Sabino el Abarca 19º Cuando se encuentra con los suyos

Sabino el Abarca 19º Cuando se encuentra con los suyos.... Sabino Recuenco Matilla, olvidadizo de ser el Abarca, bajó del camión como quien se cae.

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Sabino el Abarca

19º Cuando se encuentra con los suyos....

Sabino Recuenco Matilla, olvidadizo de ser el Abarca, bajó del camión como quien se cae. El tiempo del viaje, la conversación mantenida con Dalmacio que más se esforzó en parecer profesor y enseñante que amigable compañero de antiguas correrías, le habían aturdido y le habían enrarecido la intención. La doctrina actual de Dalmacio no coincidía con la que durante toda la vida le puso en solfa. Ahora, con sus maletas y bolsas quedaba en la acera ante las puertas, aunque no sabía si también serían las puertas de la ciudad, porque le parecía una indiscreción haber entrado de rondón, aunque lo hubiera hecho de mano de un ciudadano. —Andar y ver —se decía mirando a todas partes. Persiguiendo al vehículo del que había descendido y del que aún conservaba la postura del asiento, encorvado su cuerpo y torcidas sus piernas, con los pies asustados porque los dedos no acababan de posarse en el zapato a causa de un hormiguillo como si no pudieran soportarlo. Intentaba moverse dando pasos hacia adelante y hacia atrás sin cambiar de lugar. Dentro del triángulo en que se encontraba, con una maleta por lado y sobre ellas algún paquete de cartón atado con cuerdas. Controlaba la de más enjundia porque cada cual sabe lo que porta en los distintos bultos y así los contempla y vigila. —Como los emigrantes —le comentó Dalmacio en un momento del viaje—, y te lo digo yo que lo sufrí, que escondíamos en las maletas la casa entera para que no faltara nada en los lugares adonde acudíamos. —No exageres —reconvino Sabino—, que en tu caso no fue para tanto. Apenas si levantó la mano para decir adiós al camión que se perdía en la longitud de la calle, escondiéndose entre otros coches, confundiéndose con los luminosos de posición, de frenos y de intermitencias. El poco rato que permaneció de pie bajo la iluminación de una farola, sobre la acera con los bultos de pedestal, o como tiesto en maceta triangular, miraba los colores de las casas de ladrillo con ribetes de cemento gris, y los balcones y ventanas que llegaban a la altura de los cielos porque todos quedaban en la penumbra, por encima de las farolas que le deslumbraban. Ni luna ni estrellas, una atmósfera confusa donde las viviendas pierden

la identidad porque se esconden en las sombras, confundiéndose con los cielos en tenues reflejos grises y azulones. Mueve las manos como adivinándolas, porque han cambiado de color, ya no son morenas, son casi albinas, reblanquean como las luces de los escaparates. Los que se mueven a su alrededor, yendo y viniendo, visten de fiesta aunque producen sombras extrañas, como si las lunas se encontraran encima y les proyectara contra el suelo. Los ve llegar con la sombra a la espalda, acercarse y pasar llevándose la sombra por delante. A él se le escapa la mano en un susurro como un saludo que no alcanza a tener sonido ni efecto... todos le miran y siguen, prescinden, aunque sientan una ambigua llamada de atención. Por fin se mantiene sin dificultad, ya se le han pasado los entumecimientos de las piernas, ya las mueve con soltura, como los corderos cuando nacen que tardan un rato en adquirir el equilibrio y mantenerse sin caerse; piensa, palpándose las rodillas como si las afianzase. Se coloca la chaqueta y se estira los bajos como queriendo eliminar las arrugas del viaje, se abrocha los botones, y ve en el suelo su sombra aplastada a sus pies, y a las maletas también con sombra casi invisible. —Han bajado la luna a la altura de nuestras cabezas, y no necesita horizontes —cae en la cuenta que se ha apoyado en la farola para recuperar la postura incómoda que le dejó el asiento del camión—. La pantalla de la lámpara hace sombrilla hacia abajo, y yo estoy a sus pies. De recién llegado y, ya, estrenando iluminación —sonríe—. No me dan opción ni decisión ni intención porque no me orientan. No tienen estrellas ni cielo. Bien iluminado, al pie de la farola, como nacido al sol de la ciudad... Ve a los coches venir con los faros encendidos y se imagina a él mismo con el candil por las calles del pueblo... Pero las luminarias allí son insuficientes, recuenta las cinco que existen a lo largo de las esquinas y de las calles... Pasan raudos y se llevan sus luces aunque se iluminan por detrás en rojo. Llegan otros y otros y otros... todos con luces, aunque haya farolas encendidas y escaparates con luces que hacen vibrar las manos, ellos no se privan. —Qué derroche de iluminación, no saben ahorrar. Cuando se agacha a recoger sus propiedades, nota que no le caben en las manos todas a la vez, y mira a quienes pasan como si entre ellos hubiera alguien que le echara una mano, pero cada cual va a lo suyo y nadie aparenta disponibilidad. No se puede pedir a nadie que por favor... A lo mejor él no viste adecuadamente y vuelve a golpearse los fondos del pantalón por si alguna suciedad, se ajusta la corbata de colores rojos y azules y se le escapan las manos como quien quiere arremangarse para favorecer la actividad. Hace dos viajes, intermitentes para evitar tropiezos con los viandantes y así arrima los bultos a la puerta. Acerca la vista a la placa de los timbres y busca, corre el dedo por los pulsadores de la derecha buscando el tres, tercer piso, letra A, no, ésta es la B, salta a la izquierda, pulsador A. —Éste es —presiona con suavidad y espera a que contesten como le ha recordado Dalmacio. “Tú aprietas en el botón y te contestarán preguntando quién eres, entonces les contestas que eres tú y te abrirán la puerta del portal”. “Todo eso ya lo sé”, le respondía Sabino, “no es la primera vez que vengo”. “Sí, pero esta vez no es como las otras le repetía Dalmacio”...

Y Sabino esperaba y esperaba. Miraba a los transeúntes con ojos inseguros, qué pensarán, que llevo ya un rato en la puerta y no me abren, igual se creen que no sé adónde voy. Se creerán que soy un novato equivocado. Debería decirles que aquí vive mi hermana y que estoy con todo derecho llamando a esta puerta. Los veía pasar, y todos, cuando llegaban a su altura, le miraban con el rabillo del ojo, sobre todo a aquellos en que entretenía la mirada porque algunos ya desde lejos le atraían y no podía desprenderla hasta que llegaban junto a él, entonces la desviaba porque le avergonzaba que le sorprendieran, sobre todo cuando eran mujeres o muchachas jóvenes, los muchachos aún le asustaban más... Volvió a pulsar. Esta vez con más fuerza y persistencia, entonces escuchó en el interior de la placa el eco lejano de un vibrador y pensó que esta vez había atinado y que la vez anterior fue tan suave, tan prudente, que de tan débil no la habrían oído. Para otras veces, ya lo sabía, había que pulsar a fondo, con fuerza, como en las puertas del pueblo, pero con la yema del dedo, en vez de con los nudillos o con la mano entera. Oyó una voz que reconoció enseguida, era la de siempre, la misma que cuando hablaban por teléfono, y que unas veces decía que sí, y otras que estaba fuera, que qué recado quería dejar a la señora. — ¿Quién llama? — ¡Yo! —Se oyó contestar a la vez que empujaba la puerta, como cuando en su casa entraba haciendo ruido, o cuando llamaba en casa de los vecinos o de otros habitantes del pueblo (allí escaseaban los timbres en las puertas) y como contestación decía su pronombre— ¡Yo! —Con voz propia y acento peculiar. Y cuando no había timbre se gritaba: ¡Elicín! ¿Quién eres? ¡Yo! Llamada, pregunta y respuesta. Entonces se abría la puerta y se entraba llegando hasta el lugar donde se encontraba la familia... — ¿Quién dice que es? —Volvió a sonar la metálica voz en el interfono. — ¡Yo! ¡Quién voy a ser! —Repitió un poco contrariado. — ¡Señora! ¡Alguien llama pero no sé de quién se trata, y no sé si abrir o no! — Hablaba alguien dentro de la vivienda y sus sonidos llegaban hasta él. — ¡Que soy yo! Dígale a mi hermana que soy yo, y ya verá como ella sí lo sabe. ¡Que soy yo! —Que dice la señora que se identifique. —Sabino Recuenco Matilla —con la lentitud de una salmodia sílaba a sílaba entonada y tercamente ofendida—, el Abarca, para servir a Dios y a usted. Soy el hermano de Doña María del Regazo, o sea que soy yo, el hermano de la señora. — ¡Es su hermano, señora! Que dice que es su hermano —La parsimonia en el límite de la exasperación con que expresó sus palabras, contrastaron con la exultante excitación o alegría con que la muchacha de servicio, lo acogía. Y desde abajo escuchaba las palabras de arriba. —Si no me abres la puerta, échame la lleve por la ventana que ya abriré yo —se desesperaba en la calle, sintiéndose contemplado por todo paseante, como si cada rato de permanencia fuera un motivo más de atracción, como si cada viandante supiera el tiempo que llevaba allí a la espera y se dijeran ¡qué ridículo! no se decide a entrar; o con tanto bulto, igual viene del extranjero y va vendiendo alguna extravagancia o alguna rareza; qué va, descubrirían otros, si ha sido pastor toda la vida y no sabe tocar el timbre ni llamar como se debe... Si no le abren, comentarían otros, igual habría que llamar a la policía porque ¡vete a saber si no será un sospechoso deambulante! Sonó al fin, una vibración metálica continuada y la puerta cedió a su empujón.

A pesar del pequeño lío que se formó en la puerta, para entrar y a la vez meter las maletas y paquetes, lo consiguió al fin, dejando de sujetar el pestillo con la mano y atrancando la puerta con el pié para que no se cerrara entre que agarraba un bulto y lo acercaba y lo pasaba adentro y luego el otro; porque si soltaba el picaporte se cerraba la puerta y entonces no podría entrar, si sujetaba la puerta con la mano para que no se cerrara, difícilmente podría transportar cada maleta e introducirla y que no estorbara a la siguiente, por eso fue que optó por atrancar con el pie. Como no tenía previsto este inconveniente tampoco fue precavido y no dejó los bultos a la distancia apropiada, por eso, con el pie metido entre la puerta y el marco se alargó, estirándose como cuello de jirafa, hasta que consiguió llevar a cabo tan ardua labor. El ascensor, con puertas automáticas y célula fotoeléctrica, pudo ser el summum de la desesperación, pero ya estaba prevenido por escarmentado en la puerta anterior. Los bultos los tenía preparados para con un empujón introducirlos adentro. Sólo diré que dos veces lo aplastaron las puertas y que, conjugado con su precaución, quedó un tanto satisfecho porque dedujo que no eran tan tozudas en aquello de presionar al cerrarse y que no está del todo mal esto de las prisas, y que se ve que los de la ciudad andan siempre con las manos en los bolsillos sin paquetería ni pertrechos de viajero y por eso las puertas se cierran a tiempos acelerados para que no pierdan el rato en conversaciones a las puertas con lo de despedirse y saludarse. Con su bagaje de pueblo decidió tocar con los nudillos en la puerta de la vivienda como acto más personal y afectivo, porque los timbres hieren los oídos con sus vibraciones de chicharra constipada y resultan alejados a la comunicación personal, una cosa es la aldaba golpeando la puerta y, a falta de ella, los golpes con la mano, y otra muy distinta el apuntar con el dedo y meter la yema en el botón de un cuadradito de plástico como si fuera un juguete. No me entretendré en comentar los saludos y las efusiones familiares, más deseadas e imaginadas de lo que en realidad llegaron a ser, porque sonó el teléfono tan a punto con requerimientos tan obligados que ella, la hermana, hubo de salir a cumplimentar un compromiso personal. Los niños prodigaron besos y rodearon las maletas, esforzándose para arrastrarlas, mientras la madre rápidamente se aprestó para salir. —Como las puertas de los ascensores —comentó Sabino—, no dais tiempo ni a entrar que ya estáis con urgencias de idas... —Y se lamentaba como si fuera él el problema— Porque eran pesados los bultos, que si no, ¡ahí me iba a estar yo esperando a que las puertas me atropellaran! Reía despidiéndose por la urgencia, sin hacer caso de las palabras de su hermano, pero con disculpas, cerró la puerta, y lo dejó con la muchacha de servicio. —Yo soy el Sabino, hermano de la señora, y por lo que veo tú eres la sirvienta, nosotros os llamábamos criadas. ¿Cuál es tu gracia? Que a lo que veo nos tendremos que entender a menudo porque con tanto movimiento, rapidez de puertas y ocupaciones, nos quedaremos para valernos. Más aún, si dan más importancia al teléfono que suena todos los días y a todas las horas, que al hermano que acaba de llegar. —Primitiva, señor Sabino, me llaman Primitiva. —Primi, ha dicho mamá que coloquemos al tío en la habitación del fondo —casi ordenaba la niña que acariciaba los bultos como intentando sacar algún jugo o sabor. —Éste y éste tienen algo de comida, y hay que meterlos en la fresquera para que se conserven las carnes. Esta maleta y este paquete son las ropas y los calzados.

— ¿Ya te quedas para todos los días? —el sobrino, intentaba aclarar la situación. Pregunta que no se dio en la cena, nadie de la familia preguntó lo de siempre, ¿Para muchos días? ¿Cuándo te volverás al pueblo? Ésta fue interpelación de siempre cuando alguien venía de vacaciones o acudía de paso por él. Cierto que Sabino, una vez acabada la cena, cuando todos se acomodaron en sus lugares acostumbrados para pasar la trasnochada, no encontraba asiento, en unos por excesivamente mullidos en los que se encontraba como en los montones de paja que no te puedes tener y te desvencijas sin encontrar equilibrio ni estabilidad, y en otros que aparentaban más seguridad, porque tienen a los lados unas orejeras que no te dejan mirar hacia los lados y sólo te permiten dirigir los ojos hacia delante. Al final eligió una silla de respaldo recto y allí se sentó a contemplar la tele y charlar un rato. Y poco fue porque el cansancio del día y las imágenes de la televisión le adormilaron. Aunque si preguntaron por la permanencia en la casa no lo recuerda, y le parece que a nadie se le ocurrió. Sabino sabía que esta pregunta sobraba, por que él no conocía la respuesta. Ahora caminaba con la maleta en la mano, detrás de la niña que abría paso hasta donde interpretó que su mamá decidió acomodar al tío. —Aquí —abrió la puerta y se sentó en la cama dejando un lugar amplio para que su tío colocara la maleta, la abriera y poder mirar, observar cada prenda o, quién sabe las sorpresas que aparecerían en una maleta así de grande—. Primi, dile a mi tío cómo tiene que colgar las cosas en el armario —gritó demandando ayuda, o imponiendo una obligación—. Ha dicho mi mamá que le cuelgues la ropa y la ordenes —recalcó, levantando la voz para ser oída por la chacha. Pues sí, la niña mandaba tanto como el maestro de su escuela y más que los ganaderos para los que había trabajado de pastor, aunque aquellas maneras de decir parecieran fruto del desparpajo infantil. Como las del muchacho que pretendía arrastrar la maleta a lo largo del pasillo: —En la habitación de la chacha. Pero como Primi es de aquí y no duerme en casa, la dejamos para ti. —La habitación del tío Sabino —corrigió la niña como si en la puerta colocara el cartel definiendo y dándole nombre. Y allí apareció Primi, útil y rápida al requerimiento de la niña. —Urgen más los paquetes de la cocina —determinó Sabino. —Ya están organizados, y no corren peligro ninguno. —El sentido práctico y la organización de las cosas de la casa, donde cada elemento, en este caso alimentación que en los bultos aparecían, tales como adobos de matanza y otras carnes como ternasco y cabrito, todo tenía su lugar y su orden. El resumen del día, cuando el sueño se alejaba del cuerpo cansado de Sabino porque la oscuridad cerrada del cuarto, el mullido extraño del colchón, el abultamiento desacostumbrado de la almohada, el ruido sordo del ambiente y, sobre todo, el nudo de los recuerdos lo mantenían agitado y sin encontrar postura cómoda en la que acoger el ansiado descanso. En esta situación, la doctrina de Sabino era totalmente la del Abarca, y se exhalaba con la satisfacción de las trasnochadas entrañablemente vividas en familia en contraste con la intranquilidad de algo recién comenzado. No tuvo que acusar la rigidez de la estancia con la solicitud que exigía el ganado. Ahora, no tenía obligaciones y permanecería largamente en la ciudad. Ya no volvería.

El pueblo quedaba alejado. Vivía en la ciudad. No dormía. Pero no tenía que levantarse por escuchar los cencerros ni mirar el tiempo... Eran retazos de pensamientos discontinuos. Los golpes de sangre de sus venas eran estas palabras lentas en sístole y diástole. Aquí. Allí no. Me quedo. Abandono aquello. Viviré aquí. No sé si volveré. Mi familia me acoge. Dalmacio me da trabajo... Y comenzó esperanzado a dejar la cabeza en el sitio de reposo, el cuerpo le pesaba y notaba que la ciudad se callaba y la oscuridad tomaba cuerpo de naturalidad... Como el sueño que llegó finalmente...

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