso no importa. Él y su ocho mil pesos. Pasado cierto tiempo, el equipo han trabajado duro, caballo pasa a manos de Casimiro Jean, creen estar listos para presidente del Club Hípico Francés y buen ganar; están seguros. Antes amigo de Mariles. Pero al caballo le surge de la Olimpiada, asistirán a un problema en un ojo y va perdiendo la visión, al grado que los veterinarios tienen una serie de concursos en que sacárselo. Ya tuerto, el caballo parece Italia, Suiza y Francia, como tener poca utilidad, hasta que un día –ya es fogueo. Todo está previsto, enero de 1948- Mariles visita el Club Hípico organizado, hasta pagado. Francés y se encuentra con Arete. No Los caballos saldrán hacia sabemos por qué, se sintió atraído y quiso montarlo, creándose casi de inmediato una Galveston en pocos días y identificación entre ambos. Mariles tenía en de allí los embarcarán a Resorte –su montura de entonces- a un Europa. buen colaborador. Muy rápido en la pista, aunque algo inseguro en los saltos. Mariles descubre en Arete a un saltador potente, tranquilo, seguro, si bien no tan rápido como Resorte. Aunque falta muy poco tiempo para el viaje que van a emprender a Europa, Mariles, decide quedarse con Arete y entrenarlo. Casimiro Jean se lo cede, reticente, ante la insistencia de Ávila Camacho.

Recibe entonces una llamada por teléfono. Se le informa que el presidente Miguel Alemán lo cita perentoriamente. Cuando Mariles se presenta ante el mandatario, éste va directamente al grano. Le 179

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dice con voz inexpresiva: -Sabe

usted, teniente coronel… que el viaje se cancela.

Asombrado por la noticia, y visiblemente molesto, pregunta Mariles: - ¿Pero, por qué, señor presidente? Lacónico, enigmático, (¡Quién sabe qué comentarios tendenciosos han llegado a sus oídos!), el presidente responde: - ¡No pueden ganar...! - No pueden ganar con esas carretas de caballos, con ese tuerto... A Mariles le duele y le ofende que el presidente se refiera así a su amado caballo. Quisiera responder con violencia a lo que considera un insulto, pero su condición de militar y la investidura de su interlocutor se lo impiden. Aún así, intenta protestar: -Con todo respeto, señor presidente, pero… De modo terminante, el presidente exclama: -¡Es todo, teniente coronel! Mariles hace el saludo militar y pide permiso para retirarse. Ha terminado la entrevista. Está desconcertado y furioso; no puede permitir que doce años de trabajo se vayan a la basura. El equipo está listo, preparado para el triunfo, los caballos, en su mejor momento. Nunca habrá otra oportunidad mejor. Medita un poco y decide recurrir al expresidente Ávila Camacho, 180

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que siempre ha tenido para Mariles una cordialidad afectuosa. Le explica las cosas y le pide que interceda ante el presidente Miguel Alemán. Ávila Camacho llama por teléfono y acuerda reunirse con Alemán ese fin de semana. Mariles le agradece y se retira, pero sigue meditando. Es apenas martes, y considera muy difícil que el presidente Alemán dé marcha atrás en su decisión, por mucho que se lo pida el expresidente. Entonces toma una arriesgada determinación: salir de inmediato. Se reúne con su grupo, organiza las últimas cosas y ordena que los transportes con los caballos se pongan en marcha. El equipo se solidariza con él totalmente, pero Mariles les subraya una cosa: la decisión es suya y sólo suya será la responsabilidad. Son Rubén Uriza, Raúl Campero, Alberto Valdés, Víctor Manuel Saucedo, Joaquín Solano Chagoya, apoyados por su veterinario Federico “el Pollo” Franco. Y claro, Humberto Mariles. Todos son militares y, por lo mismo, su desobediencia es muy grave y los puede llevar a todos a la cárcel. El grupo parte hacia el puerto de Galveston en Texas, en donde Mariles organiza frenéticamente la partida de los caballos por barco hacia Europa. No hay marcha atrás; de ahí hasta Italia. Una vez en Roma, el embajador de México Antonio Armendáriz se entrevista con Mariles. La reunión es amable; se conocen desde hace tiempo. Con calidez, el embajador le dice: -Don Humberto, perdóneme usted, pero es mejor que regresen a México de inmediato. Hay una orden de aprehensión contra usted… se le acusa de desacato, de peculado, de deserción ¡y no sé qué tanto más! Por favor, regrese, se lo ruego. Mariles responde a la calidez del diplomático con una amarga sonrisa, pero dice: -No, señor embajador. Eso no es posible. Lo siento mucho. Mire, mejor hablamos mañana. Y se despide.

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Al siguiente día dará comienzo el Concorso Ippico Internazionale, una de las competencia ecuestres de más tradición en Europa, y el “Pollo” Franco hace todo lo que puede para dejar listos para la competencia a los caballos mexicanos, medio muertos por el largo viaje. Voy a dejar que la historia la cuente uno de sus protagonistas. Jean de Thonel, marqués d’Orgeix, nació en 1921 en Cap d’Ail, en el sur de Francia y fue un personaje notable y queridísimo en la equitación del siglo XX. Gran jinete, competidor implacable, era el “amo de los desempates” por su habilidad para acortar el tiempo en los recorridos. Perdió ante los mexicanos en Londres 1948 y tuvo que conformarse con la medalla de bronce. Pero d’Orgeix fue siempre un verdadero caballero. He aquí cómo describe d’Orgeix la competencia en Piazza di Siena, Roma, apenas semanas antes de la Olimpiada de Londres. “Piazza di Siena, Roma, 1948. Por fin llega el día de la Copa de Naciones. El reglamento internacional dispone que al menos dos de los obstáculos deben ser “verticales” de 1.60 m. Siempre se ha considerado que un muro con barras es equivalente a un vertical. Pero el Coronel Mariles hace de ello un drama y la discusión dura más de una hora. Muchos de nosotros (los europeos) opinamos que hay que rechazar la exigencia que hace un pequeño equipo del otro lado del Atlántico, recién llegado por primera vez a Europa. Sin embargo, se concede razón a los mexicanos, aunque el ambiente queda tenso. El equipo de México gana, totalizando 23 puntos y ¾. Acabamos (los franceses) en segundo lugar, por arriba de los italianos, irlandeses y suizos. La victoria de los mexicanos, después del escándalo que hicieron, deja un resentimiento entre los europeos.” “Al día siguiente, este rencor flota en el ambiente, durante la 182

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Prueba de Potencia. Los franceses quedamos eliminados en la segunda vuelta y yo me siento, como espectador, muy cerca de los dos obstáculos más grandes que quedan. Siguen en la contienda tres o cuatro mexicanos, incluyendo a Mariles con sus dos caballos, lo mismo que varios europeos, entre ellos Piero d’Inzeo, a quien los franceses queremos ver ganar. Al cuarto o quinto desempate, sólo Mariles queda sin cometer faltas, con sus dos caballos. Ya ganó, ni hablar, pero persiste el resentimiento. Esperamos la proclamación de los resultados y nos sorprende escuchar el micrófono anunciando que habrá un nuevo desempate, con los obstáculos más elevados. Asombro general, especialmente de Mariles. Se piden explicaciones. En efecto, el reglamento dice que dos caballos sin falta deben desempatar, aunque los monte el mismo jinete. Claro que Mariles puede retirarse con uno de sus caballos, pero entonces ese binomio quedaría descalificado y eso lo privaría del segundo lugar. Ésta es la respuesta del jurado italiano a la queja de los mexicanos del día anterior: una interpretación del reglamento al pié de la letra.” “Todo mundo observa a Mariles con risitas y sonrisas irónicas. Él, escucha las instrucciones del intérprete y con una leve sonrisa, pide que le traigan sus dos caballos a la pista. Los dos obstáculos tienen cerca de 2.05 m de altura. Mariles monta su primer caballo y sale al galope reunido, muy corto, típico de la “monta a la mexicana”. Pasa por la tribuna para dar una vuelta a toda la pista de la Piazza di Siena. Lleva las riendas en la mano izquierda y gira ligeramente el cuerpo a la derecha, haciendo con mucha elegancia el saludo militar hacia el público. Se acerca imperturbable a la línea de los dos obstáculos y parece no mirarlos. La estupefacción crece cuando el jinete, a unos doce metros del obstáculo de 2.05 metros, sigue volteando hacia el público. Entonces se gira con naturalidad y dando tres trancos muy cortos, su caballo salta como una bala, pasa sin falta y se detiene a menos de seis metros, con ese alto tan característico de los mexicanos que logran no con las riendas, sino con la acción de las piernas. Mariles sigue galopando despacito, saludando de nuevo al público y salta el otro obstáculo de la misma manera. Luego, se pasa a su segundo caballo sin que sus pies toquen el suelo y repite exactamente la misma hazaña.” 183

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“Ha quedado de nuevo sin faltas con sus dos caballos y si se sigue aplicando el reglamento a la letra, tendría que volver a desempatar. ¡Pero ya ganó!” “Todos, competidores, jueces, público, le damos una gran ovación; acaba de regalarnos un maravilloso espectáculo hípico y, sobre todo, ha respondido con una sonrisa y gran elegancia a la pequeña venganza –técnicamente correcta- del jurado italiano. Ese día, Mariles se ganó el respeto de Europa. Las asperezas del día anterior quedaron olvidadas y se volvió nuestro compañero en toda la extensión de la palabra.” N.B. Relato ligeramente abreviado por RGP

El equipo ecuestre de un país de allende el mar, medio desconocido y hasta menospreciado por los europeos, se convierte en noticia de primera plana en los diarios italianos. El papa Pío XII recibe a los caballistas mexicanos el 10 de mayo de 1948 y los felicita calurosamente. De allí, a competir en Suiza y después en Francia, donde la cosecha de preseas continúa. Las noticias atraviesan el Atlántico y van suavizando el enojo del presidente mexicano. Estamos ya en Londres. El 29 de julio su Majestad el rey Jorge VI inaugura los XIV Juegos Olímpicos y las actividades se van desarrollando, llenas de entusiasmo, de colorido, de alegría, que tanta falta hacen a todos después de las penurias de la guerra. Las competencias ecuestres no están entre las primeras fechas y para los jinetes mexicanos la espera es difícil de soportar. Pero por fin el 8 de agosto el sol brilla para ellos. Mariles, Campero y Solano Chagoya se llevan la medalla de bronce por equipos en la Prueba de Tres Días, como se llama comúnmente al Concurso Completo de Equitación. La prueba es muy dura y se verifica en tres días consecutivos, cubriendo las disciplinas de adiestramiento, recorrido con obstáculos rústicos a campo traviesa y finalmente, salto de obstáculos en pista. La prueba es agotadora tanto para caballos como para jinetes. Los mexicanos son superados sólo por los estadounidenses y los suecos. Están satisfechos, pero han venido por más. El 14 de agosto la Olimpíada está por terminar. La última prueba 184

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antes de la ceremonia de clausura es la de salto de obstáculos, la tradicional Gran Copa de las Naciones. Se premia a los tres primeros lugares individuales y por equipos. Es quizá la prueba más vistosa y emocionante de los juegos y para el público inglés, tan amante de los caballos, es sin duda la más importante. El estadio de Wembley está a reventar, cerca de 80 mil espectadores. El recorrido es duro, muy difícil. Consta de 16 obstáculos, pero con 19 saltos en total, pues hay un doble y un triple y una ría, es decir, un foso con agua, de casi 5 metros de ancho. Pero es la combinación de obstáculos, y las distancias entre ellos, -por no hablar de la altura y anchura de las vallas- lo que añade grados de dificultad muy grande. El sorteo decide el orden de entrada de cada país y el jefe de cada equipo decide el orden de los suyos. A los mexicanos les toca al final.

“Siempre el caballo ha logrado un lugar muy distinguido, y entre los brutos ha sido el más noble que se ha hallado. Los reyes no han desdeñado hasta el establo bajar, y allí las crines trenzar al corcel en que montaban, porque en él, tal vez confiaban, gloria y honor alcanzar.” Estas hermosas líneas son la primera estrofa de un largo poema escrito alrededor de 1860 por un ranchero o charro del Bajío, Luis G. Inclán.En él, Inclán recuerda y relata la vida y hazañas de su querido caballo “Chamberín”, con quien el hombre compartió más de 27 años, beneficiándose de su lealtad y sus servicios, incluyendo el de haberle salvado la vida varias veces. Los que amamos a los caballos, lo entendemos.

La prueba empieza, son 44 competidores. Los franceses son los favoritos; luego Italia, España. ¿Y México? Han pasado más de 20 jinetes y el francés d’Orgeix va en primer lugar, empatado con el coronel Wing, de los Estados Unidos; ambos con 8 faltas, pues cada derribe significa 4 puntos malos. La pista no está nada fácil; muchos de los súper-favoritos han quedado eliminados, como el capitán francés Maupeou, o el propio teniente d’Inzeo. Otros de los grandes campeones, como el capitán Fresson de Francia o el conde Bettoni, un veterano de las pistas, terminan con malos resultados. El mexicano Alberto Valdés pasa con 20 puntos malos; su caballo, Chihuahua, derriba cinco vallas. México va en tercer lugar por equipos, atrás de Suecia y de Gran Bretaña. Le toca a Rubén Uriza, montando Hatuey, 185

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quien termina con sólo 8 faltas, demostrando que está entre los mejores y que su caballo, aunque pequeño, es un verdadero guerrero. La competencia es cerrada; el comandante Cruz, de España, lleva sólo 12 puntos y hay varios otros jinetes con 16 faltas. Como ha habido eliminaciones, al quedar fuera un jinete, ocurre lo mismo con todo su equipo, quedando en la pelea sólo como individuales sus otros integrantes. Es el caso de d’Orgeix. México ahora va a la cabeza por equipos. El último jinete de la competencia es Humberto Mariles. Tiene elementos en su favor y en su contra. El sol ha ido cayendo y ahora se proyectan largas sombras sobre algunos obstáculos. Arete, con su único ojo bueno, va a tener que esforzarse al máximo para medir bien las distancias, pero la pierna firme de Mariles no lo dejará equivocarse. El piso está muy maltratado por el Pintura de Arete hecha por el fuerte galopar de tantos caballos. retratista ecuestre M. D. Robles Hay sitios donde la tierra se ha vuelto lodo y, aunque han echado arena, los caballos se sienten inseguros al pisar y rehúsan. En el obstáculo número cinco le ha pasado eso a varios. Pero Mariles se ha estado fijando en todo y precisamente el hecho de ser el último jinete le permite evaluar bien la situación. Sabe que tiene que vencer a Wing, a d’Orgeix y a su propio compañero Uriza y para eso hay que no cometer faltas. Pero le preocupa la ría. Arete no es bueno para los obstáculos de agua y para librarlo, va a tener que alargar mucho el tranco, corriendo el riesgo de llegar con exceso de velocidad al muro, que es el último salto. Mariles define su estrategia y entra a la pista. Hay 82 mil personas que retienen el aliento mientras el mexicano saluda militarmente al público y comienza su recorrido. Parece no tener prisa, con ese galope tranquilo que despliega Arete, como flotando sin esfuerzo. Se eleva sobre los obstáculos con gracia, casi con delicadeza. Por eso doña Alicia, la esposa de Mariles, le apoda “el elevador” al caballo, porque 186

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se alza como de la nada y libra el obstáculo sin aparente esfuerzo. Entra y sale del número cinco, ese corral con dos saltos que tantos problemas ha dado a otros. Algún aplauso se oye, pero es acallado por el público mismo, que no quiere distraer, ni distraerse. Pasa el oxer sin falta, y después el triple. Queda sólo la traicionera ría y el imponente muro final. Mariles alarga el tranco de su caballo y parece que ha librado la ría, pues no se ve salpicar el agua, pero el Juez de Pista no tarda en alzar una banderita blanca para anunciar que Arete tocó la franja que limita el extremo del obstáculo. Son cuatro puntos malos. Mariles ni se entera. Sigue galopando tranquilo y Arete vuela sobre el imponente muro de ladrillo simulado. Con cuatro faltas ha asegurado el triunfo. Pero a los pocos segundos, una impertinente voz anuncia por el micrófono que el jinete se ha excedido en el tiempo. Le penalizan con 2 ½ puntos más. ¡No importa! ¡Mariles ha ganado el oro para México!

El Tte. Col. Humberto Mariles, saltando con Arete el imponente muro, obstáculo final de su recorrido en la Olimpiada de Londres 1948.

Sin embargo la competencia no ha terminado. Uriza, Wing y d’Orgeix tendrán que desempatar por el segundo y tercer lugares. El recorrido será sobre sólo seis obstáculos y se decidirá por tiempo, en 187

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igualdad de faltas. Tanto Wing como d’Orgeix derriban un mismo obstáculo, un “desviador”, donde Sucre de Pomme y Democrat, cometen cuatro faltas. Entre ellos se decide el tercer lugar por tiempo, siendo d’Orgeix el que gana el bronce. Uriza ya ha ganado la plata, pasando “limpio” Hatuey sobre los seis obstáculos. La felicidad no se detiene allí. Los mexicanos también han ganado la medalla de oro por equipos. El equipo de México tuvo un total de 34 ¼ faltas, seguido por el de España con 56 ½ y el de Gran Bretaña con 67.

Mariles y Arete quedaron inmortalizados en bronce en esta hermosa escultura en tamaño natural, erigida en los jardines del Centro Deportivo Olímpico Mexicano. Es obra del escultor –y caballista- Rubén Rodríguez Monterde.

Bajo el transparente cielo londinense, el verde, blanco y rojo de la bandera mexicana ondeó en lo más alto y se escucharon las notas del Himno Nacional Mexicano, mientras el presidente del Comité Olímpico Internacional, Sigfried Edstrom, entregaba las medallas a los triunfadores.

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Horas más tarde, cuando los caballistas mexicanos celebraban su triunfo rodeados de amigos en el exclusivo Preston Manor, alguien se acercó corriendo y le dijo a Mariles al oído: -Ven al teléfono, ¡pronto!... ¡Te llama el señor presidente! El militar escuchó palabras de felicitación y de perdón de parte del presidente de México. Mariles se había ganado, para él, para su equipo y para México, un lugar de honor en la historia del deporte ecuestre.

Historia detrás de la gloria El embajador de México en lnglaterra había advertido a Mariles que de participar estaría desafiando las órdenes del presidente Miguel Alemán, que había prohibido la participación del equipo en los Juegos Olímpicos. Pero el embajador se cuadró ante Mariles -que era general-, y como el dinero salía del bolsillo del jinete, se mantuvo en silencio. La orden de un presidente que según los políticos "no se mueve la hoja de un árbol sin su mandato", fue desafiada. Solamente así me explico por qué al llegar a Pachuca, Hidalgo, de donde llegarían a la capital mexicana por la vía del tren, no existía euforia ninguna. Por esa razón, me quedé sólo con todos ellos en el recorrido, y volé a mi redacción de "Excélsior", para hacer toda una sección deportiva en honor de los héroes de Wembley, y de la Olimpiada. No había otros periodistas, no había ese frenesí por la noticia, ni porque eran las primeras medallas de oro de nuestra historia. Las redacciones rumían si entraban al desafío que Mariles saltó con la misma habilidad que el muro rojo". (sic)

Para saber más • Mes victoires, ma défaite -Jean d’Orgeix • Breve reseña sobre el desarrollo del Gran Premio de las Naciones -Juan M. Romero Texto del artículo que Ángel Blanch Fernández escribió en La Afición • Jumping Competition at the 1948 London el día que el equipo ecuestre Olympic Games for the Chronicle of the Horse regresó a México -Thomas Clyde • Medallistas olímpicos mexicanos 1932-2004 Comisión Nacional de Cultura Física y Deporte • Rebel on Horseback -Alice Higgins. Artículo en Sports Illustrated • Apuntes de la Sra Alicia V. de Mariles • Innumerables conversaciones personales con el Gral. Humberto Mariles, con quien tuve el privilegio de convivir y que fue mi maestro de equitación, lo mismo que con casi todos los demás protagonistas de esta historia. 189

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Unser Kini Con sólo 18 años, Ludwig se vio inesperadamente elevado al trono cuando su padre, el rey Maximiliano II de Baviera murió tras una repentina y breve enfermedad. El difunto rey tenía una difícil y distante relación con su hijo y poco se había ocupado de preparar a Ludwig para asumir el trono. Con su madre la relación era aún peor, y Ludwig se refería a ella despectivamente como "la consorte de mi predecesor". La única relación familiar más o menos funcional había sido con su abuelo. El nuevo rey era un chico guapo y alto -medía 1,92 m- y había crecido acostumbrado a hacer su voluntad con muy pocas restricciones. Desde la adolescencia había manifestado un espíritu romántico; adoraba la poesía y le fascinaban las sagas germánicas, llenas de héroes, de mitos y de idealismo. Desde chico compartía sus sueños románticos con su prima, la duquesa Elisabeth de Baviera, quien más tarde se convertiría en emperatriz de Austria al casarse con el emperador Francisco José y mantuvo con ella una estrecha amistad. Se escribían frecuentemente y en sus cartas ella lo llamaba Águila y él a ella Paloma. Congruente con las pasiones románticas y ese amor por la mitología germánica, Ludwig desarrolló una gran admiración por el compositor Richard Wagner. Cuando, aún adolescente, vio la ópera Lohengrin y poco después Tannhäuser, quedó cautivado por Wagner. Al poco tiempo de ascender al trono, Ludwig concedió al compositor una larga audiencia en el palacio real de Munich y a partir de entonces el rey se convirtió en su mecenas y en su más apasionado seguidor. Wagner, mujeriego y de vida desordenada, andaba siempre huyendo de los acreedores pero a partir de entonces encontró en Ludwig alguien que pagara sus cuentas. Más aún, la afición de Ludwig por las obras 190

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de Wagner se combinaría con otra de sus pasiones: la de construir castillos o palacios, en los cuales creó salones decorados expresamente con motivos y personajes de las obras wagnerianas y como escenarios para ellas. Otra característica del extravagante comportamiento de Ludwig era que vivía de noche y dormía de día. Se levantaba mucho después del mediodía, tomaba su "desayuno" ya por la tarde y a partir de allí se desarrollaban sus actividades. No era raro que saliera a largas cabalgatas durante la noche y en invierno, disfrutaba salir a pasear en un trineo tirado por caballos. Durante sus paseos, Ludwig gustaba de hablar y tener contacto con el pueblo y se comportaba siempre afectuoso, simpático y generoso, por lo que gozaba de mucha popularidad entre sus súbditos que incluso se referían a él afectuosamente como unser Kini en dialecto bávaro, lo que podría traducirse como “nuestro reyecito”. Sus malos modos los guardaba para sus funcionarios y sirvientes a quienes insultaba, escupía e incluso mandaba azotar a menudo. Ni siquiera sus ministros se libraban de esos malos tratos. Además, la falta de interés de Ludwig llegaba al extremo de negarse a participar en ceremonias y funciones oficiales en donde su presencia como rey era inexcusable. Sus ministros y funcionarios tenían que esforzarse en localizarlo en el campo, a la orilla de algún lago, en el bosque o en la cumbre de alguna montaña para llevarle documentos que debía firmar. Se negaba a ir a Munich y rehuía cualquier reunión social y más tarde le dio por exigir que se hicieran representaciones exclusivas para él (Separatvorstellungen) en los teatros de la corte. Durante más de diez años se montaron óperas de Wagner, espectáculos de ballet y obras de teatro, a las que sólo asistía el rey, con uno o dos invitados. ¿¡Cómo voy a dejar volar mi fantasía en el teatro cuando la gente sólo está mirándome con sus anteojos para la ópera, pendientes de cada uno de mis gestos!? ¡Yo quiero ver la función, no ser un espectáculo para los demás! A pesar de que había pocas dudas sobre la homosexualidad de Ludwig, el reino exigía que el rey se casara y tuviera un heredero, máxime cuando el hermano menor de Ludwig, Otto, había sido 191

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declarado mentalmente incompetente. Cediendo a las presiones, el rey se comprometió a desposar a la duquesa Sofía Carlota de Baviera, hermana menor de su adorada prima Elisabeth. Ludwig y Sofía se conocían desde niños y a todos pareció que hacían una pareja perfecta. El compromiso se hizo público en enero de 1867 y se fijó la fecha de la boda. Incluso se tramitó la requerida dispensa papal pues los futuros contrayentes estaban emparentados, ya que la madre de Sofía, la duquesa Ludowika, era media hermana del abuelo de Ludwig. Los preparativos estaban en marcha y todo parecía miel sobre hojuelas; Ludwig llamaba románticamente Elsa a su novia y él firmaba sus misivas como Heinrich, tomando prestados esos nombres de la mítica historia de Lohengrin. Pero Ludwig pospuso varias veces la fecha fijada para la boda, hasta que el 7 de octubre anunció que el compromiso quedaba cancelado. Poco importó que ya se hubieran hecho retratos y pinturas de Sofía como reina y que estuviera listo el lujoso carruaje nupcial que había costado una suma inmensa de dinero. El escándalo fue mayúsculo, no sólo entre la familia de Sofía sino entre toda la nobleza germana. Hasta Elisabeth, que adoraba a Ludwig, censuró su comportamiento y dijo alegrarse de que su hermana no terminara casándose con un hombre que actuaba de tal manera. Recuperada del trauma y del escándalo, Sofía se casó poco después con Fernando, duque de Alençon. Ludwig no se casaría nunca; antes al contrario, sus relaciones con hombres se hicieron más evidentes. Estrechas amistades que podrían considerarse amoríos tuvo con el maestro de equitación Richard Hornig, con el actor húngaro Josef Kainz y con un joven cortesano llamado Alfons Weber. Sin embargo, Ludwig vivía atormentado por el remordimiento, pues su catolicismo le dictaba que la homosexualidad era un pecado y las anotaciones que aparecen en su diario atestiguan su lucha contra su inclinación sexual. 192

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A partir de 1866 las presiones políticas entre los Estados germánicos se hicieron muy intensas. Baviera alineaba sus simpatías con Austria pero terminó perdiendo ante Prusia y tuvo que firmar un tratado con ésta que la arrastraría a participar en la guerra contra Francia. Aunque Baviera quedó nominalmente del lado ganador, era Prusia quien dominaba la escena y Bismarck obligó a los Estados germánicos a unirse, para formar lo que sería el Imperio Alemán, a la cabeza del cual quedaría el rey de Prusia, Guillermo I, que, por cierto, era tío de Ludwig. Como Ludwig tenía problemas crónicos de dinero, se dejó convencer por Bismarck, a cambio de una bonita suma, para escribir a su tío el rey de Prusia una carta apoyando la creación del Imperio Alemán y proponiéndolo a él, Guillermo I, como emperador. El habilidoso canciller prusiano, Otto von Bismarck, acabó redactando las bases de lo que sería el Imperio Alemán como mejor le convenía a Prusia y Baviera dejó de ser un reino independiente para convertirse en sólo un estado más del Imperio Alemán. Ludwig intentó protestar negándose a asistir a la ceremonia en Versalles en donde Guillermo I quedaría investido como emperador, pero de poco le sirvió. Logró, sin embargo que Baviera conservase su título de "reino" dentro del Imperio Alemán y algunos otros privilegios (Reservatrechte) como el de tener su propio ejército, que sólo en caso de guerra quedaría bajo el mando prusiano. Bismarck doblegó la voluntad de Ludwig con dinero, pagándole 300,000 marcos anuales, además de un pago inicial de un millón de marcos. El temperamento excéntrico de Ludwig encontró otra forma de expresión en su afán de construir hermosos y exóticos palacios. Cuando visitó el palacio de Versalles se enamoró literalmente de esa espléndida joya de arquitectura, e igual se fascinó al visitar otros castillos y palacios. Comentaba maravillado cómo los franceses habían sabido glorificar su cultura mediante la arquitectura, la música y el arte y lo pobre que era Baviera en esos aspectos. De tal manera que emprendió la construcción de varios proyectos, como el castillo de Neuschwanstein, en la cumbre de un montaña cerca de Füssen, no lejos de Hohenschwangau, donde Ludwig había pasado su infancia. Aunque para denominarlo se usó la palabra Schloss, que significa castillo, se trata realmente de un palacio, una hermosísima mansión de cuento de hadas, con altos torreones desde donde se dominan las 193

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cumbres alpinas y cuyas líneas, delicadas y etéreas, lo hacen parecer una mansión entre las nubes. El costo de construirlo, decorarlo y equiparlo también fue algo que se elevó a las alturas.

El maravilloso castillo de Neuschwanstein (la nueva roca del cisne) costó a Ludwig la fabulosa suma de 6,180,047 marcos y contribuyó a llevar al rey a la ruina, pero hoy es uno de los sitios turísticos más visitados de Baviera y de Alemania entera. La inversión ciertamente valió la pena.

Poco después emprendió la construcción de Linderhof, en el pueblo de Ettal, otra joya arquitectónica en la que gran parte del costo se fue en construir la Gruta de Venus, una cueva con estanques, luces y figuras que verdaderamente transportan a quien la contempla al reino de las hadas. De hecho, Ludwig la concibió como escenario para el primer acto de la ópera Tannhäuser, de Wagner, y la equipó con alta tecnología para su época, pues se instalaron 24 dínamos o generadores, que permitían la iluminación eléctrica y en colores cambiantes.

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Aprovechando un coto de caza de su padre, Maximiliano II de Baviera, Ludwig construyó el palacio de Linderhof, otra de las joyas arquitectónicas que dejó para la posteridad. El palacio, en estilo rococó, tiene espléndidos jardines y una cascada que termina en una fuente dedicada al dios Neptuno, además de la célebre gruta de Venus.

Construir la extraordinaria Gruta de Venus significó un gasto enorme, pero al rey le gustaba navegar en su pequeño estanque interior, iluminado con luz eléctrica. 195

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Tiempo más tarde, decidió construir una réplica del palacio de Versalles, algo que sirviera para evocar su admiración por Luis XIV de Francia, el Rey Sol. Para ello escogió la Herreninseln, una isla en el lago Chiemsee, en el sureste de Baviera, muy cerca ya de la frontera con Austria. Sólo se alcanzó a construir la parte central del proyecto, pues a Ludwig se le acabó el dinero y algunas salas ya construidas se quedaron sin poder ser decoradas. Aún así, el palacio de Herrenchiemsee posee una Galería de los Espejos que reproduce rigurosamente la que existe en Versalles hasta en el último detalle, con la excepción que es un par de metros más larga. El palacio que Ludwig construyó en Herreninseln, intentó replicar Versalles, como homenaje a su adorado Luis XIV de Francia. Todos los temas de decoración evocan no a Ludwig ni a Baviera, sino al Rey Sol y a Francia. Los 16,579,674 marcos gastados en su construcción no alcanzaron para terminarlo. Ludwig tenía otros proyectos que se quedaron sólo en planos y bocetos, como el castillo que pensaba construir en Falkenstein, en 196

La Galería de los Espejos en Herrenchiemsee es igualmente majestuosa que su original en Versalles.

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el valle del Allgäu y al que dedicó muchísimas horas trabajando con su arquitecto Christian Jank. Los bocetos y las anotaciones del rey indican que planeaba evocar en él la hermosa fachada del ayuntamiento de la ciudad de Lieja, en Bélgica. También pensaba construir un palacio de estilo bizantino en Graswangtal y un palacio de verano de estilo chino cerca del lago Plansee. Para 1885 Ludwig se había gastado millonadas en sus palacios, en su excéntrica forma de vivir y tenía deudas de más de 14 millones de marcos. Aunque financiaba sus proyectos con su propio dinero y no con recursos del Estado, eso no evitó que Baviera tuviera grandes problemas, pues el rey no se ocupaba de gobernar. Peor aún, actuaba de manera cada vez más extraña. Como no había quedado nada feliz con el tratado que se vio obligado a firmar para el nacimiento del Imperio Alemán y como sentía que había sido engañado por Bismarck, empezó a forjar planes aviesos. Planeó la creación de una policía secreta llamada die Koalition que le rendiría cuentas directamente y sólo a él. Como para Ludwig Prusia era “el enemigo” urdió un plan para secuestrar al príncipe heredero Federico Guillermo y tenerlo como prisionero. Por fortuna, como Ludwig no brillaba por su talento para organizar ni para ejecutar sus ideas, la famosa Koalition no pasó de ser un tigre de papel. Como Baviera ya no era un reino verdaderamente independiente, también concibió la idea de canjear su reino por otro, donde él pudiera gobernar como monarca verdaderamente absoluto. Entre los probables, pensaba en las Islas Canarias, o la isla de Chipre, que pertenecía a Grecia. Incluso hablaba de comprar el Principado de Mónaco o alguna región de Afganistán. Obviamente, nunca llegaron a hacerse gestiones oficiales. Como necesitaba dinero en grandes sumas, ordenó a sus servidores que gestionaran créditos ante los gobiernos de Austria, Suecia e incluso Persia y el Imperio Otomano. Todos declinaron diplomáticamente, como ya lo habían hecho todos los banqueros de Europa. Entonces, pensó en usar a su servicio secreto para organizar robos a los bancos de París y de Frankfurt para conseguir el dinero que le negaban. Naturalmente, no pasó nada.

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El rey se había vuelto insoportable. Comía desaforadamente y de ser un hombre alto y esbelto, pasó a estar bastante gordo. Trataba peor que nunca a sus servidores, los escupía y a algunos llegó hasta a morderlos. Amenazó con despedir a todo su gabinete de ministros y sustituirlos con servidores más fieles. Pero sus ministros decidieron actuar antes, por lo que se inició un proceso para declararlo loco e incapaz de gobernar. Los ministros pidieron al tío del rey, el príncipe Luitpold, que aceptara ocupar el puesto de Ludwig 4. Luitpold estuvo de acuerdo, Yo mismo tomé esta foto del retrato siempre y cuando se que Ludwig guardaba entre sus determinara que en efecto el rey efectos personales. Se trata de su estaba loco y sin capacidad de adorada prima Elisabeth de Baviera recuperación. Entre enero y que, al casarse con el Emperador marzo de 1886, los ministros Francisco José, se convirtió en emperatriz de Austria y fue conocida coludidos integraron un reporte como Sissy. Ludwig mantuvo siempre médico (Ärtzliches Gutachten) en con ella una afectuosa amistad y un donde se afirmaba la intenso intercambio de cartas. incapacidad de Ludwig para gobernar. El artífice de este reporte médico fue el conde von Holnstein, quien se dedicó a reunir entre los sirvientes una lista de relatos, quejas y chismes sobre las actividades y el comportamiento del rey. Se hizo una larga relación de su enfermizo rechazo a todo contacto social, de su negativa a encargarse de los asuntos de gobierno, de su permanente estado de ensoñación, de su manía de cenar al aire libre, a media noche y en pleno invierno, además de su trato violento y abusivo. Una vez integrado el informe, lo hicieron llegar a Otto von Bismarck, quien como Canciller del Imperio Alemán era una autoridad a tomar en 4

No se podía nombrar rey a Luitpold pues el heredero legítimo era Otto, hermano menor de Ludwig. Pero Otto estaba impedido para ejercer sus funciones pues sufría de paranoia. Por eso, se nombraría a Luitpold Prinzregent, o Príncipe Regente.

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cuenta. Bismarck dudó de la veracidad del informe y comentó que seguramente eran sólo chismes. Incluso sugirió, aunque con poco interés, que tal vez el asunto debía presentarse ante el parlamento de Baviera, pero no hizo nada por detener a los que buscaban derrocar a Ludwig. Los conspiradores lograron que cuatro médicos psiquiatras firmaran el reporte médico. El más importante entre ellos era el Dr. Bernhard von Gudden, director del manicomio de Munich. Los otros fueron el Dr. von Grashey, quien era yerno de von Gudden, el Dr. Hagen y el Dr. Max Hubrich. Afirmaban que el rey padecía de paranoia y que por ello estaba incapacitado para gobernar y que, además, no se recuperaría nunca. Hay que señalar que de los cuatro médicos, ninguno lo había sometido nunca a un examen o análisis profesional. Tres de ellos ni siquiera lo conocían en persona, sólo von Gudden le fue presentado al rey una vez y de eso habían transcurrido ya doce años. La opinión del médico personal de Ludwig, el Dr. Max Joseph Schleiss von Löwenfeld no fue tomada en cuenta. Con el documento firmado por los cuatro médicos, el conde von Holnstein y el doctor von Gudden se presentaron en Neuschwanstein a la cabeza de una comisión oficial para presentar el documento y apresar al rey el 10 de junio de 1886. El cochero del rey, Fritz Osterholzer, se enteró de que la comisión venía en camino y puso a Ludwig sobre aviso. El rey llamó a la policía local para que vinieran a protegerlo y cuando llegó la comisión, la policía los recibió a punta de pistola. Se armó un cierto alboroto, y el rey ordenó arrestar a los comisionados, pero después de varias horas los liberó. Ese mismo día, el gobierno de Baviera proclamó al tío Luitpold como Príncipe Regente. Los cercanos al rey le aconsejaron que se presentara en Munich y que buscara el apoyo del pueblo pero Ludwig los desoyó. Prefirió redactar un texto corto que habría de publicarse al día siguiente, 11 de junio, en un periódico de Bamberg, apelando vagamente a “todo bávaro leal a oponerse a los traidores propósitos en contra del rey y de la Patria”. El gobierno confiscó casi todos los ejemplares del periódico y el manifiesto del rey no llegó a verlo casi nadie. Incluso ahora lo publicado en el periódico de Bamberg es un documento poco conocido. Ante la inacción de Ludwig, sus pocos seguidores, que se habían reunido a las puertas de Neuschwanstein, se dispersaron y la policía local que lo había protegido fue cambiada 199

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por un destacamento enviado por el gobierno, que bloqueó todas las puertas del castillo. En la madrugada del 12 de junio llegó una segunda comisión y esta vez el rey fue detenido y llevado a un carruaje que lo esperaba. Ludwig se encaró con el Dr von Gudden y le preguntó: ¿Cómo puede Ud declararme loco si nunca me ha reconocido ni examinado? No hace falta –le respondió von Gudden. -La evidencia documental es enorme y bien fundamentada. ¡Es abrumadora! El carruaje condujo a Ludwig al castillo de Berg, a las orillas del lago Starnberg, que entonces era conocido como Würmsee. Al día siguiente el depuesto rey fue llevado no a misa, como hubiera sido normal en la católica Baviera por ser domingo de Pentecostés, sino a dar un paseo en un parque junto al lago, acompañado por von Gudden y dos sirvientes. Más tarde, cerca de las seis de la tarde, Ludwig quiso dar un segundo paseo con von Gudden, pero esta vez salieron sin acompañantes. Se esperaba verlos regresar cerca de las ocho para la cena, pero como pasó el tiempo sin que volvieran, se organizó una partida de búsqueda con antorchas y linternas, bajo una intensa lluvia. Finalmente un barquero llamado Jakob Lidl, acompañado por el médico asistente Müller y el empleado del castillo Huber, encontraron los cadáveres del rey y del doctor en aguas muy poco profundas y cerca de la orilla. El cuerpo del doctor von Gudden mostraba golpes en la cabeza y huellas de estrangulamiento en torno al 200

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cuello, por lo que algunos opinaron que Ludwig lo había estrangulado, o que tal vez el médico había luchado con él, tratando de impedir que el rey se arrojara al agua. En cuanto a la muerte del rey, la versión oficial fue de suicidio por ahogamiento aunque la autopsia evidenció que no había agua en sus pulmones. Esa fue la versión que se sostuvo durante décadas, aunque nadie quedaba convencido. El cadáver del depuesto rey fue velado con toda la pompa correspondiente a su rango en la Residenz, es decir, el palacio real, de Munich, vestido con el uniforme y las insignias de Gran Maestre de la Orden de San Hubertus. Sus manos, desnudas de guantes, descansaba la izquierda sobre su espada, mientras que la derecha sostenía sobre el pecho un ramillete de blancos jazmines que personalmente recogió y preparó para él su adorada prima Elisabeth, emperatriz de Austria. El ataúd de caoba fue colocado dentro de otro sarcófago de zinc, que fue sellado herméticamente antes de ser depositado en la cripta de la Iglesia de San Miguel, en el centro de Munich. Sin embargo, siguiendo una extraña tradición, el corazón del rey se depositó en una urna de plata que fue llevada a la Gnadenkapelle, es decir, la Capilla de la Misericordia en Altötting, y allí fue colocada junto a las urnas que contienen los respectivos corazones de su padre y de su abuelo. Muchos años después, se dieron a conocer anotaciones del barquero Lidl que fueron encontradas en su casa después de su muerte. En esos apuntes, Lidl afirma que él estaba esperando al rey, oculto con su barca entre los arbustos, para llevarlo a través del lago hasta donde sus leales lo esperaban para ayudarlo a escapar. Según las notas de Lidl, cuando el rey ponía un pie dentro de la barca para subir a ella, sonó un disparo y Ludwig se desplomó sobre el barquito y después cayó al agua. Lidl añade que, tras la muerte del rey, hubo gente que le hizo jurar que nunca divulgaría ciertas cosas, ni a su mujer, ni al sacerdote en confesión, ni a nadie y que a cambio, ni a él ni a su familia les faltaría jamás nada. Lidl guardó silencio hasta su muerte ocurrida en 1933, pero sus anotaciones hablaron por él. La autopsia practicada sobre el cadáver de Ludwig no reporta ninguna herida de bala, pero eso no es de extrañar si en efecto hubo una conspiración orquestada por gente del gobierno. Por otra parte, la 201

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condesa Josefine von Wrba-Kaunitz, parienta lejana del difunto rey, sorprendió un día a sus invitados a tomar el té, cuando sacó un viejo abrigo gris con un hoyo de bala en la espalda y les aseguró que era el que llevaba el rey Ludwig II cuando fue encontrado su cadáver en las aguas del lago Starnberg. Oktberfest La Oktoberfest que se celebra en Munich en los meses de septiembre y octubre es la fiesta popular más grande de Alemania, con más de seis millones de visitantes cada año y es también una de las más antiguas. Su origen fue el festejo que se organizó en 1810 para celebrar la boda del entonces príncipe Ludwig, que después sería Ludwig I de Baviera, con las princesa Teresa de Saxe-Hildburghausen, amables contrayentes que invitaron al pueblo de Munich a participar en la celebración. La fiesta fue un gran éxito y los muniquenses decidieron repetirla al año siguiente, y así cada año. Hoy la Oktoberfest ha cumplido más de doscientos años de celebrarse, excepto durante los años de guerra y de condiciones verdaderamente excepcionales. La Oktoberfest es, en realidad, la fiesta de la cerveza, que es la bebida tradicional y representativa de Baviera. Los tarros de cerveza que se consumen durante los 16 ó 18 días que dura la celebración se cuentan en millones y el record se alcanzó en 2011 con 7.5 millones de litros. Se consumen también enormes cantidades de pollos rostizados, de pinchos de macarela ahumada, pero sobre todo de salchichas de todo tipo. Hay desfiles de hermosos caballos percherones que tiran de los carros usados antiguamente para transportar los barriles de cerveza, hay juegos de feria, música, bailes, concursos, pero sobre todo, cerveza. ¡Y no cualquier cerveza! La que se sirve allí debe haber sido producida de acuerdo con la Reinheitsgebot, la ley de pureza de la cerveza que data de 1516 y ¡claro! haber sido producida dentro de los límites de la ciudad de Munich. La gente se enorgullece de vestirse ese día con Trachten, la ropa 202

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típica y tradicional de Baviera, que puede constar de Lederhosen, los pantalones cortos de cuero que llevan los hombres o los coloridos Dirndl que visten las mujeres. También existen versiones más elegantes que no dejan de ser tradicionales. Lo curioso es que el recuerdo de Ludwig I, el príncipe cuya fiesta de bodas dio origen a la Oktoberfest, parece haber quedado olvidado, pues los carteles que se ven por todas partes no reproducen su imagen, sino la de su nieto, Ludwig II. Ese apasionado rey, constructor de palacios, el que despilfarró dinero hasta la bancarrota, ese excéntrico a quien unos recuerdan como loco y a quien otros llaman Märchenkönig, o rey de cuento de hadas; ése sigue siendo el rey más querido y más cercano al corazón de los bávaros.

Para saber más: • Der tragische König -Erika Brunner • Ludwig II -Oliver Hilmes • Die letzten Wittelsbacher -Herbert Eulenberg • Der Sarkophag -Peter Glowasz • Ludwig II King of Bavaria: Myth and Truth -Wolfgang Till

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El final La ilusión con que Maximilano y Carlota llegaron a México en mayo de 1864 se había ido desgastando y enturbiando, al igual que el apoyo de los conservadores que habían ido a invitarlo y a convencerlo de emprender la loca aventura de convertirse en emperador de un país que ni siquiera conocía. De igual manera, el emperador de Francia Napoleón III, quien había sido la fuerza inspiradora de toda esta idea de instalar a un monarca europeo controlado por Francia en México, se fue dando cuenta del berenjenal en que se había metido. México no era Argelia ni Indochina y nadie hubiera esperado que Juárez, ese indio oaxaqueño que se creía presidente fuera tan persistente y difícil de vencer. Maximiliano resultó demasiado “liberal” para los conservadores y la iglesia, pues se negó a revocar la libertad de cultos y a devolverles los bienes que las Leyes de Reforma les habían expropiado. Francia tampoco veía que Maximiliano tuviera los intereses franceses entre sus prioridades; más bien se preocupaba por mejorar las condiciones de vida de los mexicanos pobres, reduciendo las horas de la jornada laboral y regulando el trabajo de los niños. Los conservadores le fueron quitando su apoyo y Napoleón ordenó el retiro de sus tropas en México, aún faltando a los compromisos adquiridos. Para colmo, los Estados Unidos habían salido de su Guerra de Secesión y se dieron cuenta de que la intromisión de Francia en México no podía traerles nada bueno, así que se decidieron por fin a dar a Juárez el apoyo que desde años atrás les venía pidiendo. Era ya 1867 y Maximiliano se había quedado solo. Ante esta situación, los consejeros del emperador le recomendaban abdicar y regresar a Europa. Incluso el comandante militar de las fuerzas francesas, general Aquiles Bazaine, cuando ya se iba le ofreció una vez más al emperador que se embarcara y dejara México bajo la protección del ejército francés. Maximiliano se negó. El ejército imperial mexicano ya sólo controlaba las ciudades de México, Puebla, Veracruz y Querétaro. Las fuerzas liberales de Juárez, que en su peor momento había tenido que refugiarse en el último rincón del territorio nacional, en Paso del Norte, Chihuahua, poco a poco habían ido reconquistando el terreno perdido. Porfirio Díaz avanzaba hacia Puebla mientras que los jefes juaristas 204

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Escobedo, Corona y Riva Palacio, marchaban sobre Querétaro, donde se concentraban la mayor parte de las tropas aún fieles a Maximiliano, muy inferiores en número a los ejércitos juaristas, si bien mejor capacitadas para combatir que las de Juárez, integradas en gran parte por indígenas y campesinos sin entrenamiento ni experiencia. Los generales leales al imperio -Miramón, Mejía, Márquez y otros- se sentían muy superiores al enemigo a la hora de enfrentarse en el campo de batalla. Maximiliano decidió abandonar la ciudad de México y trasladarse a Querétaro, para supervisar e incluso dirigir personalmente las operaciones militares. El trayecto lo emprendió acompañado del general Márquez, quien comandaba la columna que protegería al emperador y al llegar a Querétaro se instalaron en el Convento de la Cruz, una especie de ciudadela con casas de maciza construcción, desde donde se dominaba buena parte de la ciudad. Querétaro era una plaza difícil de defender para un ejército reducido en número, pues es una población extensa y las colinas se hallan bastante dispersas, pero los conservadores siempre la habían considerado como uno de sus baluartes. El emperador fue recibido con gran entusiasmo, no sólo por los generales y sus tropas, sino por la población misma, que tenía cierta inclinación hacia los conservadores. Además, la personalidad de Maximiliano, siempre digno, elegante, amable y caballeroso, le granjeaba la simpatía de quienes se le acercaban. Sin embargo, militarmente la situación era muy desfavorable, no sólo por la inferioridad numérica de las tropas sino por la discordia que reinaba entre los generales del imperio. Miramón, que había sido incluso presidente de la república bajo el régimen conservador, se sentía en un nivel sólo inferior al del emperador y miraba con desprecio a Mejía, un indio de la Sierra Gorda que, sin embargo, poseía mucho más talento y experiencia militar que su colega. Márquez, por su parte, era astuto, calculador, intrigante; un tipo verdaderamente sin escrúpulos. Quizá el general Méndez era el más sencillo y leal como soldado; un conservador convencido. Estaba también, aunque con menor rango, el coronel López, un tipo con aspecto de europeo, rostro agradable y finos modales quien, con 205

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habilidad de trepador social, se había ganado la simpatía del emperador desde hacía tiempo, e incluso la del adusto general francés Bazaine. Desde su llegada a Querétaro, Maximiliano se había reservado para él el mando supremo y nombró a Márquez a la cabeza de su estado mayor. A Miramón le dio el mando de la infantería y la caballería la asignó a Mejía, dejando a Méndez al mando de las fuerzas de reserva. El 24 de febrero se celebró un consejo de guerra, que es lo que suelen hacer los militares cuando el jefe no está muy seguro de cómo deben actuar, y Maximiliano no lo estaba. Miramón aconsejaba un ataque enérgico y decidido, en tanto que Márquez proponía esperar y concentrar las fuerzas imperiales que estaban en otras plazas, para después caer sobre el enemigo con un golpe mortal. Encima, la situación financiera era desastrosa, pues el Ministerio de Finanzas del gobierno imperial apenas si les había mandado dinero, porque no lo tenía. Por su parte, los ejércitos de Escobedo y de Corona, que aún estaban separados, se acercaban a Querétaro. Escobedo había sido arriero, por lo que tenía un excelente conocimiento del territorio de casi todo el país, aunque militarmente era considerado algo indeciso. El general Corona, en cambio, tenía fama de militar enérgico y decidido. Ambos había recibido órdenes de Juárez, desde San Luis Potosí, de proceder con toda decisión y sin consideraciones contra las fuerzas que aún le quedaban al pretendido emperador. La indecisión y vacilaciones de Maximiliano y los suyos permitieron que las fuerzas juaristas se reunieran en torno a Querétaro, rodeando la ciudad con 206

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unos 25 mil hombres. Estaban mal equipados, muchos vestían sólo el típico calzón de manta, camisa y huaraches de los campesinos mexicanos y estaban armados con machetes por lo que las tropas sitiadoras sólo formaban una débil barrera que era fácil de romper en muchos puntos. Por ello, para desanimar a los defensores a buscar comunicación fuera del cerco, los juaristas adoptaron la implacable norma de destrozarle el cráneo a culatazos a todo aquel que agarraban queriendo pasar para ir a México u otros puntos y lo colgaban de los pies del árbol más próximo, para escarmiento de quienes lo vieran. El espectáculo intimidó ciertamente a la población e incluso a los soldados imperiales. El primer ataque que lanzó Escobedo no fue nada exitoso y costó muchas bajas entre los juaristas, que se retiraron bastante desmoralizados. Si Maximiliano hubiera aprovechado el momento lanzando un contraataque tal vez hubiera logrado lo imposible. Durante este enfrentamiento sobresalió la valentía de un aventurero de origen prusiano que ostentaba el grado de coronel, el príncipe Felix de Salm-Salm. Este hombre, que había luchado del lado de la Unión en la Guerra de Secesión estadounidense, se había ganado la confianza y simpatía del emperador y había logrado colarse al círculo de sus íntimos. Era el único oficial europeo que acompañaba a Maximiliano en Querétaro. En un nuevo consejo de guerra, Salm-Salm propuso atacar de inmediato a los juaristas, pero su opinión fue rechazada. En cambio, el emperador y sus generales decidieron seguir esperando recursos y refuerzos que nunca llegarían, mientras crecían las intrigas y disputas entre los jefes militares. Márquez convenció al emperador de que alguien debía ir a México a exigir a los ministros del gobierno que consiguieran recursos y enviaran refuerzos a Querétaro y que ese alguien debía ser el propio Márquez y se puso en marcha llevándose consigo a 1,200 elementos de caballería, que mucha falta hacían a los sitiados en Querétaro. Los días pasaban en la inacción y Maximiliano a veces se ausentaba de las juntas “para no impedir la libertad de las decisiones”, con lo cual literalmente puso su suerte en manos de los demás. En los combates y escaramuzas que se producían, Maximiliano se hacía presente en los puntos donde más fuerte era el fuego enemigo. En su 207

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afán de mostrar valentía parecía estar buscando la muerte, pero nunca fue alcanzado por las balas. Mientras los imperiales se debilitaban y, deducidas las bajas, quedaban ya sólo siete mil efectivos, los juaristas recibían refuerzos y sus filas llegaron a sumar 40 mil hombres. La mala alimentación, la enorme tensión y las insalubres condiciones hicieron mella en la salud del emperador, que cayó enfermo de fiebre y de disentería. Salm-Salm, convertido en su compañero inseparable, buscaba infundirle ánimos e insistía en que debía huir de Querétaro, a lo que Maximiliano se rehusaba reiteradamente. En cambio, acompañado de Salm-Salm y del coronel López, que también se había convertido en su sombra, el Habsburgo se esforzaba en acercarse a hablar con los soldados, preguntándoles si habían recibido su comida, si tenían parque, lo cual emocionaba a muchos de ellos, poco acostumbrados a que sus comandantes se interesaran directamente en lo que pasaba en las líneas de batalla. Ya era el mes de abril y los refuerzos con que debería regresar el general Márquez no llegaban, los víveres y las municiones se hacían cada vez más escasos y las disputas entre los generales Miramón y Méndez se hacían más agrias, acusándose mutuamente de traidores e ineptos. Maximiliano decidió que enviaría a Salm-Salm a México a presionar a Márquez y a volver con las tropas y la caballería, pero tras varias tentativas fallidas de romper el cerco, Salm-Salm tuvo que abandonar el plan de salir de Querétaro. Por su parte, Maximiliano seguía abrigando la peregrina idea de que podría alcanzarse una solución mediante negociaciones con Juárez y con los jefes liberales. Márquez salió de México y dirigió sus fuerzas hacia Puebla, que estaba siendo atacada por las tropas liberales comandadas por Porfirio Díaz. Pero Díaz logró ocupar la ciudad antes de que llegara Márquez y luego dirigió a sus hombres contra las fuerzas de éste, a las que dispersó casi por completo. En la debandada, la mayor parte de los soldados cambiaron su fidelidad para salvar la vida y se sumaron a las tropas de Díaz, por lo que Márquez logró escapar seguido sólo de algunos jinetes y llegar a México, donde ya todo mundo consideraba perdida la causa del imperio. En Europa ya se tenían noticias del sitio de Querétaro y crecía la preocupación por la persona del emperador. Empezaron a hacerse 208

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gestiones y a ejercer presión sobre Juárez para que, al conquistar Querétaro, la vida del emperador fuese respetada. El Secretario de Estado estadounidense, William Seward le escribió pidiéndole que en la victoria, tratase al emperador como las naciones civilizadas deben hacerlo con un prisionero de guerra. Juárez contestó muy cortésmente pero de manera evasiva y sin comprometerse a nada. Por fin el 27 de abril Miramón decidió intentar un gran ataque para romper el cerco de los sitiadores y tuvo un éxito sorprendente. Logró quitarle a los liberales 21 cañones y les hizo muchas bajas y muchos prisioneros. Escobedo se vio en aprietos para buscar refuerzos y recomponerse, pero Miramón, torpemente, no aprovechó el desarreglo de los liberales continuando el ataque y se conformó con replegarse. Salm-Salm seguía haciendo planes para que Maximiliano escapara, protegido por una nutrida escolta, pero el emperador seguía diciendo que su honor militar lo obligaba Escudo de Armas del Segundo Imperio a mantenerse al lado de sus Mexicano (1864-1867). En el centro el fuerzas leales e incluso águila mexicana de perfil devorando a comenzó a redactar un una serpiente sobre un nopal que nace documento que lo justificase de una peña en el agua. Está rodeado por la Orden del Águila Mexicana y ante el juicio de la Historia. sostenido por dos grifos de la Casa de Estaba cansado de la larga y Habsburgo. Por atrás le sostienen una estéril lucha, tenía los nervios espada y un cetro coronado por una flor destrozados y ansiaba que una de lis. Todo es culminado por una bala piadosa pusiera fin a su Corona Imperial adornada con águilas al estilo napoleónico y coronada por una vida, por lo que se exponía al flor de lis. Debajo, el lema oficial del fuego enemigo de manera imperio: "Equidad en la Justicia". alocada y tonta. La situación Autor: Ludovicus Ferdinandus. era desesperada y en todo 209

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Querétaro cundía el desánimo. Incluso los soldados y oficiales franceses que quedaban en el ejército imperial intentaron ser aceptados por el general Escobedo en sus filas, pero éste los rechazó de manera tajante. El coronel López alimentaba en Maximiliano la esperanza de llegar a un arreglo con los juaristas y mantenía con el emperador cuchicheos y conversaciones confidenciales. La noche del 15 de mayo, López acudió al cuartel general de Escobedo a negociar con él. Se dice que Escobedo mezcló amenazas y promesas para lograr que López traicionara a su emperador, haciéndole creer que si López entregaba el Convento de la Cruz y se pasaba al bando liberal, Escobedo dejaría escapar a Maximiliano. López estuvo conforme y en el Convento de la Cruz hizo que los centinelas se alejaran de sus puestos y que algunos cañones fueran movidos de sus emplazamientos. A las tres de la madrugada, Escobedo dio la orden de atacar el convento y la ciudad y conquistó su objetivo por sorpresa y con el mínimo esfuerzo. Poco más tarde, el propio López entró bruscamente a la habitación de Salm-Salm, gritando que el enemigo estaba dentro de los muros del convento. Igual aviso recibió don José Blasio, secretario del emperador quien fue a despertar a Maximiliano. Éste había pasado muy mala noche, con un fuerte cólico que su médico, el doctor Basch, le había atendido lo mejor posible. El emperador se levantó confuso y pálido y se vistió. Salm-Salm lo alcanzó cuando bajaba la escalera y trató de esconderlo, pero unos soldados juaristas les cerraron el paso. Apareció de pronto el coronel López junto con el coronel juarista Gallardo, quien apartó a los soldados y dejó pasar al emperador. Era evidente que Gallardo cumplía la promesa de Escobedo de dejar que Maximiliano se escabullera, pero éste, lejos de hacerlo, preguntaba por Miramón y por Mejía, para decirles que reunieran a sus tropas y huyeran. En el momento de mayor peligro, Maximiliano se negaba a esconderse y huyó hacia el Cerro de las Campanas, donde se reunió con Mejía. Miramón había sido herido y se refugió en una casa cercana. Allí estuvieron un tiempo, mientras en la ciudad comenzaban a sonar las campanas, señalando la victoria de los juaristas. Maximiliano todavía preguntó a Mejía si ya no había salida y ante la respuesta de su leal general, mandó izar una bandera blanca y envió un emisario a decir a 210

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Escobedo que se rendía. Al cabo de un rato se acercó el general Echegaray y le dijo “Vuestra Majestad es mi prisionero”. Cuando estuvo frente al general Escobedo, se quitó el sable de la cintura y lo entregó al juarista quien, durante unos segundos parecía no saber qué hacer con el arma. Entraron luego a una tienda de campaña y Maximiliano le dijo a Escobedo que sólo deseaba abandonar el país y que lo llevaran a cualquier puerto. Pedía también que se tratara bien a su gente, pues habían sido leales y valientes. Escobedo se limitó a decir que transmitiría sus deseos al gobierno liberal. Ordenó entonces al general Riva Palacio que llevara a Maximiliano al Convento de La Cruz, cosa que el general hizo con todo tacto y caballerosidad. Querétaro había caído tras 71 días de sitio y el emperador y sus principales hombres se hallaban prisioneros. Por si las dudas, Escobedo hizo circular la voz de que todos los oficiales imperiales se entregasen dentro de las siguientes 24 horas o de lo contrario serían fusilados en el momento y lugar en que se les detuviera. Tal fue el caso del general Méndez, quien se ocultó y al ser descubierto días después, fue fusilado sin más trámite. Procedente de San Luis llegó a Querétaro Agnes –llamémosla Inés- de Salm-Salm, la esposa del edecán de Maximiliano. Esta valiente y decidida mujer lograba colarse en todas partes y consiguió que Escobedo le dejara ver a su esposo e incluso al emperador. La verdad es que en esos primeros días de cautiverio, el ex-emperador era tratado con mucha consideración y deferencia, pues Escobedo no quería cometer ningún error en el manejo de su augusto prisionero sino dejarle a Juárez toda la responsabilidad sobre el destino de Maximiliano. No obstante, Escobedo se entrevistó un par de veces con él y en esas conversaciones Maximiliano le rogó reiteradamente que lo dejara abandonar el país con todos sus oficiales y soldados europeos, a cambio de lo cual él se comprometía a abdicar y prometía solemnemente no mezclarse nunca más en los asuntos de México. Escobedo fue muy reservado y se limitó a decir que trasmitiría esta información al presidente Juárez y así lo hizo. En respuesta, Juárez ordenó que la vigilancia sobre el ex-emperador y los otros prisioneros fuera mucho más estricta, por lo que se les trasladó al Convento de Las Capuchinas donde las condiciones y el trato se hicieron mucho más severos. Miramón y Mejía ocuparon celdas adyacentes e iguales 211

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a la de Maximiliano, amuebladas austeramente con un catre, un crucifijo, una mesa y dos candelabros. Además, Juárez ordenaba que se abriera un proceso de guerra sumario para juzgar al ex-monarca y a los generales Mejía y Miramón. El coronel López era el único oficial imperial que no había sido detenido y se movía con libertad por todas partes, por lo que solicitó una entrevista con Maximiliano. El emperador se negó a recibirlo. No quería volver a ver a aquel traidor, a quien había distinguido inusualmente haciéndolo su “compadre”, pues el Habsburgo era padrino de bautizo del hijo de López. Maximiliano escribió a Juárez un telegrama, pidiendo al presidente una entrevista personal así como tiempo para traer de México a quien le defendiera en el proceso. Juárez le concedió el plazo pero se negó a la entrevista. El ex-emperador eligió al embajador de Prusia, barón de Magnus, y al barón de Lago, un noble austríaco, como sus defensores y les rogó vinieran de México a Querétaro, a donde llegaron el 3 de junio. Conscientes de que el proceso sólo podía desembocar en una sentencia de muerte, los dos barones fueron a San Luis a ver a Juárez para rogarle clemencia. Todo fue en vano, pero mientras tanto, la princesa de Salm-Salm se esforzaba por salvar al emperador organizando una fuga, para lo cual era necesario sobornar a los coroneles Villanueva y Palacios, encargados de la vigilancia del emperador. Como ni siquiera tenían dinero que ofrecer, al coronel Villanueva le prometieron un pago mediante una letra de cambio firmada por el emperador y avalada por el barón de Lago. Faltaba convencer a Palacios. Inés de Salm-Salm le pidió que la acompañara a su casa y allí quiso inducirlo en el complot, prometiéndole el pago de cien mil pesos. Como el coronel era evasivo, Inés le pregunto “¿Qué? ¿no le basta esta cantidad, coronel? Entonces, ¡aquí estoy yo!” y comenzó a desnudarse. El coronel Palacio, presa de la mayor turbación se fue hacia la puerta, que la princesa había cerrado con llave, por lo que el coronel le exigió abrirla, diciéndole que si no lo hacía, saltaría por la ventana. La princesa buscó calmarlo y le rogó que no dijera nada sobre el complot. El coronel se marchó sin dar respuesta ninguna. Por su parte, el barón de Lago seguía intentando negociar la fuga, aunque se estaba dando cuenta de que el proceder incierto de los coroneles mexicanos 212

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indicaba que no habría arreglo y probablemente les estaban tendiendo una trampa. Se fijó para el 12 de junio el comienzo del juicio contra Maximiliano, Miramón y Mejía a efectuarse en el teatro municipal. Cuando lo supo el ex-emperador, se negó rotundamente a subir a un escenario y protagonizar un espectáculo teatral con público sentado en las butacas y dijo que sólo a rastras lo subirían allí. Dado el débil estado de salud de Maximiliano y la enérgica negativa, se decidió que él no asistiera, pero que los dos generales serían forzados a estar presentes. El jurado quedó integrado por seis jóvenes capitanes y un teniente coronel como presidente. El abogado defensor del ex-emperador sería el general Martínez de la Torre. Eran trece las acusaciones contra el Habsburgo, entre ellas el haber atentado contra la paz, la libertad y la independencia de México, de haber usurpado la soberanía y de haber dispuesto con violencia de la vida, los derechos y los intereses de los mexicanos, de haber alargado la guerra civil tras la partida de los franceses y de haber ocasionado enormes desgracias para el país. Maximiliano ofreció escasas Elizabeth Winona respuestas a los interrogatorios, Agnes Leclerc había nacido en aduciendo que se trataba de Vermont, Estados Unidos y era cuestiones políticas y que el tribunal hija del general Leclerc, del no era competente para juzgarlo. Es ejército estadounidense. Poco claro que la muerte del ex-emperador se sabe de su niñez y juventud, ya estaba decidida, sólo que fue artista de un circo independientemente del proceso y actriz. En Washington conoció a Félix de Salm-Salm, judicial emprendido. En su momento, un prusiano de la pequeña en el consejo de guerra, tres nobleza con quien se casó y miembros votaron por la pena de pasó a ser conocida como muerte y tres por el destierro Princesa de Salm-Salm. perpetuo. El teniente coronel que 213

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presidía el jurado se pronunció por la pena de muerte, disolviendo el empate. Pero el juicio de Maximiliano se había convertido en un asunto de la mayor importancia. El presidente Juárez estaba convencido de la necesidad de dar al mundo un mensaje bien claro: que nadie podía intervenir impunemente en los destinos de México. No obstante, algunos opinaban que el mensaje podía trasmitirse sin quitar la vida al ex-emperador, sino indultándolo y exiliándolo. Juárez temía, sobre todo, la reprobación de sus compatriotas si se mostraba clemente. Temía, además, que el terco emperador intentara reconquistar su corona si se le dejaba con vida. No dejaba de ser un noble europeo con gran capacidad de convocar apoyos. La lluvia de mensajes presionando a Juárez arreciaba. El rey de Prusia se decía dispuesto a garantizar, en unión de los demás Estados de Europa, la independencia y libertad de México, añadiendo que conseguiría también esa garantía de los Estados Unidos. Giuseppe Garibaldi, héroe de la libertad en Europa y en América, felicitaba a la nación mexicana en su lucha por la libertad y pedía el indulto de Maximiliano. En San Luis, más de 200 mujeres de todas las clases sociales rogaban clemencia a Juárez y Concha Lombardo, la esposa de Miramón, se plantó a los pies del presidente, sollozando y acompañada de sus dos hijitos. Juárez permaneció impasible. La incansable Inés de Salm-Salm regresó a San Luis y logró ser recibida por don Benito. Ella misma relata en su diario cómo se plantó a los pies del oaxaqueño y con labios temblorosos, suplicó por la vida del emperador. Juárez, conmovido, la obligó a levantarse y le dijo: "Me causa verdadero dolor, señora, el verla así de rodillas; mas aunque todos los reyes y todas las reinas estuviesen en vuestro lugar, no podría perdonarle la vida. No soy yo quien se la quito; es el pueblo y la ley que piden su muerte; si yo no hiciese la voluntad del pueblo, entonces éste le quitaría la vida á él, y aún pediría la mía también”. Don Benito, compasivo, dijo a la señora que la vida de su marido no corría peligro pues, aunque preso, era reo de una causa menor. Inés de Salm-Salm no cejaba en su intento por salvar a Maximiliano, y ella misma nos lo cuenta así: "¡Oh! exclamé desesperada, si ha de 214

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correr sangre, entonces tomad mi vida, la vida de una mujer inútil; y perdonad la de un hombre que puede hacer aún mucho bien en otro país.” Pero Juárez permanecía inmutable; la sentencia habría de cumplirse. Ya no había esperanza alguna y Maximiliano así lo entendía. A pesar de su frágil salud, se dedicó con entereza a hacer sus últimos preparativos: repartió algunos de los pocos objetos que aún le quedaban y se puso a escribir varias cartas y a hacer sus últimas disposiciones testamentarias, incluyendo instrucciones sobre el embalsamamiento de su cadáver y sobre su transporte a Europa. Pidió también que para la ejecución eligiesen buenos tiradores, que evitasen darle en la cara, pero que hiciesen blanco de un modo seguro y firme, “pues no está bien que un emperador se revuelque en el suelo en las convulsiones de la muerte". La ejecución de la sentencia estaba fijada para el 16 de junio a las tres de la tarde. Las largas horas de ese día las pasó Maximiliano tranquilo, compartiendo su encierro con sus compañeros de infortunio, los generales Tomás Mejía y Miguel Miramón. En un determinado momento, Miramón comentó que él estaba preso por no haberle hecho caso a su esposa. Maximiliano, que estaba echado sobre un camastro, se irguió y dijo: “Y yo, estoy preso por haberle hecho caso a la mía”. Sonaron las tres en el reloj de la torre pero nadie vino a buscar a los prisioneros. Nadie decía nada, pero la espera era angustiosa. Sólo el frecuente acariciarse la barba, revelaba el nerviosismo del ex-emperador. A eso de las cuatro abrió la puerta el general Palacios, llevando en la mano un telegrama del gobierno de San Luis. Por unos segundos brilló la esperanza de un indulto, pero se trataba sólo de un aplazamiento por tres días, lo cual constituía en realidad una tortura adicional, pues generaba toda clase de especulaciones optimistas. El embajador de Prusia, barón de Magnus, aprovechó el incidente para enviar a Juárez un telegrama rogando, suplicando que ya no se ejecutara la sentencia y diciendo que su soberano el rey de Prusia y todas las casas reales de Europa se lo agradecerían. El propio Maximiliano escribió a Juárez pidiéndole el indulto de los generales Miramón y Mejía y que fuera él el único ajusticiado. Si el aplazamiento de la sentencia había sido la expresión 215

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de la vacilación del indio oaxaqueño, su voluntad permaneció inconmovible y ordenó a su ministro Lerdo contestar las cartas con su negativa.

La emperatriz Carlota, quien desde hacía tiempo estaba en Europa y había ido recorriendo las cortes europeas y hasta el Vaticano, buscando apoyo y ayuda para Maximiliano, empezó a dar muestras de inestabilidad mental ante las reiteradas y frustrantes negativas que recibía. Cuando visitó Roma ya su locura era manifiesta, obsesionada con que la querían envenenar, por lo que bebía agua de las fuentes públicas y llegó a meter los dedos en la taza de chocolate del papa, diciendo que sólo podía confiar en él. Finalmente fue declarada loca y recluida primero en el castillo de Miramar de donde había salido con su marido hacia México y después en el castillo de Bouchout, en Bélgica, donde permanecería hasta su muerte en 1927, sesenta años después del fusilamiento de Maximiliano 216

La sentencia debía cumplirse el 19 de junio de 1867, esta vez por la mañana. Llegado el momento, Maximiliano se dirigió a los dos generales y les dijo “¿Están ustedes listos, señores? Yo ya estoy dispuesto” y los abrazó a ambos. Miramón estaba tranquilo, pero Mejía, abrumado por el recuerdo de su joven esposa que recién había tenido un bebé, apenas podía tenerse en pié. Los condenados fueron llevados en carruaje al Cerro de las Campanas, lugar previsto para la ejecución. Los rodeaba un grupo de soldados de infantería y de caballería y detrás iba el pelotón de ejecución. Todos guardaban silencio pero el toque desgarrador lo daba la esposa de Mejía que, sollozando y con el niño de pecho en brazos, corría detrás del coche que llevaba a su marido, mientras los soldados buscaban, sin demasiada convicción, impedírselo. Cuando llegaron a lo alto de la colina, las tropas se colocaron formando tres lados de un

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cuadrado. El cuarto lo cerraba un muro de adobe y allí fueron colocados los condenados. Maximiliano cedió su lugar de honor, al centro, al general Miramón. De Mejía, que había tenido que ser prácticamente arrastrado, se despidió con amables palabras. Después dio una moneda de oro a cada uno de los soldados que dispararían sobre él y les pidió que apuntaran bien. Eran tres grupos de ejecución, armados con rifles Springfield de un solo tiro. Contra lo que se cree, el pelotón no dispararía sobre los tres sentenciados, sino que cada grupo de siete tiradores habría de fusilar a cada reo consecutivamente. El ex-emperador sería el primero. Se secó el sudor con un pañuelo y se lo dio, junto con el sombrero, a alguien que estaba cerca. Entonces dijo en español y con voz clara "Voy a morir por una causa justa, la de la Independencia y la libertad de México. Que mi sangre selle las desgracias de mi nueva patria. ¡Viva México!" El oficial al mando del pelotón dio la señal y los soldados dispararon. Maximiliano cayó al suelo, estremeciéndose con vida todavía. El oficial señaló con el sable un punto sobre el pecho del caído y un soldado de nombre Aureliano Blanquet 5 se adelantó para descargar un tiro de gracia, poniendo fin a la vida del Habsburgo. Después vino el turno de Miramón, quien con entereza y fuerte voz rechazó los cargos de traidor y dio un viva a México y otro al El cadáver de Maximiliano fue embalsamado y colocado en emperador. Después Mejía, que sólo este ataúd para ser trasladado a pudo articular con voz débil un "Viva Austria, donde fue enterrado al México, viva el emperador" antes de año siguiente. ser alcanzado por las balas. 5

Aureliano Blanquet, ya convertido en general, habría de formar parte del grupo de militares traidores que, apoyando a Victoriano Huerta, propiciaron la caída del presidente Francisco I. Madero en 1913. Fue Blanquet quien personalmente tomó prisionero a Madero el 18 de febrero de ese año. 217

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Ya sólo faltaba el desmantelamiento de todo los que había sido el imperio. Los partidarios de Maximiliano desaparecieron convenientemente, especialmente el general Márquez quien supo esconderse en seguridad, reapareciendo tiempo después en La Habana, Cuba. El cadáver del ex-emperador fue llevado a Austria por el Almirante Wilhem von Tegetthoff en la fragata Novara, fondeada en el puerto de Veracruz, la misma que en 1864, había traído de Europa a Maximiliano y Carlota para dar comienzo a su loca aventura.

Para saber más: • Apuntes del diario de la princesa Inés de Salm-Salm • Maximiliano y Carlota -Egon Caesar Conte Corti • Memorias manuscritas de Concepción Lombardo de Miramón -Colección del Centro de Estudios de Historia de México. • Carlota, la emperatriz que gobernó -F. Ibarra de Anda

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La presente es una edición privada realizada en impresión digital por COPI-TECA México, DF, 2014.

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