Premio de Cuento ( ) Policlínica Metropolitana para Jóvenes Autores. Héctor Torres. Prólogo

Premio de Cuento Policlínica Metropolitana para Jóvenes Autores V - VI ( 2011 - 2012) Prólogo Héctor Torres © Policlínica Metropolitana, c.a. © 2

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Story Transcript

Premio de Cuento Policlínica Metropolitana para Jóvenes Autores V - VI

( 2011 - 2012)

Prólogo

Héctor Torres

© Policlínica Metropolitana, c.a. © 2015 Premio de Cuento

Policlínica Metropolitana para Jóvenes Autores 2011-2012 Coordinación editorial

Samir Kabbabe Héctor Torres

Edición y Corrección

Rosa Linda Ortega Diseño de portada

David Morey

Producción gráfica

Books Luthier Group www.books-luthier.com Hecho el depósito de ley Depósito legal: Ifi25220158001533 ISBN: 978-980-7736-00-8

Premio de Cuento Policlínica Metropolitana para Jóvenes Autores V - VI

( 2011 - 2012)

PRÓLOGO Héctor Torres

E

l reconocido narrador paraguayo Augusto Roa Bastos señaló en una ocasión que escribía “para evitar que al miedo de la muerte se agregue el miedo de la vida”. Una razón de peso, sin duda alguna, que justifica dedicarse a una tarea tan ardua, ingrata, solitaria e incierta como lo es eso de encerrarse durante horas no sólo para juntar palabras en busca de su musicalidad, sino de ambicionar la (no siempre lograda) tarea de construir universos ficticios y reales a la vez. O de universos que no existen, pero que tienen que aparentar que sí existen. O bien, que de tanto elaborarlos, terminan siendo verdaderos al menos en la mente del lector. O, en última instancia, que de alguna forma existen porque cuando se habla de alguien –así ese alguien sea de ficción–, se habla, en el fondo, de todos y de cualquiera. Tal es la escritura de ficción. Una forma de enfrentar el miedo a la vida abarcando en cada intento un pedazo del mundo que es y del mundo que podría ser.

Así, desde el año 2005, el Premio de Cuento Policlínica Metropolitana para Jóvenes Autores se ha dedicado a la tarea de fomentar ese propósito: ampliar el panorama de mundos, de puntos de vista, de historias que cuenten nuestros días y estimulando la creación bien en voces nacientes, en proceso de consolidación o en franco desarrollo de una obra propia. Porque si algo necesita Venezuela en estos momentos es la multiplicidad de voces. La pluralidad de puntos de vista. La posibilidad de contar la compleja y contradictoria realidad circundante desde el universo de la creación –tan huraño a ofrecer resultados a todo aquel que no esté dispuesto a demostrar temple y paciencia–; representarnos, a partir de esos retazos inconscientes que incluyen nuestros miedos, anhelos, recuerdos, fantasías, sueños y experiencias, para así componer un collage del momento actual al margen de las historias oficiales. Uno que muestre cómo pasa a través de nuestros jóvenes esta realidad, indescifrable y alucinante, escapada de toda posibilidad de explicación desde análisis racionales. Y es así como en estas líneas encontraremos historias que hablan de sus universos cerrados, pero también de los valores que sustentan las regiones en las que transcurren dichos universos. El machismo, el hastío, el parentesco religioso de algunos dogmas políticos, un país quebrado en valores, una clase media en bancarrota, delincuentes y psicópatas devenidos en mitos, la violencia en todas sus formas, el amor (o su intento) en medio del desconcierto, la nostalgia, el crimen, la evasión, universos todos que se yuxtaponen y crean un mapa rico en voces que cuentan la realidad desde su perspectiva. 8

Este volumen recoge los cuentos ganadores y finalistas de la V y VI edición del Premio de Cuento Policlínica Metropolitana para Jóvenes Autores, 2011-2012. Los relatos ganadores, entre ambas ediciones, presentan las firmas de autores que ya han ido demostrando su constancia y sus aciertos temáticos y estilísticos: Gabriel Payares, John Manuel Silva, Carolina Lozada, Dayana Fraile, Delia Mariana Arismendi y Miguel Hidalgo Prince ya forman parte de los narradores venezolanos de las actuales generaciones. Todos ellos tienen al menos un título propio publicado y un camino andado en sus exploraciones y reconocimientos. Son parte de los nuevos autores de la casa. A esos se le suman otros que, en mayor o menor medida, también han andado sus propios caminos y asomado los primeros resultados de sus faenas. Esta lista incluye nombres como Mario Morenza, Jorge Gómez Jiménez, Carlos Patiño, Ricardo Ramírez Requena, Nora Edén Mora y Enza García Arreaza, junto a otros como Martha Durán, Daniel Fermín, Arturo Serrano Álvarez, Dacio Medrano, Juan Carlos González Díaz y Katy Civolani. Vale acotar que el jurado conformado en cada edición del certamen ha sido uno de los factores que han garantizado tanto su éxito de convocatoria como la calidad de la muestra. Los encargados de seleccionar los 19 títulos que compendian este volumen de entre más de 350 textos participantes estuvo compuesto por Ana Teresa Torres, Norberto José Olivar y Carlos Pacheco, para la V edición (2011); y Victoria De Stefano, José Luis Palacios y Luis Yslas, en la VI (2012), figuras todas con vasta experiencia en el estudio y desarrollo de la narrativa de nuestro país. 9

En conclusión, dichos textos suponen no sólo una forma de espantar el miedo de la vida, especialmente en un país en el que esta última se acerca más a la pesadilla que al sueño, sino de dejar un valioso testimonio de su vivo paso por estas tierras, que espanta también el miedo a la muerte. Bienvenidos a sus líneas.

V ed i c i ó n

2011

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Veredicto

N

osotros, Ana Teresa Torres, Norberto José Olivar y Carlos Pacheco, en nuestro carácter de miembros del jurado de la V Edición del Premio de Cuento Policlínica Metropolitana para Jóvenes Autores, reunidos en la ciudad de Caracas el 6 de mayo de 2011, una vez leídos y valorados todos los textos enviados a dicho certamen, hemos decidido, de manera unánime, otorgar los tres premios establecidos por las bases, a los siguientes: Primer lugar al texto titulado “Sudestada”, enviado bajo el seudónimo Vito Dumas, por la trabajada sencillez de su desarrollo accional, su tono reposado y su escritura impecable, a través de los cuales logra ofrecer sin embargo una mirada poética a la decadencia de la vida moderna. Segundo lugar al cuento denominado “Los discos de mi padre”, presentado a concurso bajo el seudónimo James Alvin Ziegler, porque a través de una situación aparentemente banal en la que dos adolescentes gays se

encuentran en torno a la música, remite con contudencia y a la vez con sutileza a las estructuras fascistas de dominación que atraviesan desde el poder militar hasta la vida sexual. Tercer lugar al relato “Los muchachos Karamazov”, firmado bajo el seudónimo Martina, por construir un relato que, de manera inteligente y oportuna, parodia y cuestiona la realidad contemporánea, como una secuencia de anacronismos y absurdos que desencadenan realidades tragicómicas. Abiertas las plicas, los ganadores resultaron ser: Gabriel Payares (1.0 lugar), John Manuel Silva (2.0 lugar) y Carolina Lozada (3.o lugar). De igual manera, consideramos oportuno otorgar menciones especiales a los siguientes cuentos, los cuales citamos a continuación en orden alfabético:

Queremos dejar constancia de que todos los cuentos incluidos en este veredicto nos han parecido de una calidad indiscutible, y fueron seleccionados entre una muestra que en su conjunto ofrece un alentador indicio del buen nivel que tiene en estos momentos la narrativa corta en las nuevas generaciones de autores venezolanos. En Caracas, a los 6 días del mes de mayo de 2011. Ana Teresa Torres

Norberto José Olivar

y Carlos Pacheco.

- “Cosas que nunca hice”, de Daniel Fermín - “El asesino del Metro”, de Carlos Patiño - “El ciudadano del Valley Car”, de Mario Morenza - “Final de telenovela”, de Arturo Serrano Álvarez - “Guisantes y gasolina”, de María Dayana Fraile - “La tienda de muñecos”, de Jorge Gómez Jiménez - “Pájaros”, de Ricardo Ramírez Requena

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1o

l u g a r

Sudestada Gabriel Payares

para Sergio Chifflet

…y ya mis ojos son barro en la inundación Bersuit Vergarabat

N

o recuerdo de qué manera me percaté de su presencia en la ventana, asomados hacia adentro con la curiosidad de un niño en la vidriera de una tienda. Era un miércoles, estoy seguro, pues cada miércoles del mes nos convocan, con cruel puntualidad, a mí y a mis dos o tres compañeros a una reunión con el departamento de publicidad en el piso de abajo; una asamblea incómoda y exigente en la que pretendemos estimular con vasitos de café negro los cerebros agotados de quienes llevamos demasiado tiempo trabajando en este periódico. Esas ocasiones constituyen para mí un verdadero horror, en el que confrontamos en vivo y directo el creciente abismo que nos separa de las generaciones venideras. Aunque a decir verdad me hacen también algo de gracia: reuniones en las que el silencio es nuestro aporte más sustancial al reciente modelo de propaganda, al atrevido diseño de nuestros logotipos o a todas esas cosas de las que se ocupa

la gente que piensa en términos como urbano pero juvenil, dinámico, con garra, fresco y con punch. Nosotros, encargados de la parte más embrutecedora del negocio, escuchamos aquella alharaca como quien se duerme viendo una película en otro idioma, y al final asentimos antes de levantarnos, la mayoría de las veces sin haber entendido ni querer entender una sola palabra. A menudo tengo la impresión de que cada miércoles envejecemos un par de años, como muñecos de papel remojándose en café negro, y esa sola imagen gobierna mi cabeza durante la hora y media que compartimos con nuestros diseñadores y “creativos”: gente rápida, llena de aretes y tatuajes, que mi padre sin pensarlo mucho habría tildado de maricas y faloperos. Por eso, cuando todo termina, regreso a mi escritorio con una sonrisa tan tímida y contradictoria, casi una mueca, que pareciera más bien estar sufriendo un retortijón en los intestinos. A veces algún compañero me lo señala, y yo ignoro sus comentarios con amabilidad: no sabría explicarle lo que siento, pero si fuese posible, me reiría con ganas y a todo pulmón en el medio de la oficina. En todo caso: un miércoles cualquiera, poco después de la reunión, aparecieron aquellas dos siluetas negras en la ventana. Hacían contraste sobre el fondo nublado del cielo de la tarde, y me produjeron una fascinación inmediata. Pájaros: parecían dos agujeros profundos e irregulares en el vidrio que separa el aire acondicionado de nuestra oficina del aire desacondicionado de nuestra ciudad. Los observé durante un rato, de pie junto a mi escritorio y con mi taza de café en la mano, mientras ellos parecían detallarlo todo alrededor del ventanal: primero se ubicaron a los lados del jefe y espiaron con desvergüenza las imágenes de su computadora; de espaldas a 18

ellos e inverosímilmente concentrado, él ni siquiera notó la extraña visita; pero sí pareció teclear más frenéticamente mientras sostuvo sus miradas sobre los hombros. Los avechuchos se aburrieron de él bastante pronto –no puedo culparlos por ello– y se movieron con discreción a lo largo del vidrio, fijándose con interés en todos los que pasaban cerca. Exceptuándome, nadie pareció notarlos siquiera; y si alguien más lo hizo, no le resultaron merecedores de chiste o de comentario. Tal vez su tamaño discreto –casi de roedor pequeño– les haya servido de camuflaje, o tal vez todos en la oficina estaban demasiado ocupados para siquiera mirar. Eso ocurre a menudo. Seguí su trayectoria, hipnotizado, hasta verlos detenerse en un punto cualquiera del ventanal y luego cruzar con los míos sus ojos redondísimos y brillantes, pintados con una mezcla extraña de colores. Le di entonces un sorbo a mi café. En apenas unos segundos, la escena que hasta ese instante me había movido a una sonrisa cobró un cariz marcadamente siniestro. No hubo complicidad alguna en sus miradas, que se mantuvieron fijas sobre mí; graves y distantes, casi orgullosos, sus rostros de pájaro me recorrieron con paciencia, no sé si ofendidos por el peso de mi cuerpo, por mi enorme gravedad y por el hecho de que estuviese suspendido a la altura de un décimo piso. No sé cuánto tiempo sostuvimos aquella exploración mutua, cuyo fin sentenció el chillido del teléfono sobre mi escritorio. Atendí con lentitud y distracción, intentando coger el auricular sin perderlos de vista. Ellos parecieron haber esperado ese momento, pues hacían brevísimos amagos de huida, preparándose para un vuelo sorpresivo que no lograban finalmente concretar. Atendí la llamada en silencio, con la creciente sensación de que la bocina 19

me traería el sonido vivo de fuera de la ventana: el ronquido cariñoso del viento confundiéndose con el sonido íntimo y lejano a la vez de sus graznidos, o de algún breve silbido, quizás, con el que compartirían una revelación misteriosa, deseo inconcluso o relato olvidado en algún rincón de mi memoria, depositándolo con un leve entreabrir de sus picos diligentes en mi oído y en mi cerebro para siempre. –¿Jonás? –dijo la voz del otro lado. Sus picos permanecían cerrados. –¿Sí? –contesté, inmóvil, apenas un susurro. –¿Jonás? ¿Por qué no me contestas? ¡¿Hola?! –gritó por teléfono la voz de mi mujer. El hechizo se hizo pedazos contra el piso, bañándome los zapatos de café caliente y obligándome a dar un ridículo saltito sobre mi escritorio; un poco más y habría ido a parar al suelo. Sobre la alfombra, los trozos blancos de la taza parecían dientes arrancados en una pelea; una pelea que estaba por venir. –¿Qué coño estás haciendo? ¡¿Jonás?! –Sí, sí, ya estoy –contesté con aire resignado–. Tuve un pequeño accidente acá. ¿Qué pasa? –¿Qué va a pasar? Es tu hijo, que acaba de llegar del colegio. Hoy salían temprano y tenías que haberlo buscado hace horas, Jonás. Suerte que unos compañeros viven a unas cuadras y pudieron dejarlo cerca, que si no... –¿Ah, era hoy? –me llevé las manos a la frente. Esto iba a ser desagradable. Mi mujer era un ser normalmente razonable: alguien con quien se podía vivir en relativa paz, sin mucha efusividad pero sin grandes altercados; eso sí, cuando el tema en discusión era nuestro único hijo, aquello podía tornarse una verdadera tormenta. Para ella 20

no existían puntos medios en la educación de lo que, a todas luces, era ya un joven capaz de valerse por sí mismo: era a su manera, o a la carretera. –¡Claro que era hoy, Jonás! ¡No se puede contar contigo para nada, todo se te olvida! –Bueno, bueno, lo lamento, de verdad. Igual ya él es un chico grande. Yo a su edad ya trabajaba, vamos. –¿Y qué? ¿Entonces tiene él que pasar por las mismas penurias que tú? ¡Pero qué buen padre! –¿Cuáles penurias? –la interrumpí, casi suplicante. Si algo detesto de las discusiones telefónicas es que, haga lo que haga, uno siempre luce como peleando consigo mismo–. ¡Si todos los adolescentes se van solos a casa! ¡Seguro que sus amigos también se van solos a casa! –Ya, déjalo. Eres imposible. Ya verás qué le dices cuando regreses. –Vale, vale, ya veré qué le digo. –Adiós. Colgué con un gesto de fastidio, y mis ojos buscaron de inmediato a los intrusos de la ventana: no estaba ningu no. Solté un chasquido de fastidio y recogí pieza a pieza mi taza de la alfombra. Me gustaba aquella taza, solía tener un paisaje marítimo impreso: palmeras, mar, atardecer, un barquito. Ahora no tenía nada. Y la mancha de café en la alfombra semejaba un charco de sangre. Decidí irme a casa temprano. Llegué al hogar a hora usual, casi de noche, después de dejar ir un par de trenes en la estación. No sé si por miedo, fastidio o alguna razón secreta, deambulé por los recodos del enorme edificio ferroviario, leyendo una y otra vez las 21

carteleras de información, viendo aquí y allá a la gente llegar y despedirse. La estación es un lugar misterioso, en donde miles de vidas se cruzan sin saberlo y sin que les importe lo más mínimo, en su frenética carrera hacia el final de cada día. ¿Los esperaría a cada uno una mujer furiosa y un hijo indiferente? ¿Cuántos de ellos tendrían un trabajo monótono y sin perspectivas? ¿Cuántos leerían el periódico que yo corregía desde hacía años, y después lo echarían sin remordimientos a la basura o lo pondrían en el suelo para que el perro lo orine? Ninguno disponía del tiempo para contestar a mis preguntas, y claro que a ninguno me atreví a formulárselas. Los cuarenta son una década incierta, límite entre el ánimo confiado de la juventud y el inicio de esa antesala al retiro que llamamos “la edad madura”; y a mí, en el fondo, no me interesaba demasiado preservarme joven, ni convencerme de que los mejores tiempos estaban aún por venir. Muchos años viviendo junto a las vías del ferrocarril enseñan a tener presente el sentido de la oportunidad, y uno termina acostumbrándose a tomar siempre el tren que viene después; las oportunidades están siempre repletas y nunca hay lugar para sentarse. La cena me esperaba solitaria en la mesa, como luciría una fiesta sorpresa a la que el cumpleañero no se presentase. Le di algunos bocados fríos antes de devolverla a la nevera y calentar el agua para un té. Madre e hijo se habían puesto de acuerdo en mi ausencia, internados cada uno en la pantalla del televisor de sus cuartos. Seguramente habrían comido así, cada uno en un canal diferente. El de ella fue un saludo gélido, que interrumpí con la excusa de “ir a hablar con el chico”, sin darle oportunidad de añadir una sola palabra. Peón toma reina, jaque al rey. 22

El cuarto de mi primogénito es constante en su estado de desorden. El volumen del televisor estaba altísimo, y la pantalla exhibía un programa de humor bastante popular entre los chicos, con el que yo jamás había podido pactar más allá de alguna breve sonrisa. El divertimento consistía en un show de concursos chino o japonés, en el que los participantes caían en pozos de barro, de crema pastelera o de tomates molidos y emergían con una sonrisa avergonzada. Las voces originales habían sido dobladas con chistes y frases crueles, a menudo aludiendo al arroz, al color amarillo o a los ojos rasgados de los concursantes, y el resultado final era un Frankenstein de cuarenta minutos con risas grabadas. No era gracioso. Nunca me han gustado los chinos, ni me han parecido gente graciosa, ni mucho menos amable, ni particular en nada, incluso si están cayendo de cabeza en un pozo de crema pastelera. Además, nadie le ofrecía al espectador una mínima explicación sobre qué premio esperaba a los concursantes al final del trayecto, ni en qué imaginario específico se ambientaba el show original, y esa intriga me acompañaba, las pocas veces que había intentado verlo, durante los cuarenta minutos de programa. Escuchaba a mi hijo reír sin parar, echado sin zapatos sobre su cama y absorto en la contemplación del show; lo hacía obedientemente cada vez que el televisor así se lo indicaba. Él no necesitaba explicaciones. Entonces me apoderé en silencio de una esquina del cuarto y esperé; estoy seguro de que tardó varios instantes en advertir mi presencia. Su mirada inicial fue de desconcierto, como si esperase algún tipo de reprimenda que no lograse siquiera imaginar. Yo permanecí en silencio por un rato, estrategia para captar su atención que empleaba a menudo. Era casi cruel dejarlo 23

que aguardase lo inesperado, como una gallina enfrentando un crucigrama, pero era un método preferible, dijera lo que dijera su madre, a las brutalidades con las que ella y yo habíamos sido criados. Finalmente, el muchacho rompió el embrujo y asumió sin tapujos la derrota. –¿Qué pasa, viejo? –Nada, nada. –respondí, intentando sonreír. Odiaba que me llamara “viejo”, porque así le decía yo a mi propio padre cuando estábamos disgustados. Su atención sobre mí no duró más de algunos minutos: los de la pausa comercial–. Tu madre quería que viniera a hablar contigo. –Ah, ya. ¿Sobre qué? –Sobre lo de hoy y el colegio, ya sabes. –Ah, ya... ¿Qué cosa del colegio? –estaba tan sumergido en la pantalla como uno de los chinos en una piscina de lodo. Suspiré. Combatir el televisor era una empresa titánica. Pero a fin de cuentas, no había nada nuevo e importante que decirle. –No, nada, nada. Lo de siempre. –Ah, ya… ¿Qué cosa? –Nada, nada. Te dejo que sigas viendo la tele. Una carcajada vino a confirmarme que él estaba de acuerdo. Demoré unos segundos más del lado de afuera de la puerta y me dirigí a la cocina: había una olla de agua a punto de hervir y dos bolsitas del té que más me gusta a su lado. Estiré el cuello hacia el cuarto: la luz se encontraba apagada. Me habían perdonado. Bebí dos o tres tazas del té en la sala, mientras esperaba que el sueño sumergiera la casa en el silencio. Sólo entonces me fui a dormir, casi a la medianoche, sintiéndome una especie de vencedor insomne que le hubiese arrebatado un tiempo extra a las horas del día. En la mañana, paradójicamente, 24

saldría tarde al trabajo, quién sabe si incluso perdería el tren; mi mujer me lo reprocharía durante el desayuno y me diría que no duermo lo suficiente. Y dormir para qué, pensaría yo en el camino, si igual no es mucho con lo que puedo ya soñar. El resto de la semana transcurrió por debajo de la mesa, como los ratones, pues así se le escapan a uno los días después de alcanzar una cierta edad: huyendo en silencio después de haberse comido las migas del pan o algún pedazo de queso abandonado. Andando así por la semana, a tontas y a ciegas, tropecé de nuevo con un miércoles y con una convocatoria a la consabida reunión. Puntos para discutir: “Estrategia de respaldo comunicacional de nuestros aliados financieros”. Ajá. ¿No era esa la minuta de la semana pasada? Debí haber hecho la pregunta en voz alta, ya que al instante una voz me ofreció la respuesta: –Quedaron dos puntos por discutir en la reunión anterior, ¿recuerdas? –yo, la verdad, no recordaba siquiera los puntos sí discutidos. –No demasiado, pero qué importa. La voz pertenecía a Laura, la más cercana de mis compañeras de oficina, quien visitaba a menudo mi escritorio con ese aire gatuno que tuvo desde que entró a trabajar con nosotros. Venía de otro periódico, y en ese entonces era más joven, más guapa y no se había casado con el troglodita que hoy en día le amarga la existencia. Es gracioso: al principio, Laura solía darme consejos sentimentales, ideas para mejorar mi matrimonio, ese tipo de cosas; hasta que un romance furtivo comenzó a insinuarse entre nosotros y yo, francamente entusiasmado por la perspectiva de vivir una aventura, lo arruinase todo sin querer y sin 25

entender todavía cómo. No sabría explicar de qué manera ocurrió todo aquello, que no llegó siquiera a concretarse en un insignificante beso, pero sé que mis intentos posteriores por acercarme terminaron siempre en el más absoluto rechazo. Finalmente la dejé ir, en silencio, y aprendí a conformarme con sus esporádicas apariciones, con verla hurgar entre las cosas de mi escritorio y abrir con falsa curiosidad mi carpeta siempre obesa de asuntos pendientes. Después de tanto tiempo, Laura era algo similar a una amiga cercana, o algo así. No estoy muy seguro. –¿Y cómo te ha ido? –pregunté al notar lo insistente de su presencia. –Nada, en lo mismo –esquivó con un ronroneo. Creo que aplicaba conmigo las mismas estrategias que yo con mi único hijo–. ¿Terminaste de corregir los anuncios que te pasó el jefe? –Ya casi, necesitaban mucho trabajo. –¿Muchas vocales fuera de sitio? –Esa es una manera de ponerlo. –La semana pasada lo escuché quejarse de que sobrecorregías. Levanté la cabeza y la abordé de reojo, escondido tras la pantalla del computador. –¿Quién? –El jefe, tonto. –¿Yo sobrecorrijo? –Eso dijo él. –Qué hijo de puta. –Ah, no sé. En eso no me meto –se irguió como un ave que da una voltereta antes de volar y me tendió con amabilidad un recorte de papel periódico–. Vine a traerte esto. Sé que te gustan los barcos, ¿no? 26

Asentí. –Papá era marinero. –Bueno, ahí tienes, querido. A lo mejor puedes ir a visitarlo. El artículo pertenecía, curiosamente, al diario de la competencia; algo que no me sorprendió demasiado. Podía imaginar a Laura comprando perfectamente varios periódicos a la vez y leyéndolos tranquilamente en nuestra sala de redacción. Las letras negras del encabezado anunciaban la muerte mecánica de uno de los barcos más antiguos de la flota mercante nacional, justo debajo de una enorme fotografía en blanco y negro: “El Desdémona descansará en paz en la ribera”. La nota era breve y llena de generalidades, escrita seguramente a último minuto. La fotografía, en cambio, era más que impresionante: las gigantescas aspas de una hélice se ofrecían a la mirada como huesos expuestos en una fractura, mientras la panza del barco formaba un cielo tosco y oxidado dentro del recuadro de la foto, y hacía pensar en que estuviese a punto de caer una lluvia de tornillos. El periodista afirmaba que el futuro de la nave era incierto: las autoridades se debatían entre el museo y el desguazadero. El Desdémona había sido construido a principios de siglo, pero estaba tan pobremente conservado que lucía incluso más viejo que eso, todo un dinosaurio mercante. Recién terminaba de leer la descripción, cuando ya mi padre se me venía a la cabeza. De estar vivo, ¿qué habría dicho al respecto? Seguro le habría reprochado al mundo, con ese tono adolorido con el que hablan los argentinos, su empeño por sentenciar el pasado a las fauces del orín, como un soldado herido en plena batalla contra el tiempo. Estuve incluso tentado a imitar su voz, para escucharlo vivo 27

de nuevo a través de mi garganta, pero me habría expuesto a las miradas de todos en la oficina y sobre todo a la de Laura, que se mantenía aún de pie frente a mi escritorio, registrando mis reacciones como lo hacen las madres de hijos únicos al momento de abrir los regalos de Navidad. –Gracias, Laura –respondí, más para que se marchara que por un genuino agradecimiento–. Lo leeré bien en un rato. –No, de nada. Lo vi y me acordé de ti. Le obsequié una sonrisa mientras ella volvía a su puesto, y mis ojos se zambullían de nuevo en la fotografía. Se me ocurrió que mi padre tendría más o menos mi edad –quizás un poco más joven, no lo sé– cuando abandonó la marina mercante para dedicarse a su familia y a su único hijo, quien apenas si conocía. El cambio fue tan radical como doloroso: del cuarto de máquinas pasó al escritorio, de los sextantes y la brújula a los sellos de caucho y las fotocopias. Y tras ser un padre ausente, un héroe lejano con bolsillos repletos de objetos maravillosos, devino en un acostumbrado garabato de sí mismo. En un par de años nada más, su nueva ocupación le había domesticado el espíritu, y como las aves en cautiverio, comenzó entonces a envejecer. Su bigote endureció y perdió el color, su pulso se hizo errático e inconstante, y sus ideas enlentecieron hasta anquilosarse. Supongo que mi padre era como el Desdémona: una vez anclado en la ribera, su cuerpo empezó rápidamente a oxidarse. El correo electrónico me recordó, con un gemido alegre y una alarma anaranjada, que ya era hora de acudir a la reunión. Arrancado de mis pensamientos, acuñé el artículo de prensa bajo el teclado del computador, justo a tiempo de pescar por el rabillo del ojo a una silueta 28

agazapada en la ventana. Y ahí estaban de nuevo: dos pájaros negros intrigados por la oficina, espías furtivos del reino animal. Uno primero y el otro después se asomaron contemplándome con reservas, con cierta desgana, a lo mejor resentidos conmigo por haberlos sorprendido de nuevo. Pude entonces detallarlos mejor: los recordaba mucho más pequeños, aunque en realidad eran de buen tamaño y de formas familiares; pronto los bauticé como alcatraces. Tenía años sin ver un alcatraz, veinte o veinticinco tal vez, desde la última vez que acompañé a mi viejo a la playa; aquellas eran aves de mi propia prehistoria. “¿Y ustedes?”, les pregunté en voz alta, sobresaltado por mi propio tono, que pareció brotar enmudecido, surgiendo debajo del agua o desde el interior de un barril de madera. “¿Nosotros qué? –respondieron sus graznidos en mi cabeza–, ¿es que no piensas ir a la reunión?”. Pero esa era la voz de Laura, de nuevo, que se atravesaba en el camino de mi mirada y me extraía de mis delirios. Me incorporé, asintiendo como un resorte y tomando un lapicero y una libreta, antes de echar un vistazo hacia la ventana de fondo. Ya no había nada que ver, más allá de la ciudad sucia y aburrida. Nada digno de comentario, como tampoco lo hubo en la reunión. Mis hojas regresaron en blanco. Esa noche cenamos tan solo mi mujer y yo, porque el chico se quedaba en casa de algunas amigas. Su madre realmente parecía creer que aquello tendría el aire de una inocente pijamada; yo, sin saber cómo disimular un súbito arrebato de envidia, me lo imaginé en un tipo muy distinto de reunión. No supe si sentirme orgulloso de que 29

no se repitieran en él las mismas torpezas de su padre, o si resentir el hecho de que jamás me hubiese pedido un consejo amoroso. Movido por las sensaciones, se me ocurrió insinuar en voz alta que la presencia de nuestro retoño, de no ser por su televisor eternamente encendido, apenas si se habría hecho sentir entre nosotros. Me gané una mirada de advertencia: Careful with that axe, Eugene. Pisé entonces el freno a toda velocidad y previendo el inminente estallido, alabé la comida y agradecí la oportunidad poco frecuente de estar a solas y de compartir. Ella ablandó la mirada, pues me conocía lo suficiente para valorar aquel gesto en su justa dimensión; a veces no está tan mal eso de acostumbrarse al otro por completo. Esa noche hicimos el amor despacio y con gusto, aunque ya no duráramos tanto como antes. Sabíamos en dónde tocar, y el resto era cortejo por compromiso. Terminamos, ella primero y yo poco después, y nos dormimos casi de inmediato. Durante la madrugada estuve soñando conmigo mismo. Me veía en mi puesto de trabajo, sentado sobre el escritorio porque el suelo había empezado a inundarse. En el más absoluto silencio, la oficina se convirtió en una pecera tranquila y apacible, en la que todo flotaba en su lugar. Y aunque tuve todo el rato la respiración contenida, en ningún momento sentí el apremio de huir desesperado. Por el contrario, caminé –¿por qué no nadaba?– hasta el enorme ventanal frente a mi escritorio y abrí con calma el cerrojo. En ese momento la gigantesca presión del agua hizo estallar en pedazos la ventana y arrojó la oficina entera hacia el vacío: mobiliario, papeles húmedos, sillas reclinables, teclados ergonómicos de computadora e incluso yo mismo, todo salía despedido por los aires, y mi única preocupación, a medida que me precipitaba 30

hacia la nada, era haber dejado adentro el recorte de periódico que Laura me había dado en la mañana. –¿Y estas ventanas se abren? –me descubrí preguntándole a un compañero días después, en plena pausa para el café, inspeccionando el mismo ventanal de mis sueños. –Creo que no –fue la respuesta–. ¿Para qué las quieres abrir? Se va a salir todo el aire acondicionado. –No, no, para nada –dije, sintiéndome como un extraterrestre–. Curiosidades de uno, ya sabes. Esas mismas curiosidades mantuvieron el sueño vivo en mi cabeza durante los días siguientes, en los que dediqué preciosos minutos de trabajo a la contemplación del recorte de prensa. Me sorprendí pensando en que si aquel edificio fuese un poco más alto, y si la ventana diese hacia el lado contrario, probablemente podría ver al Desdémona esperando por sus verdugos como una gran ballena comatosa. Quizá, de tener más tiempo libre, habría incluso subido a la azotea a comprobar mi teoría. Pero por otro lado confiaba en que, dado el interés que había demostrado por la noticia, Laura me informaría si llegaba a anunciarse el destino del pobre barco. De todas formas, y por si acaso, decidí invertir algunas monedas diarias, durante mi viaje de regreso a casa, en comprar el periódico competidor, leerlo de cabo a rabo y dejarlo abandonado en el asiento del tren cual flagrante prueba del delito. Esa pequeña traición se repitió y repitió hasta hacerse costumbre, durante cada día que pasaba de mi angustiosa espera. Confieso no saber cómo llegó a ocupar el Desdémona un porcentaje tan amplio de mis pensamientos, pero antes del miércoles siguiente ya había pensado en dos o tres 31

rutas posibles para ir a visitarlo en la ribera: quizás pudiese organizar un viaje familiar –aunque a mi querido retoño costaría un mundo convencerlo–, o tal vez pudiese fugarme de la oficina un par de horas antes y visitarlo a toda prisa; esto último requería algo más de tiempo y planificación, pues llegaría a mi hogar mucho después de lo acostumbrado, y no tenía ganas de lidiar con sospechas de infidelidad. Pero no era ese el principal inconveniente: el viaje, por encima de todos los contratiempos, precisaba de algún tipo de propósito, algún punto cardinal que lo orientara dentro de las acciones de mi vida. A partir de cierta edad uno no desaparece así nomás, sin tener una excusa creíble –o increíble– preparada, pues ciertos imperativos rutinarios, morales, familiares o no sé de qué tipo terminan imponiéndose a la libertad y convirtiéndola, en el mejor de los casos, en recuerdo de una antigua sensación. Al final estamos más atrapados en nosotros mismos que en cualquier cárcel o prisión del universo. Anclado a mis propios razonamientos, me convencí de seguir esperando un poco más. Y así lo hice, al menos hasta la noche. Después de la cena, en esos brevísimos minutos antes de que el chico abandonara la mesa y se escabullera sagazmente hacia su cuarto, asomé la noticia del Desdémona, fingiendo haberme enterado de ello esa misma mañana. Con una sonrisa ilusionada, le conté a madre e hijo el dolor que aquella escena hubiera desencadenado en mi padre de estar vivo, y repetí un par de frases suyas para acompañar mi performance, momentáneamente poseído por su espíritu de marinero sureño. Podría jurar que durante un segundo, tal vez dos, hubo un chispazo de entusiasmo en la mirada de mi familia: una llamita débil, quizá, pero su32

ficiente para hacerme sentir lo que el primer cavernícola en lograr encender una fogata. Pero siempre hay vientos más fuertes, y a medida que el hilillo de atención de mi primogénito era absorbido por los chillidos de su teléfono móvil, mi mujer me propinaba una mirada amorosa, cargada de piedades. Al final, dejé morir mi anécdota sobre la mesa con asqueada resignación. –¿Quieres un té? –me ofreció mi señora a modo de consuelo, llenando de agua la ollita acostumbrada. Yo asentí en silencio, oyendo el eco de una sonrisa desvanecerse. Y entonces añadió: –No te pongas así. Algún día recordará tus historias. –… Si apenas las escucha, mujer. –Es un chico, Jonás. Tú también tuviste su edad. –Yo a su edad amaba las historias de mi padre. –Porque apenas si lo conocías. –¿Y él sí me conoce a mí? –Ay, Jonás, no empecemos. –No, dime. ¿Me conoce? –¡Como si hubiera mucho de ti que conocer! –Joder, mira lo que dices. A veces actúas como una bruja. –Mira, Jonás, no fastidies, ¿sí? –¿Yo? –Sí, tú. –Buf, ya comenzaste. –Lo digo en serio, Jonás: no me fastidies. ¿Está claro? Un amargo silencio da por terminado mi intento de aventura familiar. Añadir una palabra más a aquel duelo de espadas habría equivalido a hacer malabares con granadas. Así que enterré el hocico en la taza de té durante los minutos que tardé en quedarme a solas, y hallé de pronto en mí la determinación de los que han sido totalmente 33

derrotados. Hurgué en el enorme revistero de periódicos viejos y folletines de propaganda hasta dar con la guía telefónica en el fondo; tendría un par de años de vencida, pero era perfecta para mis fines. Abrí sus últimas páginas y di con el plano sectorizado de la ciudad, en el que luego tracé con el dedo mi ruta de huida hacia la ribera, considerando diversos posibles escenarios. Con apenas tomar el subterráneo, o en su lugar un par de autobuses, podría llegar en más o menos cuarenta minutos al extremo este de la ciudad, en donde nacía el río que la atraviesa, hijo debilucho de uno más amplio y caudaloso. Allí, justo en ese cruce de intensidades, el Desdémona aguardaba impaciente mi visita. Viajaría solo, pues incluso así estaría más acompañado que en mi propia cocina, y cuando volviese de mi aventura personal, de esa ruta trazada por mis dedos sobre la guía, demostraría finalmente la enorme riqueza del mundo que sólo yo era capaz de contemplar y que ninguno de mis seres queridos se dignaba a compartir. Al contrario de mi padre, que escogió el camino del encallamiento, yo regresaría liberado de mí y de todos, aunque nadie más en el mundo lo supiera. Esta vez no estropearía la aventura, no dudaría en el momento preciso de tomar a la vida por las mejillas –esas mejillas siempre rubicundas de Laura– y estamparle un beso, para después darle la espalda y continuar como si nada, porque así son los valientes: inexplicables, incomprendidos, silenciosos. Afiebrado por el ritmo de mis propios pensamientos, desprendí las páginas de la guía con sigilo y las inserté en un bolsillo de mi billetera. Ya tenemos un plan, amigo mío. Pase lo que pase, ya tenemos un plan.

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Esa noche apenas si pude dormir. Una vieja angustia me revoloteaba entre el pecho y la barriga, y ni siquiera el lento aguacero de la madrugada logró arrullarme por completo. Finalmente el cansancio pudo más: cerré los ojos un instante y al siguiente ya era de día. La claridad insinuada entre las persianas me dijo que aún era temprano, y que el despertador estaba aún por sonar: podía sentirlo tomar aire antes de dar el campanazo. Mi mujer también dormía, y de pronto esos minutos se me antojaron de una calma pasmosa e inmortal, como si estuviésemos posando sin saberlo para alguna fotografía: esa idea fue de algún modo reconfortante. Giré hacia ella con calma, minimizando el roce sobre las sábanas y le pasé un brazo por la cintura, como solía hacer de novios, cuando dormíamos juntos en la estrechísima cama individual de un cuarto en el centro de la ciudad, con sus padres fingiendo dormir del otro lado de la pared. Ella recibió la caricia sin despertar, con ese ademán dulce que aún conservaba, a pesar de que la vida nos hubiera agriado poco a poco el carácter. Tal vez en sus sueños aún estuviésemos allí, en ese cuarto abarrotado de sus cosas, soñando juntos el tramposo porvenir. Me pareció criminal arrebatarle esos instantes despertándola a una realidad desgastada de tanto uso; más bien intenté dormir de nuevo y acompañarla en aquella fuga maravillosa. Alguien debería enseñarnos al nacer, reflexioné, a escoger con mucho cuidado los eventos que vayamos a vivir: estaremos soñando con ellos durante el resto de nuestra existencia. No pude volver a dormir, pero permanecí inmóvil hasta que el despertador inició su odiosa cantaleta. Entonces cerré los ojos, mientras un temblor parecía sacudir a mi mujer, incorporándola por partes, y 35

ella se libraba de mi abrazo sin apenas notarlo; me pareció que despertaba y que a la vez se quedaba dormida. Esperé a solas un tiempo prudencial, como un niño retrasando el momento de ir a la escuela, antes de levantarme y marchar a paso lento hacia el cuarto de baño. Esa vez no perdí el tren de la mañana: mi plan exigía puntualidad y destreza. Opté por el tren, luego subterráneo y finalmente un autobús, estrategia que me permitiría fugarme y volver al trabajo justo en la hora de almuerzo. Llamé a la oficina desde un teléfono público en la estación, para decirle a Laura que había amanecido indispuesto y me reincorporaría en la tarde. Alegué dolencias intestinales: vómitos y mareos. Nada grave, algo me habrá caído mal. Menos mal, hombre. Sí, menos mal. ¿Llegarás a la reunión de publicidad? Seguro, en la tarde estaré en mi puesto. Perfecto, yo le aviso al jefe, que te mejores. Gracias, Laura. La ventaja de no faltar nunca al trabajo es que cuando por fin lo haces, nadie duda de la veracidad de tus excusas. Colgué el teléfono público y me apresuré hacia el andén, con el periódico de la competencia ya bajo el brazo; me sentí el protagonista de alguna vieja película de espías, sentado en el tren con un periódico ensombreciendo mis facciones, atento a la remota posibilidad de ser descubierto. Una genuina emoción de aventura me condujo de pronto a una sonrisa. La enorme caverna del subterráneo me arrojó al aire denso cercano a la ribera, cargado del olor del diesel sobre las aguas. Me sorprendió orientarme con celeridad en un sector de la ciudad que hacía años no visitaba. Esperé el autobús durante minutos interminables, antes de ceder 36

a la impaciencia y decidirme a caminar: según mis cálculos pocas cuadras me separaban del río mismo, y una vez en el muelle, no sería difícil acercarme al coloso de metal lo más que me fuera permitido. De cualquier manera, me dije con cierta tristeza, el mejor de los casos me otorgaría una visión lejana y aburrida del barco; una crueldad semejante a obsequiarle una postal a quien anhela viajar por el mundo. Tras minutos de caminata, la cúpula enorme del carguero apareció ante mis ojos. Al principio el marrón oxidado de su casco se confundió con las aguas pardas del río, como si en vez de una nave anclada a pocos metros de la costa se tratase de una ola enorme y sucia que pretendiese la orilla. Pero a medida que me aproximaba al amplio malecón turístico, sus letras blancas y lucidas lo recortaron del paisaje: el Desdémona me mostraba finalmente su inmensidad, sus múltiples tonos de arcoíris ferroso, fraguados unos por el hombre y otros por el paso del tiempo. El espectáculo era enternecedor y lastimero, y desde la barandilla que finalmente sostuvo mi peso, muchos transeúntes lo escudriñaban con binoculares, lo fotografiaban o hablaban de él señalándolo a lo lejos. De todos los que nos hallábamos recostados de la baranda, pensé empapado de sudor que solamente yo veía en el Desdémona algo que me pertenecía. Mientras todos observaban fascinados su aliento de barco fantasma, yo le ofrecía una mirada tierna, de juguete recuperado; un gesto dulce que había visto años atrás en la cara recién nacida de mi único hijo, heredero temprano y atolondrado de mis pocos relatos. Un hijo es un extraño desdoblamiento: un espejo diminuto en el que empezamos a mirar la propia vejez, como un catalejo dirigido hacia las estrellas; y esa es una visión que pocos soportan sin derramar al menos 37

una lágrima por sí mismos, y por sus sueños que ya nunca se cumplirán. En realidad empezamos a morir en cuanto nace nuestro primer descendiente. La brisa me trajo unas primeras gotitas de lluvia y pensé en volver. Estuve a punto de dar la espalda a la ribera, al barco abandonado y a la aventura sin sentido en la que me había metido de cabeza, esta cabeza aburrida de sí misma y aburrida de su propio aburrimiento. Me dispuse a volver a la oficina, a dormitar despierto las reuniones los miércoles por la tarde, a decirme frente al espejo del baño que aún queda tiempo, que no debo pensar en la muerte, a constatar el abismo entre las cosas y yo, a las tibias caricias de mi mujer, a recordar con ironía mis planes de vida a los veinte y a los treinta; pensé en volver, sí, pensé incluso en el viaje de regreso, a sabiendas de que no había ya retorno posible, de que todo regreso es la parte visible de un espiral. Pero en lugar de retroceder, agucé la vista: dos figuras sombrías me distrajeron de mis propios pensamientos. Dos pelícanos, enormes como niños pequeños, parecían hacerme señales con su aleteo marrón desde la cubierta del Desdémona. Casi lucían como parte del barco, gárgolas oxidadas en vida, abanicando el aire con sus alas densas; pero también parecían satisfechos, o esa fue la impresión que me dieron en la distancia. Pelícanos: hacía décadas que no veía uno de cerca, ni siquiera suele haberlos por estos lares. La lluvia cobró densidad en cuanto di el primer paso hacia la playa. Una pequeña escalera de concreto me alejó del barullo de los turistas, conduciéndome poco a poco hacia la arena negruzca del río. Sobre ella abandoné el maletín, y me dejé la chaqueta puesta y los zapatos; cuando sentí el agua chapotear a mi alrededor, cerré los 38

ojos y respiré muy hondo: podía oler al Desdémona a lo lejos, con su invitación abierta a lo desconocido, a lo absurdo. Entonces sentí el primer manotazo de las olas, y su violencia me hizo entender que no había sentido en el viaje sino en el extravío propio de la aventura; así que cogiendo el máximo de aire, di las primeras brazadas en medio del rugido venidero de la tormenta. En la orilla, sacudiéndose bajo el peso de cuero del maletín, el diario de la competencia me aleteaba una despedida. Sus páginas advertían la inminente y brutal sudestada.

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2o

l u g a r

Los discos de mi padre John Manuel Silva



B

Para Vanessa Mata, “Claptómana” incurable

usco la carpeta The very best of Cream en mi computadora, la abro, selecciono todas las canciones y las agrego a la lista de reproducción. Hago lo mismo con Layla and other assorted love songs; Eric Clapton, todos sus discos como solista; The Yardbirds; Retail Therapy, y Colaboraciones y rarezas. Las reproduzco aleatoriamente subiendo todo el volumen al sistema de sonido de la computadora. Este Año Nuevo lo recibo con la música de Clapton; siempre ha sido así desde mis catorce años. Al artista lo conozco de toda la vida; en mi casa despertábamos todos los domingos con el sonido de esa guitarra y con mi papá en la sala, aún en pijamas, escuchando su música. En la estantería del viejo estaba toda su carrera: los tres discos de Cream; uno de The Yardbirds, que compilaba las pocas grabaciones que Clapton había hecho con ellos;

el único disco de Blind Faith; el único de Derek and the Dominos; todos los discos como solista; una grabación pirata que contenía su participación en el concierto para Bangladesh; un disco de rarezas e incluso, si revisabas con cuidado el mueble, encontrabas varios discos que sólo estaban allí porque contenían una colaboración de él con algún otro músico. Nadie tiene una colección así, inocentemente. Guardar discos de cualquier artista, coleccionarlos y ordenarlos cronológicamente, sólo puede ser producto de años de paciencia y admiración. Quien colecciona una discografía completa es un discípulo, un iniciado, alguien que encontró en la obra de ese músico un mensaje, algo que lo invita a seguir viviendo o que lo ayuda a morir lentamente. Nunca supe cómo llegaron esos discos a casa, siempre que le preguntaba a papá se excusaba porque no podía recordar cuándo los había comprado. A veces me decía que los álbumes estaban allí en la estantería porque se los habían regalado; otras veces, que los había comprado por error. Esto –siempre lo supe– era una gran mentira. Una patraña que nunca le reclamé. Supongo que algunos hombres tienen recuerdos inaccesibles para todos los que no forman parte de ellos. Yo también los tengo, hay una historia sobre Clapton que nunca le he contado a nadie. Cuando cumplí catorce años ya me sabía de memoria casi todas sus canciones. Ese año le pedí a papá que me regalara un walkman. Siempre me gustó aislarme de la ciudad, caminar escuchando un concierto particular sonando a todo volumen en mi cabeza. Había grabado un cassette con una selección personal de mis temas favoritos. En el lado A: “White room”, “I feel free”, “Lay 42

down Sally”, “Sunshine of your love”, “Anyday”, “Tearing us apart”, “I shot the sheriff”, “Crossroads”, “After midnight”. En el lado B: “Wonderful tonight”, “Have you ever loved a woman”, “Cocaine”, “I’m so glad”, “It’s too late”, “Keep on growing”, “Strange brew”, “Anyone for tennis”, y cerraba –no podía ser de otra forma– con “Layla”. Eric Clapton acababa de ser endiosado por la industria. Hacía poco tiempo había arrasado en los Grammys; reconocían, no tanto el disco Unplugged, que ciertamente era una belleza, sino a uno de sus genios redimidos. Clapton había superado su adicción a la heroína y al alcohol. Había dejado de ser el mujeriego que le tumbó la novia al guitarrista de los Beatles, para luego montarle cachos con decenas de mujeres. Se había divorciado de la exesposa de su mejor amigo y se había vuelto a casar, ahora con una actriz y modelo italiana. Había tenido hijos, se le había muerto uno de ellos, y fiel a su tradición de artista torturado que convierte sus vivencias en poesía, escribió en honor a él una de las más hermosas y desgarradoras canciones de su carrera. Clapton terminó cantando en vivo that dirty cocaine. Así, reversionaba su versión del tema de J.J. Cale, destilando la canción hasta convertirla en algo inofensivo, poco dañino. El que escribió aquel graffiti que decía “Clapton is God”, nunca pensó que de verdad, en sus años postreros, Clapton se acercaría a Dios para arrepentirse de su vida. Hace pocos años escribió una autobiografía; las típicas memorias de un converso. Los Grammys reconocían también a ese sublime ladrón de música negra que había hecho una canción de Bob Marley más popular que la original. Algunos músicos, 43

sabiéndolo o no, representan la leyenda reaccionaria de Tarzán, el hombre blanco que llega al nido de los hombres negros y, luego de pasar por una serie de pruebas darwinistas, resulta mejor que ellos y se convierte en su líder. Conozco gente que detesta al Rey del blues, así como a todo el rock and roll. Gente convencida de que el rock es una estafa, un robo de culturas y una domesticación de géneros realmente salvajes que le dieron forma. A todos nos gusta una estrella redimida. El mundo cree en el perdón, en los arrepentimientos públicos y en las estrellas que caen en desgracia y resurgen como ave Fénix. En el fondo, la historia del rock es la historia de María Magdalena, la puta a la que se le perdonan las pedradas porque se volvió decente. A las aves Fénix se les premia, se les aplaude y se les usa como ejemplos. El rock es una historia de manumisión constante. Cuando vi a Erik por primera vez, llevaba los audífonos puestos y, justo cuando terminaba “Layla”, me llegó nuevamente el sonido de la canción, esta vez en la versión unplugged. El sonido que se coló en mis audífonos era específicamente cuando Eric dejaba de cantar y convertía aquel enorme riff de guitarra de la versión original en un solo de guitarra acústica, más dulce, más apacible. La versión de “Layla” en el Unplugged era buena, no tanto como la original, pero no estaba mal. La voz íntima de Eric, la guitarra de Andy Fairwheater y las suaves líneas del bajo de Nathan East ralentizaban un rock veloz y carrasposo, que en esa versión sonaba limpio, desdibujando la amargura de la letra. “Let’s make the best of the 44

situation, before I finally go insane. Please don’t say we’ll never find a way, and tell me all my love’s in vain”, se lamentaba el cantante. Bueno, en realidad no lo hacía. De repente la tristeza y la rabia que habían inspirado sus letras más desgarradoras habían desaparecido. Este tipo que cantaba en el Unplugged era un señor mayor que ya había asimilado y procesado todos los coñazos que el tiempo pudo propinarle. Ahora cantaba sus tristezas desde una sonrisa de hombre sereno, bien tratado por la vida, que había sabido encapsular el dolor para sublimarlo y convertirlo en poesía. Apagué el walkman y me le acerqué, él escuchaba un radiecito con bocina. –¿Escuchas esa canción? –me preguntó–; es de mi tocayo gringo. –Inglés –le corregí–: Eric Clapton es inglés. Luego de sonrojarse por haber dejado ver su ignorancia, me extendió la mano y me miró directamente a los ojos. Yo no pude evitar mirarlo directo hacia la cicatriz que le surcaba la cara. Luego de que estrechamos manos, lo invité a colocarse los audífonos y oír mi grabación. Nos echamos en la grama de Los Castores, detrás del campo de béisbol. Él escuchaba la música de mi cassette mientras yo lo observaba. Acostado, con los ojos cerrados para captar con mayor precisión los acordes de la guitarra, afinando el cerebro para maltraducir con su escaso inglés las letras, entregado a la delicia de ser seducido por el sonido de un poeta maldito, ya procesado por la industria pero con la fuerza intacta para golpearnos, me decidí a robarle un beso. No fue algo planeado, en realidad fue la sensación que me produjo estar 45

junto a él. He sido siempre un hombre solitario y cuando por fin conozco a alguien con quien congenio me viene la misma sensación, la creencia –absurda, lo sé– de que somos personas olvidadas, de que en ese momento el mundo ha desaparecido y sólo existimos nosotros, en un universo paralelo, protegidos y olvidados. Podría jurar que sonaba “Cocaine” cuando, aún echado sobre la grama, levanté mi cabeza, la acerqué a la suya y toqué sus labios con los míos. Él me miró extrañado apenas me separé de él, se sacó los audífonos buscando con su mirada algo en la mía que lo hiciera sentirse tranquilo por lo que acababa de hacerle. Cuando lo encontró, sonrió. Ladeó un poco su cara y se le cristalizaron los ojos. Yo sólo pude acercármele, colocar mis manos sobre sus mejillas y decirle: eres hermoso, ¿sabes? Aprendimos a besarnos esa misma tarde. Le obsequié el cassette y lo acompañé a su casa. Erik vivía en La Rosaleda Sur, en el edificio Aponwao. En La Rosaleda todos los edificios tienen nombres de ríos. Su papá era maestro técnico de tercera del Ejército y estaba esperando un ascenso en julio de ese año. Cuando lo conocí, me extendió la mano y me dijo que le alegraba ver a Erik haciendo amigos en la zona, les acababan de asignar ese apartamento y a su hijo le costaba adaptarse. Una semana después, ya éramos novios. Le pedí el empate cuando dejamos a los muchachos, de noche, en la plaza Bolívar. Era la semana de Carnaval; por primera vez iba solo a la comparsa y ya había acordado con los chicos del liceo ir en grupo. Yo llamé a Erik y le recordé que llevara huevos y bombas de agua suficientes para mojar a las doñas justo cuando pasaran frente a la OPS. 46

Teníamos una ética particular: si era muy vieja la dejábamos pasar, si rondaba los 40 años le echábamos bombas, y si tenía entre 20 y 30 le tirábamos huevos o tomates piches. Con los hombres no había diferencia, a todos y de todas las edades les tirábamos lo que tuviéramos a mano: bombitas, huevos, vasos con tierra... Cuando los policías de la Municipal nos vieron les pintamos una paloma y salimos corriendo en cambote hacia el centro comercial Los Altos. En el camino, Erik sugirió que les peláramos el culo para dejarlos estupefactos un rato y así poder correr más rápido. Entrando al centro comercial lo hicimos. Nos paramos justo frente a la librería Atlantis, desabrochamos nuestros pantalones y les mostramos las nalgas. Nos vemos en La Arboleda a las cinco, dijo Raúl. Y nos separamos. Flor corrió hacia el Don Blas. Antonio hacia La Gonzalera. Raúl regresó hacia la OPS, pero antes de llegar se desvió hacia el Bosque Tamanaco, saltó la reja y se les escapó escondiéndose en el parque. Erik y yo nos tomamos de la mano y nos echamos a toda máquina hacia La Arboleda. Como los de la Municipal se fueron tras Raúl, llegamos sin sobresaltos, pero sin dejar de correr. Subimos bien arriba, alcanzamos los apartoquintas y nos metimos detrás de los arbolitos redondos donde hacen campamentos vacacionales. Volvimos a besarnos. Esa vez fue mejor, no sólo nos besábamos sino que nuestras manos se descubrían. Sentía su espalda huesuda, acariciaba su cuello, su papada, un poco atravesada por pequeños vellos que anunciaban una futura barba poblada. Por momentos dejaba de besarlo y me detenía sólo a verlo. Su rostro era bello, pero más lo era su miedo a ser 47

descubiertos; en el fondo prefería cerrar los ojos y fundir su boca con la mía antes que alejarse de la protección que le daban mis besos y arriesgarse a que nos vieran. Al cabo de una hora llegaron los muchachos. Cuando vieron las manos de Erik temblando –de la emoción o del miedo, ¿cómo saberlo?– creo que todos supieron lo que estábamos haciendo. Al finalizar la tarde, bajamos abrazados hacia la Perimetral, echándonos los cuentos de nuestra escapada. Que si viste como el policía güevón ese peló los ojos cuando le mostramos el culo, que si casi me corto con la reja del parque cuando la brinqué para esconderme, que si yo me fui para el Don Blas porque allí te puedes meter en donde sellan cuadros del 5 y 6, un cuartico con un truquito para abrirlo y esconderse allí... Sólo Erik y yo permanecíamos en silencio, reíamos los cuentos de nuestros amigos, y a veces nos mirábamos uno al otro. Yo trataba de hacerlo sentir seguro, pero era inútil: hasta el día antes de que muriera, Erik siempre tuvo esa mirada asustada. Toma, le dije luego de que aceptó que fuésemos novios, se llaman Live, te grabé otro mezcladito para que los oigas y me digas qué tal. Te iba a traer uno de Janis Joplin, pero creo que no estás preparado para tanto. Sonreí y le di un beso de despedida. Desde su cara temerosa, él me guiñó un ojo y se fue. Yo lo observé retirarse, como quien mira alejarse de las manos la oportunidad de ser feliz. Ahora que lo pienso con calma, es raro que nuestra relación se basara exclusivamente en intercambiar canciones. Digo, no es que no tuviera otras cosas, pero siempre que recuerdo a Erik, lo recuerdo con música. El día en que bailamos salsa en la sala de mi casa; la tarde que escuchamos a Radiohead por primera vez y movimos la 48

cabeza como idiotas en el riff de “Just”; la noche en que se quedó a dormir en casa –para hacer un trabajo, según pretextamos ante nuestros padres– y pasamos toda la noche despiertos, traduciendo las letras de los Beatles. En mis recuerdos, lo veo junto al otro Eric, como si fueran amigos, yendo siempre juntos. Un viernes fuimos a un concierto de La Nave en el centro comercial La Cascada. Terminó el toque y fuimos a mi casa; papá y mamá no iban a estar todo el fin de semana porque estaban de aniversario y habían programado una segunda luna de miel en Margarita. Luego de rogárselos, de jurarles que yo podía permanecer el fin de semana solo, aceptaron irse sin mí y sin dejar a alguien que me cuidara. Sólo pusieron como condición que los llamara todos los días al hotel donde se hospedaban, cosa que hice religiosamente, para que no sospecharan nada. Íbamos a hacer el amor, él lo sabía. Apenas entramos al cuarto, apagamos la luz. Yo lo tomé de los hombros y comencé a besarle el cuello, le apartaba las hebras de cabello buscando que mi boca le rozara la piel de la nuca. Le mordisqueé el pabellón de la oreja, pasando mi lengua por sobre las cavidades auditivas. Le arranqué la camisa desde atrás, descubriéndole el torso y pasando mis manos por su pecho desnudo. Slowhand, le susurré al oído; sonrió cuando lo hice. Jugueteé con mi índice sobre su ombligo, y poco a poco bajé mi mano hasta su sexo, lo tomé suavemente y asiéndome de él, lo halé hacia mí, volteando a Erik. Me arrodillé y lo metí en mi boca. Por primera vez, desde que nos conocimos, tenía miedo. Me asustaba no saber hacerlo, y más que él huyera después de esa noche, que se alejara de mí al descubrir realmente lo que era. Hasta ese momento éramos como 49

niños jugando, pero en ese punto cruzábamos un umbral que no permitía retornos, ni arrepentimientos. Termina de desvestirte, le dije, y lo empujé suavemente para que se sentara sobre mi cama. Yo me desnudé y fui hasta el equipo 3 en 1 que gobernaba mi chifonier. Saqué el disco All things must pass de George Harrison, el pana de Eric, quien había sabido perdonar el que su novia se fuera con su mejor amigo, así, telenovelescamente. Desplegué la carátula y le pregunté a Erik cuál de los tres discos quería oír. Sonrió y, por una sola vez, su rostro dejó de dibujar pavor. Creo que confiaba, se sentía libre y seguro. Tal vez sea pedante que yo lo diga, pero creo que se sentía protegido por mí. El tercero, la última canción, me pidió Erik, y “Thanks for the pepperoni” empezó a inundar todo el cuarto. No sé si fue el animado acorde de Harrison o si simplemente fuimos nosotros, pero desde ese momento y por el resto de esa noche, Erik y yo nos hicimos el amor como gente grande. Él tenía catorce años, yo estaba llegando a los quince, Eric Clapton acababa de cumplir cuarenta y nueve, y George Harrison luchaba contra un cáncer de garganta a sus cincuenta y uno. La madrugada llegó a nosotros mientras echábamos chistes crueles sobre Pattie Boyd, fumando y mirando la luna, que aún a las siete de la mañana se empeñaba en estar ahí en el cielo, rebelándose en sus funciones, negándose a que la noche dejara de ser. Tal vez ella sabía que nunca seríamos tan felices como en ese momento y se había aliado con nosotros para tratar de eternizar ese encuentro, ese espacio sublime en el que él y yo fuimos un alma sincrética e indestructible. 50

En ese momento le pregunté por la cicatriz en sus cachetes. Apenas le solté la pregunta me arrepentí; la sonrisa confiada de Erik desapareció y volvió su mueca de miedo; con la inseguridad clavada en el brillo de sus ojos se dirigió a mí: “Mira, mi papá tiene algo que lo hace único, cree que el miedo es el motor que mueve a las personas y por eso siempre se siente tranquilo luego de amedrentar a alguien. Hasta ahora hemos tenido suerte –me dijo–. Él no sabe nada, y creo que tampoco lo sospecha. Desde aquel día dejó de sospechar… Yo no lo quería, de hecho apenas lo conocía, pero me gustaba. Un día nos jubilamos de la clase de Química y nos fuimos hasta el Parque del Este en Metro. Yo había olvidado que a los militares los estaban poniendo a trotar en la grama del parque, daban la vuelta completa, partían desde la carabela de Colón y regresaban al mismo punto. Ese chico –ya hasta olvidé como se llamaba– y yo nos metimos debajo de un árbol grande y nos besamos. La mano de mi papá agarrándome del cabello fue lo primero que sentí, luego un vacío enorme en el estómago cuando vi al chico salir corriendo. Papá me soltó y me dejó caer a la grama. Me dijo, ven, vamos al carro, esto lo discutimos en la casa. El trayecto hasta La Carlota fue largo porque el silencio de mi padre no daba lugar a ignorar el tiempo. Apenas cerró la puerta del apartamento sentí que debía correr. Huí hacia mi cuarto y mi papá me persiguió como a un hámster en un laberinto. Yo logré encerrarme en mi habitación, pero él buscó una mandarria y reventó la cerradura de la puerta, me haló de un brazo, me quitó toda la ropa y me 51

puso frente al espejo del baño. Eres un hombre, maricón de mierda, un maldito hombre, me gritó. Luego me llevó hasta la cocina, me amarró con su correa a una de las sillas de la mesa de almorzar y encendió la hornilla de gas, colocó el filo de un cuchillo sobre el fuego y empezó a gritar. Primero dijo que no era su culpa que mamá se hubiera ido. Me preguntó varias veces si lo hacía por rebeldía, si era un grito de ayuda. Incluso, en algún momento pareció calmarse, bajó la voz y me dijo que estaba dispuesto a hablar con el psicólogo del Fuerte Tiuna para que me ayudara. Pero al encontrar sólo lágrimas en mi rostro y ver que no le respondía, simplemente me abofeteó. Luego volvió hasta el candil y tomó el cuchillo, agarrándolo con un trapo para no quemarse. Con la izquierda me agarró del mentón, y con la derecha dibujó estas V en mi cara. El calor de aquel cuchillo permaneció en mi memoria durante días. Sentía que mi cara ardía en las noches, antes de dormir. Solía palparme la piel cuarteada, derruida; sentía cómo la carne se iba descomponiendo, sólo le quedaba cicatrizar, hallar una nueva forma para sobrevivir sobre los huesos de mi cara que se podían sentir al tocarme los pómulos. Papá actuó como si nada hubiera pasado. Al día siguiente no fue a trabajar, consiguió, gracias a un general que al parecer le debía algún favor, unos días de permiso. Me preparó un desayuno: panquecas con mantequilla y queso, café con leche y unas galletas que había comprado en la panadería. Me sentó a desayunar, y cuando me vio comer animado, se rió. Me dijo que pronto sanaría, que lamentaba tener que hacerme eso, pero que a veces a las personas, así como a los países, 52

había que ponerles mano dura o si no se descarriaban y se volvían indisciplinados. Tal vez ahora no lo entiendas, me dijo, pero créeme que algún día me agradecerás esto, es por tu bien, chamo. Semanas después me llevó a un burdel, hizo que una mujer me hiciera lo mismo que me hiciste hoy, y no se habló más del asunto. Papá consiguió un informe falso de un forense amigo suyo que certificaba que lo ocurrido conmigo había sido un desafortunado accidente doméstico. Los breakers de la cocina me habían estallado en la cara dejándome así. Y esa fue la versión oficial, la que se le dijo a todo el que preguntó, y la que yo terminé creyéndome para poder resistir las burlas de mis compañeros de clase y el miedo que me daba todas las noches, cuando cenaba con papá y lo veía ser cortés conmigo. Luego de unos meses pidió el traslado a Los Teques y le asignaron nuestro apartamento. Y ahora te conocí”. Cuando Erik terminó de hablar yo sentía que algo se había terminado entre nosotros, de repente la vida ya no era divertida, cruzábamos un umbral mucho más amplio del que habíamos cruzado esa noche. El último día que lo vi llevaba entre manos su primer CD, me había gastado todo el dinero que tenía en un discman, el cassette estaba muriendo. El disco que le compré fue Eric Clapton MTV Unplugged. Hubiese querido regalarle otra cosa; en una tienda vi el único disco de Blind Faith, una auténtica joya para coleccionistas, y estuve tentado a comprárselo, pero preferí regalarle su disco favorito, junto al discman. 53

Cuando se despidió de mí, luego de abrazarme y agradecerme el regalo, me dejó en el bolsillo una carta, que por fuera del sobre decía you’ve got me on my knees. Y tenía al lado un dibujo de un muñeco sonriente que tocaba una guitarra eléctrica.

16 de junio de 1994

Hay algo poderoso en algunos momentos, no es obvio o notable, más bien es una fuerza sutil e imperceptible que tienen algunos hechos, algo que convierte una pequeña intrascendencia en una cosa única y memorable que nos marca para siempre. Es extraño porque a veces la persona que vivió ese momento contigo no tiene idea de lo que significó para ti aquel hecho, en apariencia común y simple. Después de todo, ¿para quiénes es trascendental la persona con la que se dieron unos besos a los catorce años en una tarde cualquiera? Lo que para algunos fueron unos besos, para mí fue la vida entera. Pasarán muchas cosas en mi vida, eventualmente me escaparé de la casa de papá y huiré a un sitio en el que nadie sepa mi nombre ni tenga idea de que tengo un origen; vengo de alguna parte, y por tanto, tengo gente que me extraña y necesita. No sé cuando será, ni siquiera estoy seguro de que ocurra realmente. A veces creo que de un momento a otro se terminará el sueño y aceptaré gustoso, como todos, la fuerza de la vida mediocre a la que parecemos destinados. No sé si lo has notado, pero en algún punto todos dejamos de soñar, de mirar hacia arriba y empezamos a mirar 54

al frente, nos volvemos precavidos y pragmáticos, comenzamos a hacer planes. Nos vemos viejos, solos, sin dinero y descubrimos que es mejor no ser músico ni poeta, sino que hay que ponerse la maldita corbatita que tanto detestamos de papá y ser, ¿cómo es que lo llaman? Ah sí, adultos. Yo no creo poder aguantar mucho tiempo, sé que me iré un día de este infierno o lo aceptaré gustoso, y entonces, como me dijo papá antes de colocar su huella sobre mi cara, seré un tipo “normal”, me buscaré una novia y me olvidaré de esta “desviación” que supuestamente es símbolo de mi inmadurez. Por eso te escribo ahora, porque hoy tengo el alma intacta y nadie ha podido acabar con el fuego que me impulsa a vivir cada día. Todas las mañanas despierto pensando en ti, en tu rostro negro, en tus ojos blanquísimos y grandísimos mirándome con ganas de entenderme, de fundirse conmigo para siempre. Todos los días siento que conocerte ha sido la única fuerza que me impulsa a seguir creyendo. Veo en tus ojos una esperanza, la felicidad que hasta ahora creía sólo un invento de escritores, poetas, cantautores y otros estafadores a los que les gusta hacernos soñar con cosas imposibles. No sé a quien se lo leí, pero alguien dijo que a veces las cosas que más nos marcan llegan de manera inesperada. Tal vez no lo leí, tal vez sea un pensamiento mío que noto demasiado inteligente para haberlo creado y por eso prefiero imaginarlo en la boca de alguien más brillante. Sea como sea, espero que veas lo que viene y lo que significa esta nota. 55

Esto es una despedida. Tú y yo no podemos vernos más, y creo que lo sabes. Si decidí confesarte aquello esa noche es porque necesitaba decírtelo antes de seguir viendo ese amor absoluto con el que me miras. Esa noche, mientras me tocabas, mientras me llevabas al cielo con tu boca, mientras tu sexo se hundía en mí haciéndome tan prisionero de tu cuerpo, y al mismo tiempo tan libre de gritar, de sentir, de llorar sólo de emoción, justo ahí, cuando nos hicimos uno, supe que debía alejarme de ti, porque me da miedo lo que él pueda hacerte. Tú no conoces a mi padre, es una bestia, un hijo de puta. Si crees que lo que me hizo a mí es malo es porque no sabes lo que le hizo a mi madre. El otro día, cuando estábamos en la plaza comiendo helados con los muchachos, creí ver a lo lejos a un compañero de mi papá, era un flacuchento alto que creo es asistente de alguno de los generales que despachan desde el Fuerte Tiuna. Esa noche no dormí. Bueno, la verdad es que desde el día en que papá cambió mi cara para siempre, nunca he dormido. El miedo es mi compañero y siempre está ahí para arruinarme la vida, recordándome que relajarme y ser feliz son lujos negados para mí. Tal vez algún día volvamos a encontrarnos, puede ser que en algún momento crucemos caminos otra vez y nos reconozcamos como aquellos carajitos que se besaban el día en que se conocían, que se tocaban como locos y se entregaban la virginidad mutuamente, a escondidas, con la música de un exbeatle sonando en un viejo equipo de sonido. Por cierto, ¿recuerdas cuando quitaste el tercer disco, y te levantaste a colocar el primero? Cuando sonaba “My sweet Lord”, yo pensé que Dios nos veía y se reía por la 56

fantástica paradoja de ver a dos chicos haciendo el amor al ritmo de una canción religiosa. Adiós, y espero que no me odies. Espero también que entiendas que a veces despedirse es una forma de quedarse para siempre. Erik. Luego de leer aquella nota, no lo lamenté; lo prefería seguro antes que a mi lado, y me preparé para seguir sin él. Aunque, secretamente, también para esperarlo por siempre. El cuerpo de Erik fue encontrado a los tres días de haber muerto. La conserje del edificio hacía su ronda semanal por los cuartos de basura, cuando sintió un olor a podredumbre saliendo del apartamento 115. Rosaura llamó a su esposo, y entre ambos abrieron el apartamento del ahora maestro técnico de segunda Aguirre. Erik estaba desnudo, colgaba atado de las muñecas desde un gancho fijado con ramplug en el techo de la sala. Su cara miraba al suelo, estaba morada y la piel se había adherido al cráneo, dándole una apariencia gótica a su hasta entonces redondo y colorido rostro. En el lado izquierdo de su cuello había una enorme cortada, de ella salía un chorro de sangre que estaba ya tatuado sobre su pecho; sangre coagulada, ennegrecida y convertida en costra. Le habían cortado parte del pene. La imagen de Erik me ha perseguido durante toda la vida: capado, gritando desesperadamente al sentir cómo le cortaban el sexo, girando su cabeza de un lado al otro, sin poder llorar de lo intenso del dolor, viendo el chorro de sangre salir de su yugular luego de ser abierto en el cuello, 57

y dejándose morir, lentamente, viendo con sus ojos borrosos cómo la vida se convertía en una película que se iba saliendo de foco hasta finalmente fundirse a blanco, luego a negro, y luego a un color sobre el que no se puede escribir porque quienes lo han visto no están vivos para describirlo. No pude dormir durante semanas, me sentía culpable. Siempre deseé que Aguirre volviera hasta mí a buscar venganza, que me matara igual que a su hijo y me llevara junto a él. Pero no ocurrió. Yo jamás fui buscado por nadie. ¿Cómo se había enterado su papá de lo nuestro? Nunca lo supe. En el Aponwao nadie escuchó ni supo nada. Nadie vio a Aguirre huir en la noche, agarrar su camioneta oficial y salir por la Panamericana rumbo a Caracas, y luego rumbo a quién sabe dónde. Los policías nunca supieron nada, ni siquiera se molestaron en interrogarme. Un día leí en un periódico regional una noticia acartonada que nombraba a medias el hecho, hablaban de una secta satánica, de unos chicos que practicaban rituales, y de tantas cosas más que forman parte de la imaginería de cierto periodismo de sucesos en Venezuela. Luego de un mes, nadie comentaba lo acontecido. El apartamento fue asignado a otro militar, general, teniente, teniente coronel o subteniente, realmente no importa. Y nadie se acordaba de aquello, el único que siguió siempre con sus recuerdos fui yo. Pasaba las tardes escuchando a Eric Clapton, fundiendo mis lágrimas con el segundo acto de “Layla”, dejando que ese fade out de piano triste acallara el sonido de la voz de mi Erik que tarareaba esas canciones, que hacía una guitarra imaginaria 58

con sus manos imitando a Clapton, a Hendrix, a Zappa, a Frusciante o a cualquier otro que le pusiera durante esas tardes en que la música nos alejaba de aquí y nos acercaba el uno al otro. Cuando terminé el bachillerato mi papá me preguntó si quería irme a estudiar fuera; ni siquiera lo pensé antes de decir que sí. Me fui, como todos; tratando de olvidar, también como todos, fracasé. Hoy, cumpliendo con el ritual de llamar a mis padres la última noche del año, saludaré a papá, quien pronto se nos va. Esa tos, cada vez más sucia y llena de flema, cada vez más cavernaria, pronto se lo lleva junto con su negativa de ir al médico. Lo lamento por él, pero no pienso volver a Venezuela, ni siquiera a su funeral. Tal vez en un rato, cuando termine esta canción, cuando hablemos mi papá y yo, sí me atreva a preguntarle por qué compró esos discos de Eric Clapton; será una buena conversación para despedirnos.

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3o

l u g a r

Los muchachos Karamazov Carolina Lozada

¿P

or qué tengo que volver a contárselo? Ya se lo he contado más de una de vez. ¿Qué parte de la historia no entendió? ¿Usted es policía o periodista? Tiene cara de las dos cosas. Como ya le he dicho, yo no soy parte de una asonada guerrillera. Ese día sólo iba a quemar el santuario de José Gregorio Hernández, sólo eso, nada más. Sí, José Gregorio Hernández, ese mismo a quien su madre debe tener en el altar de sus devociones. Lo de su madre no tiene connotaciones ofensivas; no me vuelva a agarrar del cuello, eso duele. Suélteme, tengo mis derechos, aunque usted se burle de ellos. Todo tiene su porqué, el mío es personal, una vieja deuda con un científico olvidado. José Gregorio nunca fue santo de mi devoción; además, yo creo que está sobrestimado. En todo caso, le tengo más cariño a Rafael Rangel. Claro que usted no sabe quién fue Rafael Rangel, la mayoría no lo sabe, le cuento que fue un científico más

importante que el Hernández, pero este último era más popular, aquí todo se lo lleva el más popular. El hecho es que Hernández se hizo el santo y el Rangel cayó en desgracia, se volvió loco y se mató con cianuro. Mi ataque contra el santuario de Hernández no fue más que un acto de justicia poética. Suena bonito, ¿no? Ah, ya lo veo en los titulares de prensa: “Terrorista se toma la justicia poética en sus manos”. ¿Sus transcriptores por qué siguen usando máquinas de escribir? Deberían modernizarse, pero me imagino que tienen el presupuesto recortado, suele pasar. Acá todo está recortado, hasta el humor. Está bien, voy a seguir con el cuento del santo, pero le advierto que me molesta el ruido del teclado, ya sé que quejarme no está contemplado dentro de mis derechos constitucionales, pero qué vaina con el tlac, tlac, tlac. Yo crecí en el pueblo del Rafa y del Goyo; ya sé que esos no son sus nombres, los llamo así por abuso de confianza. Crecí viendo las largas colas de visitantes en el santuario. Y en la casa del científico, nada: bolas de paja y una placa en la entrada con un nombre olvidado; es que la humanidad es tan desagradecida... ¿Que por qué le iba a echar candela al santuario? ¿Me va a seguir preguntando lo mismo? Con todo mi respeto, y espero que no se moleste: usted es monotemático. Ya le dije, lo mío es pura justicia poética. Nada más quería desquitarme del mito y por eso me fui con una garrafa de kerosene, ojo, que no gasolina. El kerosene se vende en todas partes, es altamente combustible y no hay que hacer cola para comprarlo. ¿Se ha fijado en las largas colas en las gasolineras? La cosa es como ridícula si uno vive en un país donde se hace un hueco y sale petróleo. Así dicen que descubrieron petróleo en Maracaibo, cuentan que fue el perro de 62

un fulano que estaba cavando un hoyo con sus patas en el patio de la casa y le saltó el chorro negro en la cara. Después de esto vinieron los gringos y las torres petroleras y los reales, pero al perro ni una estatua. Es que este pueblo es malagradecido. Sí, es cierto, me desvié del tema, le estaba contando que esa madrugada me fui con el kerosene a la capilla y cuando empecé a echar los primeros chorritos llegaron la Lucinda y Ernestina; tremendo susto me pegaron esas viejas, las dos aparecieron como ánimas en pena. Fueron ellas las que me delataron con sus gritos histéricos que hicieron despertar a todos los vecinos, y ahí, desgraciadamente, comenzó todo. Lo mío fue error de cálculo, debí dejar el incendio para las 11 de la noche y no para las 4 de la madrugada. Las viejas rezanderas son madrugonas como las gallinas. Al quedar descubiertas mis intenciones, todo el pueblo se me vino encima, llevé más palo que gata ladrona. Los fanáticos religiosos y los lugareños en general estuvieron a punto de lincharme. En ese embarazoso momento tuve conciencia de la importancia de José Gregorio Hernández en el pueblo; antes de esa situación no me había detenido a pensar que el pueblo entero vive del santo así no crean en él. Fíjese, los niños venden escapularios, las madres distribuyen velas, flores, rosarios, estampitas. Los más crápulas estafan a la gente vendiéndoles dizque pertenencias del santo, como sombreros, pañuelos, batas de laboratorio autografiadas, qué sé yo. Con decirle que hasta hay consultorios particulares donde atienden iluminados que dicen sanar bajo la bata sagrada del venerable. Hasta hubo, alguna vez, un drogadicto que se disfrazaba del médico y se dedicaba a atracar las farmacias, robando ciertos medicamentos que según 63

el mito popular eran usados en los hospitales. Pero nada más lejos de la verdad, el drogadicto se bebía los jarabes, y en pleno trance decía ser el mismísimo José Gregorio Hernández. Es que en ese pueblo todos de algún modo somos José Gregorio Hernández; busque en las estadísticas nominales para que se cerciore. A toda madre con problemas de parto no se le ocurre una mejor idea que encomendarse al santo y prometerle que si su hijo nace vivo lo llamará José Gregorio, y que si es niña la rematarán con la infame combinación de Josefa Gregorina. ¿No es eso una maldad? El mal es mayor cuando uno tiene, por desgracia, el mismo apellido del susodicho, como es mi caso. Sí, mi nombre es José Gregorio Hernández. Anote bien mi declaración porque no quiero volver a contar el mismo cuento: yo, José Gregorio Hernández, nacido en el mismo pueblo del venerable, decidí tomar la justicia poética en mis manos y quise quemar el santuario del médico. Lo hice por descontento frente a la indiferencia del pueblo ante la venta de la casa natal de Rafael Rangel a unos chinos que montarán allí una quincallería, seguro. Eso es todo, no hay ninguna otra posición política en mis acciones. Anote que de morir linchado me salvaron los hermanos Karamazov, que esa, aclaro, es mi única relación con ellos. ¿Que quiénes son los hermanos Karamazov? ¿Usted no ha leído a Dostoiesvky? Está bien, no importa, en realidad ellos tampoco se llaman así; yo les puse ese nombre sólo por burlarme. Los hermanos Karamazov eran unos gemelos comunistas que vivían en el pueblo y que se la pasaban calle arriba y calle abajo con el Manifiesto de Karl Marx tratando de evangelizar a la gente con las manidas teorías 64

comunistas. Espero que sepa quién es Carlitos Marx. Bueno, menos mal, ya empezaba a preocuparme. Los Karamazov eran como dos testigos de Jehová llevando la palabra de puerta en puerta, sólo que a ellos les dio por la política socioeconómica y no por la religión, pero al fin de cuentas es la misma vaina. Ajá, está bien, trataré de no disgregar más la cosa. Los hermanos Karamazov vivían muy cerca de la capilla, y en términos políticos eran tan religiosos como Lucinda y Ernestina. Su fanatismo los despertaba como flores de madrugada, según se cuenta por ahí ellos se levantaban a las 4 a leer el Manifiesto, libro que se sabían de atrás para adelante y viceversa. Sí, verdaderos fanáticos, como los krishnas. Usted sabe que los krishnas se levantan muy temprano, se dan un baño de agua fría y listo, a fajarse a cantar mantras en lo que queda de la mañana. La religión y la política son dos primores, ya ve usted. Perdone, no quería ofender sus creencias religiosas, yo también soy católico. No, no lo estoy vacilando, no se moleste. Hablo en serio, no atentaba contra la religión, únicamente quería quemar el santuario del Goyo. Alertados por el escándalo de las viejas, los hermanos Karamazov salieron de su claustro, y ya la gente se empezaba a amontonar a mi lado y yo sólo tenía para defenderme una garrafa de kerosene y una caja de fósforos que se mojaron con la llovizna que caía. Encaramado y abrazado al busto del venerable esperaba mi suerte. Trataba de contener la furia colectiva, la horda de cristianos enardecidos, amenazándolos con encender el fósforo, mientras los Karamazov intercedían por mi vida. “El hombre es el lobo del hombre”, exclamaba uno, y el otro respondía con otro axioma. ¿No le digo?, igualitos a los evangélicos. La masa enfurecida se mantuvo al margen mientras supuso que 65

lo que contenía la garrafa era gasolina, pero una vez que olieron el kerosene se abalanzaron sobre mí; sin embargo, a los gemelos comunistas les dio tiempo de bajarme del busto, ponerme una de sus chaquetas de jeans (hedionda y llena de parches de guerrilleros y héroes patrios) sobre la cabeza y meterme en su casa. Me salvaron, sí, pero usted no me va a creer lo que vi, ni tiene porque hacerlo, pero la casa de los Karamazov era un museo soviético, con un kitsch cubano y un toque criollo muy personal. Lo sé porque me dio tiempo de detallarla, pared a pared, mientras mis salvadores hacían las negociaciones para mi entrega a la justicia. En principio creí que los Karamazov me ayudaban porque estaban locos y nada más, pero después entendí que los gemelos creyeron que mi situación podría ser beneficiosa para la promoción de su causa: liberar al mundo del capitalismo. Sí, uno no sabe en la que se mete hasta que se encuentra encerrado en la casa de unos locos, con una horda afuera, bajo la égida de dos viejas rezanderas esperando por hacer arder tu carne en un infierno improvisado, hecho con trozos de madera de huacales de frutas de mercado y unos inexpertos oficiales apostados alrededor de la casa bajo el mando del policía de Valera. ¿Que quiere saber cómo era la casa de los Karamazov? Un museo, definitivamente un museo ideológico. Las paredes estaban forradas de afiches con las figuras épicas de moda: hombres barbudos, armados; oradores con el dedo en alto; mujeres verde olivo, con el pecho oculto tras las charreteras… era toda una galería. Echándole un vistazo rápido a la biblioteca se podía comprobar la inexistencia de libros de imperios modernos, los únicos libros imperialistas pertenecían a la época romana y al stalinismo. Fíjese usted en las contra66

dicciones, están contra el Imperio pero aún así viven de los recuerdos de viejos imperios. En las mesitas de noche reposaban, como biblias sagradas, Las venas abiertas de América Latina y los poemas de Mario Benedetti. En un cuarto pequeño y oscuro guardaban una máquina para hacer propaganda con esténcil. ¡El esténcil ya no se usa! Estaba totalmente desfasado este “par de dos”. La mayoría de las propagandas lucían fechas caducas, como esa convocatoria condenada al fracaso: “Todos juntos contra el Imperio. Marcha Mundial Comunista. Marzo, 1979”, y la risible y paradójica “Camarada, alístate para la paz”, escrita sobre un fondo en el que se veía a un combatiente guerrillero armado con un fusil que disparaba vistosos símbolos de paz. También contaban dentro del inventario un gran número de latas de pintura en spray, pasamontañas, discos de acetato de la nueva canción latinoamericana, pistolas de juguete y videos, en formato betamax, de los discursos de los más famosos líderes comunistas del mundo; pero lo que más llamó mi atención fue una libreta metida dentro de una gaveta. Era pequeña y de espiral y guardaba una lista de nombres públicos. En esa lista aparecían el Papa (el anterior) y todos los presidentes que gobernaron este país a partir de la década de los 60 hasta el final del milenio pasado; a los que ya están muertos les pusieron una crucecita al lado. Es natural pensar que los Karamazov no estaban de acuerdo con ningún presidente y supuse que esa lista la crearon en su delirio de exterminar a los gobernantes que ellos consideraban responsables del fracaso del país, pero hubo algo que llamó poderosamente mi atención: unas iniciales remarcadas con lápiz de grafito, escritas con la punta muy roma, que hacía lucir la letra sucia. Las iniciales eran A. G., y a su lado tenían 67

un asterisco con una nota explicativa entre paréntesis que decía: “por cantarle al Papa”. Sí, esa misma cara de asombro puse yo. El niño que le cantó al Papa estaba en la lista negra de los Karamazov. En algún momento dejé de revisar los trastos de estos locos porque el hambre me estaba rumiando en el estómago y era hora de buscar comida. Y lo que me encontré fue otro hallazgo, le juro que nunca había visto tantas latas de sardinas juntas en mi vida, ni siquiera en los supermercados. Estaban en todos lados, en la despensa, debajo de la cama, en el botiquín de primeros auxilios, detrás de los libros, dentro de la nevera, en el clóset. Sardinas, muchas sardinas. También había sopas, bebidas instantáneas y otras comidas ideales para sobrevivir en un estado de sitio, o en una guerra. Al ver tanta comida acaparada sospeché que ese momento lo habían esperado toda la vida, la posibilidad de quedarse atrincherados, aislados. Ellos contra el mundo, una guerrilla casera, plenamente abastecida para una lucha de clases. Muchas de estas sardinas eran tan viejas que superaban en años su fecha de vencimiento y fue muy difícil hallar una lata que estuviera en buen estado; sin embargo, en algún momento apareció una lata aún no caduca. Con un plato de sardinas y galletas saladas me senté frente al televisor, y al hacerlo me fijé que era un aparato tan viejo que sus imágenes se mostraban en blanco y negro, tampoco tenía control remoto. Maldije, ¿cómo se puede vivir en blanco y negro y sin control remoto? Así era todo ese lugar. Tuve que levantarme para comprobar, luego de darle vueltas a la perilla, que únicamente se podía ver la señal de un canal: el canal del Estado. Qué desgracia, ¿puede haber algo más aburrido que esto? Su programa68

ción es monótona y aburrida, como si se tratase de un canal evangélico pero con temas políticos, y todos sus invitados parecen personajes salidos del museo de cera de los próceres de la independencia, de los guerrilleros montañosos; puro look año 68 es lo que se ve en esa pantalla. Mientras lo miraba pensaba si acaso el equipo de producción repartía las chaquetas de jeans y la barba marxista antes de entrar al lugar. ¿No digo yo?, eso es quedarse anclado en otro tiempo. Puro carcamán, compadre, puro carcamán. Disculpe lo de carcamán, es una expresión popular para referirse a lo viejo y caduco. Y también disculpe lo de compadre. Sin más remedio dejé encendido el televisor y desde la pantalla veía y escuchaba al intendente nacional hablar todo el tiempo. Su discurso y el blanco y negro daban la impresión de lo repetido y gastado. Al rato, escuché unos pasos, como de botas en marcha militar. Era uno de los gemelos que venía hacía mí y, con aire imperativo, me ordenó que empezara a acondicionar la habitación para establecer en ella un comando de operaciones. Me cagué de la risa. Veo que usted también se está riendo, le divierte mi historia, ¿no? Los Karamazov se habían vestido con uniforme de camuflaje; me fue imposible contener la carcajada cuando uno de ellos se acercó a darme órdenes. “¿Cuál es la risa?”, me preguntó con tono severo. “Su traje… se ve muy ridículo, ¿dónde es la guerra?”. “Camarada prisionero, usted no está aquí para burlarse sino para apoyar nuestra cruzada contra el capitalismo. De ahora en adelante será nuestro rehén, nuestro garante; luego pensaré en un castigo por burlarse de la autoridad, pero por ahora véngase que lo necesitamos. Ha llegado el momento”. 69

“Ha llegado el momento”, ¿no le suena eso a evangélico? Es como decir que ha llegado la hora del Señor. Ni el golpe que me dio con un chopo viejo y abollado en una de sus partes laterales pudo acallar mis carcajadas. Le juro que hasta su tono de voz había cambiado, antes hablaba como el canario de las comiquitas, ese que dice me pareció haber visto un lindo gatito; ahora lo hacía como el mismo canario, pero intentado ser grave, me pareció haber visto un lindo gatito. Ah, señor secretario, se la puse difícil, a ver cómo transcribe los distintos tonos de voz. Yo pondría la voz grave en negritas. Ah, verdad que ustedes usan máquinas de escribir, ¿también usan esténcil? Era un chiste, perdone, estaba impelable. Camarada prisionero, disculpe que me ría, oficial-periodista, pero no puedo evitarlo. Camarada prisionero. Su secretario también se está riendo, fíjese. Hey, no me haga quedar mal delante de su jefe, ahorita se estaba riendo, se lo juro. Secretario, anote eso: risas, ja, ja, ja. Tlac, tlac, tlac; cansa esa tecleadera, ¿no? ¿Le ayudo? No, las bolas no, no me apriete las bolas. Está bien, yo sigo contando, pero basta de tortura. A los Karamazov se les subió su acción heroica a la cabeza, ellos creyeron que había llegado la hora de su asunción al poder y para esto necesitaban todo el arsenal mediático para mostrar al mundo el inicio de la batalla por la liberación de los pueblos. Lo primero que exigieron para mi entrega fue la presencia de las cámaras de televisión y reporteros gráficos, y la cobertura por parte de la radio popular. Por no dejar, la radio popular envió un reportero, y la prensa regional empleó a uno de sus fotógrafos para cubrir el inusitado acontecimiento, mientras que las cámaras de televisión brillaron por su ausencia. Los imaginativos Karamazov se habían repartido los ran70

gos militares de la operación “Cruzada anti Rico McPato” (que así llamaron a su guerra santa contra el capitalismo): uno era el comandante en jefe y el otro su suplente, en caso de que el primero falleciera en el cumplimiento de su misión. Los cargos se los repartieron de acuerdo a la tradición de la mayoría de edad, que en su caso se definía por segundos de distancia entre el nacimiento de uno y otro. Durante mi secuestro-salvación nunca supe distinguir quién era quién, así que a los dos les decía “mande mi comandante”, con un tono cantinflesco que a duras penas podía ocultar la burla. Pero ellos se habían tomado tan en serio sus papeles que para seguirles el juego me puse, como condecoración militar, la chapa de la botella de malta que me tomé con las sardinas. La malta y el agua de panela eran las únicas bebidas permitidas en el Fuerte (que así empezó a llamarse la casa de los Karamazov: el Fuerte de Stalingrado), las gaseosas imperialistas lógicamente estaban prohibidas. Y yo con aquellas ganas de tomarme mi cola negra, qué desgracia. Al verme con la chapa incrustada en la camisa se pararon enfrente, con porte militar, me saludaron con la mano puesta sobre la sien y me dijeron: “Bienvenido a la causa, camarada prisionero”, y me apretaron la chapa contra el pecho. Luego me dieron una cámara instantánea Polaroid y recibí la orden de tomarles una fotografía. Los dos se mantuvieron erguidos; uno metió la mano en el pecho, dentro de la chaqueta, y el otro se volvió a acomodar la mano sobre la sien, en saludo castrense. Les pedí que dijeran “whisky” y se negaron. Se los volví a pedir y sólo atinaron a decir “papelón con limón”. Este cuento es largo, ¿aquí no se almuerza? Usted me va a disculpar, detective-periodista, pero tengo hambre, y 71

cuento con hambre no dura. Espero que haya almuerzo después de mi confesión, he cantado más que un pajarito profesional. Sigo, las hordas cristianas y sin oficio continuaban afuera, también los policías; eso se volvió un circo, mi jefe. Disculpe que lo llame así, es por cariño, el síndrome de Estocolmo le llaman, tantas horas encerrados juntos, usted sabe. El policía de Valera intentó comunicarse por un altoparlante, pero las pilas se gastaron pronto (seguro eran chinas no alcalinas) y pasaron un rato sin lograr transmitir nada. Después decidieron hacer una vaca para comprar las pilas. Los uniformados se quejaron porque tuvieron que poner dinero de sus bolsillos, pues la administración del cuerpo policial no tenía presupuesto para pilas nuevas. Una vez solventado el percance, el policía de Valera exigió que me entregaran a las autoridades, que de lo contrario los hermanos Karamazov también estarían cometiendo un crimen al amparar a un desadaptado social. En vista de que mi retención podía perjudicar a los camaradas, me ofrecí a entregarme y dejarlos libres de cualquier responsabilidad. Ojo, dije “camaradas” sólo para seguir el juego. En todo caso, mi culebra era con José Gregorio Hernández, no con los comunistas. Así se los hice saber, pero uno de los comandantes me exigió que me callara y me informó que antes de hablar debía solicitar derecho de palabra. ¿Qué más puede hacer uno con par de locos sino seguirle el juego? Luego de que me dieron el permiso volví a sugerirles lo mismo, y lo que recibí a cambio fue una arenga teórica sobre el abuso de poder y el histórico papel pasivo de los oprimidos. Después de la reprimenda me ordenaron hacer cien lagartijas por desacato a la autoridad. No les hice caso y me puse a ver televisión. Ajá, créamelo, el intendente seguía hablando. 72

El comandante en jefe preparaba un discurso-defensa para salir a establecer contacto con los policías. Entre los dos pensaban, escribían, corregían y se contradecían; sobre todo esto último. Parecían los tres chiflados menos uno. O, en todo caso, el tercer chiflado miraba la televisión. Lo que escribieron fueron consignas aprendidas de sus lecturas cotidianas, “unidos venceremos” y cosas así. Se tardaron mucho, tanto que las pilas del altoparlante se volvieron a gastar. Seguro volvieron a comprar pilas no alcalinas, es que los policías la hacen a la entrada y a la salida. Está bien, no me golpee, era un chiste malo, no me pude contener. A ambos les costó ponerse de acuerdo en la redacción del documento de liberación de los pueblos. A mí me obligaron a coser una bandera. Ya ve, tenían todo previsto menos la bandera, así que confiaron en mi imaginación y en los recursos de la casa. Lo que encontré fueron varios pañitos de cocina, viejos, sucios y, sobre todo, hediondos. Cosí uno con otro, haciendo un total de cuatro paños. Se los mostré y pusieron cara de duda, me pidieron que me retirara, y luego me volvieron a llamar. “La bandera necesita un detalle, prisionerocamarada, algo que nos represente como salvadores de la humanidad”. Les pedí permiso para hablar y les sugerí que pusiéramos la imagen de ellos en el centro del estandarte. A ambos les pareció muy buena idea, tan buena que después me condecorarían, me lo prometieron; pero primero había que cumplir con el deber patrio. No les bastó la bandera, también me pusieron de carne de cañón cuando decidieron que era hora de salir. Yo debía avanzar primero, con el chopo, como un soldado al custodio de sus patrones militares. Detrás de mí iba el suplente del comandante en jefe, con la bandera 73

izada, y por último el Supremo, con el porte y el caminar lo suficientemente ridículos para tan alta envestidura. Los dos llevaban por charreteras unos cinturones anaranjados, de esos que usan los patrulleros escolares para detener el tránsito cuando los niños salen de la escuela. Sí, créame, los hermanos Karamazov eran tan pequeños que los cinturones escolares les quedaban al dedillo. Sobre las charreteras tenían puestas algunas chapas de malta que me obligaron a tomar. Con tanta ingesta de malta estaba que me hacía, usted entiende, y afuera todo el mundo, bajo el mando del Klan Lucinda-Ernestina, me insultaba y amenazaba con venírseme encima. Daba miedo, era cagante. Los oficiales apenas podían contener a la masa. Imagínese usted, yo estaba doblemente cagado. Y todo por culpa de un mito y las locuras de los hermanos Karamazov. Ya se lo he repetido tantas veces que la cosa se ha puesto fastidiosa: yo nunca estuve comprometido con ninguna causa militar-guerrillera-desestabilizadora. Yo sólo era un prisionero. Un prisionero-camarada. “Satánico”, “pescuezo del mal”, “diablo de azufre”, “condón usado”, eran parte de los insultos que recibía; también me lanzaban agua bendita, y algunos niños me tiraban piedras con sus hondas. A los Karamazov les acomodaban burlas, carcajadas, apodos (“enanos siniestros”, “tacón de cotiza”, “anticristos patrioteros”). ¿No le digo que era un circo? Éramos como pigmeos disfrazados que salían al ruedo en el Coliseo romano. Sin embargo, el semblante de los gemelos comunistas era épico. Era la hora patria para estos gladiadores del marxismo. Se creían Jesucristo y su álter ego apedreados por paganos ignorantes. Ellos no tienen la culpa, están libres de pecado, es el 74

capitalismo el que les pudre el corazón, pero ha llegado la luz, nuestra luz. Lo pensaban, sé que lo pensaban, lo veía en sus rostros imperturbables. Era la hora, estaba escrito en el plan divino de sus vidas. Los Karamazov libertadores; así se lo decían sus charreteras, sus botas militares, su mentón alzado, las miles de pajas que se habían hecho pensando en este momento. Sí, dios. Sí, Carlitos. Sí, papá Lenin. Sí, sí, sí, vamos que llegamos. Uf, Carlitos, uf. Ante la anarquía de las hordas, el comandante en jefe exigió a las autoridades que ordenaran silencio para leer su discurso, de lo contrario no habría negociaciones. El policía de Valera casi pierde la voz dando gritos y órdenes a su gente. Las axilas le sudaban y el sudor se le pegaba a las mangas cortas y ajustadas al sobaco. Los pocos pelos los tenía despeinados, y a cada rato debía subirse la cremallera que no le funcionaba bien. Después de un rato y de cansonas negociaciones con las líderes del Klan, que se habían convertido en las representantes de la Inquisición en el pueblo, el comandante pudo hablar. Yo debía custodiarlo con el chopo y su hermano, al lado derecho, sostenía la bandera, ambos con las caras muy altivas, como si tuvieran conciencia de próceres, de que sus imágenes serían acuñadas en monedas, emblemas y bustos en su tan mentado futuro proletario. El discurso me lo sé porque me obligaron a memorizarlo. Lo ensayaron varias veces, con los respectivos gestos y cambios de tono. Era de verlos, lástima no haber tenido una cámara en ese momento: el orador hablaba y miraba a la posteridad del espejo, el otro lo escuchaba como si se tratara de la palabra de Dios. Cosas de loco, compadre, digo, señor detective-periodista. Disculpe, es que me emocioné, usted sabe, ese discurso. 75

“¡Hermanos…!”. Desde el inicio de la escritura del discurso hubo discusión entre las partes, el suplente quería comenzar con “Hermanos camaradas latinoamericanos”, pero el jefe le aclaraba que su movimiento debía ser universal y no limitarse solamente a Latinoamérica. En la discusión por el alcance de su empresa pasaron mucho rato, sudaron, se molestaron y casi se fueron a las manos para defender cada uno su posición, pero una piedra con una cruz de palma bendita amarrada irrumpió repentinamente dentro del cuarto de operaciones y los Karamazov entendieron que los ánimos estaban caldeados y había que darse prisa. “¡Hermanos!”, el líder se miraba en el espejo y alzaba el puño en forma combatiente: “Durante muchos años hemos sido esclavos”. En realidad ellos nunca fueron esclavos, todo el pueblo estaba consciente de que eran unos vagos, de que la familia los mantenía con tal de tenerlos alejados de sus negocios en la ciudad. Taras familiares, eso eran los Karamazov, suele pasar hasta en las mejores familias. “Ha llegado la hora de liberarnos”. En realidad había llegado la hora de que yo fuera al baño, pero ¿cómo hacía con un chopo en la mano, dos locos al lado, rodeado de unos policías resentidos, mal pagados y un pueblo sediento de mi carne? “El capitalismo ha abusado de nuestra nobleza y nos ha sacrificado en aras de su ambición desmedida e inhumana…”. Al principio la gente se burlaba del discurso leído por el Karamazov supremo, y como iba cayendo la noche hasta encendieron yesqueros, jugando a seguir el ritmo, como en los conciertos. También hacían la ola, especialmente cuando el supremo decía que el pueblo unido jamás sería vencido. Todo parecía una gran humorada y la gente así lo había asumido, hasta se fueron olvidando de mí. El 76

ambiente se distendió y ya caída la noche se establecieron vendedores de comida ambulante y también de bebidas alcohólicas. La vigilancia policial se relajó y el policía de Valera se puso a jugar dominó con otros oficiales y algunos hombres que improvisaron mesas de juego y apuestas. Los Karamazov continuaban arengando a la población, mientras menguaban los deseos iniciales de venganza en mi contra. Algunos de los asistentes se aburrieron de los discursos; otros, por el contrario, se entusiasmaron tanto que aplaudían y vitoreaban cánticos que hablaban de la libertad de los pueblos. La madera que en principio estaba destinada a ser mi hoguera se convirtió en una fogata que alumbraba a los repentinos cantantes que irrumpieron, guitarra en mano, cantando canciones del hasta cuándo Silvio. Ante el repentino cambio de planes iniciales (someterme a un rápido juicio popular e incendiarme vivo), Lucinda y Ernestina, ya sin el apoyo general, decidieron acudir a la iglesia para pedir la intermediación del cura, pero al regresar se encontraron con la sorpresa de la presencia de un recién nacido Ejército de Liberación Popular que estaba dispuesto a amarrarlos y quemarlos juntos después de escuchar los excesos de la religión en el mundo desde las épocas más antiguas. El acento gallego del sacerdote empeoró la situación cuando intentó invocar a la cordura y asumir una defensa para detener a la horda que se venía sobre ellos. “El cura, su santidad, tiene la lengua del primer imperio esclavizador de nuestros ancestros, ¡que nunca más salgan zetas de su boca!”, ordenó el Karamazov supremo, que a estas alturas ya tenía los ojos enrojecidos y la voz afónica de gritar consignas y dar órdenes. Los 77

antiguos feligreses, ahora adscritos al Ejército de Liberación Popular, fueron los encargados de encerrar al cura y a las beatas más fanáticas. Los altisonantes discursos de los Karamazov fueron caldo de cultivo para la locura que se disparó a partir de ese momento. Porque, déjeme decirle, a partir de su primera intervención, los hermanos decidieron no parar de hablar y arengar a la población en contra del mundo opresor. Hinchada de hervor antiimperialista, una comisión de “Soldados de la Nueva Patria” se dirigió al pueblo a buscar a los explotadore s que los tenían sumidos en la oscuridad de la desigualdad. Es decir, salieron a la caza del carnicero, del bodeguero, del prestamista, del dueño de la licorería y del viejo boticario, este último se murió del susto al ver irrumpir en su casa a un grupo comandado por un policía y varios hombres con machetes, cuchillos de cocina y palos de escoba. Los leales soldados no regresaron con el boticario, sino con todo lo saqueado de la farmacia. Insisto en que yo nada tuve que ver con la histeria colectiva que se desató a raíz de las vociferaciones de los hermanos comunistas. A mí, en todo caso, deben juzgarme por mi intento de incendio, no por instigar a las masas. Yo era un prisionero, un testigo de cómo un pueblo con pena y sin gloria se convirtió de la noche a la mañana en la égida de la libertad de los oprimidos, comandados por dos orates que tenían pretensiones militares. De mí se habían olvidado gracias a la locura colectiva, ahora podía ver las cosas como espectador, aunque usted insista en acusarme de cómplice, pero nada que ver. Yo ni siquiera pude prender el fósforo. Una vez traídos los prisioneros, acusados de explotación del proletariado, los hermanos Karamazov se retira78

ron a deliberar sobre su suerte. Mientras tanto, llegaba más gente de los pueblos vecinos; algunos venían ya armados con cuchillos caseros, otros traían comida y enseres para ser ofrecidos a la causa libertadora; todos marchaban alumbrados por el fuego de su recién nacido fanatismo popular. Así fue como los hermanos Karamazov se convirtieron en los libertadores. Los juicios sumarios y las ejecuciones quedaron para la madrugada, ellos lo decidieron tras una breve reunión. Satanizados y amarrados a un árbol murieron los considerados enemigos y explotadores del pueblo. Los condenados ni siquiera tuvieron derecho a un último deseo, tampoco se les dio la oportunidad de las últimas palabras. Le confieso que nunca quise a esas viejas Lucinda y Ernestina, pero tampoco estuve de acuerdo con que corrieran esa suerte. Y en todo caso, después de sufrir su persecución yo sería el menos interesado en su defensa, pero lo peor fue que sus antiguos compañeros de iglesia ni siquiera titubearon al ver cuando las colgaban de un árbol. Nadie salió en su defensa, lo único que se escuchaba eran gritos y proclamas de liberación. Olía a histeria, a fundamentalismo épico, a carne chamuscada; en ese momento entendí que se había armado la podrida y ya no había vuelta atrás. Debía huir. Todo fue tan vertiginoso que cuesta detenerse a contarlo. El policía de Valera renunció a sus funciones institucionales y se convirtió en el torturador de la causa. Sus primeras víctimas fueron algunos de sus propios subalternos que se negaron a seguir el juego de los Karamazov. Antes de que terminara la madrugada de ese día ya el pueblo montañoso estaba bajo el mando de dos orates, a quienes hasta entonces se les tenía como los vagos del 79

pueblo, nada peligrosos, y que ahora estaban henchidos de poder. Era de verlos, parecían dos niños grandes y siniestros jugando a ser fuertes y temerarios. El Ejército de Liberación Popular se abasteció con el dinero y las joyas que saquearon de los fondos del prestamista, lo mismo sucedió con el resto de las posesiones de los ajusticiados. El saqueo serviría como abastecimiento para la guerra que se avecinaba y que se libraría desde las montañas. Algunos, presos de la euforia, se embriagaron con las bebidas saqueadas a la licorería. Este fue el primer acto de desacato a la autoridad, y por órdenes superiores los borrachines fueron puestos de espaldas a un muro, que en otros tiempos servía como baño público y para jugar a las escondidas. A los borrachines se les leyeron unas idioteces sobre el decoro y la disciplina guerrillera, y sin que se pudieran mantener en pie por más tiempo, debido a la embriaguez que les tumbaba las piernas y les imposibilitaba escuchar las acusaciones en su contra, fueron ajusticiados por los propios Karamazov. Su borrachera e indisciplina era mal ejemplo para el resto. “Que no se repitan estos excesos”, dijeron los Karamazov al unísono, después de la inauguración oficial del patíbulo. ¿Usted recuerda al barón Ashler, el de Mazinger Z? El tipo ese que era hermafrodita, con un rostro y una voz doble; bueno, así eran estos dos, sólo que su voz seguía sonando como la de Piolín, el canario, pero en negritas. La cosa se puso siniestra, los Karamazov daban órdenes de saquear y matar en los poblados cercanos. Las mujeres, hasta entonces tan negadas a este par de enanos, de pronto peleaban entre sí para entregárseles. Antes de la toma los Karamazov eran conocidos como unos terribles circunspectos que eventualmente ayunaban para mante80

ner el organismo libre de sustancias contaminantes; ahora se habían convertido en unos grandes bebedores, en hombres dados a la gula, al sexo y al desenfreno. La disciplina había quedado para otros. ¿Que yo qué hacía? Quedarme quieto y obedecer, pues estaba especialmente vigilado. El policía de Valera me tenía el ojo puesto y no tardó en ponerme en contra de los Karamazov. Yo sólo esperaba la hora de poder escapar. Y ese momento llegó cuando la tensión entre los hermanos estalló en peleas, contradicciones y un horroroso crimen que se veía venir desde el principio. Por recomendación del policía de Valera me relevaron y me quitaron la chapa, “por no estar comprometido con la causa”, alegaron; más tarde verían qué hacer conmigo. Ya sé lo que hubiesen hecho de no haber escapado. Ya conocía su justicia divina. Con el correr del tiempo y el aumento de la ambición de ambos por el protagonismo los hermanos empezaron a pelear muy en serio por el control del poder. El suplente se sentía desplazado y le recriminaba a su gemelo, casi al borde del llanto, que era él quien lo había iniciado en el estudio del marxismo, que era él quien lo había puesto a leer la verdad y lo había sacado de ese vicio pornográfico en el que se la pasaba. El otro negaba todo y le advertía que con sus discriminaciones estaba abusando de su lazo sanguíneo, que entendiera que la paciencia se agotaba y que su misión libertadora estaba por encima de cualquier circunstancia o afinidad, hasta la de los genes. Sin consultar a su hermano, el supremo redactó un documento de independencia y lo firmó como el nuevo presidente del pueblo tomado. A su hermano menor sólo le dejó un espacio para firmar el acta como secretario sin 81

voz ni voto. Cuando el suplente leyó el documento, exclamó conmovido: “Brutus, he sentido el filo de la traición en mi espalda”. Y sin decir más palabras se retiró de la tienda de campaña. Esa misma noche, el supremo buscó entre los productos saqueados la solución para librarse de su hermano. El poder siempre necesita una dosis de veneno, que lo digan las noblezas europeas, que nunca falte el veneno en el armario de un rey. Al líder Karamazov no le tembló el pulso para poner la mortal pócima en la copa del hermano, esa con la que brindarían por el nacimiento de una nueva república. Le puso gramonzón, el veneno oficial de estos pueblos. Olvídese de las finuras de Shakespeare para envenenar a sus personajes. Acá es veneno de veras, de efecto inmediato, espuma por la boca, órganos que se revientan por dentro, sufrimiento público, cara descompuesta. Nada de eufemismos ni muerte de a poco. Pronto padeció el líder Karamazov el mal de toda nobleza: la ambición del poder absoluto. Había nacido el rey, y así se autoproclamó en medio de la borrachera, metido en la tienda de campaña con dos mujeres desnudas y el cuerpo muerto del hermano a sus pies. Esa noche se desató una oscura locura. Lo que había ocurrido hasta entonces no era más que un divertimento previo, ahora se venía la verdadera carnicería. Lo anunciaba el crimen del hermano, lo asomaba la gran orgía que se armó alrededor de la fiesta de proclamación del rey naciente. Las mujeres corrían desnudas y gozosas mientras los hombres las perseguían. Otros lanzaban tiros al aire, mientras que grupitos armados planificaban futuros saqueos. Muchos hacían en público el sexo oral. Había juegos, apuestas, ruleta rusa, truco, vuelta’e mano. Eran 82

Sodoma y Gomorra en la montaña. Y en medio de ese delirio logré escapar hasta la garita policial más cercana. Corrí toda la noche con el corazón saliéndoseme por la boca, detrás de mí venía la muerte, lo sé. Si continuaba en ese lugar, al otro día sería yo el hombre muerto. Yo, el testigo presencial del asesinato político. Una muerte necesaria, una muerte patria, como me trató de convencer el rey cuando me pilló con la cara descompuesta frente al cuerpo telúrico de su hermano agonizante. ¿Por qué no me mató de una vez? Porque me usaría para acusarme del asesinato de su hermano, pero escapé, logré hacerlo gracias a la ebriedad colectiva que no dejaba a nadie en pie. Y aquí estoy, entreteniéndolos a ustedes, mientras en la montaña un rey fanático, loco, sangriento y asesino le proclama la guerra al mundo. Anote, secretario, haga una nota a pie de página sobre lo predecible de la historia. Tlac, tlac, tlac. Es la historia del poder y la locura; una historia siamesa, completamente previsible. Ya ninguno se ríe, ahora me miran con esas caras tan largas. Se acabó el cuento gracioso, se puso siniestra la cosa. Tlac, tlac, tlac, esa desgraciada máquina de escribir. Esa maldita historia vuelta a escribir.

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menciones especiales

Cosas que nunca hice Daniel Fermín

E

l lunes voy a morir. Me quedan siete días de vida. Esta enfermedad me venció. Acabó con mis ganas de seguir con esto. La quimioterapia, las pastillas, las consultas cada semana. Ya tienes fecha de vencimiento, Alejandro. Algo así me dijo el doctor esta mañana, como si yo fuera un producto al que no se le puede sacar más provecho. No sé cuál fue mi reacción cuando me lo dijo. Creo que permanecí callado, resignado ante la confirmación de un presagio. Sabía que iba a perder la pelea, pero tampoco esperaba que fuera tan pronto. Fue como caer noqueado en el tercer asalto. Salí de inmediato de la clínica. Quería gritar, quería llorar. Cualquiera que pasara a mi lado podría haber escuchado mi corazón. No podía mantenerme quieto. Me detuve en el primer kiosco que encontré y pedí una caja de Marlboro Rojo. Cuesta 25, me advirtió la señora. Deme

dos, le respondí. Le tiré el dinero sobre los periódicos y le dije que se quedara con el vuelto. Como para demostrar que no me importaba el precio, que tenía plata suficiente para pagar. Sólo fumé medio cigarro. Caminé guiado por mis piernas a ningún lugar. El olor a orines, los indigentes, la cara de alegría de un vagabundo al recoger un colchón del basurero. Siempre hay alguien que está peor que tú. Quizás él también tenga sus días contados, pensé. Seguí deambulando. El sol, las cornetas, la muchedumbre, la gente que te golpea y se va sin disculparse. Apenas ahora me doy cuenta del mundo en el que vivo. Después de 25 años, empecé a despertar. Sentí la vibración a un lado de la cama. Abrí los ojos, tan pesados que volví a cerrarlos. A veces despertarse cuesta más que recuperarse de un nocaut, pero la vida te golpea tantas veces que se hace rutinario levantarse. Ya estaba pensando pendejadas. “Nos vemos en la plaza Altamira”, leí al agarrar el celular que no dejaba de temblar en un costado. Me había quedado dormido apenas regresé del consultorio. Me tendí ahí, sobre el colchón, como para esperar la muerte. Al llegar allá la vi sentada en uno de los bancos cercanos al Obelisco. Tan linda como cuando salió en la portada de la revista de un periódico local. La abracé como si no la fuera a ver nunca más. Hola, le dije. Me preguntó que cómo estaba y le respondí que bien. Nos quedamos ahí unos minutos hasta que se hizo de noche. Los dos juntos, sin decir una palabra. Nosotros no tenemos que hablar estupideces para sentirnos cómodos. ¿Quieres ir a beber?, le pregunté. Ella me miró extrañada. Fue como si un analfabeto le pidiera ir a una 86

librería. Nos levantamos y caminamos hasta el primer bar que conseguimos. La Tasca de Pepe, o como se llame, era un pequeño local que tenía unas ocho mesas, no más. Imágenes de toreros españoles, de corridas y de toda la parafernalia que ello representa. El mesonero le sonrió a Carolina como si la conociera de toda la vida. Anoche vine aquí con un amigo, me explicó. Pedimos dos cervezas. Nos las tomamos en un par de minutos, luego pedimos dos más. Y luego otras dos. Y así estuvimos hasta que dejamos de burlarnos de los que estaban en la mesa de al lado y ellos se empezaron a burlarse de nosotros. ¿Les traigo la del estribo?, preguntó el mesonero. Dale, contestamos. Pagamos, nos llevamos las cervezas y caminamos en medio de la noche. Un martes a las tres de la madrugada la ciudad está más sola que una oficina gubernamental los fines de semana. Avanzamos en zigzag, tambaleándonos, uno apoyado al otro. Nos sentamos en uno de los bancos de la Francisco de Miranda. Voy a vomitar, todo me da vueltas, le dije. Ella reía. Arrojé la botella al otro lado de la avenida, en una construcción que estaba al frente. No llegué a escuchar su sonido al caer. Tomamos un taxi y nos besamos. No lo hacíamos desde que ella terminó conmigo. Luego vomité. Al despertarme estaba abrazado a ella. No sé cómo los dos llegamos ahí. Si la casera se da cuenta me bota de la habitación, pensé. Me levanté de un brinco. Carol, no hagas bulla, la señora está en la sala. Los dos teníamos la misma ropa de la noche anterior. Ya mis pantalones rasgados en las rodillas pedían cambio. Me bañé y me vestí enseguida. Salimos del apartamento a escondidas, mientras la vieja se entretenía con la televisión. La tipa ni se enteró cuando pasamos detrás de ella. Nos reímos, respiramos. 87

Desayunamos algo en la panadería de la esquina y cada quien partió a su trabajo. No sé por qué trabajo si ya me voy a morir. Llegué al periódico, ningún jefe había llegado. Entonces pensé que ahí tenía mi nueva metáfora sobre la soledad. Esa noche nos volvimos a ver en otro bar. Ya no sabía cómo decirle que no iba a estar más con ella. Desmenucé la etiqueta de la botella en mil pedazos. Mis manos temblaban y no era de frío. ¿Qué tienes?, me preguntó. Tomé un trago para agarrar valor. El lunes me voy a morir, le dije –de una, sin prolegómenos–. Ella no reaccionó. Ah ok, dijo como si ya lo supiera. O como si no le interesara saber más. Permanecimos callados un instante. Pensé que el resto de mi existencia iba a transcurrir en medio del silencio. ¿Y ahora qué vas a hacer?, preguntó. Y yo que sé –le respondí–. Ni que fuera tan fácil organizar una vida en una semana. Ella de inmediato sacó su libreta. “Cosas que hay que hacer antes de morir”, escribió. Me la pasó y yo me quedé con el bolígrafo en la mano y la página en blanco, como si fuera un escritor. Las drogas que nunca probé, los libros que no leí, los cuentos que jamás escribí, las mujeres que no me cogí, todo el alcohol que no tomé, los viajes que no realicé. Creo que no podría llenar ni la primera hoja con las cosas que he hecho. 25 años desperdiciados. No sé por qué apenas ahora empezaré a hacer todo lo que ya debí haber hecho con la excusa de la muerte. Ni que la vida fuera tan larga, ni que vivir consistiera sólo en esperar morir. Pana, dos azules más, le pedí al mesonero. El tipo las trajo y yo todavía tenía la página sin rayar. Vayan al Jardín Botánico, 88

es bonito, nos sugirió. Nosotros volvimos a reír. Y luego fue lo primero que escribí: ir al Jardín Botánico. –¿Y si nos vamos de viaje? –preguntó Carolina. –¿A dónde? No tengo dinero para viajar –le respondí. –Gasta lo que tienes, ya te vas a morir. Carolina sabía lastimar. Hice un esfuerzo para no llorar, pero fue imposible. Al sentir la lágrima me levanté para ir al baño. No sé si ella lo notó. Me lavé la cara y me miré en el espejo, tan flaco que parecía un cerillo. Estornudé y noté que quedaron ripios de sangre sobre mi mano. Me volví a lavar y regresé a la mesa. Ella ya había apuntado un par de cosas sobre la libreta. Lanzarnos en parapente era una de ellas. La otra no la entendí. Su letra se asemejaba a la del médico que decretó mi muerte. El jueves vamos a La Victoria y nos lanzamos, le dije. ¡Más fino!, me respondió. De inmediato empezó a llover y nos trajeron la cuenta. ¿Y ahora qué hacemos?, dijo ella. Lo mismo me preguntaba yo. Ya sé adónde te voy a llevar, me contestó. Y al rato me vi entrar en un bar de ambiente. Ella me tomó de la mano. Alejandro, no me sueltes, dijo con una risa forzada. Pendeja, no me sueltes tú, le respondí al ver a los tipos que ya me miraban. Ya eran las dos de la madrugada y estábamos borrachos en aquel lugar. Nos quedamos ahí hasta que volvieron a sacarnos. Nosotros siempre somos los últimos en irnos, me dijo Carol. Yo sólo quería dormir. Agarramos un mismo taxi que nos dejó a cada uno en su casa, si es que se le puede llamar casa a una pensión en la que sólo tienes un colchón. Tiré toda la ropa al suelo y me acosté de inmediato. Me levanté al mediodía y no fui a trabajar. Jefazo, me siento mal, escribí en un mensaje. La cabeza me iba a explotar. Tranquilo, descansa, fue lo que recibí en el celular. 89

Tercer día posdiagnóstico; sólo cuatro más. Encendí el televisor que me había regalado Carolina unos meses atrás. Pronto tendré que dárselo de vuelta, pensé. A esa hora, TNT pasaba El náufrago. Miré a Tom Hanks en medio de aquella isla desierta, a la espera de que alguien lo rescatara, y me miré a mí mismo. Por lo menos él tenía a Wilson, se hubiese burlado un viejo amigo. Me levanté a comprar el periódico. Lo leí y me tomé un café mientras pensaba qué hacer. Llamé a Pablo. –¿Qué harías si te quedaran siete días de vida? –Trataría de descubrir cómo voy a morir –me respondió él–. A ver si puedo evitarlo. –¿Y si es inevitable? –Sacaría un tiempo para estar con las personas que quiero. Entonces llamé a Carolina. Agarramos el Metro y nos bajamos en Sabana Grande. Caminamos el bulevar, nos tomamos un café y nos sentamos en la Plaza Venezuela. Me acosté en su regazo. De súbito escuché un silbato y… ¡Eh, no te puedes acostar ahí!, gritó el de la Guardia Patrimonial. La noche nos corrió del lugar, también el carajo con sus silbidos. Vamos a la Libertador, quiero visitar a una amiga, me dijo ella. Subimos hasta la avenida. Hola, Ángel, saludó al llegar. Yo sólo vi a un grupo de transexuales en una de las esquinas. Alejandro, ella es Ángel; Ángel, él es Alejandro. Mucho gusto, sólo pude decir. Me quedé aferrado al brazo de Carolina. La apreté tan fuerte como cuando entramos en el bar de ambiente la noche anterior. Hola, flaco, dijo la mujer. ¿Qué haces por aquí, querida?, le preguntó a Carolina. Te vine a visitar, le respondió. Vine a invitarte unas cervezas. Y al rato estaba en una arepera rodeado por todas ellas. Eran tres: Ángel, Cheila 90

y Vicky. La primera lleva tres años que se metió a la prostitución. Las otras venden su cuerpo desde hace poco. Cuatro meses, creo que fue que dijeron. Ay, no sabes todo lo que uno sufre en esto, dijo Ángel. Esos policías son unos desgraciados. Siempre nos dejan desnudas, botadas en cualquier parte, contó. Y yo me la imaginé sin ropa abandonada en el Guaire. Cerveza tras cerveza disfrutábamos la faena. Nos empezamos a burlar de cualquier cosa. De un hombre que trataba de emborrachar a una mujer en la mesa del frente. Le quiere meter, dijo una de las carajas. Pero el que parecía más borracho era el tipo. Más allá, dos chamos bebían. Pidieron chorizo con yuca para cenar. Y después dicen que los pargos somos nosotras, dijo Cheila. Todos reímos. El carajo que trataba de emborrachar a la mujer se levantó al baño. La tipa aprovechó para vaciar media cerveza en la botella de su acompañante. Con razón el que está rascao es aquel, pensé. En el otro extremo, dos obreros compartían mesa con unas prostitutas. Bebían una botella de brandy. Estos van a gastar toda su quincena ahí, dijo Carolina. Una de las putas le pegó una cachetada al de franela roja. ¿Qué coño hago en esta ratonera?, pensé. Aquello fue lo último que recuerdo de esa noche. Desperté con una inevitable resaca. Sentí náuseas, dolor de cabeza, hambre. Estiré el brazo para abrazar a Carolina. No estaba ahí. Miré el reloj: 9:10. El vuelo en parapente, pensé. Recordé a mi primo. Una vez le pregunté qué haría si supiera que se iba a morir. Me dijo que esa era una pregunta muy profunda para responderla en ese momento. Que necesitaba pensarlo (pasamos la vida pensando qué hacer y, al final, nunca hacemos nada, me dije a mí mismo), pero que no incluiría lanzarte en paracaídas ni 91

ese tipo de clichés. Cuando me lo dijo supe que mi vida era un lugar común, que yo era uno más del montón, que no era nada extraordinario. El tiempo se encarga de destruirnos a todos, pensé. Me levanté de inmediato, me desnudé y me metí en el baño. No había agua. Me cepillé los dientes con medio botellón que había quedado de la semana pasada. Me miré en el espejo: mi cara tan chupada que parecía Saramago. Cada vez me sentía más flaco, debí pesar unos 50 kilos. Me vestí con mis jeans rasgados en las rodillas y una franela. ¿Qué hacemos hoy?, me escribió Carolina. Necesito beber, le respondí. Tengo más ganas de beber que de vivir. Dale, nos vemos esta tarde en los chinos, me contestó. Salí a Los Palos Grandes. Nos tomamos una tras otra en una cervecería china. –¿Y después, qué hacemos?– pregunté. –Siempre he querido ir a un hotel que está en Los Dos Caminos –me dijo. No recuerdo cómo se llama, pero se ve bien. Podemos ir más tarde. –Vale, respondí. ¿Y tú qué harás después? –Beber, vivir. Ya te lo dije: vivir no es sólo esperar morir. Bebimos más de diez cervezas, nos comimos unas lumpias y una tortilla de camarones. Otra vez fuimos los últimos en salir de ahí. Ya no podía caminar, mis piernas estaban llenas de contracturas, como las de un futbolista. Tomamos un taxi que nos dejó en un hotel que tenía apariencia de motel. Todo oscuro. Golpeé el vidrio de la recepción. Nadie contestó. Volví a golpear. Ya estos carajos están durmiendo, dijo Carolina. Son las 3:00 de la mañana. Dime, pana, habló alguien desde el otro lado de la oscuridad. Pedí una habitación. Son 140, me respondieron. Pagué y me dieron la llave. La siete, del lado iz92

quierdo del pasillo, nos guió el encargado al que no le vi la cara. Al tercer intento, abrí la puerta. Una cama con un viejo colchón, sabanas desgastadas, una mesa de noche y un baño. La ventana daba a un pequeño patio. No quise prender el aire, temblaba de frío. Entré al baño y vomité. Todo sangre, todo cerveza. Me enjuagué la boca y me lavé la cara. ¿Estás bien?, preguntó Carolina. Sí, no es nada; vamos a la cama. Nos acostamos los dos, ella de espaldas a mí. La abracé fuerte, le besé la mejilla. Te quiero, le dije, y cerré los ojos. Los abrí un instante y vi el rostro de un hombre asomado por la ventana mirando hacia la habitación. Quizás era el mismo recepcionista. Sábado, 10:00 a.m. Me desperté e intenté levantarme. No pude, mis piernas pesaban una tonelada. Me dolía la espalda, no podía girar el cuello. La cabeza me iba a explotar. Tosí sangre, me senté en la cama y volví a acostarme. Cerré los ojos y volví a abrirlos al escuchar golpes en la puerta. Pana, ya tiene que dejar la habitación, dijeron. Era la 1:00. No tenía hambre, no quería comer. Vi tres llamadas perdidas de Carolina. Apenas sentí cuando se fue esta mañana. Salí, tomé un taxi que me llevó hasta la casa. Ella volvió a llamar y no quise contestarle. Me preparé un pan con queso y luego me acosté a leer Cien años de soledad. Me quedaban poco más de dos días. No me sentí bien hoy, me dio flojera salir, le escribí ya tarde por mensaje de texto. ¿Y cómo sigues?, me preguntó. Le dije que bien, que ya estaba por ir a dormirme y me dio las buenas noches. Yo me fumé medio cigarro en la ventana de mi habitación. No puedes fumar aquí, me reclamó la señora al otro lado de la puerta. Al golpearla se 93

abrió, la cerradura ha estado dañada desde que vivo aquí. La casera fue incapaz de arreglarla, yo también. Disculpe, le dije. Empujé la puerta y tiré el cigarro al vacío. También pensé en lanzarme tras él. Así, sin paracaídas ni parapente. Sin nada. Me desperté a las 6:00 a.m. Quise cepillarme los dientes y recordé que los fines de semana cortan el agua. Volví a usar el botellón. Era lo que me quedaba. Me puse los zapatos y bajé a comprar el periódico. Sentí mareos mientras bajaba las escaleras. Tuve que parar a descansar en el tercer piso. Me tomé un café y desayuné un pastelito. Leí las noticias, fumé un cigarro, compré otro café. Aún me sentía como si hubiese corrido un maratón. El reloj marcaba las 9:00. ¿Ya estás listo?, escribió Carolina. Le dije que sí y salí para el Metro. Nos encontramos en Plaza Venezuela, de ahí nos fuimos hasta La Bandera. Tomamos un autobús que nos llevó a La Victoria, llegamos directo a una montaña que hacía de zona de despegue. El instructor nos colocó el arnés a cada uno y nos dio las indicaciones. Corre, fue lo que dijo. ¿Cómo?, pregunté. Que corras. Al frente estaba un acantilado de 300 metros de altura. Me pareció un chiste escuchar que corriera al vacío. Mi memoria rebobinó unos años. Tenía yo entre 10 u 11. Estaba en la atracción más alta de un parque acuático de Estados Unidos. Por fin había llegado al aparato después de dos horas de espera. Un hombre abrió la puerta del cubículo. Entra, me dijo. Avancé y me metí en una pequeña pieza de piso retráctil. Miré abajo, 150 metros de tobogán, 150 metros de miedo. ¿Ready?, preguntó el señor. Volví a ver hacia abajo. Empecé a dudar, luego a temblar. Lo miré a los ojos y en ellos leí que todavía 94

estaba a tiempo. ¡No, no!, grité. ¡Sácame de aquí!, pedí mientras mis manos golpeaban el vidrio y un centenar de personas ansiosas aguardaban por llegar al lugar del que no me atreví a lanzarme. Enseñé una risa nerviosa para no llorar. No estaba listo para ello. Y ahí estaba otra vez. Delante del vacío, delante de la nada. Delante de todos mis miedos. Otra vez las dudas, otras vez los nervios. Volví a temblar. Corre, pana, no vamos a esperar toda la vida por ti. Sólo serían unas horas, pensé. Y corrí como si mi vida dependiera de ello. El acantilado se veía cada vez más cerca, hasta que dejé de sentir tierra firme. Empecé a caer antes de volver a subir. Siempre quise saber qué se sentía volar. Te crees dueño del mundo que está a tus pies. Crees que hay libertad. Allá arriba pensé que ya podía morir tranquilo. La adrenalina, la excitación. Es como un orgasmo de quince minutos. Allá me imaginé que volar en parapente era la efigie de la vida: temes dar el salto, arriesgarte, lo haces y estás ahí, arriba de todos, hasta que comienzas a caer. Fue entonces cuando me desabroché al arnés.

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El asesino del Metro Carlos Patiño

Pero a mí llegó a obsesionarme. Me perseguía por todas partes la frase hilarante: ¡Un hombre muerto a puntapiés!

Un hombre muerto a puntapiés Pablo Palacio

B

ajó de incógnito por la Línea 3. Si quiero atraparlo debo ser discreto. Ya evadió tres operativos sin que nadie lo viera. Ni siquiera las cámaras de seguridad han podido captarlo. Todos los casos han ocurrido entre dos estaciones: La Bandera y Plaza Venezuela. Al principio se creyó que era una ola de suicidios y los clasificaron como Clave uno, pero la forma de caer y el antecedente de las víctimas revela homicidio. Además, la hora de muerte no concuerda con el horario promedio de los suicidas del Metro. La gente se aglomera en las grises e inservibles escaleras mecánicas. Avanzo en dirección a la taquilla entre figuras cinéticas y piezas de metal cromado. Compro el ticket, paso el torniquete y veo la multitud que se apretuja en el andén. Veinte años atrás el Metro de Caracas era ejemplo mundial de orden y eficiencia. Hoy se encuentra al borde del

colapso. Le busco la lógica a unas franjas confusas en el piso que pretenden indicar el orden de la fila para entrar a los vagones. Veo la raya amarilla. Quizás fue lo último que vieron las víctimas, la señal de Peligro, no pase, antes de ser empujadas a los rieles del tren subterráneo. Espero en una cola que perdió su forma. Observo gente a mi alrededor multiplicarse cada segundo. Más de dos millones de personas se desplazan en Metro a diario, lo que equivale a unas dos mil por andén. Puede ser cualquiera. Para empujar a un desprevenido no hace falta tanta fuerza. Hay retraso. Le gente desespera. Trabajadores, estudiantes, mujeres, niños, un policía y quizás un asesino. Al fin llega el Metro como una enorme bala de plata y lo cubre todo. Los que salen se confunden con los que entran, se empujan, se gritan y yo en el medio, arrastrado por la corriente. Suena la señal de cierre de puertas y quedo aplastado y sin aire entre la masa que llaman usuarios. El aire acondicionado no sirve; me asfixio con el olor agrio del sudor comprimido. Se dispara mi mal humor. Estoy preso en medio del vagón, justo frente a un güevón que me ve feo. No sabe con quién se mete. Aparto la chaqueta como al descuido y le dejo ver mi armamento. El tipo se caga todo y se voltea. “Otro que no llena el perfil”, pienso riéndome por dentro. Cualquiera creería que el asesino elige a sus víctimas al azar, pero no es cierto. Hay una conexión entre todas y es su pasado delictivo. Pero nada más. Cinco homicidios en tan solo un mes y ningún sospechoso. Hay quien 98

duda de su existencia. Ya la broma que echó alguien insinuando que el Metro había cobrado vida para matar criminales estaba siendo tomada en serio. Pero yo estoy convencido de que tarde o temprano lo encontraré. Sólo debo seguir repasando cada caso. Víctima uno: hombre, veintinueve años. Hirió de muerte a un compañero de tragos. Bebía con sus amigos cuando surgió una discusión con el dueño de la casa, sacó un revólver, le disparó en el cuello y huyó. Horas más tarde apareció arrollado en los rieles del Metro con severas mutilaciones. Murió en la ambulancia que lo llevaba al hospital. Víctima dos: adolescente, diecisiete años. Habitual carterista del Metro. Dos días antes de, supuestamente, haberse lanzado drogado contra el tren (estoy seguro que lo lanzaron), asaltó un autobús junto a dos cómplices, matando a cuchilladas a un pasajero de cuarenta años que se resistió al robo. Su arrollamiento causó tres horas de retraso en la Línea 1. Cayó justo en la zona electrificada del riel. Víctima tres: mujer, treinta y seis años. Contrató a un sicario para asesinar a su esposo, un acaudalado empresario que planeaba divorciarse sin cumplir con las aspiraciones indemnizatorias de la víctima. El plan falló por incompetencia del sicario; la mujer fue detenida y liberada al mes siguiente, el mismo día que impactó con el Metro de manera tan violenta que la operadora del tren aún no se recupera del trauma ocasionado por el descuartizamiento ante sus ojos. El Metro se detiene en Los Símbolos y contra todo pronóstico entra aún más gente de la que el vagón permite. Toco mi Beretta con disimulo para asegurarme de que sigue ahí. Intento despegarme de la gente, pero es imposible. 99

De pronto, siento un par de nalgas redondas y duras apretarse contra mi cuerpo. Es una estudiante de no más de veinte años, hermosa, lleva una falda de flores y deja ver un piercing en el ombligo. Retrocedo a riesgo de propiciar una situación incómoda con el tipo de atrás. No soy un aprovechador, pero la carajita me sorprende acercándose de nuevo como si nada, ubicando su culo contra mis jeans. La tela de su falda es delgada. Se me para el loco; imposible evitarlo. Me muevo hacia la izquierda y ella me sigue en un baile secreto, improvisado. Roza mi cuerpo, se separa, me vuelve a rozar. Tiene la mirada perdida, como si nada pasara. Decido seguirle el juego. Me le acerco despacio, con más presión, consiguiendo recostar al loco, que intenta desesperado salir del pantalón, justo entre sus nalgas. Sigue moviéndose de un lado a otro, me pongo duro, veo a los lados pero nadie parece darse cuenta. Sudo, me acelero, me excito. El Metro llega a la estación Ciudad Universitaria. La carajita se baja de improviso y sin piedad, huyendo entre la gente. La sigo con la mirada y justo antes de subir por la escalera se voltea con una sonrisa cómplice que me desarma. Se cierra la puerta del vagón y sólo veo a través de las ventanas las baldosas azules difuminándose con la velocidad del tren. Mejor sigo mi trabajo. Víctima cuatro: hombre, veintisiete años. Deportista y drogadicto confeso. Su esposa apareció golpeada y degollada en la suite de un hotel de lujo. El hombre huyó hasta aparecer en los rieles del Metro. No murió de inmediato, a pesar de las múltiples fracturas y el desprendimiento de órganos. Lo sacaron de la vía herido y sin un brazo. Fue trasladado a una clínica donde falleció luego 100

de varias horas de agonía. Otro caso de supuesto suicidio, pero a mí este perro no me engaña. Víctima cinco: hombre, cincuenta y seis años. El caso más desconcertante, pues la víctima no tenía relación con homicidio alguno. Se llegó a pensar que no estaba vinculado a los otros. Sin embargo, descubrimos que se trataba de un estafador. Era el abogado de una anciana viuda a la que engañó durante años, apoderándose de una pequeña fortuna hasta que fue atropellado por el Metro, un martes por la tarde. Es decir, que si este asesino de verdad existe (y lo creo) y sólo persigue criminales impunes, hasta yo podría ser una potencial víctima… Y todo por un lío de faldas. Esa noche encontramos al carajito en el barrio, consumiendo con sus panas, con la música de un carro a todo volumen. Se cagaron cuando nos vieron llegar en la patrulla. Él sabía que había culebra porque la jeva que estaba rondando era mujer mía, así que echó a correr y empezó el tiroteo. Le pegué dos, uno intercostal y otro en la pierna derecha. La gente empezó a gritar y lo montamos en la patrulla. Al llegar al barranco que está frente al bloque cincuenta lo rematé con tres disparos y lo lancé. Igual era una ratica, un jíbaro cabrón que quería cojerse todos los culos de la zona. Pero no puedo quitarme la imagen de la mamá llorando cuando lo subimos herido a la unidad. Me recuerda a la mía. A veces sueño con la vieja esa y la muy puta no me deja dormir. Al fin llego a Plaza Venezuela. El altavoz advierte que es la última estación y se apagan las luces internas. Salgo acalorado del vagón rumbo a la transferencia de la Línea 1. Algo me dice que el asesino está cerca, esta vez no se me 101

escapa. La avalancha humana me arropa de nuevo. Acelero el paso y me ubico de primero en la fila. Me quedo viendo los rieles del Metro color polvo. El andén termina en un túnel oscuro como una garganta. Una fuerte brisa anuncia la proximidad del tren. Luego, el ruido de avión cuando aterriza. La vía se enciende con el reflejo de sus luces y emerge veloz como un demonio de hierro. Los parlantes se activan y se escucha un alerta: “Personal operativo, actividad G en curso”. ¿Un posible suicida? El tren se acerca a máxima velocidad. Observo las cámaras y me inquieta pensar que no puedan ver al asesino… ¡Eso es! En segundos logro entenderlo todo y descifro el misterio. De inmediato siento la mano en mi espalda y el empujón irremediable. Traspaso la raya amarilla.

El ciudadano del Valley Car Mario Morenza

El ser humano, alguien ya lo dijo, aún está afectado por todo aquello que le recuerda inequívocamente su naturaleza animal. También dijeron ya que el hombre es el único animal cuya desnudez ofende a quienes están en su compañía, y el único que en sus actos naturales se esconde de sus semejantes. Rubem Fonseca

I

O

bstinado, le grité: “¡Ponte la camiseta de una vez, no joda!, vamos a Mersifrica, no a un encuentro con el rey de Suecia”. Madrugamos sin escuchar las paredes de la cloaca sacudirse. Muy temprano comienzan a agitarse por el peso de camiones, carros, autobuses. Franto se remendaba unos zapatos que encontró en la Redoma de Coche. “Mi antiguo hogar”, siempre dice, y continúa: “Esa plaza espera la llegada de un busto desde hace años”. En Coche hay dos plazas. Ninguna expone héroes en sus pedestales. Se esperan candidatos. Franto es un tipo meticuloso. Viste ropa de marca. Usada, deshilachada, con parches y sin botones, pero de marca. Nunca la comprará en las tiendas, aunque buscarla en los containers ya lo hace un mendigo posmoderno.

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Franto creía en teorías extrañas: –A se deshace de un par de zapatos, de un reloj, de lo que sea; no muy lejos, B necesita de ese objeto en una escala inversamente proporcional. Muchos sostienen que la universidad enloqueció a Franto. Siempre he pensado que dice ese tipo de cosas para ufanarse de su labia. “¿Ves?”, me dice señalándose el pecho con su pulgar: “Yo soy esa persona necesitada”. Franto es un buen tipo, mitómano, pero buen tipo. “¡Estos Nike están del carajo!”. Mirar los zapatos de Franto me hizo repasar mi vida primero con desconfianza, luego con nostalgia y, por último, descansé mi confusión en una exagerada alevosía. Huellas abandonadas como hojas en las aceras que ahora forman parte del aire y del smog. Esta madrugada conmemoro cinco años de ese desprendimiento. Con absoluta propiedad afirmo que soy un ciudadano de las cloacas de Caracas. Ni más, ni menos. Somos el punto ciego que se fugó de capitalismos y socialismos, esos que se devoraron el uno al otro, sin saber dónde terminaba el otro y comenzaba el uno. Mientras tanto, nos conformamos con nuestro cielo, el piso de seis millones de peatones. La civilización se fue a la mierda. No es para alarmarse. Ocurre a menudo en la historia. Ya nos toca a nosotros deslizarnos por el retrete de las Eras. Así poco a poco curtiremos nuestro ADN para lograr la receta del superhombre. El hombre químicamente puro y perfecto, que no esté estornudando por alergias porque aspiró el humo de un tubo de escape. Dejémonos de necedades. Nuestra historia ni siquiera se escribe en minúsculas. Es entrelíneas. Anónima. Al margen. Nosotros los citizens nunca nos propusimos salir a la luz pública para contarle y venderle al mundo este 104

sistema de vida. Habitamos aquí porque, irrevocablemente, hemos decidido vivir aquí. Nadie lavó el cerebro de nadie con campañas de adoctrinamiento y consignas baratas. No es descabellado pensar que con estas ideas algún día estaré en la cárcel o en la morgue. Si la prisión me salva de morir tendré chance de meditar lo que Franto alguna vez me dijo: “Puede ser que algún día salgas de las cloacas, pero ellas nunca saldrán de ti”. Para eso existen las cárceles, para darle vueltas a las ideas, para pensar y volver a pensar, para huir de la cárcel y refugiarse en las ideas. Seguramente los peatones sienten repugnancia por nosotros. Los locos, los perros, los malolientes, nosotros. La nariz repele el olor extraño, una vez que te acostumbras, hasta Benetton Cold te parece intolerable. Y si lo pensamos bien, por algo los peatones se perfuman. Admiten que empezarán a oler mal en algún momento del día. Me he convertido en un náufrago de las alcantarillas. Con lo poco a nuestro alcance hemos sobrevivido. Mi memoria está hecha de lo que me sorprende y mi estrés de lo que me hace esperar. Astillo mis ojos en la espalda de Franto y lo imagino pulverizado por mi mirada. Pero la realidad es otra: lo veo ensimismado con esos malditos zapatos y tiemblo. Pasan sobre mí carros y camiones de ansiedad. “Tranquilo, no te digo que seas paciente, porque yo tampoco me ando con eufemismos de revistas domingueras”, me dice mientras anuda los cordones de sus zapatos. Mi padre me llamó Edward. “Y será abogado”, proclamó mi madre con aquel tono enfático que la acompañó hasta el día en que enviudó. Me llamaron Edward y, desgraciadamente para ellos, no fui abogado sino arquitecto. Mi nombre se hizo oficial a los dos años. 105

“Tus padres eran unos irresponsables –me decía mi abuela–. Cuando cumpliste diez y estabas bien manganzón, finalmente decidieron bautizarte. Diez años con el diablo metido debajo de la piel. Desde que tu padre se metió a estudiar esa carrera se olvidó por completo de las costumbres que le enseñamos tu abuelo y yo. En la universidad conoció a tu madre y empezó a frecuentar esa secta y escuchar esa música satánica, fumar quién sabe qué, e ir de un lado a otro descalzo, medio desnudo y medio drogado”. Siempre escuché a mi abuela con un supremo sentido del decoro, sabía que en algún momento se le agotaría su asmática respiración y concluiría la descarga: “Asentaron cabeza con un horario que cumplir y recibos que pagar, eso no se les puede negar, pero dejaron de creer en Dios por culpa de esa secta”. Mis padres eran primos hermanos. Combinación de caja fuerte y común en el interior del país para proteger las tierras de la familia. Cada cierto tiempo la palabra herencia es la más temida para algunos y la más esperada para otros. Los Gómez Gómez, mis padres, fueron pecadores genealógicos. La gracia sí era reprochable lejos de la provincia. Si vivías en el campo y te tocaba casarte con la prima más fea para evitar compartir riquezas con extraños, pues ni modo: la familia te recompensaría con un trozo de la herencia, una medalla de honor al mérito y deseos tan sinceros como este: “Si tienen otro hijo, Dios quiera y les nazca con rabo de cochino”. “La carne de primo se exprime”, sentenciaba mi abuelo y terminaba de colar sus palabras en el café. Él no era muy conversador, pero tampoco conservador, pues estuvo metido de lleno en el incesto: había tenido relaciones con 106

media docena de primas en el más absoluto silencio y recato. Su primera esposa, al enterarse, mandó a la primogénita de mi abuelo a vivir con una tía en México. Mis abuelos se sentaban a ver El Zorro. Esperaban a que mis padres llegaran del trabajo. Pero esta historia familiar ya ocurrió hace mucho tiempo. Docenas de temblores de 5 grados la han arrimado hacia el olvido. La objetividad heredada en mis cromosomas herejes vigila mis palabras. Y esta objetividad me sentencia: no fui abogado ni tuve hermanos, pero soy capaz de juzgarme. Las cloacas han sido un tribunal ejemplar. Cuando llegué a esta comunidad me apodaron El ciudadano de Valley Car. The Valle-Coche Citizen, me dice Jethro Tull, el gringo hippie que desde hace un mes lidera nuestra comunidad. Para ese entonces, él se encargaba de entrevistar y de aceptar o rechazar a todo aquel que llegara. Un ministro del exterior en la más amplia verticalidad del cargo. Con él tuve mi primera conversación larga en el subsuelo. No percibieron en mí rasgos de infiltrado que tramara una redada sorpresa, como le ocurrió a la aldea pionera en Antímano. Mi acceso a las cloacas de Caracas ya era un hecho. Mi pasantía a la intemperie en parque Los Caobos fue una buena preparación. Allí borré cualquier pestaña burguesa. Dos horas para concederme la visa. Los gringos y sus mañas. –Esta tarjeta es una lata de sevenó planchada –dije sin entusiasmo. –¡Voltéala! ­­­–acotó Franto efusivamente; se mostraba vehemente conmigo, casi con el mismo trato optimista con el que reciben a los recién llegados a Herbalife o a un templo pentecostal. 107

En el reverso de la lámina leí: 2005.23.04 / El Ciudadano del Valley Car.

–Lo escribí con este clavo –lo sujetaba con el dedo gordo y el índice. Lo miré con grima de lo oxidado que estaba–, Jethro Tull te bautizará. –Y serás nuestro arquitecto –dijo Jethro Tull colocándome una mano en el hombro. Maldición, esto es una secta, pensé. –Con él creceremos –Jethro Tull se dirigió a todos. Abriendo los brazos como los políticos cuando desatan promesas a mansalva. Hoy que lo pienso en retrospectiva es comprensible. Jethro Tull es el nuevo líder desde la muerte de Ulises Peña, El Gran Citizen. Cinco años atrás, yo llegaba y Ulises Peña alternaba una sonrisa de aprobación con una tos rara e insistente; por su parte, Jethro Tull administraba con sagacidad sus posibilidades de ocupar la vacante que Ulises Peña dejaría1. Por culpa de los edificios me oculté en las raíces de la ciudad. Una noche, antes de confesarle a unos colegas mis intenciones de dejarlo todo, perderme del mapa y desaparecer completamente, pasé por mi taller. Tenía dos talleres. Yo diseñé el de Vivian. Ella diseñó el mío. En aquellos tiempos las columnas de mi matrimonio eran sólidas como la basílica Santa Sofía de Estambul. Hasta que 1 Ulises Peña murió a causa del virus A (H1N1), mejor conocido como

el virus de la gripe porcina. Cabe destacar que Ulises Peña es el primer deceso causado por la gripe porcina en la literatura venezolana. El caso de aquel personaje de la novela de Fedosy Santaella, Las peripecias inéditas de Teofilus Jones (2009), fue descartado y diagnosticado como simple catarro por el investigador y crítico literario Carlos Sandoval. 108

una pelea inauguró un campeonato conyugal de trapitos al sol: Vivian y yo le hicimos un tributo a Newton, y con columnas y todo se vino abajo. Cada taller se ubicaba en las esquinas de nuestro “patrio trasero”. Les llamábamos Twins Ranchs. En la puerta de cada uno había un cartelito de bienvenida: “El que no sepa algo de arquitectura que no entre”. Rocié mi taller con gasolina. Las maquetas de mis siete proyectos gigantescos estaban empapadas de espeso y maloliente combustible. Con ellos se suponía que iba a desplazar a Villanueva a un agrio segundo lugar en el hit parade de arquitectos venezolanos. Vivian me había plagiado los planos de mis proyectos para vengarse por mis infidelidades recién destapadas. Mi primer objetivo fue el rascacielos de 120 pisos que iba a ocupar cuatro cuadras llaneras en Malasia. Yo tenía que alzar los pies para poder ver el helipuerto de anime. Encendí un yesquero y lo acerqué a la maqueta. El espectáculo fue lo más cercano a la película The Towering Inferno. Escuché cómo el cartón, el papel, el plástico, crujían y se carbonizaban. El fuego alcanzó la segunda maqueta: un complejo turístico a todo dar para Ciudad Ojeda y el resto de la Costa Oriental del Lago. Estaba seguro de que sustituiría al puente como icono zuliano y que inspiraría un alto porcentaje de las futuras gaitas. Ni me molesté en incendiar el taller de Vivian. No era mucha la diferencia entre su taller y una exposición de maquetas de bachillerato. Fui directo al garaje. Abordé mi camioneta, la arranqué y me largué de esa sede del descaro y la vanidad. Estaba oficialmente libre. Escuché las sirenas de los bomberos cuando conducía por la Francisco Fajardo. Reí al imaginarme a Vivian. 109

Ella estaba a pocas horas de exponer en inglés todo su genio creativo ante un grupo de holandeses estúpidos. La imaginaba mostrando mis planos y en lugar de escucharla en mi mente, lo que oía eran las sirenas. Mi Vivian imaginada y su quórum escuchaban el chillido de los bomberos en lugar de palabras. Puse a todo volumen la canción “Cat People (Putting Out Fire)” y reí, reí como loco. Mis colegas estaban tan borrachos que al escucharme decir “mis maquetas están ardiendo en fuego”, pensaron que padecía otro ataque de pedantería. “La creatividad de tal arquitecto está en llamas” significa lo mismo que la frase “un pelotero está caliente” en el argot deportivo. Para nosotros el fuego es genialidad. Bebí media docena de cervezas y fui incapaz de confesar algo sobre mi pasado inmediato, pero sí sobre mis planes futuros. De eso sí hablé, de lo que haría en las próximas horas y en los próximos años. Simplemente les dije en un monólogo agrio y fugaz que quería desaparecer. Dejé unos cuantos billetes que duplicaban la cuenta de mi consumo. Bebí de pie y a fondo blanco la última cerveza. Comencé a marcharme sin despedirme. “Venía borracho otra vez... Hay que hacer algo”, dijo alguno con la jactancia del mesías, otrora mi mejor amigo. Al escucharlo, me devolví, me detuve frente a la mesa, muy cerca de él, casi rozándolo, y me despojé uno a uno de mi reloj Citizen, de mi cartera y de mi celular que empezó a repicar sobre la mesa. Nadie dijo nada más. Yo me fui cantando “… and I’ve been putting out the fire with gasoline. Putting out fire with gasoline”. Fue el primer paso para desvanecerme, y dejarle al viento y al smog lo que me sobraba. 110

El refugio eran las venas de la ciudad, que no están ni abiertas ni bañadas en sangre, sino obstruidas de tanta mierda que fluye por el río que la atraviesa como una daga. Mis últimos clientes exigían un búnker. El espacio de estas estructuras es suficiente para que los altos jerarcas de tal empresa puedan sobrevivir allí durante meses, hasta que la guerra nuclear acabe. Los demás que se jodan. –¿Por qué tan grande? –preguntó alguno de estos jerarcas, de la Unicef de Perú, por cierto. –Si nos vamos a morir con este rollo del fin del mundo, que sea con nuestros colegas –dijo otro jerarca que lo acompañaba. –¡Usemos ese espacio para un bar! –dijeron ambos sincronizadamente. –Señor Edward, ¿podría apurarse? Para el 2012 vienen los Annunaki, un portal interestelar se está abriendo en el canal de Yemen, y aquí en Perú otra raza alienígena habita en el interior de la cordillera, ¡apúrese, por favor! Los refugios se buscan antes de que sea demasiado tarde. Son lugares comunes. Y la obviedad llama. Las cloacas de Valle-Coche son un secreto a voces. Pasé dos meses viviendo en parque Los Caobos, como ya dije antes. Franto me convenció de hacerme cloaqueño, perdón, de hacerme citizen, antes de que las lluvias se desataran. Hoy cumplo cinco años en las alcantarillas. A mis compañeros poco los he hecho crecer en territorios. Sin embargo, he decidido celebrar por todo lo alto mi vida por todo lo bajo. La verdadera libertad se vive en las raíces de Caracas. Los lunes, miércoles y jueves, el citizen teacher de turno es responsable de incrementar los conocimientos de nuestra población: habla de lo que sabe. Y el conocimiento es libertad. 111

Sostenemos la premisa de que los seres humanos somos ignorantes. Conocemos algo del mundo a fondo, pero jamás mucho de todo. Saber algo es liberarse. Cada citizen nos nutre con la especialidad que desarrolló en lo que arriba llaman carrera; así integramos un cerebro social, un mismo pensamiento que nos conviene y nos hermana. “Una anatomía de la reflexión”, como una vez dijo Franto. Últimamente y arriesgándose, Franto ha realizado paseos nocturnos por el cementerio del sur, su abasto: allí busca sus materiales para ejemplificarnos gráficamente lo que nos quiere explicar. Siempre he confiado en él a pesar de su mitomanía. ¡Cómo no creerle! Franto es el ingeniero del cuerpo, el que estudió Medicina en el Anatómico de la UCV. Sólo confío en Franto. Él sabe de formas. Tenía razón al advertirme que a mi maqueta de la ciudad ideal le faltaban más edificios para ciertos propósitos. A decir verdad, desde hace mucho tiempo no confío en nadie. A él sólo le falta la m al final de su apodo para llamarse igual que el crítico de arquitectura. Nacemos, crecemos, traicionamos, nos reproducimos, nos traicionan y cuando nos aburrimos de reproducirnos y de seguir en el juego de los descaros, decidimos extirparnos de la faz de la Tierra. Así se mueve la burocracia del cuerpo. En las cañerías no te queda otra opción que hacer de la confianza otra variante de la inercia. En las cloacas se puede estar seguro. Aquí solamente llegan las balas ya disparadas. Las barre el viento o las lluvias, las tuberías rotas a veces se les adelantan. Esteban llevaba un collar con cientos de esas balas. “Me protegerá en la superficie”, decía como un gurú de la televisión. 112

Estoy rodeado de supersticiosos. Nunca creímos que Esteban sería capaz de volver a pisar las aceras de Niemeyer, mucho menos que regresaría a su apartamento en La Candelaria, que tocaría sostenidamente el timbre, que irrumpiría como un resucitado al hogar del que huyó en parte decepcionado y en parte para salvar el pellejo. Para él sus fracasos pesaban lo mismo que la ciudad entera. Prefirió esconderse como quien echa el polvo bajo la alfombra. Doce años le bastaron para purgar el alma de reconcomios. Lo sometimos a terapias grupales del subsuelo. El bálsamo de aguas sucias y los desperdicios de la ciudad abandonada le hicieron comprender que con cuarenta años podría recuperar lo que la coalición conformada por su exmujer, su exsuegra y su examante le arrebataron a dentelladas. Le organizamos una ceremonia de despedida. Franto y yo le dimos un riel del Metro de Caracas que zafamos con dificultad del tramo Plaza Venezuela-Sabana Grande, lo que se considera el máximo galardón para un poblador de las alcantarillas. Con un rostro anegado de lágrimas con más sal que agua, propia de los ojos con mucho tiempo sin llorar, se quitó el collar de balas, lo desenrolló y nos lo puso en nuestras manos. Como era tan largo –le llegaba al ombligo–, lo dividimos en tres. Franto y yo lo sostuvimos como una culebra recién lapidada. Esteban lo cortó con su tijera en tres puntos equidistantes, ató los extremos de los collares y nos los colgamos con solemnidad olímpica. Esteban se marchaba. Regresaba a la ciudad de pobres corazones. Era un coronel del Hades. El viejo Jethro Tull, hostigado por la partida de Esteban, no se presentó para la ceremonia. Se despidió de él unos días antes diciéndole: 113

–Hijo mío, piensa, piensa bien lo que vas a hacer, la ciudad esconde a sus muertos, aquí los honramos. Lo de abajo tiene que quedar abajo. A punto de marcharse, Esteban dijo con un nudo en la garganta: –Díganle a Jethro que fue un padre para mí. Nos hizo prometer que nos despediríamos por él, pero, al menos, yo no lo hice. Nunca fui amigo de esos complejos de orfandad de Esteban: “Me siento en familia”, “Ustedes, mis hermanos”, y otras frases de telenovela mexicana. Semanas después, supimos que Esteban apuñaló a su exmujer y a su exsuegra con las mismas tijeras que usó para nuestros collares. Al leer la crónica roja sentí un escalofrío. El arma homicida fue abandonada entre las dos hienas. Abierta en cruz. Una nueva esvástica underground de la venganza. Sabíamos que se trataba de él. Y también sabíamos, de la manera en que los profetas callejeros de Chacaíto predicen las tragedias del fin del mundo, que la próxima sería su examante. Nacía un asesino en serie que posiblemente iba rumbo a Yaracuy a ponerle el punto final a su obra. “Picoteadas por el Verdugo de las Tijeras” tituló Mi Diario Internacional a uno de sus reportajes amarillistas. Coche TV le dedicó un especial: “El asesino Manos de Tijera”. A Esteban lo consideraban bajo tierra, y no estaban tan equivocados. Llevaba a cuestas una década de exilio absoluto en las cañerías de la ciudad. Esteban comenzaba así una promisoria carrera de serial killer. Después de todo, matar no era lo difícil, sino ocultar los cuerpos y evitar dejar que los mínimos detalles te impliquen. Como ya habíamos leído en el reportaje, Esteban no era muy reservado en eso de limpiar evidencias. 114

Incluso, dejaba de recuerdo el instrumento homicida, como pidiendo a gritos que lo capturasen. En la crónica se detallaban más de ocho pistas que se amarraban a sus talones como una cadena invisible. Lograr atraparlo era cuestión de días. La operación Mersifrica de esa fecha transcurrió sin contratiempos. –El azar y la suerte fluyen con poca luz –fue lo primero que se le ocurrió decir a Franto. Estábamos a punto de destapar una alcantarilla y salir. Frente a nosotros cruzó una patrulla del Cicpc, dando coletazos de luces rojas y azules. –Franto, Frantico. Creo que para mañana mi collar tendrá más balas –dije y nos devolvimos escaleras abajo. Esperamos un poco. Mersifrica es un tumultuoso, desordenado, ajado y nauseabundo espacio comercial al que llega una buena cantidad de los productos agrícolas cultivados en el país. Esta pequeña parroquia dentro de otra parroquia tiene un idioma oficial: el mayor y el detal de los reinos alimenticios. Las cebollas, ajos, tomates, pimentones, zanahorias, granos, remolachas, piñas, cambures se surten mayoritariamente a los supermercados donde los lavan, perfuman, etiquetan y empaquetan como propios. A las cinco de la mañana es la mejor hora para que comencemos nuestra recolección. Los fleteros, cargadores y conductores de carretillas, todo el elenco de la plana menor del comercio al por mayor se encuentra obstinada. La situación es propicia para echarse la primera cerveza con los primeros rayos de sol. Si se les caen dos o tres cebollas, 115

cuatro o cinco zanahorias, son incapaces de reincorporarlas a los guacales. ¿Para qué si hay miles en sus camiones? Justo en ese momento debemos actuar. Cada dos días, una pareja de citizens se dedica a esto. Durante la búsqueda de cebollas encontré una pieza metálica en forma de obelisco que encajaba perfectamente en mi maqueta de la ciudad de Caracas. La guardé en uno de mis bolsillos. Franto me miró con recelo. A media mañana, organizamos los alimentos entre toda la comunidad. Sin refrigeradores nos convertimos en vegetarianos. Siempre sospeché que Franto comía gatos o ratones o perros, es una duda razonable cada vez que me topo con su anaquel lleno de huesos. Él sostiene que se tratan de huesos humanos. Le creo. ¡Cómo no creerle! Cocinamos con el televisor encendido para escuchar las noticias. Luego del almuerzo lo apagamos, pues ya está en las últimas. La ciudad se agitaba con protestas universitarias, guarimbas y autobuses que ardían en llamas. Mientras apilaba las parchitas en pirámides, le confesé a Franto mis intenciones de reanudar mi proyecto: algo de lo que no he escrito hasta ahora: continuar con la construcción de la maqueta. Mi maqueta de la ciudad de Caracas está construida con sus desechos. Tiene diez metros cuadrados. Mi maqueta tiene todo aquello que alguna vez se planificó construir. Una historia secreta de nuestra arquitectura quedó engavetada como un crimen pasional. La ciudad museo, o el museo ciudad que haría de Caracas la capital de la arquitectura moderna. La cascada de agua de Cruz Diez. El proyecto de Niemeyer para edificar el Museo de Arte Moderno: una prodigiosa pirámide invertida a la orilla de una montaña. 116

La torre de la UCV en la Zona Rental, para su época, iba a ser el edificio más alto del mundo. El acuario de la Carlota. Un palacio de justicia ideado por mí y en el lugar que ocupa el verdadero, que parece una chivera. II

Una mañana volvió a fastidiar Yuri, el estudiante de Sociología que se cree la reencarnación de Marx. Su estilo calzaba con la juventud inquieta políticamente: flaco, desteñido, con una joroba en pleno, lentes de la moda nerd más genuina y una cabellera tan rebelde que se resistía a cualquier tentativa disciplinaria del gel. –¿Y tú otra vez? –fue el saludo de Valle-Coche. –Lo sé, lo sé, lo siento... Pero no tenía alternativa –respondió. Franto esperó esta oportunidad para intervenir: –Mira, peatoncito, aquí tenemos muchas preocupaciones. Tú nos provocas urticaria. No nos jodas más –Yuri ignoró a Franto y se dirigió a Valle-Coche: –Te conseguí algo –dijo con temple. Yuri sabía que ese era su pasaporte. Que jamás tendría una lata de sevenó–. Tengo varias fotografías de ella. Muchas, quiero decir. Como treinta. En eso estuve la última semana. –¿De qué hablas, mariquito? –volvió a interferir Franto. –¡Déjalo tranquilo! –Valle-Coche se dirigió con autoridad a Franto, lo tomó del hombro, lo apartó y volvió a Yuri: –A ver, ¿qué tienes? –Necesito sacar 20 en mi proyecto. Ustedes me ayudan y haré lo que esté a mi alcance para protegerlos. Si quieren títulos de propiedad, les prometo gestionar títulos de propiedad, si quieren agua potable directa y luz, 117

prometo gestionar la instalación de tuberías y cableados. Un tío mío, un chivo de la Guardia Nacional, será ministro dentro de poco. Recuerden que el Gobierno está buscando estos escondites por toda Caracas. En ese instante llega Jethro Tull: –¿No te habíamos dicho, peatón, que no te queríamos por aquí? –Sí, Jethro Tull, ¡espera! –Valle-Coche se interpuso y lo alejó para susurrarle–, he negociado con él unos asuntos. Lo guiaré. Si pasa algo, será mi culpa. Él nos recompensará. Ya tenemos muchos años aquí. Este lugar es nuestro. Tiene metido en la cabeza que hemos creado un sistema político, algo más allá de la democracia. Quiere entrevistarnos. Ya sabes, la juventud comecandela. Él nos ayuda, y nosotros le damos motivos para que siga con sus utopías. Me promete confidencialidad. –No lo sé, Valley Car, tengo mis dudas, desde la primera vez me pareció un chapucero repugnante que se la quiere dar de Gran Activista Comunitario. Hacia el final de esa tarde, Yuri entrevistó a todos los citizens. He aquí algunos testimonios2: Jethro Tull: No, hijo de mi Dios, no… Esto no es ni un kibutz ni una comuna hippie. Es casi clandestino, creo estás confundido. Me llaman así porque el día que decidí refugiarme con Ulises Peña y otros compañeros tenía una 2 Cinco años después, Yuri Estanislao Chacón Medina estrenaría en la

pantalla grande el documental. Parte de los testimonios que aparecen aquí fueron recitados por algunos actores, entre ellos Paul Gillman que hizo dos voces. 118

camisa de Jethro Tull. No, del Imperio, no, ingleses. Sigues equivocado, el rock no ha muerto, el rock huele así. Saúl: ¿Por qué coño me miras con esa cara? Con tu cara de mierda. ¿Has oído hablar de la Vieja Guardia Punk? ¿No, verdad? Deberías acercarte más para darte un pellizco en las nalgas. Caraegüevo. O caerte a peinillazos como hacía la Guardia Nacional cuando yo era estudiante de Química. Me sabe a culo que tu tío sea coronel, no necesitamos ayuda de nadie. Tú y la gente me repugnan. Pensar que sus caras llenan las calles me dan ganas de vomitar. Millones de combinaciones, cada una más repulsiva que la anterior. Habría que matarlos a todos y se acabó esta salvajada infinita. Pronto llegará el día en que todo lo que conocemos como mundo arderá en llamas, será una señal divina, pregúntale al evangélico, ese tipo sabe. El sol crecerá a tal magnitud que sus llamas acariciarán las costillas de la Tierra, y no habrá ni edificio ni potencia mundial que valga. ¡No hay futuro, no hay futuro! Valle-Coche: Una mañana mi padre y yo veíamos las noticias en RCTV. Estábamos en casa. En Coche. En nuestro bloque diseñado por Carlos Raúl Villanueva. Mi padre estaba desempleado o de vacaciones y yo aún cursaba el liceo. Yo me dedicaba a terminar una tarea sobre Historia de Venezuela. Para aquel entonces quería estudiar Comunicación Social y mi entretenimiento predilecto era preguntar quién fue el primer venezolano en realizar tal proeza. Muchos me decían que lo mío eran inquietudes de historiador, que recordara que mi vocación era la abogacía, que con eso me iba a volver rico. Esa mañana le pregunté a mi padre cuál había sido la primera obra de Carlos Raúl Villanueva. “Hacer guisos con los 119

militares. Firmar y firmar contratos. Quién sabe si eran o no obras de él. Uno nunca sabe en realidad cómo los militares cuadran esos negocios”. “¿Por qué dices eso?”, le pregunté. “No se trata de que yo diga o no. Hay que leer entre líneas. La historia como la conocemos está hecha con teorías de la conspiración. Un rumor por aquí, una especulación por allá y poco a poco uno va atando cabos”. Mi padre pasaba por una depresión que lo arrastraría al alcoholismo, y seguidamente al subsuelo. Mi madre vendía tortas. Ella mantenía a la familia. A cada rato ella, enojada, me reiteraba que el periodismo y, luego, que la arquitectura, eran carreras de mujercitas. Me gradué de arquitecto y me casé con Vivian. Mi madre pensó siempre que mi relación con ella se trataba de un parapeto para disimular mi “mariconería”. Cuando me veía diseñar y armar maquetas decía: “Razón tenía tu abuela, que cuando te parí naciste boca arriba”. Nunca se apareció en la boda. Murió mi padre y nunca más la volví a ver. Supe de ella años después. Se había ido a Carúpano, había perdido su tono enfático y cazaba algún tajo de una herencia. Franto: Preferiría no hacerlo. Richard: Yo tenía un negocio de cachapas en Coche: Cochapas. Todas las quincenas me asaltaban. Un día me les enfrenté y me dispararon. Me quitaron medio hombro. También con los pedazos de huesos que patearon se llevaron el carrito de las Cochapas y las ganancias de ese día, que no eran muchas, por la crisis, ya sabes. Mis clientes se dispersaron. Regresaron cuando los malandros se habían ido. Me llevaron al Periférico de Coche. No pude trabajar por unas semanas mientras me recuperaba. Tenía también otro puesto, uno de patacones. Se llamaba Voy y vuelvo. Lo tenía medio descuidado, pero daba sus 120

ganancias. Un día mi mujer me dijo que se iría con el niño al parque Italoamericano, que el niño andaba agresivo y la psicóloga del preescolar le metió en la cabeza que estaba abrumado por verme así. En homenaje al negocio Voy y vuelvo, nunca regresó y, de paso, lo vendió para pagarse el pasaje y vivir cómodamente por dos meses en Bucaramanga. Por eso estoy aquí. Simplemente nunca fui feliz en la ciudad ni en el campo. Y todo se trata de buscar un espacio para vivir. Por eso necesitamos un título de propiedad, ¿cierto? Poco a poco surgí de nuevo. Así que reuní una plata y monté un negocio. Le llamé Recochapas. Un buen día hubo un operativo sorpresa de la Disip para desmantelar una banda del Estanque. Tuve que ocultarme debajo del carrito de Recochapas para que una bala mal disparada no me volara la cabeza. A un hampón le clavaron un tiro justo al lado del carrito. Se le resbaló de las manos una AK47 que rápidamente agarré y me metí con ella en el depósito de las masas. Allí me quedé hasta el amanecer. Un buen día, de esos en los que uno siente una energía insólita, de hambre de mundo, y de quincena, vinieron unos malandros a asaltarme, y sabes, esta vez la historia iba a ser un poco diferente. Con esta AK47 que tengo en mis manos los acribillé a todos. Yo soy el ejército de un solo hombre de los citizen. Luis: Dios hizo la luz el primer día. Nosotros al año. Más o menos nos damos cuenta del poder del Todopoderoso. Él le dio luz a todo el Universo. Y para ese entonces no existía ni Tomás del Alba, ni General Electric ni Corpoelec. Nada de eso. En fin, logramos instalar un sistema eléctrico. Yo fui el que tuvo el honor de subir los breakers y dije: “Dios hizo esto el primer día; nosotros en un año. La distancia entre un ser humano y Dios es humillante: es de 121

un año luz”. Yo sé lo que quise decir. Nadie me entendió y creo que tú tampoco. ¿Has leído la Biblia? Yuri, agradecido, le dio a Valle-Coche un sobre y después un abrazo. –Nos vemos la semana siguiente, el lunes –dijo uno. –El lunes, el lunes sin falta –dijo el otro. En la noche, Valle-Coche y Franto conversaron e hicieron las paces. Franto le manifestó la incomodidad que le emanaba Yuri. Valle-Coche optó por no discutir con Franto sobre eso. Quería hablar de otra cosa. Desahogarse. Le mostró el contenido del sobre que Yuri le había dado. –¿Por qué te traicionó tu mujer? –preguntó Franto. –No fue traición. Fue plagio. –Bueno, sé que el recuerdo de tu exmujer te pone sensible. Pero eso fue traición. ¿Acaso ella no era buena en sus cosas? –Lo era. Era correcta más bien. De las alumnas que les gustaban a los profesores de la facultad. Tanto que, al graduarse, salió de encendida a quemada. Yo era un poco más lanzado con mis diseños. No sé cómo me enamoré de ella si vi antes uno de sus trabajos: se trataba de un edificio de siete pisos, que en lugar de enumerarlos, los musicalizó con las notas: do re mi fa so la si do, se abrían las puertas del ascensor en el piso cuatro y se campaneaba un fa sostenido. Así era su maqueta. Un verdadero templo kitsch miniatura. –¿Y entonces? –A los pocos años empezó a envidiarme. Nunca me lo dijo, pero lo notaba claramente. Después de muchos triunfos en mi profesión, Vivian se limitaba a felicitarme 122

con un abierto cinismo y su “bien por ti, te felicito” que me aguijoneaba. Abandonó por unos meses la arquitectura y se puso a dar clases de inglés a viejas millonarias y a hacer bisutería por encargo. Su padre, al verla en esas, corrió a donde un amigo suyo dueño de una agencia de viajes, la premura surgía de la necesidad de mandarla al consultorio de un psicólogo cubano en Miami que estaba de moda por haber tratado a Jon Secada y a Gloria Estefan cuando la fama se les desinfló. –¿Y se recuperó? –¿Que si se recuperó? ¡Pues claro!, a ella lo que le faltaba era ir a ver a Mickey Mouse y hacer compras en K-Mart. Después volvió a ser la misma. Empezó a hacer proyectos por su cuenta. Pero aún así, veía la envidia que anidaba en sus ojos. Ese brillo que refleja la llama ajena. Un día discutimos. Encontró unas pantaletas en mi taller. Unas pantaletas varias tallas menores que las de ella. Siempre la pillaba en mi taller con un plomero para disimular que limpiaba y se preocupaba por la pulcritud de mis trabajos. Husmeaba en mis maquetas para ver si se inspiraba, ¡era eso! Uno de los proyectos que había conseguido con una alcaldía de Honduras estaba relacionado con algo que yo producía para un museo infantil en Suiza. –¿Por qué no la ayudaste? –Nunca aceptó. No hay otra carrera en la que el orgullo profesional esté tan cimentado como en Arquitectura. –Así que un día vio unas pantaletas… –Exactamente. Una alumna imbécil que yo tutoreaba y se había enamorado de mí dejó las pantaleticas con toda la intención de ser descubiertas. ¿Cuál sitio estratégico te imaginas?, pues el estacionamiento de un centro comercial para Puerto Ordaz. La niña quería más horas de 123

consulta, quería más notas en sus proyectos, que eran infames. Quería más de todo. Y yo no podía hacer nada. Era peligroso que esta fulana estuviera algún día diseñando planos para puentes, según ella, su pasión. “Nada tan maravilloso como unir dos territorios que se encuentran separados por la naturaleza”, decía en su anteproyecto de tesis. ¡Me da náuseas! –Las mujeres son una perdición. Casi todos los citizens en realidad huimos de una mujer, decir que huimos de la ciudad o del sistema es una excusa barata. –Vivian descubrió la maldita pantaleta, pero jamás dijo nada y siguió actuando con naturalidad. A veces se le iban puntas que en retrospectiva pude entender. Así que, una tarde en la que mi abnegada y fiel esposa se fue de viaje, llegué a casa después de almorzar con los dueños de una constructora canadiense. La observé bajar las escaleras con todas sus maletas. Tenía el mismo rostro pálido que siempre predecía sus llantos o sus furias. Su mejor amiga le iba a dar la cola a Maiquetía, tenía una reunión de trabajo en Holanda. Me extrañé y en mis entrañas sentí los celos que, imagino, ella también alguna vez sintió por razones laborales. Nos despedimos fríamente. Su amiga me miró con odio, situación que me descolocó, pues no hacía una semana que me coqueteaba cada vez que Vivian no estaba cerca. Vivian se mostró distante. Disimulaba algo, un pesar. Ese mismo día, hacia la noche, supe que su carácter, su rostro pálido y su sorpresivo viaje a Holanda se debían a la maldita pantaleta. Encendí mi laptop para revisar el correo. En el desktop encontré un archivo Word en todo el medio de la pantalla, justo sobre los ojos de Vivian, que se abrazaba a mí y sonreía luminosamente por el flash y porque en aquella época 124

nos queríamos. El archivo se titulaba “Ojo por ojo”. De inmediato me llamó la atención y lo doblecliqueé. Vivian muy ranciamente justificaba su cólera: “Encontré la pantaleta que ahora he guindado encima de tu rascacielos de mierda. Eres un maldito rascaculo. Me apropié de todos los planos de tus maquetas. Los registré a mi nombre. Hace dos semanas los envié a un concurso en Holanda. Y ¿sabes?, he ganado. Eres un maldito. Yo te saqué de abajo. Si no hubiera sido por mí y por mi papá estuvieras diseñando planos para viviendas populares del Gobierno. Ya sabes por dónde meterte la antenita de tu rascacielos. Razón tenían mis amigas cuando me decían que eras un puto miserable”. –Por Dios, Valle-Coche. Nunca perdonaría algo así ni que me plagiaran en Lego. –He pensado en aparecérmele. Darle una sorpresa. –Se lo merece, la muy zorra. Estamos inspirados por Esteban, ¿verdad? –Pero yo no llegaría a esos extremos de terrorismo. –Ojalá y regrese, aquí siempre estará a salvo. Ambos citizen salieron a dar una vuelta por el barrio. Consiguieron limosnas para un par de cervezas. A las siete de la noche ya veían el noticiero de Coche Televisión. Franto hizo un comentario xenofóbico sobre la colonia portuguesa de la parroquia. En condiciones normales, Valle-Coche le hubiera dado un parao, pero en esos momentos sólo tenía cabeza para ventilar el silencio que lo envolvía. Aquella conversación, la última realmente seria que mantuvo con Franto, le dejó por unos días una pesadez en el estómago, sentía en sus tripas una máquina oxidada de mezclar cemento. 125

Valle-Coche tragó en seco y salió una tarde, decidido, a espiar a Vivian. Y la siguió a todas partes. Más que ser un espía en una ciudad llena de chismosos, caía en la ridiculez de asumir esa actividad como un pasatiempo. Fue muy sigiloso. Se ayudó con el compendio de fotos que Yuri le dio. Las treinta fotos relataban la agenda semanal de Vivian. También se apoyó en su maqueta de Caracas para establecer una táctica para sus acechos. Una foto correspondía a un punto de la ciudad, a una esquina que condensaba la Epifanía orgiástica de un mediodía caraqueño. Otra foto retrataba una plaza que Vivian cruzaba para ir a McDonald’s si no gestaba la gastritis. Así pasaron los días. Colocaba las fotos en las avenidas de su maqueta. “Ella está casada pero le va terriblemente mal. Su esposo es un aburrido. Lo salva que es dueño de una clínica”, sentenció Yuri, dando esperanzas con diagnósticos emocionales. Valle-Coche, de todas maneras, detalló al Sr. Aburrido: participó en varias escenas de sus persecuciones y canceló la hipótesis de Yuri: el marido de Vivian no se conformaba con ser aburrido, era profesionalmente detestable. Una vez lo observó espantar con un periódico a unos niños de la calle. “Ella es una actualización sudamericana de Madame Bovary”, dijo Yuri, que acababa de leer la novela para Sociología de la Literatura, y continuó: “Lo que sí me parece raro es que pregunté en su edificio por una oficina de arquitectura, o algo así, y una recepcionista me dijo que allí no había nada de arquitecturas, sino un Ministerio, un instituto de inglés y una feria de comida rápida”. Valle-Coche, por su parte, se tropezó con unas revelaciones que le estropearían la autoestima y lo ratificaban 126

con talento para ser detective: Vivian tenía amoríos con un compañero de trabajo; una semana después otro hallazgo impío: amoríos con un antiguo amigo de la familia. Más tarde, lo más bajo: diseñaba planos para viviendas populares del Gobierno: el ministerio del que hablaba Yuri era el de Infraestructura. Había goteras en la entrada. –Ey, tú no eras así –le reclamaría Franto a Valle-Coche y añadiría–: tenemos tres semanas sin ir a buscar limosnas para beber. –Soy abstemio, Franto. Antes era carnívoro y me metí a vegetariano. Tarde o temprano me iba a volver abstemio –al escuchar la claudicación alcohólica de su amigo, Franto se rascó la cabeza con furia: –¿No te habrás metido a pentecostal? Ahora te la pasas más arriba que abajo, no estarás visitando ningún templo de esos, ¿eh? Valle-Coche negó apenas moviendo la cabeza, dio un suspiro como si acabara de salir de una sesión con Brian Weiss para controlar la ansiedad. –Siempre llevo las cloacas conmigo, viejo. Mañana nos toca Mersifrica. Así que a madrugar. La rutina de Valle-Coche se simplificó a tal punto que descuidó sus clases de arquitectura y se limitó a recordar sus días como peatón. Pasó a ser el Sr. Aburrido de los citizen, menos para Franto: –Muy buena tu clase –le diría. –Siempre hace falta alguien que escuche, Franto, te recuerdo que fuiste el único asistente hoy. –Deberíamos ir a celebrar con un par de cervezas. ¡Tengo dinero! –la respuesta que escucharía Franto lo dejaría como un perdedor ante una chica que corteja: 127

–Mejor otro día. Haré algo afuera y me veré con Yuri. Valle-Coche salía en la mañana para espiar a Vivian y regresaba para terminar su maqueta con una metodología que rayaba en lo compulsivo y en lo neurótico. “La terminaré y buscaré de nuevo a Vivian”, se repetía. Para el Museo de Arte Moderno utilizó la tapa de un perfume en forma de pirámide. Para el edificio más alto del mundo, aquel de la UCV imaginado en el cerebro de Villanueva, tres cajas de Maizina Americana, una sobre la otra. El reencuentro entre Valle-Coche y Vivian no pudo ser más traumático. Él conocía su itinerario como el decálogo del arquitecto. Se le apareció en su casa. No hace falta describir el grito que Vivian arrojó al aire. Ni tampoco los auxilio, me muero, estoy muerta, un muerto, un muerto, que vociferó durante cinco fatigosos minutos. Valle-Coche la atenazó por la espalda y retomó el tono de voz que años atrás le resultaba para reconciliarse con ella: “Tranquilízate, coño, ni tú ni yo estamos muertos. He regresado. No aguantaba ya más tiempo sin hablarte. Siempre te he vigilado desde lejos y hoy sabía que pasabas la tarde sola”. Dos horas después, Vivian, ávida de aventuras, aceptó visitar la nueva morada de Valle-Coche. Prometió no decir nada y le pidió que le hiciera otro té de sales de litio. –Durante cinco años he trabajado en una maqueta de Caracas –dijo, circunspecto, elegante, para cambiar de tema. –Espera, no entiendo, ¿cómo si vives en una cañería? –Precisamente, la construyo con desperdicios de la ciudad. –No, no, tú’ tás loco. Vives seguro en una plaza. ¿Quieres dinero?, toma…, ya te hago un cheque, no te vuelvas a aparecer por aquí. ¿Comida? Llévate todo lo que quieras… 128

¿De pana, Edward, no serás tu hermano gemelo? ¿Están detrás de alguna herencia por casualidad?, ya me acuerdo de los cuentos que me echabas de tu madre... –Por Dios, mujer, ya te he dado detalles íntimos que sólo tú y yo conocemos. –… si quieres te doy una ropa de mi marido que la pensamos donar a los damnificados de las lluvias. –Sabes que siempre me gustó vestirme como indigente. –Cierto, sí, el sexto mandamiento. A Valle-Coche pensó preguntarle a Vivian cómo lo habían declarado muerto. Prefirió dejar para otro momento esa duda. Antes de marcharse, casualmente, o sin el casual, ella le dijo que nunca lo habían declarado muerto: –Siempre te estuve esperando. –¡Ah!, ¿sí? ¿Cursaste un taller de autocontrol y paciencia sin decirme? –De hecho, aún no cumples siete años. –¿Siete años qué? ¿Siete años perro?, ¿siete años gato? –De desaparecido, bobo. No soy una experta en leyes pero es la cantidad de años mínima para que alguien que se esfumó de buenas a primeras se nacionalice como muerto. No vuelvas a venir sin avisar. –Mejor admite que no quieres que me de la vuelta y desaparezca para siempre… –Edward respiró profundamente y culminó la frase–: …sin avisar. III

Jethro Tull, a la hora de la cena, se paró y dijo: –People, this is an intervention! Los citizen, sorprendidos, se miraron la cara unos a otros. En la última intervención, Jethro Tull amonestó a Luis, el 129

evangélico; este, cumpliendo funciones de orador de orden, desvirtuó hacia terrenos metafísicos y religiosos el pasado Día del citizen, lo que atrofió el verdadero espíritu de la fecha. Hoy le tocaba el turno a Valle-Coche. “Franto dirá unas palabras”, informó Jethro Tull. Franto se puso de pie y leyó en voz alta: –Buenas noches a todos los presentes, disculpen que interrumpa el momento de la cena, pero seré breve. Las circunstancias recientes que se han venido suscitando ameritan que esta intervention sea así. Valle, estas palabras resumen la preocupación de todos. No lo tomes a mal. Es por tu bien. De un tiempo para acá ya no sonríes. De un tiempo para acá ya no eres el mismo. Eres más peatón que citizen… La intervention no logró conmover a Valle-Coche, su sentido de la docilidad era concreto armado. Valle-Coche ya había trazado sus planos y no daba síntomas de que usaría el borrador. Vivian, por su parte, como hacía dos días había acordado, solicitó la mañana entera en su oficina para encontrarse con Valle-Coche; un chequeo médico fue la excusa. –Aún no me has dicho a qué te dedicas –le preguntó Valle-Coche con saña una vez que se saludaron. –Soy supervisora de la ONU para Latinoamérica. Yo decido si un proyecto de cierta magnitud es riesgoso o no en una determinada zona. Recientemente evité que se construyera la espada de Bolívar en el Ávila, más por estética y ecología que por las condiciones topográficas, iba a ser un mamotreto; créeme, me costó convencerlos. Son todos unos idiotas. Lo último que Vivian, ciertamente, había evitado con relativo éxito no eran pomposas siluetas arquitectónicas, 130

sino que sus alumnos prendieran los celulares al entrar a clases y se olvidaran del español por dos horas y, sobre todo, había evitado la mirada de Edward cuando le falsificaba su curriculum vitae. La conversación transcurrió de manera agradable. De viejos amigos, de pausas silenciosas, de escarceos de miradas y guiños cómplices. Se asomaba como un mosquito a medianoche la palabra reconciliación. –Mira, Edward, me tengo que ir. Tengo mi clase a la una –dijo Vivian mientras le daba la espalda y abría la maleta de su Corolla. –¿Tu clase? –Vivian cayó en cuenta de su descuido. Mientras se daba tiempo para pensar algo y rectificarlo, sacó con toda la parsimonia del mundo una bolsa negra de la maleta. Se llevó las manos al rostro para taparse del sol que la fustigaba. Se colocó frente a Edward: –Sí, doy un taller de capacitación para los pasantes. Estas nuevas generaciones, si saben usar una escuadra, es pedirles demasiado. Toma, te traje la ropa que te dije anteayer –le entregó una bolsa negra a Edward, sacó de su bolso unos lentes de sol estrafalarios y se los puso–. También te traje unos cestatickets. Vivian se despidió con un tímido aleteo de sus dedos en el aire. Ambos fueron en direcciones opuestas, ella hacia su carro, él hacia su alcantarilla. Ella prometió volver. Valle-Coche compartió la ropa con los citizens. Los cestatickets se destinaron a una actividad menos filantrópica: se los gastó en cervezas y platos de chopsuey en el Buda de Oro. Invitó a Richard, a Saúl y a Franto. Con la ropa recién estrenada lucían más hippies que indigentes, así que nunca se activaron las alarmas del derecho de admisión en el restaurant chino, que por cosas de la posmodernidad también era pizzería y heladería. 131

Pasó la tarde y llegó la noche. Con tanto exceso de lumpias y alcohol, Valle-Coche padeció un ataque de nostalgia. La diluyó en un suave e impostado monólogo, como improvisaba en los congresos a los que era invitado en su época universitaria: –No hay mejor sitio que un restaurante chino para pasar el guayabo arquitectónico... Los dragones y las simetrías laberínticas empotradas en las paredes…, la pecera gigante y los cuadros de una Shanghái procesada por Photoshop custodian este desaliento. Aquí no encontrarás ni un relieve parecido a nuestra arquitectura.... No hay peor despecho que el de un arquitecto, fíjense, te puede dejar la mujer, tu novia te puede montar cacho con tu hermano, ya no se te para más, lo que sea, pero nada es comparable a que tu obra, la que te costó tanto crear, la pateen, la caguen y la invadan. En las siluetas de la ciudad se reflejan los picos, los sótanos y las ventanas de nuestra alma. ¿Cómo sería Caracas si nos hubiéramos comportado como ciudadanos? Esto no lo resuelven ni todas las actualizaciones de Autocad del mundo y las que están por venir. Saúl, Richard y Franto se miraron las caras y pidieron otra ronda. De ellos fue Franto el que tomó la palabra: –Tengo una teoría sobre eso, Valle, y es esta: vivimos en una sociedad y estamos involucrados a un sistema en el que todos peleamos por un pequeño pedazo de ciudad. Este sistema te garantiza la tristeza, un desgano que te obliga a aceptar todo. En las autopistas y carreteras encontramos los últimos vestigios de libertad que nos quedan. Son los semáforos los que administran nuestros avances. Es sentir tras el volante una nueva forma de diván. ¡Las 132

bocinas son nuestro himno! Y los peatones apenas unos fantasmas en el limbo de las aceras. Nosotros, los citizens, estamos al margen de eso –(una vez más) nadie entendió qué había querido decir. Franto, al sólo recibir como respuesta puro silencio, continuó con sus cavilaciones–: Los animales son mejores que nosotros. ¿Saben por qué? Se necesitarían tres generaciones de habitantes subterráneos para recuperar la nobleza del hombre primitivo. Cabalgamos caballos, alimentamos loros y los perros lamen nuestras manos. Y por si fuera poco, cometemos el desatino de llamar a los malandros, ratas; a los infieles y mujeriegos, perros. ¿Recuerdan aquella canción de Emmanuel?, la del perro fiel, así se refería a las mujeres fieles. –¿Sabes una cosa, Francisco Torres…?, a veces no te entendemos. –Sí, Saúl tiene razón –dijo Richard. –Yo soy un moralista, compañeros citizens. Lo que pasa es que ustedes no han agudizado este instinto. –¿Instinto? –intervino Valle-Coche. –¡Vaya!, ¿y ahora desde cuándo la moral es un instinto? –dijo Saúl, llevándose las manos a la frente. Franto no se amilanó: –Sí, un instinto como la animalidad, la supervivencia, el deseo sexual por una hembra, la moral es un estúpido instinto. Y desde este instinto llamado moral quiero atacar la hipocresía. Necesitamos más perversión para moralizar la sociedad. ¿Qué te parece esta teoría, Valle-Coche? Franto mareaba a todos con sus reflexiones más de lo que el alcohol había logrado. El convencimiento en sus propias palabras repugnaba. No era aquel convencimiento de los vendedores de productos de belleza que de 133

buenas a primeras te ofrecen la posibilidad de cambiar tu vida. Franto tenía el verbo de un gurú de fin de los tiempos, de aquellos que presagian calamidades sísmicas y el paso de la humanidad a dimensiones de la conciencia superiores. Su verbo también empalagaba, pero Saúl, Richard y Valle-Coche lo escuchaban sin gestos visibles de rechazo. Más bien su estímulo receptivo se sostenía para buscarle las caídas argumentales y burlarse con saña. A pocas mesas de su charla teórica empezaron a volar botellas en el local. Un plato se estrelló en el pantalla plana, otro platillo volador agrietó el vidrio de una pecera, la cascada de agua hizo que un mesonero resbalara estrepitosamente y lloviera chopsuey sobre unos comensales que mantenían una actitud neutral. Los citizens, cada uno con su cerveza, huyeron del local. Ya afuera, advirtieron que uno de ellos permanecía dentro del Buda de Oro, atrapado en la trifulca. A Saúl le impactaron un portaservilletas en la espalda y motivó su inscripción en la pelea. Se fue con un promedio decente considerando que era únicamente él contra unos cuantos más: recibió unos cinco golpes y propinó otros siete. Llegó la policía. Richard, Franto y ValleCoche le gritaron que saliera de allí, pues podría, como buen indigente, terminar de chivo expiatorio. Cuando le volvieron a gritar, Franto estaba esposado. “El zafarrancho en el Buda de Oro”, tal como lo reseñó Coche TV al día siguiente, dejó un saldo de quince detenidos, incluyendo a los indocumentados citizens. Pero la policía, en sus declaraciones a la prensa, obvió un detalle 134

penoso para la institución. Rumbo a la jefatura, el chofer de la camioneta perdió el control y se volcó. Saúl recordó sus días de punk y aquella ocasión en la que fue detenido en circunstancias similares en la extinta discoteca Acero. Con un poder de persuasión tan curtido como la mejor técnica de hipnosis, con una manipulación de masas digna de Steve Jobs, les dijo a todos que de un envión se abalanzaran para el lado derecho de la camioneta, así esta perdería su eje y escaparían sin otro obstáculo que policías con costillas rotas y moretones. Mientras la camioneta se tambaleara, él, con su fervor bélico, con su arrebato de venganza, asaltaría con sus puños los enclenques y fofos cuerpos de los policías. El plan dio resultado. Todos huyeron, esposados y con algunos rasguños, pero libres de nuevo. El chofer de la camioneta y su copiloto sufrieron heridas y fracturas como lo había previsto Saúl. Los otros tres policías, menos maltratados, los ayudaron a salir de la camioneta. A otro le tocó, más por compromiso que por vocación, una tarea que cumplir: “Persigue a los fugitivos para que no digan que somos unos inútiles”. Pese a la falta de entusiasmo y el sobrepeso, su esfuerzo se recompensó con un descubrimiento valioso para su hoja de vida: atinó con el escondite de los citizens. Una cuadra separaba sus pasos de las suelas carcomidas de Franto, Saúl, Richard y Valle-Coche. Observó sus siluetas entrando en las alcantarillas en ese orden. –Nos escapamos de vaina –dijo Saúl y apagó el televisor después de escuchar la noticia al mediodía siguiente. –Ese chofer como que venía borracho –agregó Franto. –¿El policía dejó de perseguirnos a qué altura? –preguntó Richard. 135

–Por el edificio de la Cantv, creo –dijo Valle-Coche. –Espero que todo quede como un zafarrancho –añadió Franto–, al menos nos dimos cuenta de que estamos sincronizados, que casi no nos hacen falta las palabras para comunicarnos en situaciones de riesgo. “Para la próxima llevaré mi AK47”, pensó Richard y después de toser por el brío de articular palabras que le pesaban como el plomo, dijo: –Llevaré mi AK47 para la próxima. –Iré a abrirle a Yuri. Debe estar por llegar. Hoy traerá enlatados –dijo Valle-Coche. Luego se detuvo, giró sobre sí para encarar a Richard–: Buena idea, viejo, pero deja de decir esas cosas. Todos sabemos que cargas esa pistola para arriba y para abajo sólo por disimular tu brazo mocho. –Te acompaño –propuso Franto. –No te preocupes –respondió Valle-Coche. –Te traje una camisa. La diseñé yo –dijo Yuri. –¿Valle CoChé? –la miró extrañado. –Tu foto en síntesis gráfica se parece al rostro esperanzador de Ernesto Ché Guevara. Hice un juego de palabras y la mandé a imprimir con tu rostro de líder: te tomé una foto sin que te dieras cuenta. Tengo un amigo al que le dicen el Chimpanché, por su agilidad escalando árboles y por su idolatría al Ché. A él también le obsequié una franela así. Con otra idea, claro. Valle-Coche y Jethro Tull llamaron a todos los citizens para darle las gracias a Yuri por los donativos. Luis, el evangélico, fue el primero en hablar, pues quería reivindicarse por la cómica que puso el Día del citizen: –Ha sido un ejemplo de caridad, Dios te bendiga, Yuri. Yuri tuvo una reacción repelente. Frunció el seño y dijo a modo de sermón: 136

–Eduardo Galeano dice que la caridad es humillante porque se ejerce desde arriba, la solidaridad, en cambio, es horizontal e implica respeto mutuo. Camaradas, lo mío fue un gesto de solidaridad con ustedes, mis iguales. Franto, entre envidioso y soberbio balbuceó: –Sí, claro, todos somos iguales, sólo que unos son más iguales que otros. Es una teoría vacía, superficial. Hasta un niño sabe que no se resuelve el problema de un mendigo (no de un citizen) con 20 bolívares para un desayuno, si acaso se resuelve el problema psicológico y espiritual del que da la limosna solidaria o como quieras llamarla. Su tranquilidad mental y su ratificación de generoso. Yuri, notablemente incómodo, hizo ademanes de querer iniciar un debate, un debate con frases y gestos practicados con antelación, pero Franto picó adelante: –Mira, chamo, siempre he creído que uno no entiende realmente algo a menos que sea capaz de explicárselo a su abuela, lo dice Einstein, ¿te suena? Y a mí nadie me ha sabido explicar esas ideas raras. La próxima vez que vengas a hablar de comunismo te meteré un cachuchazo –compulsivo, le dio la espalda a todos, retirándose. Luis el evangélico se limitó a decir: –Lucas 16:3 contigo. –¡¿Perdón?! –exclamó Yuri. –… que el tiempo de Dios es perfecto. El fin de semana llegaría. Valle-Coche sufrió otro ataque de nostalgia que esta vez fue expansivo, se asumió en sus gestos y le invadió el sistema nervioso. Sintió la urgente necesidad de altas dosis de su dieta universitaria, el cuarto mandamiento: limonada con azúcar, un marrón oscuro y dos aspirinas con Coca-Cola. Quería escucharse llamar Edward. Franto le dijo que se dejara de tonterías. 137

Saúl le dijo que las mujeres no saben lo que quieren y que no se enrollara por esa. Richard pensó que no estaría mal que hubiera más chicas entre los citizens, a razón de una por cada uno, aunque soltó un diplomático “así estamos bien”. Franto trató de levantarle el ánimo con otra de sus teorías: “No estés triste, Valle-Coche, yo cuando me pongo así hay un pensamiento que me ayuda a no sentirme como un fracasado. ¿Sabes cuál es? Pienso en mi vida, la cual comenzó con un gran triunfo, yo solito contra miles de millones de espermatozoides que luchaban para llegar a una meta. Cincuenta años después, mi cuerpo celebra esa medalla de oro. Mi vida comenzó con un gran triunfo, y todos, al nacer, no necesitamos de más nada. Nuestro cuerpo apenas es el eco de esa hazaña, la celebración de la carne”. Valle-Coche siguió en sus cavilaciones hasta bien entrada la mañana del sábado. Aceptó un paseo con Franto por la redoma. Sus cavilaciones lo acompañaron hasta que dos tipos encapuchados lo secuestraron. Después del primer puñetazo directo a la nariz, “al carajo las cavilaciones –se dijo– voy a necesitar una rinoplastia callejera”. Valle-Coche pensó que se trataba de la policía cazando chivos expiatorios o que lo habían reconocido de la trifulca en el Buda de Oro. Franto, ya en las cloacas, informó a todos sobre la tragedia: –… eran amigos de Yuri… Ese comunista es un infiltrado… Lo agarraron entre esos tipos en mi antiguo hogar y lo metieron dentro de una Blazer negra. Richard pensó: “No me apartaré de mi AK47”. –Tenemos que estar atentos y reforzar la seguridad –ordenó Jethro Tull. 138

Valle-Coche forcejeó con sus secuestradores. “¡Quieto, quieto!”, le balbuceaban. De un instante a otro, de una llave judoka a un puntapié, sintió una aguja que se hundía fríamente en su muslo derecho para sacarle sangre. Sintió otra inyección en las nalgas, tibia, que lo relajó hasta sentir los huesos como una goma espuma ósea y los latidos de su corazón como una turbina que aireaba sus venas. Tuvo ganas de echarse a dormir una semana entera. Lo último que recordó antes de desvanecerse fue el rostro de Vivian acariciándole el cabello y la mirada perturbadora, esa mirada llena de gratitud hacia Edward por haberla complacido en alguna petición de sexo sadomasoquista. Edward soñó en una época en la que era llamado Edward por todos. Su subconsciente se fajó en una actividad aeróbica capaz de hacer trabajar horas extras a Rafael López Pedraza y James Hillman en sus buenos tiempos. “Ahora soy Valle-Coche”, dijo en un congreso de arquitectura en la selva venezolana, leía una ponencia y espantaba mosquitos gigantes que le aguijoneaban el muslo. Compartía mesa con Fernando Báez, este lucía una corbata que era una cascabel con atuendos iraquíes y dos voluptuosas mujeres cosidas a su traje. Valle-Coche se soñó en modo “acabadera de trapo” en una discoteca en la que sacaban cédulas después de la sexta cerveza. Se soñó registrando objetos en un barril de basura de Mersifrica, allí encontró una botella y la examinó: “Occidente y Oriente unidos por una misma sombra. Esta va para uno de los obeliscos sostenidos por los arcos escarzanos”. Edward o Valle-Coche les siguió dando vueltas a los calendarios y se soñó vestido de toga y birrete, recibiendo un golpe seco en la cabeza: Vivian le había lanzado el 139

diploma de graduación. Y apareció fantasmal el padre alcohólico de Vivian con una botella de whisky sujetándola como a un bebé. Le entregó a su hija un sobre. Vivian lo tomó y su padre la incitó a abrirlo. Dentro, halló la foto de una casa enorme. El padre le guiñó un ojo a Edward: “Ven hijo”, la embriaguez le disparaba un sentimiento de paternidad irritante y era lo que más detestaba Edward del suegro. Pobre viejo. Se infartó con la noticia de la casa incendiada por Edward. Aguantó dos días en terapia intensiva. Dos infartos más le descuadraron los diagnósticos a los de Cardiología y poncharon sus válvulas coronarias definitivamente. “Es para ustedes”. Vivian casi lloró en la realidad, en el sueño vomitó cemento. Edward no podía creer lo de la casa. O puso cara de que no se lo podía creer. Se dijo mentalmente lo que su padre gritaba si pegaba el 5 y 6: “Se armó un limpio”. Edward o Valle-Coche soñaban episodios ya idos, con la naturalidad objetiva de un documental. Vivian, en el Malibú, conducía hacia un restaurante de carnes brasileñas. Vivian besó en los labios a Edward y le dejó la cara oliendo a cemento. Edward se lo hizo saber: “Tu lápiz labial sabe a acera”. Vivian arrugó el rostro y preguntó: “¿Que mi lápiz labial sabe a cera?”. Le hizo señas para escaparse a un hotel después del almuerzo. Le pellizcó el muslo justo ahí, donde le hincaron la inyección. “¡Mejor vámonos ya a un cinco letras!”. Edward reclinó con cuidado su asiento de copiloto, hasta lograr un ángulo de diván. Se soñó atosigando con preguntas a sus padres. “Cuántos pisos tiene la torre Británica, papá”. “Cuántos Parque Cristal, mamá, sí, esa, esa, la del hueco”. Era apenas un niño y sus padres temían que las inquietudes del pequeño no eran las leyes. Vivian se desconcentró. Frenó bruscamente. Casi arrolló 140

a un recogelatas. Edward, que no llevaba el cinturón, golpeó su frente contra el parabrisas y provocó en el vidrio una grieta idéntica a la silueta de Venezuela. Después del golpe, atisbó que el recogelatas era Jethro Tull con una guitarra que aventaría repetidas veces contra el capó. Vivian empezó a dar gritos, retiró sus manos del volante, volvió a reubicarlas, temblorosas, sobre él, trató de arrancar y lo que encontró a sus pies fue una pecera en lugar de palancas. Con estas imágenes terminó el intranquilo sueño de Valle-Coche, con guitarrazos coléricos en el capó, en los retrovisores, en los cauchos, reventando vidrios, faros, parachoques. Vivian gritaba indignada: “Pero si tú eres Jethro Tull, no Pete Townshend”. Vivian conducía hacia Choroní. Al volante estaba capacitada para aprobar todos los test de la autoescuela Rossini. Digirió kilómetros como gelatina hasta que Edward despertó por aquel frenazo tan brusco como el provocado por los guitarrazos de su sueño inextricable. Edward pudo jurar que se trataba de un mismo impacto. Rozó su asiento cuando sacudió la cabeza. Se deshacía de un dolor que le iba de un lado a otro como el aleteo de una corriente eléctrica. Sentía ese malestar arcilloso en su piel, y por dentro, por sus entrañas, se sentía vacío, como si hubiera expulsado sus vísceras en su última defecación. Se restregó los ojos para aclararse la realidad y buscó los de Vivian. Aquietó su cabeza en el asiento. La vio sonreír, de perfil y duplicada ante el parabrisas. Vivian cruzaba a la izquierda y se le atravesó un camión a metro y medio de distancia. Le abanicó una brisa metálica. Ella gritó histérica: “¡Loco de mierda!”. Sus lentes 141

cayeron sobre la palanca de cambio. El conductor la oyó, retrocedió lentamente hasta acercarse a la Blazer de Vivian, bajó el vidrio y le imprecó: “Más respeto, señorita. No por lo de loco, si no por lo de mierda. A la que pueden volver mierda es a usted que tiene luz roja y está toda atravesada”. Edward permaneció en silencio unas cuantas curvas más. –¿Qué has hecho en la vida? –le preguntaría Edward a Vivian. Él ya lucía bañado y afeitado. Las inyecciones de algún modo lo habían vuelto sumiso a las peticiones higiénicas de Vivian. Ambos caminaban por la orilla de la playa. Recién almorzaban y querían sentir la arena húmeda bajo sus pies. A los segundos, meditando una respuesta casi intelectual, casi misteriosa y cínica, Vivian respondió: –Nada, casarme por aburrimiento. –¡Qué divertido! ¿Un deporte o quieres batir un récord Guinness? –¿Qué querías escuchar?, ¿que había escrito un libro, plantado un árbol y tenido un hijo? –No precisamente –dijo Edward, desangelado. Sin embargo, después de una bocanada de aire agria, recuperó el ánimo y arremetió con afilada ironía–: ¡Adopta un animal salvaje y mata a un hombre!, me parece más cercano a ti. –Realmente lo que hice fue secuestrar a un animal salvaje por un fin de semana –replicó ella. –¿Por qué me secuestraste?, ¿acaso no existen las normas de cortesía? –En realidad pensé que no aceptarías. Te noto muy arraigado a tu comunidad. Enviciado, es la palabra, enviciado a tu comunidad. 142

–Yo lo que hice en mi vida fue trasplantar un árbol, malcriar a un niño y regalar mi biblioteca. En tres etapas me resumo: en lo vegetal, en lo traumático y en mis libros de César Pelli y Calatrava. –¿Estabas en las alcantarillas o estudiando filosofía en Europa? –Casi nunca salgo de Coche. –No lo sé, Edward, pero haber estudiado en un colegio salesiano me ha hecho siempre duplicar mis errores. Soy un saco de frustraciones que se renuevan cada año. –Necesitas un terapeuta, siguen los temores con los que te conocí. –Busqué ayuda profesional, una y otra vez, una y otra vez. El último que tuve se enamoró de mí y no lo pude rechazar cuando me hipnotizó. Vivian y Edward buscaron una posada. Los hospedó un holandés que coleccionaba collares de colmillos de tiburón que obsequiaba a sus clientes. Los colmillos estaban pintados de naranja. Edward, ante tal excentricidad y atención, le fue imposible no pensar en Esteban y se preguntó qué habría sido de él. Por su parte, ella, más por la nacionalidad que por otra cosa, recordó su viaje a Holanda cuando vio una colección de cervezas que exhibía el dueño de la posada. Minutos antes de irse a la cama, o al chinchorro para ser exactos, Vivian recibió un mensaje de texto: “La sangre es compatible”. Apagó su celular y apretó en sus labios una sonrisa maliciosa. Vivian y Edward se emborracharon con Coco Anís. La bebida se la compraron a unos surfistas que acampaban en la playa. Con el primer sorbo, a Vivian le dio por las confesiones: 143

–Mi mejor amiga, ¿te acuerdas?, intentó seducirte para ver si caías, ¿cierto? Nunca me dijiste nada, quiero que sepas que yo la obligué a eso. Me debía un favor parecido. Ella tuvo la iniciativa de hacer que yo sedujera a su marido para ver si a este se le iba la mano conmigo. –¿Y se le fue la mano contigo? –Pues seré sincera: se le fueron las dos manos, las dos directo a mis nalgas. Inesperadamente me gustó, me desaté y lo dejé ir un poco más allá y un poco más acá. Empecé a calentarme tanto que lo dejé hacer todo lo que quiso conmigo, un poco más allá y acá. Para mi mejor amiga su esposo sigue siendo un arcángel de la fidelidad. Para esa época ya había descubierto tus traiciones, fue parte de mi venganza. Hoy quiero que lo sepas. –Debiste haberme dicho –ella lo miró a los ojos–, nos hubiéramos ahorrado muchos dolores de cabeza –los ojos de Vivian se tornaron cristalinos, cenizos, impedían con alguna extraña fuerza magnética que dos lágrimas se escaparan. Tomó un sorbo de Coco Anís. Derramó unas gotas que le humedecieron la camisa, transparentándola justo allí, donde el pezón crujía debajo. Buscó un cigarrillo que guardaba en un bolsillo de sus bermudas. Lo encendió. Lo chupó como si se tratara de un calmante para la rabia. Volvió a mirar a los ojos a Edward. Los de él eran pálidos, calcinados de tenacidad, de nostalgias que sobrevivían. Ella tomó la palabra: –Alguien dijo alguna vez que la mejor venganza era el olvido. Hace años en una película escuché que la mejor venganza era seguir viviendo. Ayer por casualidad, hablé con mi mejor amiga. Paradójicamente, me dijo que la venganza es inútil. Anda desesperada. Se metió a les144

biana hace poco y su ex, su primera y espero que última exlesbiana, quiere hacerle una exposición a su marido, el arcángel. Todo el catálogo de fotos porno que se tomaron juntas. Son miles. Pueden tapizar todas las paredes de la GAN y Bellas Artes. ¡Qué desastre!, ¿no? –¡Sí, qué desastre! Olvidar, vivir, lo inútil. Buscar venganza es la mejor cura para alguien a quien han hecho daño. –Al menos en el caso de mi amiga nadie incendiará la casa de nadie. –Y a mí me está comenzando a hervir la sangre. En dos minutos haré combustión espontánea. Sorbos de Coco Anís más tarde, Edward, entre celoso, furibundo y excitado por la historia de su exmujer con el arcángel de la fidelidad, amasaba las caderas de Vivian como si moldeara una columna dórica. Ella bebió lo necesario para demostrarle lo que había aprendido con el Chinchorro Sutra, un libro que su jefe le obsequió esperanzado en que usara esas técnicas con él: “Tú eres un hombre casado”, Vivian se lo sacudió, con mucho orientalismo y tácticas zen: después de rechazar a su jefe prendía un incienso todas las mañanas con devoción mística. Apenas su jefe entraba a su cubículo empezaba a estornudar. Era alérgico al humo. Vivian y Edward subsidiaron sexualmente cinco años de no lamerse la piel. Edward fue virgen de nuevo. Ella ejercitó y recordó un par de veces lo que era un orgasmo, escasos en los últimos meses como la leche, la carne y el respeto a la luz roja del semáforo en la Urdaneta: sus orgasmos o los estaba acaparando inconscientemente, o la oferta y la demanda no eran las indicadas. Sus regresos a 145

los placeres del cuerpo se comparaban al de ver al cometa Halley: una experiencia por la que esperaste mucho y te hace mirar al cielo para deslumbrártelo. Vivian gemía a su máxima potencia, raspaba sus nalgas en la arena y bendecía el sudor ajeno que le chorreaba sus senos, su vientre, su abdomen. A 99 kilómetros del apogeo sexual una situación muy grave ocurría. Significativamente grave para Valle-Coche, que en ese momento se había olvidado del mundo: era Edward y descomponía la geometría de su pasado sentimental. La policía allanaba las cloacas de Coche. Enfrentaba a los citizens en otro hiperviolento capítulo de la torpe policía de la ciudad. A los citizens, desde luego, no les quedó otra alternativa que defenderse. –¡Dame así, Edward, duro, duro! Jethro Tull suplicaba que no le partieran el brazo con una llave que le aplicó un agente encapuchado. –¿Te gusta así, Vivian, por detrás? Luis, el evangélico, alzaba los brazos y gritaba oraciones de memoria. Dos policías lo atacaron. El primer efectivo le lanzó una patada en la boca del estómago. –Así, rico, ¿verdad? El segundo le abanicó un rolazo certero en la ceja izquierda… –¡Me gusta, me gusta! …y le abrió una ventana de sangre que le empapó el rostro. –¡Ay, sí, sí, muérdeme la nuca! Richard apretaba el gatillo de su AK47, se disponía a defender a su pueblo. Vivian y Edward quedaron exhaustos. Luego de las confesiones, ahora le tocaba el turno a las preguntas y al humo: 146

–¿De dónde carajo vienen los citizens? –¿Que de dónde carajo venimos? –No se te quita la mala maña de repetir la pregunta para dar tiempo de pensar tus mentiras. Sí, Edward, ustedes, los citizens, ¿de dónde vienen? –De las cloacas somos y hacia las cloacas vamos. Del allanamiento a los citizens Edward se enteraría al regreso, el lunes en la mañana, por un titular de Últimas Noticias que hojeó en una arepera llegando a Los Valles del Tuy: “Cloaqueros pillaos. Traficaban drogas y violaban menores en las alcantarillas”. Vivian solicitó la mañana entera nuevamente. Adujo un resfriado con una tos indiscreta que le impediría pronunciar cualquier sílaba anglosajona. Edward y Vivian se dirigieron a las cloacas. Vivian reducía la velocidad exclusivamente en las curvas y cuando se le atravesaba algún cachicamo impertinente. Promedió 120 kilómetros por hora y tres fiscales le llamaron la atención, aunque sólo se limitaron a pitarle, a hacerle señas de lejos. Entretanto, Edward, ensimismado, empuñaba el periódico con obstinación, lo arrugaba, como si al mismo tiempo quisiera deshacer la realidad, arrugar la realidad, plegarla hacia una imposible mentira, que en parte lo era. Con la misma frecuencia de los huecos de la carretera, desplegaba las hojas del periódico y sentían en ellas todo el viento que las abanicaba, las abría como una mariposa muerta para volver a leer el indigno titular y revolver su bilis. Su sien carburaba un sudor gaseoso. Musitaba palabras inarticuladas, gangosas. “Debí estar allí, debí estar”, se reprochaba, conmocionado, combustionado. 147

Vivian, antes de sumergirse en las cloacas de la ciudad, sintió un vértigo extraño. Una emoción nefasta que no se reproducía en ella desde la adolescencia. Aquella vez se volcó con el primer automóvil que le regaló su papi. Tenía una semana de inducción al manejo con la Autoescuela Rossini y esa noche había batido dos récords personales: los 200 kilómetros de velocidad y 16½ botellas de Polar Pilsen. La alcantarilla al descubierto, tenebrosa, hostil, la enmudeció. Sintió un trompo en su memoria que le revolvía esquirlas de parabrisas. Edward afinó su voz para espantarle el susto. Él sabía cuáles tonos usar para las emociones oscuras de Vivian. Ya era la tercera oportunidad desde el aparatoso reencuentro. Esta la valoró de manera especial: comprobó que sus oídos seguían calibrados. Ya dentro de las alcantarillas, ¡vaya sorpresa!, Yuri tomaba fotos del desastre que había dejado la policía. –Hasta el televisor reventaron –los recibió Yuri, y le tomó una foto más al aparato que recordaba a una pelota arrugada de papel aluminio. Apagó la cámara, la guardó y del suelo, con rabia, con pesadumbre, alzó por ambas antenas lo que restaba de televisor. Alguna pieza se desprendería y aterrizaría sobre uno de sus pies. Añadió mientras se sobaba–: Algún día estos payasos con uniforme la pagarán caro, acribillaron al mago de la cara de vidrio –apenas diría esto, lanzaría el televisor hacia una esquina. Inmediatamente, si se quiere, con amargura y desesperanza, y obstinados movimientos, observó el periódico de ValleCoche. Ya con las pestañas humedecidas dijo–: Y sí, yo también me enteré por la maldita prensa –Yuri le sostuvo la mirada a Valle-Coche, intentó sostenérsela, pero se extenuó a los pocos segundos. La arrastró como un reptil 148

desconfiado justo hasta los pies de Vivian y Valle-Coche, a ver si debajo de ellos encontraba una mínima huella de esperanza, o de felicidad. Yuri descubrió que todo se había desvanecido, que sus sueños ideológicos morían una vez más, poco antes de alcanzar la madurez reflexiva, poco antes de convertirse en teoría, en ciencia aplicada. Su rostro jamás aparecería en un diccionario Larousse, y peor desgracia: jamás harían una síntesis gráfica de su retrato con pose inspiradora. “Su lamento pecaba de ser tan inacabado como el Helicoide”, habría dicho el mismo Edward Gómez. Vivian, Valle-Coche y Yuri volvieron a leer el artículo. La foto que lo acompañaba mostraba el hueco de la cañería destapado, y justo al lado la oxidada tapa. En la página siguiente, les llamó la atención una nota de prensa que les empujó a trazar un plan. –En este país el papel lo aguanta todo –dijo Vivian. –Menos el agua que se le derrama –dijo Valle-Coche–, en lugar de estrellas hay que coserle palancas a la bandera, o sellos fiscales. –Se me parece más al logo del Día de la alimentación, no un símbolo patrio –dijo Valle-Coche. –Las secretarias en los ministerios no te agilizan nada por una manzana; los tequeños y pastelitos son el aceite de la administración pública –intervino Yuri. –Somos carnívoros. Nadie en 20 años le hizo caso a Penzini Fleury –añadió Valle-Coche. Valle-Coche debía fragmentar su maqueta para transportarla y sacarla de allí. Era el primer paso del plan. Vivian trató de convencerlo de que no podía seguir viviendo así, que ya era suficiente con lo ocurrido: 149

–Mira nada más esta maqueta, es digna de un Nobel. Fruto Vivas es un comemierda al lado tuyo. –No me compares con Fruto Vivas, sabes que nunca he soportado eso. –Después de ofrecerte un apartamento en Árbol para vivir prefieres más que nunca este lugar. Y deja la envidia, hablas mal de Frutín desde que se ganó el premio ese en Hannover. –Vivian, por favor, no sabes lo que dices. Mira mi ciudad, el edificio más alto del mundo, aquel que nunca pudo construir Villanueva. El Museo de Arte Contemporáneo, el sueño alucinante de Niemeyer. La fuente y la cascada de doce metros de Cruz-Diez. La Caracas perfecta, la que debió ser realidad hecha con sus propios desperdicios. –No me jodas, Edward. Es una Caracas de mentira. De cartones y hojalatas. Y de paso huele a mierda. –¿Acaso en la que vives tú no huele así? Siempre ha habido algo podrido en esta ciudad… Valle-Coche optó por evitar discusiones. Ya Vivian empezaba a contradecirse. Era habitual en ella cuando la atacaban los nervios. Y ante cualquier eventualidad siempre estaba nerviosa. La desesperaba su falta de capacidad para dominar la situación. Su soberbia era frágil. Su paciencia quebradiza como un trozo de cartón sumergido en agua. Valle-Coche nunca cursó estudios de cuarto nivel, pero podía jactarse de tener un Ph.D. en contradicciones de Vivian: conocía la arquitectura de sus desesperos. Durante su matrimonio y hasta un día antes de la ruptura, tenía un promedio de 7,49 contradicciones por día. Yuri ayudó a Valle-Coche. Fue complicado desarmar la maqueta en pedazos. Las condiciones eran hostiles. 150

Los estantes donde los citizens guardaban los equipos de trabajo habían sido destrozados, apenas lograron dar con una vieja linterna que iluminaba precariamente los espacios. El sistema de iluminación que instaló Luis, el evangélico, estaba averiado. Yuri llamó a su tío, mano derecha del alcalde de La Pastora. Le prestaría un camión de carga y dos correveidiles de su confianza. Nunca le dijo para qué necesitaba esa clase de vehículo ni qué iba a transportar. Su tío era un hombre de pocas preguntas y sí de muchas respuestas. Por eso llegaría a ocupar el puesto de alcalde, al menos eso se le habían prometido. –¿Crees que la policía regrese? –preguntó Vivian. –Es mediodía, ya deben sellar cuadros en el Buda de Oro –intuyó Valle-Coche. Justo en ese momento, unos policías visitaban a sus compañeros heridos en el Periférico. Les llevaron arroz chino y lumpias para celebrar el duro golpe encajado a la delincuencia subterránea. En la sala de Heridas de Bala hubo un minuto de silencio por sus cinco colegas caídos. Después, destaparon las bolsitas de salsa agridulce y de soya. –Nunca me imaginé que nos darían una limpieza espacial –dijo indignado Valle-Coche. –¿Limpieza espacial? –preguntó Yuri. –No le pares, son vainas de arquitectos –le explicó Vivian con tono desacreditador y se anudó con garbo al brazo del estudiante para alejarlo tiernamente de Edward. Seductoramente le dijo–: Vamos, pequeño ñángara, saquemos cuanto antes esta maqueta de aquí. Vivian dio un alarido que hizo eco en las paredes de la cloaca: sobre la autopista de Tazón de la maqueta había 151

sangre fresca3, en el trozo que iban a ubicar en el interior del camión militar. Valle-Coche, ya más Edward, se dedicó a calmar a Vivian. Cuando los nervios de la mujer se disiparon, Yuri limpió la bajada de Tazón con saliva y un pedazo de tela impregnado de mugre y grasa. Ese fue uno de los últimos fragmentos de la maqueta que faltaban por ubicar en el camión. Los dos correveidiles del tío de Yuri se ofrecieron a ayudar en lo posible. Correveidile Uno, sin querer, abolló la pirámide invertida del CCCT, de anime comprimido. Correveidile Dos le recriminó por eso, sin embargo, su trabajo no sería menos torpe: dañaría el Rascacielos de la Prensa, un edificio completamente transparente. El segundo paso era ir a casa de Vivian. –Mi marido anda de viaje con su mamá –Vivian abordó su Blazer. Edward y Yuri acomodaron los últimos fragmentos de la maqueta en el camión de carga. Ella arrancó. Yuri le ordenó a los correveidiles que la siguie3 Esa sangre podría haber pertenecido a Saúl o a Richard, o a ambos. En un

intento por defender a su pueblo, el ejército de un solo hombre, Richard, se enfrentó en fuego cruzado, y trenzado, a los policías. Su AK47 detonó los 39 proyectiles: dos impactaron en cráneos de efectivos policiales, tres en tórax de efectivos policiales, los 34 proyectiles restantes se perdieron en el abismo de las alcantarillas. Apenas se le agotaron las municiones, Richard, vehemente, con el arrebato de los héroes y la alevosía final de los mártires, corrió hasta alcanzar a los invasores que, cobardemente, se guarecían detrás de una tubería de gas. Al encontrarlos, les lanzó su metralleta. Richard, armado apenas con sus puños, no pudo evitar que lo agujerearan a tiros. Saúl, preso de la impotencia, gritó: “¡Por la vieja guardia punk!”. Su destino fue similar al de Richard. Los citizens se entregaron y vinieron a parar en un calabozo. Allí fueron molidos a golpes. De la muerte de Saúl y Richard la prensa nunca hablaría.

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sen. Vivian gritó desde su ventana: “Les dejaré la puerta abierta, los espero. No tarden y no se olviden del vinagre”. Correveidile Dos le lanzó un piropo a Vivian. Ella le correspondió simulando una arcada. En el primer cruce a la izquierda, Valle-Coche miró directamente al espejo retrovisor que se tambaleaba con el mismo descaro de un mango a punto de caer. Contempló tras de sí la maqueta. La advirtió fragmentada. Los peatones se detenían extrañados y observaban la parte trasera del camión. Valle-Coche detenía su mirada en ellos, los contemplaba viendo el simulacro de su ciudad como si avanzara su propio sepelio; los miraba a través del vidrio de su ventana, estáticos, con sus bolsas de plástico llenas de verduras y canillas, callados, estresados, sudorosos, incapaces de revelarse, de ser libres y, sobre todo, incapaces de huir, de escamarse “la tristeza condicionada por el sistema”, como decía Franto. Los peatones eran raros, y eran así, temerosos de que la policía atinase con sus pensamientos, se rumoreaba últimamente que contaban con una especie de dispositivo telepático para incautarles a distancia su deseo más profundo, aquel que ni siquiera tenían idea de cuál era, ese secreto que los llevaría a sentirse plenos, felices, la llama que atesoran en su corazón todos los citizens, o al menos así él lo creía. Valle-Coche pensó en Saúl sin sospechar que ya brincaba en el cielo de los punketos. También pensó en Jethro Tull y en aquellas palabras que le dijo apenas se adaptaba a las reglas de la comunidad: “El simulacro no es lo que oculta la verdad. Es la verdad la que oculta que no hay verdad. El simulacro es verdadero”. Nunca la entendió del todo, pero le sonaba bien y por eso nunca la olvidó. También recordó aquella vez que transcribió una frase en un Post-it 3M y 153

que conservaría por años pegada en su escritorio, justo a un costado de una de las cornetas de su computadora. A diario la leía. La frase pertenecía a un intelectual venezolano. Ya la había olvidado4. –En esta calle dejamos tu maqueta, Valle-Coche. ¿Estás de acuerdo? –preguntó Yuri. –¿Aquí estarán las cámaras de Coche Televisión? –No, viejo, estarán las cámaras de canales de verdad, con mayor cobertura, así que nos conviene más. ¿Acaso no te acuerdas ya de la noticia que leímos en el periódico? ¡Despierta, Valle-Coche!, hoy es tu día de gloria. Los dos correveidiles, Yuri y Valle-Coche rearmaron la maqueta en una calle aledaña hacia la mitad de la avenida Victoria. Valle-Coche hizo algún comentario sobre el otro nombre con el que es conocida esta vía: avenida Presidente Medina, y que ya era hora de olvidar esa opción y quedarnos con nombres positivos para nuestras calles, no de políticos que promovieron la construcción desenfrenada de aceras y aceras para los peatones. Yuri le dijo a los correveidiles que ya podían retirarse, y que le agradecieran a su tío por la ayuda. Correveidile Uno dijo que nadie sabría nada, pero que de todos modos no había mucho que ocultar, que todos andaban en algo. Correveidile Dos agregó que todos por aquí y por allá tenían el rabo de paja y que nadie le echaría paja a nadie. Ellos sabían muy bien su función como manos derechas de manos derechas. Su función como correvei4 El escritor era Enrique Bernardo Núñez. Y esta era la frase: “Cuando

recorro la ciudad me encuentro con edificios mutilados o descabezados o algún reloj al que le arrancaron los ojos”.

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diles. Una de esas funciones era quedarse callado ante cosas raras. Otra: contarlo todo sin contemplaciones. En la anónima heroicidad de los correveidiles reposa el destino del mundo. Yuri les entregó unos billetes para que se almorzaran un shawarma en cualquiera de la docena de puestos de comida árabe que hay a lo largo de esa avenida: –¡Ey!, pero antes me acomodan el CCCT, que está torcido. –Tranquilo, Yuri, no nos pongas a buscar un transportador de ángulos en pleno mediodía –le aconsejó Valle-Coche–, a esta hora la geometría del sol nos vuelve obtusos. –Bueno, chicos, está bien, muchas gracias, los citizens se los agradeceremos– Yuri se cuadró como un cabo primero ante la llegada de un coronel y se despidió de ellos con un saludo militar. Valle-Coche lo imitó. Poco a poco empezaron a llegar jóvenes con pancartas y pequeñas maquetas de edificios. Allí se iniciaba una marcha de estudiantes de Arquitectura de todas las universidades del país. Yuri se encontró con algunos conocidos y les presentó a Valle-Coche: –Damas y caballeros, él es un citizen, estudió arquitectura en la UCV, pero se dejó de eso de estar haciendo edificios para construir una nueva sociedad. Él me enseñó que de qué nos valía una ciudad infestada de rascacielos, aceras y elevados si no tenía espíritu –los compañeros de Yuri se acercaron a Valle-Coche. Lo saludaron con euforia y sumisión. Los que llevaban gorras, se despojaron de sus gorras; los que no tenían gorra, juntaban sus palmas como si estuvieran ante un Dios resucitado, un Dios de la mugre, o de la verdadera limpieza espiritual. 155

Qué les habrás dicho de mí, pensó Valle-Coche; miró extrañado a Yuri y este le sostuvo la mirada con ingenuidad. Valle-Coche no dijo nada y se limitó a saludar, a permitirse unos vanidosos instantes. Valle-Coche y Yuri condujeron, estacionaron y entraron a la casa de Vivian. Vivian se tomaba unas copas de vino con su marido en la cocina. Se notaba intranquila. No permanecía más de dos sorbos en el mismo lugar. El marido, el Gran Sr. Aburrido, intentó apresarla entre sus brazos. Su torpeza seductora y la ebriedad se transaron a favor de ella. Vivian lo esquivó con agilidad y elegancia. Sin embargo, lanzó al aire un leve quejido, pastoso, de una ansiedad fermentada. El Sr. Aburrido intentó asirla de nuevo, por la cintura. Atrapó un trozo de tela, arrugó el vestido de Vivian. Ella dio un giro estratégico que torció los dedos del marido. Estos perdieron fuerza, desistieron. La copa la sostenía con la otra mano. Derramó vino sobre la alfombra. El Sr. Aburrido refunfuñó desairadamente, como una bestia burlada con un pedazo de carne. De pronto iniciaron una discusión. Valle-Coche y Yuri se acercaron más a la pareja. Se ocultaron en un pasillo de la mansión cercano a la cocina. Desde allí podían escucharlos con claridad. Una pared muy delgada, posiblemente de cartón piedra, los separaba. La casa, obviamente, no debía estar habitada por más nadie. La acústica era estereofónica, observó Valle-Coche, cualquier suspiro podía delatarlos. Con un gesto, le indicó a Yuri permanecer en silencio, que lo jalaba por el hombro para informarle de algo. Esta casa está hecha con un criterio muy gracioso, pensó Valle-Coche, aunque habría que preguntarle direc156

tamente a él qué entendía por construcciones graciosas si viéramos el museo acuático que diseñó para la Ciudad Delta quince años atrás. Escucharon otra serie de gritos y palabras exaltadas, enloquecidas, poseídas por la sinrazón y distorsionadas por argumentos tan necios como un adornito de Navidad en agosto. Valle-Coche y Yuri se acercaron más a ellos, se asomaron a la cocina, dejando al descubierto parte de sus cabezas y parte de sus sombras. Aún podía decirse que era mediodía. Las tripas de ValleCoche sonaron más fuerte que sus murmullos o pisadas. Valle-Coche y Yuri lograron atestiguar cómo Vivian caía al suelo, desmayada. Yacía inerme en la alfombra. El marido la contemplaba con ansiedad. Transpiraba sus intenciones libidinosas, cada gota de sudor emanaba una morbosidad sódica. ¿Cuántas veces habrá ocurrido esta escena?, ValleCoche se preguntó. Le recordaba a aquellos vecinos que tanto reñían. Su niñez se acostumbró a compartir las tardes de Tom y Jerry con el espectáculo de violencia que se producía en el apartamento contiguo, un escenario perfecto para cualquier campaña de Amnistía Internacional. “Esas peleas deben estar patrocinadas por alguna marca de vajillas”, siempre comentaba su abuelo cuando estas empezaban a romperse. El marido posó sobre la mesa la copa de vino. Se corrió hacia abajo la bragueta. Desajustó su correa. Valle-Coche y Yuri invadieron la cocina sin mediar palabras ni gestos. El marido, con los pantalones colgando como un reptil que recién muda la piel, se paralizó al verlos. Logró controlar un poco los nervios y atinó a encararlos: 157

–Vaya, vaya, ¿qué es esto? ¿Una comisión de hermanos al rescate? No sé qué tanto les puede preocupar una mujer como Vivian. Ella es una basura, una inmundicia, un plato podrido de segunda mesa. No vale la pena, váyanse de aquí –les ordenó sin que le temblase tanto la voz como sí el pulso cuando se arremangaba los pantalones. Valle-Coche y Yuri se quedaron de pie, sin expresar la más mínima ira, fobia o desaprobación. –Ya veo que no les interesa en nada lo que yo piense de ella, como dicen por ahí: “El que calla otorga”, pero sí hay una historia que puede llegar a interesarles, y que incluso los pondrá de mi lado. Tú, por tu cara, debes ser Edward Gómez, mi antecesor como marido oficial. Y tú no sé quién carajo serás, pero igual escúchame, para que luego consueles a tu amiguito que quizás no entienda, o le cueste aceptar el plan que la retorcida mente de Vivian estaba llevando a cabo. Vivian quería usar a Edward para una simple actividad: matarlo. Ella tiene un amante, y con él se irá fuera del país –intervino el marido. –¡Te equivocas! –le gritó Valle-Coche–, tú la maltratabas, querías deshacerte de ella, ¡por eso la envenenaste! –Ordena mejor tus ideas y no seas exagerado, pareces andaluz. No la envenené, Edward, la dopé –sacó de su bolsillo una pipa y la encendió–; ya volverá en sí en unas horas, no se alteren de ese modo –aspiró y echó una bocanada de humo al aire, una cortina gaseosa envolvió su rostro estirado por las cirugías plásticas–. Cuando ella despierte, sólo tendrá la sensación de una fuerte resaca por la ingesta irresponsable de un whisky de cantina barata. Con un cafecito se le asentará el tracto digestivo. El marido inclinó la botella de vino para servirse otra copa, pero anuló la operación en el momento justo del 158

contacto de la botella con el borde de la copa. “¡Dios, qué maleducado!, ¿dónde he dejado mis modales?”, con voz afeminada simuló lamentarse. Les ofreció servirle una copa a cada uno. Sin esperar respuesta y ademanes dosificados de sommelier, buscó un par de copas en el fregadero de la cocina. Como si deseara bajar la columna de mercurio de un par de termómetros, las agitó para despojarlas de los residuos de agua. Retomó su discurso: –Sé que esto te dolerá, querido Edward. Pero es preferible saber lo que en realidad pasa. Ella planeaba matarme y culparte a ti, por eso te citó precisamente para hoy, a este lugar, mi propia casa. Ahora, como sabrás, está de moda que los indigentes maten a las personas honestas, o los agarran de chivos expiatorios por tal o cual robo. –No te creo, mientes –intervino Yuri. Valle-Coche lo contuvo y lo miró a los ojos como diciéndole: “Esto lo resuelvo yo”, y le gritó al Sr. Aburrido: –¡Eres un enfermo! ¡Un loco psicópata! –Dejemos de lado las consideraciones de forma. Pues lo que les interesa a ustedes es el fondo del asunto. El Sr. Aburrido vertió cuatro dedos exactos de vino en las tres copas, bebió de la suya, saboreó el licor: –¡Fantastique! ¡Fantastique! ¿Continúo?, ¿sí?, ¿me dejan continuar? Les decía que, de paso, tu adorada ex quería quitarte el hígado. Y yo muerto, mi clínica, tararán, se queda Vivian con ella. Qué genial sería vivir sin compartir ganancias y abandonar ese mediocre trabajo de profesora e irse pal carajo, ya la pensión de su papá no le daba para mucho, únicamente para un viaje a Europa al año. En el fondo no la culpo, en una economía hormonal como la que hoy padecemos, que lo diga el mismísimo Eddy Chapman, a veces tan metafísico como Conny Méndez 159

y psicomago como Jodorowsky, todos las mujeres recién divorciadas e histéricas del mundo querrán internarse en una clínica regentada por una mujer de la calaña de Vivian. ¿Algo qué opinar, queridos invitados? Yuri hizo su acostumbrado ademán para iniciar discursos, tal como lo había aprendido en el taller de oralidad al que asistió, dictado por un excomunista, exalcohólico y exguerrillero: –Ya va, ya va, no entiendo. Tenemos que corregir este error histórico. Él, Valle-Coche, renació y creció en un poro de la sociedad. En una cavidad minúscula en la que jamás penetraba el sol. Durante años vivió allí con sus camaradas. Reconozco, compañero, que me he dejado llevar por ideas retrógradas ya superadas en el tiempo y en el espacio. Pero escúcheme bien, señor, escúcheme: siempre he pensado que una mentira progresista vale más que una verdad reaccionaria. –¿A dónde quieres llegar, muchacho? De verdad no te entendí nada –dijo el Sr. Aburrido–, ¿no podías ser más breve y claro? Además, tu amigo no vivió toda su vida en esa fétida alcantarilla. El estudiante de sociología dijo otra frase, esta vez más inconexa y bebió un poco de vino, pero, por error, de la misma copa de Vivian. Cayó al suelo a los pocos segundos. –Los comunistas siempre bebieron de la copa equivocada en la fiesta equivocada –dijo el Sr. Aburrido parodiando una cara de admiración y profundo respeto. Giró hacia Valle-Coche y continuó con desprecio–: Ahora quedamos tú y yo. ¿Se te ofrece otra copita? Veo que en momentos delicados bebes muy rápido, ¿no?, pues te sigo contando: Vivian es una persona muy perversa, aunque la 160

veas allí, desamparada, te ha quitado los derechos de autor de tus obras, de tus grandes homenajes a la arquitectura. Me atrevo a afirmar que empecé a odiar empecinadamente a la humanidad cuando Vivian se quitó su careta de buena esposa. Desde ese momento desprecio a los hombres, los veo sucios, espantosos, un saco de órganos en constante putrefacción, en parte es lo único que tengo que agradecerle a Vivian. Me enferma tanta mezquindad en cada uno de sus actos. Por eso después de este evento decidiré quedarme solo, como una gesta de orgullo, el triunfo de mi superioridad. Estabas apuntando alto, y pronto, de haber continuado cosechando éxitos en tu carrera, Carlos Raúl Villanueva iba a ser una minúscula referencia, un antecedente necesario en nuestra arquitectura. Estoy enterado, muy enterado, y no te lo advierto para sacarte en cara nada, ni manipularte, lo digo para que compruebes que tengo conocimiento de toda esta conspiración que se armaba para destruirnos, sacarnos del juego, o sacarme del juego a mí usando a alguien que ya daban por muerto y que ha perdido toda credibilidad pública. Y si quieres te doy pruebas de lo que ella quería hacer contigo. ¿De acuerdo? ¿Sí? Prosigo entonces: te faltan dos años para que te declaren muerto, ¿verdad? Vivian planificó todo para que los allanasen. Ella me habló de la maqueta de la ciudad de Caracas que hiciste, la quería para ella. Por eso te digo que quiero negociar contigo, que hagamos un trato. Y es el siguiente: tú me ayudas a desaparecer a esa víbora, y yo te ayudo a recuperar tu vida, con mis contactos puedo hacerte famoso de nuevo. –Yo no quiero desaparecer a nadie, además, Vivian y yo tenemos un plan –dijo Valle-Coche casi sin convicción, abatido. Luego agregó–: ¿Y qué carajo hizo con el 161

dinero de las ganancias de mis obras? ¿Se esfumaron? ¿Por qué sigue dando clases de inglés entonces? –Ese dinero lo malgastó en juguetes: un yate que chocó contra un muelle en Oranjestad con el alcohólico del holandés, joyas que nunca se pone, vehículos que choca cuando abusa del whisky, gigolós de todas partes del mundo. En cuatro años se esfumaron, como bien lo dices, miles de dólares. Vivian es una alquimista del despilfarro. –Si le dábamos un mes más hubiera terminado como indigente –dijo Valle-Coche lo necesariamente bajo como para escucharse a sí mismo. –Amigo, los primeros indigentes son los millonarios, los segundos indigentes son aquellos que quieran dárselas de millonarios: siempre cargan una maleta encima de aquí para allá, dándole la vuelta al mundo hasta marearse. De todas maneras, hay que ser justos. Vivian al menos hizo una buena inversión: sus viajes a Holanda para chuparle el pipí al viejo y tener allí su caja chica que ahora busca con desesperación mantener viva, o buscaba. No puede dejar morir al viejo. El viejo necesita un hígado urgentemente. Y está allí, justo dentro de tus tripas. –No entiendo nada. No entiendo nada. –Si no lo haces, ella lo hará contigo, tarde o temprano, habrás desaparecido como los billetes de Tinoco. Ella aprovecha el poco poder que tiene para moverse. Se acuesta con el ministro de la Defensa, según me cuenta mi detective privado, aunque en realidad creo que se acuesta con un correveidile del ministro de la Defensa, mi detective sale con esas cosas para cobrar primas por riesgos, ya saben. De todas maneras, Vivian, no conforme con eso, tiene a su amante oficial: el viejo millonario holandés al que le quiere importar un hígado del trópico, apto para 162

que siga jalando caña hasta que cumpla noventa años, o al menos hasta que compre al Ajax de Ámsterdam y se decida a incluirla en el testamento. Ese viejo no tiene hijos, no tiene familia. Su dinero, al morir, irá a una institución de beneficencia. ¿Quieres más pruebas? Tu adorada Vivian me mandó a secuestrar. Sus gorilas me golpearon, me sacaron la sangre para ver si yo era compatible con el puto maricón tulipán. Gracias a Dios que mi sangre no va con él. ¡Y tú sí que debes tener bastantes anticuerpos, querido amigo vegetariano! –el Sr. Aburrido hizo gárgaras con el vino y miró a Valle-Coche. Esperaba su reacción: –¡A mí también me sacaron sangre!, ahora que recuerdo… Cuando me invitó a la playa. Me llevaron dos tipos. Todo es muy confuso. – Los agentes de El Cuerpo le llaman a eso modus operandi. –Ella me dijo que lo hizo así porque aún no confiaba en mí del todo. Mientras yo paseaba con ella por la playa, o cenábamos, alguien muy cerca siempre nos miraba de reojo. Al menos tenía esa sensación. ¡Maldita sea!, estoy jodido. –“Estoy jodido”, la frase favorita de los dictadores unos segundos antes de que los linchen. Al decir estas palabras, Valle-Coche, sacando fuerzas del interior de su alma y de sus fracasos, aturdido, sin saber muy bien qué hacer, sin la posibilidad de establecer una lógica entre ese amasijo de intrigas y sospechas, reaccionó con un puñetazo directo a la nariz del marido, le desgarró el tabique, le quebró alguno que otro hueso. Este cayó al suelo, muy cerca de Vivian, desmayado. Valle-Coche, para evitar que se reincorporase, le partió en la cabeza la botella de vino. Lo empapó y le arañó la cara con las esquirlas. Extenuado, con la rabia crepitándole en 163

la sien como una cachapa que se deja freír más tiempo de lo requerido, observó los tres cuerpos tendidos, como si necesitara reconocer cuál era cuál. Tenía una resaca de realidad. Esta se le hacía borrosa. Se echó al hombro a Yuri y huyó de la mansión. En la calle, la sola visión del camión de carga lo hizo confiar un poco en sí mismo y en el plan que tenían. Una difusa como desoladora idea de seguridad. Colocó a Yuri en el asiento del copiloto, le ató el cinturón. Intentó encender el vehículo y recordó que no manejaba desde aquella vez que incendió los talleres de su casa y huyó. Conducir tenía como reflejo la huida para él. Pensó en regresar, y buscar a Vivian. ¿Qué tantos minutos podía perder? Algo muy dentro de él le repetía con la frecuencia del coro de una canción de pop cristiano, de esas que cantaba Luis, de que ya la historia había terminado. Que ya no daba para más. Que forzar un tercer encuentro era activar neciamente un mecanismo de la destrucción. Más valía la posible mentira que le había suministrado el marido que futuras explicaciones, justificaciones, pretextos que Vivian podía argumentarle. Esa, para él, sería la historia oficial. Empezó a cachetear a Yuri hasta despertarlo. Él, de algún modo, volvía a la superficie de la razón. Y su razón estaba tan agrietada como las carreteras de Caracas, mucha grasa y cauchos la habían deteriorado. Frente al volante reconoció el techo de lo que había sido su mundo subterráneo. Ese asfalto febril que brillaba con el mediodía. Ahora toda la ciudad era un desecho. Se sintió débil, lleno de estupor y atestado de cobardía. Se sintió vil, negaba su infame confianza, pero esta persistía 164

allí en su horizonte más cercano, el asfalto, las aceras, las avenidas. Se lo tomó como una alegoría de la crueldad en estado puro. La crueldad se llamaba asfalto. Se llamaba calle. Allí todos éramos iguales y no existía ya la misericordia. Si acaso alguna vez existió un parapeto de esta. Encendió el motor. Arrancó. Arrancó el vehículo torpemente. Pisó el acelerador. Condujo. Yuri empezó a roncar. Epílogo

Entre algunos estudiantes, Yuri y yo instalamos la maqueta de Caracas de la forma más incómoda posible, así quien pasara la confundiría con una guarimba. Allí la colocamos, en mitad de la calle, atravesada, que estorbara y replegara a los sumisos a tomar otro camino y que terminara por volver histéricos a los estresados. La maqueta era una Caracas reducida a cartones y paletas de helado. Aunque en cierto modo, sabíamos que por allí nadie pasaría. Yuri suspiró y se alejó un poco de nosotros. De pronto, nos dio la espalda. Subió la pasarela y, desde arriba, tomó varias fotos cenitales de la maqueta y los manifestantes. Pensé que regresaría, pero, por alguna razón que en ese momento desconocía, bajó por el otro extremo de la pasarela, hacia la acera del frente. Desapareció por unos minutos. Me quedé allí junto a varios estudiantes de arquitectura que gritaban consignas. Nos llegó un comunicado de un líder de los intelectuales que estaba de visita en el país. Parte de sus palabras las convertimos en una frase que pintamos en una pancarta: “Hoy nos hemos dedicado a gritar; desde el amanecer no se ha oído nada 165

más en la ciudad. Otros mil años no nos harán desistir”. Ya varias cámaras de televisión grababan mi maqueta. Algunos estudiantes les informaron a los periodistas que yo era el autor. –Sí, yo la hice, con los desperdicios de la ciudad construí la Caracas que nunca fue. –¿Cómo hizo para diseñarla? –preguntó otra periodista. –Di la vuelta al mundo, me perdí innumerables veces, ni la muerte conoce todas las calles y plazas y carreteras de Caracas. Eso me ayudó mucho para construirla. –¿Cómo se siente aquí? –dijo un periodista. –¿Es usted estudiante? –insistió otro periodista. –¿Profesor? –apostó otro periodista. –Soy un citizen. –¿Un qué…? –intervino alguien más. Como ya estaba aburrido les respondí con una frase de Franz Fanon que me atribuí. La había leído en un libro que el mismo Yuri me había prestado: “La arquitectura de esta obra echa sus raíces en lo temporal. Todo problema humano debe ser considerado desde el punto de vista del tiempo”. Los periodistas se miraron desconcertados y se dispersaron para buscar a otra persona potencialmente entrevistable, y potencialmente menos profunda. Instantes después, un bullicio a nuestras espaldas. Volteamos. Se acercaba otro grupo de estudiantes de la facultad de Arquitectura de la UCV. Muy cerca de nosotros estaban los de la LUZ y los de la ULA. Los estudiantes gritaban con furor contenido. De pronto, sentí que alguien me tocaba el hombro. Era Yuri, que me entregaba la fotografía de mi maqueta. –Para que culmines tu obra, camarada. 166

–No me llames camarada, por el amor de Dios, dime hermano citizen. Yo agarré la fotografía en mis manos y pude notar que en el reverso había una especie de adhesivo. –Estamos aquí, justo en esta calle –Yuri señaló la avenida Victoria en la maqueta. Lo miré, creo que sonreí como la vez que recibí mi título de arquitecto. Coloqué la fotografía de mi maqueta en el lugar en el que nos ubicábamos. Así la terminaba de armar con los desechos de la ciudad y el punto final era una fotografía de todos los que estábamos allí. Minutos después, la estampida. Llegaron los gases lacrimógenos. La ballena de la policía nos disparó un agua furiosa. La ballena aplastó la maqueta. Todos corrimos y la ballena siguió detrás de nosotros. Los perdigones, el agua, los gases. Nos desplazamos hacia los callejones de Las Acacias. Laberínticos, calles con nombres de países centroamericanos. Qué pena con esos países. El Ávila de cartón y papel periódico crujió como un niño debajo de las pedregosas ruedas de la ballena. Caracas siguió bajo el fuego. Yo la vi de lejos cuando todo había pasado; cuando apenas quedaban cenizas. Cuando volví a desaparecer.

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Final de telenovela Arturo Serrano Álvarez

Mi madre hizo con nosotros, sus hijos, lo que se suponía que debían hacer las señoras de entonces: dejarnos al cuidado de unas mujeres humildes, las empleadas domésticas a su servicio, y no permitir que fuésemos un estorbo o una traba.

Y de repente, un ángel Jaime Bayly

1983

T

reinta y cinco, treinta y cuatro, treinta y tres, treinta y dos, treinta y uno, treinta... Los ojos azules de Máximo estaban clavados en el reloj. Faltaban treinta segundos para que sonase el timbre del último recreo y el rito diario se repetía una vez más. Máximo contaba mentalmente esos pocos segundos que lo separaban de su casa. No, no, no, no. Empezamos mal. Dejemos las imprecisiones. No era de su casa que lo separaban esos 30 segundos. El ansia que las manos sudorosas delataban no era por la lejanía de su casa, sino por la lejanía del televisor. Pero de nuevo estamos cayendo en vaguedades. No era de la televisión en general que Máximo se sentía alejado, sino de las telenovelas. Veintinueve, veintiocho, veintisiete, veintiséis, veinticinco, veinticuatro...

Máximo no era como los demás niños. Mientras todos soñaban con Mazinger Z, Transformers y otros programas de televisión, él tenía otra obsesión. ¿Vieron qué fácil es no divagar? Ahora sí estamos usando las palabras correctas. Porque ese es el nombre de lo que Máximo padecía: obsesión. Pues como decía, su obsesión era por esas historias contadas de manera fragmentada, y un capítulo a la vez: las telenovelas. Le gustaban todas: las largas, las cortas, las buenas, las malas, las originales, las basadas en novelas, las culturales, las de mediodía, las de la tarde, las de la noche. Veinticuatro, veintitrés, veintidós, veintiuno, veinte... Para Máximo el colegio no era sino ese desagradable hiato que había entre la hora en que se despertaba y la hora en que regresaba a casa a ver televisión. Esa edificación pintada de azul y blanco no era sino una cárcel disfrazada. Era un espantoso lugar donde reinaba la ley de la selva y en el que sólo los más aptos sobrevivían. Cualquier palabra fuera de lugar, cualquier atuendo que saliese de la monótona normalidad a la que estaban todos ya acostumbrados, cualquier gesto que indicase miedo podía significar una burla que duraba semanas o en ocasiones hasta una buena golpiza. Para sus compañeros, Máximo era una especie de marciano. Nadie lo entendía y nadie hacía el más mínimo esfuerzo por entenderlo. Si bien toda diferencia era enfrentada por los muchachos del colegio con la violencia que se origina en la incomprensión y la intolerancia, Máximo había tenido mucha suerte. Su manera de ser, su silencio ya mítico, pero sobre todo su costumbre de llevar siempre consigo una libreta en la que escribía y escribía sin parar durante los recesos, lo habían conver170

tido en un ser tan peculiar y lejano a las posibilidades de comprensión de sus compañeros de séptimo grado, que simplemente habían optado por ignorarlo. Sencillamente no estaba allí. Diecinueve, dieciocho, diecisiete, dieciséis, quince... Natalicia había sido contratada por su madre para limpiar la casa. Pero claro, limpiar la casa no quiere decir simplemente limpiar la casa. Entre sus labores se encontraba la de cuidar a ese niño al que llamaba “mi catirito”, y a quien amó desde el primer momento en que lo vio. Ella siempre había querido tener un niño; por eso, cuando la madre le informó del laxo sentido en el que se tomaba la frase “limpiar la casa” y que incluía labores tan disímiles como cocinar, lavar, atender el teléfono, ir al mercado y cuidar al niño, no se molestó. Entre Máximo y ella hubo una inmediata complicidad que se agudizó cuando descubrieron que compartían la afición por las telenovelas. Máximo dominaba con soltura la trama de varias telenovelas y no pasaría mucho tiempo antes de que, con la ayuda de su nueva cómplice, esta pericia se extendiera hasta los nombres de actores y actrices, cantantes que interpretaban los temas de las telenovelas, canales donde las transmitían y cualquier otro detalle por minúsculo que pudiera parecer. Catorce, trece, doce, once, diez... Lo de las libretas comenzó muy pronto. Uno de esos raros días en que su mamá podía tomarse el tiempo de estar con su hijo, ambos pasaron por una librería para escoger un regalo. Ella había ido con la idea de que el niño escogiese algún libro de cuentos, pero se sorprendió al ver que llevaba en sus manos una pequeña libreta negra y un lápiz Mongol número 2. Este sería el primero de 171

cientos y cientos de libretas que Máximo usaría para escribir y escribir y escribir. La verdad es que la curiosidad materna nunca llegó al punto de averiguar qué escribía el niño. Simplemente se alegraba de que tuviese una afición que lo convirtiera en un niño que no diera problemas. Nueve, ocho, siete, seis, cinco... Cada año la afición fue creciendo hasta el punto en el que la madre tomó la decisión de prohibir que Máximo viese telenovelas. Pero esta prohibición, así como tantas medidas disciplinarias que había tomado en el pasado, tenía el propósito de demostrar ante quien estuviese presente en ese momento (la maestra, los vecinos o la misma Natalicia) que, a pesar de que la evidencia dijese lo contrario, a ella le importaba mucho su hijo. Pero la realidad fue que Máximo vio todas las telenovelas que quiso, por lo que a los diez años era la persona que más sabía del “espectáculo del sufrimiento”. Porque eso es algo que Máximo entendería muy rápido. Sin sufrimiento no hay telenovelas, que es lo mismo que decir que no hay vida sin sufrimiento. No importa cuán feliz sea el final, lo que predomina es el sufrimiento. Cuatro, tres, dos, uno... riiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiing. Sus compañeros eran lo suficientemente inteligentes para evitar cruzarse en el camino de Máximo a la salida. La velocidad, fuerza y decisión con la que se impulsaba fuera del pupitre hacia la puerta lo convertían en un arma temida por todos, inclusive por su maestra. Afuera, en la calle, detrás de la reja, lo esperaba Natalicia. Ella intentaba llegar al colegio cinco minutos antes de que sonase el timbre, pues sabía perfectamente lo que significaba llegar tarde. En esas raras ocasiones en las que eso había ocurrido, la tranquila y angelical cara de 172

Máximo se transformaba en una cara rabiosa y plena de frustración que hacía juego con esos ojos que, de un azul sorprendente, pasaban a un rojo delirante. Natalicia era de Puerto Cabello, hija de un marinero holandés del que había heredado los ojos verdes, y de una muchacha perteneciente a una humilde familia porteña. Debido a que era blanca, y gracias al color de los ojos, las demás madres la habían aceptado en esa pequeña cofradía que se formaba todos los días frente a la puerta del colegio, bajo la falsa suposición de que era la madre de Máximo. Si ellas hubiesen sabido la verdad, jamás habrían cruzado una sola palabra con esa mujer que hablaba poco y las miraba extrañamente. Ella tampoco se había molestado nunca en sacarlas de su ignorancia, no porque disfrutase particularmente esas sesiones de chismes, sino por vergüenza ajena. Siempre había intuido la vacuidad de las cabezas de esas señoras que abandonaban sus vidas para convertirse en una especie de representantes artísticas de sus hijos. Los llevaban al violín, a las clases de karate, de ballet, de flamenco, de guitarra, de fútbol y de tantas otras cosas. Pero esa intuición se había convertido en una certeza el día en que le tocó presenciar una de las profundas conversaciones de las que generalmente se abstenía de participar con la excepción de un ocasional asentimiento. No podía evitar que se le notara el nerviosismo a la hora de compartir esos minutos con las madres de los compañeros de Máximo. Por eso había logrado desarrollar la capacidad de calcular el tiempo de tal manera que nunca tuviese que pasar más de cinco minutos con estas mujeres y a la vez no tener que hacer esperar a Máximo. El colegio quedaba a cuatro calles de la casa. Máximo, seguido de cerca por una cansada y sudada Natalicia, las 173

recorría en cuatro minutos exactos. Los días en los que todo salía bien era posible no perderse ni un minuto de la novela de la una de la tarde. El niño había desarrollado un sistema que le permitía hacer las actividades que su madre exigía antes de que la novela comenzase. Quitarse la camisa, ponerse una limpia, quitarse los blue jeans, ponerse otros, quitarse los zapatos y las medias, ponerse cholas... Antes de salir para el colegio dejaba preparada la ropa que se pondría cuando regresase a casa. Asimismo, dejaba una bandeja plegable que le permitía almorzar delante de la televisión. Esta también servía para colocar su libreta negra y su lápiz de tal manera que, si era necesario, podría anotar lo que considerase significativo. Máximo veía muy poco a su madre. Ella llegaba después de las 10 p.m, hora en la que él ya estaba acostado. Ella trabajaba en un ministerio y su marido había desaparecido del panorama antes de que Máximo naciera, por lo que nunca conoció a su padre. La relación con su madre se caracterizaba por ser cordial. Si bien ninguno de los dos era particularmente cariñoso, tampoco se llevaban mal. Era más bien una relación basada en la no agresión. Él suponía que ella tenía una vida fuera de casa, y ella sabía que él tenía la suya. Ambos intentaban mantenerse alejados para no molestar al otro. Hasta ahora había funcionado muy bien. La telenovela que actualmente veía Máximo se llamaba El dolor de ser tuya y ya estaba llegando a su final. Si bien pudiéramos imaginarnos que para él era doloroso el final de una telenovela, no era así. La emoción de la llegada de una nueva siempre opacaba la tristeza de la culminación de otra. Entre la nada sorprendente y siem174

pre presente felicidad del final feliz de toda telenovela y el éxtasis y emoción que producía el comienzo de una nueva, estos eran los días en los que el humor de Máximo estaba en su mejor momento. Siempre decía que la vida debería ser como una telenovela. En la vida real las personas son impenetrables. Es muy difícil distinguir a los malos de los buenos. En cambio, en las telenovelas los malos eran muy malos y además se les notaba y los buenos eran muy buenos y además se les notaba; lo cual, unido a la música y a los acordes estridentes, hacían que fuese muy sencillo entenderlas. Poco a poco Máximo fue convirtiendo las telenovelas en su mundo. La absoluta lógica interna de estas obras hacía que se le facilitase encerrarse en ese microcosmos y lo llegase a convertir en el lugar donde pasaba la mayor parte del tiempo. De este modo, la delgada línea que separa realidad y ficción fue desapareciendo, y así se percató de que en cada persona de la vida real hay un personaje y en cada cosa que pasa, una telenovela. El almuerzo de hoy consistía en sopa de espinaca, milanesa y puré de papas. La verdad es que hubiera dado lo mismo servirle un trozo de cartón; igual se lo hubiera comido, ya que toda su atención estaba dirigida a un solo sitio: la pantalla del televisor. Aún así, a Natalicia le encantaba cocinarle las cosas que a él le gustaban. Uno de los mejores premios que podía recibir era que Máximo abandonara por unos segundos la pantalla, se volteara y con los ojos brillantes le dijese ¡Ummmmmm, qué rico! Si bien esto no ocurría a menudo, ella sabía que la competencia era difícil y se lo perdonaba. Las propagandas eran los momentos que aprovechaba Máximo para escribir. Tenía calculado el tiempo de tal manera que 175

ninguna información relevante quedara por fuera. Sabía exactamente la duración de la publicidad y eso le permitía distribuir su tiempo sabiamente. La hora de la tarea era cualquier momento que estuviese entre las tres y las nueve. Ese era el bloque en el que no se transmitían telenovelas, y por tanto se lo dedicaba a los estudios. Por sorpresivo que pudiera parecer a algunos, Máximo era muy buen estudiante. Sabía que obtener malas notas hubiera significado un castigo que se traduciría en no ver televisión. Esto, por supuesto, era algo que él nunca hubiese permitido. La confusión de las otras madres del colegio con respecto a la verdadera relación de Máximo con Natalicia se debía, en gran medida, a una complicidad a simple vista. La relación era muy familiar (mucho más familiar que la que tenía con su madre). Pero esto no molestaba a ninguno de los tres. Más bien facilitaba las cosas. Su madre agradecía que la atención del niño se dirigiese a cualquier cosa que no fuese ella. Prefería no averiguar mucho acerca de lo que él hacía, pues comenzar una labor de investigación maternal hubiera significado intervenir, lo que se habría traducido en romper el delicado balance de la convivencia. Hacía ocho años que su padre había desaparecido sin dejar rastro. Por lo visto, el nacimiento de Máximo precipitó su locura. Después de unos gritos bien dados y unos rudos manotazos salió por la puerta sin decir adiós y más nunca se supo de él. Para ser exactos, debemos decir que su participación en la educación del niño, así como en las labores del hogar, era inexistente, razón por la cual la vida no sufrió grandes cambios. 176

Hacía cinco años que la madre trabajaba en el Ministerio. Las cosas estaban muy difíciles en el país y tener lo suficiente para poder criar a su hijo había implicado convertirse en secretaria. Desde el primer día se dio cuenta de que iba a necesitar ayuda y es así como una vecina le dio los datos de esta muchacha cuyo nombre era difícil no recordar: Natalicia. “Me llamo así porque nací el día del natalicio del Libertador”, le decía a todo aquel que ponía cara de sorpresa a la hora de oír ese peculiar nombre. 1963

Natalicia vino al mundo el 24 de julio del año 63. Poco después de dar a luz, la madre de la recién nacida fue a casa de su hermana con la niña en brazos. Tocó la puerta del rancho, la empujó y entró. Al fondo, detrás de la cortina que separaba la habitación del resto de la vivienda, se adivinaba la figura de alguien planchando. Para muchos, planchar es una actividad rutinaria y aburrida. Pero para Rosalía era todo lo contrario. Se concentraba en su trabajo de tal manera que el resultado siempre era de primera calidad. Una camisa planchada por ella permanecía intacta por muchas semanas. –Me voy. Te dejo a la niña. No vuelvo. –Ok, déjala ahí sobre la cama. ¿Cómo se llama? –Me da igual. Ponle el nombre que quieras. Unos minutos después, cuando ya no había rastro de su madre, la niña aún yacía sobre la cama. La tía dejó la plancha sobre la tabla, se dirigió hacia ella, la tomó en sus brazos y mirándola fijamente a los ojos le dijo: 177

–Naciste el mismo día que Simón Bolívar, el Libertador. Debes sentirte orgullosa. Te voy a poner Natalicia.

Esta complejidad llegó al punto de incluir posibles predicciones acerca de los finales e inclusive sobre lo que pudiera pasar a los personajes más allá de ese capítulo final.

Las libretas

La biblioteca de la habitación de Máximo sólo estaba compuesta por libretas negras. Cada una tenía una banda elástica que permitía cerrarla cuando no se estaba escribiendo sobre ella. Hasta el momento tenía 52 libretas numeradas y organizadas de manera cronológica. Si alguien hubiese intentado leerlas todas se hubiese dado cuenta de que la complejidad de estos escritos era ascendente. La primera estaba compuesta de una serie de tramas de cada capítulo, pero a medida que Máximo aumentaba su conocimiento de los datos también aumentaba su capacidad de relacionarlos. Por eso inventó un sistema en el que no sólo anotaba la trama, sino que además conectaba unas novelas con otras. Estas anotaciones podían ser textos tradicionales o gráficos, o flujogramas o cualquier otro sistema que sirviese para facilitar la clasificación de la información. En las telenovelas más complejas había árboles genealógicos que le permitían seguir la relación que cada uno de los personajes establecía con los demás, y gracias al uso de líneas de colores era posible distinguir entre los parentescos que la novela anunciaba y aquellos que en realidad tenían. Si, por ejemplo, un personaje era hijo de otro, pero esto era sólo conocido por la audiencia, entonces la línea que unía a esas dos personas era de un color distinto que la que unía a personas con el mismo parentesco cuando este era conocido por la audiencia y los personajes. 178

1983

Pero este delicado balance que se había establecido en la casa de Máximo, y para el cual eran indispensables los tres personajes, fue roto una mañana de domingo. Desde que se levantó, el niño había notado un ambiente peculiar en la casa. Tanto su madre como Natalicia estaban inusualmente calladas y cabizbajas. No fue sino hasta mediodía que el misterio fue develado, cuando Natalicia le dijo a Máximo: –Catirito, tenemos que hablar. Por su amplia experiencia en tramas novelísticas, Máximo sabía que esta frase era simplemente el preludio de malas noticias. Estaban sentados en la mesa de la cocina, uno frente al otro. Por respuesta, Natalicia sólo obtuvo un silencio desgarrador, pero le bastaba con entender lo que revelaban esos ojos abiertos de Máximo para darse cuenta de que tenía toda su atención. –Tú sabes que José, el vigilante, y yo somos muy amigos. Y bueno, nos vamos a casar. –¿Quiénes? –José y yo. –Pero no hay espacio para los dos en esta casa. ¿Dónde van a dormir? De nuevo, el silencio. Se miraron y la cara de duda del niño se fue convirtiendo poco a poco en cara de certeza. Ya lo entendía. La causa de que su mamá y Natalicia 179

estuviesen tan raras era que esta última se iría de la casa a vivir con José. –¿Cuándo te vas? –Mañana. –¿A dónde? –A Colombia, donde viven los padres de José. Máximo se levantó, caminó lentamente hacia su cuarto y cerró la puerta. De nada sirvieron los ruegos y súplicas de su madre y de Natalicia para que saliera para poder hablar. No quería saber nada. Entendía perfectamente lo único importante: que su vida nunca sería la misma. Al llegar la noche salió de la habitación para ir al baño, pero rápidamente volvió a entrar y cerró la puerta. Ambas decidieron que lo mejor era dejarlo tranquilo hasta el día siguiente. –No le hagas caso –le dijo la madre de Máximo a Natalicia– es un niño y eso se le pasa rapidito. Pero Natalicia sabía que eso no era así. ¿Cómo era posible que no se diera cuenta de que su hijo no era un niño como otro cualquiera? Natalicia no pegó el ojo en toda la noche. Ya tenía su maleta hecha, pues saldrían muy temprano a la casa de los padres de José. Pensó que el niño estaría dormido y por eso usó la llave que tenía de su habitación para entrar sigilosamente y darle un beso de despedida. Cuando entró su sorpresa fue mayúscula. Máximo estaba sentado en la cama con el uniforme del colegio puesto, bañado y peinado. Su cara ya no era de sorpresa ni de tristeza. Ahora una sonrisa ocupaba toda su cara. Sobre sus piernas había una caja de zapatos que se notaba había sido envuelta por unas manos inexpertas con papel azul. Se levantó de la cama y le entregó la caja a Natalicia. 180

–Esto es tuyo y mío, pero ahora es sólo tuyo. Ábrela cuando estés lejos. Ella lo abrazó y en contraste con la tranquilidad del niño, rompió en sollozos que no pudo evitar hasta estar montada en el carro. –¿Qué pasa? –le preguntó José. –Nada. Maneja. Con cuidado desenvolvió la caja para descubrir con gran sorpresa que lo que había dentro eran tres cuadernitos de los que usaba Máximo para tomar sus apuntes. Empezó a leer…

12/03/1980 Hoy llegó Natalicia a casa. Es flaca, blanca, alta y tiene los ojos verdes. Me cae bien. Sería buena para un papel de hija abandonada. Lo primero que hizo al llegar fue saludarme y darme un beso. Mi mamá se fue y nos dejó solos. Ella me preguntó si quería ver televisión. Estaba empezando la telenovela. Creo que seremos buenos amigos. Cuando terminó de leer las libretas, llevaban más de cuatro horas de camino. Al final de la última página la letra cambiaba. Por la fecha se dio cuenta de que había sido escrita durante la noche.

14/04/1983 Toda buena novela termina con una boda. Esta novela tiene un buen final. Natalicia se casa con José, se alejarán en su carro. Sin duda serán muy felices. Ella, al igual que toda protagonista de una novela, será feliz. Se lo merece. Todo final de novela tiene su cara triste y su cara alegre. La cara triste es que esos personajes dejan de formar 181

parte de tu vida, pero la cara alegre es que siempre habrá una telenovela nueva. Estoy emocionado. ¿Qué nuevas aventuras tendré? ¿Cómo seguirá esta novela? ¿Habrá una nueva Natalicia? Sólo queda esperar a mañana.

Guisantes y gasolina María Dayana Fraile

Sleeping on your belly You break my arms You spoon my eyes Been rubbing a bad charm With holy fingers Pixies

L

e dije que leer un buen libro era como encontrar un sixpack de cervezas heladas en una isla desierta y calurosa, una isla remota, de arena blanca, parecida a la isla de la película esa en la que Tom Hanks se la pasa hablando con una pelota de voleyball. Le dije que cuando leía un buen libro dejaba de sentirme tan náufraga, tan llena de arena, tan picada de mosquitos. También le dije que me resultaba maravillosa la idea de abandonar por un momento la manía de andar hablando siempre con nuestras respectivas pelotas, y que entonces todo empezara a ablandarse a nuestro alrededor, a ceder terreno, a dejarse andar. Meche, mientras buscábamos la salida del museo, dijo que las canciones y los libros mediocres eran como botellas vacías lanzadas al océano, y seguramente hubiera resultado poética, ella, delgada como el filo de un cuchillo de claridades, inexpugnable como los ideogramas en

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los letreros de los restaurantes japoneses, si esa afirmación no hubiese respondido a una lógica automática derivada de esa insistencia, tan suya, tan tembleque, de asumir el vacío como una prótesis verbal: llevarlo en la boca como si se tratara de un caramelo pinchado, el último vestigio de aquella época dorada en la que los secuestradores todavía regalaban caramelos en la entrada de los colegios. Siempre le gusta imaginar que se come al lobo, caperucita pálida, ojeras sucias de macramé. En todo caso, Meche dijo que no le gustaba esa película: es demasiado lenta. El salitre desgasta la fotografía y los primeros planos del océano terminan por marearla. También están sus inclinaciones fatalistas de por medio: no soporta los finales felices. Nunca estamos de acuerdo en nada. Nunca la veo de la misma manera. Algunos días me parece demoledora, casi tan demoledora como un poema de Bataille: oscura, desgarrada por la inmensidad, viviendo cada día como si se tratara de un alegre suicidio. Se viste con todos esos trapos negros y se dedica a arrancar las estrellas del cielo, una a una. Durante esos días puedo escuchar el ruido que producen sus uñas cuando arañan el vacío y, entonces, yo también me pongo intensa y sólo deseo que sus uñas se claven en mi espalda hasta convertirnos en una postal grotesca de chicas siamesas en el jardín de un hospital para enfermos terminales. Otros días me recuerda a un poema de Walt Whitman, un poema fervoroso y meridiano. Canto de pájaros venidos de Alabama, ondas de ríos invisibles, vientos místicos y dulces, cubriendo el cielo, la tierra y esta ciudad brillante (esta ciudad pequeña que titila como un aviso luminoso desde la quijada rota de otra ciudad más grande 184

y más perdida). Somos niñas entonces, niñas acostadas en la hierba celebrando cada uno de nuestros átomos. Y otros días sufre, simplemente, como un poema de Vallejo. Sueña que vive de nada y, más aún, que muere de todo. Se dedica a ponerle acentos lóbregos al día mientras se sienta borracha sobre ataúdes imaginarios en algún cementerio parisino. Entonces siento la naturaleza del dolor, el dolor dos veces. Ella parece balancearse, de un extremo a otro, sobre la tela de una araña que de vez en cuando no resiste otro cuerpo, este cuerpo que se desbarranca por sus cambios bruscos de humor hasta que la física se apiada de él. Nunca estamos de acuerdo en nada. Ayer después del museo, Meche me acompañó al médico. Últimamente, la gastritis me hace morder el cielo y maldecirlo todo. Ese cielo, despedazado por mis dientes, tiene el color de las aletas de un delfín mutante y agónico, un color de animal medio muerto flotando en las aguas del Guaire. En la sala de espera, escuchamos a dos enfermeras comentar, emocionadas, los resultados del Miss Universo. La mujer venezolana, definitivamente, es la más bella del mundo, sentenció en voz alta la enfermera del traje estampado con motivos de Mickey Mouse, la más enjuta, la más fea. El médico me obligó a tragarme un tubo y luego me despachó sin grandes explicaciones. Me recetó unas pastillas para la acidez y me dio cita para la próxima semana. Meche se despidió de mí en la entrada del Metro. Estaba hermosa, evocaba una belleza dramática y destructora, un tipo de belleza que, a mis ojos, sólo ella y las grandes actrices del cine de principios del siglo XX logran encarnar. Besó una de 185

mis manos con gestos medievales y me quedé allí, de pie, como una tonta, viéndola perderse entre la multitud hasta que se convirtió en una mancha borrosa. Cuando llegué a casa continué con mi lectura de La tercera mujer. Pasar las páginas y sentirme encapsulada en las filosofías de tocador de siempre, una misma cosa. Me sentía incómoda y apretada allí adentro. El discurso de Lipovetsky se fracturaba y dejaba de sostenerme… el muy tarado se atreve a afirmar que la mayoría de las mujeres que compran pornografía sólo lo hacen para establecer cierto tipo de complicidad con su pareja masculina. Su tercera mujer es como la Robotina de Los supersónicos: profesional, emprendedora y de un plomo pesadísimo. Me quedo dormida pensando que sus postulados teóricos, ciertamente, hubiesen dado un giro importante de conocer a mi ex: Diana cultivaba una mejor relación con su vibrador que conmigo. No me gustan los ascensores. Me ponen nerviosa. Por eso detesto tener que ir la oficina, subir dieciocho pisos enterrada en uno de esos ataúdes, resucitar ante un rebaño de burócratas que no saben escribir cartas. A veces, prefiero ir por las escaleras aunque la resurrección termine por resultar más penosa: cuando finalmente alcanzo el escritorio, mi apariencia no tiene nada que envidiarle a un clon de Linda Blair en El exorcista cruzado con células de Michael Jackson. Por lo general, mi piel toma un color amarillento, mis músculos convulsionan y se retuercen. No vomito cosas verdes, ni me clavo tijeras en el coño, pero tengo que aceptar que doy la impresión de haber pasado la noche enterrada en el jardín. 186

En teoría, estoy contratada como periodista. En la práctica, me veo obligada a repartir mi tiempo entre la redacción de contenidos para nuestro portal web y la corrección de estilo de las cartas, los memos y los discursos que escriben los directivos de la institución. Estoy rodeada de ingenieros. Ingenieros de todos los tamaños y todos los colores, que creen que personas como yo estudian periodismo porque quieren aprender a escribir bonito. No puedo negar que esta reducción simplista ocasiona en mí estados cercanos a un rapto violento y monstruoso. Siento que unos dedos inmundos tiranizan mi caja torácica hasta dejarla sin aliento y me transportan a comarcas distantes, despobladas de estatuas y de héroes corajudos que ganan el Pulitzer. Sin embargo, lo que más detesto de los ingenieros de la oficina es esa creencia vulgar y casi religiosa de que Rómulo Gallegos ha sido el único escritor que ha caminado sobre este jodido país. Meche dice que soy claustrofóbica. Cuando ella llama y dice que no puede venir, me siento encerrada y a oscuras, atascada entre un piso y otro, sin botones de emergencia. Empiezo a sentir que me asfixio. La certeza de que en ninguna sala de emergencias pueden compensar esta sensación, me obliga a vagar por allí con el corazón entre los dientes y los pulmones de turbante, como uno de esos faquires que protagonizan, por accidente, crónicas de primera plana en los periódicos amarillistas. Sé que Meche se burlaría de mí si se lo digo. Ayer estuve a un paso de decírselo, pero al final no me atreví. Me quedé acostada, a su lado, con las manos dobladas sobre el pecho como se las doblan a los muertos. Tenía ganas de llorar, imaginaba un calambre en las palabras, un calambre que las retorcía hasta dejarlas postradas en 187

sillas de ruedas. Cerré los ojos y conté hasta diez como cuando era niña y jugaba a las escondidas o a la gallinita ciega. Cuando desperté, ella ya no estaba. Mi cabeza se convirtió en un paisaje árido, caluroso, con cientos de obstáculos que me impedían andar y algunos puñados de ramitas quebradas de las cuales no podía sujetarme. Mientras me peinaba frente al espejo, pensé en Meche y en todos aquellos discursos magistrales que siempre se monta sobre la filosofía zen del desapego y el amor libre de los anarquistas. Sentí ganas de pegarme un tiro. No me gustan los locales de ambiente. Diana hizo que terminara odiándolos. Me arrastraba todos los viernes por la noche hasta alguno de esos antros y no me quedaba más que imaginarme en el interior de una melancólica burbuja capaz de conjurar el tecnomerengue y la borrachera general. Luego, me dedicaba a ocupar esa burbuja como quien ocupa un búnker en tiempos de guerra. Con Diana todo pasó demasiado rápido. De ignorar por completo la existencia del clóset en donde ella, irremediablemente, me visualizaba, pasé a engrosar las filas de los colectivos que se la pasan protestando a favor de los derechos gays enfrente de la Asamblea Nacional. Fue rarísimo. Sin haber estado nunca en el clóset, me encontré, de pronto, saliendo de él. Diana era una férrea militante. Estaba tan chiflada por la militancia que si la hubiesen secuestrado los extraterrestres para estudiar nuestra raza, la devuelven, de inmediato, y todo por la tremenda confusión que, seguramente, causaba en ellos: no se consideraba ser humano, sino lesbiana. Lo único que le faltaba decir era que los 188

destellos del arcoíris iluminaban a la humanidad entera, y que al final de los colores encontraríamos al enano más maricón del séptimo anillo del universo, santo patrono de las lesbianas, los maricos, los travestidos, y transexuales con una inmensa olla de monedas de oro para darnos por el culo a todos por igual. Estuvimos juntas durante ocho meses y nuestra relación se convirtió en una pancarta, en una eterna protesta. Estaba harta de meterme mano con ella enfrente de la Asamblea Nacional. Sentía que los besos que constantemente me prodigaba en esas aceras del centro no eran más que recursos políticos para reforzar las gloriosas luchas del colectivo. Terminamos el día de la Marcha del orgullo gay. Estaba agotada y decidí no ir. Un avance del noticiero interrumpió la película que estaba sintonizando, mientras esperaba que la lavadora terminara uno de sus ciclos. Era extraño que una televisora cubriera el evento y me alegré de que estuviéramos alcanzando cierta visibilidad. En primer plano pude detallar a un reportero con cara de terror, en segundo plano distinguí a Diana besándose con una camionera desconocida. Meche encontró un mensaje de su hermano en la contestadora. Estática, ruidos indescifrables y luego la voz de Tomás, tiránica y despechada, cayendo como un tronco sobre su conciencia. ¡Papá está en terapia intensiva y tú no apareces! Otro giro de tuercas para una historia familiar sin reveses, papá está en todas partes y ella no aparece. Decide no contestar más el teléfono. Sabe que la alcahueta de Tomás intentará practicar paracaidismo sobre los territorios más inhóspitos de su psique, que intentará 189

desenroscar la culpa, el deber filial y otras culebras perentorias amparado en su posición de hermano mayor, a pesar de que ella le ha repetido hasta la saciedad que no le interesa la vida, obra y milagros del gran inquisidor de Tumeremo, oficiante del más cruel oscurantismo y dinosaurio redivivo, escapado de una película de Spielberg. Meche, mientras editamos un video de su último performance, me pregunta si aquello nunca va a acabar. Algo le dice que ni aunque se muera el viejo aquello se acaba, y eso lo sabe porque cuando finalmente logró irse de casa el nombre del padre la confinó durante años a largas sesiones de terapia con su vecina, psicoanalista amateur. El nombre del padre estaba en todas partes, como un símbolo mohoso de aquel parque jurásico que fueron su infancia y su adolescencia, delimitadas por el comisariato moral y las redadas que el viejo planificaba para decomisar sus brillos labiales, sus revistas y otras naderías. Su psicoanalista, lacaniana ortodoxa, durante las larguísimas sesiones a través de las cuales pretendían atrapar a aquella niña triste que Meche había sido, le explicaba que el ser humano se estructuraba en la mirada del otro y ella, hundida en el diván, sintiéndose como una apestada, pensaba entonces en que no había cura posible porque se había torcido en la mirada de su padre, en su bizquera fisiológica y concreta. La leve bizquera de su padre en esos momentos se le revelaba como la evidencia del inconmensurable estrabismo mental que la nombró y le otorgó una identidad. Sintió mucha rabia al comprender que había crecido en las pupilas del monstruo y que quizás estaba condenada a permanecer encerrada de por vida en ellas. En la pantalla de la computadora puedo ver a Meche sacándose la camisa y preparando los últimos detalles para 190

homenajear a Valie Export, la célebre artista austríaca que se dejaba tocar las tetas en las calles de Viena. Claro, le explico a mis amigos, hay todo un rollo feminista de por medio. La cámara enfoca su espalda descubierta y sólo pienso en darle vueltas como a la gallinita ciega que, quizás, ella también es. Y no sé de dónde me viene este tonito infame de bolero, pero pienso que necesitamos desorientarnos, sólo para intentar rozar, al menos con los dedos, las espaldas de las personas que nunca llegaremos a ser. Más allá de las teorías Queer que son un verdadero rollo, no termino de entender por qué ser lesbiana es tan difícil. ¿Se trata de un caso de sonambulismo teórico? Sin que me quede nada por dentro, puedo decir que lo único verdaderamente complicado de ser lesbiana es aquello de equivocarme con las mujeres que me atraen. Tengo que aceptar que mi GPS está chueco, desubicadísimo, como pavo asado en fiesta de vegetarianos: siempre intento enredarme con la más férrea y obstinada hetero de toda la fiesta. Meche, al mejor estilo de Corín Tellado, dice que odia a su padre porque durante su adolescencia el miedo que sentía por él había superado cualquier clase de respeto, y porque se había hallado, de pronto, borrando cualquier pista que pudiera ayudarlo a descifrar sus verdaderos pensamientos: aquello era peor que las dictaduras del Cono Sur durante la década del setenta y peor, incluso, que el mundo distópico del big brother de Orwell y sus telepantallas. Lo odia porque el viejo con sus sermones había desintegrado su personalidad, porque en las fotos de esa época sólo aparecían fachadas de ella, coartadas cuidadosamente elaboradas. Y porque en un plano muchísimo 191

menos complejo, no la dejaba salir y le decía que tenía cara de puta. Lo de la cara de puta el viejo lo atribuía al parecido físico de Meche con su mamá. Lo odia porque el viejo era un misógino y un verdadero degenerado que la obligaba a sintonizar todas las tardes programas repetidos de Los tres chiflados, a aprender piezas para guitarra clásica compuestas por Aldemaro Romero y a leer las obras completas de Arturo Uslar Pietri. Además, me sé de memoria la historia de cómo el viejo aterrorizó a su único amigo del bachillerato amenazándolo con una escopeta. Pero yo nunca le creí. Siempre pensé que lo que más la afectó, si es que aún pudiera existir una cosa peor que estar rayadísima en tu liceo por ser la hija del bizco psicópata de la escopeta en tiempos de Madonna, Tropi Burger y los patines en línea, es que luego de que el viejo se ensañara tanto con ella, en nombre de su amor paternal, no saliera corriendo a buscarla cuando se puso a vivir en un barril con Mugre, el mentecato con el cual terminó fugándose. Ciertamente, todos cuando chicos nos escapamos de casa alguna vez y volvimos, moqueando, al día siguiente. Lo increíble del caso es que Meche, cual personaje de una de esas novelas de huerfanitas decadentes que me hicieron tragar en el bachillerato, quedó sumida en la más aplastante y feliz indigencia. Wild thing, pensarán. Mugre no era feo, lo juro. Pero era flaco, desgarbado y pálido como un cadáver. Era un imbécil redomado y un personaje pintoresco de la fauna underground caraqueña, acólito de la escena del punk y el metal del Distrito Capital. Meche dice que cuando lo conoció el tipo no estaba tan quemao, pero olvídate. Al escaparse con él, intentaba alcanzar desesperadamente esa utopía degenerada que todos los 192

jóvenes, esos que nos criamos viendo elefantes volar en las películas de Disney, intentamos alcanzar: la libertad. Pura y dura comiquita. Desde hace tres días no sé nada de Meche. No contesta mis llamadas. Cuando marco sólo escucho ese tono tan desagradable repicando en el vacío. Pongo a todo volumen el primer disco de The Strokes. Escucho la canción número cinco, una vez detrás de otra. Si volviera a nacer quisiera ser esa canción. Meche dejó sus zapatos deportivos aquí. Sé que es totalmente ridículo, pero los acaricio con la mirada como si a través de ellos pudiera tocarla. Me gustan esos zapatos. Los compró en una tienda de artículos deportivos y muestran varias L y varias T que se concatenan en colores grises sobre el cuero negro. Las extremidades de las letras parecen estar siempre tironéandose de una manera violenta, sin perder por ello la postura estilizada de los yoguis. Las piernas de las L y los brazos de las T permanecen rígidos, imbatibles, recreando una proeza gimnástica, y al mismo tiempo, una estampa de amor tántrico. Acostumbra dejarlos en la entrada de la habitación, al lado de la puerta. Yo los observo desde la cama con aire triunfal. Ella se quedará dos horas más. Mis piernas de L, sus brazos de T, permanecerán entrelazados, desatendiendo toda estética, en medio de un caos de almohadas y edredones hasta que llegue el momento de ir a la oficina. Me gustan esos zapatos al lado de la puerta. Es como si dijeran nos vamos, y luego se quedaran allí, con los cordones desatados, y la lengüeta encorvada, sin poder dar un paso. Me gusta cuando ella los deja al lado de la puerta, porque entonces entra a la habitación en puntillas con el respeto de quien penetra en un recinto sagrado. Va 193

en puntillas sólo por no ensuciarse las medias (son mis ojos los que inventan la reverencia). Una procesión peregrina y de rodillas, la manera en que un pie adelanta al otro, y las manos que buscan sujetarse del aire antes de alcanzar finalmente la cama. Durante las últimas semanas no he podido dormir. Lo mismo da que Meche duerma junto a mí o no. Los eternamente olvidados hermanos Grimm renacen desde las cenizas de mi infancia para recomendarme una marca de somníferos: el verdadero amor, como en los cuentos de princesas, es un guisante debajo del colchón de la cama. Es un guisante que te jode la espalda y hace que te despiertes en mitad de la noche porque una voz fluyendo desde tus sueños, una voz extrañamente parecida a la de Billie Holiday, te dicta que no puedes perder el tiempo, que debes besarle el cuello a esa persona que duerme a tu lado, que debes meterle la mano por dentro de los pantalones. El amor es un guisante que se te queda metido en el ombligo como un puto cordón umbilical y te ayuda a respirar, aunque no lo digas mucho, aunque casi no lo digas. Los hermanos Grimm, vistiendo unos trajecitos bucólicos sacados de un comercial de mantequilla danesa, me alcanzan una pastilla y un vaso de agua: el amor es un guisante, una cosita frágil y nimia, en apariencia. Por eso es que muchos lo aplastan, sin querer queriendo, hasta dejarlo a ras de suelo, como un chicle viejo. Algunos, incluso, se acuestan sobre él, le sacan algunos quejiditos y lo revientan. Allí quedó todo. El amor no es infalible, no es tan poderoso como para redimir a cierta clase de cabrones. El terreno de La Trinidad recordaba a una lejana arcadia coronada por un cielo sucio, manchado de smog. Allí 194

no había lugar para pajaritos ni para descripciones panteístas de la naturaleza. Sobre la grama, dispersos, estaban los diez barriles de madera. Eran barriles de los que se usan para almacenar vino y tenían unas proporciones nunca antes vistas en un país caliente y caribeño. El terreno parecía un monumento a Baco, la escenografía de una fiesta de polifemos borrachos, un lugar de culto, tan inexplicable y misterioso como Stonehenge. Los barriles, por supuesto, estaban vacíos desde hacía mucho tiempo, y tumbados en la grama, podían albergar a varias personas de pie. Mugre heredó uno de los barriles de un malabarista, medio faquir y medio timador, que se ganaba la vida escupiendo fuego en los semáforos y robando carteras en el Metro. Al malabarista lo atropelló una ambulancia mientras hacía morisquetas en el semáforo y ninguno de sus vecinos lo extrañó. Mugre conservó algunas de sus pertenencias: un mechero de gas para cocinar y una revista Playboy, pero también se robó algunas cosas de la casa de sus viejos y convirtió el barril en uno de los más confortables de aquella chifladísima vecindad y casi escuelita de supervivencia del Chavo del ocho. Meche empezó entonces a pasarse los días metiéndose mano con Mugre e intentando descifrar los rayones que había dejado el malabarista en la madera del barril: pulsiones ágrafas y post adolescentes. La típica calavera trazada en grafito, con ojos huecos y exorbitantes, le sonreía siempre, intimidándola. Sin embargo, se adaptó pronto a la atmósfera que se respiraba en el terreno. Buena parte de sus vecinos eran muchachos excéntricos que intentaban vivir allí por breves períodos, impulsados por lecturas mal digeridas de Bakunin, Kropotkin y las canciones de Johnny Rotten. Todos ellos se declaraban ácratas radicales e, incluso, 195

recibían la visita de anarcos extranjeros con los que se la pasaban en grande sembrando papas. Los demás eran saltimbanquis y titiriteros que vivían en un eterno peregrinar por el subcontinente. En este sentido, las caras se renovaban de manera constante. Los ácratas a veces protagonizaban motines con el fin de sembrar papas en el espacio que los saltimbanquis habían destinado para practicar sus números circenses pero, en general, no había mala vibra. Más adelante el terreno se putearía, todo se iría a la mierda y la comunidad adquiriría el mote de Piedradura, pero Meche se fue antes de que ocurriera eso. Ella recuerda su estadía en el terreno como una intensísima Epifanía por medio de la cual se le reveló, por supuesto, erróneamente, que la verdadera clave de la vida tenía forma de pene. Tuvo también la oportunidad de celebrar, aunque con evidente retraso, el advenimiento de los grandes sucesos que transformarían para siempre la historia del arte: la certeza de que las guitarras no tenían porqué limitarse a emitir sonidos armónicos y la convicción de que no sólo los fósiles arqueológicos tenían la potestad de hacer literatura. Su espíritu ascendía más allá del Tao y finalmente hallaba respuestas. Alucinaba con la comunidad, a pesar de que sus vecinos amenazaban con expulsarlos argumentando que armaban unas trifulcas horrorosas, en medio de las cuales se caían a puñetazos y se amenazaban con objetos contundentes. Al final, los dejaron tranquilos porque descubrieron que sólo estaban tirando. Estos maravillosos momentos no impidieron que se fuera aburriendo de Mugre y de sus bizarros toques en las plazas públicas. Después de un curso intensivo de esos toma y dame de sincronía catastrófica, que intentaban emular el sentido primigenio y más anárquico del punk, 196

empezó a considerar este género como un género menor. A los pocos meses, harta de comer papas y de pedir dinero en los vagones del Metro, se fue a vivir a la Libertador con un pintor que, de vez en cuando, visitaba el terreno. Se animó a inscribirse en la Universidad de Artes Plásticas en donde el tipo dictaba clases. Lo demás, también, es pura y dura comiquita. A Meche no le gusta decir que trabaja en un museo. Le parece poco inspirador. Últimamente le ha dado por decir que trabaja vendiendo seguros de vida y parcelas del Cementerio del Este. Lleva siempre vestidos negros. La gente la mira como si viniera de otro planeta. Yo les digo que estoy enamorada de la novia muerta de mi mejor amigo para no quedarme atrás y entonces empiezan las risitas nerviosas. A los pocos segundos, estamos solas, de nuevo. Los que se quedan obtienen el derecho a dar una vuelta en nuestra nave espacial. Meche tiene un sentido del humor divino. Tiene más sentido del humor que el cantante aquel que se inmoló en un suicidio ritual y dejó una nota en que se disculpaba por haber manchado la pared de sangre. Si mal no recuerdo su nombre artístico era Dead, el de Mayhem, la bandita noruega de black metal que trascendió en la historia musical más por ser un hatajo de desquiciados, que por la creativa composición de sus piezas. Dicen que Euronymous, miembro fundador de la banda, se comió los sesos de Dead después de tomarle una fotografía a su cadáver para, posteriormente, imprimirla en franelas, tazas de café y diversos artículos de merchandising. Esos noruegos me matan de la risa. 197

Hoy planeaba decírselo todo a Meche. Planeaba hacerle una declaración de mi amor, sensiblera como un bolero y, seguramente, tan tétrica como la discografía de Mayhem. Planeaba decirle que cuando no contesta mis llamadas siento ganas de cortarme con botellas rotas y desangrarme ante la mirada impávida de los vecinos del edificio, de la misma forma en que lo hacía Dead, ante cientos de personas, en sus conciertos. Sé que Meche me amaría para siempre si me pusiera en una de happening con animales muertos en la entrada del edificio. Aún recuerdo cómo andaba de emocionada por el performance de una muchacha que consistía en revolcarse, semidesnuda, sobre una montaña de grasa de vaca en el hall del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos. Pensaba que era muy sexy. La gente que estudia Artes es siempre gente muy rara. Y es que cuando la veo me provoca hasta comerme sus sesos, no importa todas las barbaridades que diga. Esta tarde su gran afición por los lugares lúgubres nos colocó en un banco del parque Los Caobos. Estábamos sentadas en ese banco maloliente del parque, las nubes parecían berenjenas quemadas, trinchadas por un tenedor de materia cósmica y aunque por el simple hecho de estar allí, junto a ella, me sentía resplandeciente, mucho más eufórica que cuando conseguí las obras completas de Anaïs Nin en un remate del puente de las Fuerzas Armadas. No pude reunir el valor de decírselo. Lo confieso, me paralizó que pudiera pensar que soy demasiado convencional. Lejana del budismo zen y el anarco-progresismo, entusiasta insalvable de la propiedad privada y el amor burgués. Lo sé. Me acusará de querer convertir su cuerpo en un condominio con estacionamiento y maleteros. Me 198

acusará de tener el cerebro cortado por la tijera de los valores patriarcales de los que no para de hablar. Cuando llegué a casa y me vi en el espejo, sentí que merecía que mi habitación fuera invadida por una pandilla de neonazis del Cono Sur y que, además, merecía que me torturaran obligándome a observar cómo arden en una pira mis discos de Ella Fitzgerald y mis libros de Guillermo Meneses. Sentí ganas de que, con el bisturí perdido del doctor Mengele, me practicaran una lobotomía. Hace unos días soñé que Meche se besaba con la camionera desconocida que mi ex estuvo manoseando, en vivo y directo, durante la Marcha del orgullo gay. Como no le pude ver la cara, debido a que mi ex parecía estársela arrancando de un mordisco, mi inconsciente eligió sustituir esa ilusión óptica con la cara del ilustrísimo, y para nada atractivo, Rómulo Gallegos. Evidencia, clarísima, de que los ingenieros están afectando seriamente mi vida emocional. El sueño tenía una atmósfera pesada y lenta, casi plagiada a una escena de un resumen escolar de Doña Bárbara. Me desperté sobresaltada y me colgué a llorar como si fuera una bibliotecaria extraviada en aquella escalofriante pesadilla. Como era de esperar, pasé toda esa mañana intentando llenarme de valor para hablar con Meche. Quería decirle que la amaba, quería decirle que cuando ella sonreía yo sentía que todo a mi alrededor se volvía más nítido y que, por ella, sería capaz de pasarme el resto de la vida con una pancarta enfrente de la Asamblea Nacional. Quería decirle que cuando estamos juntas nada más importa. Pero, de nuevo, no pude. 199

Mamá me regaló un boleto para ir a visitarla y mientras viajaba en el autobús paladeaba el sabor de la derrota: la derrota sabe a café. Mamá me recogió en el terminal. Se alegró con eso de que estuviera trabajando con los ingenieros. Dijo que pronto, si me concentraba en ahorrar, podría operarme las tetas. Mi hermano menor luego de mucho hacerse rogar, accedió a cenar con nosotros. Llevaba los benditos audífonos del iPod del que jamás se separa, y daba la impresión de que no estaba, de que se había quedado en casa mientras nosotros arrastrábamos el monigote de su cuerpo físico. Aceptaba o negaba con la cabeza para despistar a papá que, como está medio sordo, no escuchaba la matraca que se propagaba desde los audífonos y martirizaba a los comensales de las mesas cercanas. Mi hermano es uno de los peores vagos que he conocido. Congeló sus estudios el día en que obtuvo el puesto número 1714 del ranking mundial de Counter Strike. Su plan era dedicarse el resto del semestre a jugar como desaforado para obtener el puesto número 701. Después se daría por satisfecho y volvería a clases. Pero sus planes pronto vinieron a dar por tierra, pisoteados por millones de ratones en los cuales media humanidad, en red, clickeaba; hasta la mismísima mano de Dios, en red, clickeaba, exterminando, una y otra vez, a su equipo de combate virtual. Después de 3 años no ha logrado pasar del puesto 912. Es patético. Cuando me preguntan por qué soy lesbiana digo que mi hermano me arrebató toda la esperanza que podía poner en un hombre. La gente siempre termina por creérselo. Cuando despertamos el dinosaurio ya no estaba allí. Pero no se trataba de un minicuento de Monterroso, sino 200

del novelón que era la vida de Meche. El viejo se había muerto. Meche no habló durante toda la mañana, ciertas imágenes definían y habitaban su cuerpo como si fueran los fantasmas de las casas embrujadas de las películas de Hollywood. Al principio pensé que Meche era una de esas casas, pero ella tenía unas ojeras gruesísimas y se veía mucho más estropeada. Entrada la tarde, le encontré cierto parecido con el niño rubio y adorable de la película Sexto sentido: estaba viendo gente muerta a su alrededor. Aunque aún no abría la boca, yo podía captar la nitidez de esas imágenes que la perseguían, en alta resolución. Y tal vez por eso me quedé allí con los ojos clavados en sus pies descalzos, invadida por un sentimiento de solidaridad agreste y elemental, preguntándome si la vida no se trataba, precisamente, de mantenernos en esa negociación constante con la muerte. Entonces sentí que no había cielo abierto que pudiera redimir esa necesidad de tomarle la mano a Meche, de decirle que todo estaría bien, que no había camino a casa que pudiera redimir esa necesidad de salvarme, y de salvar a Meche y al dinosaurio, era una necesidad ciega y acuciante de salvarnos no sé de qué demonios. No me gustan los cementerios. La grama es tan verde que me provoca llorar y siempre los de la funeraria terminan por confundirme con la viuda del difunto. Para sorpresa de todos, Meche quiso ir a despedirse del viejo. Estaba vestida de negro, como todos los días, pero las personas que no la conocían interpretaron sus trapos como el símbolo de un duelo profundo. Por uno de esos extraños azares que rigen nuestro paso por los autobuses de esta ciudad, cuando nos dirigíamos al Cementerio del Este, 201

una señora histérica que gritaba y sacudía un crucifijo, nos entregó esta tarjeta: Si usted muere hoy, ¿dónde pasará la eternidad? Si usted no está seguro, sintonice la emisora VVN 1920 AM, Emisora totalmente cristiana. ¿Quiénes van al cielo? Lea: Juan 1:12, 5:24 ¿Quiénes van al infierno? Lea: Salmos 9:17; Apocalipsis 21:8

Meche miró la tarjeta con ojos inexpresivos, estaba casi catatónica. Yo no pude evitar responder mentalmente. Como nuestro dinosaurio, y como sus sucesores de toda especie en este valle petrolero, resucitaría bajo la forma de un galón de gasolina. Me pasaría la eternidad ardiendo como aceite de motor. Volvimos a casa de Meche cabizbajas y en silencio. Ella dijo que quería caminar un rato. Yo me hundí en el sofá y marqué el número de mi padre cuando entendí, por el ruido de sus pasos, que ya estaba lejos del apartamento. Quería estar segura de que mi padre aún estaba allí, de que no se había esfumado como lo había hecho el dinosaurio. Una paranoia rara. Él contestó y no sé por qué pensé en galletas de guayaba. Siempre comíamos esas galletas, eran nuestras favoritas. No sabía qué decirle. Iniciamos esa dinámica tan conocida por ambos, una retórica de ping pong que jamás pasaba del simple saludo. Repetíamos lo mismo, una y otra vez, con distintas palabras. Un abismo nos separaba pero no había resquemores, ni mala conciencia. Recordé que un personaje de 202

Rubem Fonseca, en Agosto, le dice a su amante que los hijos nunca quieren a sus padres. Ese razonamiento me pareció entonces desmesurado, algo que sólo se le podría ocurrir a un matón de cuello blanco, algo que sólo podría decir, sin que le temblara la voz, un personaje de ficción. Tal vez por eso quise colgar y salir corriendo a buscar a Meche, pero no lo hice. Le pregunté si aún vendían galletas de guayaba. Me contestó que no. Esa noche cuando nos disponíamos a preparar la cena lo solté todo. Le dije que la amaba. Me ahogué en un océano de palabras absurdas, mis manos eran de gelatina, sentía que necesitaba un salvavidas para no naufragar en medio de la sala, para no asfixiarme debajo del sofá. Casi le grito que el enano más maricón del universo nos esperaba detrás de los colores del arcoíris para bendecir nuestro amor y permitirnos la entrada al paraíso eterno de las cachaperas. Contra todo pronóstico, Meche no dijo nada, su boca parecía el trazo torpe de un niño que apenas aprende a dibujar. Se limitó a mirarme como quien mira a un cachorro arrollado. Los colores del arcoíris se entremezclaron, lo empecé a ver todo muy negro. La derrota era viscosa, oscura, eterna. Sabía a gasolina. Entonces me fui a la cocina a pelar calabacines y a esperar la próxima glaciación.

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La tienda de muñecos Jorge Gómez Jiménez

A

mediados del año 1973 una serie de crímenes captó la atención pública a la manera de un clásico cinematográfico. Es cierto que las personalidades asesinadas gozaban de alguna relevancia en la pequeña sociedad citadina, pero fueron las extrañas pistas dejadas por el asesino, y la sorpresa posterior de su identidad, lo que levantó tal revuelo. Acababa de divorciarme y los días transcurrían grises; casi agradecí expresamente haber sido designado al caso correspondiente al primer asesinato. Intuí que había sido un crimen de rápida consumación: la víctima era una joven actriz de teatro cuyo corazón estalló al ser alcanzado por una bala desde la espalda. El asesino había entrado con ella; lo denunciaban las llaves y la cartera puestas sobre la mesa de la sala, así como el impoluto orden del resto de la casa. Los interrogatorios a las personas que mantenían relación con ella no arrojaron mayores indicios.

Las pistas recogidas en la escena del segundo crimen, además de hacerme suponer que se trataba del mismo asesino, me condujeron a reparar en un detalle que había pasado por alto en el primero. Se trataba en este caso de un oficial del ejército asesinado por la espalda, como la joven actriz, cuando llegaba a su casa. Pero la presencia de un soldado de plomo a pocos metros del cadáver me recordó que en algún lugar de la casa de la joven había visto una muñeca de porcelana. Ambos muñecos, a pesar de que parecían muy viejos, estaban en perfecto estado. Así que cuando ocurrió el tercer crimen, un sacerdote asesinado en similares circunstancias, me fue fácil suponer que en la escena hallaríamos un pequeño colega de la víctima. Ya había algo parecido a un modus operandi. Se multiplicaron los interrogatorios, pero en igual medida la incertidumbre; no había rastros del culpable, y la prensa, ya entonces en conocimiento de que cada crimen era acompañado por un muñeco, empezaba a darle más cobertura de la que hubiéramos deseado. Pero lo que hallamos en el cuarto crimen realmente nos desconcertó. Era en este caso un maduro abogado solterón asesinado en las mismas circunstancias. Sin embargo, no hallamos al esperado muñeco en aquella sobria estancia plena de ceniceros con forma de búhos y pequeñas balanzas de bronce. En lugar de eso, y demasiado evidente como para no ser vista, encontramos sobre un montón de libros de jurisprudencia una vieja pelota de goma. El análisis posterior la ligó a los muñecos por lo único que tenían en común, aparte de su dignidad de viejos juguetes: la absoluta carencia de huellas dactilares. Y nada más. Fue entonces cuando llegó la carta. El remitente era un anciano que vivía con su hija y que aseguraba disponer 206

de datos que nos permitirían dar con el asesino. Comprometido por las dificultades que afrontaba para resolver el caso, y por la presión que ejercía, no sin sorna, la prensa local, decidí darle crédito al inesperado testigo. La dirección apuntaba a una vieja librería de los suburbios. Al entrar me golpeó el olor del encierro, la pátina atmosférica que caracteriza los lugares solitarios. Una mujer sin alma me recibió sin fijar sus ojos en los míos. No pareció importarle el motivo de mi visita ni el rango que ostentaba mi identificación; al contrario, quizás aliviada al no tener que hablar más conmigo, se perdió entre los anaqueles repletos de volúmenes descoloridos que ya a nadie interesaban. Un momento después la mujer emergió entre los libros. Sombría y sin hablar me señaló con el dedo una puerta oscura que se agazapaba tras aquel abandonado tremedal de papel quebradizo. Al abrirla me invadió la sensación de estar ante un espejo de feria: del otro lado había más anaqueles, aunque el recinto era más pequeño y caluroso. Un hombre viejo estaba de pie ante una ventana a través de la cual, por todo cielo, se veían las formas innumerables que sugerían los ladrillos del edificio de al lado. El hombre me invitó a pasar al fondo de esa réplica en miniatura de la vieja librería. Me ofreció un pequeño asiento: “Este es más cómodo”, me dijo, mientras él eligió un banquito de madera, contra la escasa luz de la ventana. Su pelo blanco, el rostro claro, atento. Un saco oscuro y la corbata roja; maneras cuidadosas, discretas. Me dijo que tenía 75 años; igual habría podido declarar más de cien y le habría tomado en serio. La casualidad puso la historia de este hombre al alcance de mis manos, y yo me apresuro a transcribirla tal como la recuerdo: 207

“Enterrado en esta vieja librería por más de tres décadas, y predispuesto a que la naturaleza humana es baja y falaz, me he acostumbrado a leer la prensa no como el relato de cosas y sucesos reales, sino como la descripción incierta de simples fantasías. Pero, al enterarme de que en la escena del tercer crimen usted había hallado un sacerdote de juguete, me asaltó un golpe de realidad que trajo a mis ojos el recuerdo de épocas pasadas, y seguro de poder ayudarle resolví escribirle. En 1927 heredé de mi padrino una tienda de muñecos que él, a su vez, había heredado de mi abuelo. Allí había nacido yo, que así, aunque hijo legítimo de honestos padres, podía considerarme fruto de amores de trastienda, como suelen ser los héroes de cuentos picarescos. Así que a mis ojos poseía esta tienda el encanto de los recuerdos de familia; y así como otros conservan los retratos de sus antepasados, a mí me bastaba, para acordarme de los míos, con pasear la mirada por los estantes abarrotados de viejos muñecos, con los cuales, bajo prohibición expresa de mis mayores que pretendían con eso forjar mi carácter, nunca jugué. Más que juguetes, aquellos muñecos eran el reflejo de una tradición centenaria que mi padrino, y antes mi abuelo, solía resumir en una frase: ‘¡Les debemos la vida!’. Imbuido de aquel grave espíritu, mi padrino sometió a los muñecos a una estricta jerarquía, clasificándolos en sus estantes bajo un riguroso orden que impedía que ejemplares de distintas condiciones se codearan entre sí; de esta manera, los plebeyos andarines de cuerda que caminaban sobre el mostrador, para maravilla de los pequeños clientes, nunca conocieron los espacios donde descansaban con prestancia los lujosos y aristocráticos 208

muñecos de chistera y levita, que apenas sabían levantar con mucha gracia la punta del pie elegantemente calzado; en cualquier caso, a unos y otros evitaba mi padrino dispensar más trato que el imprescindible para mantener la limpieza en los estantes donde estaban ahilerados, sin permitirse familiaridad alguna con ellos. Empecé a sospechar que mi padrino había perdido la razón. Imponía a los muñecos el principio de autoridad, el respeto supersticioso al orden y las otras estrictas costumbres establecidas desde antaño en la tienda. Juzgaba que era conveniente inspirarles temor y tratarlos con dureza a fin de evitar la confusión, el desorden y la anarquía, portadores de la ruina que solía acabar con los grandes imperios como finalmente ocurriría en el humilde tenducho años más tarde. Ya entonces trabajaba en la tienda un mozo al que mi padrino despreciaba por diversas razones. Le equiparaba a los peores muñecos de cuerda y le trataba como a los maromeros de madera y los payasos de serrín, muy en boga entonces. A su modo de ver, el mozo no tenía más sesos que los muñecos en cuyo constante comercio había concluido por adquirir costumbres frívolas y afeminadas. A tal punto subían en este particular sus escrúpulos, que desconfiaba de aquellos muñecos que habían salido de la tienda alguna vez, llevados por el amanerado mozo, sin ser vendidos en definitiva. A esos desdichados acababa por separarlos del resto, sospechando que en su compañía habían adquirido hábitos perniciosos. Pero un día mi padrino se sintió mal. Desde hacía algún tiempo tenía dificultades para recorrer sin fatiga la corta distancia que separa entre sí los estantes. Supo que iba a morir cuando los ojos se le nublaron y se echó en 209

su cama de la trastienda. Me senté a su lado y empezó a hacerme extensas recomendaciones acerca del negocio. Lanzó una última mirada a la tienda en la que sin duda abarcaba el vasto panorama del presente y del pasado, dentro de los estrechos muros tapizados de figurillas que hacían sus gestos acostumbrados y se mostraban en sus habituales posturas. En algún momento fijó su mirada en los soldados que ocupaban un compartimento entero en los estantes y me advirtió que a tales guerreros se debían, en gran medida, las largas horas de paz disfrutadas por la familia. Vender ejércitos es un negocio pingüe, agregó. Viendo que realmente se acercaba su muerte, insistí en llamar a un médico. Se limitó a mostrarme una gran caja que había en un rincón de la trastienda y me recomendó encerrar allí a todos los sabios, profesores, doctores y otras eminencias de cartón y profundidades de serrín, a fin de que se quedaran sin venta y en la oscuridad que les convenía. En cambio, debía albergar la esperanza del provecho material en las siempre deseables muñecas de porcelana, así como en las de pasta y celuloide, y hasta en las de trapo, todas ellas de segura venta. Ya convencido de su agónica demencia, entendí perfectamente a lo que se refería cuando me pidió traerle un sacerdote y dos religiosas. Alargando el brazo, los tomé en el estante vecino al lecho y se los di. Los palpó con suavidad y me dijo: ‘Hace ya tiempo que conservo aquí estos muñecos, que difícilmente se venden. Puedes ofrecerlos con el diez por ciento de descuento, lo cual equivaldrá a los diezmos en lo tocante a los curas; en cuanto a las religiosas, hazte el cargo de que es una limosna que les das’. 210

Fue entonces interrumpido por el llanto del mozo, quien se hallaba en un rincón de la trastienda, la cabeza entre las manos, y no podía escuchar sin pena los últimos acentos de mi padrino. Lo llamó a su lado y le dijo con severidad: ‘No tengo más que repetirte lo que tantas veces antes te he dicho: que no atiples la voz ni manosees los muñecos’. Sus sollozos resonaron de nuevo, cada vez más altos y más destemplados. Poco después de pronunciar aquellas palabras expiró mi padrino. Cerré piadosamente sus ojos y enjugué en silencio una lágrima. Me mortificaba, sin embargo, que el mozo diera mayores muestras de dolor que yo. Sollozaba ahogado en llanto, mesábase los cabellos, corría desolado de uno a otro extremo de la trastienda. Al fin me estrechó en sus brazos y con sus desviadas maneras me gritó: ‘¡Estamos solos, estamos solos!’. Me desasí de él sin violencia y, señalándole con el dedo el sacerdote, el feo doctor, las blancas enfermeras, muñecos en desorden junto al lecho, le hice señas de que los pusiera otra vez en sus puestos. Mi padrino –como antes mi abuelo– había convertido su discreto oficio de tendero vendedor de muñecos en una analogía de la realidad, una analogía plena de las más sesudas profundidades filosóficas, y había muerto con la grave convicción de que me daba en herencia todo un mundo para ser regido por mí. Pero nunca tuve suficiente pensamiento para remontarme a las especulaciones elevadas de la filosofía, por lo que lejos estaba de seguir el destino prefijado por mi padrino. Harto de vivir entre muñecos y ansioso de recuperar entre seres de carne y hueso el tiempo perdido, abracé la comedia humana y dilapidé en asuntos banales la pequeña 211

fortuna de que se constituía mi heredad, en la creencia de que tendría una duración eterna y no la exigua para la que finalmente alcanzó. Un mal día del año 35 cerré para siempre las puertas de la tienda de muñecos. Como ante una segunda muerte, el amanerado mozo lloraba y repetía a gritos la tragedia de su soledad. Por toda respuesta puse en sus manos la caja con los muñecos que mi padrino, con desconfianza de místico, desterraba de los anaqueles cada vez que el mozo volvía de una venta infructuosa. Se trataba de alguna forma de desprecio; en su naturaleza equívoca y desviada, el mozo pensó lo contrario y me agradeció el obsequio con lágrimas en los ojos. No volví a verlo en años. La pobreza templó mi carácter; contraje un tardío matrimonio que me dio a destiempo esa hija, quizás demasiado seria y quizás ya demasiado soltera, que le recibió hace un rato. Empecé a trabajar en la librería como empleado y, un tiempo después, con algún dinero en el banco producto de la venta de la tienda, y aprovechando la bonhomía del antiguo propietario, quien se marchaba del país en busca de mejores horizontes, la adquirí a un precio francamente irrisorio. Cierta mañana, al abrir la librería, recibí a un hombre maduro ridículamente vestido a la usanza de hombres más jóvenes y de más viril apariencia. Era el mismo mozo que había trabajado en la tienda de muñecos, aunque ya no era más un mozo, pues habían pasado casi treinta años. Conservaba, sí, la voz atiplada y las maneras. No puedo decirle que fue un encuentro feliz. La nostalgia, y quien sabe qué escandalosas vivencias, habían terminado por enfebrecerlo. Me recriminaba, debo reconocer que con algo semejante al respeto, el que no hubiera 212

entendido el mensaje de mi padrino, que a su juicio no podía ser más claro. La moral, la justicia, el claro devenir de los hombres rectos había sido plenamente delineado en el régimen que mi padrino había impuesto a aquellos inanimados seres de madera, porcelana y tela. ‘Hay que recuperar la tienda’, me decía, ya sollozando, impúdicamente, delante de varias personas que se encontraban en la librería. Cuando sugirió que debíamos imponer el estricto orden de los muñecos a sus homólogos humanos, terminé echándolo sin mayores contemplaciones. Ese mozo, transfigurado en un cincuentón delirante de ridículo atuendo, fue el último dueño de los muñecos que ahora acompañan al autor de los crímenes. Es allí donde debe usted empezar su búsqueda”. Una vez que terminó de contar su historia, me dio algunos datos puntuales que me ayudarían a encontrar al presunto criminal. Antes de marcharme, sin embargo, quise saber si el anciano podía despejar la única duda que me quedaba: la presencia de una pelota de goma, y no de un muñeco, cerca de la última víctima, el abogado. –Ah, una pelota de goma. Eso lo pone más claro –dijo, bajando la mirada como si hiciera un esfuerzo extraordinario para recordar con exactitud–. Mi padrino solía decir que, en su jerarquía, los abogados no podrían estar nunca por encima de las pelotas de goma. El asesino fue apresado la noche del 29 de julio de 1973. Los vecinos declararon que llevaba una vida apacible, tenía un ánimo jovial y quizás algo locuaz para su edad, y que era impensable suponer que aquel sexagenario, a quien solían ver en el jardín atendiendo sus geranios, 213

hubiera llevado a cabo los crímenes. Pero ante la presencia de los agentes del orden confesó sin demora; mientras lo conducíamos hacia la patrulla, mesaba su cabellera plateada y sus sollozos se hacían cada vez más altos y más destemplados.

Pájaros Ricardo Ramírez Requena

A mi padre

El pájaro es el resumen del aire. Roberto Juarroz

I

H

e amado siempre el vuelo de los estorninos. Un vuelo amplio y en bandada, que es un espectáculo y un resguardo contra lo que nos pueda acechar. Así lo entendí desde que escuché el tercer movimiento del Concierto para piano número 17 en sol menor, de Mozart. En un cuaderno de apuntes, el músico indicó que le enseñó a cantar la melodía a un estornino que adquirió como mascota pocas semanas después de componer la pieza. Estuvo con él durante tres años. Estas aves suelen ser cercanas a sus dueños. No de otra manera he podido entender el arte de volar: enseñamos al avión a llevar con suavidad los movimientos en el aire, a curvarse con sensualidad, a destilar elegancia y rudeza. Lo llevamos melodiosamente entre las nubes, junto al resto de los pájaros, de los aviones que surcan con

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nosotros en el aire. Que se hacen rayos. Que trazan líneas blancas en el firmamento. Lo sé bien por varios motivos. Por ahora, mencionaré el primero: tuve una de estas aves en un tiempo sin carga de carbón en el año 26, a las orillas del Támesis. Lo tenía en una jaula pequeña de estaño reforzado que encontré en un basurero. Pude arreglarla. Pasé por la tienda de aves, en Whitechapel, cerca de Bishopsgate. Vi su plumaje oscuro, su brevedad, por varios días, siempre al pasar, en mi camino hacia la Hanbury Street, donde logré alquilar una pieza por algunas noches. Quise uno, y la providencia me fue favorable al encontrar la jaula. Un par de semanas después, era mío. Se adecuó a mi escueta morada. Fue mi única compañía en los meses que pasé en Inglaterra, mientras lograba embarcarme de nuevo. Tuve que dejarlo, con pesar, al retomar mis labores en el carbonero. Nuestro destino era Massachusetts, y no podría sobrevivir al viaje enjaulado. Lo obsequié a una joven muchacha del mercado del barrio, quien complacida me extendió su mano para besarla. Vea usted, cosas de mujeres inglesas. Ni siquiera sonrió. Sí supo regalarme una mirada gris, pero viva, y entendí que sabría tratar al pájaro. Las gentes del Norte centran todo en la mirada y las maneras, y yo, bárbaro de los Andes, pero mustio y silencioso, supe darme a entender ante ellos. Al llegar a Norteamérica vi la primera bandada. Como una mano oscura y sutil bailando en el firmamento. Un ciclón de alas de caoba dispersándose en el cielo ante el ataque de las águilas, y volviéndose a hacer uno en su marcha. Quedé maravillado. Así, en cada viaje, fuera al norte o al sur (en donde introdujeron estas aves con el tiempo), 216

buscaba la nube oscura de los estorninos en bandada, danzando como un trompo en el aire. En poco tiempo entendí el segundo de los motivos: que no debía tener ninguno en jaula. Ni debía permitírmelo a mí. Me marché a casa entonces. En San Cristóbal me presenté ante papá. Ya tenía 16 años. Me había fugado a los 14 sin dejar rastro alguno. Me cruzó el rostro de un cuerazo. A los días, me recibió en su despacho. –Usted no sirve ni para el estudio ni para el trabajo. Si fuera a misa lo mandaría al seminario de una vez, pero seguro ya es ateo. Así que se me va para la Academia Militar. Ya envié despachos y lo esperan en Caracas. Usted sabe el camino para salir de aquí. Y también para salir de la ciudad. Se me va en menos de tres días. –Le escribiré, papá. –A mí no, escríbale a su madre. A mí mándeme una foto de subteniente o no me busque más. Claro que sabía llegar a Caracas. Se toma una mula, por la vía de Trujillo hasta el sur del lago de Maracaibo. Luego se debe tomar un vapor hasta Curazao, y de ahí otro hasta Caracas. Cuando mi fuga, abrumado por el hastío del silencio y calles chatas, me ofrecí como grumete en un barco noruego que transportaba carbón y lo hice por un par de años mi oficio. Ahora, el camino sería otro: un vapor hasta La Guaira, y luego en bestia hasta la capital. Al llegar a la ciudad, el paso corriente hacia Caracas estaba obstaculizado. Buscaban gente. Prófugos de la justicia. Dicen que eran estudiantes que trataban del llegar al mar para marchar al exilio. Tenía dos opciones: o esperaba unos días, pernoctando en el litoral, o acometía mi ruta por el Camino de los Españoles. Impaciente, escogí 217

la segunda. Dos viajeros, comerciantes que regresaban a la ciudad, me acompañaron. Subiríamos en mula. Antes de la primera hora, al remontar el sol en su camino hacia el mediodía, uno de ellos se quejaba de la abolición de la esclavitud. –Humboldt pudo subir este camino porque tenía esclavos que le llevaban las cosas. Uno no. Se notaba una ciega amargura en el rictus de su boca, en los ojos y en la mayor parte del semblante. –Ellos subieron por Cotiza, nosotros lo tendremos un poco más fácil. Yo callaba, no era parroquiano. Antes del Fortín del Salto, vimos una hacienda, hermosa, llena de años y silencio. El segundo de mis compañeros se notaba incómodo. –Aquí hay ánimas, así que mejor seguimos. Desde abajo ya veíamos la cumbre del Fortín de Castillo Negro. Ahí reposamos. Pude ver el mar desde esa altura, el litoral pleno y hermoso; observaba las olas en un ritmo ascendente y descendente, elevando los barcos. Pude ver turpiales y cristofués, colibríes y gavilanes. Una ventisca trajo nubes del Ávila y borró de nuestra vista la imagen del mar. Como si tragara sueños y salitre. Entonces aparecieron los gavilanes, dueños del cielo y los zamuros, del averno. A la hora, percibimos un olor a lluvia y seguimos la marcha. Cerca estaban el Fortín de la Cumbre, Castillo Blanco, y más allá San Jorge de la Cuchilla. Ruinas de un pasado que no existe. El eco de las montañas retrataba ese pasado. Un compañero contaba que la presencia de piratas se anunciaba con cañonazos de fortín en fortín hasta Puerta de Caracas. La ciudad se enteraba enseguida de su llegada. –Parece que Gómez ensalmó estos lugares. Sabe quién entra y quién sale a estas tierras, y su mano decide 218

darle paso o no. Ante la traición, escucha los cañones retumbar adentro del pecho. Desde el momento de salir, noté la desconfianza de estos hombres ante los andinos, por lo que hice bien en callarme y nunca hablar. Nada mejor que resguardarse de los que tienen miedo. Ya casi llegábamos, pues empezamos a ver las faldas de la ciudad. Entrando por La Pastora, pude hacerme de un transporte que me llevó cerca del Nuevo Circo, y de ahí, en una pensión por noches, pude reposar. No me despedí de los señores. Ya estaba en Caracas. Mis años en la Academia Militar fueron cuatro en plenos tiempos de mi general Gómez. Egresé en el año 31. Le escribía cada mes una carta a mi madre, y al graduarme, dejé una foto para que fuera enviada a mi papá. “Don Ismael, aquí tiene su retrato”, le escribí por detrás. Volví pocas veces al pueblo; era complicado ver a papá. Me ofrecieron como destino Maracay. Acepté. II

Las cenizas me las enviaron en una caja de zapatos por Aerocav. Hasta muerto vino a echar lavativa. Toche. Si le contara. Vino un coronel, a quien le pedía que me mandara al muerto, y me dijo que eso era complicado. Era el jefe de alistamiento militar del estado Apure. No lo tengo muy claro en la memoria. Deme unos minutos y seguro me acuerdo. Usted, Enrique, merece conocer la historia bien. Las vainas con ese muchacho siempre fueron raras. Era nuestro hermano por parte de papá, el primero de sus hijos parece. Desconozco el nombre de su madre. Me llevaba como diez años, estimo. Lo vi alguna vez, creo, con esa cara de alzao. Apenas era yo un tuso cuando me 219

saludó una vez: “Buenas tardes, don Pancho”. Llevaba su cuota de ironía, pero aunado a eso me regaló un juego de soldados de plomo, que aún conservo. Con eso se ganó mi afecto. Sería a comienzos de los años 30 cuando lo vi por acá. Vivíamos por la casa del centro, cerca de la catedral. Papá llevaba una ferretería, vainas. Mamá mostraba gallardía, coraje. Tu abuela Ernestina era curiosa. Dulce y con un carácter de monja cartuja. Por algo mi hermana Griselda salió monjita. Cristo siempre por delante. Me distraigo por los años, Enrique, disculpa. Enterramos las cenizas en el Cementerio Viejo de San Cristóbal, al lado de las de tu papá, quien se le parecía en el carácter. Ese temple de indio atravesado que parece tiene el mayor de tus hijos, según me cuentas. Él, que había hecho tantas cosas, nunca fue celebrado por acá. En el Táchira, o usted toma el poder en alguna parte, o es un pendejo que merece ser olvidado. Si se sale de esta ciudad, que queda tan lejos, tiene que ser para lograr algo importante, si no mejor ni vuelva. ¿Te acuerdas de Nogales Méndez? Tanto rodar por el mundo, tanto generalato con los turcos, buscar oro en Alaska, cualquier zoquetada con armas, tanto librito publicado y amenaza de echar a tiros al general Gómez, y ahí tiene, nunca ha sido recordado. Apenas uno lo lleva en la memoria. Como lo haces tú, Enrique, que en eso sí saliste a mí. Ambos hemos sido, somos, militares. Yo me hice médico también. Y no le hacemos el feo a las palabras. Pero si no hay poder de por medio, somos despreciados. Y por eso la familia se ha encontrado tan extraña desde hace años. Una ciudad fregada, vea, San Cristóbal; engreída pero callada, llena de soberbia. Serena, sí, pero acostumbrada a enviar a los hombres a desbastar los gobiernos de la tierra. 220

Aquí en el Táchira tuvimos suerte: muchos se fueron. Castro, Gómez, López Contreras, Medina Angarita, Pérez Jiménez. Todos se enamoraron de esa señorita: Caracas. Nos dejaron tranquilos en nuestras montañas, aunque por supuesto que la resolana de ese mediodía nos tocó. Hoy en día recorrer el Táchira es recorrer los lugares en donde nacieron los andinos del poder. Aquí hasta se aprovecha de eso. Gente que no volvió nunca. Quedamos nosotros. Ignacio fue como tu padre: libre, aguerrido, peleón. Y esos no suelen encontrar su lugar entre estas montañas. No saben beber lentamente el café en el pocillo: se lo tragan. Y además, no duran tantos años. No saben de serenidades. Recuerdo cuando tu papá se fregó la pierna. Lo mandaron a Nueva York. Me enviaba cartas murmurando de todo, pero extasiado con la ciudad. Eso sí era mundo, me decía. Así tenemos varios en la familia. A mí me quedan pocos años, lo sé. Pero aún así somos longevos. He aprendido a tomar con calma las cosas; las decanto, saboreo, contemplo. Bebo una botella de vino o de champaña al día y eso mantiene sano mi corazón. No me trasnocho, no abuso de la carne, hago siesta y reposo. Llevo a paso de mula mis negocios, pues ya los muchachos están grandes. En este año, este nuevo milenio, este año 2000, brindo contigo sobrino, hijo mío tan querido. No invoquemos más el pasado. Dejemos atrás a Ignacio. III

Al llegar a Maracay, estaban buscando pilotos, don Pancho. Me enrolé enseguida. Sabía qué era lo que quería hacer. Nos sumamos su sobrino y yo, que veníamos de la Academia, y éramos de la misma promoción. Competíamos mucho, 221

pero al tener ambos la mejor vista logramos muy pronto el puesto de piloto. Decir que veníamos de la Academia Militar quiere decir que nuestra educación era prusiana, usted lo sabe. Nos instruyeron alemanes. Eso le contentó a él siempre, pues con ellos, los austríacos y los turcos fue que peleó Nogales Méndez. Tenía sus libros. Un nuevo (entró un año después que yo), Vargas Ortiz, le ayudaba a leerlo en inglés, pues aunque hablaba el idioma, aprendido no sé donde, le costaba un mundo leerlo. Nogales era el más grande tachirense para él, pero nos cuidábamos de comentarlo pues mi general Gómez era paisano. Y eso podía significar desde la Rotunda a algo peor, si se enteraba de lo que leíamos y pensábamos. En la Aviación, nos recibieron unos franceses. Él se molestó. Ignacio, quiero decir. He aprendido que nos molestan los ganadores. Quizás por eso muchos andinos salimos de nuestras montañas, don Pancho. Eso usted lo sabe. El afán de ser triunfador no concuerda con nosotros. Amamos el mando, pero nos friega la paciencia, el optimista. Los franceses no duraron mucho, para alegría de Ignacio; estaban de salida. Pronto los alemanes y los italianos vendrían en su reemplazo. Yo recuerdo estos sucesos y me da un gran pesar. Fuimos como hermanos. Pero las cosas del poder son complicadas don Pancho. Si lo sabrá usted. Vea, para decirle la verdad, yo no quise realmente ser aviador, pero me enamoré locamente de una muchacha, y sólo pensé en eso para conquistarla. Tenía que ser alguien, pues era de buena familia. Y usted sabe cómo se derriten esas muchachas por un uniforme. Se vuelven locas. Sólo pensar en contarle que yo volaba un avión, era ya bastante. A los andinos nos gusta el uniforme desde siempre, y te222

nía ya competencia con la muchacha. Era de Caracas. Se llamaba Mónica. Era de una hermosura que para qué contarle. Brillaba cuando andaba por la plaza Bolívar, o por toda Altagracia. Me sonreía, pero tenía competencia. Muchos la soñaban. Esto fue ya en el último año de la Academia. Estábamos por graduarnos. No soportaba la idea de que ella no podría ser mía. Así que agarré mis alas y me fui a Maracay, con Ignacio y los demás. Éramos pocos, nos conocíamos; algunos, paisanos; otros, tan solo hermanos de armas, pero con el fuego de la amistad que las armas llevan. Sí, éramos hermanos. Usted que es también un hombre de armas, aunque esté por jubilarse, lo sabe. ¿Cuántos años es que tiene usted ya?, ¿52? Bueno, su sabiduría como médico y coronel lo marca. Aunque usted se asimiló al ejército, no vivió los años de formación de la Academia. Hay cosas que desconoce. Su sobrino, Enrique, sí lo sabe. Y siendo apenas un capitán, tan cercano todavía a los recuerdos de la Academia, más. Sigo contándole. Comenzamos entrenando con monomotores, y luego bimotores, hidroaviones que aterrizábamos en el lago de Valencia. Me gustaban los Farman F-40 pero los principales eran los Curtiss. Dominaron los cielos por algún tiempo. Me gustaba volarlo, pues podía hacerlo solo, pero no había suficientes como para hacer virajes en el aire y variaciones acrobáticas. Los primeros Macchi hacían aparición por esos tiempos, al igual que los Salmsons italianos. Yo me hice piloto especializado en los Curtiss. Entonces fue que empezaron las diferencias con Ignacio. Él fue siempre un militar anárquico. Disciplinado, sí, y amante del uniforme, pero lleno de una rabia contenida en silencios semejantes al silbar del viento entre los árboles. Un 223

silencio nunca mudo, pero apenas encubierto. Ambos habíamos egresado de la Escuela de Aviación en el 35, en su segunda promoción. Perdone que me repita, pero llevo ya muchos tragos. Ya desde comenzar los estudios se notaba un brillo de ojos malsano e insolente en su mirada. Nunca diría que por desgracia, lo apreciaba, pero el hecho de que a ambos al año de egresados nos nombraran pilotos de escuadrillas del Grupo de Reconocimiento, me pareció de mal agüero. Ignacio competía, quería ser siempre el mejor, y tenía una rebeldía insana. Nunca fui un prusiano, me identifiqué más con los franceses en mi formación, y eso lo rabiaba. Tenía en alto siempre a la figura de Nogales Méndez, como le decía, ese bullero antigomecista. Por supuesto, lo callaba. Si sabían algo de sus pensamientos, lo mandarían a arrestar. Y yo no era ningún soplón. Al final, ambos éramos oficiales profesionales, y la camaradería y la solidaridad militar privaban ante todo. Pero órdenes eran órdenes. Y la larga mano del general Gómez vivía entera todavía, a tres años de su muerte. Tan raro que era Ignacio. Con su tonada de Mozart en los labios, sus libros sobre Francisco José, sobre Viena, sobre Estambul y Alemania. Tan raro. No podía entender por qué me mandaron a investigarlo. IV

Uno de mis hijos me anda preguntando por Ignacio. Le inquietan los secretos de la familia, los silencios. Y ahora contigo en cama, es a mí a quien le inquietan. ¿Cuántas cosas te llevarás contigo, ahora, después del ataque que sufriste? ¿Qué no me dijiste nunca de papá? Sé como lo trajeron escondido hasta San Cristóbal, desde el Centro 224

del país. ¿Qué más no me has dicho? Qué vaina, tío. Tienes tres meses en cama; seis meses desde nuestra última conversación. Ya yo me estoy poniendo viejo. Tengo el cabello plateado de la familia, el uniforme ya colgado, los hijos grandes. Esta parquedad de nosotros los andinos, este reconcomio quién sabe con quién. Al final, llevamos mucha rabia por dentro, mucha hiel. Pero hay que empezar a serenar a los demonios, a callarlos. No, mejor no hable, no tiene fuerzas. Tanto tubo y cable que tiene conectado al cuerpo, no ayuda. Yo quisiera que volviera, y me contara más cosas. Heredar su memoria. Sé que siempre me ha considerado un hijo, por la sangre y por las armas. Pero también sé que nuestro vínculo está en las palabras que se cuelan entre el café cerrero de la mañana y el vino de la cena. Nuestras conversaciones, tío. Nuestras charlas. Esas maneras de encauzar el silencio. Recuerdo cuando venía de cadete a su casa. Me quedaba los fines de semana en Caracas en casa de mi tía Elena y mío tío Juan, pero cuando venía a San Cristóbal siempre pasaba por acá. Ya Gloria, su hija, estaba más grande y me miraba firmemente, en especial cuando leía. Era lo que más quería hacer. En la Academia, en el monte buscando a la guerrilla, en mi casa, leer. Este hijo mío heredó eso, más no las armas. Ninguno de mis varones quiso el uniforme. Tiempos de cambio, tío, de metamorfosis. Ya esta ciudad tampoco es lo que era. Ya no vivimos en el centro, las corridas de toros son cada vez peores, la Feria es una extensión de las vacaciones. Estamos dejando, al fin, a la Colonia atrás. No sé qué tan bueno sea eso. Extraño cosas. Pero las cosas han cambiado y hay que acoplarse. ¿Qué más puedes decirme de tu hermano Ignacio? ¿Por qué murió como murió? ¿Por qué así? Pedroza Araque 225

y yo estuvimos conversando en el Ipsfa allá en Caracas, y luego en el Círculo Militar. Nos tomamos unos whiskys hace un par de semanas. Fue siempre afín al alcohol. Hicimos memoria de una infancia en el Club Táchira, allá, cerca de la iglesia de San José y de la Gobernación. De cómo nos robábamos tus soldados de plomo y planeábamos batallas. Yo lo hacía. Él no. Me confesó cierta aversión a las armas. Me dijo que se hizo militar pues era su única opción. O eras médico, o eras abogado, o eras cura. El Bagre hace la Academia Militar, y era la oportunidad de salir de ese ostracismo que era San Cristóbal. Que su aversión a las armas siempre fue cierta, y que lo único que lo mantuvo en ellas, fue la vergüenza. Ni siquiera los aviones. La vergüenza. El haberse dejado deslumbrar por los enemigos de López Contreras, por los hijos del Bagre. Sí, yo lo llamo el Bagre. No me da pena. Lo llamo el Bagre pues dejó una marca, una impronta de los tachirenses que no me he podido borrar por nada del mundo. Menos a partir de Pérez Jiménez. Esa forma de ensuciar el uniforme, de llenarle de sombras la espalda a uno. La vergüenza, me contaba Pedroza Araque. Venga usted a ver; me dijo que hace años, en los setenta, estando yo en el monte buscando guerrilleros, ustedes conversaron. Y que le contó las cosas con Ignacio. Pero, por lo que usted y yo hemos hablado, hay algo que no le dijo. Quizás, ya con los años, no tiene miedo de soltar la lengua. Me dijo que se dedicó a pasar informes de Ignacio, a declararlo rebelde, conspirador y cuantas cosas más sólo porque era distinto. Sólo porque había visto el mundo que los demás sátrapas no habían visto. Sólo porque llevaba libros. Me dijo que lo dejó caer, y que lo miró desde lo alto. Pero que al verlo en el suelo, en esa inmensidad, la culpa y la 226

vergüenza lo invadió y pensó en estrellarse, en sobrevolar el lago de Valencia y sepultarse en el fondo, como tantos. Tumba de los aviadores ese lago. ¿Qué tumba tendrá ahora, sin honor? Pero yo encontré otra veta de la historia. Revisando los papeles y las cosas de mamá, encontré pertrechos muy viejos, que parece que ella guardaba. Eran de mi padre. Mamá los conservaba. Vainas de mujeres. Apenas un reloj viejo, una cadena, un pisacorbatas, cosas nimias. Pero encontré cartas de Ignacio. Por qué las guardaría mamá, no lo sé. Pienso que no sabía que estaban allí, pues estaban escondidas en un frasco, lleno de periódicos arriba, junto con un diario. Al fondo, limpiándolo, estaban las cartas. Mamá seguro conservó el frasco, pues es hermoso, para servir agua caliente para el té. Y ayudó a que la polilla no se comiera ni el diario ni las cartas. Deseché la lectura del diario, ya se lo daré a mi hijo para que mate su curiosidad. Parece que eran varias las cartas, pero el moho, los años, el polvo hacen ilegibles la mayor parte de ellas. Sólo una se entiende a través de la luz de una vela. Es una carta de amor. Una carta de amor de mi tío Ignacio a una tal Mónica Contreras. Se muestra correspondido y contento. No sabía que escribía tan bien, que tuviera ese hálito de poeta. Pero, más que eso, revela una cosa terrible que es mejor que nunca sepas. Y tampoco lo sabrá mi hijo, el que pregunta tanto por tu hermano. Mejor dejar las cosas así, ya con los años. Hay historias que mejor es imaginárselas. Mi tío Ignacio. Tu hermano. Ya pronto lo verás, al igual que mi padre. Diles que he procurado ser un buen hombre, honrado, amante de sus hijos. Diles que yo también leo sus libros, incluyendo los de Nogales Méndez, 227

y que ahora tengo los míos. Que el uniforme lo respeto, pero lo olvido. Que ellos, como tú, nunca serán olvidados. V

El 30 de agosto de 1938, según Orden General, fui ascendido a teniente y pasé a ocupar el cargo de comandante de la Escuadrilla número 13 de Bombardeo. Estaba eufórico. Me encomendaron los célebres terrenos de la familia Lui en Maiquetía, para hacerle ver a la gente de la Compagnie Générale Aéropostale, a Panamerican, a KLM, que eran resguardados y, además, que nosotros también podíamos volar. Y solos. Emprendí el vuelo acompañado de dos aviones más, dimos una pequeña vuelta hacia el mar y, de regreso, saludamos desde arriba, moviendo el avión de un lado a otro. Pequeñas casas y minúsculas personas se avistaban lejanas en el suelo, ese lugar donde todo termina, acabando con la perfección de surcar los cielos. Pedroza Araque volaba conmigo desde que nos graduamos, y ese día al desembarcar, se acercó a mí y me miró de forma siniestra. Yo estaba consciente de la existencia aún de la mano negra del gomecismo, de que debía cuidarme, resguardar las cartas que me llegó a enviar Nogales Méndez. Pero eso ya era pesado. Se había muerto hacía un año don Rafael. No tendría que temer nada. En nuestros reconocimientos por Maiquetía, no dejaba de pensar en Lindberg. Cómo vino a Venezuela, cómo sobrevoló Maiquetía buscando terrenos para Panamerican en el 27. Todos queríamos ser como Lindberg, de espíritu alemán, aunque los sucesos acaecidos en Alemania desde el 33 nos habían hecho alejarnos de ese espíritu. Sabíamos inminente la invasión de Austria. 228

Ya el mundo empezaría realmente a cambiar. Aún así, era el héroe de todos los pilotos y las conversaciones en los botiquines de los oficiales, entre ron y ron, giraban alrededor de sus hazañas. Yo pensaba que podía hacer algo semejante, cruzar el Atlántico, reconocer las cumbres de los Andes venezolanos, surcar las tierras de Guayana. Los demás se burlaban. Pedroza Araque era uno de ellos. Me decía que me dejara de soñar pendejadas, que me quedara tranquilo, que ya los tiempos eran otros. Entendía el doble sentido político en sus argumentos, y me molestaba. Así que un día decidí probar suerte y volar a través del Arco de Carabobo. No fue sencillo. Sentía que me espiaban. Tuve que quemar algunos libros, papeles. Conservé algunas fotos, un par de cartas de Nogales Méndez cuando estaba empezando la Academia Militar y nada más. Cada día sentía que me separaba de esta tierra, que me unía más al aire. Un aire denso, pero mío, en donde poder respirar. En la Base había miedo y en la calle el país no encontraba camino ni lugar. La incertidumbre por doquier. El desasosiego. Yo encontraba mi lugar en el aire, libre, y me sentía el mayor de los esclavos en tierra. Sólo me salvaba Mónica y sus risas, su vestido bailando con la luz de la tarde en Caracas, esa luz que nos amarra a los andinos a su vera y que nos hace extrañarla apenas la conocemos. No he dejado de enviarle cartas nunca. Más que a mi madre, desde que la conozco. Le revelo todo: mi identificación con Nogales Méndez, mi desprecio al gomecismo, a sus continuadores, a la ceguera ante tanto dolor de la gente, ante la indolencia generalizada. Sé que a ella se le hace difícil escribirme, pero me deja notas con su chaperona, que valen más que cualquier palabra. Yo le regalé una postal con una bandada de estorninos ilustrando 229

las notas de la pieza de Mozart. Así que fue a ella a quien le comenté que iba a cruzar el Arco de Carabobo. Esperé unos días por su respuesta. Mientras, fui hasta allá a tomar medidas, para calcular mi paso a través de él. No pude hacerlo. Me detuvieron prácticamente al llegar. Estuve preso dos semanas. Me trataron bien, pero me ignoraron por completo. Al salir, le expliqué a mi mayor que sólo quería hacer una hazaña criolla, hecha por venezolanos, para demostrar que nosotros teníamos pilotos buenos, que no había nada que envidiarle a nadie. Su miraba reprobatoria decía todo. Me despachó sin palabra. Los siguientes tres meses (era septiembre), me dejaron en tierra a manera de castigo. Tuve que conformarme con mirar a los demás volar. Y eso para mí era el infierno. Recibí el año en San Cristóbal. Compartí con mi madre, le regalé unos soldados de plomo a mi hermano Francisco y dejé allá unos papeles para que me los guardaran. Regresé el 2 de enero a la base. Encontré a Pedroza Araque jurungando en mi cuarto y eso me sorprendió. Me dijo que buscaba una afeitadora y una crema para zapatos, pero sus nervios revelaban más. Le increpé duramente qué buscaba. Lo empujé. Amenacé con denunciarlo ante nuestros superiores y se puso mansito. Toche. Provocaba golpearlo. Ofuscado, lo dejé salir de la habitación. Algo se quebró entre nosotros a partir de ese momento. Fue, para mí, el comienzo del final. Pude comprobar quién era Pedroza Araque. Hace apenas unos días lo sospechaba, lo anoté en mi diario estando en San Cristóbal. Y no podía creerlo. El 24 de enero de ese nuevo año, 1941, fuimos enviados a hacer un reconocimiento de terrenos en los Llanos. Como signo fatal, a Pedroza Araque y a mí nos enviaron juntos. Despegamos a media mañana y reconocimos 230

desde el estado Cojedes hasta Portuguesa. Pedroza Araque se desvió hacia Apure y lo seguí, pues no podemos regresar sin nuestra pareja de vuelo. Me extrañó el desvío, no estaba dentro de las órdenes pautadas. Sobrevolamos el sur de San Fernando y más allá, cerca de Barinas. Nos desviamos y sobrevolamos el río Capanaparo. Fue entonces cuando escuché el ruido en el motor. Un goteo extraño. Decidí aterrizar en el margen izquierdo del río, cerca del poblado de Arichuna. Le indiqué señales a Pedroza Araque y bajé. El terreno no era el más indicado pero no tenía dónde más aterrizar. Estábamos en invierno y la sabana estaba anegada de agua. Las ruedas golpearon suelo correctamente pero se enterraron. Tuve que bajarme. Revisé el goteo; lo arreglé. Intenté despegar pero no pude hacerlo. El avión no tenía la fuerza suficiente por el suelo arcilloso. Pedroza Araque sobrevolaba mi posición, pero sin intensiones de aterrizar o volar a Maracay a dar el parte. No sabía qué hacer. Entonces el avión bajó lo más que pudo y soltó unos papeles en el aire. Eran las cartas que le había enviado a Mónica en tantos años, decenas de cartas. Entendí mi sospecha de semanas anteriores, ahora que lo comprobaba: las cartas fueron interceptadas desde el principio por inteligencia militar. Y el espía en la Base del que todos hablábamos y nadie sospechaba era Pedroza Araque. Me llené de ira. Empecé a patear la tierra, el avión, lo que tenía enfrente. En el firmamento, en los árboles más altos cercanos a las pequeñas montañas, vi el planeo de los gavilanes. Sentí un escalofrío. Sentí la presencia de las ánimas. Metí las manos en la cazadora y pude sentir una suerte de cartulina, una tarjeta. Pedroza Araque la colocó, seguramente cuando entró a mi cuarto. No tenía 231

palabras. Sólo la ilustración de unos estorninos volando, con los acordes de la pieza de Mozart que tanto me gustaba. Me dio por recordar a la muchacha inglesa a quien le regalé mi pájaro, a la bandada entera de estorninos que vi al llegar a Massachussets, arriba, en lo alto y, por último, a la jaula que compré en las calles de Londres. En el bochorno del mediodía, viendo al avión hacer movimientos de burla en el aire, junto a un cielo de zamuros rondándome, me di el primer tiro en el pecho, ya de rodillas en la sabana húmeda. Con el segundo de los tiros, los vi apenas alejarse.

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vI edición

2012

Veredicto

N

osotros, Victoria De Stefano, José Luis Palacios y Luis Yslas, miembros del jurado de la VI edición del Premio de Cuento Policlínica Metropolitana para Jóvenes Autores, reunidos en la ciudad de Caracas con el fin de emitir el veredicto de dicho certamen, una vez leídos todos los cuentos participantes, hemos decidido, de forma unánime, lo siguiente: Conceder el primer lugar al cuento “Evocación y elogio de Federico Alvarado Muñoz, a tres años de su muerte”, firmado bajo el seudónimo Ana la Alemana, por tratarse de un cuento que articula con acierto diversos tiempos verbales de la narración, manteniendo una eficaz tensión, a la vez que hace uso de imágenes poéticas que enriquecen una prosa sin estridencias que es también la elegía de una experiencia fracasada.

El segundo lugar al cuento “Mondadientes”, firmado bajo el seudónimo Salvador Bouvie, el cual posee un ritmo narrativo que no decae en ningún momento, debido al empleo de un lenguaje sencillo pero efectivo que recrea una historia de atípicas soledades que se encuentran en la singular figura de un antropófago, logrando una anécdota acertada desde el punto de vista personal. Y, por último, el tercer lugar al cuento “A medio camino”, firmado bajo el seudónimo Calaf, ya que se trata de un relato en el que priva una escritura sobria, depurada de ornamentos, que recrea la historia de un desvío geográfico y psicológico, a través de una narración fluida y convincente que incorpora diálogos de lograda efectividad.

- “Cómo cae un poderoso”, de Juan Carlos González Díaz. - Sin título, 2010, de Martha Durán.

En Caracas, a los 28 días del mes de abril de 2012. Victoria De Stefano

José Luis Palacios

y Luis Yslas

Abiertas las plicas, los ganadores resultaron ser: María Dayana Fraile, Delia Mariana Arismendi y Miguel Hidalgo Prince, respectivamente. De igual manera, hemos decidido otorgar menciones especiales a los siguientes cuentos (listados sin orden de preferencia):

- “Las propiedades curativas del fuego”, de Dacio René Medrano Arreaza. - “Hacia una metodología del desecho”, de Nora Edén Mora. - “La visión de los lobos”, de Enza García Arreaza. - “Érika y Berenice”, de Katy Civolani.

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1o

l u g a r

Evocación y elogio de Federico Alvarado Muñoz, A tres años de su muerte

María Dayana Fraile

para Renato Rodríguez in memoriam

E

nsayamos la lluvia. La indolencia de dejarnos arrastrar por la belleza: sentimentales y estúpidos. Tarde lenta y pesada. Caemos uno dentro del otro como gotas de agua sucia. Las nubes tienen formas de columpios rotos. Federico tiene forma de columpio roto. Forma de nube. Federico hojea una novela de Enrique Vila Matas. No morirá sin haber leído a Vila Matas, pero lo enterrarán vestido de marrón, un color que detesta. El saco no será de su talla y le quedará fatal. Aún ninguno de los dos sabe esto. No podemos imaginar que en el futuro, de tanto revolcarse en su tumba, él terminará por convertirse en un zombi (condenado a deambular por los escalofriantes pasillos de la historia de la literatura nacional). Por las noches vendrá a pedirme bolígrafos y yo me desvelaré contemplando sus manos que parecerán moldeadas en puré de guisantes. Su voz también cambiará, la escucharé siempre lejos, como si se tratara de una llamada

de larga distancia. Sentado en el borde de mi cama, sacudirá las briznas de hierba y los pétalos de flores adheridos a las solapas de su camisa, hablará sobre sus relecturas de la novela de la tierra. Se interesará particularmente en Peonía de Manuel Vicente Romero García, una novela pionera en la introducción de la figura del zombi en nuestra literatura. Luisa, el personaje femenino, muere en el penúltimo capítulo y revive en el último, nada más que para reanudar la agonía sin solución de continuidad. Se irá de mi habitación siempre con el amanecer y a la distancia cobrará un aspecto vagamente ridículo: se tambaleará de un lado al otro como un personaje de La noche de los muertos vivientes. Oh piojo de pupilas torcidas. Mi mejor amigo. Mi enemigo íntimo. Pero no nos adelantemos, aún ninguno de los dos sabe esto. Estamos ahora en su apartamento de Bello Monte y faltan aproximadamente doce años para que él muera como un imbécil mientras intenta jugar al alpinista en Mérida. Ensayamos la lluvia. La indolencia de dejarnos arrastrar por palabras antiguas y pasadas de moda. La música que brota de los pequeños amplificadores nos mantiene despiertos. Repaso la figura de mi amigo cuando se incorpora para cambiar el CD. Primero, su cabello claro y pajizo, creciendo sobre la línea del atardecer como un amasijo de algas electrificadas. Luego su ampulosa silueta, jorobada por el peso del tedio y los malos poemas publicados en el pasado. Su voz impostada, fracturada de tanto leer los cuentos de Raymond Carver a todo volumen, me anima a hablar sobre “nuestro proyecto”. Sus palabras suenan como ramas secas deslizándose en el interior de una batidora industrial y me obligan a reconstruir mentalmente, aunque no venga a cuento, el porqué de sus lecturas obsesivas del 242

autor norteamericano, el porqué de ese firme propósito de mutilar su voz, de restarle fluidez (en este sentido, me tomó años comprender que mi amigo era un hombre valiente y honesto, cuya más elevada aspiración consistía en ser un impostor y un travestido: cosas de la literatura y sus extraños caminos). Hago entonces vanos esfuerzos por concentrarme; mi cabeza es terreno estéril para el pensamiento práctico. Sin salir de la cama, observo a la tarde ejecutar maniobras desastrosas, me conformo con ser testigo de su entrega, esa manera que tiene de estrellarse contra los edificios cuando cae sobre la ciudad. Borro totalmente a Federico. Por primera vez me tomo el tiempo de buscar palabras para describir aquella imagen y, de súbito, esas maniobras abandonan su estado de realidad de facto y levitan en el horizonte del lenguaje como psicodelia pura: casi puedo ver cómo las antenas parabólicas le perforan el corazón: los bucares, tan encendidos, parecen la manifestación visual de esas heridas o simples metáforas, rodillas que sangran. Después de algunos minutos de escueto silencio, Federico resurge detrás de un biombo de aire, está de nuevo en escena. Se atribuye a sí mismo el derecho de palabra y, bastante satisfecho, se larga a disertar sobre la plataforma digital más adecuada para “nuestro proyecto”: una revista literaria online. Camina hasta el reproductor y, con solemnidad, gira la perilla del volumen hasta llevarlo a un nivel casi inaudible, acto seguido se explaya en demostrar las ventajas de trabajar con Wordpress. Continúo sin poder concentrarme. Ha bajado tanto el volumen que Pescado rabioso parece estar interpretando los acordes iniciales de Cantata de puentes amarillos en el interior de una cesta de basura; Spinetta canta envuelto, de pies a cabeza, en 243

pliegos de papel periódico (ha quedado como una momia). La percusión se torna imperceptible… “vi la sortija muriendo en el carrusel, vi tantos monos, nidos, platos de café, platos de café”. Nada más desconcertante que un puñado de sustantivos entremezclados con verbos al azar. El tiempo pasa como algodón de azúcar entre los dedos, confiere al tacto una sensación pegajosa, insoportable. Federico camina alrededor de la cama mientras habla, me recuerda a un samurái: comanda un grupo de guerreros de trajes brillantes, hermosos y dispuestos a todo lo terrible. Resulta imposible no notar que está poseído por esa sobrecogedora facultad que sólo le sirve para emprender metas cuya realización entraña absurdos peligros, esa que invariablemente lo condena a terminar boqueando, tendido sobre una atmósfera irreal, apenas delineado sobre un charco de sangre. Su exquisito y lacerante sentido de la disciplina me mueve a abrigar el deseo de que un golpe accidental le borre el disco duro y, en consecuencia, logre sepultar por el resto de la eternidad ese odioso proyecto. Me pregunto si el acto de escribir no es acaso una concesión exagerada a nuestra vanidad. Me pregunto si la vanidad puede instalarse en este desastre perpetuo que es el apartamento de Federico. Sólo el balcón vale la pena con sus nubes aplastadas y grises, desde allí los árboles se ven distintos (el cují, por ejemplo, deja de intimidarme, y aquella titánica sensación de realidad que me sobreviene cuando lo observo de cerca, empieza a desdibujarse lentamente. Es como si una fina llovizna lavara sus hojas y atenuara su presencia, adelgazándolo). Su parloteo me aturde. Me importan bastante poco, por no decir nada, Wordpress y los pajaritos pintados del Twitter. Su piel brilla como en un comercial de jabón. 244

Lo interrumpo. Oye, cuéntame otra vez ese sueño, el de anoche. Rayos y centellas, al más clásico estilo cómic, convulsionan su frente. Está disgustadísimo. Le sube volumen a la música y se queda callado. Insisto. Oye, cuéntame otra vez ese sueño, vale.

Siempre recordaré esa llamada telefónica. Mi memoria tembló y una ciudad construida de recuerdos se desplomó sobre mi cuerpo. No hubo quien recogiera los vidrios rotos. Mis estados anímicos se arrugaron como hojas de papel llenas de anotaciones sin sentido: líneas inservibles, con severos errores ortográficos. Durante semanas no pude dejar de pensar en su muerte, quizás, por exceso de amor a mi propia vida y, apesadumbrada, me entregué a arrastrarme entre los escombros con bastante libertad. Después de esa llamada, los días corrieron en círculo detrás de la triste nueva, simulando esos cachorros tiernos y un poco estúpidos que intentan morder su propia cola. Entonces, pude comprobar sin asombro que los suplementos culturales de los periódicos de circulación nacional optaron por pasar de largo ante la noticia de su muerte. Y si bien es cierto que algunas notas escuetas circularon por Internet, sobre todo en los blogs y las redes sociales, no es menos cierto que muchas de ellas estaban plagadas de imprecisiones y de informaciones erradas sobre su vida y, más aún, sobre su obra. El silencio de los medios operó en él una transfiguración de carácter simbólico: lo convirtió en un cadáver sin sepultura. Otra cifra roja para las estadísticas. Bien enraizado en la tradición, Federico era el más fantasma de los escritores vivos (insisto en proponer la 245

imagen de él como barco fantasma, condenado a vagar, a arrastrarse, flemático y torpe, sobre el océano gris, en la búsqueda eterna de un espejismo: un puerto que aparece y desaparece entre la niebla. Ese puerto está hecho de palabras. Ese puerto es un libro, pero no cualquier libro. Es el libro que se insinúa en cada nuevo boceto de historia y que finalmente logra sustraerse del proceso de escritura. Es el libro que siempre intenta escribir. El que siempre está a punto de escribir. El que jamás logra escribir). Y si seguimos esta línea de sentido, resulta evidentísimo que Federico continúa bien enraizado en la tradición porque es el más zombi de los escritores muertos. Es por esto que quiero dibujar con estas palabras una pistola y una bala sobre el papel. Es por esto que quiero que estas palabras me ayuden a liquidarlo al viejo estilo de los zombis de George Romero. Sobre el papel dibujo un osario, una hoguera, un ataúd. Si Federico no se hubiese ido a morir como un imbécil en Mérida, me hubiera seguido el juego; diría ahora, como tantas veces, que él no era un barco fantasma a la deriva sino, apenas, un pobre barco de papel hundido. La verdad es que nunca me pareció que hubiese una gran diferencia entre ambos. Creo que solo logré presentir el verdadero sentido de su observación al leer un correo, fechado el 7 de julio de 2004, que me escribió durante su estancia en Roma y que comienza de esta manera: “Barquito de papel a la deriva, recubierto de calcomanías siniestras. Santo Niño de la Cuchilla durmiendo en el parabrisas, o bien, en la losa de un sepulcro recreado en el parabrisas. Imágenes religiosas flotando, descabezadas, ausentes, colgadas de las ventanas como sórdidos ahorcaditos de tinta circulando por la avenida Lecuna. Igual que en los autobuses que deambu246

lan por toda Caracas. La calavera es una almohada y la pelota simboliza el mundo. El mundo termina desinflado por la cuchilla del niño que duerme sobre la calavera. El mundo desinflado rueda por la avenida Lecuna, formando parte de una composición general que da miedo”. Sin embargo, del presentimiento a la interpretación clarividente hay largas e insalvables distancias. Y aunque estas oscuras construcciones de su imaginación poética pusieron a temblar los cimientos de mi teoría personal del barco fantasma, los términos aún me resultan crípticos en exceso, hasta el punto en que prefiero no precipitarme a establecer débiles conjeturas. A fin de cuentas, Federico sólo intentaba describir sus estados de ánimo. Nos conocimos en un taller de escritura creativa que coordinaba el poeta Agustín de Iturbide en el Centro Cultural Las Mercedes. Me había inscrito en el taller sin abrigar demasiadas expectativas, sólo porque estaba desempleada y tenía mucho tiempo libre. Durante los primeros diez minutos de la sesión inaugural quise alejarme corriendo de esa maldita sala. Contando al coordinador, éramos doce. Doce personas que, a simple vista, no tenían nada –pero absolutamente nada– que ver la una con la otra. Esa vez, De Iturbide nos propuso un ejercicio que consistía en que todos los asistentes nos presentáramos en tercera persona. Sus ojos rasgados vacilaban en el alféizar y caían como pájaros muertos en medio del tráfico, mientras el resto de su persona dilucidaba acerca del carácter ineludible de emprender ese aprendizaje en la fase inicial del taller. Sé que parece poético por la manera en que lo cuento pero la situación real dista bastante de eso. 247

En realidad, De Iturbide asustaba mucho con aquellos ojos atrapados en algún punto del paisaje; asustaba con esa mirada perdida que tampoco alcanzaba a convalidar la conclusión de sus explicaciones: el ejercicio exigía desdoblarse en narrador y, al mismo tiempo, en personaje; el truco estaba en reflexionar objetivamente sobre los detalles que definían nuestra manera de estar en el mundo. Nos dio quince minutos para planificar nuestra presentación y sentí que se elevaban mis niveles de ansiedad. Formas indefinidas se movían lentamente en mi cabeza. Me había inscrito en ese taller con la idea de pactar con la ficción y había creído que las sesiones nocturnas eran la excusa perfecta para estar lejos de casa, para borrarme de mi vida durante unas horas. Y ahora estaba allí, con la agobiante misión de excavar y remover mi interior con un bulldozer. Todo en quince minutos. Realmente no deseaba analizarme ni, mucho menos, tener ideas sobre mí –de todas las ideas había regresado humillada; nadie se había tomado la molestia de ponerme en autos y la rabia era un pequeño sol, artificial, inflado de helio, que iluminaba ese súbito despertar–. Terminé por decir una estupidez: mi personaje se llamaba Anabella, era filósofa y no podía realizar el ejercicio porque no estaba en el mundo de ninguna manera, porque se limitaba a flotar a su alrededor como un satélite. El poeta De Iturbide me miró a los ojos por primera vez y me contestó que, incluso, los satélites debían trabajar en su taller. Minutos más tarde, Federico me interceptaría cerca del ascensor para invitarme a tomar un café. Acepté porque le había escuchado decir que el corazón de su personaje era una pelota de playa de colores brillantes que rebotaba contra la ausencia de una mujer llamada Agus248

tina. Cuando estuvimos en el café del Centro Cultural, se tomó la libertad de darme consejos para estimular mi creatividad. Aunque sus consejos me estaban cayendo como patadas de karate, permanecí en silencio y me regocijé pensando en que llevaba un corte de cabello atroz. Inmediatamente, se atrevió a pronosticar que en breve las cosas caerían por su propio peso. Pues sí, si tienen o no peso, de todas formas caen, le contesté bastante escéptica, señalando hacia el suelo con la mano bien recta y haciendo un ruidito con la boca como de avión que planea en el aire y se estrella e, incluso, me animé a hacer la pantomima de las volteretas del avión cuando cae a tierra, y sonaba así como puff cuando chocaba con una pequeña montaña y paaff cuando alcanzaba la carretera, y puuff cuando finalmente estalló en pedacitos que saltaron en todas las direcciones acompañados de un chisporreteo leve, medio siseo y medio chasquido. Y fue en ese momento cuando algo hizo click en mi interior; fue en ese momento, mientras él rescataba a los pasajeros de mi avión y los embarcaba en su mano, que parecía haberse convertido en un Boeing 747 de pronto y se disparaba como un cohete hacia el cielo (sólo que a los pocos segundos detuvo la pantomima porque los ruiditos no le salían tan bien como a mí y porque, además, estaba consciente de que un avión que no se estrella no resulta especial ni divertido). Sin embargo, su fracaso no importaba porque ya algo había hecho click en mi cabeza y el avión se borraba en el cielo de esta historia: un cielo recompuesto con cinta adhesiva, un cielo-colador, resaca de mil balas perdidas, saldo estético de un fin de semana de muertes violentas. El cielo que empezó a doler en la parte baja de mi espalda cuando nos despedimos en la parada del metrobús. 249

Nos hicimos amigos. Él se aprendió de memoria mi teléfono, empezó a prestarme sus libros y a relatarme sus sueños, unos sueños raros e intensos. Esa etapa de su vida onírica estuvo signada por los caballos: caballos salvajes en las pampas borgeanas del Martín Fierro; caballos que, en 1987, caminaron junto a él y Jack Kerouac en el Lower East Side de New York; caballos azules que sobrevolaron Caracas con el tiránico propósito de secuestrar al poeta De Iturbide. Yo admiraba su natural propensión a recordar de manera nítida esas retorcidas composiciones porque era una virtud de la que yo siempre había carecido. Yo no soñaba o, al menos, no podía recordar lo que soñaba. La fase REM en el cerebro de Federico era mi gran vendetta: durante uno de sus sueños me fui de gira con los Pixies y escribí una novela cyberpunk, cuya protagonista era una especie de cyborg creada con el improbable ADN de María Lionza, la diosa criolla que cabalga la danta y domina las serpientes; la historia transcurría en la Caracas del 2050, una era en la que la polarización y los desacuerdos políticos se habían intensificado hasta tal punto que todos los sobrevivientes decidieron olvidar la ciudadanía para formar pequeñas comunidades anarquistas esparcidas por el Ávila. Nos empezamos a encontrar por las tardes con el fin de emprender largos paseos por la ciudad. Él hablaba a menudo de un libro que estaba escribiendo, una recopilación de cuentos bastante siniestra que, si mal no recuerdo, trataba sobre una serie de experimentos llevados a cabo en un grupo de seres humanos y sus células familiares: método de Pavlov, orgasmos, incestos y ondas electromagnéticas. Decidí escribir un libro también; aunque la historia no estaba inscrita formalmente en la corriente 250

cyberpunk para disgusto de Federico, que creía que la novela de su sueño llegaría a ser un hit si algún día yo me sentaba a escribirla. A decir verdad, en un principio, la decisión de escribir estuvo impulsada por mi voluntad de reducir la cantidad escandalosa de horas muertas que conformaban mi agenda. Me sentaba ante la computadora para pedirle a la tarde, en silencio, que se desplomara sobre la ciudad, que se colgara de un árbol, que se asfixiara con una bolsa de plástico. Le pedía cualquier cosa. Tenía la sensación de que el día no se acababa jamás y eso me hacía sentir desorientada. Pronto llegaron las sesiones de clausura del taller y, aunque yo no había alcanzado sino a garabatear unas escasas páginas de mi supuesto libro, estaba tan excitada como Federico por la inminente presentación de nuestros trabajos ante el círculo del poeta De Iturbide. Lo cierto es que nunca nos detuvimos a pensar en que podíamos estar del lado de los perdedores. Nuestros turnos de lectura fueron sucedidos por críticas encarnizadas que demarcaron el primer fracaso literario de ambos. El cineasta, un hombre bastante entrado en años, el mismo que insistía hasta el bochorno en calificar mi rostro como “virginal” (programa que constantemente estimulaba en la concurrencia chistes verdes y otras agudezas), opinó esta vez que la estética de Remolinos de retracción: baños de sonido e imagen –el manuscrito de Federico– era sencillamente asquerosa. La intervención del cineasta fue extensa y alcanzó distintos picos –una gradación del rechazo que principió con el repudio moral y culminó en una sobreactuada compasión por las generaciones venideras (definitivamente, el viejo estaba disfrutando de ascender hasta la cumbre para clavar sus banderitas en la vapuleada prosa de mi amigo)–. 251

La guinda del postre fue la conclusión: esos cuentos establecían correspondencias insólitas con las tarjetas de los Garbage Pail Kids, muy populares en la década de los ochenta y significativas en tanto ilustraciones repulsivas de la imaginería contemporánea, cifradas en una estética de la basura y la deformidad. Cuando el viejo regresó a su pose habitual –la de dormitar en la mesa de trabajo–, pude visualizar a mi pobre amigo temblando en una esquina del salón. Parecía una cucaracha aplastada por un zapato cósmico. Mi caso definitivamente fue menos dramático. El profesor de ingeniería se limitó a preguntarme si había escrito mis textos bajo el efecto de drogas duras. Nunca entendí si debía tomarlo como un halago o como un insulto. La derrota, a menudo, viene acompañada de sentimientos muy oscuros. Como era de temer, la desesperación, en el sentido más romántico del término, tomó posesión del cuerpo de Federico. En el plano físico empezó a desarrollar un asombroso parecido con los personajes de Tim Burton, estaba tan demacrado como Edward Manos de Tijera. En el plano mental continuaba siendo el mismo nerd de siempre, el mismo que cultivaba manías incomprensibles como coleccionar distintas ediciones de un mismo título. No obstante, su visión de la literatura pareció quedar irremediablemente trastocada e inició su apostolado en las filas de los que intentan transfigurar esta parcela del arte en un barranco desde el cual desmadrarse, esos tipos sufridísimos que escriben poemas sólo para demostrarle a los demás que sus vidas son una verdadera mierda. Esta nueva faceta vino de la mano con genuinos síntomas de bibliomanía. Leía sin orden ni concierto, sin objetivo alguno. Leía fugazmente y con igual velocidad olvidaba. 252

Estar en el lugar del testigo fue como retroceder en una máquina del tiempo hasta el año 1900 porque, a veces, llegué a sentirme profundamente identificada con los primeros espectadores de Explosion of a Motor Car, esa película muda dirigida por Cecil M. Hepworth en la cual, luego de una espectral explosión, partes mutiladas de cuerpos humanos llueven en pantalla. Al igual que esos espectadores, pronostiqué el desastre desde mi butaca, sólo que esta vez se trataba de presenciar el descuartizamiento ontológico de mi mejor amigo, en esta pantalla llovían sus pulsiones más oscuras e, incluso, algunas partes de su cerebro (lo que revestía la función de un matiz significativamente más sangriento). Entregado a la separación y al exilio interior, Federico engavetó el manuscrito en el que había estado trabajando con implacable vehemencia y se entregó al tétrico oficio de realizar una autopsia del cuerpo literario de Vadim Maslennikov, el protagonista de Novela con cocaína de M. Aguéev. Lo sedujo el misterio que rodeaba a esta obra: la historia alrededor de la historia. Durante años la crítica había pensado que detrás del seudónimo M. Aguéev se escondía, nada más y nada menos, que Nabokov. Lo cierto fue que nadie pudo comprobarlo. Durante los ochenta, la gente de Seix Barral puso anuncios en los periódicos intentando rastrear al auténtico M. Aguéev con la intención de extenderle un contrato editorial pero nadie se presentó. A mediados de la década del noventa, vaya a saber cómo, se empieza a correr la bola de que este seudónimo encubría a un tal Mark Lázarevich Levi, profesor universitario de idiomas. De este tal Levi se sabe muy poco. Al parecer, era de ascendencia judía. Había nacido en Rusia pero a lo largo 253

de su vida se estableció en distintos países, como Alemania, Francia y Turquía. Suponen que escribe Novela con cocaína en 1934, durante su estadía en Estambul. Luego, simplemente, se lo traga la tierra. De este cúmulo de intrigas, surge de una manera casi accidental el primer libro de Federico en ser publicado: Vadim Maslennikov, silencio mineral, tintineo de la parálisis. A propósito de esto, transcribiré un fragmento de un correo que conservo en mis archivos personales. Está fechado el 3 de febrero del año 2000 y recoge un episodio curioso suscitado durante el proceso de redacción del ensayo y que, en mi humilde opinión, esclarece las condiciones en que se gestó la original lectura de Federico: “Ayer la acumulación de tantos trasnochos causó estragos en mi percepción de la realidad. Mientras caminaba por Plaza Venezuela experimenté un acceso epifánico rudísimo, de pronto, yo era Vadim, el rusito drogadicto de 1919. Pobre y acomplejado, moría en la indigencia más absoluta, aplastado por el consumo y el delirio. Te lo juro. Estas impresiones eran muy vívidas, una vaina arrechísima. Mi cara eran unas líneas de cocaína que se borraban, que ascendían a través de los orificios nasales del gran dios: esta energía violenta que mueve al universo. yo, Vadim, atravesaba las calles congeladas de Moscú. yo, Vadim, rata de cartón, pato de hule, flotaba en las cañerías subterráneas de la capital rusa durante la Primera Guerra Mundial. Estaba al borde del desmayo y me senté en un banco a esperar a que se me pasara el malestar. El pánico me entró durísimo. Me puse a llorar como un carajito cuando internalicé que Federico había muerto, porque de otra forma yo no podría ser Vadim. Estaba en un infierno de hielo y siendo Vadim, lloraba por mí, por Federico. Pasé 254

una eternidad enfrascado en el duelo. Pero luego, no sé ni cómo, fui calmándome. Volví a ser Federico y salí disparado a esconderme en la casa, antes de que me agarrara esa vaina otra vez en la calle. Hoy me siento como si nada hubiera ocurrido, sin embargo, me he trazado el firme propósito de ser más responsable con mis horas de sueño. Ese Vadim es un cabrón. La literatura rusa me resulta de una tristeza insoportable. Leer a los rusos siempre me deja con los cables cruzados, es como si todas mis partes se interconectaran de una manera diferente al terminar cada libro. ¿Te parecería demasiado excéntrico si comprara un samovar? ¿Podrías venir a visitarme hoy en la tarde, por favor?”. La publicación de Vadim Maslennikov, silencio mineral, tintineo de la parálisis por un respetable sello editorial nacional, estimuló la vocación de Federico. La reconquista de su dignidad lo animó a desempolvar su primer manuscrito. A los pocos meses del lanzamiento del ensayo, Remolinos de retracción: baños de sonido e imagen, la muestra narrativa, estaba circulando también en las librerías. Además, alcanzó a publicar dos poemarios, Pautas metálicas del silencio y Fragmentos de fotomontaje; y una novela, La máquina de viajar por la luz, considerada a menudo por la crítica como su mejor obra. Definitivamente, la concreción de su proyecto estético; en ella cristalizan su sed de exploración y su voluntad inconforme. La obra está, de cierta manera, adscrita a la corriente de la autoficción. Esta vez Federico elige tramar con maestría una máquina de delirios en torno a la figura de sí mismo, entablando un juego de correspondencias lúdicas, paródicas que desafían su posicionamiento subalterno en el sistema cultural dominante. Federico, el personaje principal, es un 255

escritor que plagia las historias que su gato redacta en una vieja máquina de escribir. Las temáticas del doble y el plagio parecen arrastrarse por campos minados, saltan por los aires protegidos con trajes blindados y chalecos antibalas. Gimnasia de la memoria: describir a una persona: domesticar los leones del recuerdo. El látigo de papel: describir a una persona es hablar en el vacío, dibujar un circo de tinta en donde eres el único payaso. Por eso sé que todo lo que pueda decir de Federico sonará hueco. Las personas son el color de sus ojos y los volantines que flotan en sus ojos. Los ojos de Federico eran de color negro y sus volantines eran apenas una huella, una ausencia prolongada. Creo que sólo vale la pena mencionar cuatro detalles: 1. Presumía de no tener libro o escritor preferido y, también, de no practicar ningún ritual a la hora de escribir. 2. Su canción era “Killing an Arab” de The Cure. Le fascinaba el hecho de que fuera una canción y, al mismo tiempo, un puente, porque conducía a un libro (El extranjero de Albert Camus). Una vez me dijo que el libro y la canción conducían, ambos, a un desierto. Y eso le parecía hermoso y, también, horrible. 3. Durante su adolescencia se enamoró de un personaje de ficción: Anna Karenina. 4. Todos sus gatos se llamaron del mismo modo: Micifuz. El cielo está encapotado. Resulta difícil comprender el registro de las nubes, sus trascendentales desalojos. La calle 256

está casi desierta. El heladero haitiano continúa hablando por su celular en la esquina. Un niño está intentando encaramarse en el cují, lleva un disfraz de los Power Rangers, otro niño disfrazado no-sé-de-qué intenta ayudarlo con una pata de gallina. Parecen cáscaras de luz, grillos de lycra con espadas de plástico y pretensiones heroicas. Oye, cuéntame otra vez ese sueño. Federico se ha acostado a mi lado. Spinetta canta sobre las hojas, el viento, la muerte y el sol… las únicas cosas que pueden importar en una tarde como esta. Federico duda, de nuevo, ha tenido un sueño apocalíptico. Ha soñado con el futuro (el futuro siempre es terrible por incierto). Federico dice: fue una pesadilla, no un sueño. No importa: digo. Cuéntamelo otra vez. ¿No te asusta hablar del futuro aunque sea hipotético?, pregunta. No: digo. Federico me fastidia, a conciencia, con sus metáforas deportivas: a mí me asusta. Lo que más me asusta del futuro son las patadas que te sacan del campo de juego que conoces y te dejan más allá de todas las estúpidas rayas blancas que te habías concentrado en pintarrajear, dice, y entonces, cataplum, ya ni sabes dónde está la línea de córner y eres como un futbolista ciego, trocado en pelotica de goma de eso que llaman futuro y que, al parecer, es otro plano del tiempo. Ok, digo, creo que entiendo, el futuro es un punto y seguido, descolocado, sordo, en una frase de cuello azul quebrada por la lluvia. Federico: no dije eso, no inventes. No invento: digo. ¿Por qué intentabas salvarte si sabías que era el día del fin del mundo? Por histérico, supongo, o por desinformado, o por ambas razones, dice, puede ser que no fuera el día del fin del mundo, que nada más lo pareciera. Me habla entonces desde el fondo del lago: barco hundido y tripulado por los espíritus de todas las focas 257

muertas. Me habla desde el avatar de una voz inmaculada, una voz pura que habla sin cuerdas vocales, sin lenguaje. Finalmente accede a contarme el sueño. Estamos los dos en un hotel alineado frente a una majestuosa bahía. El lugar, a ratos parece Caracas, a ratos, New York. El hotel se está quemando. La gente corre desesperada intentando salvarse. Los más impacientes se lanzan por los ventanales. Observamos dos o tres caballos corriendo por la azotea hasta caer en el vacío. El mar es una pecera de cristal, atestada de bultos de colores oscuros que sobresalen del agua rojiza y recuerdan espaldas humanas. Pesadillas incrustadas en el reflejo del cielo de la pesadilla. Nosotros tomamos el ascensor y abandonamos el edificio por la puerta principal, calmados y ligeros. Ya afuera, notamos que el incendio del hotel es un asunto menor. Se ha iniciado un gran cataclismo que, sospechamos, borrará a la humanidad entera de la faz del planeta. Caminamos por las calles de la ciudad hasta que decidimos regresar al hotel con el fin de rescatar nuestras maletas y entonces nos perdemos en los pasillos de la planta baja, hundidos en la ceniza. Después de algunos minutos que parecen eternos, encontramos el ascensor y nos dirigimos a la habitación que tenemos reservada. Estamos empacando cuando Federico recuerda que el principal baluarte de la poesía nacional está hospedado en el hotel. Lo ha visto, por azar, en el lobby. Propone buscarlo y llevarlo con nosotros. Cree que se trata de un deber de orden moral aunque es capaz de admitir que el principal baluarte de la poesía nacional es antipático, pretencioso y, en líneas generales, insufrible. Yo manifiesto estar en rotundo desacuerdo, no tenemos tiempo que perder, mejor olvidarse de ese vejete. Cada argumento de Federico a su favor, acicatea 258

más mi negativa. Empuño ese no con violencia, como si se tratara de la cacha de un revólver. Federico comienza a llorar cuando, tomándolo de la mano, lo obligo a caminar hacia el estacionamiento, en donde nos espera el carro. La tensión de la escena onírica trasciende al plano de la realidad cuando se cae de la cama. Y así acaba todo, con su cuerpo tendido en el piso de la habitación simulando un costal de papas. Se manifiesta una extraña sincronía cuando pronuncia esta última frase: los niños disfrazados se caen del cují. Es muy gracioso verlos intercambiar pescozones mientras se masajean las piernas y los brazos. Yo corono las palabras de mi amigo con una sonrisa, amplia y humana, como el aplauso de una multitud. Lo que más me intriga del sueño es la fascinante presencia de un cordón umbilical que lo une, de alguna manera, al canon que el principal baluarte de la poesía nacional representa; un cordón umbilical que, al mismo tiempo, sólo puede existir como máscara, como pantalla de sombras chinescas, que oculta la imposibilidad verdadera de esa relación escritural. No obstante, elijo reservarme este análisis. Prefiero agradecerle con un beso por permitirme practicar en sus sueños ese ejercicio simbólico, determinante y liberador. Llevar al principal baluarte de la poesía nacional con nosotros, a nuestra nueva vida como supervivientes del día del fin del mundo hubiese sido como arrancarte los huevos, digo. Al final, después de mucho discutir y planear, nunca llegamos a lanzar la revista literaria online. Elegimos escribir en el aire, como lo hacían sus gatos.

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2o

l u g a r

Mondadientes Delia Mariana Arismendi

Y la cocinera tiene órdenes de freírme la carne hasta que esté negra. Pero, sabe lo que pasa, es que la masco, la masco, la masco, y la masco y la masco más todavía y no puedo tragar. Simplemente no me pasa. Tres tristes tigres Guillermo Cabrera Infante

“A

llí está, en la penitenciaría, asomando por entre las rejas su cabeza grande y oscilante, el antropófago1”, se lee en el cartel que está en la entrada de la comandancia donde tienen al Comegente, y adonde las personas vienen a ver a Salvador Martínez, que así se llama, y le toman fotos y lo ven desde lejos, pero nadie lo ha reclamado, nadie se ha presentado a decir que Salvador es familia de él o amigo o vecino. Es una pena, es como morir y que nadie vaya a la morgue a reconocer tu cuerpo. Este hombre debe sentir una desolación impresionante. Si un día me muero, ojalá a uno no le tocara morirse nunca, pero si un día muero, quiero que me canten rancheras y pasen frente a la casa de Belisa para ver si la condenada me llora o qué. Debe ser bien arrecho uno morirse y ni un 1 Este entrecomillado pertenece al inicio de un cuento de

Pablo Palacio titulado “El antropófago”.

vallenato pues, ni una ranchera. Cuando papá murió, por cierto, no se le puso música, llevamos la urna por toda la cuadra. Mientras ayudaba a cargarla recordé cuando fui a la morgue a reconocerlo: estaba en una camilla, arropado, y se le veía el dedo gordo del pie, de donde le guindaba un pedazo de cartulina rosada, mal cortado, y que marcaba un serial de números. Un enfermero le quitó la sábana y apareció el rostro de mi padre, medio pálido, pero no tanto, con la boca abierta y una herida de bala en la frente, con expresión de sorpresa, así como cuando a uno le dicen, por ejemplo, Belisa te está buscando, o cuando le avisan que el Comegente está preso en la comandancia. Dije que sí era él y lo volvieron a cubrir, y uno de los enfermeros me miró con lástima, pero sin mucho afán, tal vez por el hecho de estar acostumbrado a destapar montones de muertos a diario. Me hizo llenar unas planillas, pero yo no estaba triste, pues el viejo no fue muy apegado con nosotros y a uno si la gente no lo quiere tampoco uno los quiere a ellos, ¿entiendes? Yo a quien quiero es a Belisa, pero ella no me para, todo lo contrario, se anda burlando de mí, como esa vez que la desgraciada se puso a gritar en la calle que yo me había dado los besos con el Comegente, y después llegaron las amigas a corear: “Pa’ verte la boquita roja que te besó...”. Humberto, mi hermano, dice que soy así porque de pequeño me caí de la cama, pero normal, que no les pare. Humberto es el más grande de la casa, y cuando bebe se vuelve como loco y pelea con la gente, y hay que traerlo a la comandancia hasta que se le pase la vaina. Él siempre me defiende cuando los carajitos se meten conmigo y gritan que soy un miedoso y que el Comegente me va a comer… Y a veces provoca caerles a coñazos, entonces 262

mi hermano dice que no les pare. Y no les paro, pero me pongo a inventar vainas para ver si dejan de joderme; por ejemplo, les digo que el policía de la tarde es muy pana y una vez me dejó entrar al pasillo de enfrente de la celda del Comegente, y noté cómo se saboreaba cuando me vio, y me dio miedo al principio, pero no salí corriendo ni nada, pues ni que el Comegente fuese Superman y tal, y fuese a dañar los barrotes de la celda para comerme, normal, me dijo, épale chamo, y le contesté qué más. Cuando le cuento esto a Belisa o a los muchachos, no me creen, nunca se comen la coba. Provoca llevarlos un día a la comandancia y sentarlos en el banquito tejido con mimbre que está cerca de la celda del tipo y decirles ya vengo, espérenme aquí, voy a hablar un rato con mi amigo Salvador, y que escuchen al tipo decirme épale chamo, y yo contestarle cómo andas, porque es más fino decir cómo andas a decir qué más, para que Belisa se dé cuenta de que soy más culto, que yo sí hablo fino, y no como el montón de idiotas que le dicen mi amor, sí estás buena. Me gustaría saber qué pensará el Comegente cuando se queda viendo desde las rendijas al policía, seguro lo ve con morbo, capaz y se lo quiera comer, y lo imagina así, guisado o en sopa: sopa de policía, o una vaina así, un plato con nombre importante. Este tipo debe tener un estómago de hierro para haberse comido a tantas personas. Qué asco, y pensar que come y caga gente, que entre la mierda ve pedazos de dedos, o trozos de hígados o pulmones o cualquier parte del cuerpo, y cuando eructa, debe ser como eructar el alma de los muertos. ¿Le dará asco? Imagínatelo, escondido entre el monte esperando a que pase alguien y zas, le da con un tubo o un palo y después lo lleva a su casa y empieza a separar las vísceras de la 263

carne. Seguro la deja con mucho adobo en una taza, por una hora, y después la fríe. O no, la prepara a la plancha porque el Comegente tiene que ser un tipo bien centrado con la salud, pero nada de ponernos exquisitos, tampoco es que el tipo hace una ensalada de lechugas con tomate y cebolla, sólo carne, y eso sí, tiraría las vísceras a la basura para no envenenarse el organismo con cualquier porquería. Un día le dije a Belisa: “Si yo fuese el Comegente habría vendido el pelo de las personas a las que mataba y así me ganaba unos realitos extras”, y Belisa dijo: “Tú sí eres cochino, deja la vaina, mira que esa gente que murió tiene familia, hay que tener respeto”. ¿Dónde vivirá la familia del Comegente? ¿Será que tiene parientes o ya se murieron todos? Porque de pana, nadie ha venido a verlo nunca, aparte de los periodistas y la gente esa que viene a tomarle fotos. Pero ni la mamá pues, si es que está viva. Belisa dice que seguro se comió a toda su familia y­­por eso no aparecen, pero yo no creo, por lo menos hubiese salido la noticia. ¿Te imaginas? Verga, debe ser jodido dormirse todos los días con tanta gente en la barriga, y que desde ahí le torturen a uno la mente. Eso dijo él en una entrevista, que lo molestaban los espíritus cuando se iba a dormir, pero qué quiere, con el montón de gente que se comió es arrecho vivir en paz: “Comegente, mi mejor riñón te lo comiste guisado, yo que lo iba a donar”. “Pana, frito no soy tan bueno como en sopa”. “Comegente, cómete a mi mujer que es una desgraciada…”. A pesar de que es un asesino, a veces me da lástima y quisiera venir todas las tardes a visitarlo, de vez en cuando que me acompañe Belisa, o mejor no, pues le tiene miedo a toda vaina y es capaz de ir y armar un escándalo y qué vergüenza con el Comegente y segurito ya no querría ser 264

mi amigo. Es mejor venir solo, hasta le traigo comida, como a Humberto, que otra vez está preso. Debería comprar carne y decirle a mamá que es para un amigo en el hospital, que el doctor lo mandó a comer mucha carne, pero tiene que estar medio cruda porque es una dieta. Capaz y me cree. ¿Te imaginas? Yo llegando a la comandancia y caminar hasta la celda del Comegente y decirle cómo andas, y que él me conteste, aquí, pasándola. Y sentarme en el banquito ese, cerca de su celda, y preguntarle, ¿qué cuentas, hombre? Y él empiece a echar todas las historias de cómo mató a la gente y se la comió. Ah, pero es arrecho chico, ¿no te daba asco? No. Eso es carne y ya. No, es diferente. Diferente nada, carne es carne. Y sorprenderlo: por cierto, te traje comida, es carne de res, a ver si quieres. Y yo pasándole la taza por entre las rejillas de la celda y, ¿te imaginas que me agarre la mano? Ahí sí es verdad que pego el brinco. O a lo mejor, como somos amigos, pues no me hace nada, sino que normalmente agarra la tacita y le va entrando a la carne, y buen provecho, mañana te traigo más. O capaz y no la acepta, sino que me dice, chamo, me da asco, yo sólo como gente, a mí la carne de res no me pasa porque me da pena con el animal. Coño, ¿y no te da pena con la gente? Pues no, además, la gente sabe rico, deberías probar. ¡Guácala! Esa vaina no, prefiero morir comiendo pasto a probar un pedacito de carne humana… ¿Por qué le tendré tanta lástima al tipo? Belisa dijo que seguro me da pesar porque tampoco nadie me visita, pero ni que yo estuviera preso, chica. No estás preso, pero es como si lo estuvieras, te la pasas metido en la comandancia 265

todo el santo día, ahí, solo, como un loco, vale. Tú no entiendes, Belisa, el Comegente es mi amigo, lo visito y hablamos mucho. Ella nunca me cree, pero ¡para lo que me importa! Normal, ando solo porque andar en grupo sí que me arrecha, adonde va uno tienen que ir todos, imagínate a diario oliéndole los peos a un poco de tipos, no, yo no sirvo para esa vaina, ni perro tengo, pero para qué... Belisa confunde estar solo con la soledad, que son cosas diferentes, y oye, el otro día escuché en la televisión a un hombre que decía: prefiero morir solo a morir en una completa soledad. Suena igual, fíjate, pero si le pones atención no es lo mismo… Y para qué le explico, igual Belisa es tarada y no lo va a entender. Yo sí prefiero irme a la comandancia y sentarme un rato allá y hablar con el policía de la tarde. Lo que me arrecha es ir por la cuadra y que empiecen a decirme vainas, y si siguen así, un día les caigo a coñazo para que sean serios, y más a la Belisa cuando anda con esas carajitas y empiezan a decir y que allá va el novio del Comegente, ay, que se lo va a comer, uy, le tiene miedo… Es que me provoca regresar a darles un tatequieto, pero no lo hago porque Humberto siempre dice que no les pare, que normal. Son esos los momentos para sentirme triste, pero rapidito se me quita la cosa si voy donde el Comegente, y es que yo lo entiendo y hasta lo estimo al pobre, allí, encerrado, soportando a los curiosos que lo van a mirar como si el tipo fuese un fenómeno de circo y, si pudieran, serían capaces de llevarlo a la plaza, amarrarlo y obligarlo a comer vegetales frente al público: “Venga y vea al Comegente, el hombre 266

que comía personas y que ahora come zanahorias como castigo…”. Es cierto que se comió a un gentío, pero ponte a pensar que él también tiene sentimientos, coño, medio raros, pero sentimientos al fin. ¿Ves? Hasta llorará en las noches y uno sin saber nada, o se querrá suicidar o alguna vaina. No es que uno se las dé de santo, pero la pinga, no se va a formar una guachafita con el tipo... Eso es, siempre está con una soledad tan arrecha, ¿tú me entiendes? Creo que le falta una mujer. Un día me puse a pensar qué sucedería si llevara al Comegente a mi casa y se lo presentara a mamá, ella también está sola, y es igual de triste. Primero que nada le diría a Humberto que hiciera el favor de no emborracharse ese día, y al otro que no le dé por comerse a mamá, porque esa tampoco es la idea. ¿Y si se dan los besos? Si lo hacen, me arrecho y le caigo a patadas a los dos, y te juro que saco al tipo de la casa y le busco al policía para que lo encierre de nuevo, porque después quién lo aguanta, merendándose a todo mundo, y a uno mismo, mira que el carajo hasta se me aparece en los sueños. Qué risa. Una noche soñé que el Comegente me estaba comiendo. Yo iba bajando por la cuadra por ahí y tal, y de pronto ¡zas!, me dio con una silla que había afuera de una casa y me llevó al patio. En el sueño, la casa de Belisa era la misma del Comegente. Aunque él estaba cortando mi piel, no me dolía cuando pasaba el cuchillo, más bien me hacía cosquillas, y llegó Belisa y dijo: no lo cortes, espera que le dé un besito, y el Comegente se rió y contestó: bueno, chica, pero apúrate que tengo hambre. Sí, bien loca la vaina, y Belisa se acercó y me dio un beso pero no sentí nada, quizá porque el hombre me había dejado medio muerto con el golpe. Después Belisa agarró 267

otro cuchillo para cortarme las manos mientras él se reía y me mordía la nariz, y aquel sangrero loco, y el carajo abría la boca para soltar tremendas carcajadas y yo le veía entre las muelas pedazos de carne, entonces le pasé un mondadientes, chico, límpiate las muelas, y cuando él lo iba a recibir, ¡zas!, allí fue que me desperté, como a las dos de la mañana. Me quedé un rato en la cama, asustado, pero con unas ganas de que el beso de Belisa fuese verdad, preguntándome, ¿a qué sabrá un beso? Porque a mí nunca me han besado, ni un piquito, ni uno de medialuna por accidente, nada. Estuve bastante tiempo en la cama, saboreándome, intentando dormir para soñar otra vez con Belisa acercando su boca a la mía, pero no soñé. Después sentí vergüenza por lo que pensaba y me eché a reír. Coño, ojalá un día Belisa me diera un beso como el del sueño, pero qué va, la condenada no lo hace ni nada, sino más bien cuando paso cerca de su casa empieza a reírse como una boba y siempre se lleva las manos a la boca, en serio, parece retrasada. Yo quiero casarme con ella, pero la chama ni pendiente, le mando señas, pero se la pasa todo el santo día encompinchada con las carajitas de la cuadra y no le para bolas a más nadie. Eso me hace sentir desgraciado y la arrechera contra mamá crece porque me dejó caer de la cama, como dice Humberto, y por eso yo estoy así, medio chiflado. Si fuese amigo del Comegente el resto me respetaría y dejarían de decir que es mi novio, o que le tengo miedo, ni que yo fuese quién, no joda, aunque viéndolo bien, Belisa tiene razón, ni porque lo niegue pues, sinceramente estoy más solo que el policía de la tarde al que lo dejó la esposa hace dos semanas para fugarse con el policía de la mañana. Estoy peor que el 268

Comegente, quien se comió a ese poco de personas porque no quería morir solo y ahora los lleva en la barriga y le hacen mente, chico. Estoy peor que papá, que tuvo que quedar tan feo después del disparo, con la boca abierta, él que siempre mandaba a callar a todo el mundo. A mí mejor y me hubiese comido el Comegente o me hubiese arrollado un carro por salir a la calle sin mirar a los lados, o que por encaramarme en el techo de la casa me hubiese resbalado y ¡zas!, me hubiera caído y dado contra el asfalto. Que si me muero, seguro que ahí sí se arrepienten y me llevan mariachis o vallenatos y pasan la urna frente a la casa de Belisa para verle la cara de llorona, si es que me llora. Pero capaz ni lo hace, capaz que cuando pasen la urna empiece a reírse, tapándose la boca con las manos y grite: El Comegente te va a comer, le tienes miedo..., y ese poco de pendejadas, y los que vayan en la procesión empiecen a reírse de mí y hasta los mismos músicos se burlen y nadie me tome en serio, y mamá se eche unas carcajadas que provoque salirse de la urna para caerle a puño limpio. Ojalá que con sólo tocarlos ya pudiese destruirlos. Una vez escuché el cuento de un tipo que tenía tanta fuerza que podía mover casas con sólo empujarlas y hacía de todo; seguro era muy popular. El tipo se llamaba Sansón, creo. ¿Por qué era tan fuerte? De eso no me acuerdo, o bueno, me acuerdo de una parte, de que la fuerza de él se concentraba en el cabello. Un día una desgraciada le cortó el pelo y le jodió la vida. Se volvió un hombre normal encerrado en una cárcel... como el Comegente. Y yo que lo tenía como un ídolo, en lo alto, ahí, soñando con el carajo, el más grande carnicero de la historia, ni de mi papá hablé tanto como de él. 269

Ayer, cuando fui a la comandancia y le pedí al policía que me dejase entrar para ver al fulano, contestó que no. Le rogué que desde lejitos, que yo no me dejaba ver, y repitió que no. Seguí jodiéndole la paciencia, hasta que el carajo dijo bueno, pasa rápido, y fue cuando vi a Salvador sentado en un banquito, encerrado en su celda. Mi primera decepción: darme cuenta de que el tipo no tenía barba como yo creía y, comparado con Sansón, era calvo. No le paré muchas bolas al asunto y pensé: Bueno, esa vaina no es tan importante, no todos los comegentes son así, no el nuestro. Más tarde, el tipo me clavó una mirada de odio que casi me tumba. Pero las ganas de llorar me asaltaron cuando vi que estaba comiendo lentejas, ¡lentejas! Por Dios, ¿qué clase de comegente es este? ¿Por qué no se está comiendo la cabeza de alguien? ¿Por qué no está mirando con morbo al policía? Este tipo no es serio, no es un comegente de verdad. Dije cualquier cosa: épale, chamo. Y no habló. Chamo, ¿qué comes? Y era como si no me escuchara. Me acerqué un pelín más a los barrotes de la celda y el policía ni pendiente, estaba afuera, echándole los perros a una carajita. Insistí: qué cuentas, hombre. Y me dijo, los números. Y la vaina me dio risa, me cagué de la risa y pensé, bueno, los amigos siempre echan chistes. ¿A cuántas personas te comiste? Y no me hablaba. Dime, pues, a cuántas personas te comiste. Y el coñoemadre como si no escuchara, sólo estaba pendiente de zamparse sus lentejas. Me estaba aburriendo, así que grité: ¡Comegente maricón!, pero el maldito no me paró bolas, era como si yo no existiera. ¿Qué es más sabroso, la mujer o el hombre? ¿Epa, y tu familia? ¿Te los comiste? Échame el cuento. Entonces por fin habló: “¿Tú eres güevón o qué? Fuera de aquí, mocoso del coño…”. Y no 270

dijo más nada, y tuve esa sensación de tristeza y arrechera, peor que la que sintió Sansón cuando vio en el piso el montón de pelo como una montañita. Fue como si descubrieras que tu cantante favorito no canta nada, sino que mueve los labios y la voz es de otro. Entonces entendí: se había redimido; ahora era un asesino de lo más vulgar; seguro no se siente solo nunca, lo visitan siempre y tiene un montón de novias… Hay gente que va a la cárcel y allí dentro empieza a creer en Dios, y cuando sale libre va de casa en casa, predicando la palabra de Cristo, contando su historia. Las personas los miran con desconfianza y no les dejan entrar a su hogar, pero se alegran de que estos hombres hayan sido salvados. Ahora es como si ese plato de lentejas fuese el Cristo del Comegente. Sin embargo, no estoy feliz del arrepentimiento de él, más bien me arrecha. El tipo mató a un coñazo de personas porque tenía hambre, porque no quería estar solo nunca, y eso era lo que me atraía de él, no esas semillas que se traga ahora. Es por él que algunas veces me despierto con ganas de comer gente, se me hace agua la boca y todo. Dicen que uno siempre imita a sus héroes. Los carajitos de por acá se disfrazan de Supermán o de las Tortugas Ninjas. Si vendieran un disfraz de Comegente me lo compraría, y con él puesto, me sentaría en la comandancia para que la gente se asustara y para que Belisa me empezara a respetar y dejara de burlarse de mí. Es que da para pensar, así como qué coño, será hasta buena la carne humana. Además, el Salvador está en forma, buen color, rosadito. Se debió comer a mucha gente rosada. Belisa es morena, parece un pan tostadito, y lo que más me gusta de ella son los brazos. Yo siempre decía: cuando me coma a Belisa, empiezo por los brazos. Primero la duermo, para 271

que no le duela, porque si no, empieza a darme golpes, o a llorar, porque todas las mujeres siempre lloran por cualquier cosa. Mamá llora porque se murió papá, Belisa llora porque me la quiero comer. La duermo y agarro un cuchillo y le corto el brazo. La cosa es que no sé si habrá que cocinarlo. Mejor que sí, no sea que me dé una indigestión esa vaina. ¿Cómo se cocina un brazo? Lo corto en pedacitos, como corta mamá la carne de res, lo echo en agua y lo dejo hervir hasta que se ablande. Después me lo como con arroz y jugo de guayaba. Belisa debe saber rico. ¿A qué sabrá? Seguro que a patilla. Los ojos me los hago guisados, que deben ser muy buenos. El resto lo guardo en la nevera. Antes, mi mamá ponía mucho una canción que decía que te voy a comer, niña, te voy a comer… era algo así. Yo quiero aprendérmela para cantársela a Belisa el día que le esté arrancando los brazos. Le digo, Belisa, tienes que quererme, la gente que se quiere se come, se arranca pedazos de piel. Tienes que quererme mucho y darme un montón de besos en la boca, como se los daba el policía a la mujer que se le fue. Y nada de besarle la calva al Comegente, nada de hacerle cosquillitas a él, no te le puedes ni acercar porque te caigo a patadas, en serio. Es más, no quiero verte en la comandancia, mira que ese tipo se las da ahora de vegetariano, pero seguro que si te ve se le hace agua la boca… Hola, traje a Belisa y me la voy a comer. Hola, yo me voy a comer a mi mujer que me dejó. Hola, yo voy a comer lentejas. Y ñan, nos sentamos todos frente a una mesa, y el Comegente se pone a orar, y gracias Señor por la comida y la bebida que vamos a consumir, y yo, antes de comerme a Belisa, la mando a preparar arroz y jugo de guayaba, y después que sí se venga y me dé los brazos para ponerlos a hervir. Cuando 272

uno quiere a alguien, Belisa, no se burla de él, ni le dice que le tiene miedo al Comegente ni que está loco porque se cayó de la cama. Uno lo que hace cuando quiere a otro es que le regala los brazos morenos y cocina mucho arroz para que coman el Comegente y el policía. El corazón de Belisa lo hago puré, y seguro que sabe a guayaba, y me pongo a cantar que me gustan tus ojos y tu boca, que si te acercas te como toda… Cuando uno quiere a alguien, desayuna el corazón de esa persona y no le da a probar a nadie. Cuando uno quiere a otro, se come los brazos hervidos y el corazón en puré. Qué rico que sabes, Belisa, como a patilla, en serio. Es que cuando yo era pequeño me comí una patilla y ese es mi sabor para siempre. Y tus brazos saben a pan dulce, están ricos y el Comegente quiere que le des un poco. Regálale una de mis piernas. Eres una puta, Belisa, deja de regalarte, nada de eso; el carajo, si quiere, que te coma un pedazo de oreja, que las tienes feas y grandes, seguro queda satisfecho. No te muevas, Belisa, a ver… Y me despierto. Coñoelamadre, siempre me despierto en la mejor parte del sueño: cuando le voy a comer el corazón o le voy a dar un beso. La última vez que vi al Comegente ahí, encerrado, asomando la cabezota por los barrotes y mirándome de vez en cuando con cara de vegetariano-matagente me di cuenta de que cada vez que justifico que se haya comido a un montón de tipos, a su familia, a su esposa, lo hago por justificarme a mí mismo. Me acerqué a la celda y sin que el policía me viese, saqué del bolsillo del pantalón un hueso de gallina delgado y pequeño, y se lo lancé para tratar de engañarlo: toma, Comegente, es verdad, Belisa sabía a 273

patilla. El carajo no recogió el hueso sino que le dio una patadita y me lo regresó. Quien come mujeres se vuelve mujer, y se echó a reír. Avergonzado, recogí el hueso y lo guardé: maldita sea, Comegente, con Belisa es distinto, no es cualquier mujer. Mariquito triste, me dijo. Lo iba a insultar, le iba a decir comelentejas, miedoso, marico triste serás tú, pero apareció el policía y me quedé callado. Me voy, repuse, y como Salvador ya no me paraba bolas, salí de la comandancia con una arrechera tan grande que, si hubiese podido, yo mismo lo hubiese amarrado en la plaza frente a un montón de zanahorias. Pero al ratico se me pasó la rabia, porque además, aquello no era un hueso de mujer, y aunque él no lo supiese, me sentí ridículo al defender el hueso de una gallina. Tal vez se saboreó y se molestó porque no le di a probar un poquito de los brazos de Belisa. Y yo que pensé que hablar con Salvador me iba a poner contento, que comerme a Belisa, aunque fuese en sueños, me iba a dejar más alegre, pero ya ves que no. Más bien, desde entonces tengo como unas ganas de llorar y no sé por qué. Recuerdo a Belisa y quiero llorar, y recuerdo a papá en la morgue y quiero llorar, y recuerdo al Comegente y quiero llorar: pedirle al policía de la tarde que me abra su celda para pasar y decirle ven, chico, ven para darte un abrazo, no te preocupes, seguro tu familia no sabe que estás acá. Y que él me diga gracias, chamo, y yo le conteste de nada, tú sabes que soy tu amigo, mira que yo también a veces me siento triste, tú sabes cómo es todo. Y que él me diga que sabe cómo es todo, y venga el policía de la tarde y se meta en la celda con nosotros y nos cuente que él también se siente solo a veces, que la mujer lo dejó hace dos semanas y por eso está triste y entonces el Comegente explique que él tenía una mujer pero se 274

la comió y yo hable de Belisa como si fuese mi mujer, y el Comegente me pida un pedacito de carne y yo le diga bueno, chico, agarra un pedazo de nariz, y el policía le dé un pedazo de oreja y él se la coma con aquel gusto y nos haga saber que una parte de nosotros está en su barriga, y yo empiece a contar chistes y el Comegente y el policía se rían y que seamos tremendos panas y la gente vaya a la comandancia y nos tomen fotos y lleguen periodistas y nos entrevisten y la vaina, y el Comegente esté feliz, que el policía se encuentre a otra mujer y yo me coma la boca de Belisa como en el sueño, y cambien el cartel de la entrada por uno que diga: Allí están, en la Penitenciaría, asomando por entre las rejas sus cabezas grandes y oscilantes, el Comegente, el policía y el hermano de Humberto.

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3o

l u g a r

A medio camino Miguel Hidalgo Prince

M

ariana y yo nos habíamos hecho adictos a la tele después de quedarnos sin empleo. Teníamos un montón de tiempo de sobra, y para no salir y ahorrar la plata que se nos evaporaba nos aferrábamos al aparato como si no pudiéramos entender la vida sin él. Un día sonó el teléfono. Pasaban un bang bang en blanco y negro de cowboys contra cherokees. Yo le iba a los pieles rojas porque tengo familia guajira. –Atiende tú –le dije a Mariana, pues estaba entecado con la escena. Ella arqueó la ceja y me miró como a un problema de polinomios. De inmediato me di cuenta de que no le había gustado el tono con el que se lo había dicho. En el camino de la convivencia, algo nos sobrevino. Llevábamos días con el humor desalineado. Cualquier tropiezo se transformaba en una bomba de tiempo. Era mejor andarse con cuidado cuando Mariana tenía el software así.

No quité la vista de la pantalla y Mariana se levantó haciendo una exhalación muy fuerte que sonaba a “qué asco lo que tengo contigo”. No podía ser el más indicado para juzgarla, porque si al cabo vamos, yo también recurría al mismo teatro cuando me daba por ahí. Descolgó el teléfono y dijo aló. Lo hizo con mucha calma. Como alguien que no tiene prisa y se mueve y habla por inercia. Era su papá. Su mamá acababa de morir. Paro cardíaco fulminante. Tenía sesenta y tres años. Mariana comenzó a llorar. Decía que no podía creer que eso estuviera pasando. Yo la abracé y seguí viendo a los vaqueros disparar sus rifles contra la tribu. El gran jefe del penacho fue abatido y se desplomó sobre su caballo aún en galope. Los indios perdieron la batalla y también la guerra. Compramos los pasajes al día siguiente. Mariana era de Curarigua, un pueblo olvidado en algún rincón de Lara. Primero tuvimos que ir a Barquisimeto para después montarnos en otro bus que nos dejaría cerca. Hay polvo y chivos. La brisa llega, se aburre y se devuelve. Así me lo describió el día que la conocí. Fue en los 15 años de la hija de un colega del trabajo. Entonces era enfermera en el Clínico Universitario. Yo trabajaba como vigilante nocturno en un almacén frigorífico. Me iba bien en ese trabajo porque podía pasar toda la noche leyendo tranquilamente. Historias de intriga y de crímenes. Mi turno empezaba a las 10:30. Me acomodaba lo mejor que podía, abría de par en par el libro y me hundía cada vez más profundo en ese mundo solitario, conocido solamente por aquellos que vigilan almacenes desiertos hasta que llega la primera luz del día. Mariana también hacía guardias de noche. Era inevitable 278

que a la larga empezáramos a compartir nuestras vidas de horarios al revés. Hasta que nos botaron. A mí por culpa del sindicato. No quisieron cancelar la deuda de los contratos colectivos y nos fuimos a huelga. Pasamos meses sin cobrar. Al final la empresa prefirió desmantelar todo y dejarnos sin trabajo antes que pagarnos. Lo de Mariana fue distinto. Una noche de luna llena, un malandro al que dos policías habían descosido a balazos, gritaba de dolor en una camilla. Ella comenzó a prepararlo para ingresarlo a emergencias, pero de pronto el malandro gritó, la agarró muy fuerte por el antebrazo, la vio directo a los ojos y le dijo “Te quiero mucho, bebé”, antes de morirse vomitando coágulos. Mariana era una criatura frágil. Ese episodio la devastó. Tuvo una crisis nerviosa y no paró de temblar en semanas. No quería saber nada relacionado con su profesión. Tuve que esconder su uniforme por miedo a que recayera. Dejó de ser útil para la unidad y le enviaron un comunicado donde la recomendaban como maestra suplente en una guardería de Guatire. Lo que querían decirle era que ya no requerían de sus servicios. Partimos desde La Bandera muy temprano en la mañana. Mariana no había dormido ni un segundo. Tenía la cara hinchada de tanto llorar. Noté que algunas personas se me quedaban viendo, quizás pensando que yo la había golpeado o que al menos era quien la hacía sufrir de esa manera. Por mi parte, tampoco había descansado mucho. Permanecí con los ojos cerrados, escuchando el llanto de Mariana en la oscuridad. De vez en cuando le ponía una mano por la espalda y la deslizaba suavemente de arriba a abajo. Ella parecía no saber que me encontraba ahí. En algún momento dejé de escucharla, pero sabía que seguía igual, soltando lágrimas en silencio. 279

En el autobús la temperatura era glacial. Además de Mariana y yo, sólo iba un viejo sin dientes que tenía una toalla que decía Cancún y estampado un ocaso del caribe mexicano. Intenté leer un relato de policías, pero el conductor puso una película de Steven Seagal a todo volumen y no pude concentrarme. Mariana se había tomado un Lexotanil y estaba entrando en coma. Le iba a dar un beso en los labios, pero en el último momento me arrepentí y se lo di en la frente. Escondí mis brazos debajo de la camisa. Parecía un tipo sin brazos. Imaginé que el mundo se resumía en aquel autobús. Era como un sueño en el que sólo aparecía gente a la que le faltaban cosas. A mí, los brazos; al viejo, los dientes, y a mariana, su madre. Me quedé quieto, tratando de borrar esas boberías de mi mente. A los pocos minutos, Seagal no dudó dos veces en quebrarle los brazos y las piernas a todo miembro de la mafia rusa que se interponía en su camino. Traté de dormir en vano. Cuatro horas después, chocamos con algo. Primero vino un frenazo que nos mandó contra el espaldar de los asientos de adelante. Después un golpe en seco, como encajonado. Luego se liberaron los frenos. Seguidamente el motor se apagó. El viejo sin dientes descorrió la cortina y miró afuera. Una brecha de luz me encandiló. Mariana recién despertaba. Preguntó qué había pasado. –No sé –dije–. Creo que le dimos a algo. Se abrió la puerta de la cabina. Entró el conductor y explicó que una vaca se le había atravesado. Mariana no se alteró. Preguntó cuánto íbamos a tardar. El conductor hizo un gesto que podía interpretarse como “mucho” o “bastante”. El viejo sin dientes se despojó del crepúsculo maya, se paró y se bajó del autobús. Mariana comenzaba a dormirse de nuevo. Me fui detrás del viejo.

Cuando salí, me recibió un manto cálido de sol que resultaba muy agradable, viniendo del frío polar. Me acerqué a la parte de enfrente del autobús y vi la vaca. Estaba tirada de costado, mugiendo de agonía. Un cuerno había salido disparado de raíz y estaba algunos pocos metros más allá, en el medio del camino. De su hocico colgaba una lengua babosa que convulsionaba. No me había dado cuenta de que el viejo sin dientes estaba a mi lado. –Pobrecita, ¿no? –dijo. Volteé a mirarlo. –Sí –dije–. Pobre. –Aunque si te pones a ver, igualito iba a terminar así, ¿no? –dijo el viejo. Dejé escapar un suspiro irónico. El conductor hablaba por el celular, caminando de un lado a otro y mirando su reloj. Su ayudante estaba agachado, revisando el parachoques del autobús. Me acerqué y le pregunté si íbamos a arrancar. –Hay que esperar a que recojan a la víctima –dijo el ayudante concentrado en su trabajo. –¿Víctima? –pregunté yo. El ayudante se puso de pie. Escupió al piso y limpió el gargajo con la suela del zapato. Sacó una maraña de estopa de su bolsillo trasero y se limpió el sudor del cuello. –La res, paisa. ¿No ve? –dijo. La vaca mugió muy fuerte y se paralizó. El viejo sin dientes le dijo al ayudante que era necesario acabar con su sufrimiento. El ayudante miró la vaca. Le dio un toquecito con la punta del pie. La vaca se retorció de dolor y volvió a mugir horriblemente. El ayudante movió la cabeza de lado a lado como un hombre muy cansado. –Se hace lo que se puede –dijo.

Me puse una mano sobre las cejas para taparme del sol y miré la carretera. De un lado se veía un pueblo. Del otro había un campo con surcos de arado donde una niña en bicicleta arriaba un burro. Mientras observaba el lugar, el ayudante me explicaba que no tardaría en llegar gente para picar la vaca y llevarse la carne. No era la primera vez que eso les pasaba. –¿El chofer está hablando con la central? –pregunté. –¿Cuál central? Está hablando con su esposa –respondió el ayudante. Volví al autobús. Se sentía mucho más frío que antes. Mariana estaba profundamente dormida. Le moví el hombro para despertarla. Entreabrió los ojos y murmuró algo. Le dije que la vaca seguía viva y que teníamos que esperar. Le dije que caminaría hasta el pueblo para comprar algo de comer. –Ok –dijo, y recostó la cabeza en la ventana cerrando los ojos. Entré al pueblo por la calle principal. Sólo había casas y bodegas que parecían cerradas desde que descubrieron petróleo en el país. Llegué hasta el centro de la plaza, pendiente por si había alguien a quien preguntarle dónde comprar empanadas y jugos. Vi el busto de Bolívar y leí el nombre del pueblo en la placa. Estaba en San Carlos de Palmira, fundado en 1889 por fray Bartolomé del Suplicio. Fijé la vista por encima del busto y divisé la cruz y el campanario de la iglesia. Me acerqué hasta la puerta. Tenía el cerrojo puesto. Toqué dos veces y esperé treinta segundos. Volví a tocar y esperé otros treinta segundos. Pegué la oreja al portón y no oí nada. Crucé la plaza de vuelta y doblé hacia la izquierda por una calle que no había visto antes. Me asomé y me di cuenta de que era 282

una calle ciega. Caminé casi hasta el fondo cuando vi una ventana abierta. En el marco de la ventana había una radio pequeña encendida. Intenté distinguir algo dentro pero estaba muy oscuro. –Buenas –dije hacia el interior de la casa. Miré a los lados. No había nada más abierto, sólo aquella ventana. En la radio sonaban merengues de los 80. –Buenas –volví a decir más alto. De la sombra, muy lentamente, apareció una señora. No sabría decir qué edad tendría. Bien podía tener la misma que yo, pero el tiempo le había hecho trampa y aparentaba mucho más. Usaba una roída franela de AD tres o cuatro tallas más grande, como si fuera una bata. Cuando se acercó, escuché el sonido inconfundible de unas chancletas de plástico rasguñando el piso de cemento. Traté de imaginarla en su juventud. Debió haber sido muy bonita. Tenía los ojos atigrados y en la nariz trazos de pecas diminutas. La señora me miró como si me conociera. –Buenas –volví a decir. –¿Sí? –respondió ella bajándole volumen a la radio. Miré el fondo de la calle. Me tragué mi saliva seca. Disculpe –dije–, ¿dónde puedo comprar algo de comer por aquí? La señora me examinó. Tenía una paciencia genética. Se rascó una axila y el movimiento hizo que uno de sus senos, el que estaba del lado de la A, se abultara más, debajo de la franela. –Hoy no hay nada abierto –dijo. Puse cara de derrota. Me miré las puntas de los zapatos como si en ellos realmente hubiera podido encontrar una respuesta reveladora. –¿Nada? –pregunté. 283

Hizo un no con la cabeza y se acercó más a la ventana. Pude verla mejor. Empezaba a cultivar canas y tenía un bigotico muy fino, como pelusa. Agarró los barrotes de la reja con las dos manos. Había una línea de mugre oscura debajo de sus uñas. –Le puedo preparar algo, si quiere –dijo. –No hace falta –dije–. Gracias. –Aquí no hay nada abierto hoy. Le cobro barato. Vi la hora en mi celular. –Se me hace tarde. El autobús donde venía le dio a una vaca y está parado ahí en la carretera. Estaba a punto de irme, pero algo hizo que me quedara. –¿Usted es de la capital? –preguntó la señora. Hice un sí con la cabeza. –Mi papá era de Urica, donde murió Boves –agregué. No pareció oír mi comentario. –¿Adónde va? –me preguntó de una manera que me hacía sentir en confianza. –A Curarigua. Se murió mi suegra. –Mmm –dijo la señora–. ¿Su mujer está en el autobús? Hice otro sí con la cabeza. –Espere y le doy unos bollitos –dijo perdiéndose dentro de la casa. –No, no hace falta –respondí, pero ya se había ido. Miré de nuevo la hora en el celular. Era pasado el mediodía. Escuché a un perro ladrando en otra calle. Al fin otro ser vivo en aquel hoyo perdido en el medio de la nada. La señora volvió corriendo, haciendo sonar sus chancletas. Traía un paquete envuelto en papel aluminio y un pote arroz chino con jugo de guayaba. –Tenga –dijo–. Para su mujer. Fue lo que me quedó del desayuno. 284

No sabía qué hacer. No podía rechazar su amabilidad. Tomé la bolsa y el pote de arroz chino. –Muchas gracias –dije–. ¿Cuánto le debo? –¿Van para las procesiones? –me preguntó la señora sin responder a mi pregunta. No comprendía de qué me estaba hablando. –Las de Curarigua. Mi esposo nació allá, ¿sabe? Hoy son las procesiones de muertos. –Nunca he ido. Esta sería mi primera vez –dije. –Como me dijo que se murió su suegra, pensé que… No terminó la frase. Despejó un mechón de cabello de su frente. Se limpió el sudor del bigote con el cuello de la franela. –No sé nada de ningunas procesiones –dije yo aún sin poder moverme del lugar. La señora volvió a subirle el volumen a la radio. Luego intentó sintonizar una emisora distinta. –Pues son hoy –dijo–. Mi esposo me cuenta que todos los años, en este día, la gente del pueblo sale en procesión hasta el cementerio después de la misa. Los que van de último son los hombres más viejos porque son los de más fe. Los muertos van diciéndole cosas al oído, pero ellos no se pueden voltear porque capaz y se reencuentran con un ser querido y se pueden pasmar. La señora se santiguó. Yo me había quedado ahí, con el cerebro hecho un revoltillo. Hice todos los gestos que estaban a mi alcance para demostrar que no creía en fantasmas. Me sonreí. Ella me miró como si fuéramos a cruzar un río. –Ya deben haber picado la res, ¿sabe? –dijo de pronto. Era la señal que estaba esperando. Sostuve como pude el paquete de bollitos y el jugo de guayaba con la misma 285

mano. Maniobré con la otra y logré sacar un billete de veinte bolívares. Se lo extendí a la señora y le dije muchas gracias. Ella enrolló el billete y se lo guardó debajo de la franela, supongo que en el sostén. –Hasta luego –dijo, y se perdió entre las sombras de la casa. Quise decir algo, pero no sabía qué. Busqué en lo más profundo de mi soledad y no conseguí ninguna palabra. Indagué en otros lugares pero sólo logré recolectar valor y fuerza de voluntad para volver al autobús. Hice mi camino de vuelta en completo silencio. No quería desentonar con el pueblo, que parecía haberse congelado para siempre. Dentro de mí, germinaba una sensación extraña mientras volvía a cruzar la plaza. Era como si hubiese estado antes en ese lugar otras muchas veces. O como si nunca me hubiese ido. Salí por la calle principal y vi el tramo de la carretera donde mi viaje con Mariana se había detenido. Desde lo lejos, distinguí el autobús. También alcancé a distinguir a algunas personas en bicicletas, cargando con inmensos trozos de carne sobre sus espaldas. Entonces el autobús arrancó. Ocurrió como en una pesadilla de la que no se puede despertar. Nada tenía sentido. Es decir, el conductor, el ayudante, el viejo sin dientes, sabían que yo debía subir a ese autobús. ¿Cómo podía estar pasando? ¿Y Mariana? Sólo bastaba con que ella se diera cuenta de que me habían dejado atrás. ¿Era tan difícil esperar por mí? ¿Era demasiado pedir? Instintivamente comencé a correr. El autobús aceleró. Llegué a la carretera con todo mi esfuerzo concentrado en no dejar que se escaparan sin mí. Pasé junto a las personas que habían desmembrado la vaca. Todos me miraron atravesar la estela de humo 286

que dejó el autobús. De veras lo intenté. Puedo decir con toda seriedad que de verdad lo intenté. Y estuve tan cerca. Tan cerca como para estirar mi brazo y no dejarla ir. Pero el conductor hizo un cambio de velocidad y ya no pude hacer nada. A medida que se alejaba, dejé de correr y comencé a caminar. Luego me detuve. Mis pulmones me exigían oxígeno. Aspiré grandes bocanadas de aire. Tenía la cara, el cuello y el pecho perlado en sudor. Las manos también, pero en todo ese tiempo no había soltado el paquete de bollitos y el jugo de guayaba. Le eché un último vistazo al autobús y volví a atrás. Ahora era el tramo de la carretera donde Mariana y yo nos habíamos distanciado. Las personas en bicicleta me miraban. Era todo un espectáculo. Me sentí como en una de esas películas de cowboys que me gustaban. Como un forajido. Alcé el mentón para saludarlos. Quería lucir muy calmado. Me acerqué al sitio donde había estado la vaca. Sólo quedaba un gran charco de sangre y una familia de moscas alimentándose de la humedad. Me quedé de pie, en ese punto y momento justo, como si esa fuese una parada regular de autobuses. Como si en cualquier momento pudiese llegar otro y pudiera montarme para continuar el viaje solo. Recordé la historia que me contó la señora desde la ventana. Si Mariana fuese en la procesión y volteara a ver hacia atrás, ¿vería a su madre muerta o me vería a mí? Una de las moscas se acercó a mi ojo buscando beber de mi lagrimal. La espanté de un manotón. El autobús era un punto que desaparecía en el horizonte. Entonces me invadió la sed. Destapé el pote de arroz chino y de un trago bajé el jugo de guayaba entero. Estaba tan dulce…

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m e n c i o n e s e s p e c i a l e s

Las propiedades curativas del fuego Dacio René Medrano Arreaza

A

l despertar y abrir los ojos en medio del silencio, a las ocho de la mañana, supo que no sería un buen día. Afuera encontraría a su padre acostado en el sofá de la sala, viendo televisión, pasando la borrachera de la noche anterior con una cerveza matutina. Su madre encerrada en la habitación durmiendo hasta las dos o tres de la tarde por el efecto de los ansiolíticos y los antidepresivos. No tenía mucho tiempo antes de que llegara el transporte escolar a recogerlo. Debía preparar rápidamente el desayuno y meter algo de comer en la lonchera. Jugo, unas rebanadas de pan y queso, eso era todo. No había leche para el cereal ni mermelada o salsas para un sándwich. Decidir y resolver pronto, si acaso disponía de diez minutos. Comió un poco de cereal seco, se tomó dos vasos de agua y guardó el jugo, el pan y el queso para la hora del almuerzo. El autobús llegó tres minutos tarde, y por esto al detenerse frente a su casa él ya lo esperaba con la

cabeza pegada a la puerta para escuchar el motor aproximándose. Al montarse nadie lo saludó ni se arrimó para ofrecerle un puesto, el chofer tuvo que llamarle la atención a uno de los niños para que se hiciera a un lado y él pudiera sentarse. Sin embargo, nada de esto le importaba demasiado, cada mañana era una réplica exacta de la anterior. Era capaz de anticipar cada movimiento y cada oración, incluso, las pequeñas variaciones eran repeticiones. Se llamaba Honoré Babin y tenía trece años. Hacía mucho que había dejado de contar los días como este; en su lugar, se entretenía con elaborados juegos premonitorios de un futuro que parecía destinado a repetirse. El sistema de Honoré era el siguiente: una predicción correcta valía cien puntos, setenta y cinco si se cumplía con variaciones importantes. Los intentos fallidos restaban cincuenta puntos. Por ejemplo, si predecía que Antoine Gillete (el niño que más lo odiaba en todo el colegio) iba a llamarlo “jorobado” como usualmente hacía, pero al verlo le gritaba “tu padre es un inútil borracho”, sumaba setenta y cinco porque ambos contaban como insultos. Pero si lo pateaba o escupía dentro de su morral sin decirle nada perdía cincuenta puntos. La cuenta se reiniciaba al alcanzar los mil, y tenía derecho a un premio que regularmente consistía en un buen helado de mantecado acompañado por un brownie cubierto de sirope de chocolate, o en acostarse muy tarde mirando algo divertido en la tele o las películas para adultos que transmitían los jueves después de las doce. Por el contrario, si la puntuación total descendía hasta un número negativo debía imponerse un castigo. Una vez, durante días extraños que no han vuelto a repetirse, falló cuatro predicciones seguidas y el conteo 290

general se desplomó hasta menos cincuenta. Entonces se obligó a escribirle una carta a Claudine Fournier (la niña más hermosa de la clase y, para Honoré, del liceo entero) declarándole lo que sentía sin ningún tipo de restricciones; revelarlo todo esperando que sucediera lo mejor. La carta, que abarcaba cuatro páginas de un cuaderno cuadriculado, fue entregada en un sobre mal sellado con saliva que pasó por las manos de cinco mensajeros curiosos en plena clase de matemáticas. Finalmente llegó hasta Claudine, quien con una hiriente indiferencia la metió en su bolso después de verificar su nombre escrito en el exterior del sobre. Había cumplido su penitencia, ahora sólo quedaba la espera. Horas más tarde, durante el segundo receso, Josette (la mejor amiga de Claudine) convocó a una reunión en el patio y esperó a que los veinte o veinticinco estudiantes que atendieron su llamado formaran un círculo alrededor de ella. Sin más demoras, procedió a leer la carta en voz alta y clara para que todos pudieran escucharla. Honoré Babin los observaba temblando en la distancia (desde donde se oían las carcajadas), intentando asimilar lo que tendría que soportar. Lo peor había ocurrido nuevamente. En su casa fingió estar enfermo y logró ausentarse una semana, pero en las noches no podía dormir. Cuando lo conseguía, soñaba que lo humillaban y lo torturaban sin que pudiera escaparse. Los conocía demasiado bien, sabía que el olvido no era una opción. Era más probable que un volcán hiciera erupción en medio de la escuela a que ellos lo dejaran pasar y olvidaran el incidente para siempre. En algún momento tendría que volver a enfrentarlos, era inevitable. 291

Por supuesto el día llegó, pero simplemente digamos que desde entonces las penitencias no volvieron a relacionarse con niñas o personas. Las predicciones fueron suspendidas por varios meses y lloró más noches de las que quería recordar, de pura rabia y una descomunal impotencia. Le tomó un tiempo recuperarse, volver a ser el mismo, hecho que aprovecharon los demás y acaso el propio Honoré para poner distancia (como si fuese posible aumentarla) y levantar un muro gigante con aquellas diferencias irreconciliables. Desde entonces, el mejor escenario posible era el anonimato, que lo ignoraran sin molestarlo, pero generalmente era más de lo que podía pedir. Para Antoine y algunos otros era fascinante estar pendientes de él, del extraño Honoré, feo y anticuado, con su piel grasosa y el cabello engominado, con los pantalones demasiado cortos y los zapatos marrones fuera de moda, el tono irregular de la voz: nasal, temblorosa, y su inclinación al caminar, enteco y ligeramente encorvado. Al bajar del autobús escolar no pensaba en ninguna de estas cosas, pensaba en su madre y en su padre, dormidos en pleno día, sobre sábanas viejas, junto a los platos con restos de comida, en el olor agrio y de sudor encerrado que siempre había en la casa, en las paredes agrietadas y el techo lleno de filtraciones, en las despensas vacías y las puertas descuadradas, en el ventilador dañado, en el espejo enmohecido del baño y en todas las mañanas en que se había levantado para ir al colegio. Se preguntaba si sería así siempre, si nada cambiaría, si era posible. Aunque no había puestos fijos, los alumnos elegían el mismo lugar, sin excepción. A pesar de esto, Honoré aceleraba el paso en el pasillo que conducía hasta el salón, como si alguien, por error o para fastidiarlo, pu292

diera tomarlo si no se apresuraba. El último pupitre, en la primera fila, junto a la pared, del lado izquierdo, vacío, esperándolo. Tanta ansiedad, miedo al cambio. El sudor en las manos, en las sienes, y las venas pulsando al ritmo de un tic nervioso. Su silueta en el reflejo del vidrio, el cielo gris; nubes, va a llover. Ideas imposibles, absurdas y fantásticas, divagando. Millones de piezas secretas que deben ser encontradas, dispersas en el mundo y en el tiempo, contienen todas las respuestas y las llaves de todas las puertas. La vida es un rompecabezas, si no faltaran piezas, todo tendría sentido. Sus pies, uno delante del otro, la tierra bajo sus suelas, inagotable, la velocidad y el ritmo, el viento que seca los ojos, el horizonte que no se acerca, el cielo naranja o violeta o de colores que no existen; la puesta del sol, un lugar oculto… –¡Honoré!, ¡Honoré Babin! ¿Se le ha perdido algo en la ventana? –No, señor. –¡Preste atención! –Sí, señor. “… como les decía, sus teorías eran muy distintas a las que hoy aceptamos como ciencia. Algunos de estos filósofos griegos consideraban al fuego como uno de los elementos más nobles porque era capaz de consumir la materia inferior y densa, y de transformarla a través de un proceso de purificación y cambio, convirtiendo las cosas en algo más. Las llamas se elevan y ascienden al cielo, mientras la materia se desintegra y desaparece en la tierra. Para Heráclito, nacido en el año 535 a.C., el fuego era un gran misterio, representaba el origen y el final de todas las cosas, el gran creador y destructor. En nuestros días, todavía encontramos algunos residuos de estas creencias, asociadas 293

con el alma y ciertas propiedades curativas del fuego que limpian el espíritu, pero esas supersticiones no son parte de nuestro tema. Dubois, regrese a su sitio... Otros filósofos se ocuparon de los demás elementos: agua, aire y tierra. Anaxímenes, nacido en el quinientos ochenta y cinco antes de Cristo, pensaba que el aire era la substancia…”. Una enorme fogata en medio de la noche con mamá y papá; cantaría una canción y tocaría la guitarra. Le gustaría aprender a hacer eso, sería divertido hacerlo. Tal vez a Antoine también le gustaría su guitarra, había visto a algunos niños llevarlas al colegio. Aprendería una canción y le mostraría un par de cosas. El poder del fuego. Cuando llegó a casa, su madre seguía acostada. Estaba despierta, tenía los ojos abiertos, pero en ellos no había expresión alguna y por un instante creyó que dormía. Honoré se acercó, la besó y la abrazó. Permanecieron así por un rato. Sin mirarla, con el rostro escondido entre la almohada y su cuello, le dijo: –Mamá –ella contestó sin separar los labios. Al escucharla continuó: –¿Las cosas van a ser así siempre? –silencio. Tres, cuatro segundos. –¿Vamos a vivir siempre así? –las manos tomaron su rostro y lo colocaron frente al de ella, que ya estaba llorando. –No hijo, yo no quiero que sea así… pero a veces es muy difícil, perdóname –se abrazaron. Ella le preguntó si tenía hambre y él contestó que sí, entonces le dijo–: Voy a levantarme y te preparo algo –el fuego convierte las cosas en algo más. Mientras preparaban unos sándwiches en la cocina, llegó su padre. En los ojos húmedos y la respiración pro294

funda Honoré descubrió que había bebido. No se saludaron, él caminó hacia ellos y preguntó qué había de comer. –Le estoy preparando un sándwich al niño –Honoré no dijo nada, sólo lo observaba. –Puede compartirlo conmigo, ¿no? Compartir el pan con su padre. Y no es un niño ¿eh? –silencio. Cuatro, cinco segundos. –Ven acá –le dijo a Honoré–, vamos a sentarnos a esperar a que tu madre termine –lo tomó del brazo bruscamente y lo condujo hasta la mesa. –Bernard –dijo ella. –¿Qué? –contestó–, sólo quiero hablar con él, no pasa nada. ¿Dime muchacho, cómo te sientes, te sientes bien? –la voz exaltada parecía deslizarse hacia la irritación con cada segundo; Honoré lo miraba paralizado por los nervios y se esforzaba en elegir las palabras correctas para su respuesta lo suficientemente rápido, no quería agotar su escasa paciencia. –Sí –dijo con un hilo de voz apenas perceptible, acompañado por un movimiento afirmativo de la cabeza. Pensó en contarle lo que había sucedido en el autobús esa mañana, pero se arrepintió por miedo a molestarlo. –Cuéntame cómo van las cosas en el colegio. ¿Lo pasas bien ahí, te diviertes? Yo a tu edad no estudiaba mucho pero tenía miles de amigos –al decir esto su padre comenzó a mover la pierna apoyándola sobre la punta del zapato: arriba, abajo, arriba, abajo, de forma frenética, como si anticipara la respuesta de Honoré y se estuviera aguantando para estallar. –Soy el primero en clase de matemáticas –contestó Honoré. Y cuando apenas había terminado de pronunciar la última “ese” su padre golpeó la mesa y respondió enojado: 295

–¡No te pregunté por las calificaciones! ¡No me interesan tus malditas calificaciones!”. –¡Ya basta Bernard! –gritó la madre desde la cocina, dando un par de pasos en dirección a ellos. Bernard se levantó sin dejar de mirarla, como si hubiera estado esperando aquella intervención para decir lo que en verdad quería decir, lo que había venido a decir. –Tú no sabes las cosas que tengo que escuchar sobre este muchacho, lo que otros padres dicen, lo que hablan en sus casas. ¿Sabes quién es Pier? –preguntó volteando por un instante hacia donde se encontraba Honoré, perplejo e incrustado en su silla. –No, no sabes, por supuesto que no lo sabes porque ¡no hablas con nadie! ¡No tiene amigos! –gritaba desquiciado, enardecido. –El padre de Pier –continuó–, un compañero que ha estudiado con él desde el tercer grado, me aconsejó que hablara con mi hijo porque Pier le ha dicho que Honoré siempre está solo, que aún lleva lonchera y camina por la escuela con el morral en la espalda ¡hasta en los recesos! ¡En los recesos! –¡Ya cállate Bernard, te lo suplico! –pero él no le hizo caso, fue como si no hubiese dicho nada. –Y que nadie le habla porque es el más extraño de la escuela, que espanta a las mujeres y reprueba la clase de gimnasia pero los profesores lo aprueban ¡por lástima! ¡Tu hijo da lástima! –golpeó de nuevo la mesa con todas sus fuerzas y tomó a Honoré con ambas manos, una por el hombro y la otra por el cuello de la camisa. La madre le gritó que se detuviera, pero no se acercó para impedirlo. –Te voy a enseñar a no avergonzarme –le cruzó la cara con el revés de la mano– ¡No me vas a hacer quedar 296

como un imbécil! –lo tiró al suelo como un trapo y comenzó a quitarse la correa del pantalón. –Tú vas a ser normal, ¡yo te voy a hacer normal, ya vas a ver! –repetía el padre. La madre cayó al suelo apoyada sobre sus rodillas, y en medio del llanto ahogado repitió dos veces: –Esto es un infierno, mi vida es un infierno. Las llamas se elevan; la materia se desintegra y desaparece en la tierra. Aquella noche Honoré soñó con un pequeño montículo en medio de una llanura inmensa. Él se encontraba parado justo en el centro, contemplando la unión del cielo y la tierra en el horizonte. No había nubes y el amanecer se había teñido de un azul pálido con etéreos trazos morados. Un viento tibio y seco soplaba con fuerza hacia el Sur, en dirección opuesta. Estaba solo, no había vestigios de una humanidad existente. De pronto, empezó a oscurecer con una velocidad artificial y tosca, entonces comprendió que se estaba haciendo de noche y no de día. Divisó sombras en la distancia, masas gaseosas que se arrastraban como escurriéndose entre la hierba y que rápidamente cubrían la tierra. Se reproducían y se acercaban como serpientes deformes, convirtiendo la llanura en un abismo de oscuridad insondable. El pequeño montículo era el último punto de claridad en aquella maraña negra que amenazaba con desaparecerlo todo. Honoré temblaba, ahora hacía tanto frío, el viento cálido era una tormenta helada y esparcía diminutas partículas viscosas de oscuridad que intentaban penetrar los orificios de la nariz y los oídos. No quedaba mucho tiempo, no podría 297

resistir demasiado. Entonces pensó en el fuego, y una circunferencia descomunal de llamas ardientes se alzó con violencia como un anillo de luz impenetrable. Las brasas incandescentes calcinaron las diminutas partículas de oscuridad que desaparecían como motas de ceniza y polvo. Las llamas se elevan y ascienden al cielo, el eterno resplandor en medio de la noche más negra. En la mañana su madre fue a despertarlo y lo ayudó a levantarse de la cama porque los moretones, o más bien los coágulos de sangre en forma de cinturón, no le permitieron mover las piernas. Tardó unos minutos en acostumbrarse al dolor y se arrastró al baño renqueando. Frente al espejo decidió que sería un portador del fuego. Durante el desayuno meditó sobre la mejor forma de llevarlo siempre consigo, y antes de marcharse al colegio tomó una caja de fósforos que encontró en una gaveta de la cocina y también un envase de bencina que su padre utilizaba para recargar su encendedor Zippo. Ahora se sentía seguro; sin importar dónde estuviera, el fuego siempre podría protegerlo. En el autobús nadie le ofreció un puesto, pero el penúltimo asiento del lado derecho estaba vacío. Mientras caminaba, Benoit Girard, un niño de sexto grado y dos años menor que él, notó que cojeaba y le puso una zancadilla al pasar. Honoré tropezó y sin equilibrio cayó hacia un lado sobre uno de los asientos ocupados. Desde allí lo empujaron y terminó con la cara pegada al piso del transporte. “¡Jorobado, se cayó el jorobado!”, cantaron en coro. Consumir la materia inferior y transformarla. Las piernas lo estaban matando, le pidió permiso al profesor Simon para ir al baño, pero en realidad lo que 298

necesitaba era estirarse. No obtuvo consuelo. Al caminar, el mero roce del pantalón sobre los golpes era suficiente para hacerlo llorar y tenía que disminuir el paso para poder soportarlo. De todos modos, era mejor que volver al insufrible tedio de la clase. Decidió dar una vuelta, más adelante inventaría una excusa relacionada con un malestar y una visita a la enfermería, nada que no hubiera hecho antes. Los pasillos le parecían incompletos al estar vacíos, sin Claudine y sus amigas yendo al comedor, sin los intercambios de barajitas y sin los empujones y las peleas que nunca echaba en falta. Conseguía olvidar el dolor por minutos, pero sin darse cuenta andaba más encorvado y endeble que nunca, palpando con la mano las paredes como si se sostuviera de ellas. A escasos metros un niño de siete u ocho años sacaba y metía cosas en su casillero con una expresión de seriedad ensimismada que Honoré observó con detenimiento; creyó verse a sí mismo. Se vio acostado boca abajo sobre la alfombra de su habitación siguiendo las instrucciones de su padre mientras le enseñaba a jugar ajedrez. Las manos largas y delgadas, llenas de venas y cientos de pecas acumuladas sobre todo en el centro del dorso, señalando las piezas, dibujando jugadas y estrategias en el aire. Significaba el mundo comprenderlo, llegar a ser tan bueno como él, o mejor todavía, y que pudiera verlo. Entonces pensó que los logros sólo tienen valor cuando los padres pueden presenciarlos, cuando están vivos y los comparten contigo. No pudo recordar en dónde había guardado el tablero, quizás lo había perdido, lástima. Sonó el timbre anunciando el receso e inmediatamente se dio cuenta de que no llevaba el bulto en la espalda, lo había olvidado en el salón. Le preocupó que 299

alguien hubiera descubierto la bencina y los fósforos, que le hubieran robado el fuego; apenas era el primer día y ya lo había abandonado. Volvió rápido esperando que no fuese demasiado tarde. Cuando llegó al salón todos se habían ido. Salvo un par de papeles arrugados y un lápiz roto no encontró nada en el piso, el morral había desaparecido. Antoine, tuvo que haber sido Antoine. Enfrentarlo o reportarlo. Se imaginó el bolso enterrado en el parque y su rostro ensangrentado tendido en la arena. Se dirigió a la sala de profesores, tenía ganas de llorar. Al entrar distinguió la espalda del profesor Simon quien conversaba con una mujer, probablemente la representante de un mal alumno. Antoine es alumno muy malo, pensó. Decidió esperar, de seguro sería algo rápido. Tuvo suerte, Simon la despidió enseguida y al voltearse sus ojos se encontraron. –Babin, ¿qué sucedió con usted? Se ha ausentado de la clase sin autorización, voy a tener que reportarlo –dijo sin mucha convicción el maestro alto y delgado que compensaba una incipiente calvicie con un espeso bigote. –No me siento muy bien, señor, estuve en la enfermería y... –¿Qué le duele? –preguntó apurado el profesor. –Las piernas, tengo unos... –Que no se repita, espere aquí un momento. No le dio tiempo de acusar a Antoine, el profesor se dio media vuelta y entró en una de las oficinas. Al regresar tenía el morral en la mano. – Tome, estaba tirado en el piso, vaya con cuidado y compórtese. –¡Gracias, señor! Pensé que alguien lo había rob… – Ya ve que lo tenía yo, lo veo en la clase. 300

Se despidió con una leve inclinación de cabeza y se marchó hacia los cubículos docentes. La mochila estaba intacta y obviamente no la había abierto, pues no mencionó los fósforos ni la bencina. Aún quedaban algunos minutos de receso pero prefirió regresar al salón y esperar sentado. Caminaba despacio, con la vista en el cemento pulido, meditando sobre la mejor manera de transportar el fuego: en los bolsillos o en un pequeño bolso amarrado en la cintura, que tendría que comprar pues nunca había usado uno. Estaba tan distraído que no notó a Antoine y Josette conversando junto a los casilleros, pero ellos sí se dieron cuenta de inmediato. –Mira al jorobado, está más feo que nunca. ¡Jorobado! ¿A dónde vas? –gritó Antoine cuando Honoré pasaba justo frente a ellos. Él lo escuchó pero se hizo el sordo y siguió caminando. –Babin –habló Josette– ¿Cuándo vas a escribir otra carta? Nunca me había reído tanto, hazla para mí, ¿quieres? –silencio. Tres, cuatro segundos, no se inmutó, continuó con su paso. –¡Jorobado respóndele!, te está hablando una mujer, no puedes dejarla con la palabra en la boca –gritó Antoine. Nada. El cemento pulido no tiene el brillo de otros años, el bedel de la escuela debe estar viejo y cansado. Pasos, cada vez más cerca los pasos. “¡Aprende a respetar!”. Las palabras sonaron en su cuello empujadas por el aire de un movimiento brutal. Punzante, como una aguja o un bate con clavos, sintió que la pierna izquierda se doblaba a la altura de la rodilla. Mientras se desplomaba dio un alarido de dolor. Alcanzó a mirar la pierna de Antoine que se recogía para lanzarle otra patada. Duro, en la base de la espalda, el impacto recorrió todo el cuerpo, pero 301

no hizo daño. Antoine se detuvo y se quedó ahí parado, sin hacer nada, esperando. Honoré lo miraba arrodillado intentando descifrar el próximo movimiento. Cuando comprendió que no iba a volver a pegarle, le pareció un cobarde y antes de pensarlo se levantó y arrojó un escupitajo que se estrelló entre el pecho y el brazo de Antoine. Las miradas se encontraron y ambos echaron a correr. No había tiempo para decidir, el destino lo escogería el instinto. “¡Te voy a matar jorobado!”. Puerta azul, cerradura cromada, el seguro puesto. Estaba a salvo por ahora pero no era suficiente. Al contrario, era tan poco, tan ajeno a sus expectativas… Detrás de la puerta siempre estarían las horas, las cartas devueltas y las invitaciones que nunca llegarían, las zancadillas y los sándwiches aplastados, la estúpida lonchera y los almuerzos que tenía que prepararse él mismo, los muebles viejos, las medias con huecos, el olor de su padre, los puntos sumados y los puntos perdidos, no sabía el total, ya no llevaba la cuenta, los días repetidos, las predicciones, la cara de Antoine, la bencina en el piso –había que trazar el círculo perfecto para protegerse–, la voz de Josette, los zapatos de deporte, los balones de fútbol, tres a cero, cinco a cero, perder siempre, a casa solo siempre, los exámenes, buenas notas, malas notas, mamá feliz, mamá triste, ojos cerrados –la bencina quema en la piel como un ardor frío–, las vacaciones en el parque, sin viajar, en el cuarto, en ninguna parte, promesas y decepciones, nuevas promesas y nuevas decepciones, días repetidos, las horas, infinitas, predecibles –cuatro, cinco fósforos, la lija está gastada pero finalmente se encienden–, insultos, golpes, vibra la puerta, se acaba el tiempo pero quedarán las horas, la enfermedad, camisa azul, camisa beige, diplomas, bailes, 302

soledad, fiestas (–¡Abre la puerta! –¡No!), las llamas, una cortina de llamas, se elevan, consumen y envuelven, brasas, muchas brasas, humo negro, dolor. Silencio… Honoré temblaba; ahora hacía tanto frío... El viento cálido era una tormenta helada y esparcía diminutas partículas viscosas de oscuridad en medio de la noche más negra.

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Hacia una metodología del desecho Nora Edén Mora Méndez

La investigación

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a primera vez que trabajé como recolectora de basura no pensé que las cosas llegarían hasta este punto. Fue muy rápida la adaptación al oficio. Le tomé más amor a la basura que a la investigación. Recuerdo mi primera bolsa, negra como la mayoría, olor ácido, unos 10 kilogramos de peso –por suerte, compacta– y aunque estaba húmeda, no chorreaba. Con la experiencia que tengo ahora, creo haber visto casi todas las posibles bolsas de desperdicios. Debí pensar en una tesis para obtener mi título de doctora en Ciencias Sociales. Hace dos años por estos mismos meses, un motorizado se estrelló contra la puerta del lado del copiloto de mi Chevrolet. Estuve casi un año a pie. Sentí un cambio estructural, una conexión con lo callejero. Hay patrones de basura en las vías públicas que sólo eres capaz de notar si eres una detallista de lo urbano.

Descubrí que las bolsas se acumulaban por tres días hasta que los trabajadores del aseo las recogían. Dejaban una estela agria como de conchas de naranja junto con una marca mojada en la acera y el asfalto. Me inquietaba pensar en mi predilección por las ciencias sociales y no cualquier otra cosa en su lugar; un oficio, por ejemplo. Con eso surgían todas las preguntas posibles: ¿Por qué alguien escogería ser recolector de basura? ¿Será un acto de abnegación? ¿Una cuestión de tradición familiar? Quizás no hay otra opción. ¿Pagarán bien? ¿Tendrán mejores beneficios? ¿Serán basurofílicos? Concretamente, el planteamiento era algo como: ¿Qué sería aquello que podría conducir a una persona a la comunidad organizada de la suciedad, al club de los que se deshacen de lo innecesario? De aquí partió el estudio: Objetivo: describir el conjunto de situaciones, circunstancias o motivaciones que pueden llevar a los recolectores de basura a incluirse en dicho trabajo. Me acerqué a la sede principal del Aseo Urbano y pedí permiso para hacer mi investigación; me esmeré en explicar mi objetivo y las diversas hipótesis planteadas. No les interesó. Dijeron que si quería trabajar con recolectores de basura tenía que contactarlos directamente. Me molestó un poco que sugirieran que tratara de asociarme con algún hombre que apoyara mi investigación, decían que quizás se mostrarían más abiertos con alguien de su mismo sexo –eso sin contar con que no notaron un embarazo de tres meses y medio–. Sin apelar a las millones de teorías feministas, encontraba esta sugerencia vulgarmente ofensiva. 306

No fueron tan mezquinos y me dieron un mapa con horarios para saber dónde y cuándo pasaba el aseo. La primera semana seguí tres rutas. Cada camión llevaba seis trabajadores, uno que maneja y cinco recolectores. Sólo observé. La siguiente semana escogí solamente dos camiones. Una vez más, sólo observé. Me decidí por uno. Alguna intuición predecía que con esos seis la cosa funcionaría. 4.3 Tipo de investigación: Investigación-acción. Me les acerqué directamente. Traté de identificarme como una investigadora y les expliqué mi estudio, ellos se rieron, pero en el fondo fantaseé que se habían sentido halagados. No tenían tiempo. ¿Cómo no van a tener tiempo para una investigación sobre ellos? Esperé nuevamente tres días y volví a insistir. Finalmente, dijeron que para hablar solamente tenían los mediodías, a menos que me quisiera montar en el camión con ellos, y se rieron. Día 2 - Diario de campo: Realizado un segundo intento de contacto con los recolectores (los identificaré por sus nombres cuando los tenga), han permitido que les haga entrevistas durante su hora de almuerzo en un espacio ubicado en Los Dos Caminos. Mencionaron en un tono sarcástico que podía montarme en el camión de basura. Probablemente intuyen que una persona como yo no lo haría. Me pregunto si lo dirán por ser una mujer, por parecer de otro nivel social, o quizás por los dos. Acepté verlos donde ellos indicaron, incluso entendí sus risas. Me vi a los seis años en un lugar de comida rápida, 307

quizás Tropy Burger, recogiendo todos los removedores de café, pitillos y vasitos para colocar la salsa de tomate. Los tomaba y los ocultaba en mi carterita, pensaba usarlos como indumentaria teatral de mis muñecas, quizás unas ollas de cocina o unas sillas. Cuando mi familia se dio cuenta de que yo había acumulado todo eso, se burlaron de mí. Me empezaron a decir Fospuca. En ese momento, esa era la compañía de Aseo Urbano. La basura podría ser entonces un estímulo discriminativo social, un castigo en la cadena de aprendizaje más reduccionista; una cosa que, ni mis padres ni los suyos, hubiesen querido para sus hijos, algo vergonzoso. El local donde almorzaban era bastante concurrido. Había unas treinta mesas y una gran pizarra que anunciaba el menú ejecutivo y que al final decía ¡Buen Provecho! Sonaba salsa y tecnomerengue de los noventa. Atendían dos gorditas y una flaca que mientras hablaban con los clientes hacían que la comida llegara increíblemente a tiempo a las mesas. Seguro en diciembre tendrían el cochinito para los aguinaldos y cuando la gente dejara sus monedas, la que cobra diría: “Comió el cochino, graaaacias”. Allí almorzaban todos los días. ¿Les provocaba comer? Quizás simplemente luego de ver tanta basura cualquier cosa lucía apetitosa. Grabación 1: Juan Pablo Muñoz Investigadora: ¿Por qué elegiste ser recolector de basura? Juan Pablo: ¿Mi amor, tú crees que uno elige eso así? Yo tenía un primo trabajando aquí y me dijo que estaban pagando más o menos y me metí. La gente como usted cree que es feo meterse a trabajar con basura. Al final uno

sabe que la gente depende de uno. A nadie le gusta vivir rodeado de basura. Menos nosotros, tú me entiendes (se ríe). Al terminar la primera semana de trabajo de campo, uno de ellos me preguntó si yo estaba embarazada. Contesté que sí. Pensé que diría que este no era lugar para una embarazada pero sólo preguntó si era niño o niña y cómo lo llamaría. No supe responder ninguna pregunta. Los entrevisté a los seis muchas veces. Preguntaban qué iba a hacer con esas grabaciones, si al final podría dárselas en un CD para mostrárselas a su familia. Supongo que se podría hacer un remix de salsa con las grabaciones o crear todo un proyecto donde el intro de cada canción fuese un pedazo de cada grabación. Sería un hit con su grito: “Basura pa’ gozá”. La siguiente semana me invitaron a montarme en el camión y hacer una ronda con ellos. Fui adelante con el chofer por un tiempo, pero luego dijeron que para vivir la experiencia completa debía ir guindada atrás. Realmente lo deseaba. Me había adaptado al olor ácido y podrido que se acumula en el compactador. Terminaron convenciéndome de que no era tan peligroso y de paso el chofer iría más lento por mí, para que no pasara nada con el menor (así le decían a mi barriga). Fue como ir en el Titanic con cinco Leonardos Di Caprio diciéndome que me agarrara fuerte de los tubos del camión. Le hacía honor a Fospuca. Grabación 16: Andrés Martínez Investigadora: ¿Qué significa la basura para ti? Andrés: La basura son los desechos, lo que la gente no quiere. Si tú no sirves para nada te dicen ¿cómo? Basura.

Pero la basura también sirve para conocer a este poco de gente. Nosotros sabemos lo que las personas botan, lo que gastan, lo que no les gustó y lo botaron, lo que dejaron podrir. A veces siento que puedo conocer la mente de la gente por su basura, me siento como un psicólogo, no sé. Al mes de trabajar con ellos me invitaron a tomar algo un viernes. Una tasca de unos amigos de Junior en Chacao, para que no me espantara en otros sitios más feos, dijeron, y de paso dan comida gratis. Llegamos a la Sardina Firenze, un lugar que conocía por mi círculo de amigos (que dicen conocer tascas arrabaleras). Regalan sardina frita y ponen cumbia, es el sitio al que van los pelabolas intelectuales y los del aseo urbano. Aquí se cruzaban los cables entre mi mundo y la investigación. Pidieron un jugo Yukerí para mí, mientras ellos le daban duro con Polar. Tenía seis amigos recolectores de basura. Esto era mucho más interesante que la academia, el doctorado, la maternidad. Eran seis hombres que contaban su basura. Diálogo transcrito sin grabación 21: Daniel Castro Investigadora:¿Qué es lo mejor que les ha pasado siendo recolectores de basura? (Todos se miraron las caras y luego miraron a Daniel). Recolectores: Que responda Daniel (al unísono). Daniel: (se ríe) Bueno, no se vaya a ofender. Investigadora: Ahora me dices usted de nuevo. Daniel: Bueno mi amor, no te vayas a ofender. Pero en una época me estuve cogiendo –y me disculpas la palabra– a una tipa de Altamira todos los miércoles. Ella decía que le encantaba un hombre todo sucio. La tipa estaba loca, me había estado cazando como cuando tú nos cazaste para 310

hacernos las entrevistas. Yo pensé que ibas a ser como esa tipa, pero al final menos mal que no. La jeva me pedía que la tocara con los guantes y que no me los quitara. ¡Qué cochina! Ellos dicen que era de pinga, pero yo me volví como loco también. Al principio estaba fino porque la tipa estaba buena, pero luego me pedía cosas raras, que le metiera basura tú sabes dónde. Empecé a tener problemas con mi mujer. No voy a decir qué tipo de problemas porque ellos se burlan. La vaina es que la tipa me empezó a perseguir y yo pedí cambio de ruta. Fue una mierda. Parecía que ellos no exigían nada, lo soltaban todo. A veces tenía la imagen de ser una terapeuta sexual embarazada que los obligaba a hablar acerca de la basura. Creo que los fetichizaba. Diálogo transcrito sin grabación 16: Carlos Brito Investigadora: ¿Qué ha sido lo mejor que te has encontrado en la basura, Carlos? Carlos: Nosotros tenemos una competencia semestral de quién se consigue la mejor vaina por ahí. El año pasado ganó Yahir, que se encontró el anillo de un militar. Todos pensamos que era oro. Se ganó las frías, pero el anillo no era oro nada. Yo me he encontrado de todo, licuadoras, muebles, cauchos, cuadros, fotos familiares, de todo. Me acuerdo que una vez me encontré un álbum de matrimonio completo y al final tenía unas fotos sueltas de la mujer en babydoll en la luna de miel, creo yo. Me imagino yo que se habrían divorciado. Igual lo agarré. Empezaba a entender la basura más allá de lo que me había planteado. Era un arte que me llegaba como ninguna vanguardia podía. 311

Diálogo transcrito sin grabación 16: Junior Lamas Investigadora: ¿Hay diferencia entre las basuras de la ciudad?, ¿hay rutas preferidas? Junior: Claaaro, la basura del Este huele peor. Nosotros creemos que nos toca la ruta más difícil. En los barrios la gente no deja podrir tanta comida. Hay demasiada basura porque hay mucha gente, pero la basura no huele tan mal. Nosotros creemos que la comida cara da un olor muy malo cuando se pudre y hace que la gente cague, disculpa, defeque con peor olor que en otros lados de Caracas. Para que me creas, acércate un día a un basurero de un restaurante de sushi. Si la gente viera eso, jamás comiera el pescado así crudo. Toda esta maquinaria con intención teórica que yo había querido construir alrededor de la basura, no podía ser sólo palabras, no quería quedarme guindando con mis deseos. Me hice recolectora –como dije al principio–. Para ese momento, sólo éramos tres mujeres que trabajábamos directamente con la basura en el Aseo Urbano de Caracas. Un orgullo, sin duda. Tuve que pelear para entrar. Primero dijeron que estaba muy por encima del perfil que buscaban allí, luego no querían dejarme trabajar porque era mujer, también por estar embarazada, y por último simplemente no creían que era un trabajo que yo pudiera hacer. Bajamente, apelé a una denuncia por discriminación si no me aceptaban. Acabaron ubicándome en un cargo administrativo y luego de dos semanas allí, logré negociar dos turnos a la semana de trabajo en la calle. Al concluir las entrevistas, tuve que reincorporarme a las labores administrativas en las oficinas del aseo. Mis 312

amigos del camión dejaron de incluirme en las cervezas o jugo de los viernes. No les gustó que yo estuviese ahí. Traté de explicarles que ya la investigación se había acabado y ahora era una empleada más del aseo, como ellos. Lo tomaron como una traición de mi parte, como si todo lo que me hubiesen contado lo hubiese tomado con poca seriedad. Dejé en el cubículo un calendario de Basquiat con los turnos marcados que me tocaba hacer y la fecha del parto. Tampoco recogí una colección de 22 lápices de museos, varios blister de pastillas para el dolor de cabeza, un taco de papel, una agenda y mis guantes. El resto del uniforme aún lo conservo. Fue feo cómo terminé saliendo de allí. Mientras trataba de hacer más fuerte mi punto de que éramos compañeros de causa, mi banda de amigos buscaba deshacerse de mí. Preguntaban si me había vuelto loca, o si me hacía falta un buen polvo para que los dejara tranquilos, que si yo no tenía mi propio trabajo, mis estudios, mis amigos, que me dedicara a ser mamá, que si quería usara las grabaciones como material masturbatorio, pero que parara todo esto. Yo era una mujer fuerte y estaba dispuesta a defender mi nuevo trabajo. Luego de pocas semanas dejé de ir. La teoría

Hay una parte del cuento que no está del todo clara. En un punto, pareciera que Ana –porque hay que ponerle un nombre– no tuviera vida. No queda claro qué es lo que la hace sumergirse tan abruptamente en la basura. A veces parece una mujer vacía y en una búsqueda demasiado ingenua. Hace falta un poco más de ella. 313

Me pides que te ayude a llenar el espacio entre que Ana se vuelve loca por estar cerca de la basura, decide trabajar en el Aseo Urbano y cuando definitivamente abandona todo, se resigna y tiene una hija. Quieres que yo sea Gordon Lish y tú Carver. No te voy a decir que no tuve la tentación de decírtelo cuando me mostraste este relato, ya yo te había dicho que la solución estaba en ella, en la oscura Ana. No te voy a decir algo tan estúpido como eso que te dijo aquel muchacho que hacía el taller contigo, que mientras ella investigaba sobre la basura, se terminó encontrando a sí misma. Olvídate de eso. Esto es otro tipo de ocaso. Está claro que la cumbre de lo que ocurre no la has dicho. Sabemos poco de ella en todo el transcurso, como si quisiera encarnar esa investigadora que no dice nada de sí. Lo que hace la diferencia aquí son sus recolectores de basura, ellos no dejarían esa distancia intacta, sin alterarla. La solución a este cuento es otra parte que subtitularás: Antes de la conclusión

No debí haber finalizado mi historia sin detenerme en dos detalles importantes. Volveré a pensar en términos investigativos porque así empezó todo. Para ser exhaustiva tendría que hablar de las grietas que surcaron la relación entre los recolectores y yo. Antes ya había contado que la tesis de doctorado la había abandonado pero, en principio, esa era mi excusa para acercarme a ellos. Por eso hice un documental infinito, con registros cada vez menos ordenados. Yo debía mantener más o menos ese semblante de investigadora y de delegada de la Academia, por ellos y por mí. Yahir 314

preguntó un día quién era el papá de mi hija, que si me había abandonado. Se puso a decir que a veces los hombres son así y dejan sola a una mujer preñada, pero que luego vuelven cuando el chamo tiene como once años y ya es inteligente o sale bien en el colegio. El papá viene y quiere firmarle la boleta y sentirse papá, regalarle unos colores buenos o algo así. Yo era muy gafo y a mi primer hijo no le paré como hasta esa edad, y lo primero que le llevé fue un reloj con calculadora que él quería, me dijo. Carlos también me preguntó si ya tenía los padrinos para la barriga. Le fueron dando vuelta a la idea de que yo estaba sola, de que necesitaba ayuda. Quise sorprenderme con mi flexibilidad y los invité a mi casa. Todos trajeron a sus esposas, menos Junior que se trajo a una de sus hijas. El camión lo pararon en el estacionamiento del edificio, al lado de la Cherokee de los del piso seis. El estacionamiento quedó oliendo muy mal, pero todos ellos olían a perfume y a ropa recién lavada. Me gustaba la idea de recibirlos en mi espacio, ofrecerles algo mío luego de haber sido una garrapata que engordaba de sus vidas. Evidentemente, también me aterraba que vinieran, pues ese misterio alrededor de mí seguía intacto y quizás generando expectativas ruidosas. No preparé nada de comer, como las mujeres de mi familia me habían enseñado, tenía unas cervezas y había comprado cuatro pollos en brasas con yuca y ensalada mixta. Cuando bajé a recibirlos, ellos venían con dos cavas, una con la comida y la otra con la bebida. Entre Juan Pablo, Andrés y la esposa de Carlos hicieron un muchacho redondo al horno y retocaron esos pollos que yo había comprado. Hicieron una ensalada rusa y otra de berro. Los demás picaron el pan y sirvieron ron, whisky, 315

y un batido de mango para mí; las cervezas se quedaron frías, congeladas. Habían llegado al mediodía, eran las dos de la mañana y todavía estaban aquí. Me pidieron ver fotos de una familia, la mía. Cuando la esposa de Andrés fue al baño, preguntó que si algún hombre vivía en esta casa, para que le prestara una franela a su esposo que se le había manchado con la salsa de la carne. La hija de Junior me preguntó si de verdad yo todavía era estudiante y dijo que cuando tuviese mi edad esperaba ya estar trabajando, que quizás iba muy lento. La comida superó una cena navideña de mi familia, en cantidad y probablemente en calidad. Si esa noche les hubiese llevado las pocas fotos que tenía, les habría dicho que existía un concubino que trabajaba demasiado pero que era bueno conmigo, que yo quería ser mamá y estudiar para luego compartir el conocimiento; pudiese haber sido todo una alucinación. Además, si ellos finalmente querían tenerme como compañera de trabajo para completar nuestra intimidad, les habría dicho que sus vidas eran mejores que la mía, que me sentía en familia y que haría exactamente eso, trabajar con ellos. Esto hubiese sido sólo un intento de redondear el hilo de un sueño, toda una aceptación en su rebaño, un llamado correspondido a la basura y a la calle. Pero si, por otro lado, me hubiese cansado de las preguntas sobre mi vida, de la cercanía, de la familiaridad y quizás me encontrase ebria de una ráfaga de molestias de embarazo (no de alcohol), pudiese haber respondido a sus peticiones con una certeza de que mi vida era mejor que las de ellos. Una especie de retaliación por haber asumido que yo necesitaba ayuda. Habría quedado explícito que quería tener un hijo sola, que no me sentía muy cercana a 316

mi familia y que me gustaba ver las cosas desde un punto elevado, por eso lo de estudiar, por creer poder ser mejor. En esta versión, se pudiese haber mencionado el oficio de la basura como un buen ejemplo de todo esto, como una bonita metáfora o un creativo tema de investigación. Quizás llegase a decir que me gustaban las cosas raras, que ellos eran eso para mí: lo exótico. La imagen podría parecerse a la policía de Fargo, con la pistola en las manos y los recolectores en la nieve, congelados. Puede que sonase como la necesidad de contemplación y escrutinio para luego hacerme una de ellos y vivir la basura desde adentro como un viaje de ácidos del que se vuelve siendo otra, pero no siendo ellos.

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La visión de los lobos Enza García Arreaza

Escribo porque no consigo ser feliz Orhan Pamuk

Tú eres el fuego estás vestido de negro Sayat Nova

1

“T

rágatelo y no vomites”. Nunca imaginaste que aquellas palabras de tu madre se repetirían en la habitación de un hotel, con tu única pantaleta de encaje enrollada en el pie y el agujero místico todavía seco, mientras Jorge hacía presión sobre tu cabeza. Pensaste en lo que dijo tu amiga más experimentada sobre el sabor del asunto en cuestión, y de pronto volviste a una tarde borrosa, tú enferma de algún catarro infantil y Julia apresurada con el frasco de jarabe en la mano, furiosa ante la posibilidad de perder cita en el salón de belleza. Entonces te erguiste para tomar una bocanada de incienso y decirte a ti misma que pronto acabaría la rigurosa voz en tu cabeza, que mejor pensaras en los escritos que tu padre guardaba en el fondo del cajón. Pero fue mentira. Trágatelo y no vomites.

Son las once de la mañana y ya son varios los monarcas difuntos. Caben tantos vértices y tantos hielos en el pensamiento, y país se dice en minúsculas, porque estamos en sexto grado y todo es transparente: la maestra que adoptó a sus niños favoritos (siempre los varones de ojos grandes), el portero que te miraba saltar la cuerda o el papá corrupto de tu mejor amiga. Luego el cansancio enturbia a quien se asombra. Me dieron este cuerpo para sobrevivir, me digo entonces. Tener a los lobos entre las piernas. Jurar, como ellos, que la lluvia es mucho más que un pensamiento blanco. Cada domingo, Dalila (es decir, yo) padecía el sermón del padre Dikran, cuyo gargajo ortodoxo resonaba entre los muros de la iglesia armenia San Gregorio Iluminador. Estos eran los únicos momentos en que ella y su padre podían estar juntos en paz, gracias a que la madre de Dalila no era armenia y, por supuesto, no exhibía el ánimo para tragarse las dos horas de servicio. Además, las viejas matronas siempre la veían por encima del hombro y murmuraban que cómo era posible que ese muchacho tan bueno, tan noble, tan sano, Aram Garoghlanian, hubiera escogido para casarse a una mujercita como ésa, india, caderúa y pare usted de contar.

2 –Papá, ¿matar un pájaro es malo? –me atreví después de pensarlo un poco. Bajábamos a Sabana Grande desde el templo y debimos esquivar una cantidad considerable de mangos podridos. –Sí. 320

–Pero anoche vi a Julia cortarle la cabeza a un pichón. –No la llames por su nombre. Le molesta. –Mató un pájaro. ¿Por qué? –Tu madre te quiere. –¿Por qué lo mató? –Ella trabaja con eso. –Si Dios es armenio no creo que le guste ese trabajo. –Dios no es solo armenio. –¿Dios es como tú? –¿Cómo? Me callé. Casi me resbalo con un mango, pero Aram lo impidió. –¿A qué te refieres? –insistió, aminorando la marcha. –Siempre estás distraído.

3 Su nombre es Julia. Nació en abril. Cuando empezaste a rasurar tu sexo (“cuando empecé a rasurarme la cuca”, dice una voz desde el sur), lo tocabas por la noche porque la piel contra la piel te distraía, pero después la imagen del sexo de Julia, visto por primera y única vez, te atormentaba, velludo y condimentado. Abril significaba muchas cosas. Pueden preguntarle a Eliot al respecto, pero Eliot no sabía de qué hablaba. Mi padre escribió lo siguiente a propósito del cumpleaños treinta y uno de esta mujer: “En el infierno alguien recuerda los pájaros. La gran amenaza de pronto hallar el paraíso. Lo que sucede a una flor puede verter sobre ti sus alas; como si la flor naciera culpable de ese fuego que en ti razona, la furia doméstica de querer aroma y sombra, dulce apogeo vertical: recuerda 321

tu lacerante oficio de polvo, olvidar oblivia obsidiana o al menos morir en el intento. La flor te culpa de odiarla y no te asomas. La flor tiene la culpa de que fueras hecho para la carne y no para un rito. Así, en el desierto hay pocas flores y mucho tiempo, infierno y paraíso comparten el asedio de un solo espejismo: pájaros muertos que acaricié en tu casa cuando les daba de comer, memoria. Un día se detona el alma. Surge la ceniza y la pregunta que interroga por la naturaleza de nuestros vínculos. Luego hembra y mar se juntan en el discurso de lo humano, como lo hacen las piedras y la muerte, o el agua fría y los remordimientos. Julia debía cuidar a sus abuelos porque ellos la alimentaban. Una vez le abrieron la cabeza con un tizón: por suerte un vecino la llevó a tiempo al puesto de socorro para que le hicieran algunas suturas. Por estar mal de salud, los viejos imponían a la nieta el comercio de empanadas y algún eventual ejercicio de costurera, pero no estaban demasiado moribundos los fines de semana ni durante las ferias de la Virgen. La madre de la niña se había largado años atrás con el padre de su segunda barriga y por eso Julia emergió como heredera de una casa de bahareque en Vidoño, durante la época ardua en que era bueno y necesario tener carácter, porque se era pobre pero orgulloso, porque el país no tenía tamaño, porque se iba a la iglesia y se ofrendaba coraje, porque se era un poco indio y un poco negro y quizás un poco blanco, como Julia, blanca, india, con el cabello largo en trenza, y unos senos con piel de fruta, y unos ojos rasgados, compás del asedio, mecánica del magma, el eco y el escenario, lobo en los ojos. A veces Julia se despertaba y caminaba por la habitación con una almohada en las manos, soñando con el gran sacrificio: sobre

todo matar al abuelo, aunque diera tanto miedo matar a la sangre, porque era quien más le tentaba el precipicio, a veces despacio y por debajo de la bata, y la obligaba a servir tragos cuando algún caballero venía a visitar la casa de bahareque. Tenía catorce años, y catorce años siguió teniendo para siempre, cuando una noche en vez de tomar la almohada, metió los dos vestidos que le quedaban buenos en un saco, junto con el cepillo y algunas monedas, y dejando el café listo, decidió coger la calle hasta que el mar quedó lejos, como si el mar no quedara hacia adentro, y tuvo que abrir la boca y tragar para que un camionero la dejara más allá de todo, donde ya no era Oriente ni los patos ni el maíz podrido. Trágatelo, no vomites, le dijo. Julia García, catorce años y dos vestidos, pero sobre todo, Julia García, dos fosos y el agua que se empoza en el medio. 4

La primera noche durmió en el terminal. La segunda semana comió en una iglesia. Después logró que la adoptaran en una residencia de La Pastora donde podía pedir cama y dos comidas a cambio de fregar platos y pisos. La dueña de la casa se encariñó con ella, por eso la peinó y le dio zapatos nuevos. Pero Julia ensanchó las caderas y los senos con piel de durazno pronto le brotaron: eso alebrestó al señor de la casa y a los hijos, de modo que la buena señora la mandó a vivir con una vecina. Esto no hizo feliz a Julia, que se entusiasmó con haber aprendido a leer y a escribir (quizás un día llegues a algo, puede que

a secretaria o a maestra), pero el cielo es sabio cuando junta la ola contra la roca: la vecina, una barloventeña negrísima como la insinuación de la muerte pero con nombre aristócrata, Isabelle-Marianne Duvalier, enseñó a Julia a maldecir con puntería a pesar de la distancia, gracias a las labores de Obatalá, rey de todas las cabezas. La llenó de collares y encajes, le dijo que cuando encontrara al otro Rey, el que tuviera real y una casa, se entregara a los santos armados, para que le concedieran un beso fértil y un destino de reina.

5 Julia caminaba por las calles de El Paraíso buscando el apartamento donde la esperaban para recibir un recado cuando tropezó con mi padre. El muchacho no tiene más de veinte años, adivinó, y un dejo de vergüenza contrajo su rostro inesperadamente, al verse reflejada en la ventanilla de un carro y reconocerse demasiado curtida, a pesar de tener dos años menos que él. Pero es hora de no dar crédito a los presagios, se dijo a continuación, esta vez me sentaré en la cabeza de todos los muertos y reiré tan alto como pueda. (A veces estos pensamientos manaban desde lo más insondable de su ser, gracias a que el pantalón le apretaba y el reflejo en la ventanilla del carro de su sexo embutido le animaba). Aram, mientras tanto, no encontraba las palabras para disculparse, al mismo tiempo que recogía sus bolsas y las de Julia, que estaban esparcidas por la acera. –¿De qué color son esos ojos? –pensó–. ¿De verdad son negros? –¿Y qué son esas manchas? –inquirió ella. 324

Los muchachos de buena familia suelen tener pecas. Pero él era extraño, no actuaba como los jóvenes arrogantes que se paseaban por los centros comerciales, hijos de españoles o italianos que habían conseguido despegarse la miseria. Tenía los ojos subterráneos, tallados en la paciencia de un cedro, aunque Julia nunca hubiera visto un cedro, y tenía las manos fuertes, aunque incapaces de matar ninguna criatura. No sonreía sin pedir perdón, sabía todo del dolor y la plegaria, porque había llegado en barco, en la barriga de una madre que se había ganado su lugar en las estadísticas como tantas mujeres de su país imaginario, sólo que esta vez el soldado que le puso la mano encima nunca mostró su cara ni su acento, y bien pudo ser turco o azerí (nadie niega que incluso haya sido armenio), pero poco importaba si dentro de ella todavía quedaba algo vivo, y así se subió al barco y pidió a un muchacho que se quedara con ella, porque ella ya hablaba español, y al menos eso haría más fácil la vida en América: quédate conmigo, por favor. (Después de pedir algo, se hace silencio un momento, se procede a saborear esa derrota florida de nunca bastarse a uno mismo). Si mejoramos, podremos tener una casa y un jardín para sembrar albaricoques y granados. Y el muchacho dijo que sí, porque tarde o temprano se buscaría mujer e hijos y mejor si era una paisana. No preguntó de quién era la semilla. Lo llamaron Aram. Tienes que soñar una vida antes de representarla. Pero ¿qué pasa si al cerrar los ojos suspiras y pides, simple y llanamente, estar muerto? Alguien me apuntaba detrás de las piedras, podía sentir la mirada ferviente sobre mi cuello, el aliento del horizonte que es ceniza y conmemoración, no 325

sé por qué, será una cosa de la tribu y el desierto. Luego pasas el resto de tu vida deseando estar muerto, balanceando la mirada al borde de un precipicio, al borde de la casa astuta y negra, donde tus ardillas son devoradas por negros lobos imaginados. En el fondo todas las casas son negras: la luz es un mito, detrás de la gran montaña que nunca más tendremos. Julia pensó en Aram el resto del día y durante la noche caminó por la habitación que compartía con la barloventeña y su altar, sobándose el cuello y arremangándose el sudor que le bajaba por el estómago. Nunca había escuchado un nombre como ese, se decía. Después de disculparse como un loco, Aram recogió las bolsas y dijo que la dirección no estaba tan lejos. La escoltó, con gesto ingenuo pero orgulloso, y dudando, quiso emprender la despedida. Julia lo tomó por el brazo y le preguntó si vivía cerca. –Sí, junto a la plaza Madariaga. El sol postraba los ruidos. Los fenómenos del cielo y la naturaleza en general parecían tener un odioso carácter, independiente de las necesidades de los poetas. Julia pensó “será fácil, me tiene miedo”. Y Aram pensó que no sabía qué decir para que el tiempo no fuera jamás esa sucesión de instantes que no se repiten. –¿Trabajas? –detonó ella. –Sí –respondió con el pecho firme, seguro de que ganaría puntos–. Tenemos varias tiendas, entre los tres las atendemos. –Ah, tienes padre y madre. –Y un gato. Supuso que debía darle un reino: un castillo, un heredero y un dragón a veces invisible y a veces demasiado próximo, para que se ocupara y se creyera grande. Siguió 326

pensando que había encontrado la solución a sus problemas: un baño de semen durante la noche de luna llena bastarían para sellar el pacto. El hombre bueno, además, vive en una actitud permanente de penitencia, especialmente si fue criado por un padre cuya alma quedó asida a una patria lejana (ficticia, más bien, como todo lo desprendido del panteón soviético); si fue criado por una mujer que supo convertir su dolor en pequeñas hecatombes habituales. A las mujeres les gusta enamorarse de su dolor, el dolor siempre es más grande que la patria. Mi madre empezó a viajar diariamente hasta El Paraíso, tenía la excusa de atender a los clientes de IsabelleMarianne que vivían en la zona. Se paseaba por la plaza, compraba dulces o leía, sin interés, alguna revista olvidada en un banco. Y mientras esperó a Aram también se preguntó por el estado del mar que había dejado atrás. Uno no aprende solo la idea de su país. La idea nos alcanza por gajos y dentelladas, a través del olor que adquiere la noche, porque lo verdadero solo tiene lugar en la noche, al Sur, siempre al sur del cuerpo, mirando hacia el Este, donde el corazón brota de la arena: puede venir con el aroma de una picadura fina o con el indiscutible olor de la sangre que nos acusa de pudrirnos por dentro una vez al mes. La idea del país aparece porque tenemos un padre y una madre o la sonora ausencia de sus nombres. 6

Cuando Aram finalmente apareció, un mes después de que Julia se atrincherara en la plaza para darle cacería, una tormenta tropical hizo tales estragos sobre el valle que apenas al cruzarse los ojos corrieron tomándose de 327

las manos para guarecerse en una cafetería que además era la entrada de un hotel. Estuvieron en silencio un rato, mientras la calle se inundaba y el alboroto de los comensales dentro de aquel minúsculo lugar no daba espacio para albergar demasiados pensamientos. –Aram es un nombre diferente –dijo ella, un poco cansada de la parsimonia de la situación. –Mi abuelo se llamaba Aram. Es el nombre más común en Armenia. –¿Qué es Armenia? –Un país que está cerca de Rusia. –¿Rusia? Tampoco sé dónde queda Rusia. –¿Y Turquía? –¿Turquía? ¿Como el viejo de los panes planos? Aram dejó salir una carcajada risueña. Que Julia ignorara y confundiera las cosas lo enternecía. Pero además le intrigaba la franqueza con que reconocía sus vacíos. –No, esos panes los hace un libanés. Los libaneses no tienen nada que ver con los turcos. –Mmm. Ya. Armenia queda lejos. Ahora que lo pienso también pareces turco. Digo, libanés. –De aquel lado nos parecemos, es verdad. ¿Y tú, de dónde eres? –Como me ves. Yo soy del Puerto. –Todavía tienes el cabello mojado. Entonces se dio la mirada y la eléctrica constatación de los cuerpos. Julia suspiró o bufó cuando apartó los ojos y se concentró en los carros que pasaban con dificultad bajo el aguacero. Despacio, se quitó el suéter y dejó al descubierto el escote que ofrecía sus pechos con piel de durazno, y Aram, que hizo su mejor esfuerzo por disimular el asombro, de inmediato se endureció. Es un hom328

bre bueno, pensó mi madre. Me tiene miedo. Fui elegida para sobrevivir; el cuerpo de la mujer, con sus coágulos, leches y orificios, fue hecho para sobreponerse al combate entre ella y sus propósitos. Acto seguido, comentó que ya empezaba a hacer calor, y poniendo su mano sobre la de mi padre, le preguntó si querría pasar el resto de la tarde con ella. –Claro, podemos ir al cine. –Nunca he ido al cine. Pero no es eso lo que te estaba preguntando. Podríamos pedir una habitación, aquí mismo. Aram suspiró. Vio que la gente fumaba, se reía y andaba por la vida con una estrategia debajo del brazo. Apenas podía respirar con prudencia y pensó en las palabras de su padre cuando lo llevaba en hombros a través del mercado de San Martín. Antes de hablar sobre esas cosas, el muchacho de aquel barco recordaba su imagen caminando sobre la nieve del Este remoto siempre al borde del desierto, escuchando a los pastores cantar. Al final decía al niño, mientras le arreglaban el saco de verduras: –Hijo, el mundo es una huella de la eternidad, minúscula, como tus manos. Piensa en nosotros como un síntoma salvaje. Somos una resonancia que no halla cómo quedarse aquí, pero recuerda que Dios está detrás de todo, esperando que encontremos su nombre en nuestra nada. Nunca sabremos por qué nos hizo de la nada, pero a ella iremos, con suerte, pronunciando Su nombre. Fue el bramido triste del duduk al principio. Después la algarabía de los comensales se deshizo cuando escampó. Y el tiempo es una dimensión intocable, es mi vida o una ficción que invento para justificar el movimiento de las cosas que sólo nos conduce a una pantalla 329

blanca e inerte, como cuando éramos niños y tratábamos de imaginar qué había antes de que cualquier cosa estuviera. Aram, que ya notaba la impaciencia de Julia, también pensó en aquella historia sobre el santo que convirtió en cristianos a los armenios: Gregorio (Krikor) el Iluminador, encarcelado por descender del asesino de un rey, logró sobrevivir gracias a una mujer que le llevaba pan cada mañana, pero que según el relato de su madre, se trataba de un ángel que faltó a la entrega de pan el día que Cristo subió a los cielos. Y luego fue liberado para que curara al rey Tirídate, llevando a cabo el milagro que convencería a aquel pequeño país de volverse cristiano. Nosotros creemos que el mundo está sucediendo. Sin embargo, para Dios no acontece nada. –¿Qué te pasa? ¿No quieres? –No es eso, perdóname. –¿Entonces? –¿Lo has hecho antes? –¿Tú no? Aram tenía un rezo encajado en la garganta. Rezar era el indulto. Una noche, después de una pesadilla en que una bruja desdentada lo invitaba a hundirse en un río, emprendió la huida hacia el cuarto de sus padres. Pero una luz rutilante entró por el balcón y lo distrajo. Era una procesión que pasaba por la calle, llevando a Santa Bárbara en hombros. Con la visión del fuego y los bramidos del tambor vino una inquietud más ponzoñosa y prefirió volver a la cama con el gesto de juntar las manos, tratando de recitar las oraciones matutinas de su madre, pero el terror confundía las frases penitentes con las de viejas y dulces canciones de cuna. 330

–Es precipitado, quiero decir. Uno no invita a una muchacha a hacer esas cosas. –No seas gafo. Estoy invitando yo. –… –¿Quieres o qué? –¿Cuál es la prisa? –Mira, chico, yo me voy. Julia recordó la primera vez que vio a un hombre desnudo. Fue la noche que el abuelo llegó entonado y poseyó a su mujer sin mediar palabras, en el cuarto que compartían los tres. Mi madre tenía siete años la primera vez que vio a un hombre desnudo, y la primera vez que comprendió que una mujer es capaz de no negarse a nada. Mientras el viejo desenfundaba sus razones seminales, Julia cerró los ojos y como no supo nunca qué era rezar, simplemente deseó estar muerta. –No te enojes, por favor. –Deja la guachafita entonces. ¿Me quieres coger o qué? –No me hables así. –Musiú cagón y marico. –Julia… –Ni sé para qué molesto. Me voy. 7

La primera en notar que mi madre estaba embarazada fue Isabelle-Marianne. El descubrimiento se dio durante una sesión a favor de una doctora de Prados del Este, urgida de los oficios yoruba para cobrarle con intereses a la secretaria que le había sonsacado al marido. Mi madre pensaba en cómo eran las hembras, mientras el ritual sucedía entre 331

rezos y chorros de sangre animal. Todas, por igual, gritan y se sueñan devoradas, ungidas, como el mejor sueño de alguien. Y mientras más débiles se sienten, más necesitan creer que se han educado en el adorno de fuerzas sobrenaturales, creyendo que dominan el futuro a su alrededor, inventando un pasado con fábulas y espuelas que les redima la pudrición que llevan por dentro. Las mujeres saben primero que nadie que vinieron a estar solas. Y mientras más solas e incapaces de lo bello, más le atribuyen fe a los cuentos que las asustan o las eximen. Por supuesto, Julia, que no pronunciaba la d al final de “soledad”, no pensó nada de esto con mis palabras exactas, pero lo cierto es que yo estaba dentro de ella, cuando se desvaneció y tuvo que correr a la cocina para pedirle un vaso de agua con azúcar a la señora de servicio. Al regresar, el humo apenas dejaba una huella marchita en el aire. Isabelle-Marianne de inmediato la increpó. –Tú te preñaste, mija. Prepárate. –Pero es que… Aram… No… –¿El panadero? –Ajá. –¿Pero le diste a Aram también? –Sí, pero creo que no me lo echó adentro. Y al libanés no pude decirle que no porque ya se lo debía mucho. –No importa. Todos esos turcos se parecen. Todos son narizones y están forrados de billete. Usté llore un poquito y dígale que se entregó por amor. No sea pendeja. Aproveche. Y después de que llore, se lo mama bien mamao, mire que hombre no perdona. Y se lo sigue mamando hasta que se case, que seguro lo hará antes de que se note la barriga. Pídale a los santos, mija, que la mitad del trabajo ya está hecho. 332

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Pero mis ojos se parecen a los suyos y me llamo como su abuela. Soy Dalila Garoghlanian, tengo veinte años. Anoche fui a un hotel y pensé en la forma en que mi madre dice las cosas, agitando las piedras turquesas que le cuelgan en el pecho. Turquesas, como el cielo de Neyshabur, como las notas de mi padre a final del cajón, con pájaros y lobos que nos sobreviven. Pronto llegó la sensación de que Julia me consideraba enemiga del reino, porque apenas supo mi padre que esperaba un hijo, se opuso a la familia e incluso a la Iglesia, que no miraba con buenos ojos que un armenio ortodoxo se desposara con las mujeres de este país. Se casó deprisa, compró una casa grande con jardín y balcón, incluso sembró albaricoques y granados. Aram amó muy pronto a la criatura y la llamó Dalila. Mientras tanto, Julia quiso tenerlo todo: un carro, comida, techo, vestidos, zapatos. Pero también quería que ese hombre le rindiera tributo, le rezara con la misma devoción que al Iluminador, y sobre todo, que le pidiera perdón en nombre de todas las veces que le tocaron las tetas cuando ella no quería, por las veces que su abuelo le restregó la cara contra el plato de arvejas, y por las que le dijeron que era india y pobre, puta y mala, sucia y lenta, por todas las veces que otra mujer la miró de arriba abajo y le negó el cielo. ¿Hay algo peor que un soldado al acecho? Una mujer, creyendo que pudo ser bella. 9

–¿Por qué lloras, hijita? –Mi mamá me pegó. 333

Entonces Aram volvía a callarse y se concentraba en el olor del café con cardamomo, como si hiciera un inventario de tribulaciones pasadas. (Siempre pensaré en los ojos de mi padre frente a los ruidos: las detonaciones del barrio adyacente, el redoble de las bocinas en disputa con las guacamayas: los ojos de mi padre dentro de la ciudad en la que va a morir. De niña yo miraba a otros padres, fuertes, pobres, hermosos, ignorantes, poderosos, negros, ateos, impúdicos. Aram siempre ganaba porque había sido el primero: no huía, no hablaba y era el padre de la historia y de las flores. Por algo siempre me rescataba en el peor de los escenarios, cuando soñaba, desde una edad temprana, con cierta clase de paraíso del que nadie me habló pero del que muy pronto tuve sospechas. Me arrastraba túnel abajo y de pronto mi cabeza se asomaba a un mundo que olía a plástico y a canela, donde el amor resultaba anulado por el placer: había hombres y mujeres toqueteándose, libando los unos de los otros, chillando como aves felices y sedosas, sin ataduras ni contriciones, una simple y bella fraternidad, un país donde no existía la presencia de ningún juramento valiente y abnegado, un país sin una bestia llamada amor. Cuando me acercaba a los lechos regados por el valle, no tardaba en encontrar a mi madre postrada con dos hombres en cada extremo, mientras que Aram se deleitaba con la puesta en escena. Pero cuando se daba cuenta de que yo estaba ahí, corría desesperado, se arrastraba conmigo a través del túnel y me depositaba de nuevo en mi cama. Entonces abría los ojos y me decía a mí misma que todo estaría bien). A veces Aram creía que habíamos tenido mucha suerte por nacer lejos del desierto, lejos del Ararat, por 334

cuyo nombre seguía cantando la tribu de Hayk, el primer rey. Pero yo deseaba estar muerta y mi papá no hacía nada. A Julia no le importaba restregarle las tetas en el cuello cuando servía el desayuno. Él se incomodaba, pero permanecía inerte. Nosotros creemos que el mundo está sucediéndonos, pero Dios no sucumbe ante nada. Fue el 5 de mayo de 1977. Al principio dudó de la encomienda, pero consintió, cuando Julia emprendió la retirada y metió el pie en un charco. Está bien, vamos. Y le puso una mano en la espalda y fingió que ya había hecho eso antes. Julia ordenó la habitación. El dependiente exigió las cédulas de identidad, y se sorprendió de que la mujer, con su aplomo, fuera menor que el muchacho que la acompañaba. A este carajito le tocó una zángana, se dijo, y quiso palmearlo para animarle. Seguir a una mujer no es lo mismo que seguir su cuerpo. Para seguir el cuerpo basta con subir las escaleras del hotel, meter la llave y dejar afuera la carga de los días, junto a la mesita que sostiene un jarrón barato y olor del cloro que apenas puede disfrazar los residuos de la contienda. Pero seguir a la mujer, como quien acata una resolución originaria, se parece a atravesar el desierto. La abuela de Aram tenía 5 años cuando caminó hacia Der-Zor. Al padre lo habían fusilado por hacer propaganda a favor de los intelectuales que estaban encarcelados en Estambul. Por ser tan joven ignoraba que podía desear estar muerta, pero no podía, como su hermana mayor, tomar la ruta del suicidio. Así, no tuvo opción. Ella y la 335

madre caminaron, tragando deseos y la sed que viene con los deseos, y fue largo, porque largo era el desierto, y ahora mismo, si estuviéramos en medio de él, no podríamos ver las luces de la ciudad. La vida es un deseo largo. Lo único más largo es el miedo, largo como el lomo del monstruomontaña en la noche sobre la ciudad. A la niña la salvó ser tan pequeña. Unos sirios se apiadaron del cuerpo sucio y seco que lloraba mientras la madre exhalaba su última dignidad, y la bañaron y le dieron pertenencias. Luego crecería para ser entregada a su marido que demasiado pronto moriría, pero no sin antes dejarle varios hijos, entre ellos Hayk, el padre de Aram, mi abuelo, el que llegó en barco a La Guaira con una mujer embarazada de un soldado desconocido, y que se preguntó si ese sol de verdad era tan bueno; si de verdad era tan bueno que el mar estuviera cerca. Por el invierno hay que hacerlo todo, hay que nombrarlo. En cambio, por el largo verano sólo debemos recostarnos a la sombra de un sentimiento y respirar bajo esa luz pudiente, cubierta de cenizas de troncos calcinados en la montaña, aun si en el fondo se piensa en el Ararat, pero no importa porque el largo verano no pide nombre, no pide fábula. En el trópico cualquiera sobrevive. Aquí la gente sobrevive a su fuerte juventud, a sus días fortuitos. Aram le hizo el amor a mi madre porque él se enamoró de ella desde el momento en que la vio. Pero ese día no la fecundaría, no como otras veces en que mi madre prefirió deshacerse del encargo. –¿Qué debo hacer para gustarte? –pregunté a Julia el día de mi cumpleaños número 12, el mismo día que pregunté a Aram por qué ella mataba pájaros. Me miró quedamente un segundo, como si dudara de la daga que tenía en las manos. 336

–Yo no quería hijos, estaba fresca todavía –vociferó, mientras se delineaba los ojos. Esa noche se había encaprichado con una película que pasaban en el cine de San Bernardino. –Además, a ti te irá mal. –¿Por qué dices eso? –Es difícil querer a una mujer. Y estoy segura de que serás la más estúpida de todas, con esos libros encima y siempre detrás de tu papá. ¿Tú crees que te van a querer por hablar bonito? Ni sabes parar el culo cuando caminas. Las mujeres como tú se creen muy dignas solamente porque no son capaces de llenarse la boca con un buen pedazo de carne. Pobre hija mía. Pobre, pequeña y estúpida.

10 Finalmente, empecé las clases en la universidad y Julia logró que Aram me comprara un apartamento. El reino sería para ella sola. Mi primer ejercicio para el Taller de expresión fue escribir unas cuartillas sobre la historia familiar. Adrede, dejé una copia de la composición en la cocina, durante mi visita de domingo, antes de que Aram y yo fuéramos a la iglesia. Al regresar, Julia me pidió un momento a solas en mi cuarto. –Lo sabes todo. Te felicito. –Pero no sé por qué te obedece tanto. –¿No? –No te acuestas con mi papá desde hace tiempo. No puede ser eso. –¿Segura? ¿No crees que tu santo padre prefiera la cuca de tu madre antes que cualquier otra cosa? 337

–… –No bajes la cara. Ya llegamos hasta aquí. ¿Quieres ver? Julia me agarró de la mano. Nunca antes me había tomado de la mano. La sostuvo fuerte y me llevó hasta el baño de la habitación matrimonial. Sacó una taza y ahí puso un coágulo de la sangre menstrual que tenía amontonada en la toalla sanitaria. La ventana de mi cuarto estaba muy lejos y me repetía que la asonancia de “lejos”, “desierto” e “invierno” no era azar. Luego volvió a tomarme por la mano y caminamos a la cocina. Entonces sirvió café en la taza y entramos en el estudio de papá. El olor de la picadura, los papeles amontonados en la mesa. Mi padre con esos ojos, unos ojos donde los lobos jamás entrarían. –Mira, tu café. Y se le sentó en las piernas. Aram lo bebió encantado, luego nos contó lo que había leído en las noticias.

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Érika y Berenice Katy Civolani

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erenice estaba sentaba en el sofá de su casa. En la televisión pasaban un juego de fútbol. Eran las cuatro y media de la tarde. Mientras miraba la pantalla –el reloj marcaba el minuto 28 de partido–, Berenice llevó sus pensamientos hasta la imagen de Porfi Jiménez. Pensó en el mapa de República Dominicana, una isla siamesa lanzada a su suerte en medio del Caribe. También pensó en Venezuela, pero esta vez el mapa tenía más tierra. Tenía a Colombia, tenía a Guyana y una cola que llegaba hasta la Patagonia. Berenice soltó una risita al recordarse en medio de la pista bailando Culucucú baila/ lalalalá goza, en la boda de Yolanda. Se acordó que Porfi Jiménez había fallecido hacía poco. Qué bolas, pensó, las veces que escuché Merequetengue aquí para usted imitando la voz de la hija que le cuenta a su madre cómo le fue en la fiesta:

–A ver, mija linda, cuéntame ¿cómo te fue en la fiesta? –Fíjate mami, me fue divinamente. –Cuéntame, cuéntame… –Bailé pasodoble con Billo’s, –¡Ay qué bueno! –Bailé cumbia con Los Melódicos. –¡Ay qué bueno! –Bailé salsa con Willie Colón. –Ay qué sabrosón. –Bailé merengue con La Gran Orquesta –¡Ay, pero ese fue una tronco de fiesta! –Y también bailé Merenquetengue con Porfi Jiménez. –¿Cómo? Tú eres una sinvergüenza, recoge tus corotos y te me vas de la casa. –Pero ¿por qué mamá? –Yo te voy a contar por qué. ¿Tú te acuerdas cuando tu padre, que Dios lo tenga en su santa gloria, se echaba sus traguitos y venía por la madrugada diciéndome Merequetengue aquí para usted? Se descubrió Berenice tarareando la canción mientras recogía su cabello con una cola. En la tele seguían pasando el partido. No se había dado cuenta, pero ya era el segundo tiempo, España perdía con Suiza y en la Vía Augusta se escuchaban uno o dos cornetazos de algunos exaltados fanáticos suizos (o antiespañoles, que para el caso de algunos catalanes era casi lo mismo). Berenice se preguntaba ahora por España y por Suiza, países medianos, suma de países más pequeños; países que juraban odiarse pero que no tenían más remedio que vivir juntos. Y según entendía Berenice, al menos en Suiza disimula340

ban mejor ese cruel destino. Los suizos no tocaban corneta cuando su equipo iba perdiendo. Bueno, los suizos no tocaban corneta casi bajo ninguna circunstancia, pero eso era otro asunto, distinto a la alegría por el mal ajeno. Faltaban 10 minutos para el final del partido. Sonó el celular de Berenice, tenía un nuevo mensaje. Nos vemos a las 6 en el café Jamaica de Rambla Cataluña. Besos, Érika. A Berenice le gustaba el fútbol. Pero más que el fútbol le gustaba el Barça y le gustaba Xavi. No le gustaba Puyol. Le gustaba la selección española, ese juego de niños que se divierten estando juntos, subiendo y bajando, presionando, adivinando lo que quiere el otro. Me gusta Xavi, volvió a pensar, me gusta cuando sonríe, me gusta porque esconde el balón con ese centro de gravedad tan bajito que tiene, con esa visión para el pase al espacio donde sólo está Messi, o donde a veces también aparece Érika. Berenice apagó el televisor, agarró las llaves de su apartamento y cerró la puerta. Caminó por el pasillo hasta el ascensor, lo marcó y esperó que llegara. Alcanzó a escuchar el tintineo nervioso de las pulseras que llevaba en su muñeca izquierda. Todo lo demás era silencio y soledad. En los dos años que llevaba en el edificio, Berenice sólo conocía a una pareja de vecinos que vivían en el mismo piso. Ella era de Cabo Verde y él uruguayo. Cada vez que se encontraban hablaban del tiempo y sonreían, pero una noche Berenice les escuchó discutir, un soy yo la que paga las cuentas, mientras tú sigues aquí encerrado con tus sueños de escritor, y luego sólo supo que se habían separado y él había vuelto a Montevideo. Bajó los seis pisos en el ascensor, abrió la puerta del edificio y comenzó a caminar calle abajo por la Vía Augusta. El café Jamaica hacía esquina con Córcega. Sabía que aún 341

tenía tiempo para llegar caminando aquel 16 de junio de paro, de desempleo brutal, pero nunca triste de la España post boom de la construcción, post pluff de burbuja especuladora, post clash de liquidez bancaria y post chucuchucu del gobierno a los contribuyentes, y también la España-esperanza del Mundial de fútbol, de la Eurocopa y del Señor Patata (Mr. Potato) convertido en director técnico. Berenice vio un pequeño parque con bancos de madera donde dos abuelitos silenciosos miraban los carros pasar. También miró un cielo azulísimo contrastado en el verde oliva del Tibidabo. Respiró la humedad de la calle en verano. Paró su andar en el primer semáforo. Era el momento de los carros, los autobuses, los camiones pequeños, las motos, los taxis y las bicicletas. Berenice miró cómo a su lado empezaban a amontonarse los otros peatones. En el piso, justo en el paso de cebra, estaba escrita una advertencia: “1 de cada 3 muertos en accidentes de tránsito iba a pie”. Sabía que era una campaña formativa del Ayuntamiento de Barcelona. Sintió un amago de alivio que enseguida se le antojó picante. Se permitió sentir tristeza. Tenía razones muy parecidas a un despecho patrio. Como si de repente descubriera que bailar merengue en una boda era lo verdaderamente importante, aunque el matrimonio durara unos pocos meses o veinte años y un montón de cachos de parte y parte. Extrañó un buen vaso lleno de hielo y güisqui, extrañó besar a su abuela materna y hasta extrañó el miedo juvenil de ser descubierta mientras tenía su primera novia, una niña aún más tímida que ella pero que se sacudía como una auténtica diabla entre las sábanas mientras mantenía el secreto y hasta la vergüenza de ser llamada cachapera. 342

Una voz, que bien podía tratarse de su conciencia, le dijo a Berenice que ya no era posible volver atrás, que se olvidara de las conductas civilizadas, que en el centro de Caracas no serviría de nada escribir advertencias en los pasos de cebra y en los apartamentos de Caracas tampoco serviría de nada tratar de convencer a las abuelas maternas que una mujer tiene todo el derecho de ser cachapera. Berenice sonrió y se sintió en paz. Cruzó Travessera de Gracia y bajó por la calle Neptuno. Envidió la discreta vida de la calle, el poder de un café, la dignidad de unos churros con chocolate y la despreocupación de una mesa de ping-pong que esperaba la llegada del siguiente par de raquetas. Faltaban cinco minutos para las seis de la tarde. No sé cómo me recibirá Érika, pensó Berenice. Si me recetará una bofetada o me amarrará con una doble Nelson. Compró una caja de chicles y se metió dos pastillas al mismo tiempo. Necesitaba que su boca supiera a mentolado. Miró un grafiti, que más que grafiti era un inmenso mural en medio de una calle poco transitada. Tenía escrito las palabras frontera, igualdad, odio y tolerancia. Estaba pintado en rojo y negro, con algún toque de azul y distintas tonalidades de grises. Resaltaba el rostro de un niño africano, niño con ojos tristes y a punto de soltar las lágrimas. También resaltaba una balsa llena de inmigrantes que apostaban su suerte a las mareas y a un navegante con mínima experiencia. A todas luces los hombres de la balsa buscaban tocar algún punto de Algeciras o Canarias. Berenice lo miró con atención, pero no sintió nada. No sintió pena, ni fastidio, ni rabia. Después, en un arranque de culpa, les deseó suerte a los inmigrantes, les deseó que, al menos en el mural, llegaran a Algeciras o a las Canarias. 343

Al llegar a la Rambla Cataluña, Berenice vio salir un carro de lujo del estacionamiento de la Diputación de Barcelona. Atrás iba un hombre que creyó era José Montilla, pero no estaba segura. Pensó de nuevo en los pasajeros a bordo de la balsa, luchando con el sol, agarrados a la baranda que se movía con cada golpe de las olas. Quizás Montilla tuvo una reunión de manos atadas, reunión donde anunciaba recortes en los programas sociales. Cinco días sin probar bocado, dos días sin agua potable. Señores, tenemos que recortar el gasto. No más dinero para gastos suntuarios, menos recursos para los colectivos de gent gran, de inmigrantes y de minorías sexuales, un muerto que tuvieron que tirar por la borda, pido aplicar el máximo criterio de austeridad en esta época difícil, la oscuridad de una noche en el mar que dice: mañana todos estaremos muertos, por favor comuniquen esta resolución a todo el tejido asociativo de la Xarxa de Municipios. Berenice miró al punto de encuentro y aún Érika no llegaba. Sus manos empezaron a sudar. Hacía tiempo que no le sudaban las manos antes de ver a alguien. Creía haber superado todos sus miedos desde el día que reunió a su papá, a su mamá y a su abuela materna en torno a la mesa del comedor y les dijo que se iba de la casa, que tomaría un avión hasta Barcelona y ahí se instalaría a vivir y a estudiar un posgrado, y que además le gustaban las mujeres hasta para criar muchachos. “Pero hija, nosotros siempre supimos que ti te gustaban las mujeres”, fue la respuesta de su padre en aquel recuerdo que a Berenice ya empezaba a hacérsele lejano. Habían pasado tres minutos luego de las seis de la tarde. Érika nunca llega tarde a ningún lado, pensó Berenice, y enseguida sintió cómo la balsa volcaba en el 344

Atlántico en mitad de la noche, cómo los funcionarios de todas las áreas de la Xarxa levantaban sus teléfonos para llamar a las asociaciones de vecinos, a las oeneges de acogida al inmigrante, a las casas de retiro, a los colectivos de defensa de los derechos de lesbianas, gays, bisexuales y transgénero, para decirles que su lucha tendrá que seguir por otros caminos distintos, que desde la Diputació ya no podrían apoyarlos, al menos no por este año, y si todo va bien, tampoco el próximo. A las seis y cuatro Berenice vio a Érika caminar desprevenida hacia donde ella se encontraba. Quería decirle que había algo en ella que la volvía loca y no la dejaba ni siquiera ver en paz un partido de Copa Mundial, aunque el partido estuviese perdido y en la calle sonaran cornetas de tontos inútiles. Quería decirle que le gustaban esos cabellos que parecían una carne mechada, con ese par de teticas, chiquiticas, puntiagudas y propias, esas piernas más bien regordetas que a Berenice se le antojaban perfectas. Berenice quería disculparse por su conducta del otro día, en aquella fiesta de apartamento pequeño, por beber unos vinos de más, mezclar con cerveza caliente y un par de rones mal servidos, todo para darse un poco de valor y decirle a Érika que tenía unas ganas incontrolables de besarle el cuello, y besarle detrás de las rodillas, y el huesito que sale de la cadera por su lado derecho. Pero Berenice sabía que había un trecho largo entre lo que pensaba y lo que finalmente terminaba haciendo, como pasó aquella noche, noche en la que Érika parecía incómoda y algo desprotegida sin su caparazón de mujer de treinta y nueve años, divorciada y sin hijos, también en el paro, desesperada por un alguien que le mostrara un camino. Fue la noche en la que Berenice se sentó junto 345

a ella en el sofá verde de aquel apartamento de paredes blancas y rodapiés azules, y le dijo a Érika “me gusta Xavi”, y Érika preguntó “¿qué Xavi?”, y Berenice “el Xavi del Barça”, y Érika la miró como diciendo “¿y a mí que coño me importa?”, y luego Berenice apostó todo con un “tú también me gustas mucho”, y ahí sí la cara de Érika cambió de la indignación a la sorpresa, del me agarraste fuera de base, no lo esperaba, coño Berenice, cómo me dices eso chica, no sé qué decirte, pero no pasa nada, yo no te pido respuesta, sólo quería que lo supieras. Y punto. A las seis y cinco Érika se acercó a Berenice, la miró de frente y le estampó un beso que sonó a teléfonos sin responder en toda la Xarxa de Municipios, que sonó a Merenquetengue aquí para usted, pero que sobre todo se escuchó como un salvavidas golpeando el agua de un océano frío y oscuro.

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Cómo cae un poderoso Juan Carlos González Díaz

El mastimelo de El Raval nació en Cagayán

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uenos días damas y caballeros, mi nombre es Galwin Douglas Martínez. No estoy aquí montado en esta unidad de transporte para fastidiarlos un lunes por la mañana, cuando a todos nos pesa el ánimo, sino para pedirles que me regalen cinco minutos de su tiempo. Vengo a contarles cómo cae un poderoso. En efecto, voy a darles esa joya que suena a brisita fresca espantasueño y aligerameldía, pero antes aprovecharé la atención recién ganada para solicitarles una colaboración monetaria. Como ven, soy vendedor de mastimelos. –¿Mastimelos? –preguntó una señora que iba de pie, agarrada a la baranda. –Así es, mi doña. Los mastimelos son a cien, y que le vaya bien. Estos caramelos masticables fueron creados por el señor Antoni Portabella, aunque luego se corriera un rumor sin fundamento que aseguraba que la idea había sido de un libanés de Higüey.

–¡Dame dos y echa pa’ fuera! –exclamó la señora. Antoni Portabella nació en Barcelona. Se crió en un barrio llamado El Raval donde, según contaba, se pasaba demasiada necesidad. Creció junto a los gitanos de la zona, al lado de los andaluces, de los marroquíes, de los chinos y de los catalanes arrabaleros, que por aquella época eran muchos. Para asegurarse los tres golpes diarios, aprendió desde pequeño el oficio de panadero. Luego se especializó en la repostería, haciendo dulces para los ricos de Saint Gervasi, los únicos que podían pagarlos. Trabajaba en la cocina junto a un filipino llamado Celestino Apolinares. Celestino le contaba de la belleza tostada de las mujeres de su natal Cagayán, de sus viajes en barco, de cómo había llegado a Barcelona luego de años navegando por los puertos del mundo, y de cómo cansado de tanto bamboleo decidió echar raíces donde mejor le pareciera al mar. Celestino enseñó a Antoni cómo preparar el flan de su país, muy parecido al flan que se come en España y que nosotros conocemos como quesillo. –¿Y qué tiene que ver todo eso con este caramelito? –preguntó la señora que todavía se agarraba de la baranda. Déjeme y termino el cuento. El señor Portabella se hizo un experto en la preparación de dulces, pero la panadería no pudo mantenerse ni con la compra de los ricos. Eran tiempos muy jodidos como ya dije, así que el señor Portabella se vino a estas tierras a probar suerte con su maleta y un cuadernito lleno de recetas. Aquí en Matiguás trabajó en una panadería de la plaza Montero, donde unos abuelitos napolitanos hacían sacamuelas de regaliz. No le gustó el sabor del regaliz, pero sí su consistencia. Por pura unión de puntos, el señor Portabella 348

mezcló la consistencia del sacamuelas con el sabor del flan de Celestino. Y así nacieron los mastimelos. –Joven, pero qué historia tan amena. Aguante su felicitación que todavía me falta la parte de Higüey.

Ella quiere ser presidenta

Gabriela se gana la vida como camarera. Para ella no es difícil hacerlo. Sólo echa de menos las horas de sueño, esos momentos de cobija y de cinco minutos más, porque aunque servir tragos y regalar alegría en vasos de 50 cc es un trabajo bien pagado en Menorca, el esfuerzo demanda la mayor parte de sus huesos y articulaciones. Gabriela nació en la misma Menorca. Allí ha vivido siempre junto a su madre. A sus veintidós años sólo quiere estar cerca del mar, pero a los treinta quiere ser presidenta. Así se lo confesó al chico de cabello ensortijado y ojos color café que una noche entró en el bar. El chico se acercó a la barra y pidió una cerveza. –Dame una birra, por favor. Y Gabriela detectó su acento al instante. –Eres de Matiguás –dijo ella, en ese tono que pregunta y afirma al mismo tiempo. Él contestó que sí. –Yo quiero mucho a Matiguás –dijo Gabriela– aunque nunca he ido. Tengo familia que es de allá. Él le preguntó por qué nunca había ido. –Quizás no te va gustar que te lo responda –dijo ella–, pero tampoco tengo por qué ocultarlo. ¿Te suena el nombre de Nicanor Ovando Páez? –¿Nicanor Ovando Páez, el dictador-presidente? –preguntó él. 349

–Ese mismo. El flaco de nariz aguileña e impecable traje militar –respondió ella–. Era mi abuelo. –No mames –dijo el chico con la cerveza en la mano. –No mamo –dijo Gabriela. –Pero, ¿lo conociste? –Claro, y le acompañé en sus últimos años de vida. –Ahora su nieta sirve tragos en un bar –pensó él. –Yo sé que él hizo mucho daño, continuó Gabriela. Sé que jodió la vida de muchos. –Tu abuelo mandó a torturar gente… –Sí. –Mandó a desaparecer gente… –Probablemente. –Mandó a matar… –Seguramente lo hizo. Pero él sólo me trataba como su nieta. –¿Y nunca has querido conocer la tierra donde nacieron tus padres? –preguntó él, tratando de quitar el dedo de la llaga. –Mi papá no era matiguaseño. Es mamá la hija de mi abuelo Nicanor. –Es lo mismo. ¿Nunca has querido conocer Matiguás? –Claro. Iré algún día, cuando me lance a la presidencia.

Yo soy la muerte

“Yo soy la muerte”, así se presentó el señor Antoni Portabella cuando lo conocí en un puticlub de Villa Consuelo. Para esa época, y aunque apenas pasaba los cuarenta años, Portabella ya era un hombre arrugado y cansado, con cara de haber sido jodido muchas veces, pero también de haber jodido muchas veces, como esa noche de 350

morenas sentadas sobre sus piernas que le decían al oído “Papi, bríndame un trago”, o “¿cómo se llama tu amigo?”, o “mi vidita, yo me llamo como tú quieras que me llame”. Esa noche de morenas y camas desarregladas, de lenguas afuera y jadeos cortos, el señor Portabella me contó la historia del mastimelo. Entre güisqui y güisqui me dijo que su imperio de caramelos masticables se había ido pudriendo en el barranco de Higüey, donde hoy se siguen haciendo estos paqueticos que hoy traigo en la mano. –Este muchacho es un mentiroso –dijo el pasajero de bigote que iba sentado en el fondo del autobús. –Perdone caballero, pero si viene a prender su vela en este entierro para llamarme mentiroso, entonces se perderá la mejor parte de la historia.

Por qué Gabriela tiene posibilidades ciertas de alcanzar la Presidencia

–¿Lanzarte a la Presidencia? –Así mismo. Si vuelvo a Matiguás es para ser presidenta. –¿Presidenta como Violeta Chamorro? –Sí. –¿Como Margaret Thatcher? –No tanto como Margaret. –Bola. ¿No quieres tener hijos? –¿Qué tienen que ver los hijos con la Presidencia? –Yo tendría hijos contigo –pensó el chico del cabello ensortijado. Luego dijo–: Esta conversación merece un ron. –La casa invita el chupito –dijo Gabriela. –¿Cómo es eso que quieres ser presidenta? ¿O por qué presidenta y no otra cosa? 351

–Por la memoria de mi abuelito. –Espérate un momento. Primero, no fue tu abuelito, quien gobernó Matiguás. Fue Nicanor Ovando Páez, el jefe de los Escuadrones de la Muerte, el capataz de los matones –dijo el chico con voz a medio camino de la firmeza. –Lo sé, lo he pensado. Pero tengo un plan –dijo ella. –¿Un plan? ¿Cuál plan? –Pediré perdón por los pecados de mi abuelo. –¿Pedirás perdón? –Es justo y necesario. –¿Cómo harás para que los matiguaseños te escuchen? –Iré a la tele. ¿No te parece buena idea? –No sé si sabes de lo que hablas –dijo él como queriendo decir te estás volviendo loca. –Puede ser. Pero mamá siempre me dice que para que exista un tirano hace falta quien se deje tiranear. –Ahí sí estoy de acuerdo contigo. –Entonces yo también les voy a dar látigo a los que se dejen –dijo Gabriela–. Buen látigo. Pediré perdón por los pecados cometidos por mi abuelito, el general Nicanor Ovando Páez. Luego tocaré la puerta de las élites. Al principio me verán con desconfianza. Poco a poco comprobarán mi temple. Prometeré seguridad jurídica para las inversiones. Después iré a la calle. Allí pasaré tres años caminando de puerta en puerta, de barrio en barrio. Comeré muchos asopados y tomaré centenares de cafés negros, bien calientes. Abrazaré viejitas, cargaré recién nacidos y besaré niños sudorosos y llorones. Me pondré un vestidito de indiecita. Crearé un partido político que se llame Nuevo País Soberano. Ganaré un par de escaños 352

en el Congreso. Las élites verán mis avances y apoyarán con más dinero mis esfuerzos. Poco a poco me ganaré el cariño del pueblo. Mi cara empezará a aparecer en más vallas y más carteles. Conseguiré cada vez más minutos en la tele. Los líderes de los otros partidos me llamarán aparte: intentarán ofrecerme alianzas, y cuando me niegue, amenazarán con hundirme. Dirán que no tengo experiencia de gobierno. Dirán que soy la nieta del dictador más sanguinario que ha tenido Matiguás en su historia. Yo les recordaré a Zacarías Alvarado. También les recordaré sus vínculos con la Restauración Moral, con la Revolución Escarlata y con la larga transición de los Guardianes de las Costumbres. Llegará el año de las elecciones presidenciales, y esos mismos líderes que abandonaron a los centristas cuando la fuerza de los Guardianes de las Costumbres se hizo indetenible, esos que patearon el culo de los escarlatas, cantaron fraude y llamaron a la abstención para luego vestirse de leguleyos, de corderitos y de yo no fui me verán pasarles por encima y erigirme como favorita. Faltarán pocos meses, y trabajaré aún más duro. Besaré más recién nacidos, abrazaré más abuelitos, me dolerá la panza de tantos asopados. Convocaré a los mejores profesionales, los que se quedaron y los que se fueron. Les pediré que vean Minas Gerais y Nueva York; más Perú y más Panamá, Cuba y Aruba, y a Trinidad y Tobago que a Miami. Y que si pueden, vean a Filipinas y Japón. Sólo si pueden. Por ahí saldrá algún ahogado a dar patadas recordando que soy mujer, y que una mujer nunca ha sido presidenta de Mataguás, porque a Mataguás sólo la gobiernan los vivos y los militares. Ya será tarde. Ganaré con el cincuenta y cuatro por ciento de los votos. 353

Higüey es el depósito de los gusanos con hambre

Como muchos de ustedes podrán recordar, señoras y señores, los mastimelos fueron caramelos muy famosos durante muchos años. Y lo fueron porque el señor Portabella se partió el lomo hasta comprarse su primer galpón en la avenida Sánchez, pero también porque el señor Portabella supo estar donde se pica el queso, se cuecen las habas y se bate el cobre. Y no sólo estar, sino quedarse. Un hombre como él en un país como Matiguás hizo fama y fortuna rapidito porque era un vividor, pero también porque era blanquito y tenía acento extranjero. Las familias de las zonas altas lo detectaron y comenzaron a invitarlo a sus fiestas. El señor Portabella decía que sí, repartía zalamerías, recibía cariño y se metía a la audiencia en el bolsillo con sus historias de penurias españolas y abundancias matiguaseñas. Fue una de esas noches de fiesta cuando conoció a una muchacha que no pasaba de los veinte años, una muchacha que lo dejó babeando y que resultó ser la hija del general Nicanor Ovando Páez. Él la cortejó sabiendo quién era, ella se dejó cortejar, se enamoraron y convencieron al general para que los dejara celebrar su boda en el Salón Azul del Palacio Nacional. Para ese momento las puertas del señor Portabella se habían abierto de par de par. Su modesto negocio de caramelos ahora era una potente fábrica ubicada en Higüey, el eje industrial del país en ese entonces. Los contactos, los proveedores y los puntos de distribución se habían multiplicado como panes. Los mastimelos eran los caramelos más vendidos y con más propagandas en la televisión. El señor Portabella supo aprovechar sus influencias. ¿Ni que fuera pendejo, verdad? 354

El señor Portabella y su esposa tenían la vida por delante. Con todo el dinero, el poder y la aprobación del general, que mandaba con fiereza en cada rincón de Mataguás, la familia Portabella-Ovando Páez navegaba en los mares tranquilos de una extraña felicidad, culminada con la llegada al mundo de Gabriela, su primera hija, una niña sonreída que tenía la virtud de no llorar mientras las mujeres de los ministros del general se la pasaban de brazo en brazo. Pero pocos meses después del nacimiento de Gabriela comenzaron los problemas para el general, mientras el señor Portabella intuía que su suegro no duraría en el poder mucho más. Llamó a algunos amigos que no eran tan amigos del general. Comenzó a filtrar información para varios grupos políticos que vivían en la clandestinidad y que le habían prometido conservar sus privilegios en la venidera (aunque ellos dijeron inminente) transición. Luego supo que tres militares querían dar un golpe de Estado. Después supo que esos mismos militares habían fallado. Fue testigo de todo un mes de protestas y de un paro general, hasta que una tarde le dijo a su esposa: “Mi amor, es mejor que hagas la maleta. A tú papá lo van a tumbar”. Cuando en la madrugada siguiente lo invitaron al aeropuerto para subirse en el Indestructible, el avión del general, el señor Portabella dijo que él no iba para ningún lado. Dijo: “Yo me voy a quedar”. El señor Portabella me contó que al oírlo su esposa lo miró con ojos que decían pero qué coño te pasa, y luego con ojos de traidor, y luego con ojos de no me vas a ver nunca más, ni a tu hija tampoco. Le dio la espalda y comenzó a subir las escaleras hacia el Indestructible con su papá y el resto de la familia. También iba un edecán y el piloto del avión, y a pesar de 355

los ruegos a pie de pista de algunos personajes grises que nunca tuvieron un plan B a la mano, el general no permitió que se subiera nadie más. Antoni Portabella se quedó parado junto a los grises viendo como despegaba el Indestructible. No tuvo miedo, o no tuvo tanto miedo como los grises, porque ya sabía que a él no lo iban a tocar. Y no lo tocaron. Siguió haciendo mastimelos en Higüey hasta el día de su muerte, veintiséis años más tarde.

En qué momento tuvimos miedo de los grises

–Imagino que todo comenzó el día que dejó de mirar a los ojos de la gente –dijo ella–. Quizá abuelito se sintió solo y se cagó, ¿no es así como decís vosotros? –preguntó Gabriela. –Si quieres ser presidenta de Matiguás no puedes hablar así –dijo el joven de cabello rizado mientras le mostraba una media sonrisa. –¿Cómo así? –interrogó Gabriela. –No puedes aspirar a la Presidencia si hablas con el decís y el vosotros. –Tienes razón –respondió ella. –¿Y alguna vez viste de nuevo a tu papá? –Mi madre no lo permitió. Nunca más volví a verlo. Pero muchas veces soñé con él. Era un sueño recurrente donde los dos nadábamos en la piscina de un lujoso hotel. Hacíamos competencia para ver quién aguantaba más tiempo bajo el agua. Allí abajo abríamos los ojos a pesar del cloro y la picazón, y mi padre me veía, se quedaba viéndome largo rato. –Ya. ¿Pero nunca intentaste buscarlo? 356

–No. Fue un hijo de puta. Prefirió dejar a mi mamá al pie del avión por sus caramelos de mierda. –Quizás tuvo miedo –dijo él. –¡Y mis cojones! –gritó ella– -. ¡Claro que tuvo miedo! Miedo de dejar su vida acomodada, al lado de los chupamedias que se enamoraron de su dinero. Mi mamá siempre me ha dicho que Matiguás está repleta de aduladores vestidos con pantalones grises, americanas grises, corbatas grises, párpados grises y dientes grises. Los grises jodieron a Matiguás. –Yo creo que Matiguás se jodió el día que dejamos de tomar cerveza fuerte –replicó él. Gabriela rió, no esperaba la ocurrencia. Pero él hablaba en serio–: Matiguás se jodió el día que algún director de marketing decidió que al matiguaseño le gustaba la cerveza ligera. Entonces todos los miedos y fracasos que la gente ahogaba en cervecita fuerte y bien fría dieron paso no al ron, que es vehemencia, alegría y dolor de huesos al día siguiente, sino al whisky, que es una vaina carísima, o el aguardiente, que tiene 80% grados de alcohol para destruir hígados, familias y el bolsillo de una sola vez. –Seguro ese director de marketing va de gris a todas partes.

Al final, cronología de la caída de un poderoso

Bueno, señoras y señores, antes de abandonar esta unidad de transporte y dirigirme a la siguiente, lo prometido es deuda, compartiré con ustedes la secuencia de cómo cae un poderoso. No sé cual es el extraño mecanismo que nos atrapa cuando tenemos poder. El señor Portabella creía que el poder es una “energía vital que te permite lograr 357

cosas que nunca habías imaginado”. Así lo dijo hasta el día que murió haciendo mastimelos, con 49 años entre pecho y espalda. El señor Portabella nunca tuvo el valor suficiente para ir a buscar a su hija, y así se le fue la vida, entregado al gusto amargo de los puticlubs y confinado por la competencia al barranco maloliente de Higüey, donde la fábrica no pagaba impuestos y los empleados no tenían sindicato. Pero a pesar de eso, el señor Portabella tenía todo previsto. Al día siguiente del entierro, su abogado me llamó para decirme que había dejado un paquete para mí. Cuando fui a buscarlo, descubrí que dentro del paquete había un cofrecito de madera con 15 mil dólares y un cuaderno lleno de anotaciones. La primera página decía: “No sé que harás con tu vida y esta platica que te estoy dejando. Ese es tu problema. Pero lo único que te pido es que, cada vez que puedas, subas a cualquier autobús con una caja de mastimelos bajo el brazo y cuentes cómo cae un poderoso”. Damas y caballeros, en honor a la verdad les diré que ya me parrandeé esos 15 mil dólares, y que lo único que queda después de esa resaca es la cartica del señor Portabella, que ahora cito para ustedes, que han sido tan pacientes de escucharme hasta aquí, sólo por la curiosidad de saber cómo coño cae un poderoso: “Un poderoso no cae por sí mismo. Lo primero es soñar con el poder, querer el poder. Luego, escoger entre poder para el cambio y poder por el poder. Si se elige poder para el cambio, el aspirante a poderoso debería pensar en el cambio antes que en el poder. Si eso puede dejarse para después, entonces el aspirante a poderoso deberá admitir 358

que en realidad se quiere poder por el poder. Llegar al poder no es tan difícil, pero tiene que ver con el tipo de poder que se elija. Una vez conseguido esto, revise su aspecto exterior, muy pocos toman en serio a los mendigos. Al menos no para emprender proyectos que signifiquen compromiso. Y el poder requiere compromiso, mucho sufrimiento, soledad y fantasmas que todo el tiempo te susurran al oído: ‘Tú también eres loco y mendigo’. Cuando mejore su aspecto exterior, practique su expresión oral y su poder de convencimiento. Esto sólo se logra si se tiene muy claro el tipo de poder que quiere hacer suyo, porque el poder de convencimiento no es sino la traducción real de su propio deseo de ser poderoso. Luego, cuídese de los grises, ellos serán su ruina segura. Al principio, no creerán en usted porque los grises son escépticos por naturaleza. Pero luego verán en usted, y sobre todo en el poder que sueña alcanzar, la mejor manera de garantizarse el pan que nunca supieron hornear. Para entendernos: los grises no tienen sueños sino ambiciones, ansias de acumulación y derroche. Son peligrosísimos. Nunca se miraron en el espejo. Están desesperados. Viven, caminan y respiran desesperados. Esa desesperación será usada en contra del poderoso, porque cuando las cosas vayan bien, mientras todo sea dinero y popularidad lo alabarán, dirán que su proyecto o idea no tiene competidor, mientras en la sombra le chupan toda la sangre posible. Como dije, ser poderoso es una suma de sufrimientos. Al final, el poderoso perderá la noción de sus propias debilidades, cometerá errores que sólo podrán explicarse 359

por su arrogancia y su deseo de mantener el poder, huirá hacia adelante, encontrará enemigos donde antes habían incondicionales, les acusará de vendidos y traidores. Intentará, en un último esfuerzo, recuperar el amor perdido de sus seguidores, pero al darse cuenta de que ya es tarde y de que pocos siguen queriéndole en el poder, acabarán con lo que quede con la excusa de los servicios prestados a la patria, o al partido, o al pueblo, porque su contribución ha sido decisiva y porque de algo hay que vivir en esta vida. Su salida del poder será celebrada en las calles con bombos y cohetes, alcohol y risas, disparos al aire y un muerto que habrá caído por pendejo. El nuevo poderoso prometerá cambios, prometerá hacer las cosas de forma diferente, y así será por un tiempo, mientras el poderoso se acomoda en su puesto y los grises vuelven a salir de sus cuevas, confiados en volver a comer seguro y caliente”. Damas y caballeros, muchas gracias por su atención, y que pasen un feliz día.

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Sin título, 2010 Martha Durán A Félix Suazo

El arte es trascendente porque es vía de penetración hacia lo irrevelado Alejandro Otero

La cama para mí es la arena fundamental donde ocurren los eventos más importantes del ser humano. También es el espacio del sueño. Yo pienso los objetos como prótesis, como extensiones del cuerpo humano, y la cama es la más cercana. Javier Téllez

D

esde la parte alta de su litera, cerca, muy cerca del techo, podía ver cómo se iba engordando poco a poco el globo de agua que, finalmente, terminaba de caer sobre su hombro derecho. El de abajo, los de abajo, se habían acostumbrado a quedarse dormidos mirando las pequeñas palabras que estaban pegadas en la pared de toda la sala. Tenían apenas un par de días viviendo ahí, compartiendo con otros el mismo espacio que era ajeno para todos ellos. Germild no dormía casi nada durante la noche gracias a esa pequeña gotera que había justo arriba de su cama. Había cambiado varias veces de posición, pero las gotas, las diminutas gotas, molestaban más en sus pies que en su hombro o pecho. Tampoco podía arroparse entera, pues el calor era insoportable, era como una suerte de vapor encerrado –como el que salía de la olla cuando hacía un hervido– en la pequeña sala. Casi todos los de arriba se

reconocían insomnes gracias al techo que desprendía gotas por todos lados. Tanto huirle a la lluvia para terminar durmiendo con el agua encima, con la necia sensación casi cronometrada de una gota tras otra, cayendo como si contaran el tiempo, demostrando su irritante debilidad de no poder sostenerse del techo como sí lo hacen las telarañas. Algunos ya se conocían antes de llegar ahí, otros venían de lugares diferentes, pero todos tenían en sus rostros la tristeza del que ha dejado su casa, la angustia del quién sabe dónde quedó el reloj de papá, se perdieron completicos cuatro kilos de harina, no me dio tiempo de traer más ropa, y cientos de preocupaciones que iban recordando a medida que pasaban los días. Porque eso era lo único que hacía la mayoría de ellos, recordar, hablar, comentar sus pequeñas tragedias y compartir la mayor de sus miserias: la lluvia que todo lo borra, que todo lo daña, que lo sumerge todo dejando a la vista sólo la mitad superior de lo que hay, techos de casas, edificios sin plantas bajas ni primeros pisos, árboles de troncos cortos, desproporcionados, y los pasos de ellos borrados del cemento ahora cubierto de agua. Germild había escogido –como muchos de ellos– la parte alta de la litera para no sentirse encerrada, pero aquellas benditas goteras y el llanto de uno que otro niño, hacía que sus noches fueran muy parecidas a lo que puede ser la eternidad. No sabía cuánto podía extrañar ese pequeño rectángulo que era su cuarto, pero que era sólo suyo. Durante el día procuraban mantenerse ocupados mientras esperaban el cumplimiento de la promesa, mientras llegaba la casa nueva, el apartamento, o simplemente 362

la reubicación en otro lugar donde cada familia pudiera tener más privacidad. Se mantenían ocupados jugando dominó, cartas, haciendo comida de fácil preparación, pues no tenían un lugar ni los utensilios necesarios para cocinar mayor cosa. Aunque compartieran el mismo espacio, al principio sólo mantenían contacto entre sí los grupos formados por familias enteras, parejas todavía sin hijos, y uno que otro solitario que siempre disfrutó de la soledad, como el señor Efraín, que ahora, renegaba por todos lados lanzando maldiciones y mandando a callar a todo el que hablara, aunque nadie le prestara la más mínima atención. Era como si una delgada pared los separara, como si esos pequeños territorios hubieran sido divididos por una suerte de plásticos transparentes que dejaban ver las sombras de los demás, dejando pasar también sus voces, sus conversaciones susurradas o una que otra pelea entre parejas o padres e hijos. Pero, poco a poco, cada grupo fue necesitando algo del otro, una almohada de más, una pastilla para el dolor de cabeza, una sábana para un bebé, y tantas otras cosas que sólo la carencia extrema es capaz de pedir a otra carencia. Germild tenía sólo 15 años; su hermana mayor, Yoelmi, había tomado la parte de abajo de la litera. Yoelmi salía temprano todos los días a trabajar en casa de los Sánchez, era de las pocas que tenía un trabajo, mientras que su hermana se quedaba por ahí sin hacer nada, pues había dejado la escuela hacía tiempo. Se había hecho amiga de los de las literas más cercanas, sobre todo de Santos, un muchacho de unos 20 años que trabajaba en un puesto de llamadas a una cuadra de donde estaban. Santos se escabullía en las 363

tardes para ir a hablar con Germild o jugar cartas con ella y con la señora Zulay, hasta que llegaba su padre y lo sacaba casi a empujones de ahí para que volviera a su trabajo. El padre de Santos era de aquellos que iban todos los días a entregar cartas al Ministerio, de los que protestaban por la casa que les habían prometido, por las goteras en el techo, por el calor, por la poca ayuda que recibían, y por tantas otras cosas que casi podían elegir un tema nuevo de protesta para cada día. Los demás se quedaban simplemente esperando a que uno de esos días fuera diferente a los de los dos meses que llevaban ahí, y a que un día Raúl, el padre de Santos, llegara con los otros trayendo una buena noticia. Pero nada ocurría, ni siquiera podían estar seguros de que el ministro revisaría las cartas que ellos enviaban. “Igual tenemos que seguir yendo todos los días, aunque sea por fastidio nos tendrán que parar alguna vez”, decía Raúl a todos mientras veía sus ojos incrédulos. “Hay que tener fe, hay que seguir esperando a ver qué pasa”, decía la señora Zulay para apoyar a Raúl y darle –darse– una esperanza por más lejana que fuera. La convivencia, aunque transitoria, ya había tomado matices de rutina. Los muros ficticios que dividían los grupos de literas se iban desvaneciendo cada vez más, y también, poco a poco, las cosas dejaban de tener dueño para pertenecer a todos. Lo primero que hizo que esa pared invisible comenzara a disolverse fue el escape de un pensamiento de Germild, que salió de su boca en voz alta casi sin darse cuenta: “¡Dios mío! Prefiero un palo de agua a esta bendita gotera; ya me está haciendo un hueco en el hombro”. Todos rieron un largo rato, sobre todo los de arriba. “A mí me está haciendo un hueco en la rodilla”, dijo otra voz entre esa semioscuridad en que 364

estaban cuando se acostaban a dormir. “¿Y los de abajo? Bien, gracias”, salió otra voz. Todos seguían riendo. “¿Los de abajo? A nosotros nos toca dormir con estos papelitos pegados en la pared con palabras raras, quién sabe qué significan”, soltó una voz en defensa de los de abajo. “Sí, sí. A mí me tocó una que no sé ni cómo se pronuncia: pi-si-cho-ro-mie”, dijo Santos participando en ese juego a media luz. Todos rieron como hacía tiempo no lo hacían. “¿Y qué me dices de esta?: jer-trud Goldsss-chii- mit, ¿Ah? Te gané, ¿no?”, expresó una voz gruesa, áspera. “Debe ser un nombre, por lo menos la primera. Yo me llamo Germild porque mi papá se llamaba Gerardo y mi mamá Mildred. Y Yoelmi se llama así porque su papá se llama Yoel, ¿verdad Yoelmi?”, comentó Germild queriendo entrar en el juego. Las voces comenzaron a surgir una tras otra entre risas, burlas, incluso desde literas más lejanas, donde no se distinguían sino los tonos graves, chillones o roncos entre la débil oscuridad de la sala. –¡Dígame ésta! Y que “re-ti-cu-la-rea”. –¿Reti qué? –Pues habrá que ir a decirle al ministro que se meta la re-ti-cu-la-rea esa por donde le parezca, a ver si así nos da las casas. –¿Y este “muro óptico”? No joda, lo que necesitamos son muros de verdad señor Soto, como dice aquí. –¿Será que esa pared tuya es de ese señor Soto? –Ya quisiera yo tener aunque sea una pared como ese tal Soto. –¡En mi pared también dice “Jesús Soto”!, pero también dice “ser-kles ro-u-jes”. –¡Ahora sí, pues! Vinimos entonces a aprender francés, o alemán, o no sé qué idioma es ese. 365

Todos reían y comentaban, se burlaban también de sus propios nombres, de sus voces, del almuerzo del día, del guardia del Ministerio que ya los saludaba como si fuesen todos los días a trabajar ahí y no a exigir lo que les habían prometido. Habían decidido –como si fuese una reunión de condominio– que los que iban al Ministerio todos los días o los pocos que trabajaban temprano, dormirían en las camas de abajo para no despertar a los demás al intentar bajar de las literas. Así que Germild se quedó en la cama de arriba un poco triste, quizá por la gotera, quizá también porque en su pared no había uno de esos papelitos con palabras extrañas, sintiéndose un poco excluida del juego nocturno de intentar pronunciarlas, de inventar unas nuevas a partir de ellas, o de adjudicarles significados que se pareciesen a la palabra, haciendo conjeturas sólo por la manera en que estas sonaban. Santos era uno de los de abajo, así que a veces –cuando se escapaba del trabajo– Germild y él se sentaban en su cama y trataban de pronunciar lo que decía su papelito en la pared. “Ad-di-ti-on-cho-ro-ma-ti-ke”, decía ella mientras reía al mismo tiempo. “¿Qué crees que signifique?”, preguntaba Santos para quedarse más tiempo con ella, y no tanto por verdadero interés en el significado de las palabras. “No sé, no me suena a nada”, respondía ella un poco ruborizada, advirtiendo en Santos una mirada diferente, como si quisiera acercársele, como si quisiera darle un beso. Ella, nerviosa, salía corriendo a otra cama para leer los demás papelitos y evitar la mirada cercana de Santos. Él la seguía de litera en litera. “¿Por qué llegas tan tarde en las noches? ¿Qué es lo que haces tan tarde?”, preguntó ella con un tono serio y un poco inquietante. “Nada, salgo con mis panas”, respondió despreocupado. 366

Ella se quedó un rato mirando el suelo, pensando en la tonta excusa de él, hasta que se atrevió a preguntar: “¿Y para qué tienes la pistola?”, él sonrió como si una niña le hubiera preguntado por cómo llegan los bebés. Calló un rato, se levantó de un salto de la cama y dijo haciendo un guiño: “Para cuidarte a ti princesa, para cuidarte”, y se fue rápido antes de que llegara su padre a reclamarle su falta en el centro de llamadas. La señora Zulay había conseguido que le prestaran una cocina a dos casas de ahí para poder hacer pastelitos y empanadas, entre todos ponían dinero para que las primeras que hiciera se las diera de desayuno a los que iban al Ministerio, las demás las vendía en una esquina a cuatro cuadras de la sala. Germild la ayudaba a venderlas en la mañana para no quedarse haciendo nada, y luego se veía en las tardes con Santos un rato en la sala o en la plaza que quedaba cerca de ahí. La sobrina de la señora Zulay estaba embarazada cuando se mudaron a ese sitio, y ahora todos la cuidaban como si formara parte de la familia. Cuando finalmente le tocó dar a luz todos se fueron con ella al hospital, todos menos los que tenían que estar en el Ministerio, pues no podían dejar de ir, no podían faltar, aunque en el fondo ya ninguno recordara la razón que los hacía ir a allá todos los días. Simplemente se les había olvidado, pero tenían que ir. “Ustedes váyanse tranquilos al Ministerio, que no pueden faltar, recuerden que todavía estamos esperando”, les dijo la señora Zulay cuando estos quisieron acompañarla al hospital. Unos fueron al hospital, los otros al Ministerio, mientras que el señor Efraín dormía –por primera vez– plácidamente en la parte alta de su litera celebrando la ausencia de casi todos los que ocupaban esa sala. Germild se quedó cuidando a la bebé 367

de Nidia y a Mateo, un niño de cinco años que Zulay había asumido como suyo, desde que su vecina se lo dejó cuando aún era un bebé sin haber regresado nunca más. Se estaban tardando mucho, no llegaban los del hospital ni los del Ministerio, y Santos tampoco había ido esa tarde. Las horas pasaban hasta que se hizo de noche y ella intentaba dormir al bebé, pero este lloraba sin parar y Mateo no se quedaba quieto en ningún lugar. Decía que quería ir al hospital a ver a su mamá, ella le explicaba que Zulay estaba muy ocupada allá y que ya era muy tarde para ir, que igual no lo iban a dejar entrar. Así que luego de un rato Mateo ya se había dormido y la bebé ya estaba acostada en la litera de Zulay. Germild esperaba en la cama de su hermana la llegada de alguno, suponía que –como otras noches– Yoelmi se quedaría a dormir en casa de los Sánchez, así que sabía que no tenía que preocuparse por ella. En esa tranquilidad, donde sólo se escuchaban los ronquidos del señor Efraín, se sentía como si de nuevo estuviera en su cuarto, recordando con nostalgia un par de zapatos casi nuevos que ahora debían estar enterrados en el barro, recordando sus afiches pegados en la pared, el olor a hervido de gallina que tanto le gustaba, las fotos de su madre por toda la casa, mientras –entre uno y otro recuerdo– entrecerraba los ojos a punto de quedarse dormida, luego los abría sobresaltada para mirar a la bebé y a Mateo acostados en su camas. De nuevo despertó angustiada, pero esta vez era por el cuerpo que estaba encima de ella, por el olor a ron que le soplaba la cara. Santos le hizo un gesto de que se callara poniéndose el dedo índice sobre sus labios, mientras ella advertía los ojos enrojecidos, inyectados de rojo, que la miraban de una manera diferente esta vez. Ella intentó 368

quitárselo de encima, tumbarlo de la cama, soltarse de él y salir corriendo, pero ¿a dónde podía ir? “¡Estás borracho!”, le dijo mientras forcejeaban. Él le tapó la boca, sacó su arma del bolsillo enseñándosela antes de ponerla en el suelo. Ahí se dio cuenta de que no había nada que pudiera hacer, y que, además, no quería despertar a los niños. Prefirió entonces no mirar el rostro de Santos, no verlo a los ojos, pues esos que veía no eran los de él, ahora eran otros, unos ojos desconocidos, bruscos. Volteó su cara hacia la pared, intentó distraerse mirando los papelitos, viendo cada una de las letras, leyendo en su mente in-cli-né ble-u-et no-ir, reconociendo únicamente la primera palabra: “inclinar, inclinarse, inclinada”, pensaba para olvidarse de lo que estaba pasando, y entonces se sintió inclinada, esquinada, torcida al antojo de Santos. Tampoco quería pensar en eso que la palabra la forzaba a sentir, y entonces volteó la mirada hacia su mano que apretaba con fuerza la barra de metal de litera. No quiere escuchar sus jadeos, los de Santos. No quiere ver tampoco su sudor, ni sentirlo sobre su cuerpo, pero una gota de él –otra gota más, una terrible gota– cae y rueda sobre su pecho. Él se mueve violentamente de arriba abajo, como un columpio. La cama chilla, el óxido se escucha, habla, grita lo que ella no puede. Le agarra la cara y la obliga a mirarlo, se ríe torcido, con la boca inclinada, es más una mueca, un rostro contorsionado que está entre la risa y el placer. Ella sin querer se mueve con él, repite exactamente sus movimientos. Se odia por permitirlo, por no haberlo evitado, por permitírselo aunque fuese por miedo, por resignación, o por no despertar a los niños. Se niega a sentir placer, pero lo siente. Se odia por sentir placer. 369

Se limpia las lágrimas con la otra mano que permanece libre, medianamente libre. Cuenta mentalmente los segundos para evadir el momento, en diez vuelve a empezar pues se ha perdido, no puede pasar de diez. Cuenta de nuevo, uno, dos, tres… deja de hacerlo, pues parece que contara el ritmo de los movimientos de Santos. Ella no habla, no grita, pero sigue luchando, sigue intentando quitárselo de encima. Efraín escuchaba todo desde arriba, se asomaba un par de veces para verificar lo que pasaba, lo que sabía que pasaba. Escuchaba en silencio, sin moverse mucho para no hacer ruido, apretando los dientes para aguantar la rabia, la impotencia, la cobardía de no hacer nada. Estar arriba tiene sus beneficios, le otorga cierta invisibilidad, lo hace menos cómplice, menos culpable de indiferencia, pues perfectamente pudo haber estado dormido mientras lo de abajo ocurría sin advertir su presencia. Pero no lo estaba, y escuchaba todo con la ira del que nada puede hacer, del que sabe cómo se manejan las cosas en su barrio o en esa sala, que a fin de cuentas parecían ser la misma cosa. Desde arriba, Efraín rogaba que llegaran todos, o por lo menos alguien más para que todo terminara. De repente, un estruendo hizo que Efraín se sentara de golpe por el sobresalto, miró hacia abajo y vio a Mateo con una pistola en la mano. Abajo, Santos se tapaba el hombro cubierto de sangre, el hombro donde había ido a parar la bala que Mateo había disparado, la bala de la pistola del mismo Santos, aquella que había dejado en el suelo. Germild advirtió de inmediato la mirada nueva de Mateo, una mirada que nunca antes le había visto, una mirada fría, impávida, la que suelen tener los hombres que usan pistola. Esa mi370

rada la dejó inmóvil, aterrada, mucho más sacudida que lo que había pasado. Santos se levantó de la cama quejándose, con el hombro chorreado de rojo, miró fijamente a Mateo, extendió la mano para que le devolviera la pistola. Mateo lo miró con rabia, sin miedo, y le entregó la pistola. “Empezaste muy joven carajito –dijo Santos con voz despreocupada– pero empezaste”. Guardó su pistola entre el pantalón y salió rápidamente de la sala. Sabía que igual tendría que verlo todos los días, que él iba a seguir ahí y que ella tendría que soportarlo sin contarle a nadie lo ocurrido. Sabía también que nadie preguntaría por el vendaje en el hombro, pues todos tenían la certeza de que en cualquier momento una bala tendría que ir a parar a algún lugar de su cuerpo. Además, la llegada de una nueva bebé a la sala los tenía a todos distraídos, desatentos a lo que ocurría a su alrededor. Nadie había notado el cambio, la distancia entre Santos y Germild. Él no volvió a acercársele, y ella lo evitaba siempre. Pero ahí tenían que seguir, ahí tenían que estar mientras esperaban en la sala de un museo que ya no era refugio, que ya había dejado de ser transitorio; un sitio donde a todos se les había olvidado qué era lo que estaban esperando. ¿Qué otra cosa aguardaban, aparte de ese niño que crecía en la barriga de Germild?, ese niño cuyo padre era desconocido para todos menos para Efraín, ese niño que aceptaron sin preguntas, sin explicaciones. ¿Qué era lo que esperaban? “No sé –decía la señora Zulay–, pero igual desayunen rápido, pues van a llegar tarde al Ministerio”.

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ÍNDICE

Prólogo...........................................................................7 Héctor Torres V Edición - 2011 Veredicto........................................................................13 Sudestada......................................................................17 Gabriel Payares Los discos de mi padre..................................................41 John Manuel Silva Los muchachos Karamazov......................................... 61 Carolina Lozada Cosas que nunca hice.................................................. 85 Daniel Fermín El asesino del Metro....................................................97 Carlos Patiño El ciudadano del Valley Car.............................................. 103 Mario Morenza

Final de telenovela..................................................... 169 Arturo Serrano Álvarez

La visión de los lobos..................................................319 Enza García Arreaza

Guisantes y gasolina ...................................................183 María Dayana Fraile

Érika y Berenice......................................................... 339 Katy Civolani

La tienda de muñecos................................................ 205 Jorge Gómez Jiménez

Cómo cae un poderoso.............................................. 347 Juan Carlos González Díaz

Pájaros......................................................................... 215 Ricardo Ramírez Requena

Vi Edición - 2012 Veredicto..................................................................... 237 Evocación y elogio de Federico Alvarado Muñoz, a tres años de su muerte.............................................. 241 María Dayana Fraile Mondadientes.............................................................261 Delia Mariana Arismendi A medio camino......................................................... 277 Miguel Hidalgo Prince Las propiedades curativas del fuego................................... 289 Dacio René Medrano Arreaza Hacia una metodología del desecho.......................... 305 Nora Edén Mora

Sin título, 2010............................................................361 Martha Durán

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