Pragmática de la lírica: la enunciación en primera persona ajena en la poesía funeraria y mitológica de los Siglos de Oro

Pragmática de la lírica: la enunciación en primera persona ajena en la poesía funeraria y mitológica de los Siglos de Oro José Antonio Pérez Bowie Uni

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Pragmática de la lírica: la enunciación en primera persona ajena en la poesía funeraria y mitológica de los Siglos de Oro José Antonio Pérez Bowie Universidad de Salamanca

La aplicación de un enfoque pragmático al análisis de la poesía lírica ha proporcionado ya aportaciones valiosas que abordan los complejos problemas de la caracterización de un tipo de mensajes que, por las peculiaridades de su enunciación, han de ser diferenciados no sólo frente al uso estándar de la lengua sino también por oposición a otras manifestaciones de la comunicación literaria. En tales aportaciones se pone de manifiesto cómo la lectura lírica de un texto es el resultado de una serie de convenciones que mediatizan el acercamiento del lector al mismo y su ulterior decodificación (Genette, Cu11er, Schwarze)1 a la vez que se llama la atención sobre el carácter problemático del yo lírico, resultado siempre de una enunciación previa y, por consiguiente, ficticio (Hamburger, Stierle)2. Entre estos trabajos que tienen como objetivo una aproxirriación a la especificidad de la comunicación lírica, es de obligada referencia el de Yurij I. Levin3 en el que se intenta diseñar el estatuto comunicativo del poema partiendo de la existencia de tres parejas de interlocutores simultáneas (E-R explícitos, E-R implícitos y E-R reales) y de las diversas manifestaciones de la primera de ellas, es decir el yo y el tú que aparecen funcionando respectivamente como responsable y destinatario de la emisión. En un artículo mío anterior he utilizado las propuestas de Levin para llevar a cabo un acercamiento a la lírica

' G. GENETTE, Figures II (París: Seuil. 1969). J. CULLER, «Poética de la lírica» en Poética estructuralista (Barcelona: Anagrama, 1978). C. Schwarze: «Testi lirici come testi persuasivi» en Albano-Pigliasco (eds.): Retorica e scienze del linguagio (Roma: Bulzoni, 1979). 2 K. HAMBURGER, Logique des genres littéraires (París: Seuil, 1986). K. STIERLE, «Identité du discours et trangression lyrique» en Poétique, 32, 1977. 3 Y. I. LEVIN, «La poesía lírica sotto il profilo della comunicazione» en AAVV: La semiótica nei paesislavi (Milano: Feltrinelli, 1979).

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amorosa de los Siglos de Oro desde una perspectiva pragmática4. Apuntaba allí la rentabilidad que podía obtenerse de la aplicación de esta tipología y llevaba a cabo para demostrarlo el análisis de un conjunto de sonetos amorosos caracterizados por el complejo diseño de la situación comunicativa intratextual: el sujeto de la enunciación -explícito o no- actuaba como introductor de una nueva situación comunicativa en la que el papel de enunciador pasaba a ser desempeñado por un personaje producto del discurso del primero. El esquema, bastante reiterado en los textos líricos de los siglos XVI y XVII, funcionaría como una de las convenciones distanciadoras de la expresión autobiográfica característica de nuestra poesía clásica. La descripción del estatuto comunicativo del poema que Levin lleva a cabo puede brindar, decía allí, resultados muy satisfactorios para un acercamiento pragmático a la lírica de ese periodo: la caracterización de determinados subgéneros, la relación de la tipología semántica del poema con la de su estatuto comunicativo, la posibilidad de detectar la interdependencia entre éste y el esquema métrico serían algunas de las posibles direcciones de investigación. Quiero centrarme en estas páginas en la descripción de otro procedimiento observable con cierta frecuencia en la poesía del mismo periodo y que desempeña idéntica función reforzadora de la ficcionalidad: me refiero a la construcción del poema como una situación comunicativa en la que el sujeto de la enunciación (un yo explícito) es lo que la terminología de Levin denomina primera persona ajena, esto es, un ser no identificable con el yo autorial. No es preciso insistir en que el yo de la comunicación poética, el yo lírico, es siempre, en cuanto resultado de una enunciación previa, un enunciador enunciado y, consiguientemente, ficticio; además de problemático en cuanto no puede ser definido de acuerdo con ningún patrón inamovible5. Las relaciones de este yo, hablante del poema, y del yo del autor se han presentado a lo largo de la historia en una considerable variedad de manifestaciones: existen poemas, que constituyen el máximo ejemplo de transparencia, en los que no resulta en absoluto difícil trazar puentes entre ambos; pero lo habitual es que el yo lírico funcione como máscara del yo del autor, ya sea como una enunciación fuertemente convencionalizada (el caso de la poesía petrarquista), ya como un personaje totalmente desgajado (el poema concebido como monólogo dramático); el caso extremo lo constituye el de los heterónimos donde el discurso del sujeto de la enunciación enunciada genera a su vez una personalidad ficticia a la que se adjudica la responsabilidad de la enunciación efectiva6.

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J. A. PÉREZ BOWIE, «La complejidad del esquema comunicativo lírico como refuerzo de la ficcionalización. Algunos ejemplos de la poesía del Siglo de Oro» en Investigaciones Semióticas til. Actas del 111 Simposio Internacional de Semiótica (Madrid: UNED, 1990), vol. II, 247-256. 5 Cf. STIERLE, art. cit., 438. No obstante, existen opiniones que se manifiestan en contra de este que llaman «prejuicio de la impersonalidad lírica» abogando por la identificación, posible en muchos casos del yo lírico con el yo autorial. Véase, por ejemplo S. REISZ DE RIVAROLA, Teoría y análisis del texto literario (Buenos Aires: Hachette, 1989), 207 y ss. 6 Sobre la cuestión de los heterónimos véase R. BRÉCHON, «Le jeu des hetéronymes: la conscience et le monde» enArquivos do Centro Cultural Portugués, XXX, 1985. También A. CRESPO, La vida plural de Fernando Pessoa (Barcelona: Seix Barral, 1988).

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No puede olvidarse, si se intenta comprender la lírica de nuestros Siglos de Oro, el peso que sobre la expresión poética llegaban a ejercer las imposiciones de la convención; en realidad, en toda la poesía occidental hasta el Romanticismo la manifestación de las pasiones y sentimientos ha estado mediatizada por el uso de máscaras consagradas por una tradición secular (piénsese, por ejemplo, en la larga pervivencia de los estereotipos del amor cortés); sólo a partir de entonces la persona se individualiza (y con ella su máscara) para organizar desde sí la realidad en torno, organización que acarreará la distinción entre el yo del poema y el poeta, constituido en «el artesano que pule cuidadosamente el poema para mostrar en él los juegos de su fantasía»7. La referida utilización de una primera persona ajena como sujeto de la enunciación enunciada es una más de las convenciones de la poesía de los siglos clásicos que se sumaba a otros procedimientos marcadores de la distancia entre el yo lírico y el yo autorial, como la creación de personajes ficticios a quienes atribuir el discurso amoroso {héroe lírico, en la no muy afortunada denominación de Levin o la utilización de moldes comunicativos estereotipados). La originalidad de los creadores se ponía de manifiesto, ya que no en los temas (impuestos por la imitación de los modelos clásicos), en el «tour de forcé» a que sometía a tales procedimientos para presentarlos como novedosos. La atribución a un ser no inidentificable con el yo autorial de la responsabilidad de la comunicación es, como apunta Levin, un procedimiento arriesgado que puede bloquear la comunicación por las dificultades que encontrará el lector para elaborar a partir de él la imagen del yo implícito; dificultades que se exacerban cuando esa primera persona ajena es un ser inanimado. De ahí que no sea un procedimiento excesivamente frecuente en ninguna época y que en la poesía clásica aparezca en los subgéneros más fuertemente convencionalizados: la lírica de carácter funerario y la de tema mitológico. El esquema más habitual de la lírica funeraria es el que Levin designa como / propia — // impropia: el hablante lírico interpela al difunto a la vez que entona su panegírico, o bien se dirige, con idéntico propósito exaltador, a la figura convencional del «peregrino» o «caminante» que pasa junto a la tumba sobre cuya losa ha de presuponerse que está esculpido el mensaje. Pero en ciertas ocasiones figura como responsable de la enunciación una primera persona ajena, por lo general el propio difunto, quien reflexiona sobre su ya culminada existencia; el título -añadido generalmente por el editor- resulta a veces la única clave para identificar al hablante lírico. Véase como muestra el soneto XVI de Garcilaso titulado «Para la muerte de don Hernando de Guzmán»: No las francesas armas odiosas, en contra puestas del airado pecho, ni en los guardados muros con pertrecho los tiros y saetas ponzoñosas; no las escaramuzas peligrosas ni aquel ruido fiero contrahecho d' aquel que para Júpiter fue hecho por manos de Vulcano artificiosas,

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A. CARRENO, La dialéctica de la personalidad en la poesía contemporánea (Madrid: Gredos,

1982), 28.

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JOSÉ ANTONIO PÉREZ BOWIE pudieron, aunque yo más me ofrecía a los peligros de la dura guerra, quitar una hora sola de mi hado; mas infición del aire en solo un día me quitó al mundo y m'ha en ti sepultado, Parténope, tan lejos de mi tierra8.

Lo poco habitual de este esquema en comparación con los dos anteriormente citados se explica no tanto por la rareza de la situación comunicativa, admisible dentro de la convención que hace figurar al difunto como enunciador de su epitafio, como por lo chocante que resulta poner en boca del fallecido su propio elogio; y prescindir de éste significaba renunciar a la finalidad esencialmente panegírica del subgénero que nos ocupa. De ahí que el poema de Garcilaso el autoelogio aparezca desplazado por la reflexión sobre la fragilidad de la existencia humana. El esquema en cuestión tiene, por ello, más sentido cuando el difunto no es una persona digna de alabanza sino alguien de conducta execrable, en cuyo caso el parlamento que se le atribuye funciona como palinodia. Un ejemplo de ello puede ser el soneto de Quevedo que lleva por título «Lamentable inscripción para el túmulo del Rey de Suecia Gustavo Adolfo»: Rayo ardiente del mar helado y frío y fulminante aborto tendí el vuelo; incendio primogénito del yelo, logré las amenazas de mi brío. Fatigué de Alemania el grande río; crecíle y calenté con sangre el suelo; azote permitido fui del cielo y terror del augusto señorío. Y bala providente y vengadora, burlando de mi arnés, defensa vana, me trujo negro sueño y postrer hora. Y despojo a venganza soberana alma y cuerpo, me llora quien me llora: el que los pierde ¿qué victoria gana?9 No obstante, se pueden encontrar ejemplos de poemas funerarios construidos sobre este esquema comunicativo en los que el elogio del difunto constituye el núcleo temático. Se trata, por lo general, de composiciones concebidas como mero ejercicio retórico, como el siguiente soneto de Góngora dedicado a la muerte de la duquesa de Lerma. En él, la compleja formulación de las imágenes y la desmesura de la hipérbole ahogan el temblor de emoción que se percibía en el texto garcilasiano, tras la voz de cuyo hablante lírico se podía reconstruir sin dificultad la imagen del yo implícito: Lilio siempre real, nascí en Medina del Cielo, con razón, pues nascí en ella; 8 9

Cito por Poesías castellanas completas, ed. de E. L. RIVERS (Madrid: Castalia, 1979). Cito por Poesía original completa, ed. de J. M. BLECUA (Barcelona: Planeta, 1981).

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ceñí de un duque excelso, aunque flor bella, de rayos más que flores frente digna. Lo caduco esta urna peregrina, oh peregrino, con majestad sella; lo fragante, entre una y otra estrella vista no fabulosa determina. Estrellas son de la guirnalda griega lisonjas luminosas, de la mía señas obscuras, pues ya el Sol corona. La suavidad que expira el mármol (llega) del muerto lilio es, que aun no perdona el santo olor a la ceniza fría10.

El grado máximo de distanciamiento entre el yo explícito del poema y la imagen del yo implícito que, a partir de aquél, construye el lector, lo constituye la parodia. Pueden citarse a título de ejemplo varios de los poemas que integran la serie «Epitafios fúnebres a diversos sepulcros», de Lope de Vega, en donde la reflexión angustiada que produce la presencia de la muerte deja paso a una actitud desenfadada, perceptible incluso en el metro al desplazar la agilidad de los octosílabos agrupados en redondillas a la andadura solemne de los endecasílabos del soneto: Moza fui, gocé mi edad; pero cuando vieja fui, otros gozaron por mí su hermosura y libertad.. Setenta años vi el sereno cielo, vivilos al justo, los cuarenta con mi gusto los treinta con el ajeno. («De Falsirena, vieja»)

Hendí, rompí, derribé, rajé, deshice, rendí, desafié, desmentí, vencí, acuchillé, maté. Fui tan bravo que me alabo en la misma sepultura. Matóme una calentura. ¿Cuál de los dos es más bravo? («De Filonte, bravo»)1'

La voz del difunto no es la única que puede funcionar como responsable de la enunciación en los casos en que ésta se encomienda a una primera persona ajena. Para evitar que sea el propio difunto el autor de su panegírico se recurre al expediente de sustituir su voz por la de la Fama o por la del mármol, soporte material del mensaje. La fuerte convencionalidad el subgénero exacerbada en poemas de circunstancias (resultado en su mayoría de justas poéticas convocadas para cantar las alabanzas de alguna personalidad desaparecida) convierte en tan problemática como en los casos anteriores la construcción

10 Cito por Sonetos completos, ed. de B. CIPLIJAUSKAITÉ (Madrid: Castalia, 1969). La muerte de la duquesa de Lerma originó una serie de poemas, que, probablemente, fueron consecuencia de una academia literaria convocada a tal efecto. El mismo Góngora tiene otro soneto con idéntico tema, el que comienza «Ayer deidad humana, hoy poca tierra». Véase al respecto la nota que B. Ciplijauskaité incluye en la p. 207 de la edición citada. 1 ' Cito por Poesía lírica, ed. de Luis GUARNER (Madrid: Bergua, 1935).

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de la imagen del yo implícito y dificulta enormemente, por ello, el proceso de identificación del lector. Véase una muestra de ambas posibilidades: Yo soy la que levanto de la sepultura al hombre y con mi voz puedo tanto que hago inmortal el nombre de los famosos que canto; con mil lenguas y clamores cantaré de los mayores el más famoso mayor, y el monarca emperador de reyes y emperadores.12 Memoria soy del más glorioso pecho que España en su defensa vio triunfante; en mi podrás, amigo caminante, un rato descansar del largo trecho. Lágrimas de soldados han deshecho en mi las resistencias del diamante; yo cierro al que al ocaso y al levante su victoria dio círculo estrecho. Estas armas viudas de su dueño, que visten en funesta valentía este, si humilde, venturoso leño, del grande Osuna son; él las vestía hasta que apresurado el postrer sueño, le ennegreció con noche el blanco día13. Consideremos, por último, como ejemplo de recurrencia a una primera persona ajena, la introducción como hablante lírico de un ser humano de distinto sexo del yo autorial y, por tanto, inidentificable con él. El sujeto de la enunciación a quien se enconmienda el «planto» puede ser, así, la amada del difunto, como en el siguiente soneto de Trillo y Figueroa que lleva por título «Últimos afectos de una dama mirando el sepulcro de su amante»: Si con morir pudiera mejorarte, si viviendo pudiera no perderte, ¡qué poco mereciera con la muerte! ¡qué poco me debieras por amarte! 12 Hernando de Acuña: «Epigrama a la muerte del emperador Carlos V»; cito por Varias poesías, ed. de L. F. DÍAZ LARIOS (Madrid: Cátedra, 1982). 13 FRANCISCO DE QUEVEDO, «Epitafio del sepulcro y con las armas del propio [duque de Osuna]. Habla el mármol»; en Posía original completa, ed. cit. El carácter circunstancial de este tipo de poemas se pone de manifiesto al comprobar que es una reproducción con muy pocas variantes del titulado «Túmulo a Viriato». Como ejemplo de primera persona ajena no animada puede citarse otro soneto de Quevedo, el que lleva por título «Túmulo a Colón», en el que el hablante lírico es un trozo de madera de la nave del Almirante.

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Si con llorar pudiera consolarte, si risueña pudiera no ofenderte, ¡qué poco me costara el merecerte! ¡oh, cuánto mereciera en olvidarte! Si la elección me fuera permitida, si en tus cenizas abrigar la pena, que ardiente parasismo es de mi vida, ¡oh, cuan gozosa en la fatal cadena aprisionara la alma condolida, que tanto está de libertad ajena!l4

Este tipo de esquema comunicativo, aunque de gran tradición en la lírica elegiaca (piénsese en las endechas de la poesía popular medieval) y, por consiguiente, tan convencional como los anteriores, aporta un mayor grado de verosimilitud en cuanto facilita al lector la construcción del yo implícito y propicia el funcionamiento de los mecanismos identificadores. Pasemos a continuación a ver algunas muestras de poemas que utilizan igualmente el recurso de un yo explícito inidentificable con el yo autorial, pertenecientes a otro subgénero lírico asimismo muy mediatizado por la convención: la poesía de tema mitológicolegendario. Las referencias a la Antigüedad greco-latina constituían un capítulo obligado en el marco de una cultura deslumbrada por los modelos de aquélla y reelaboradora incansable de sus temas. Tales referencias adoptan, por lo general, la forma de una comparación explícita entre la situación del hablante lírico y una situación semejante vivida por algún personaje mitológico o legendario; en la estructura del soneto los cuartetos suelen presentar la escena de la Antigüedad mientras que los tercetos desarrollan la comparación con el estado actual del yo lírico15. Un procedimiento más indirecto consiste en una enunciación narrativa previa que introduce la escena mitológica para posteriormente cederle la voz al personaje. En tales casos, la comparación con la situación sentimental del hablante lírico (narrador de la escena) está implícita. El grado mayor de distanciamiento los constituye el esquema al que me refiero: se introduce directamente la voz del personaje (identificable a través del título o de las alusiones incluidas en su discurso), el cual aparece, así, como una primera persona ajena. En todos los casos la referencia al mundo clásico funcionaría, además de como elemento distanciador de la expresión de los propios sentimientos, como paradójico refuerzo de los mismos al resultar equiparables con los del arquetipo de la Antigüedad con el que el yo implícito se identifica. La imagen de este yo implícito se reconstruye a partir del personaje que figura como sujeto de la enunciación, el cual actúa como término imaginario de una metáfora in ab14

Cito por Poetas líricos de los siglos XVIy XVII, B.A.E., n. 42 (Madrid: Rivadeneyra, 1951). La referencia mitológica puede estar implícita y la comparación del yo lírico con el héroe puede ser deducible de las alusiones contenidas en el discurso de aquél. Así, en el soneto de Herrera que comienza «Subo con tan gran peso quebrantado» es transparente la referencia al personaje de Sísifo. Puede verse el comentario que de dicho soneto hace R. SENABRE en «Sobre la lírica de Herrera: teoría y práctica», incluido en Homenaje al profesor Antonio Vilanova (Barcelona: Universidad, 1989). 15

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sentía en la que aquél sería el término real, comprensible a partir de la presuposición de una situación comunicativa introductoria formulable en los siguientes términos: «Yo (personaje implícito) soy semejante a X (personaje explícito-sujeto de la enunciación), quien en mi situación hubiera dicho lo siguiente (enunciado)» El tú explícito, en el caso de aparecer, se encontraría en idéntica situación sustitutoria respecto del destinatario de mensaje del yo implícito. Veamos como ejemplo el siguiente soneto de Juan de Arguijo cuyo tema es el reconocimiento de la fuerza de la pasión amorosa, inconmensurablemente mayor que la fortaleza física: el yo implícito aparece metaforizado en la figura de Hércules, quien, con todo su vigor es incapaz de romper las cadenas del amor: El jabalí de Arcadia, el león ñemeo, el toro a los cien pueblos pavoroso, cayeron a mis pies, y victorioso de la hidra me vio el lago Lerneo. El can de tres gargantas y Tifeo, fieras guardas del claustro tenebroso, no burlaron mi intento generoso, ni le valió caer al fuerte Anteo. Ejemplos de mi ilustre vencimiento son Aceloo, Busiris y Diomedes y el rey a quien huir Hesperia mira; mas ¿por qué ufano mis victorias cuento, cautivo en tu prisión? ¡Cuánto más puedes si me rendiste, oh, bella Deyanira!16 De igual modo, la queja de Dido, yo explícito en el siguiente soneto de Fernando de Herrera, resulta fácilmente interpretable como la queja del yo implícito, víctima de la maledicencia por su generosidad en la entrega apasionada y sin condiciones al ser amado: No bastó, al fin, aquel estrago fiero del fuerte muro i del sidonio techo, i aver traído al cativerio estrecho a quien a Italia quebrantó primero; sino a un infame dárdano extrangero, a quien, ¡o Roma!, padre tuyo as hecho, dezir que di, rendida, el limpio pecho, i pagué al impío Amor injusto fuero. ¿Tanto pudo la invidia, pudo tanto la musa de Virgilio mentirosa, qu'osó manchar mi nombre esclarecido?

«A Hércules»; en Poetas líricos de los siglos XVI y XVII, ed. cit.

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Mas la verdad, mayor que su alto canto, dirá que menos casta y generosa Lucrecia fue que la fenissa Dido17. Las palabras que Quevedo pone en boca de Aníbal en este otro texto caben, igualmente, ser interpretadas como el desencanto del yo implícito ante una vida de la que no le restan esperar sino pesares y desengaños: Quitemos al Romano este cuidado, y un número a sus muchos prisioneros, pues me temen, los cónsules severos, amenaza caduca de su estado. Impaciente a los términos del hado salga la alma que armó tantos guerreros: no aprendan a servir estos postreros años, que del afán he reservado. Pródigo del espíritu y la vida, desprecié dilatar vejez cansada: venganza les daré, no triunfo y gloria. Que es desesperación bien entendida buscar muerte a la afrenta anticipada que a guardar la vida a la memoria18. La utilización del procedimiento tiene también lugar en contextos lúdicos o paródicos. Así, en el siguiente soneto de Góngora titulado «De una quinta del conde de Salinas, ribera del Duero», el río asume la figura antropomórfica del Padre Tíber de la mitología romana, pero sólo para cantar las excelencias de la finca de recreo del mecenas situada a sus orillas: De ríos soy el Duero acompañado entre estas apacibles soledades, que despreciando muros de ciudades, de álamos camino coronado. Este, que siempre veis alegre, prado teatro fue de rústicas deidades, plaza ahora, a pesar de las edades, deste edificio a Flora dedicado. Aquí se hurta al popular ruido el Sarmiento real, y sus cuidados parte aquí con la verde Primavera.

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Cito por Poesía castellana original completa, ed. de CRISTÓBAL CUEVAS (Madrid: Cátedra, 1985); figura, sin título, en la p. 340. 18 «Funeral discurso de Annibal, tomando el veneno para morir, viéndose viejo, solo y desterrado»; ed. cit.

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JOSÉ ANTONIO PÉREZ BOWIE El yugo desta puente he sacudido por hurtarle a su ocio mi ribera. Perdonad, caminantes fatigados19.

Y ya en un contexto totalmente paródico, se encontraría el empleo que de la primera persona ajena como sujeto de la enunciación hace Lope de Vega en el soneto titulado «Laméntase Manzanares de tener tan gran puente»: Quítenme aquesta puente que me mata, señores regidores de la villa; miren que me ha quebrado una costilla; que, aunque me viene grande, me maltrata. De bola en bola tanto se dilata, que no la alcanza a ver mi verde orilla; mejor es que la lleven a Sevilla si cabe en el camino de la Plata. Pereciendo de sed en el estío, es falsa la causal y el argumento de que en las tempestades tengo brío. Pues yo con la mitad estoy contento, tráiganle sus mercedes otro río, que le sirva de huésped de aposento20. En tal caso estaríamos ya en el límite de otros géneros como la adivinanza o el enigma, caracterizados por el predominio de la función lúdica del lenguaje, y en los cuales la utilización de la primera persona ajena se constituye en marca distintiva. Como conclusión tras este breve recorrido por algunas muestras de la lírica de los Siglos de Oro se puede establecer que el uso como sujeto de la enunciación de una primera persona no identificable con el yo autorial no es un procedimiento excesivamente frecuente; su rareza obedece a las dificultades que entraña para el lector la construcción del yo implícito, con el consiguiente fallo de los mecanismos identificadores. De ahí que su aparición se detecte en los subgéneros más fuertemente mediatizados por la convención, como la poesía funeraria y la de tema mitológico. En la primera, está apoyado por la consideración convencional del epitafio como un mensaje postumo del difunto, si bien la finalidad panegírica que suele tener este subgénero provoca que aquél sea sustituido como hablante lírico por otros enunciadores (abstracciones u objetos inanimados) para evitar la situación chocante de que sea el fallecido quien entone su propio elogio. En la lírica de tema mitológico el uso del procedimiento está basado en la relación identificadora del yo implícito con un personaje de la Antigüedad greco-latina, identificación que propicia la potenciación de los sentimientos de aquél.

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Sonetos completos, ed. cit. Poesía lírica, ed. cit.

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